Adelanto penitencial para el nuevo y autocomplaciente

pecado mortal contra la poesía del Siglo de Oro:

en defensa del humanista Juan de Aguilar

 

José Lara Garrido                     Jesús M. Morata Pérez

     (jlara@uma.es)                               (jemorata@telefonica.net)

universidad de málaga                                        universidad de granada-gelso

                         

 

 

Resumen

Esta reseña analiza la edición Roldán-Torre del Panegírico latino de Juan de Aguilar. Se ponen de manifiesto los graves errores de estudio, transcripción y traducción en que incurren los autores, y se concluye afirmando el carácter filológicamente inservible de dicha obra.

 

 

Abstract

This review examines the Juan de Aguilar’s Latin Panegyric, edited by Roldán-Torre. These authors make serious mistakes of study, transcription and translation. The review concludes that the mentioned work is philologically useless.

 

Palabras clave

Juan de Aguilar

De Sacrosanctae Virginis Montis Acuti

Edición de M. Roldán y J. M. de la Torre

 

 

 

 

 

 

Key words

Juan de Aguilar

De Sacrosanctae Virginis Montis Acuti

M. Roldán y J. M. de la Torre’s edition

 

 

AnMal Electrónica 28 (2010)

ISSN 1697-4239

 

 

En 1980, el gran poeta y avezado conocedor de la poesía áurea Luis Rosales publicó, bajo el título de Un pecado mortal de nuestras letras, cierto ensayo en que, hermanando gracejo y hondura exegética, vino a mostrar hasta qué punto los estudios en dicha parcela de la literatura española «están en mantillas y tardarán mucho tiempo en vestirse de largo». El autor de La casa encendida achacaba ese estado de cosas a lo absurdo de una vida moderna «tan desazonante y presurosa que no nos deja tiempo para estudiar», enderezando su discurso a la poesía de Quevedo, sobre la que, según su discreto parecer, como en ninguna otra se había acumulado «tanta ignorancia, tanta mendacidad y tanto atrevimiento». Una de las joyas líricas quevedianas, el famoso soneto «Miré los muros de la patria mía…», aparecía, bajo el simple escalpelo de una lectura, como el galimatías sin sentido resultante de un maltrato impiadoso que le infringiera la mano de su editor González de Salas. Al aparecer «literalmente lleno de concusidos y cicatrices», el soneto no había podido ser entendido por nadie, y su ininteligibilidad, nunca antes denunciada pese al cúmulo de dislates, contrasentidos y necedades del texto publicado («Varias de sus proposiciones —subrayaba con finura entre creacionista y quevediana— andan a saltos, como los saltamontes, y no tienen secuencia lógica. Algunos de sus versos son harapientos y parecen escritos en viernes»), conducía inevitablemente a la estupefacción y el asombro: «Como suele decirse al encontrarse con algo inusitado, vivir para ver; nosotros podemos decir ahora: vivir para leer».

La experiencia tenebrosa que Rosales comparaba a la de entrar en un túnel, ni siquiera en hipérbole serviría para dar ligera idea de la densidad de negrura y la extensión del nuevo pecado que aflige y condena a nuestra poesía del Siglo de Oro en una de las más admirables y luminosas composiciones de su repertorio neolatino: el Panegírico a la Virgen de Monteagudo de Juan de Aguilar (Aguilar 2009). Los fautores del desaguisado, desconociendo aquel sencillo y sabio consejo de la musa del pueblo que asegura que «cantar bien o no cantar / en el campo no se siente; / pero si te oye la gente, / cantar bien o no cantar», han montado sobre el humanista ruteño una improvisada verbena sin mantillas siquiera. En pelota picada convierten al eximio poeta, que manejaba la lengua del Lacio con la gallardía y el brío que da a su galope un caballo andaluz, en autor de una bernardina que, al sumar dislate con traspiés, tropiezos con empujones, se asemeja y —aun empeora— al paso de un burro manchego. Grave, muy grave, es que teniendo tan poco don de lenguas que hasta la suya parece aprendida en la confusión de Babel, se atrevan a emprender una quimérica empresa que, a tenor de los resultados, no podrían empeorar quienes se enredasen en traducir desde el sánscrito al esperanto. Siendo para ellos el latín terra incognita, ni siquiera han visto sus sombras en la caverna platónica, así que entienden de él cuanto pudo hacerlo el «viejo ciego» que «a la luz de un candil apagado» se aplicaba a un texto «sin letras». Peor todavía es el torturante castigo al que someten a la lengua española en versos inimaginables, tan a trancas y barrancas, tan al primer envite en cada período de retorcida sintaxis que sólo los puntos resultan útiles como descansaderos para llorar. Si el pecado hubiese sido cometido sin testigos y de la forma más cautelosa, podría haber pasado desapercibido, como uno de tantos otros delirios a que nos condena diariamente la indigencia cultural del país. Pero los autores, empeñándose a sí mismos en no desentonar de tal hazaña, olvidan su horizonte a la altura de eruditos locales y maestros de primeras letras, y adornan su veste ceremonial de ringorrangos y desgaires, gorgoritos de esencias ocultas y revelaciones mistéricas fingiéndose colones para descubrir mediterráneos.

Desde el Grupo de Estudios Literarios del Siglo de Oro, que lleva décadas estudiando y publicando a los poetas antequeranos del Siglo de Oro, la pecaminosa agresión al preceptor de Gramática ha sido considerada como particularmente grave. Descubierto y descrito el primer ejemplar del Panegírico, un poema que se creía perdido —De Sacrosanctae Virginis Montis Acuti Translatione et Miraculis Panegiris (Malaca, apud Ioannem Rene, 1609)—, por uno de los integrantes de GELSO (Molina Huete 2008), estábamos empeñados como colectivo en la ardua tarea de reconstruir el contexto antequerano en que se desarrolló el nuevo culto a la Virgen de Monteagudo, el exacto perfil de las justas para las que se compuso el poema latino, su relación con el extenso poema de Agustín de Tejada Páez y la edición crítica y anotada de ambos, a más de una traducción con entendimiento de lengua y castellano drecho del de Aguilar. Si nuestro lema de «paciencia y barajar» ha de surtir efecto sobre otros frutos en agraz (¡y cuánto agraz!) que se han colocado —y colado— en colecciones editoriales de reconocida ejecutoria, el del grave pecado cometido en este caso constituye un punto y aparte.

