El personaje del esteta en la obra narrativa

de Gabriele d’Annunzio y Ramón del Valle-Inclán:

análisis y valoración

 

Linda Garosi

(linda.garosi@uco.es)

universidad de córdoba

 

 

Resumen

Este artículo profundiza en la proximidad morfológica entre los protagonistas del Piacere de d’Annunzio y de las Sonatas de Valle-Inclán, con el personaje del esteta. Además, se ha ampliado el análisis a la contradicción inherente a esta construcción tal y como se refleja en las versiones consideradas. Por esta vía se plantea la evidencia de un distanciamiento crítico de los autores respecto a una de las más emblemáticas manifestaciones del esteticismo finisecular.

 

Abstract

This article aims at focusing on the morfologic proximity between the main characters of d’Annunzio’s Il piacere and Valle-Inclán’s Sonatas and the aesthetic character. Furthermore, the study focuses on the inherent contradictions of such human and literal prototype in relation to the novels taken into account. In this way it may be explained the existence, by means of such characters, of a critical attitude in relation to the most emblematic representation of the aestheticism at the end of the XIX century.

 

Palabras clave

Personaje esteta

Gabriele d’Annunzio

Ramón del Valle-Inclán

Fin de siglo

Narrativa italiana

Narrativa española

Esteticismo

 

 

 

 

  

 

Key words

Aesthetic character

Gabriele d’Annunzio

Ramón del Valle-Inclán

End of the XIX century

Italian novel

Spanish novel

Aestheticism

 

 

  

 

AnMal Electrónica 27 (2009)

ISSN 1697-4239

 

 

En el célebre ensayo de Hans Hinterhäuser, Fin de siglo (1980), dedicado al estudio de figuras y mitos distintivos del decadentismo esteticista, se hallan, junto con los escritores más representativos de este movimiento, los nombres de Gabriele d’Annunzio y Ramón del Valle-Inclán. Las trayectorias poéticas de ambos maduran, de hecho, al cobijo de aquella efímera estación cultural que, a la vez, contribuyeron a alimentar. A propósito de su participación en esta atmósfera literaria, numerosos críticos han hecho hincapié en la imbricación de motivos y tópicos derivados de la narrativa finisecular en las creaciones narrativas de ambos autores. Sobre esta idea reincide, por ejemplo, Praz. Si es cierto que d’Annunzio fue el mayor exponente del decadentismo en Italia, su labor creativa se distingue por el uso original y personal de códigos ya elaborados. Praz aclara que «più di poetica del decadentismo in senso lato [...] si dovrebbe parlare di tematica del decadentismo» (1977: 21). De manera similar, la mayoría de los elementos inéditos que integran la primera producción narrativa de Valle-Inclán proceden de los textos del simbolismo francés y europeo que sirvieron de fuentes de inspiración del autor. Con palabras todavía actuales, Cansinos Assens comentaba:

 

la obra de este autor está formada de ninguna idea y de elementos ajenos, preciosos en verdad, que él ha sabido acoplar con arte exquisito y con larga paciencia. Su obra es como un edículo moderno construido con restos preciosos y auténticos de anteriores maravillas arquitectónicas (1917: 72).

 

Lo que ahora interesa subrayar es que, para ambos, el interés manifestado por las novedades literarias de su tiempo redundaría en unas analogías tipológicas[1]. Unas analogías evidentes sobre todo a nivel representativo y formal del texto. Siguiendo esta línea de investigación, queremos profundizar en una de las similitudes temáticas más destacadas de la obra narrativa de d’Annunzio y Valle-Inclán: las figuras de Andrea Sperelli y el Marqués de Bradomín[2]. Nuestro análisis se va a centrar en su caracterización, con el objeto de poner de relieve los rasgos que tienen en común y que, al mismo tiempo, les relacionan con el personaje del esteta. Se sabe que este nuevo modelo, tan presente en la narrativa del último tercio del siglo XIX, se puede leer como la réplica literaria de los artistas a su ambigua posición en una sociedad utilitarista. Pese a ello, también es cierto que esta construcción mítica, con sus sublimaciones estéticas y su pretendido aislamiento del mundo, revela ser un artificio abocado al fracaso. A la luz de lo dicho, además de plantear una posible aproximación morfológica entre los héroes novelescos, objeto del estudio, se pretende hacer hincapié, en relación a nuestras criaturas, en la ambigüedad en el fondo del mito humano y literario en el que se inspiran sus creadores. Tomarán entonces peculiar relieve algunos componentes del tejido de las novelas estudiadas, como la postura crítica del narrador hacía el protagonista del Piacere o el tono irónico que mengua la credibilidad de la criatura valleinclaniana, puesto que llegan a ser los indicios que corrigen la idea de una apropiación mecánica, por parte del italiano y del español, de una figura específica del esteticismo finisecular.

