Poéticas del lenguaje en la lírica española del siglo XIX

 

Luis Caparrós Esperante

(capa@udc.es)

universidade da coruña

 

 

Resumen

En la polémica del XIX sobre el lenguaje de la poesía, Lista defiende el idiolecto poético, mientras románticos como Ochoa reivindican la naturalidad, pero no encuentran un lenguaje nuevo para el pensamiento poético o la poesía reflexiva. Campoamor, por fin, destruye cualquier distinción entre ambos. Sólo Bécquer adelanta el regreso a la autonomía del lenguaje lírico, intuyendo la dicotomía esencial entre los signos y los objetos, que trasciende la más limitada entre registros prosaicos o líricos.

 

Abstract

In the controversy on language of poetry in the nineteenth century, while Lista defends the poetic idiolect, Romantics like Ochoa claimed for the natural one. Nevertheless, they weren’t able to find a new language for poetic thought or for reflective poetry. Finally Campoamor destroys any distinction between both languages. Just ahead, Bécquer will return to the autonomy of lyrical language. Bécquer got to feel the essential dichotomy between signs and objects, what transcends any limited opposition between lyrical or prosaic forms.

 

Palabras clave

Siglo XIX
Poéticas
Lenguaje
Modernidad
Autonomía del lenguaje lírico

 

 

 

 

 

 

 

  

 

Key words

19th Century
Poetics
Language
Modernity
Autonomy of poetic language

 

 

 

  

 

 

 

AnMal Electrónica 28 (2010)

ISSN 1697-4239

 

 

 

 

 

I

 

La obscuridad del poeta... Sobre esa expresión, que evoca el hermetismo lírico del siglo XX, se articulará un debate capital para la modernidad en la poesía española del XIX y, por extensión, para su sintonía con las otras poesías coetáneas. Como quiera que lo analicemos, habremos de comenzar por Luis de Góngora y su apuesta, no sólo por un lenguaje autónomo para la lírica, sino alejado de modo radical del registro coloquial. La expresión citada aparece en una carta escrita por él en 1594:

 

Y si la obscuridad y estilo intricado de Ovidio [...] da causa a que, vacilando el entendimiento en fuerza de discurso, trabajándole (pues crece con cualquier acto de calor), alcance lo que así en la letra superficial de sus versos no pudo entender luego, hase de confesar que tiene utilidad avivar el ingenio, y eso nació de la obscuridad del poeta. Eso mismo hallará vuesa merced en mis Soledades, si tiene capacidad para quitar la corteza y descubrir lo misterioso que encubren. De honroso, en dos maneras considero me ha sido honrosa esta poesía: si entendida para los doctos, causarme ha autoridad, siendo lance forzoso venerar que nuestra lengua a costa de mi trabajo haya llegado a la perfección y alteza de la latina [...]. Demás, que honra me ha causado hacerme obscuro a los ignorantes, que esa es la distinción de los hombres doctos, hablar de manera que a ellos les parezca griego; pues no se han de dar las perlas preciosas a animales de cerda. [...] En tanto quedará más deleitado [el entendimiento] en cuanto, obligándole a la especulación por la obscuridad de la obra, fuere hallando debajo de las sombras de la obscuridad asimilaciones a su concepto […] (1999: 2-3)

 

La longitud de la cita se excusa por su importancia como punto de partida sobre el que girará el discurso lírico de la Modernidad[1]. He aquí un modelo de poema que, con matices y ajustes obvios, subscribiría un poeta de vanguardia hacia 1927. He aquí, por el contrario, el contramodelo para cualquier poeta modernizador del tiempo de las Luces. He aquí también, aunque por razones diferentes, la negación del proyecto romántico de revolución literaria. El Góngora oscuro, el creador de una lengua exclusivamente literaria y hostil «a los muchos», será referencia explícita o implícita en las batallas literarias de la Modernidad española, donde todos esos poetas tienen cabida.

La posible existencia de un lenguaje propio de la lírica, incluso la duda sobre si tal lenguaje sería deseable, es cuestión clave en el proceso. A medida que avanza el siglo XIX el paradigma va desplazándose. El romanticismo, que compartía con el clasicismo el rechazo de Góngora, impulsará una radicalización del registro coloquial que llega a la censura de Herrera, modélico aún para el ilustrado Lista. Frente a uno y otro, solamente algunos autores supieron apreciar los modelos más limpios y depurados —acaso más modernos— de Garcilaso o de Manrique. Hacia finales del XIX, como reacción ante la minorización de la poesía y ante el auge de la prosa —incluida la prosa versificada—, veremos el progresivo retorno de Góngora el Oscuro. O del Greco en la pintura, síntoma a fin de cuentas de una misma tendencia, de una misma concepción de lo moderno. Así, hasta llegar a las celebraciones literarias de la vanguardia en 1927, año del centenario gongorino.

En las páginas que siguen analizaremos algunos testimonios críticos sobre las circunstancias españolas de tal debate. No se trata tanto de recogerlo de manera puntual como de reconstruir el camino hacia nosotros, hacia lo que hoy entendemos como poesía española moderna. Al interrogarnos sobre la inmediata tradición cuestionamos también la solidez del suelo en que se asienta la lírica actual. Las opciones de lenguaje, su multiplicación, son capitales en cada uno de esos momentos. Con la ruptura de cánones del romanticismo, la lengua aparecía como el laberinto inevitable, la primera apuesta del escritor antes de deslizar la pluma sobre el papel en blanco. En palabras de Barthes, el lenguaje definitivamente dejaba de ser inocente: «La multiplicación de las escrituras es un hecho moderno que obliga al escritor a elegir, que hace de la forma una conducta y provoca una ética de la escritura» (1973: 85)[2]. Como contrapartida de tal libertad surgen la angustia y la soledad del escritor moderno, su vértigo ante la página que carece de andamios preceptivos o de moldes escriturales asegurados por la tradición. Cada nueva trayectoria —y su multiplicación es característica de época— tenderá a definirse acerca del lenguaje utilizado. Unas veces se depurarán los ensimismamientos líricos con la inyección de prosa, otras veces se estilizará lo suficiente como para alejarse de lo prosaico. Baste recordar, en cuanto extremos, el uso plástico o fónico que ejercitarán el ultraísmo o el futurismo frente al rebajamiento voluntario hasta lo vulgar en cierto realismo social. El proceso viene, sin embargo, de más atrás, y descansa sobre una dialéctica que enfrenta prosa con poema, especialmente en el tránsito al nuevo siglo:

 

Mediante el diálogo entre poesía y prosa se perseguía, por una parte, vitalizar a la primera por su inmersión en el lenguaje común y, por la otra, idealizar la prosa, disolver la lógica del discurso en la lógica de la imagen. Consecuencia de esa interpenetración: el poema en prosa y la periódica renovación del lenguaje poético, a lo largo de los siglos XIX y XX, por inyecciones cada vez más fuertes de habla popular (Paz 1974: 90-91).

 

La apertura del texto adquiere, por otro lado, una dimensión simbólica, acorde con el impulso democrático del movimiento romántico, con su necesidad de abrir perspectivas al mundo contemporáneo. La Academia, en su sentido más amplio, ofrecía textos amojamados, ajenos a la vida real y que se retroalimentaban sin lograr o sin siquiera pretender alcanzar al amplio público burgués que esperaba otra cosa, algo más próximo en habla, en sentido y en sentimientos. Y esto es tan válido en España como en otras partes.

Los términos históricos del debate no deben hacernos perder nuestra propia perspectiva sobre el hecho poético. Es obvio que la clave de las más agudas reflexiones contemporáneas sobre el lenguaje lírico no reside en la mera distinción entre ambos registros, muchas veces irrelevante. Hoy nos interesa más su constante deconstrucción, la desinstrumentalización a que se le somete, su puesta en cuestión sobre la base de que el lenguaje lírico, al mismo tiempo que media con la experiencia, la crea:

 

En algunos casos, la búsqueda de autonomía del significante, impregnado de un significado que está, en cierto modo, superpuesto al significado del mensaje explícito, llega tan lejos que el texto poético se constituye como un nuevo lenguaje, rompiendo las reglas mismas del lenguaje de la comunicación de una lengua dada y se presenta como un álgebra supra- o infra-comunicativa; así, por ejemplo, los poemas de Browning y de Mallarmé… (Kristeva 1988: 294).

 

La conciencia del papel y funciones del lenguaje es también cuestión de contexto. Tampoco entre los españoles aquella antinomia lírica era una simple disyuntiva formal. En época romántica subyacen en el debate cuestiones de otro calado, en gran medida político. Para unos, las apuestas de lenguaje deberían servir para regresar, al menos instrumentalmente, al diálogo entre poeta y pueblo que la Ilustración habría interrumpido. Para otros, servirían para superar el vacío de ideas sobre el que se habría impuesto el poder barroco. Sólo en la segunda mitad del XIX, y de modo sustancial en Bécquer, se alcanza a vislumbrar en el debate o por encima de él cuestiones semejantes a las señaladas por Kristeva para otras literaturas.