 

 

EL PANEGÍRICO LATINO DE JUAN DE AGUILAR

 

Como decíamos, hace poco se tuvo conocimiento del hallazgo de un impreso que se daba por perdido: De Sacrosanctae Virginis Montis Acuti translatione et miraculis panegyris[1], obra del famoso humanista ruteño Juan de Aguilar, que fue maestro de latinidad en la cátedra de Antequera allá por los comienzos del siglo XVII. Se han hallado dos ejemplares; de uno dio noticia Belén Molina Huete (2008); del otro, Mariano Roldán y José María de la Torre (en adelante, Roldán-Torre), cuya edición será el objeto de nuestros comentarios.

Inmediatamente todos los aficionados a la poesía áurea nos congratulamos y quisimos acceder a esa obrita que tanta repercusión tuvo en su tiempo. Roldán-Torre habían llevado a cabo una reproducción facsimilar, con estudio y traducción al castellano (Aguilar 2009). Nuestra satisfacción iba en aumento. Nos hicimos con un ejemplar y en una primera ojeada nos sorprendieron gratamente algunas consideraciones que podían resultar útiles para aclarar y corregir algunos aspectos textuales de un largo poema hermano, dedicado por el vate antequerano Agustín de Tejada Páez al mismo asunto; se trata de la canción que arranca «El ánimo me inflama ardiente celo…»[2].

Eso creíamos y deseábamos. Pero no pudo ser. Y es que, conforme se lee con más atención el producto de Roldán-Torre, el lector avisado pasa muy rápidamente del asombro a la incredulidad, de la incredulidad a la angustia y de la angustia a la indignación.

La verdad es que no habríamos concebido esas falsas esperanzas, si hubiéramos rememorado un libro anterior de Torre (1997), Juan de Aguilar, un humanista ruteño del XVII, que mereció los siguientes comentarios del latinista Raúl Manchón: «adolece de muchas deficiencias y [...] se edita, con muy poco rigor filológico, la poesía castellana de Aguilar y alguno de sus poemas latinos» (2003: 314); más adelante afirma hallarse ante «una edición parcial de la poesía latina y castellana de Aguilar, que resulta muy deficiente, poco rigurosa, plagada de erratas y faltas de todo tipo, y que incluye un estudio extremadamente superficial de la poesía del humanista ruteño» (2003: 340-341)[3].

Pues esta segunda entrega viene a confirmar que el vino es lo único que mejora con los años. Ya desde las páginas preliminares podíamos barruntar lo que se nos venía encima. En ellas, Roldán-Torre pretenden realizar un estudio de las diversas vertientes de la obra. Y a ello se lanzan.

Como no merece la pena emplear tiempo y espacio en algo que no lo vale, y al solo efecto de proteger al desprevenido lector, vamos a comentar algunos aspectos llamativos. Si empezamos por la métrica, sufriremos los primeros sobresaltos. A ella dedican Roldán-Torre un apartado al que llaman «Nivel prosódico y métrico». De entrada, y aunque parezca increíble, en ningún momento se nos dice que el Panegírico está compuesto en hexámetros[4]. Sin embargo, a la hora de explicar las características rítmicas de los versos, parafrasean (sin citar la fuente) las que Manchón (2003) atribuye a los hexámetros que Juan de Aguilar compuso para sus dísticos sobre las ciudades de Arjona y Andújar, que no son métricamente equiparables; y tras perderse en una serie de inexactitudes acerca del predominio de dáctilos y espondeos, o del mayor o menor énfasis que unos u otros proporcionan, intentan probar sus doctrinas  con unos cuantos ejemplos. Lo que ocurre es que sus asertos en esta materia, si se confrontan con los versos que los propios editores eligen, resultan discordantes e ininteligibles, cuando no manifiestamente disparatados. A esta última categoría pertenece la inclusión del vocablo satyranni entre las palabras polisílabas (i. e.: con más de tres sílabas) en final de verso. Pues no. Ese fabuloso cuatrisílabo no es tal. La realidad es que Roldán-Torre han leído mal (rematada y reiteradamente mal) el v. 28, y lo escriben (más de una vez) así: Dedecus, infernique operae invidio satyranni, en lugar del correcto y evidente Dedecus infernique opera invidiosa  tyranni[5].

El muestrario puede ser bastante más amplio (tanto como el propio apartado), pero nos parece mucho más oportuno dejarlo estar y atender otras cuestiones. En cuanto a las aseveraciones y lucubraciones de los parágrafos relativos a las figuras retóricas (amplificación, omisión, apelación, tropos...), son para no contarlas, y por lo tanto no las vamos a contar. Pero sí merece la pena que dediquemos unas páginas a dos cuestiones fundamentales en una obra de estas características: la transcripción del texto latino y su traducción al castellano.

 

 

 

LA TRANSCRIPCIÓN DEL TEXTO

 

La publicación de Roldán-Torre ofrece una impresión facsimilar del Panegírico latino de Aguilar. Pues bien, a pesar de que el ejemplar que utilizan no es el mejor de los dos conservados, es esa reproducción lo único que se salva del libro. Los dos editores, tras una especie de estudio estilístico de imposible clasificación, incorporan una transcripción del texto latino y una traducción.