A este respecto cabe subrayar que con títulos como Il piacere (1889), L’Innocente (1892) o Il trionfo della morte (1894), y Femeninas (1895) o Sonatas (1902-1905), d’Annunzio y Valle-Inclán proponen en el ámbito de sus letras nacionales algunas de las tendencias de la nueva narrativa europea surgida de la reacción al naturalismo. Lo que podría parecer una operación de mimesis cultural fue, sin embargo, una vía por la que estos artistas se adueñaron de unos instrumentos y de unos materiales que les permitieron disipar el provincianismo del horizonte cultural en el que se habían formado. Decía d’Annunzio: «rinnovarsi o morire». Hay que tener en cuenta que, de esta manera, tanto el escritor italiano como el español introducían unos motivos representativos y estilísticos, además de literarios, en unos contextos históricos-sociales distintos de los originarios. Si tal trasvase se entendiera según una lógica de subordinación de una realidad a otra, en lugar de una re-contextualización, se perdería la perspectiva correcta en la que considerar los frutos parecidos de un proceso de asimilación y de elaboración personal. Se sabe que las corrientes culturales florecidas, primero en Francia y luego difundidas en todo el continente, al hilo de la reacción antipositivista, habían constituido, a partir de la mitad de la década de los 80, las respuestas en metáforas literarias a aquellos fenómenos a los que los intelectuales de las más avanzadas naciones europeas definieron como la crisis de la civilización burguesa. Así que el refinamiento estético de los personajes, junto con la perfección parnasiana del estilo, la mezcla de intelectualismo y sensualidad, la escabrosidad de las situaciones representadas, marcaron un viraje en la concepción del arte y del mundo en contraposición con los valores impuestos por el sistema vigente. Estos elementos innovadores, al ser acogidos en unos marcos de referencia distintos, como el italiano y el español, se quedaban desvinculados de las premisas ideológicas y de las condiciones materiales que los habían producido. Sin embargo, se saldaban allí con el ansia de renovación que sentían sobre todo los jóvenes escritores atrapados en unas situaciones atrasadas y anquilosadas. Por otra parte, es preciso decir que tanto d’Annunzio como Valle-Inclán supieron enriquecer los temas y los mitos distintivos del decadentismo esteticista gracias a su extraordinaria maestría artística y a sus dotes inventivas, llegando a unos resultados que se alinean entre las creaciones más preciadas de la literatura europea finisecular.

Un importante ejemplo de tal dialéctica se da, como se decía, en relación con las figuras de Andrea Sperelli y del Marqués de Bradomín. Estos protagonistas representan al individuo de extraordinarias cualidades que pretende elevar su existencia al mundo separado del arte. Se inscriben, por lo tanto, en la serie tipológica iniciada por el duque Des Esseintes (À rebours, 1884) y las criaturas surgidas de la pluma de Barbey d’Aurevilly, Pushkin o Lermontov, entre otros, y que tuvo una difusión amplia en la novela de las últimas décadas del siglo XIX. Se trata de personajes que encarnaban los tópicos humanos y culturales que el decadentismo-esteticismo iba codificando al proyectar el desajuste entre el intelectual y la sociedad burguesa. Este distanciamiento se traducía en el traslado literario de alguien que manifestaba su rechazo hacia la realidad circundante y su diversidad encerrándose en una «torre de marfil», en un mundo fundamentado en el valor absoluto de lo bello y, por ende, a salvo de la mediocridad de su tiempo.

  Las identidades ficticias, objeto del presente análisis, se sustentan en el principio fundador del nuevo paradigma humano: la sustitución de los valores morales por los estéticos[3]. En el caso de Sperelli, el narrador lo deja de manifiesto en la presentación del perfil psicológico del protagonista cuando dice: «il senso estetico aveva sostituito il senso morale». A este resultado había contribuido el refinamiento conseguido mediante los continuos viajes y las eruditas lecturas llevados a cabo bajo la guía del padre. Éste, además, había inculcado en Andrea el imperativo categórico que se transformaría en la ley vital del joven: «Bisogna fare la propria vita, come si fa un’opera d’arte». Un dictamen que quedaría simplificado en la búsqueda del placer sensual. El hedonismo de Sperelli remplaza la fuerza moral y volitiva y llega a ser el motor que le empuja a la acción. También en el caso de Bradomín, el amoralismo esteticista queda patente en su conducta polarizada en el disfrute de lo bello más allá de cualquier convención. En ocasiones, sin embargo, este rasgo queda explicitado en breves aforismas que él mismo enuncia y que traducen el solapamiento entre arte y vida típica del esteta. De ello es ejemplar la afirmación con la que el Marqués se refiere a aquella: «admiración estética que yo sentía en mi juventud por el hijo de Alejandro VI» (Sonata de Otoño). Con esta frase, es su intención aseverar cómo su emulación de la conducta pecaminosa del célebre César Borgia no derivaba tanto de un gusto personal por prácticas sexuales perversas, sino de su fascinación por el pecado. La transgresión es concebida como un acto de vitalista afirmación del ser. Asimismo, se declara un partidario de la causa carlista, pero a partir de una motivación distinta de la de una honda convicción ideológica. Así lo afirma: «Yo hallé siempre más bella la majestad caída que sentada en el trono, y fui defensor de la tradición por estética» (Sonata de Invierno). Las ejemplificaciones traídas a colación traducen la inversión de valores realizada por el esteta en unos ámbitos cardinales de la existencia humana, el erótico-amoroso y el político, inversión que, por lo tanto, identifica a Bradomín como un individuo fuera de lo convencional.