 

 

II

 

La expresión lenguaje prosaico —o incluso lenguaje llano o estilo llano—, no es demasiado correcta para entender lo que algunos autores de finales del XVIII pretendían, que no era sino la incorporación a la lírica de ideas, sensaciones e incluso objetos que, por su exclusión del universo poético tradicional, carecían de léxico poético[3]. Pero hablamos aún de clasicismo y, pese al rechazo del Góngora oscuro, subsistía la creencia en un lenguaje exclusivo de la lírica, diferente del registro oral y del puramente comunicativo de la prosa. Alberto Lista, cuyo papel en la formación de Espronceda y de otros contemporáneos es reconocido, puede servir de ejemplo, dada su cercanía cronológica al debate. En las notas manuscritas de Lecciones de literatura española para el uso de la clase de Elocuencia y Literatura del Ateneo español, presentadas hacia 1822, señala a Fernando de Herrera como el gran creador de esa lengua poética diferenciada:

 

Y en fin, el inmortal Herrera, el más sabio humanista de nuestro Parnaso, la daba un lenguaje poético, creando frases y palabras que sólo fueren propias de la poesía. Entonces llegó nuestra lengua y nuestra literatura a su mayor perfección (Lista 1951: 440).

 

En los Ensayos literarios y críticos, al tratar del lenguaje de la poesía, Lista lo llama una y otra vez dialecto poético, para así subrayar su máxima distancia respecto de la prosa:

Pero pasando ya de los pensamientos a las palabras, esto es, del estilo propiamente dicho al lenguaje, ¿ha de distinguirse el dialecto de la poesía del de los otros géneros? Ésta es cuestión importante, y que nos proponemos examinar. Si atendemos a los hechos, es indudable que la respuesta debe ser afirmativa. No hay ninguna de las lenguas conocidas, en que el lenguaje poético no se diferencie, ya más, ya menos, del de la prosa (Lista 1844: I, 17).

 

Esa lengua propia y exclusiva de la poesía admite arcaísmos, hipérbatos, neologismos que disonarían en prosa. «Las voces crinado, rielar y otras muchas que no se emplean en prosa, forman el diccionario de la poesía», escribe en su ensayo «Del lenguaje poético» (1844: II, 17). Y en «De las figuras de palabras» se pregunta:

 No aconsejaríamos a nadie que dijese magüer en lugar de la expresión poética si bien; pero ¿por qué no ha de decirse asaz en lugar de bastante o harto, que son prosaicos? ¿No es mejor el caecí en un prado de Berceo, que vine a parar a un prado? (1844: I, 47).

 

Los límites de la diferenciación mediante el lenguaje entre prosa y poesía no afectan a la preceptiva claridad de estilo, que ambas deben compartir. La obscuridad del poeta está proscrita, desde luego. Góngora significaría para el clasicismo de Lista, fiel al modélico Herrera, la corrupción de tal principio de claridad: «porque no se debe llamar lenguaje poético la oscuridad afectada ni las metáforas atrevidas de Góngora, ni la introducción sin tino ni medida de voces latinas, que adoptaron los sectarios de la latiniparla» (1844: II, 19-20).

También Lista criticará con saña el intento contrario: la búsqueda de la claridad mediante el acercamiento de la lengua poética a la prosa, lo cual vendría a representar el otro extremo, el abatimiento de la necesaria altura lírica. En varios pasajes de sus Lecciones combate Lista a Tomás de Iriarte, especialmente por sus fábulas:

 

Y en cuanto a la versificación, es siempre prima hermana de la frase. En mal hora D. Tomás Iriarte quiso, con la autoridad de Argensola, hacer de moda el estilo rastrero y copleril de versificar, que era el suyo, y sobre el cual rara vez acertó a elevarse (1844: 228).[4]

 

Entre los románticos variará el planteamiento de modo sustancial. En el primer número del Museo Artístico Literario, Patricio de la Escosura exponía un paradigma opuesto tanto al gongorismo como a los clasicistas:

 

La poesía clásica llevaba en su seno ese germen de desdichas para el poeta: todo en ella, pensamientos, alegorías, lenguaje era artificial y verdaderamente imposible de comprender para el que no estaba iniciado en sus misterios. Había una barrera insuperable entre el pueblo y el poeta: hablaban distintos idiomas, no podían comprenderse; ¿cómo pues podían estimarse recíprocamente?

Los poetas dramáticos del siglo XVII en España fueron a buscar sus inspiraciones a la naturaleza, su lenguaje generalmente era el del pueblo, y fueron populares: ni podía ser de otro modo.

Tal es también el espíritu de romanticismo moderno, y la consecuencia es semejante. Los poetas viven con el pueblo, sienten como el pueblo comprende que se puede sentir, le hablan su idioma y son comprendidos y apreciados; y son un poder fuera de España. Esperemos que en ella llegarán a serlo también un día, y entre tanto concédaseles al menos lo que no se niega al artesano más desdichado, que es el que tiene una profesión, que es un miembro útil de la sociedad, que su existencia y la del vago no son una misma (1837: 2).

 

La apelación al pueblo, frente al elitismo intelectual de Lista, confirma la necesidad de comunicación y de apertura que mueve al romántico y que, al tiempo, condiciona sus opciones de lenguaje. No parece sólo un problema de comprensión lo que separaba la lengua lírica del clasicismo de la romántica. En realidad, y por encima de cualquier dilema formal, actuaba el impulso romántico de retorno a la naturaleza, como el mismo Escosura señala, con sus correlatos de verdad y de naturalidad. La opción de lengua, la apuesta por un lenguaje ligado al pueblo y comprensible para él —natural en sus propios términos—, sería su resultado. No olvidemos tampoco que el cuestionamiento del lenguaje heredado, propio del tránsito entre épocas, va de la mano de una nueva visión sobre la realidad, en su sentido más amplio, y también de los mecanismos de su aprehensión[5].

Como consecuencia de todo ello, el escritor romántico habrá de incluir en sus reflexiones sobre la recepción literaria no sólo a los lectores dados, sino que asumirá el reto de crear o de modelar un nuevo paradigma de lector. Abordaba esta tarea con plena conciencia de que el horizonte de posibles lectores se había ampliado extraordinariamente con el auge de la prensa periódica que el naciente Estado liberal propiciaba. Y la prensa periódica es, por definición, popular, abierta a todos, extensa en sus objetivos, democrática en su lenguaje.

El odio de Góngora al profanum vulgus horaciano, con que iniciábamos este trabajo, resulta antitético del alegato de Escosura. El gongorismo, visto con general recelo en la Ilustración y en el XIX, marcaba el máximo alejamiento entre el lenguaje oral y el artístico. Venía a ser la hipertrofia de la forma y aunque su actualidad fuese nula, seguía y seguiría siendo marca o referencia negativa hasta el final del siglo. Pero el romántico ha dado un paso más. Para él, el clasicismo resulta tan hostil a la necesidad de verdad y de sinceridad como podría serlo el gongorismo. En la práctica, el enemigo inmediato, real, era el tardoclasicismo dieciochesco, académico, que pervivirá durante todo el siglo bajo formas cada vez más rígidas. Por eso, ni siquiera el rechazo de Góngora los podía unir. La apelación a la sencillez y al buen gusto de aquellos, en nada coincide con el concepto de naturalidad de los románticos. Clasicismo y gongorismo representan, según esta perspectiva, una misma huida de la vida real hacia el refugio último de la forma, hacia el ensimismamiento formal como último bastión de la literaturidad. La anacreóntica, con sus zagales, arroyuelos y Tirsis, resultaba inevitablemente falsa, insustancial y ridícula en el marco experiencial de la sociedad burguesa del XIX. Como sucedía con su lenguaje, refractario a designar las nuevas inquietudes de una sociedad cada vez más urbana, la proliferación de objetos comunes reclamaba lugar en el texto, así como los inexcusables debates políticos o morales que el liberalismo traía a primera plana.

Sería preciso acudir a modelos franceses, concretamente al Víctor Hugo del prólogo a Cromwell (1827), donde la defensa de la verdad que observamos también entre los españoles incluye la integración estética de lo feo o lo grotesco, con consecuencias para el lenguaje:

 

Le christianisme amène la poésie à la vérité. Comme lui, la muse moderne verra les choses d'un coup d'oeil plus haut et plus large. Elle sentira que tout dans la création n'est pas humainement beau, que le laid y existe à côté du beau, le difforme près du gracieux, le grotesque au revers du sublime, le mal avec le bien, l'ombre avec la lumière (1881: 17).