Revisando la simple transcripción comprobaremos que, además del error arriba señalado, se repiten otros de gran envergadura, como Tu, Virgo, save te nostra Thalia (v. 4), Versi colorque soli faciem (v. 326) o Guttrum voce (v. 348). Y entonces se encienden todas las alarmas. Más aún cuando entre los «sustantivos comunes» se incluye el vocablo rutilo (v. 331), que una simple consulta al diccionario escolar indica que corresponde (rutilus, -a, -um) al típico adjetivo de tres terminaciones.

Los errores de envergadura de la transcripción acarrean inevitablemente ulteriores disparates en la traducción (algunos bastante jocosos, como veremos). He aquí algunos de tales errores de transcripción:

 

En el v. 4 se da por bueno un save (que no existe en latín), por el evidente fave (imperativo del verbo favere).

En el v. 28, invidio satyranni  por invidiosa tiranni (del que antes hemos tratado).

En el v. 115, Donatholo por dona tholo, con unas consecuencias catastróficamente hilarantes, que luego comentaremos.

En el v. 145, abena  por ahena.

En el v. 148, arment  a  suis por armenta suis, con doloroso impacto posterior.

En el v. 153, sumant por fumant.

En el v. 326, versi  colorque  por versicolorque.

En el v. 348, Guttrum por guttura.

En el v. 358, fatuus por fatus, que también tendrá crueles efectos.

 

Todos esos fallos de transcripción corresponden al cuerpo del Panegírico; pero no son los únicos: en uno de los poemas finales en dísticos se nos ofrece la inexistente voz latina laplabeat por la indudable secuencia lapsa beat.

Hemos querido señalar esos errores porque carecen de justificación. La fuente no es un manuscrito de complicada lectura, sino un impreso fácil y claro que se atiene a los usos habituales de la impresión aurisecular. Así que, pecando incluso de muy piadosos, debemos concluir que la transcripción del Panegyris es francamente deficiente.

 

 

LA TRADUCCIÓN

 

¡Pues anda que la traducción! A errores de transcripción, como los enumerados, hay que sumar un desconocimiento profundo, se diría que abisal, de la lengua latina. Ya sabemos que la traducción es una técnica de muy hondas raíces. Son innumerables los tratados y tratadistas que, desde la aparición de la escritura, se han ocupado de ella. Se ha debatido hasta el infinito cada uno de sus aspectos. Hay grandes discrepancias en lo referente a la literalidad o a la modernización de los textos, e incluso a la propia viabilidad de una traducción. Pero en lo que hay universal acuerdo es en que, para realizarla, hay que dominar las dos lenguas que se confrontan: la del dechado y la resultante.

 El resultado es una sucesión insufrible de alejandrinos en la que se pretende embutir el carmen de Aguilar, sin más parecido con éste que algunas paráfrasis hinchadas y la ayuda del poema hermano de Agustín de Tejada[6]. Vayamos por partes.

 

Verso 4. Tu, Virgo, fave (i. e.: «Tú, Virgen, dame tu favor»). Señalábamos antes que ese vocablo estaba mal transcrito por Roldán-Torre (Tu, Virgo, save). Ese inventado save, sin traducción posible, priva al poema de la preceptiva petición del favor mariano.

 

Versos 22-25:

 

Hanc coluit sedem reliquis magis omnibus unam

Virgo parens, dorsoque domum sibi legit in alto

exiguam, duraeque cavo sub robore quercus

(res mira) inclusit caelo venerabile numen.

 

Con bastante literalidad tenemos: «La Madre Virgen se aficionó a este sitio más que a ningún otro, y en lo alto del monte escogió un pequeño habitáculo, y en el robusto hueco de una encina (admirable portento) guardó su imagen, venerable al Cielo». Así vierten Roldán-Torre:

 

Contenta está la Virgen con esta sede única,

con esta exigua casa, levantada en la cumbre

y excavada en el tronco de una robusta encina:

allí, oh asombro, el Numen, bajo el cielo la esconde.

 

Aparte de que no es el Numen (aquí, «la imagen») el que esconde, sino el escondido, resultará digna de ver una casa excavada en el tronco de una encina (por robusta que sea la encina, y exigua la casa).

 

Verso 53. desertor sacrae fidei legisque Batavus. Su tenor literal es: «El bátavo, desertor de la sagrada fe y de la ley». Roldán-Torre lo convierten en: «El desertor apóstata y el bávaro», como si fueran cosas distintas, y trocando además Batavia por Baviera.

 

Verso 56-58. En este pasaje Aguilar alude a la Gigantomaquia, y compara la sublevación de los protestantes flamencos contra su rey (Felipe III) con la de los sacrílegos Gigantes que se alzaron contra Júpiter Tonante:

 

ut proles (sic Fama canit) scelerata gigantum:

corporis Enceladus metuenda mole superbus,

et iuga pro telis Rhaetus montana coruscans...

 

En castellano: «Tal como, según canta la Fama, hizo la estirpe criminal de los Gigantes: el soberbio Encélado, con la temible mole de su cuerpo; Reto, haciendo brillar las cimas montañosas con sus dardos...». Pues se nos da esto:

 

¡Prole (silencio, que habla la Fama) de Gigantes!

el orgulloso Encédalo, del Etna luego huésped

y Reto, destructor de yugos montañeses...

 

Ese silencio no se sabe de dónde sale. ¿Será que Roldán-Torre consideran que sic es una abreviatura de silencio? El hospedaje de Encélado en el Etna no está en el texto, y hacer brillar un monte no significa necesariamente destruirlo.

 

Verso 65. Extemplo totum volitans it Fama per orbem. Tampoco presenta dificultades: «Enseguida va la Fama volando por todo el Orbe». Pero nuestros traductores parecen ignorar que la locución ex templo (más frecuentemente extemplo) ya en latín, y desde muy antiguo, había fusionado sus dos elementos, y había adquirido un valor y una función exclusivamente adverbial (‘enseguida’, ‘rápidamente’, ‘sin dilación’), ajena por completo a cualquier relación con templo alguno, y publican: «Desde el templo se expande la Fama por el orbe».