Merced al cambio del eje moral por el estético, ambos personajes se elevan a un orden de la realidad superior al del hombre común. Y es que su elección de un distinto marco axiológico deriva del intento por alejarse de una realidad y de una estructura social que desprecian. Su huida del presente les lleva a buscar refugio en un mundo imaginario y artificial acorde con la alternativa existencial que ambos escogen. De ahí que las ambientaciones de las novelas resulten ser la proyección de sus personalidades. En Sonata de Otoño y la de Invierno, el culto de la belleza profesado por Bradomín se funde de manera indisoluble con su añoranza por el desaparecido mundo del mayorazgo gallego[4]. La historia remite a un lugar y a un tiempo que, si bien sabemos son los de la Galicia rural de entre las décadas de los 50 y 60 del siglo XIX, dejan de ser concretos en el desenvolverse de la narración de las memorias del Marqués y, difuminándose, restituyen unas estampas primorosas de un pasado idealizado y arcaizante, que aparenta revivir el tiempo perdido de las épicas gestas medievales. Las coordenadas en las que se mueve Sperelli son más concretas, puesto que responden a la intención del autor por reconstruir la sociedad mundana de Roma, de la recién proclamada capital del Estado italiano. Sin embargo, hay que matizar esta pretendida objetividad, ya que, en la recreación textual, los espacios urbanos descritos reproducen una visión parcial de la ciudad, que coincide con la preferencia del personaje por la Roma bizantina y decadente «delle Ville, delle Fontane e delle Chiese». Además, a menudo, los paisajes pierden su función de contenedores de la acción y se convierten en el correlativo objetivo de la emoción interior del protagonista. Asimismo, los ambientes internos son construidos a partir de la elección y disposición de unos objetos preciosos y elegantes bajo el cuidado del mismo Sperelli y, por lo tanto, en consonancia con sus gustos exquisitos. Así lo explica el narrador:

 

E poiché egli ricercava con arte, come un estetico, traeva naturalmente dal mondo delle cose molta parte della sua ebrezza. Questo delicato istrione non comprendeva la comedia dell’amore senza scenarii. Perciò la sua casa era un perfettissimo teatro; ed egli era un abilissimo apparecchiatore.

 

Volviendo a lo que se decía acerca de la caracterización de los entes de ficción, su devoción al ideal estético les coloca fuera del orden moral establecido por el sistema social contemporáneo a ellos. Su conducta no atiende a principios éticos codificados por la colectividad, sino que responden a un individualismo radical al que se acompaña un fuerte componente hedonista. Suelen, de hecho, protagonizar situaciones que les ven trasgresores de los valores impuestos por la sociedad burguesa decimonónica. No es casual que sus aventuras galantes (la principal y única actividad que desempeñan es el libertinaje) sean rigurosamente adulterinas y encaminadas al goce sensual. En la narración de sus relaciones amorosas se recurre además a toda una serie de tópicos de la época, entre los que se pueden destacar los estereotipos de la mujer fatal y de la angelical, la confusión entre sensualidad y espiritualidad, la mezcla de sagrado y profano, el satanismo y el sadismo de los protagonistas masculinos. Más allá de la estratificación de motivos al que da lugar el juego erótico de la seducción, cabe poner de relieve la actitud cínica y narcisista adoptada por Bradomín y Sperelli. Un rasgo que, pese a convertirles a los ojos del lector de la época en verdaderos monstruos, es funcional a la orgullosa exaltación de sí mismos frente a los demás comunes mortales. Es interesante destacar, por otra parte, el hecho de que ambos se quedan impasibles delante de la fuerza arrolladora de la pasión que, aunque saben cómo despertar en sus víctimas, les deja indiferentes por ser incapaces de compartirla. Tanto Bradomín como Sperelli revelan una escalofriante esterilidad de sentimientos que les asimila claramente al tipo del esteta finisecular.

De hecho su erotismo se combina con su esteticismo de manera peculiar. Lo que les lleva a buscar en la experiencia amatoria el disfrute estético y, por ello, inevitablemente vacío de sentimientos y de vida: una mentira en esencia. Pese a manifestar, al modo de los grandes seductores, una irreprensible ansia de placer carnal, ésta queda separada con frecuencia del «gaudio carnale»[5]. No es inusual que el Marqués y el joven romano conviertan a sus amadas en el blanco de su ingente refinamiento, igualándolas —o mejor, reduciéndolas— a objetos artísticos. El afán de posesión que les empuja a la conquista queda equiparado al deseo mismo que mueve al coleccionista cuando intenta conseguir una pieza esencial para su muestrario y, claro está, para su recreación personal. De ahí que la descripción física del actante femenino, tanto en su globalidad como en el desglose de las distintas partes de su cuerpo, se lleve a cabo a menudo mediante la comparación con los hitos de la historia del arte, de la que ambos personajes son finos conocedores[6].

En todas sus facetas existenciales revelan ser individuos distinguidos, cultos y hedonistas, que hallan en los valores estéticos los únicos blasones nobiliarios que les permiten resistir a la banalidad de sus tiempos. Ello no corresponde únicamente con una elección personal, sino que, además, tiene su razón de ser en su condición de últimos descendentes de un ilustre linaje. Y no podrían pertenecer a ninguna otra clase social que no fuera la aristocracia que, en la segunda mitad del siglo XIX, en decadencia, está a punto de desaparecer. Como se decía, tanto el uno como el otro han heredado su especial predisposición hacia la vida a la par de sus apellidos. La noble familia del conde Sperelli pertenece a una: «special classe di antica nobiltà italica, in cui era tenuta viva di generazione in generazione una certa tradizion familiare d’eletta cultura». Andrea representa su último vástago:

 

Il conte Andrea Sperelli-Fieschi d’Ugenta, unico erede, proseguiva la tradizion familiare. Egli era, in verità, l’ideal tipo del giovine signore italiano nel XIX secolo, il legittimo campione d’una stirpe di gentiluomini e di artisti eleganti, l’ultimo discendente di una razza intellettuale.