 

Es cierto que cuando Hugo escribía estas líneas pensaba en el género dramático, que consideraba el propio de la era moderna, pero la defensa de la libertad y del acercamiento a la naturaleza es igualmente válido para cuanto venimos analizando. Afecta por igual a la lengua y, más concretamente, a la democratización del léxico, aspecto que Hugo trata en diferentes ocasiones: «Toute époque a ses idées propres, il faut qu'elle ait aussi les mots propres à ces idées. Les langues sont comme la mer, elles oscillent sans cesse» (1881: 45, 57). Acaso la expresión más radical de esa convicción esté en el tardío «Réponse à un acte d'accusation», séptimo poema de Les contemplations que, aunque fechado en enero de 1834, corresponde en realidad a 1857. Hugo contemplará en él la lengua sub specie societatis, como cuerpo que antes de 1789 se aislaba en estamentos incompatibles:

 

La langue était l’Etat avant quatre-vingt-neuf;

Les mots, bien ou mal nés, vivaient parqués en castes;

Les uns, nobles, hantant les Phèdres, les Jocastes,

Les Méropes, ayant le décorum pour loi,

Et montant à Versaille aux carrosses du roi;

Les autres, tas de gueux, drôles patibulaires,

Habitant les patois; quelques-uns aux galères

Dans largot; dévoués à tous le genres bas,

Déchirés en haillons dans les halles; sans bas,

Sans perruque; créés pour la prose et la farce (1882: 28-29).

 

Él mismo, como escritor revolucionario, habría puesto «un bonnet rouge au vieux dictionnaire» y habría declarado las palabras, del modo más solemne, «égaux, libres, majeurs» (1882: 29-30)[6]. Sin tanta radicalidad, es indudable el eco de ideas semejantes entre los románticos españoles. Cuando presente sus Poesías, Jacinto de Salas y Quiroga criticará

 

ese lenguaje justo medio que excluye toda expresión bien apropiada, pero no admitida, que no tolera frases sino del mismo modo cortadas, que reprueba todo lo que no se puede prever, ese lenguaje, en fin, puramente convencional, no puede ser el intérprete del genio y de la inspiración (1834: xii).

 

También Eugenio de Ochoa, en El Artista, publicación que dirige y desde la que difunde la nueva estética romántica, muestra el vigor de esta preocupación por la naturalidad del lenguaje entre los jóvenes, asociada como en Hugo a la libertad:

 

Una de las primeras reformas que a nuestro parecer reclama la lengua, es la abolición del estilo perifraseado, hueco de ideas y abundoso en palabras que ha introducido en nuestros escritores la larga esclavitud en que durante siglos enteros gimió encadenada la lozana imaginación de los españoles [...]. Pero la libertad civil y política introducida en nuestras leyes y nuestras costumbres, no comporta ya aquel estilo contemporizador y diplomático, antes bien exige un lenguaje severo, exacto y tan filosófico, que nunca pueda una palabra, tomada en diferentes acepciones, proyectar la más leve sombra que oscurezca el pensamiento. Necesitamos en el día un lenguaje incisivo, claro y que envuelva la idea en el menor número de palabras posible; lejos de desleír ésta hasta el punto de desfigurarla dejándola tan pálida y enervada que nada quiera decir, o de hacer que gire la frase lentamente en torno de ella como una nube de incienso sobre las gradas del altar, debemos si es preciso sacrificar alguna parte de su pompa real en beneficio de la energía en la expresión, de la claridad en el pensamiento (1836: 52-53).

 

 

III

 

La preocupación esencialmente retórica de Lista se veía con desapego entre los jóvenes románticos, que procuraban, como escribe Ochoa, un lenguaje claro y enérgico, siempre al servicio del contenido filosófico, esto es, del pensamiento libre. Pues lo anterior no debe despistarnos sobre el alcance directamente político que tienen éste y otros alegatos.

No era fácil, con todo, desligarse del anterior marco retórico, y tenemos buena prueba de ello en Espronceda. El magisterio ejercido por Lista sobre él y sobre sus compañeros de la Academia del Mirto, que alcanzará a Bécquer directa o indirectamente, da qué pensar. Espronceda es en muchos sentidos un romántico rezagado que no se libera de ese corsé hasta muy tarde, como muestran sus vueltas y revueltas con el imposible poema épico Pelayo, comenzado bajo la dirección de Lista y publicado por fin en 1840. Todavía en el canto IV de El diablo mundo enhebraría cinco octavas reales en el viejo dialecto, con sus correspondientes nácares, silfas y ondinas, selvas amenas y avecillas, que no nos acaban de parecer pastiche, pese a cuanto diga Marrast (Espronceda 1982: 276, n. 193), y aunque el mismo poeta lo hubiese justificado mediante la protesta de la estrofa sexta:

 

Y resonando... etcétera; que creo

basta para contar que ha amanecido,

y tanta frase inútil y rodeo,

a mi corto entender no es más que ruido (1982: 277).

 

Al margen de esos pocos versos, es indudable que Espronceda llegará en El diablo mundo más lejos que ningún otro poeta español al hacer del lenguaje oral y cotidiano una marca estilística innovadora (Caparrós Esperante 1997). Es más, entiende él perfectamente que la expresión de lo nuevo —y lo nuevo, en literatura, es lo no dicho antes— ha de servirse de un lenguaje igualmente nuevo:

 

Palabras nuevas pronunciar mi labio,

renovado sentir mi pensamiento

ansío, y girando en dulce desvarío,

ver nuevo siempre el mundo en torno mío (1982: 213).

 

El nuevo romanticismo progresista que se va configurando con Espronceda a la cabeza, aparece de hecho, ante sus detractores, como destrucción de la supuesta autonomía del lenguaje lírico, de aquel carácter elitista como idiolecto. La extremada sensibilidad de la vieja escuela ante cualquier indicio de ruptura del sistema literario es visible desde muy pronto. La revista Crónica abunda en la idea en fecha tan temprana como 1819:

 

P. ¿Qué es el buen gusto?

R. El enemigo del genio.

P. ¿Cuáles son los escritores que han echado a perder la literatura?

R. Aristóteles, Horacio, Vida y Boileau.

P. ¿Qué es poesía moderna?

R. Es una contracción del sistema nervioso.

P. ¿Cuál es la mejor poesía?

R. La que está en prosa.

P. ¿Cuáles son los protagonistas de los mejores poemas modernos?

R. Los bandoleros, los corsarios, los asesinos y los vampiros.

(Crónica, 271 [2 nov. 1819]; apud Carnero 1978: 222)

 

Como es fácil comprobar, las reticencias sobre el lenguaje utilizado —poesía «que está en prosa»— encubren reticencias morales y políticas. La nueva poesía desborda los límites convenidos y convenientes. Y no solamente los formales. Nunca es inocente el lenguaje. Sería fácil acumular, a partir de aquí, manifestaciones del soterrado conflicto ideológico que alimenta la lucha entre idiomas líricos, por recoger la expresión utilizada por Escosura. En esa dirección va la sátira sobre el pastor Clasiquino, de Espronceda, de la que él mismo podría haber sido objeto no hacía mucho[7]. En esa dirección va también una parte sustancial de las críticas que Larra expresa sobre los poetas bucólicos del momento, dueños de «aquel dialecto figurado y simbólico que han usado todos los poetas de este género» (1989: 637). En «Literatura», artículo revelador que, por bien conocido, no hará falta citar en extenso, aboga por un lenguaje adaptado a los tiempos nuevos, un lenguaje al que, como hicieron antes otras naciones, ya no se le pregunta «¿De dónde vienes?, sino: ¿Para qué sirves?» (Larra 1989: 791).

Zorrilla, por su parte, en fecha tan tardía como 1884, en plena época realista, recordaba como marca de sus tiempos jóvenes la pulsión de rechazar lo literario en favor de lo vivo, frontera precisa entre clasicistas y románticos:

 

Don José Joaquín de Mora, que aplicó antes que yo el título de leyendas a las suyas impresas en Londres, y que era hombre tan versado como apegado en las reglas y a las formas del clasicismo, no se atrevió a contar la tradición de la buñolera mora de Granada, por no mentar los buñuelos, juzgando bajo, vulgar y antipoético el aceite, la masa y el humo con que y entre lo que los hace la buñolera; y convirtió en bordadora la que Gonzalo de Córdova fue a coger a las mismas puertas de Granada, para complacer a la Reina Católica, que tuvo antojo por los celebrados buñuelos de la mora. Esta delicadeza clásica se concibe en el meticuloso humanista don José Joaquín de Mora, que exageró su amor a la forma hasta escribir octavas reales octosílabas; pero no en mí, que tiré por la ventana el arte poético de Horacio y la retórica en que estudié, al coger la pluma para escribir mi primera composición a la muerte de Larra (1943: 2196).