 

Versos 87 y ss. Tu mihi, virgo, recens testis pro millibus una. Juan de Aguilar se está dirigiendo aquí a la madre Magdalena de San Gerónimo, una casta monja (virgo) que tuvo un protagonismo extraordinario en el traslado de la Virgen de Monteagudo a Antequera, y que, por haber superado una larga enfermedad gracias a la Virgen de Monteagudo, aparece como testigo excepcional de su taumaturgia. Pero Roldán-Torre, confundidos por ese virgo, parecen entender que es una alusión a la Madre de Cristo, y lo vierten como «Alta Dama». El párrafo deriva en un completo galimatías, en el que el lector se extraviará si tiene la osadía o la paciencia de cotejar los textos. Y así, cuando los traductores abordan los versos  90 y 91,

 

Principis aetherii thalamosque fidemque secuta,

auspice doctorum celebri ductore

 

estampan:

 

reacia a conyugales

antorchas de ese célico Príncipe; tú alzando

la fe, como guía segura de los doctos...

 

Ininteligible versión que, por una parte, viene a significar lo contrario de lo que afirma Juan de Aguilar, que es: «Has seguido el tálamo y la fidelidad del Príncipe Celestial» (tras haber renunciado a los legítimos placeres del matrimonio común); y, por otra parte, que Roldán-Torre ignoran que Aguilar está señalando inequívocamente a San Agustín, guía o Luz de Doctores, como se le denomina en terminología patrística: Lux doctorum Augustinus. Y lo hace porque el que fuera obispo de Hipona es el titular de la orden religiosa a la que pertenecía la madre Magdalena de San Gerónimo, que era efectivamente monja agustina. Lo que dice Juan de Aguilar es que la madre Magdalena consagró su castidad al Príncipe Celestial «bajo los auspicios del célebre Guía (o Maestro) de Doctores»[7]. Y así lo confirma el cotejo con Tejada: «Pues tú, hija valiente de Agustino, / claro Sol de la Iglesia militante».

 

Versos 100-102:

 

Namque tibi, faciente fide, miserata iacenti

virginei Regina chori veneranda, potentem

porrexit dextram iussitque relinquere lectum

 

No parece un lugar dificultoso: «Pues la venerable Reina del coro de las vírgenes extendió su poderosa diestra hasta ti, que yacías enferma y llena de fe, y te ordenó abandonar el lecho». En otras palabras, Aguilar nos cuenta que la Virgen sanó a su devota madre Magdalena. Pues lo que se nos da es lo que sigue, y juzgue el lector:

 

Así que, a ti, que inspiras confianza, alta Dama

yacente, venerada por el coro de vírgenes,

tendió celeste diestra para alzarte del lecho.

 

Versos 107-110. Un poco más adelante, tras contar cómo la monja estuvo durante tres años aquejada de epilepsia (morbus Herculeus), el poeta ruteño nos cuenta que, ante la impotencia de la Medicina,

 

ad Magni Regis Matrem conversa, petisti,

virgo fidelis, opem; tulit et tua protinus ingens

praemia digna fides: morbo fugiente vetusto,

viribus et priscis subito in sua membra reversis.

 

Esto es: «volviéndote a la Madre del Gran Rey, le pediste, virgen fiel, su ayuda, y tu inmensa fe te trajo pronto digno premio: se retiró el antiguo mal, y al punto tus miembros recobraron su primitivo vigor». Así lo ven Roldán-Torre:

 

... convocada

la Madre del Gran Rey, ¡oh virgen!, suplicaste

que tu fe te salvara; te obligó a ir tan lejos

tu digna confianza que hizo huir a tu antigua

dolencia y recobrar tu salud de repente.

 

Sorprende esa convocatoria mariana; y por ninguna parte se justifica la obligación de ir tan lejos (¿A dónde, nos preguntamos?).

 

Versos 135-136. Aquí nos hallamos en otro de los momentos estelares de nuestros traductores. Juan de Aguilar escribe que la Furia Enío, Martis saeva comes («cruel compañera de Marte»):

 

inque Deum regem inque suum iubet arma rebelles

sumere et ardentes animos in proelia mittit.

 

Esto es: «les manda que, rebeldes (‘rebelándose’), tomen las armas contra Dios y contra su rey, y lanza sus ardientes ánimos al combate». Al revés (y sin el menor sentido) lo entienden Roldán-Torre:

 

Hay orden de que tomen las armas los rebeldes

no sólo honrando a Dios, sino también al rey

para ir al combate con ánimo.

 

Verso 144. Gelidis ardet Gradivus in oris. Según Roldán-Torre, «Y Marte fulge en gélidos campos». Pues no es eso. Ese fulge destruye el oxímoron del humanista ruteño. Lo que este declara es que «Gradivo [Marte] arde en las heladas riberas» del escenario bélico.

 

Verso 148. cum stabulis armenta suis, tumido aequore mergit. Aguilar habla de las inundaciones provocadas en Flandes por la ruptura de los diques: la desenfrenada fuerza del mar «en hinchada marea sumerge los ganados con sus establos». Pero, de aquellos polvos, estos lodos. Como Roldán-Torre transcribieron arment a suis, el resultado es: «Y al soldado, en su puesto, hinchada ola sumerge». El lector, como nosotros, se preguntará a qué soldado y a qué puesto se refieren.

 

Verso 165. Juan de Aguilar nos dice que la imagen de la Virgen de Monteagudo se libró por intervención divina del fuego con que los herejes pretendieron destruirla, del mismo modo que los tres jóvenes salieron indemnes del horno al que los arrojó el rey Nabucodonosor en Babilonia; y dice Aguilar que ese prodigio ocurrió

 

           ... spectante Semiramis alta

coctilibus cinctam muris quam condidit urbe.