 

Igualmente, el Marqués ocupa el puesto final de un árbol genealógico que se pierde en la leyenda:

 

El linaje de Bradomín también es muy antiguo. Pero entre todos los títulos de tu casa: Marquesado de Bradomín, Marquesado de San Miguel, Condado de Barbazón y Señorío de Padín, el más antiguo y el más esclarecido es el Señorío. Se remonta hasta Don Roldán, uno de los Doce Pares (Sonata de Otoño).

 

Sin embargo, su estirpe es tan antigua que el recuerdo de sus orígenes se le ha vuelto borroso, a la vez que las cualidades heroicas de sus antepasados han ido desvaneciéndose hasta desaparecer en él. Bradomín constituye el eslabón final y sus atributos aristocráticos se concretizan en su ser: «galán y poeta». Si su pertenencia a unas nobles familias queda relacionada estrechamente con sus tendencias esteticistas; también es cierto que su estatus social representa el polo antitético a una realidad económica y productiva que, de lo contrario, les contaminaría. Desde esta óptica, además, revelan una inactividad casi absoluta, de acuerdo con los privilegios que, tradicionalmente, acordaba su casta.

Por otra parte, también es cierto que, pese a su fascinación por los objetos y las obras de arte, ni siquiera consiguen dedicarse al quehacer artístico. En el caso de Sperelli, su impulso creativo queda relegado a un breve intervalo de tiempo que coincide con su estancia, lejos de Roma y de su desordenada vida mundana, en la villa de Schifanoia, donde se recupera de una herida recibida en un duelo. Se insertan a este punto de la novela y de la historia, junto con unas declaraciones de poética, cuatro sonetos en los que se muestra su pericia inventiva y formal, además de relacionarle con una corriente concreta de raigambre formalista y esteticista. El narrador, de hecho, traza un perfil de Sperelli que le inscribe en la categoría de los poetas parnasianos:

 

Eleggeva, nell’esercizio dell’arte, strumenti difficili, esatti, perfetti, incorruttibili: la metrica e l’incisione; e intendeva proseguire e rinnovare le forme tradizionali italiane con severità, riallacciandosi ai poeti dello stil novo e ai pittori che precorrono il Rinascimento. Il suo spirito era essenzialmente formale. Più che il pensiero, amava l’espressione.

 

Bradomín también se presenta, en el texto, como poeta, pero lo hace sin especificar su afiliación o sus tendencias artísticas. Además, en las Sonatas no queda constancia alguna de los frutos de su supuesta actividad artística, ni de unas aproximaciones programáticas que subyacen a la figura del protagonista. El acto que asimila Bradomín a un esteta, un esteta sui generis, no se centra en la elección exquisita de cosas o de su vestimenta, sino en la construcción de la realidad misma. Él es el artífice de su propio libro de memorias donde todo es evocación y estilización idealizadora. Así acaba por convertir, retrospectivamente, su vida en una obra de arte. El personaje no podía atender de forma más cumplida el dictamen del aforismo enunciado por Oscar Wilde en el prólogo de su The Picture of Dorian Gray (1890): «Life has been your art». En el relato autobiográfico, los recuerdos del Marqués se recomponen como si de una sucesión de cuadros o poemas se tratara —a este propósito, cfr. el magistral estudio de Alonso (1955)—. La narración crea un mundo autorreferencial mediante un proceso de literaturización de la vida.

Volviendo a Sperelli, pese a que su amor por el arte no cuaje en un quehacer artístico, el principio esteticista que le fundamenta, no se queda limitado a sus rasgos, sino que se proyecta alrededor de éste. Del protagonista del Piacere indica D’Angelo: «quell’esteticità che non riesce a concentrarsi nell’Opera, tuttavia, è come se si diffondesse e disperdesse in tutti gli aspetti dell’esistenza di Sperelli» (2003: 213). Desde los comienzos de la novela, cobra evidencia el cuidado obsesivo que el personaje presta a cualquier detalle para que corresponda con su personalidad. Así escoge los objetos para decorar los interiores de su Palazzo Zuccari, su buen retiro, su ropa, sus poses, su vocabulario e incluso sus amantes. Todo en él es fruto de un cálculo atento que revela un gusto finísimo de rara elegancia que le merece un puesto de relevancia entre los dandies de la época. Fue éste un fenómeno social —luego recogido por la literatura— que surgió y se desarrolló en Francia y en Inglaterra alrededor de la segunda mitad del siglo XIX, difundiéndose luego en todo el continente; marcaron esta tendencia George Brummell, Montesquiou, Wilde y Beardsley[7].

A tenor de lo expuesto, queda patente que los rasgos comunes inventariados en el análisis de las identidades ficticias de Andrea Sperelli y del Marqués de Bradomín les relacionan con el mito del esteta decadente. Si el orgullo aristocrático, la refinada sensibilidad artística, el hedonismo cínico y el amoralismo esteticista, que les distinguen, constituyen las invariantes de aquel modelo, por otra parte, como se decía al principio, hay una faceta inherente a esta figura que cabe valorar con respecto a ellos.