 

Observemos que quien habla aquí es un romántico conservador y lo hace para enfrentarse a un ilustrado liberal exiliado en su día en Londres. ¿Existe contradicción en ello, más allá de la diferente adscripción literaria? No, si consideramos que la necesidad de intervención política del romántico conservador era tan apremiante como la del romántico progresista. Zorrilla, autodeclarado poeta de misión, necesitaba un lenguaje adaptado a las necesidades del tiempo nuevo, eficaz y claro como un artículo de periódico, y lo necesitaba tanto como sus oponentes.

La percepción general tiende así a lo que Wordsworth reivindicaba en su prólogo a las Lyrical Ballads: recuperar para la poesía «the very language of men», «the language really spoken by men» (1968: 254) y alejarse conscientemente de «what is usually called poetic diction» (1968: 251). Éste es un punto capital de su poética que, con unos u otros matices, caracterizará el influjo de la poesía inglesa. Con todo, el eco de las ideas de Wordsworth es prácticamente inapreciable entre los románticos españoles, más allá de alguna referencia aislada. Pero estaba en el aire y se percibía como rasgo diferencial del primer romanticismo inglés. También Blanco White, familiarizado con la lengua y la cultura inglesas, veía con absoluto desapego la tendencia española a la ampulosidad en el tratamiento de materias graves. Para él, como para Wordsworth, la absoluta separación entre prosa y verso en razón del lenguaje utilizado carecía de sentido[8]. Blanco White se extiende en apreciaciones peregrinas acerca del español, como que «sólo una tercera parte de su copioso léxico puede ser usada en una prosa digna» (19772: 281), aunque lo matiza y justifica en razón de la opresión ideológica que la lengua ha sufrido a lo largo del tiempo. Es otro modo de abordar la relación vista entre lenguaje conversacional y meditación libre. La oposición entre ambos registros trascendería lo meramente formal o mecánico para desembocar en un nuevo organicismo de tintes políticos incuestionables. La lengua literaria vive, crece y se desarrolla injertada en una sociedad. Si ésta es cerrada, opresiva, la lengua lo sufre. Sólo se afianza y moderniza, viene a decirnos, cuando se dan condiciones de libertad para el ejercicio del pensamiento:

 

De hecho hemos permitido que una gran parte de nuestra lengua se haga vulgar y anticuada. Las otras lenguas que durante el progreso intelectual de Europa se han convertido en vehículos e instrumentos del pensamiento han dejado muy detrás a la nuestra en cuanto a capacidad de abstracción y precisión, y el rico tesoro que hemos tenido escondido durante tanto tiempo tiene que volver a ser acuñado y bruñido antes de que pueda ser reconocido como moneda de ley […]. Nuestro objetivo debería ser pensar nosotros mismos en nuestra propia lengua —pensar, digo— y expresar nuestras ideas con claridad, fuerza y precisión, y no imitar el mero sonido de los vacíos períodos que suelen hinchar las páginas de los viejos escritores hispanos (Blanco White 19772: 283).

 

«El mero sonido de los vacíos períodos» equivale a aquel «no es más que ruido» con que Espronceda condenaba la vieja palabrería vacía y altisonante. El problema de la poesía no se agota así en la opción por un lenguaje cercano, claro y preciso, sino en su flexibilidad para servir como vehículo de reflexión, de pensamiento en movimiento, incluso de pensamiento crítico. En las mismas páginas, Blanco White muestra desapego hacia Fernando de Herrera, a diferencia de su coetáneo e íntimo amigo Alberto Lista. Algo tiene que ver. La frontera se ha corrido incluso en el interior de esa generación. Y como hará Antonio Machado cien años más tarde, Blanco manifiesta a cambio simpatía por el lejano Jorge Manrique, en quien cree ver la fuente de una tradición pura y menos artificiosa que las ásperas circunstancias españolas habrían abortado.

También Alcalá Galiano, quien compartió exilio en el Reino Unido con Blanco White, admiraba en la literatura inglesa su capacidad para desdibujar la oposición entre lo clásico y lo romántico, lo cual venía de la búsqueda de la naturalidad, también en el lenguaje. Y esto es algo que, por otra parte, echa en falta en las obras del romanticismo francés[9]. Por eso, en el prólogo a El moro expósito de Saavedra, proyecta con frecuencia aquel ideal poético, capaz de rebajar el tono de la lírica sin la mala conciencia de estar cayendo en la prosa:

 

Por lo mismo y como consecuencia forzosa de esta mezcla de estilos, es su lenguaje a menudo prosaico y humilde. También hubo un tiempo en que el autor de los siguientes versos copió y admiró a Herrera y a sus secuaces, y aún hoy día aprecia y admira a aquél y a muchos de éstos; mas no por eso cree que su dicción debe ser constantemente imitada. Bien está que sea el poeta atrevido en la elección de voces, que se valga de giros nuevos y hasta de palabras rejuvenecidas o por él compuestas, o de una u otra vez tomadas de otras lenguas, o en alguna rara ocasión, de todo punto inventadas; pero no por eso ha de excusarse de llamar las cosas por su nombre, mermando así su vocabulario por un lado, mientras por otro lo acredita; ni tampoco, por huir de voces y de frases vulgares, ha de caer en el gran inconveniente y común error de que una palabra escogida y un frasear extraño y retumbante convierten un pensamiento de trivial en poético, cubriendo con lo sonoro e insólito de la expresión la variedad y llaneza del sentido. Por eso cuando quiere el autor decir que un sujeto va a misa, lo dice claro, porque con expresarlo de otro modo no habría hecho la imagen más ni menos noble (Alcalá Galiano 1971: 126).

 

De nuevo, parece anticipación del Antonio Machado de Los complementarios a propósito de «los eventos consuetudinarios que acontecen en la rúa». En fin, a estas alturas confirmamos que la línea fronteriza de lo censurable se ha desplazado entre los románticos hasta Fernando de Herrera, modelo explícito de Lista. También confirmamos que el pecado poético de Herrera y de sus secuaces sería la insustancialidad, la falta de pensamiento profundo, lacra que Alcalá Galiano extiende a la mayor parte de la literatura del XVII. De nuevo también, como en Blanco White, la discusión sobre el lenguaje aparece inseparable de su relación con el pensamiento libre. Para estos autores, como para el futuro liberalismo progresista del XIX, la hinchazón de la tradición áurea no sería sino un globo de aire, el recubrimiento ornamental del vacío a causa de censuras de un tipo u otro. ¿Y no representaba algo semejante la huida arqueológica del primer romanticismo? ¿Y no incurriría en algo semejante el romanticismo historicista y patriotero que se impondrá enseguida, con el mismo duque de Rivas?

Alcalá Galiano asociaba la obra de Byron, Coleridge y Wordsworth —junto a la de los franceses Hugo y Lamartine— a lo que él denominaba poesía metafísica. Es nuevo recordatorio de la ligazón estrecha entre dicción poética coloquial y poesía meditativa en libertad, lo que equivale a expresión de la intimidad o de la subjetividad, siempre conflictiva para el rigorismo religioso español[10]. Ya Lamartine, modelo inicial de los jóvenes románticos, había escrito en el prefacio a las Méditations poétiques, de 1834, que la poesía será la raison chantée, la razón cantada y despojada de plus en plus de sa forme artificielle:

 

La poésie sera de la raison chantée, voilà sa destinée pour longtemps; elle sera philosophique, religieuse, politique, sociale, comme les époques que le genre humain va traverser; elle sera intime surtout, personnelle, méditative et grave; non plus un jeu de l’esprit, un caprice mélodieux de la pensée légère et superficielle, mais l’écho profond, réel, sincère des plus hautes conceptions de l’intelligence, des plus mystérieuses impressions de l’âme (Lamartine 1847: 80).

 

Cuando los españoles quieren llevar a la práctica ese principio, tan repetido entre ellos, les quedaba muy lejana la poesía meditativa de Meléndez y la de Jovellanos. Sorprende encontrar igual desapego en Alcalá Galiano, si no joven, abierto a las literaturas extranjeras. En el prólogo a El moro expósito escribe:

 

La escuela de Meléndez o la de Luzán, más españolizada, es hoy día la dominante en nuestra literatura, sin ser otra cosa que la francesa vestida de la dicción y estilo de los antiguos y buenos escritores castellanos, pues su teórica es la de nuestros vecinos durante los siglos XVII y XVIII. Causa admiración que en los prólogos puestos por Moratín a sus comedias en las últimas ediciones, en las copiosas notas del Arte poética, de Martínez de la Rosa, en los juicios sobre nuestros poetas, escritos por literatos de gran nota y en todas las demás obras de españoles preceptistas del día presente, no se haya dado cabida a los adelantos que el arte crítico ha tenido y está haciendo en otras naciones (1834: 119).