 

Entiéndase: «a la vista de la ciudad que la alta Semíramis fundó y ciñó con muros de barro cocido». Pero según Roldán-Torre, «desde los altos muros / expectante Semíramis». El lector podrá comprobar que no es la legendaria reina la que contempla el suceso, sino la ciudad que ella fundara; y que el poeta no tilda de altos a los muros, sino a Semíramis.                         

 

Verso 170. Ante la crueldad incendiaria e iconoclasta de los herejes protestantes, Aguilar exclama: tam saeva animis dominatur Erynnis! Estrictamente: «tan cruel Erinis se ha adueñado de sus almas!» Pero en la versión de Roldán-Torre lo que nos encontramos es: «¡Tanta furia domina a la insensible Erinia!». ¡Pero si Erinia, ya de por sí, es una de las Furias! Quienes realmente están dominados por esa furia son los herejes.

 

Versos 176-177. ... Nam sola fides miracula tanta / perficit. Juan de Aguilar, en la misma línea y con el mismo sentido que hiciera Luis Martín de la Plaza (1995: 141) en uno de sus sonetos dedicados a este acontecimiento —se trata del soneto LXIX, que arranca «Famoso Monteagudo, cuya espalda…»—, se sirve de una agudeza: tras hablar del traslado del Monte (Agudo) desde Bélgica a Antequera, nos recuerda que la fe mueve montañas: «pues solo la fe es capaz de tan grandes milagros». ¿A qué viene, entonces, este período concesivo: «aun sabiendo a la fe capaz de hacer milagros»?

 

Verso 178. Aguilar escribe: O Caroli proles. Esto es: «oh progenie de Carlos». Efectivamente, el poeta está alabando a los impulsores del traslado de la Virgen de Monteagudo a Antequera, que eran los gobernadores de Flandes: el archiduque Alberto de Austria y su esposa, la infanta Isabel Clara Eugenia, ambos primos hermanos, y nietos del  Carlos V.  Nuestros traductores vierten apostrofando: «¡Oh eximio Carlos!», como si estuviera vivo. Pues no procede: el glorioso emperador llevaba cincuenta años muerto.

 

Versos 193-196. El poeta está describiendo la indignación del Río Rin al verse privado de la imagen de la Virgen de Monteagudo por orden del archiduque Alberto. Ante deshonra tal, el río:

 

... Hesperii queritur sibi Baetidos oras

praeferri Oceanique suis replet omne querelis

aequor et horrisonis mugitibus intonat undas,

Thetyos inque aula fremit horridus ore superbo.

 

Esto es: «se le queja de que prefiera las riberas del hesperio Betis a las suyas;  llena con sus quejas toda la extensión del mar, y aterrador, con encolerizado semblante brama con horribles mugidos en los mismos aposentos de Tetis». Roldán-Torre le enmiendan la plana al poeta: culpan a la inocente Hesperia del traslado, y hacen que quien vocifere y proteste sea la pobre Tetis:

 

... a Hesperia afea que aguas béticas

prefiera y no las suyas; la líquida llanura

del mar oye sus quejas y, con mugido horrendo,

ondas atruena; y Tetis, se aíra y con soberbias

voces, va protestando por el palacio real.

 

Versos 203-205:

 

O Demera [...] in patrem Scaldim [...]

influis, antiquis nunquam fruiture triumphis.

 

Aquí el río que llora por la pérdida de la imagen es el Démara (Demer). Le dice Aguilar: «Oh Démara, desembocas en el padre Escalda, y nunca podrás gozar de tus antiguos triunfos». Como en el pasaje encontramos un participio de futuro (fruiture), cuya existencia y significado desconocen sus traductores, se ningunea, y se vierte: «llegas al padre Escalda sin la gloria que antaño acostumbrabas».

 

Versos 210-211. En este pasaje Aguilar narra el dolor del propio Monte Agudo y de sus deidades por la marcha de la Virgen. Nos dice que las Náyades no quieren danzar, que las Napeas gritan sus quejas, que las Dríadas andan gimiendo por el monte, y que: Lacrimatur Oreas / valle suo. Pero como tampoco parecen tener mucha noticia Roldán-Torre sobre el tratamiento de los llamados verbos deponentes[8], en vez de decirnos sencilla y correctamente que «La Oréada llora en su valle», la matan, y traducen: «Oreas en su valle es llorada».

 

Verso 233. Habla Juan de Aguilar del paso de la imagen por el Pirineo, y dice que, para saludarla, aerium, Regina, tibi caput inclinat mons. Literalmente: «el monte inclina ante ti, Reina, su alta cabeza». Ahora bien, Roldán-Torre parecen creer que el acusativo aerium (que obviamente concuerda con caput) es un genitivo plural[9], y, haciéndolo depender del vocativo regina, resuelven así: «... adorándote, oh Reina de los aires». Con lo cual enriquecen la letanía con una nueva advocación mariana: *Reina de los Aires, que viene a ser una piadosa aportación en estos tiempos de creciente descreimiento.

 

Verso 277. El dios-río Síngilis se apresta a tributar a la Virgen su merecido recibimiento, y dice Aguilar que: Tunc pater ipse iubens consistere protinus undas; i. e.: «Entonces el propio padre Síngilis, ordenando que las aguas se detengan ante él...». Pues lo contrario es lo que afirman sus dos traductores: «y el mismo padre, entonces, manda ir por delante / la corriente». (Con el riesgo de empapar la imagen. Habría sido una triste paradoja que la Virgen hubiera recibido más daño de las católicas aguas antequeranas que de los heréticos fuegos flamencos.)

 

Versos 288-289:

 

... floresque simul fructusque alieno

tempore Pomona adspiciens miratur.

 

Lo que Aguilar nos cuenta es que el paso de la Virgen por los campos hace que todo florezca y fructifique simultáneamente. Como ese periplo mariano se realizó en la estación otoñal, «Pomona, viendo a la vez las flores y sus frutos en tiempo impropio, se queda maravillada». Roldán-Torre lo interpretan así: «admira ya sus frutos en tiempo infiel». No parece muy correcto traducir alieno por infiel, y menos aun calificando al tiempo.