El proyecto existencial representado por el esteta responde al intento por parte de los escritores de afirmar su diversidad frente a una sociedad capitalista y materialista, pero que, sin embargo, acaba por revelar toda su esterilidad e inutilidad. El refinamiento artístico, su amoralismo esteticista y el orgullo aristocrático tienden a la afirmación del individuo y de su alteridad frente a los efectos negativos del progreso científico y económico de la civilización burguesa decimonónica. Sin embargo, se convierten en instrumentos estériles en manos de individuos faltos de una personalidad fuerte, decidida y coherente. Su aislamiento en un mundo hecho únicamente de belleza, ajeno a la ley moral y a la realidad cotidiana, se demuestra un artificio, en el que se sublima la incapacidad del literato por enfrentarse a las dificultades de la vida, convirtiéndole en un inadaptado para la acción. A esta conclusión contribuyen no sólo los discursos tejidos por la contemporánea psicología[8], sino también unas motivaciones con claras raíces históricas. El fracaso del esteta se puede relacionar con un hecho muy concreto, es decir, la toma de conciencia del artista de su marginación en una sociedad regida por el utilitarismo, por las leyes del mercado y por una mentalidad práctica[9]. De ahí que esta figura literaria constituyera en origen su respuesta en metáfora literaria a aquellos procesos reales que despojaban al intelectual de su aureola, mercantilizaban el arte y masificaban la cultura. Pero, por otra parte, los mismos escritores reconocían lo insostenible y artificial que resultaba esta alternativa, además de estar condenada a sucumbir a los asaltos de la mediocridad del presente[10]. En el proceso de recepción y elaboración de este tópico finisecular, d’Annunzio y Valle-Inclán no podían obviar la contradicción sobre la que se apoyaba, fueran o no conscientes de ello. De manera que, si tanto Sperelli como Bradomín demuestran su vinculación, a nivel textual, con el tipo del esteta, a la vez participan, en un nivel intratextual, de la debilidad inherente a esta construcción, si bien con modalidades distintas.

Para el protagonista del Piacere, es preciso recordar que d’Annunzio se inspiraba en el modelo que se había forjado en las páginas de Amiel, Huysmans y Bourget, en cuya caracterización se conjugaban el refinamiento artístico con una sensibilidad nerviosa, una obsesiva auscultación interior y una drástica reducción de sus capacidades para la acción; realidad psicológica que Théodule Ribot sistematizó de manera médico-científica, en todas sus vertientes, en el tratado Les maladies de la volonté (1883). Sperelli pertenece a esta nueva categoría humana. Lo aclara el narrador al esbozar el retrato del protagonista:

 

Fin dall’inizio egli fu prodigo di sé; poiché la grande forza sensitiva, ond’egli era dotato, non si stancava mai di fornire tesori alle sue prodigalità. Ma l’espansione di quella sua forza era la distruzione in lui di un’altra forza, della forza morale che il padre stesso non aveva ritegno di deprimere. Ed egli non si accorgeva che la sua vita era la riduzion progressiva delle sue facoltà, delle sue speranze, del suo piacere, quasi una progressiva rinunzia [...]. Nel tumulto delle inclinazioni contradditorie egli aveva smarrito ogni volontà ed ogni moralità. La volontà, abdicando, aveva ceduto lo spettro agli istinti.

 

A lo largo de la novela se hallan más comentarios en esta línea. De hecho, la fuente del relato representa aquella instancia moralizadora que pone de manifiesto la negatividad del personaje, atendiendo a la intención programática del autor expresada, en el prólogo de la novela, en la dedicatoria a Francesco Paolo Michetti: «Questo libro, nel quale io studio, non senza tristezza, tanta corruzione e tanta depravazione e tante ostilità e falsità e crudeltà vane». Respecto a la tesis que queremos demostrar, las críticas del narrador, si bien remiten al asunto positivista que relacionaba el esteticismo con un tipo de degeneración patológica, contribuyen a desacreditar las mistificaciones proyectadas por Sperelli. (Es preciso recordar que se trata de unos atributos psíquicos que remiten a la desintegración de la unidad psíquica del hombre moderno, de manera que asimilan el esteta a los inetti del fin de siglo[11].)

Desde el principio, la voz narradora destaca como el desorden privativo de su voluntad y el apocamiento de su fibra moral, que constituyen el obstáculo que impide a Andrea desarrollar sus propósitos artísticos. Así lo expone: «Non aveva dentro di sé la sicurezza della forza né il presentimento della gloria o della felicità. Tutto penetrato e imbevuto di arte non aveva ancóra prodotto nessuna opera notevole». Otra causa de impedimento parece radicar en unos bajos instintos sexuales. Desde esta perspectiva moralizadora, se pone de relieve como las sublimaciones estéticas de Sperelli, su búsqueda del objeto raro, valioso y refinado, sus exquisitos gustos en materia de poesía, música y arte, les sirvan en realidad para ocultar su verdadera naturaleza[12]. Su esteticismo se mezcla con un hedonismo depravado, atenuando, como medida mistificadora, el irrefrenable impulso lujurioso que guía su conducta. El nexo entre estas dos facetas del personaje queda explicitado en relación a una de las dos mujeres que forman el triangulo amoroso, argumento central de la novela. Puesto que Sperelli se mira en Elena Muti, la protagonista femenina que encarna el prototipo de la femme fatale, como en un espejo, comparte con ella la misma costumbre: «Ella copriva di fiamme eteree i bisogni erotici della sua carne e sapeva trasformare in alto sentimento un basso appetito». De esta forma, el culto a la belleza pierde su carácter desinteresado, puesto que en realidad le sirve a Sperelli para satisfacer su lujuria. Y es que también su actitud se sustenta en una mentira, tal y como toda la existencia de «quest’uomo che dell’inganno e della menzogna s’era fatto nella vita un abito, quest’uomo che aveva ingannato e mentito tante volte».