 

La poesía meditativa —o filosófica, como con preferencia era denominada— exigía un lenguaje nuevo que no se reconocía en la tradición inmediata, la del tardoclasicismo, exigía un lenguaje dúctil y abierto, volcado en la comunicación, capaz de tratar cualquier tema, lo cual debiera aproximarlo inevitablemente a la prosa. Lamartine, de hecho, reclamaba para la lírica «l’écho profond, réel, sincère des plus hautes conceptions de l’intelligence, des plus mystérieuses impressions de l’âme», y eso significaba que el sujeto lírico hubiese de ser «l’homme lui-même et non plus son image, l’homme sincère et tout entier» (1847: 80).

 

 

IV

 

En cuanto llevamos visto subyace la sombra de un grave malentendido sobre el carácter verdaderamente innovador de los últimos o penúltimos ilustrados españoles. Al margen del hueco neoclasicismo bucólico o de la desgastada discursividad política de Quintana, también en España, como en Inglaterra o en Italia o en Francia, había a disposición de los jóvenes otra tradición moderna basada en el desarrollo de líneas protorrománticas. Sólo que habría que saber verla por encima de los lugares comunes de la selva pastoril y del lenguaje tribunicio. Ahí estaba, para quien supiese recogerla, la experimentación realizada en poemas de desarrollo amplio por autores como Jovellanos o Meléndez, quienes se habían acercado a realidades proscritas en la tradición poética, tanto cotidianas como abstractas, mediante la legitimación de un lenguaje cercano a la prosa (Sebold 2003). Sobre todo en las odas filosóficas, el uso del endecasílabo blanco desdibujaba el verso y propiciaba la fluidez necesaria a ese tono discursivo. En el desarrollo de tradición dieciochesca semejante se fundaba, sin paradojas, la novísima poesía de Leopardi y otro tanto podríamos decir de la meditación lírica en Shelley o en Keats o en Lamartine. Ellos, al igual que Woodsworth, ofrecían como modelo posible de poema el monólogo reflexivo, el pensamiento que va diciéndose mientras nace, a partir de las sensaciones del paseante solitario por un espacio concreto y determinado, sensible, que se filtra en el discurso[11]. Pero ¿acaso no era eso lo que había hecho Jovellanos en la «Epístola del Paular»? Sin embargo, entre los españoles, incluido Espronceda, aquellos otros modelos posibles ni siquiera merecieron la parodia. Sencillamente, parecían haberse olvidado[12].

Se ha insistido mucho, acaso demasiado, en la relevancia de la guerra contra el francés, seguida del largo reinado de Fernando VII, para explicar el corte abrupto entre los grandes ilustrados protorrománticos y los románticos plenos. Quintana o Larra, como ya vimos en Blanco White y después en Alcalá Galiano, gustaron de atribuir la endeblez reflexiva de la poesía española a las dificultades que siempre tuvo aquí el pensamiento libre. Ese paréntesis histórico parecería confirmarlo. Pero es igualmente cierto que en el primer tercio del XIX la mayor parte de los escritores liberales y afrancesados tuvieron la oportunidad de desarrollar su obra en el exilio y ni siquiera en esa situación de libertad intelectual —todo lo precaria que se quiera— hubo poesía meditativa de altura en español[13].

Lo que es válido para la economía y la política debería relativizarse en el terreno literario. Sin ir más lejos, la falta de un público natural no ahogó la creatividad de los exiliados de 1936. La diferencia sustancial es que los exiliados del XX llevaban en sus carteras un lenguaje hecho, mientras que los del XIX, cuando por fin consiguieron desprenderse de los viejos tics pastoriles, fue para recaer en la versión más superficial del Revival o del neotrovadorismo románticos. Por lo mismo, habría que relativizar la importancia de su retorno a la muerte de Fernando VII. Tan importante o más serían las condiciones de libertad de Prensa y la difusión apasionada de obras antes prohibidas entre ciudadanos ávidos de expresarse sin trabas. Es más, los jóvenes románticos verán en seguida con recelo la moderación de los antiguos perseguidos, aunque ellos mismos habrán de volver al redil en cuestión de pocos años. Fuese como fuese, el hilo estaba roto.

 

 

V

 

Antes citaba a Ochoa (1836) cuando reclamaba un lenguaje severo, exacto y filosófico, «un lenguaje incisivo, claro y que envuelva la idea en el menor número de palabras posible». Sin embargo, en la segunda parte de su trabajo, el mismo Ochoa nos sorprenderá con la propuesta de integración de formas medievales, como la -e paragógica, en el lenguaje vivo y moderno. A la distancia entre intenciones y resultados, entre poéticas y textos literarios, habría que achacar buena parte de las dificultades que tienen nuestros románticos para experimentar con el lenguaje común, para decir las cosas por su nombre. Los experimentos arqueológicos con el lenguaje medieval son indicio de esa fractura, como lo es también el uso indiscriminado del verso para cualquier materia, con su consiguiente devaluación.

Hay un romanticismo que mira hacia atrás con nostalgia, sea al XVII o al medievo, y hay otro romanticismo que siente semejante nostalgia por el futuro. No es fácil diferenciarlos en un primer momento, tras la muerte de Fernando VII y ante el inmediato acoso del carlismo en armas. Tampoco parecen diferenciarlos las propuestas de lenguaje, como vimos por Zorrilla. Sin embargo, dado el papel básicamente instrumental del lenguaje entre ellos, la disparidad de objetivos no deja de reflejarse en sus opciones de lengua. Ochoa era fiel en fondo y forma al creciente espíritu arqueológico de El Artista. Y vistas en su inevitable contexto político, las propuestas antes citadas no dejaban de ser traslación al plano del lenguaje del sustrato de arqueología ideológica que caracterizaba al romanticismo moderado y que habría de ser letal para la modernidad de la lírica española (Shaw 1993). Recordemos que, ya en 1829, el muy conservador Agustín Durán había publicado unas Trovas en lenguaje antiguo castellano, a las que seguirían, en 1830, las Trovas en antigua parla castellana, parte de ellas recogidas en el florilegio de Valera. Alguna «trova» semejante incluye todavía Bermúdez de Castro en sus Ensayos poéticos, de 1840. Tampoco tendría reparos Romero Larrañaga en sus Poesías para comenzar un poema con esta jerga:

A vos en Castilla el Rey,

el que fablan josticiero,

mercé vos pide un frontero,

mercé que es josticia en ley (1841: 96).

No es ésta la lengua del subjetivismo o de la reflexión, como parece evidente. Algo de ese nuevo idiolecto lírico contagiará a Zorrilla —y ahí tenemos el Tenorio—, como aflorará en las numerosísimas narraciones históricas, leyendas y romances que proponen en la práctica modelos conservadores opuestos a la libre expresión de la subjetividad. Podrá objetarse que estos mismos rasgos —uso indiscriminado del verso y pastiche lingüístico— se encuentran en otras literaturas contemporáneas, incluso en Hugo, mas la situación de conjunto sigue sin ser comparable. Con el retroceso del lenguaje llano y directo, retroceden también la expresión sin ambages de la sentimentalidad conflictiva, la exhibición del corazón al desnudo en sus precisas y nada embellecidas circunstancias, la meditación como combate interior o, en fin, aquel «homme sincère et tout entier» que reclamaba Lamartine.

 

 

VI

 

La polémica no decae cuando el romanticismo histórico declina. La prueba más evidente está en Campoamor. «Fue Campoamor, mediado el siglo XIX, quien advirtió cuál era el punto capital en la cuestión: la reforma del lenguaje poético», escribía Cernuda (1975: 130) con la autoridad de su propio ejemplo. Conviene antes hacer un alto, pues sería imperdonable olvidar el lugar previo de Bécquer en este proceso, por más que sus reflexiones fuesen un paréntesis apenas audible en su momento, o por más que hoy sean, por el contrario, suficientemente conocidas.

Bécquer no asume papel de tribuno, de maestro o de orador reconocido, como hicieron otros que hemos ido citando o que citaremos. No asume siquiera el de poeta, pues al escribir la ahora famosa reseña de La soledad, de Ferrán (El Contemporáneo, 20-1-1861), o las Cartas literarias a una mujer (El Contemporáneo, 20-12-1860, 8-1-1861, 4-4-1861 y 23-4-1861), era apenas un gacetillero, un jornalero del periodismo[14]. Por otra parte, asume la rareza entre los españoles del poeta metido a crítico, tan característico en cambio de la Modernidad europea: «Sobre la poesía no ha dicho nada casi ningún poeta; pero en cambio hay bastante papel emborronado por muchos que no lo son», escribe en las Cartas.