 

Verso 326. Versicolorque soli faciem depingit iaspis. Estamos en el pasaje en que el poeta se recrea describiendo la regia gruta del dios-río Síngilis (Guadalhorce), y ese verso se refiere al pavimento; Juan de Aguilar nos dice que «jaspe de color cambiante colorea la superficie [la faz] del suelo». He aquí la réplica de Roldán-Torre: «y en su suelo, / de reluciente jaspe, se reflejan los rostros». (De donde se deduce que los dos versores estaban pensando en las caras de Bélmez.)

 

Versos 339-340. Estos versos nos deleitan con otra muestra de peregrino ingenio traductor. Aguilar narra cómo el dios-río Síngilis ha convocado a sus cisnes (a sus poetas) ante su presencia:

 

quibus vitrea suffultus in urna

ad laevam senior placido sic ore profatur.

 

Esto es: «y a ellos el anciano río, con apacible semblante, apoyado en la urna de vidrio que tenía a su izquierda, les habla así». Pues veamos lo que se nos da al cambio:

 

a cuya izquierda, anciano de mucha edad, extrae,

y hace públicos, nombres de una urna de vidrio.

 

Ya sorprende lo de anciano de mucha edad, porque no suele haberlos de poca. Pero confundir la urna cristalina del Síngilis con una urna electoral, y convertir una junta de poetas en un escrutinio con papeletas, ya sobrepasa todo lo imaginable.

 

Versos 341-361. Todos estos versos, los últimos del Panegírico, constituyen una sucesión de dislates que cuesta trabajo reflejar. El discurso del dios-río no ha sido entendido: parece como si el Síngilis fuera poeta. ¿Qué querrá decir eso de «no habrá ningún don que me aleje de vosotros»?

Lo del v. 358 no tiene parangón (ni perdón), pero sí, acaso, explicación. Escribe Aguilar: Haec fatus, tremefecit aquas rex magnus. En traducción académica: «Habiendo dicho esto, el gran rey estremeció las aguas». Pero como se transcribió mal el fatus latino por fatuus, una fórmula tan consagrada y elemental como Haec  fatus, mal leída, engendra este engendro: «Y aquí, insensato rey, estremeció las ondas». (Lo cual viene a ser una grave ofensa al piadoso y venerable Síngilis, que en todo el poema aparece como un modelo de sensatez.)

Por cerrar con llave de oro, veremos que ni el verso último del poema se libra de estas desventuras. Escribe Aguilar que los cisnes (los poetas antequeranos), tras escuchar las palabras del Síngilis, in nidum celeri recipit se quisque volatu. Absolutamente claro: «cada uno, con rápido vuelo, se retira a su nido»[10]. Pues al revés lo perciben Roldán-Torre: «Con rápido vuelo cada cual dejó el nido».

 

Versos 113-115. Hemos querido resaltar, dejándolo para el final, un locus que refleja como pocos la pretenciosidad fraudulenta de la traducción que comentamos. Se trata de los vv. 113-115 del Panegyris, en los que se habla de los favores que la Virgen hace a los marineros que devotamente se le encomiendan:

 

Qui portum incolumis tenuit, saevique periclis

defunctus pelagi, quae maxima voverat alto

dona tholo suspendit ovans vestesque madentes.

 

Estrictamente lo que expresan estos versos es: «el [navegante] que alcanzó incólume el puerto y se vio a salvo de los peligros del despiadado mar, colgó triunfante en tu alto templo [o en lo alto de tu templo] los mejores dones que te había prometido en voto, y al par sus mojadas ropas». Pero Roldán-Torre no se percatan de que en el arranque del v. 115 hay que leer, naturalmente, como dos palabras separadas Dona y tholo. Como no lo hacen, nos encandilan enriqueciendo la onomástica clásica con esta perla filológica de incalculable precio:

 

¿Quién, por tomar, incólume, seguro puerto, libre

ya de furia del mar atronador te trae

votivas vestes, votos del alto Donatholo?

 

Han leído bien: el alto Donatholo. Sobran las palabras.

 

 

OTRAS TRES TRISTES TRADUCCIONES

 

Todas las consideraciones anteriores están dedicadas al Panegírico propiamente dicho. Una vez acabado, Aguilar añadió tres poemas en dísticos elegíacos sobre la Virgen de Monteagudo. Torre (aquí en solitario) nos ofrece lo que pretende ser su traducción, y es aún peor que la anterior, si cabe (y cabe). Veamos por qué.

En el segundo dístico del primer poema (que arranca Aetherei Regina poli…), Aguilar se dirige a la Virgen:

 

Tu modo ab Arctois Belgarum gentibus usque

aurea Singiliam saecula, Virgo, geris.

 

Estrictamente: «Tú, Virgen, traes desde los fríos pueblos de Bélgica hasta Singilia otro Siglo de Oro». Esa mítica Edad de Oro es idea recurrente en nuestro poeta. Pero Torre, completamente in albis, imprime esto:

 

Tú, Virgen, llevas áureos siglos con los belgas,

pero deseas trasladarte hasta Singilia.

 

En el quinto dístico, Juan de Aguilar nos explica que la llegada de la Virgen significa un remanso de paz, y que el belicoso Marte se toma un descanso: discinctusque sedet positis Mars impius armis. Exactamente: «y desceñido, depuestas las armas, se sienta [descansa] el impío Marte». Pues lo que imprime Torre es: «Y desarmado, el impío Marte se queda quieto, con las armas enterradas». No es propiamente quedarse quieto lo que hace Marte, sino sentarse. Pero ese matiz no tiene importancia. Sí la tiene que el guerrero dios se dedique a enterrar sus armas, porque le desconocíamos esas dotes sepulturiles.