El hábito de la falsedad le imposibilita a enfrentarse de manera positiva y auténtica a la vida. Así lo ratifica el narrador ahondando en la conciencia del personaje cuando éste, enojado por el desenlace de su tentativa de volver a disfrutar de las atenciones de Elena Muti, busca recompensa a sus frustraciones lanzándose a la conquista de la casta y angelical Maria Ferres:

 

Egli era giunto a un terribile momento, incalzato dalla vita inesorabile, dall’implacabile passione della vita; era giunto al momento supremo della salvezza o della perdizione, al momento decisivo in cui i grandi cuori rivelano tutta la loro forza e i piccoli cuori tutta la loro viltà. Egli si lasciò sopraffare; e non ebbe il coraggio di salvarsi con un atto volontario [...] Egli si lasciò abbattere; abdicò intieramente e per sempre alla sua volontà, alla sua energia, alla sua dignità interiore; sacrificò per sempre quel che gli rimaneva di fede e d’idealità.  

 

En la parte final de la novela, Sperelli teje su engaño más infame. Para seducir a Maria Ferres, actúa con ella en el papel del pecador arrepentido que intenta redimirse mediante un amor puro. En realidad, Andrea convierte a Maria en la víctima sacrificial de su impulso perverso: fantasear en gozar de Elena, mientras posee a Maria. El delirio esquizofrénico que Andrea orquesta en su imaginación es pronto desenmascarado por la amante que le abandona horrorizada. El sueño de la redención espiritual del personaje a través de una mujer pura, se rompe en el epílogo ignominioso, dejando al descubierto toda la miseria moral y la mendacidad de Sperelli. La derrota erótica allana el camino para que él mismo tome conciencia de su derrota también en el ámbito de sus pretensiones esteticistas. En la escena que cierra el libro, se le revela la artificialidad de su esteticismo, tal y como ha demostrado, de manera ejemplar, Bàrberi Squarotti (1992) al tratar sobre el valor de epifanía de la escena de la subasta. La narración de la subasta de los bienes pertenecidos a Maria, a la que acude Sperelli, se construye en torno a la contraposición entre la belleza aristocrática de los objetos puestos a la venta y la «gente bassa», los «uomini impuri» que acuden seguros de hacer buenos negocios. En la imaginación de Sperelli la escena adquiere el valor metafórico de una profanación. No es causal de hecho que la subasta tenga lugar justamente en la sala del Buda, símbolo de la dimensión espiritual del hombre, en la que irrumpe una masa desordenada de gente vulgar que con su presencia envilece el halo sagrado de la habitación, y de lo que representa. Sperelli presencia impotente la devastación, por parte de los que considera unos bárbaros irreverentes, de espacios y cosas que antes habían sido destinados a una existencia alta y refinada. Una muchedumbre ínfima todo lo saquea, lo corrompe, lo empolva y lo llena con su hedor: «alcuni uomini staccavano ancóra qualche tappezzeria dalle pareti, scoprendo il parato di carta a fiorami volgari, su cui erano visibili qua e là i buchi e gli strappi». La situación se vuelve inaguantable y Andrea busca alivio  huyendo del lugar. Se quiere sustraer a esa visión porque también él se siente amenazado. El materialismo y la vulgaridad de lo real parecen poner en peligro, contaminándola, la superioridad aristocrática del esteta. Intenta, entonces, refugiarse en su casa, en el palazzo Zuccari, el bastión de la belleza y del arte, pero allí, al encontrarse con los porteadores que le llevan las cosas que había comprado en la subasta, comprende que no hay manera de alejarse de una realidad amenazadora. Su aislamiento en el mundo ideal de la belleza no le puede defender de las barbarie modernas, además de ser falso. En el final, al protagonista no sólo le embarga una impotente resignación, sino que comprende que, al participar en la expoliación comprando la estatuilla de Buda, un armario y otras cosas, se ha rebajado al nivel de la gente vulgar. La fuerza simbólica de la imagen que cierra la novela compendia este fracaso. El personaje es obligado a seguir los porteadores mientras suben lentamente las escaleras con el armario, como si de un cortejo fúnebre se tratara: «Egli entrò. Come l’armario occupava tutta la larghezza egli non poté passare oltre. Seguì, piano piano, di gradino in gradino, fin dentro la casa».

No sólo los demás se revelan víctimas de sus engaños, de sus mentiras, sino que él mismo es víctima de una mentira, la que fundamenta su esteticismo. Como las palabras que utilizaba para seducir estaban vacías, así la suya es una existencia abocada a la oquedad. Al fin, queda aprisionado en el círculo espurio trazado por sus sublimaciones estéticas. Así lo anticipaba el narrador al comienzo de la novela:

 

Ma nell’artificio quasi sempre egli metteva tutto sé; vi spendeva la ricchezza del suo spirito largamente; vi si obliava così che non di rado rimaneva ingannato dal suo stesso inganno, insidiato dalla sua stessa insidia, ferito dalle sue stesse armi, a simiglianza d’un incantatore il qual fosse preso nel cerchio stesso del suo inganno.

 

Tales reflexiones descubren una similitud entre d’Annunzio y Valle-Inclán que va más allá de las analogías detectadas en la construcción de las identidades ficticias de sus protagonistas. Lo que demuestra que su asimilación de los motivos de la narrativa europea no es nunca mecánica.

En el caso de las Sonatas, la modalidad de esa apropiación está relacionada con la parodia a la que Valle somete los tópicos de la literatura decadentista finisecular[13]. No hay que olvidar que la fuerza cáustica de la pluma valleinclaniana halla en el protagonista su blanco principal. Queda de manifiesto, en la obra, el efecto irónico que resulta de la comparación entre la figura de los dandies, quintaesencia de la elegancia, y la de un Bradomín que, en la Sonata de Otoño y la de Invierno, es anciano, canoso, manco y con una gran barba que le cubre medio rostro.