No será necesario recordar la contraposición entre los dos tipos de poesía que establece Bécquer en el primero de esos textos, donde sobresale la desconfianza ante «las pompas de la lengua» y su apuesta por otra «natural, breve, seca», «desnuda de artificio». Es todo un manifiesto que entenderemos mejor en el marco de este trabajo y que trasciende con mucho la simple oposición entre idiolecto lírico o lenguaje coloquial. La opción por la desnudez y la naturalidad se complementa o incluso se explica por la desconfianza general y básica de Bécquer ante la palabra, sobre todo cuando ésta adquiere básico valor instrumental: «el círculo de hierro de la palabra», el «idioma grosero y mezquino, insuficiente a veces para expresar las necesidades de la materia».

Sin embargo, las opiniones de Bécquer sobre poesía, rescatadas por la posteridad, habían caído en su momento como hojas volanderas. Es buena ocasión para recordar su fidelidad al maestro Lista, fidelidad sin resabios de anticuario. Rescatemos también el recordatorio de Fernando de Herrera, en la tercera de las cartas Desde mi celda, como uno de sus «dioses penates». Ni más ni menos. Pero ¿no habíamos quedado en que Herrera era el último bastión del clasicismo, el último obstáculo para el triunfo del lenguaje ómnibus y moderno de los románticos? Por el contrario, ¿no continuaba siendo modélico Herrera para los muy reaccionarios poetas académicos de la Sevilla de la segunda mitad del XIX?

No resulta paradójico que el Bécquer más innovador, cuando explora los territorios aún sin nombre del incipiente simbolismo —poesía más de sensación e intuición que de discurso—, necesitase recuperar un espacio propio y autónomo, depurado y esencial para el lenguaje del poema, de la poesía. Un espacio que será también, por lógica y necesidad, conflictivo, antinatural malgré lui. Cita Bécquer a Herrera, pero cuanto toma de él en sus propios versos aclara cualquier duda. Bécquer es moderno por haber sabido extraer lo vivo de lo muerto en la tradición, por trascender el simple debate formal entre prosa y verso o entre lenguaje coloquial e idiolecto lírico para cuestionar la función misma del lenguaje poemático. Es moderno por haber reivindicado contracorriente, en línea con la poesía europea más innovadora, una nueva autonomía para el lenguaje lírico. Esa autonomía incorpora la desnudez de la expresión que, más en la teoría que en la práctica, habían defendido sus antecesores. Pero la desnudez y el léxico más próximo al habla, que sólo en teoría podrían confundirse con las opciones de lenguaje coloquial románticas, son en él espacios de silencio y de fermentación, vehículo para la comunicación indirecta, mucho más compleja y que trasciende la mera literalidad: «¡Vosotros sois la poesía, la verdadera poesía que puede encontrar un eco, producir una sensación, o despertar una idea!». De este modo, poesía es para Bécquer desinstrumentalización, relativización de lo meramente referencial, transposición de significados.

En una primera aproximación, su desconfianza del lenguaje, que llega a la hostilidad, puede sonar poco moderna. Parece desmentir el justo postulado mallarmeano de que la poesía no se construye con ideas sino con palabras. Parece negar también la creciente iconización del poema, del signo autosuficiente, que consagrarán las teorías del Círculo lingüístico de Praga y sobre todo Jakobson (1983). Sin embargo, contempladas de un modo menos literal y más abierto a sus últimos significados, las ideas de Bécquer manifiestan una rara sensibilidad —para su tiempo y lugar— hacia los signos que trascienden lo verbal, y una problematización de la palabra, de sus límites y de su crisis, del conflicto permanente entre signos y cosas, que justifican su lugar de privilegio en la Modernidad española. Desde luego, nada semejante vimos en los ejemplos anteriores ni veremos tampoco en los siguientes.

En el contexto de este trabajo —sobre poéticas más que sobre poetas—, es justo destacar la agudeza de su amigo Rodríguez Correa cuando distinguía lo innovador de aquellas Obras que prologaba, ya en su segunda edición:

 

Defenderse con el Diccionario, arrebatar el oído con el fraseo de ricas variaciones sobre un mismo concepto, disolver una idea en un mar de palabras castizas y brillantes, cosa es digna de admiración y de elogio; pero confiarse en la admirable desnudez de la forma intrínseca, servir a la inteligencia de los demás la esencia del pensamiento y herir el corazón de todos con el laconismo del sentir, sacrificando sin piedad palabras sonoras, lujoso atavío de amontonadas galas y maravillas de multiplicados reflejos, a la sinceridad de lo exacto y a la condensación de la idea, y obtener, únicamente con esto, aplauso y popularidad entre las multitudes, es verdaderamente maravilloso, sobre todo en España, cuya lengua ha sido y será venero inagotable de palabras, frases, giros, conceptos y cadencias (Rodríguez Correa 18772).

 

Pero Bécquer era isla aparte, pese al archipiélago de poetas heineanos de los años sesenta. Su concepción de la poesía nos ha obligado a desviarnos del marco conceptual general y compartido. Por el contrario, Campoamor era en su tiempo el poeta reconocido, un poeta doblado en crítico o mucho más que eso, en pensador.

La identificación acrítica de Campoamor con el realismo hace que se olvide la fecha de su nacimiento en 1817, el mismo año en que había nacido José Zorrilla. Como se olvida con frecuencia que sus primeros poemas y críticas hubiesen aparecido en revistas de los años treinta junto a los de románticos reconocidos. En 1837, cuando Espronceda da a la luz los primeros fragmentos de El estudiante de Salamanca, Campoamor publica en No me olvides esta diatriba, que Lista bien podría bendecir, contra aquello que llama «romanticismo falso»:

 

La introducción de este género no sólo ha adulterado el corazón de algunos jóvenes con buenas disposiciones naturales para haber sido poetas, sino que hasta les ha inspirado horror hacia nuestros clásicos, en donde están depositadas, como en un sagrario, la pureza de la dicción, la elevación de las ideas y la perfección de la lengua (Campoamor 1837: 3-4).

 

Al margen de esos comentarios tempranos, y por extraño que pueda parecernos hoy, el Campoamor maduro y reconocido estaba convencido de representar la línea más moderna, novedosa y atrevida de la lírica española de su tiempo. Campoamor arrastra muchos sambenitos. Por más que le hubiese dolido llegar a saberlo, no acaba de resultarnos moderno, lo cual no impide que de modo intermitente se reivindique entre poetas y críticos actuales, en la estela dejada por Cernuda, su defensa del acercamiento de la lírica al lenguaje común[15]. Posiblemente, Campoamor es quien de modo más nítido y consecuente enarbola tal bandera, bandera que, como vamos viendo, no deja de ser romántica: «Desterremos los dialectos artificiales en honra del idioma natural común» (1883: 116). Pero tampoco olvidemos que cuando defiende esta postura, el romanticismo era, como las viejas cómodas, material de anticuario[16].

También sobrevivía malamente el neoclasicismo, aunque en ese lenguaje lírico se expresase alguien tan avisado y tan moderno como Juan Valera. Creo que don Juan percibía que la adaptación de ese estilo en manos de un auténtico poeta moderno, como su admirado Leopardi, permitía precisamente cuanto vimos fracasar al principio: un lenguaje lírico apto para la expresión fluida y sin trabas del pensamiento. Lástima que él, buen novelista, no fuese realmente poeta. Aunque no parece justo alinear con  las suyas las opiniones de un rancio academicista como Narciso Campillo, aquel amigo de juventud de Bécquer, sí conviene considerar que por entonces se continuaba defendiendo algo semejante al idiolecto lírico de Lista:

 

El lenguaje y estilo poéticos nacen del estado de inspiración y entusiasmo en que el poeta se halla, de su manera de ver las cosas y del fin que se propone. Como ese estado no es común, sino extraordinario y excepcional; como ese modo de ver las cosas es singular también, y como el fin propuesto es la manifestación de la belleza, fin muy diverso de los fines ordinarios, de aquí que el lenguaje y estilo no pueden ni deben ser llanos, familiares y corrientes (Campillo 18813: 239-240).

 

Cernuda, al pensar en esta nefasta tradición española de verso trotón, imágenes pirotécnicas y oquedad conceptual, podría hacer suyos estos versos de Valera que no dejan de recordar aquellos otros que leímos en Espronceda: «Mas al vulgo le agrada el sonsonete, / y en habiendo palabras y ruido, / en que haya sentimiento no se mete» (Valera 1964).