En la segunda poesía, cuyo título (Eiusdem eodem argumento) no se traduce, escribe Aguilar:

 

Iam venit in veterem rapidus quam Singilis urbem

et celebri decorat nomine et amne rigat

Virgo [...].

 

Literalmente: «Ya viene la Virgen a la antigua ciudad a la que el rápido Síngilis adorna con su célebre nombre y riega con su corriente». Pero Torre, haciendo uso de las concordantiae discordantes que Quevedo atribuía a Pellicer, asegura que:

 

Ya llega el impetuoso Síngilis a la antigua ciudad

a la que adorna con su célebre nombre, y riega con sus aguas,

Oh Virgen...

 

Como el lector comprenderá, no es el impetuoso Síngilis (el Guadalhorce) el que llega a la antigua ciudad (Antequera), porque ese río nunca se había movido de allí. Quien llega es la Virgen. Torre interpreta como vocativo el nominativo Virgo, y así le van las cosas. En los versos siguientes nos dice Juan de Aguilar que la Virgen:

 

Arctoa de gente venit secumque metallo

saecula Singiliam de meliore gerit.

 

Esto es: «viene desde los  pueblos árticos, y con ella trae a Singilia una Edad de mejor metal». Vuelve, pues, el humanista ruteño a la mítica Edad o Siglo de Oro. Pero lo que Torre interpreta es:

 

Llega de la gente del Norte y lleva consigo misma

Singilia durante siglos como mejor metal.

 

Con lo cual, si hemos entendido bien, se nos descubre una ignota propiedad de Antequera: su naturaleza metálica.

El dístico final también es digno de consideración. Dice el poeta:

 

Virginis adventum sequitur genus omne bonorum,

quidquid habet Tellus, quidquid Olympus habet.

 

Nada más fácil: «A la llegada de la Virgen sigue toda clase de bienes, cuantos hay en la Tierra, cuantos hay en el Cielo [en el Olimpo]». Pues no se pierda el lector la interpretación de Torre:

 

Todo hombre bueno sigue la llegada de la Virgen,

no importa qué tiene la Tierra, no importa qué tiene el Olimpo.

 

¿De dónde salen esos hombres buenos? ¿Y ese verbo importar?

En el tercer y último poema, los atropellos filológicos arrancan desde el mismo título. Este es el que le da Aguilar:

 

Ad Virginem Aspricollis super illud Canticorum. 6:

«Quasi Aurora consurgens».

 

Es imposible hallar algo más fácil de comprender y traducir. El poeta se sirve de la archimanida cita bíblica del Cap. 6 del Cantar de los Cantares, aplicada infinidad de veces a la Virgen María, y además lo indica expresamente[11]. La versión castellana sería: «A la Virgen de Monteagudo sobre aquello del Libro de Los Cantares, capítulo 6: Que surge como la Aurora». Pues lo que entiende Torre es absolutamente inenarrable:

 

A LA VIRGEN DE MONTEAGUDO DURANTE LOS CÁNTICOS. 6. CASI AL ALBA

 

Al ver la secuencia Canticorum, 6 y Quasi Aurora, Torre debió de pensar que el cardinal 6 indica la hora de levantarse para no se sabe qué cánticos, y que esa referencia a la aurora aclara que se trata de las 6 a.m., y, por tanto, casi al alba. De pura lógica. En el resto del poema la traducción es increíble (stricto sensu). Se confunde a Alcides con Alcida (señora de la que no se tiene noticia); se convierte a la «veloz yugada» de caballos (praecipiti iugo) del carro de la Aurora en «el carro del abismo»; se asegura que con la llegada de la Virgen «el furioso invierno se retira», cuando lo que Aguilar escribe es quamvis [...] surgit hyems, esto es: «aunque es tiempo de invierno». Y para terminar, en el último dístico, Aguilar nos cuenta que los cisnes (los poetas) de Singilia modulan dulces canciones, y que entonces leni auditurus Singilis amne fluit. Literalmente: «el Síngilis, para oírlos, fluye con suave corriente». Pero Torre, ajeno por completo al valor y a la función de los participios de futuro, convierte al del texto (auditurus) en un presente pasivo, y le resulta esto: «Síngilis, que es oído, fluye con tranquilas aguas». Y se queda tan tranquilo como las aguas del Síngilis.

 

 

ALGUNAS PREGUNTAS

 

Tras el recorrido por el libro de Roldán-Torre, y una vez puesto de manifiesto el cúmulo de errores imperdonables y disparates monumentales que lo caracterizan, nos sentimos obligados a formular algunas preguntas, nada retóricas.

La primera se refiere a los autores: ¿Cómo se han atrevido a acometer una empresa para la que no tienen, ni remotamente, la cualificación necesaria? La única respuesta que se nos ocurre es que hayan supuesto que la ignorancia general les garantiza una confortable impunidad.

La segunda es una cuestión más preocupante: ¿Cómo es posible que bastantes medios informativos y culturales de Córdoba se hayan hecho eco de la publicación de ese libro, y que se le haya dado la consideración de aportación cultural a lo que es un completo atropello? Respóndase el lector.

La tercera es la más dolorosa: ¿Cómo queda la figura de Juan de Aguilar tras pasar por esas manos? Imaginen la impresión que se llevará el lector que desee acercarse a la figura del  gran humanista, y tenga la desventura de hacerlo a través del libro de Roldán-Torre. Inevitablemente quedará condicionado por la lastimosa imagen que en él se refleja. Y verdaderamente es algo que no se merece el magnífico Juan de Aguilar. Urge su rescate.

Es bueno insistir en que a nadie se le oculta la dificultad que entraña una traducción, cualquiera que sea, y mucho más la de un texto poético. Por eso, en tal menester hay que extremar todas las cautelas, procurar que el producto resultante sea respetuoso con el dechado, que éste se reconozca en la versión, y que no resulte profanado por ingentes cantidades de hinchazón, ignorancia o descaro puro y duro.