 Para Bradomín, como para Sperelli, la expresión del fracaso de su existencia se manifiesta a partir de una derrota erótica. La Sonata de Otoño presenta las imágenes más reveladoras en este sentido. En el final hay una secuencia en la que el Marqués de Bradomín goza por última vez de Concha que muere en sus brazos suspirando de placer y de amor. Tras sentir un hondo horror a la vista del cuerpo sin vida de Concha y pensar en huir, decide acudir a otra prima, Isabel, para hacerla partícipe del triste acontecimiento. Isabel, ignorante de lo que ha pasado, le recibe deseosa de disfrutar de sus amores. El Marqués, que se considera hombre galante, se siente obligado a satisfacerla. Se trata de unas escenas repletas de motivos característicos de la estética decadentista (sadismo, mezcla de sacro y profano, satanismo, etc.), en las que el tema dominante es el de la necrofilia. Por cierto una práctica contraria a la moral común a la que Bradomín se aplica en apariencia sin graves escrúpulos de conciencia. Sin embargo, cuando Xavier, con tal de evitar un escándalo, traslada el cadáver de Concha a la alcoba de la mujer, el tono burlesco de la narración convierte el relato en una representación grotesca. El Marqués no puede dominar el pavor que le invade. Ya precedentemente, tanto las repetidas alusiones al miedo supersticioso que le invade, como la tentación tragicómica de escaparse por una ventana, como un vulgar ladrón, hacen de contrapunto, revelándolas mistificaciones, al cínico narcisismo de antes. Finalmente, el detalle del pelo de Concha que se enreda continuamente, obstaculizando la labor de Bradomín que, desesperado, tira hasta rompérselo, representa el momento tópico de una farsa despiadada. Y actúa un cambio en el discurso con una aproximación realista a los hechos, matizando el tono complacido con el que Bradomín retrata su conducta adúltera y degenerada. Es un guiño irónico y cínico que el autor implícito dirige a su lector y no con la intención de entretenerle, sino de mostrarle la falta de compasión y de humanidad debajo de todas las mistificaciones realizadas por el esteta.

El mismo Bradomín lo deja de manifiesto en la última escena de la historia. La mañana siguiente, frente al dolor expresado por las hijas de Concha al descubrir el cadáver de la madre, el protagonista reconsidera el fallecimiento de su amante y amiga devota. El hecho en sí le conduce a reflexionar sobre el tiempo que pasa inexorable para todos, un flujo imparable, del cual él tampoco está exento. La pérdida de aquellos atributos que le habían convertido en un irresistible donjuán, a causa de la imparable degradación física común a los mortales, le aparece en toda su terrible realidad al protagonista, que se halla en la estación otoñal de su existencia, como hacía referencia el título de la obra. De manera que el recuerdo de la amante con la que había experimentado la exaltación de su sensualidad, de su Yo, entraña una verdad que le llena de tristeza y le descubre su efímera condición humana:

 

Yo sentía una angustia desesperada enfrente de aquel mudo y frío fantasma de la muerte que segaba los sueños en los jardines de mi alma. ¡Los hermosos sueños que encanta el amor! Yo sentía una extraña tristeza como si el crepúsculo cayese sobre mi vida […] ¡La pobre Concha había muerto! ¡Había muerto aquella flor de ensueño a quien todas mis palabras le parecían bellas! ¡Aquella flor de ensueño a quien todos mis gestos le parecían soberanos!... ¿Volvería a encontrar otra pálida princesa, de tristes ojos encantados, que me admirase siempre magnífico? Ante esta duda lloré. ¡Lloré como un Dios antiguo al extinguirse su culto! (Sonata de Otoño)

     

El narrador autobiográfico recupera esta idea en la apertura de Sonata de Invierno, donde, a causa de su edad avanzada, el tiempo ha derrotado al gran seductor, y con él sus ilusiones de omnipotencia: «Yo sentía un acabamiento de todas las ilusiones, un profundo desengaño de todas las cosas. Era el primer frío de la vejez, más triste que el de la muerte» (Sonata de Invierno). El relato de sus últimas hazañas amorosas en la luz crepuscular de su vida se tiñe de la «tristeza depravada», de la amargura de saber que tendrá que renunciar para siempre a ello. Afirma lacónico: «Ya sólo me estaba bien enfrente de las mujeres la actitud de un ídolo roto, indiferente y frío» (Sonata de Invierno).

Estos fragmentos parecen corroborar la lectura del sentido último de la vestimenta estética de Bradomín, y guardan relación, al fin y al cabo, con el intento de subversión que guía la escritura de Valle y con la que pretende poner en evidencia el vacío que subyace en la literatura esteticista. El epílogo de estas obras pone en evidencia, además, la contradicción inherente al tipo humano y literario encarnado por el Marqués; comenta Alberich (1965: 376-377) que

 

como la sensualidad cultivada, como el orgullo aristocrático, como el misticismo artificial de los decadentes, el esteticismo es ceniza volandera, fiebre mental que deja un vacío penoso. La literatura no sirve de nada a Bradomín cuando le llega la hora del dolor verdadero. Paradójicamente, esta idea se sugiere en una de las obras más esteticistas del siglo XX.