No es éste el tema central de la Poética de Campoamor, ni muchísimo menos. Campoamor era consciente del grado de provocación que tenían sus afirmaciones y se enorgullecía de ello. El gusto por la paradoja y las piruetas del ingenio, su afán de originalidad asoman a cada paso en la Poética, donde teje un patchwork de ideas y textos tomados de aquí y de allá en su larga producción. Es fácil extraer afirmaciones sueltas que revelarían al poeta moderno: «Me vi en la necesidad de proscribir el antiguo lenguaje poético, en el cual, por necesidad, había que llamar “fúlgido” al sol y “cándida” a la luna» (1883: 36). Sin embargo, a cada paso salta alguna ocurrencia que desbarata la impresión anterior: «Sin más que colocar las mismas palabras de la prosa de modo que tengan el ritmo y la rima, resulta lo que se llama el verdadero lenguaje poético» (1883: 115). Todavía se hace más cuesta arriba seguirlo cuando titula el segundo capítulo: «El arte supremo sería escribir como piensa todo el mundo» (1883: 13). Desde luego, no resulta el mejor aval para una poesía de pensamiento.

Llegados a este punto, Fernando de Herrera se nos vuelve a aparecer porque Campoamor recupera la polémica que vimos colear desde principios de siglo en Lista, en Alcalá Galiano, en Blanco White, en Bécquer. La Poética comienza con una afirmación que se distancia de Lista[17], cuando veía en el sevillano Herrera al creador del dialecto poético español: «De niño recuerdo que admiraba ya mucho a Arriaza, y no entendía a Herrera. Hoy, ya viejo, sigo no entendiendo a Herrera y leyendo con gusto a Arriaza» (1883: 11). No es inocente la frase, pues con ella arremete contra Juan Valera, para quien Juan Bautista Arriaza entraba en el saco de poetas «con no pocos descuidos, vulgaridades y resabios de copleros» (1942: II: 1177) —opinión compartida por el principal antólogo de los poetas dieciochescos, Leopoldo Augusto Cueto—, y ya de paso pone una pulla al prestigio ascendente de Bécquer[18].

Es, por tanto, como si repitiésemos indefinidamente una asignatura mal aprendida, pero cuando el siglo XIX está acabando. La contraposición de Arriaza a Herrera no significa que Campoamor sintiese debilidad por el clasicismo, como está claro, sino una alineación con las posturas habituales entre sus coetáneos románticos. Aun así, y frente a estos, la recuperación del tono hablado en tantos poemas del protorromanticismo ilustrado y el paralelo interés por el discurso reflexivo, podían tener más de un punto de contacto con lo que él mismo pretendía:

 

Y aunque parezca un poco presuntuoso, ¿por qué no he de decir lo que siento? Siéndome antipático el arte por el arte, y el dialecto especial del clasicismo, ha sido mi constante empeño el de llegar al arte por la idea y el de expresar ésta en el lenguaje común, revolucionando el fondo y la forma de la poesía, el fondo con las Doloras y la forma con Los pequeños poemas (1883: 35).

 

No parece excesivamente original esto, ni provocador, al margen de que el grueso de los románticos no supiesen llevarlo a la práctica. Tampoco parece muy alejado de la estética ilustrada —remozada ahora por el realismo— el interés de Campoamor por atraer a la forma poética el lenguaje de las ciencias, «agrandando su esfera con esa magnífica irrupción de ideas, de frases y de giros que en forma de literatura prosaica, de filosofía y de ciencias naturales van elevando cada vez más el nivel del espíritu humano» (1883: 38). Incluso en este caso, afirmaciones suyas muy anteriores sitúan estas ideas en un contexto bien diferente:

 

En lo que menos cuidan algunos, y es una de las cosas en que la poesía se levanta de la prosa, es en apropiar bien los adjetivos […]. Es también ridículo llamar a la luna astro de luz porque todo el mundo sabe que es un cuerpo opaco y su luz un reflejo del sol, y el que esto escribe da a entender que desconoce enteramente las ciencias naturales, cosa extraña en uno que quiere ser poeta (Campoamor 1837: 4).

 

El conflicto entre lenguajes poéticos halla auténtico lugar en el capítulo X de la Poética, bajo título que responde explícitamente a Lista: «¿Debe haber para la poesía un dialecto diferente del idioma nacional?». Reaparece aquí el desdén de Campoamor hacia Herrera y, como si quisiese tender un lazo a sus futuros valedores, Antonio Machado y Luis Cernuda, Campoamor, como antes Blanco White, lo contrapone a Jorge Manrique:

 

¿Y por qué, dirá el lector, se escoge para censurarlo un trozo de un poeta tan grande como Herrera? —Porque siendo Herrera un maestro consumado, de la imitación de su estilo lo mismo puede salir Góngora el bueno, que proceder, como seguramente procede, Góngora el malo. ¡Cuánto más popular y cuánto más nacional sería nuestra poesía si, en vez de la elocución artificiosa de Herrera, se hubiese cultivado este lenguaje natural de Jorge Manrique, que es la dirección que siguieron después Garcilaso, Fr. Luis de León y Lope de Vega! (1883: 107-108).

 

Góngora el malo vuelve asociado sin rubor a Herrera, para indignación de Lista, si viviese, o del propio Bécquer, pero en línea con las opiniones más comunes entre los jóvenes poetas de los años treinta. También para ellos Herrera y Góngora habían representado hitos en el alejamiento de lo que Campoamor, como antes Escosura, denomina «lenguaje natural». El lenguaje natural tiene función claramente denotativa y sirve para dar expresión a lo real y cercano, «esos términos sencillos con que es necesario nombrar los objetos más caseros y más comunes en el uso de la vida» (1883: 109). Sin duda, esto nos podría recordar los buñuelos de Zorrilla, aunque Zorrilla no fuese precisamente ejemplar para el desarrollo de la poesía reflexiva, y nos recuerda inevitablemente los experimentos retóricos al estilo de Jovellanos o de Iriarte. Aun así, es mérito innegable de Campoamor la coherencia entre sus teorizaciones y su labor poética:

 

Cuando Herrera inventó un lenguaje especial para la poesía, ésta quedó fuera del círculo de las gentes, y el idioma común, sin artistas que lo fijasen, ha quedado en la prosa estancado y en la poesía muerto. Mientras la poesía no hable de todo y use todas las palabras, las que ella no fije y pulimente se oxidarán (1883: 118-119).

 

Cuidémonos, por tanto, de atribuirle a don Ramón pretensiones demasiado ambiciosas. Sería absurdo apreciar en él aquella «nostalgia del objeto» a que se refiere De Man como característica de la Modernidad (1984: 7). Falta aquí la difícil dialéctica entre lo concreto y el vuelo imaginístico, presente en la mejor poesía de la segunda mitad del XIX, aunque cumpla humildemente la necesidad primero ilustrada y luego romántica de anclar la poesía mediante el lenguaje en lo inmediato y tangible. No es poco. Pero Campoamor lleva a efecto el acercamiento del verso a la prosa cuando ya la poesía europea más arriesgada está alejándose de ella.

Campoamor cifra lo poético en la suma de pensamiento, ritmo, imagen y lenguaje común: «La poesía es la representación rítmica de un pensamiento por medio de una imagen, y expresado en un lenguaje que no se pueda decir en prosa ni con más naturalidad ni con menos palabras» (1883: 109). Lo realmente novedoso es que no será el lenguaje lo que marque la distancia entre ambas formas de elocución, pues el lenguaje es uno solo. El capítulo XI de la Poética, «El verdadero lenguaje poético», comienza con la afirmación de que «sólo el ritmo debe separar el lenguaje del verso del de la prosa» (1883: 113). Pero una vez más hay que andar con cautela, la que él no tiene, y poner cada afirmación en su contexto: «Se ve, pues, que el lenguaje hablado puede no separarse casi nada del lenguaje poético escrito. Sin más que colocar las mismas palabras de la prosa de modo que tengan el ritmo y la rima, resulta lo que se llama el verdadero lenguaje poético» (1883: 115). Quedémonos pues con esta otra declaración de intenciones: «El culteranismo es muy fácil: lo difícil es escribir con naturalidad» (1883: 110). ¿Será malicioso transcribir aquí la justa frase de Lista sobre los poetas del XVII?: «Apoderose de los genios españoles el furor de mostrar sutilezas; y nada se dijo sino de una manera ingeniosa, desconociendo la máxima filosófica, tan sabida ya, de que el mayor esfuerzo del arte es ocultar el arte mismo» (1844: 3).