Cuando terminamos de leer el libro de José María de la Torre y Mariano Roldán, y una vez repuestos de esa sensación en la que se mezclan estupor, incredulidad, indignación y vergüenza ajena, sólo se nos ocurre exclamar con infinita tristeza: ¡Pobre Juan de Aguilar!

 

 

EPÍLOGO

 

Traspasando todo punto de no retorno, al libro de Torre-Roldán ha acompañado el correspondiente festín logomáquico de un carnaval auspiciado por concejalías de cultura, institutos de enseñanza media y otros ámbitos de similar empaque, que han acogido a los autores del desaguisado a modo de carrusel de tribunas en que saborean su ridiculus mus contaminando los cuatro puntos cardinales de la geografía andaluza. Tanto disparate oficializado no podía esperar al desagravio que a la figura de Aguilar, y a la merecida honra que con él une a las ciudades de Rute y Antequera, supondrá la aparición, antes de que finalice el presente año, del volumen Ilustración y defensa de la Filología. Juan de Aguilar, Agustín de Tejada y el certamen poético a la Virgen de Monteagudo (Antequera, 1608). Así que atajar de momento, pero también de raíz, tanto disparate, sólo es posible acudiendo a la tan necesaria —y tan poco practicada por difícil y porque así lo dicta el tácito consenso de la omertà academicista— crítica higiénica que, como troquel de Clarín, aspira a enseñar deleitando. Lo que aquí se ha ofrecido es sólo un avance de antídoto, un adelanto penitencial que exonera al preceptor que hizo posible el profundo clasicismo de tantos antequeranos (y entre ellos a algunos de los mejores poetas del grupo que toma su nombre de la ciudad) de la sarta de equívocos, enigmas e imposibles que se han colgado a su pluma, ajándola hasta la moribundez y afeándola hasta la indecencia. Para que se vea realmente como es: un caudaloso río de poesía latina, un vibrante y original espejo de los dechados clásicos, y no una encenagada laguna de légamo en cuyos márgenes crecen ortigas y adelfas, pitas y cardos.

 

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

 

j. de aguilar (2009), Traslación de la Virgen de Monteagudo, introd., trad., ed. y notas M. Roldán y J. M. de la Torre, Rute (Córdoba), Ánfora Nova Editorial, 107 pp.

j. lara garrido (1995), «Silva antequerana (II). (Notas de asedio a la poesía antequerano granadina del Siglo de Oro)», Revista de Estudios Antequeranos, 3, pp. 129-147. 

r. manchón gómez (2003), «Dos poemas latinos de Juan de Aguilar († 1634) dedicados a los municipios de Arjona y Andújar (Jaén) con un apéndice de otros textos latinos del autor», Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, 184, pp. 313-362.

l. martín de la plaza (1995), Poesías completas, ed. J. M. Morata, Málaga, Diputación Provincial.

b. molina huete (2008), «Noticia bibliográfica sobre el panegírico de Juan de Aguilar “A la Virgen de Monteagudo” (1609): hacia la recuperación de un texto perdido», Analecta Malacitana, 31, pp. 581-590.

j. m. morata (2008-2010), Flores de poetas antequerano-granadinos.

j. m. de la torre (1997), Juan de Aguilar, un humanista ruteño del XVII, Rute (Córdoba), Parroquia de Santa Catalina.


 

NOTAS

[1] Sobre el contenido del poema latino, su título vuelto al castellano lo dice todo: Panegírico de Juan de Aguilar sobre la traslación y los milagros de la Santísima Virgen de Monteagudo. Como se sabe, en Antequera se creía que el traslado de ese icono mariano desde Flandes a la ciudad andaluza trataba de impedir su profanación por los herejes protestantes. Aconteció en 1608.

[2] Esa canción fue copiada por Toledo y Godoy en el volumen III del Cancionero Antequerano (ff. 109r-135v), y canta «la traslación gloriosa / de la Alta Emperatriz de tierra y cielo...». El cotejo entre el poema latino de Aguilar y el castellano de Tejada, permite enmendar algunos errores del copista Toledo y Godoy; así, una referencia al dios Portumno, o la puntuación del pasaje en que Tejada se refiere al río Démara.

[3] Contra lo que cualquiera pueda pensar, esos juicios de Manchón sobre el libro de Torre son extremadamente generosos.

[4] Dato muy importante, porque Juan de Aguilar, en su poesía latina, se sirve casi exclusivamente del dístico elegíaco. No se conocen otras obras suyas compuestas solo por hexámetros.

[5] Los editores también transcriben erróneamente operae en vez de opera.

[6] Se trata de su espléndida canción antes citada. Mereció un estudio minucioso y esclarecedor de Lara Garrido (1995), apartado IV, «Un audaz experimento de Agustín de Tejada Páez». Una edición actualizada y anotada puede consultarse en Tejada en las antologías contemporáneas,  ed. digital J. M. Morata (2008-2010).

[7] En román paladino: que la madre Magdalena había profesado, había hecho sus votos (pobreza, castidad y obediencia) en la Orden de San Agustín.

[8] ¿Será necesario recordar que cualquier estudiante del antiguo bachillerato elemental sabía que un verbo deponente, pese a su forma pasiva, ha de traducirse al castellano en activa? Se ve que sí.

[9] Genitivo que, por otra parte, no sería aerium, sino aerum.

[10] El habla castiza ofrece un fraseologismo bastante ajustado: cada mochuelo a su olivo. Más les valdría a estos traductores haberlo empleado, que mejor se soporta la irreverencia que el disparate.

[11] La celebérrima cita bíblica del Canticus Canticorum, VI, 10, repetida y musicada ad nauseam, es esta: Quae est  ista quae progreditur quasi aurora consurgens, pulchra ut luna, electa ut sol, terribilis ut castrorum acies ordinata?