 

A tenor de lo expuesto queda demostrada la tesis planteada al principio, según la cual, para las figuras del joven Sperelli y del Marqués de Bradomín, tanto d’Annunzio como Valle-Inclán llevan a cabo una adhesión instrumental del tipo del esteta. De ahí que se puedan detectar unas similitudes acentuadas en su caracterización. Sin embargo, sus creadores, al par de sus homólogos europeos, se habían dado cuenta de los desajustes en el fondo de esta construcción. Como se decía, el personaje esteta se constituye como un mito en el que los artistas subliman las presiones de un presente histórico complejo, pero que a la vez encubre la toma de conciencia de la precariedad de su aislamiento en un mundo artificial, que no le salva del asalto de la vulgaridad de los tiempos. De manera que, en una valoración global de la proximidad morfológica de las criaturas de d’Annunzio y Valle-Inclán con el nuevo modelo humano y literario, no sólo han quedado en evidencia las analogías tipológicas, sino la existencia de un distanciamiento crítico, realizado con modalidades distintas, que reincide en el nudo crucial de la actitud de estos autores en su asimilación de la poética del esteticismo. Una actitud que queda sintetizada en las palabras con las que Baldi (2008: 39) cierra su análisis de Il piacere, y que a la luz de lo visto —como ya sugería Alberich— se pueden hacer extensivas también a las Sonatas de Valle-Inclán:

 

Ciò che lo scrittore vuol presentare da una prospettiva critica non è l’estetismo in sé, in assoluto, ma un modo di praticarlo, quella forma che si incarna nell’eroe del Piacere (che peraltro è tipica di una certa temperie storico-culturale): un estetismo falso.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

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[1] Al profundizar en la recepción de la obra dannunziana en España, con Valle-Inclán entre sus mayores protagonistas, Meregalli llegaba a una importante conclusión, que además establecía el marco de referencia fundamental para cualquier análisis de corte comparatista entre estos autores: «son más bien las derivaciones comunes que explican las analogías evidentes entre d’Annunzio y Valle-Inclán. Sabemos que hay también algunas directas, por ejemplo en la Sonata de primavera; pero lo más importante es el fondo común» (1989: 164).

[2] Se hace referencia a los protagonistas del Piacere y de las Sonatas. Las citas proceden de d’Annunzio (1988) y Valle-Inclán (2002).

[3] Los rasgos que caracterizan a ambos personajes como estetas son consecuentes con «una usurpazione dei valori morali da parte di quelli estetici, come surrogazione della morale attraverso l’estetica» (D’Angelo 2003: 204).

[4] Las ambientaciones de las otras dos Sonatas —el Méjico precolombino recreado en Sonata de Estío y la Italia renacentista de Sonata de Primavera— configuran una evasión de tipo espacial distinta, por lo tanto, de la inmersión nostálgica en el pasado realizada en Sonata de Otoño y Sonata de Invierno.

[5] De las experiencias amatorias de Bradomín, Anderson Imbert había subrayado que el personaje aparece «como un coreógrafo de escenas amorosas» (1968: 206). De hecho, en sus memorias las situaciones eróticas se transforman en unos cuadros finamente cincelados y preciosistas, donde la fusión de los cuerpos se convierte en una aséptica y exquisita cristalización literaria destinada a agradar al individuo de gustos refinados e insólitos. De Sperelli, el narrador destaca su fascinación por «tre forme diversamente eleganti, cioè della donna, della tazza e del veltro», con el resultado de transformar a la mujer en un objeto artístico.

[6] D’Annunzio y Valle-Inclán no hacen más que emular una técnica que, presente en todas las épocas, fue sistematizada por Théophile Gautier y los parnasianos en la segunda mitad del siglo XIX. El paralelismo entre la literatura y las artes visuales era una praxis literaria muy arraigada entre los escritores del decadentismo europeo (cfr. Praz 2007).

[7] Para profundizar en el asunto cfr. Carassus (1971), Coblence (1988) y Scaraffa (2002).

[8] El fracaso de su elección existencial parece estar radicada, entonces, en el fenómeno de disgregación de la fuerza moral y de la potencia volitiva del individuo moderno, acometido por una patología misteriosa, según la opinión difundida en la época. Tanto en el ámbito científico como en los análisis de los intelectuales, el hombre de letras de la sociedad moderna queda estigmatizado por una degeneración fisiológica y psicológica patente en su inercia existencial así como en la expresión artística. Los textos principales que desarrollaron esta concepción fueron, sobre todo, Entartung (Degeneración), de Max Nordau (1892) y Essais de psychologie contemporaine, de Paul Bourget (1883-1884). En sentido más amplio, también es cierto que las ideas de decadencia y de modernidad vienen a ser las dos caras de un periodo de transición tan crucial como lo fue el final del siglo XIX; así lo refleja en su documentado ensayo Calinescu (1991).

[9] Cfr. las referencias literarias y culturales con las que, antes de abordar el análisis de esta tipología en las novelas modernistas españolas, Santiáñez-Tió (2002) afianza la aparición del personaje del hombre de letras o del individuo sensible en la narrativa europea de la segunda mitad del siglo XIX.

[10] Al respecto, Luperini afirma que el esteta está abocado a un inevitable fracaso en «una società di massa irrimediabilmente corrotta e volgare e dominata dal denaro» (1981: 22).

[11] La propuesta de esta posible valoración de la figura de Sperelli se halla por primera vez en Battaglia (1965). Recientemente, Baldi (2008) ha retomado la tesis y ha profundizado en ella.

[12] Sobre la mezcla de lujuria y esteticismo en el Piacere, cfr. Sipala (1994).

[13] En el tono irónico estriba la divergencia fundamental que, como reconoció Meregalli «distingue così chiaramente Valle Inclán da D’Annunzio, per esempio, o da Maeterlinck; e che costituisce uno dei pregi maggiori delle Sonatas» (1958: 17).