 

 

VII

 

Observemos ahora, a fin de siglo, el fondo del escenario. Un año antes de la Poética, acababa Martí Versos libres y en la lejana Nueva York se publicaba Ismaelillo. Habían pasado doce años desde la muerte de Bécquer, quien se había convertido en poeta indispensable. Él había adelantado algunas claves que justificaban el regreso a la autonomía del lenguaje lírico. ¿Pero cabe hablar de regreso? Bécquer había hecho compatible la singularidad y autonomía líricas, propias de Herrera, con el hablar llano de Manrique. Por la superación de esa aparente contradicción se avanzaba hacia el futuro. En la práctica lírica del XX como en las teorías que la acompañan existirá la conciencia aguda de la dicotomía esencial entre signos y objetos, como ya había señalado él, con todas sus limitaciones teóricas. La distinción es clave para el futuro y trasciende la más limitada entre registros prosaicos o líricos. Kristeva (1988: 294) habla de la construcción de una «lengua en la lengua», de la que será abanderado Mallarmé. En ese nuevo idiolecto trabajaba, sin duda, Bécquer. Al fondo está preparándose Rubén Darío: antes de los poetas del 27 y por detrás de Mallarmé, en el prólogo a Prosas profanas, reivindicará por fin al «bravo Góngora».

 

 

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NOTAS

 

[1] El término Modernidad se utiliza aquí con un sentido instrumental, amplio, para aludir a los modelos sociales y de pensamiento basados en la razón y en su capacidad de innovación y progreso, surgidos de la sociedad industrial del XIX, si no antes. A esa luz, las tensiones permanentes que se dan en la lírica entre ruptura y tradición, hermetismo y popularismo, comunicación y conocimiento, objetivismo y problematicidad del sujeto, entre otras, se asociarían en la Modernidad a cierta tradición de ruptura y de cambio, lo cual marcará el ritmo de la cultura occidental desde finales del XVIII. Sirva como referencia el trabajo de Habermas (1989), al que se suma un muy difundido artículo sobre la vigencia del concepto y el sentido político de sus contradictores postmodernistas (Habermas 1988).

[2] Interesan las reflexiones de la segunda parte de El grado cero de la escritura (Barthes 1973: 59-89).

[3] Sebold ha vuelto en diferentes ocasiones sobre este particular: cfr. Sebold (2003).

[4] Lista alude aquí al siguiente pasaje: «Pero llámase o no poeta al que profesa estilo sencillo, perceptible a todos y próximo al familiar, lo cierto es que tendrá siempre a su favor no sólo, como algunos creen, a la plebe de los lectores, sino también a no pocos eruditos de delicado gusto; y que según sentencia del mismo Horacio, bien imitada por Bartolomé Leonardo de Argensola: “Este que llama el vulgo estilo llano, / encubre tantas fuerzas, que quien osa / tal vez acometerle, suda en vano”» (Iriarte 1805: IX).

[5] No hará falta recordar que nuestro actual concepto de realidad es heredero de la verdad romántica y representa como ella, a fin de cuentas, una construcción cultural más, y en cuanto tal mudable.

[6] «Je mis un bonnet rouge au vieux dictionnaire. / Plus de mot sénateur! plus de mot roturier! / Je fis une tempête au fond de l'encrier, / Et je mêlai, parmi les ombres débordées, / Au peuple noir des mots l’essaim blanc des idées; / Et je dis: Pas de mot où l'idée au vol pur / Ne puisse se poser, tout humide d’azur! / Discours affreux! —Syllepse, hypallage, litote, / Frémirent; je montai sur la borne Aristote, / Et déclarai les mots égaux, libres, majeurs» (Hugo 1882: 29-30).

[7] Fue publicada originalmente como «El pastor Clasiquino», El Artista, 1 (1835), pp. 251‑252. Hay edición reciente (Espronceda 1999: 197-198).

[8] «Blanco también rechaza, como Wordsworth, la diferenciación entre prosa y verso fundada en el lenguaje; aunque, para él, la diferencia esencial reside en la intención de la obra literaria. Otros aspectos de la teoría del lenguaje de Wordsworth pudieron serle indiferentes o inaceptables; pero sí la aproximación del lenguaje literario con el de la vida real quería decir simplemente que se podía escribir poesía con naturalidad, sin necesidad de elegancias de dicción, sin apelar a decorativas perífrasis, no hay duda de que en eso Blanco debió sentirse de acuerdo con el poeta inglés» (Llorens 19682: 408).

[9] Me llama la atención encontrar en las cartas del pintor José de Madrazo la misma reticencia ante lo francés, contemplado como un sistema cultural excesivamente abierto a los efectismos de moda. En carta a su hijo Federico del 3 de noviembre de 1837 escribe: «De Delacroix tampoco he visto nada; pero he oído decir generalmente que solo se ocupa del efecto, ya sea falso o ver­dadero […]. Te he repetido estas máximas, verdaderas, que alguna que otra vez me has oído, no solo para que las tengas siempre presentes sino también para que no te dejes arrastrar de la manía de la que suelen adolecer los franceses que es la de imitar siempre al pintor que se halla más a la moda, aunque sea con la más justa y bien merecida reputación» (1998: 100-101). Como se observa, la pugna entre el modelo cultural francés y el anglosajón trasciende las disputas sobre jardinería del XVIII y se anticipa a los cambios de paradigma frecuentes entre los poetas españoles del XX. El abandono de lo francés en Cernuda a favor de lo anglosajón pudiera servirnos como caso arquetípico.

[10] Sobre la poesía filosófica española del XVIII y su estrecha relación con la tradición inglesa, es de justicia citar la temprana aproximación de Abellán (1982: 21-39).

[11] Al margen del evidente modelo rousseauniano, respecto a esa tradición y, en concreto, al flujo de la conciencia avivada por lo externo, puede citarse a Bloom (1976-1977) y, para el caso español, a Romero Tobar (1986).

[12] Otro tanto podría decirse de Cernuda, para quien ilustrados y románticos españoles fracasaron en la necesaria aproximación entre lenguaje hablado y lenguaje escrito: «Los neoclásicos se hallaron pues, cambiada la sociedad española, con que tenían del mundo una visión diferente, y para expresarla necesitaban también un diferente lenguaje, volviendo, como reacción contra el culteranismo del siglo anterior, al equilibrio entre lengua hablada y lengua escrita. Tenían algo nuevo que decir, al menos eso se figuraban, y para ello debían hallar expresión nueva. No puede reprochárseles que no se dieran cuenta de esa necesidad, porque sí se la dieron; lo que podemos reprocharles es la solución tan pobre que tuvieron para ella. Meléndez, por ejemplo, quiere que la poesía española hable “el lenguaje de la razón y la filosofía”, así como también “poner nuestras musas al lado de las que inspiraron a Pope, Thompson, Young, Saint-Lambert, Haller, Cramer y otros célebres modernos”, celebridades a quienes, con la excepción de Pope, nadie recuerda hoy. De los versos bucólicos, tan amanerados y falsos de materia como de expresión, aunque unos y otros satisfacieran en su tiempo el gusto de los lectores, o estos, a falta de algo mejor, los aceptaran de buen grado» (1975: 301).

[13] Al margen del exilio, merecerían comentario aparte Cienfuegos o Arriaza, que representan, aunque sólo sea de modo parcial, alternativas muy interesantes en este contexto.

[14] Todas las citas de las Cartas remiten al Apéndice I de mi edición electrónica de las Rimas de Bécquer (s. a.).

[15] Es el caso de García Martín, polémico defensor del realismo lírico actual y consecuente último editor de la Poética de Ramón de Campoamor (1995).

[16] En realidad, el cuerpo principal de la Poética está ya en el prólogo a Los pequeños poemas, de 1879, e incluso frases enteras y opiniones se pueden rastrear en publicaciones de los años treinta, como vimos. Pero esta precisión no afecta a lo anterior.

[17] Alberto Lista, como ha analizado Sanclemente (1998), está detrás de una buena parte de las disquisiciones de Campoamor, casi siempre para contradecirlo, pero en cualquier caso como punto de referencia para su propio orden discursivo.

[18] Recordemos ahora que Arriaza, pese al interés de Campoamor, veía con recelo el verso suelto y desnudo que tanto practicaban sus contemporáneos y que tan apto podía ser para el poema de pensamiento: «verso que (en paz sea dicho) lo es más para los ojos que para el oído; pues apenas es dado sino a gentes muy versadas en la lectura de los poetas, no digo el deleitarse con él, sino aún el distinguirle de la prosa, por su corta extensión, y la necesidad de confundirse cada verso con la mitad o tercera parte del que sigue para leerle con sentido, lo que destruye la cadencia de las once sílabas, y de los débiles acentos en que consiste nuestra prosodia, como menos poderosa para sostener un verso que la fijeza de la latina. Cuando admiten el consonante es para colocarle a bulto donde buenamente les ocurra, y en una silva de rimas aventureras» (Arriaza 1970: 14-15).