La flor y la sierpe.

Variaciones orientalistas en torno a Salomé

 

Carlos Primo Cano

(kharlosprimo@gmail.com)

universidad complutense de madrid

 

 

Resumen

Este artículo estudia la presencia de la figura bíblica de Salomé en un conjunto de textos poéticos finiseculares (de Castro, Casal, Villaespesa, Cazalis, Samain y Lorrain), susceptibles de ser analizados en relación con la pintura orientalista de la época.

 

 

 

 

Abstract

This article focuses on studying the presence of the biblical figure of Salome in a group of fin de siècle poems (written by Castro, Casal, Villaespesa, Cazalis, Samain, and Lorrain), in which it is possible to establish a link with the orientalist paintings of that period.

 

Palabras clave

Mujer fatal

Salomé

Fin de siglo

Orientalismo

Eugénio de Castro

Julián del Casal

Francisco Villaespesa

Henri Cazalis

Albert Samain

Jean Lorrain

 

Key words

Femme fatale

Salomé

Fin de siècle

Orientalism

Eugénio de Castro

Julián del Casal

Francisco Villaespesa

Henri Cazalis

Albert Samain

Jean Lorrain

 

AnMal Electrónica 28 (2010)

ISSN 1697-4239

 

 

 

 

Amenazante, seductora o exótica, la mujer fatal viene a configurar sin duda uno de los nudos temáticos más significativos de la literatura finisecular. Si bien las mujeres fatales han existido siempre en la Literatura y en las artes plásticas —como afirma Praz (1999) en una de las primeras aproximaciones académicas al tema—, lo cierto es que durante el siglo XIX, de la mano de las nuevas estéticas románticas, este arquetipo negativo de la feminidad se convierte en una presencia casi constante. Como es bien sabido, la femme fatale alcanzaba su máximo protagonismo en las postrimerías del Ochocientos y a lo largo de las primeras décadas del siglo XX, coincidiendo con el desarrollo de la llamada cultura fin de siècle: Simbolismo, Decadentismo, Prerrafaelismo y, para el entorno hispánico, Modernismo. La figura de la mujer fatal, belle dame sans merci —en términos de Keats— o, bajo su forma francesa más extendida, la femme fatale, adoptó en estas obras una multiplicidad de máscaras que se inscribían tanto en la contemporaneidad —bailarinas, aristócratas, prostitutas[1]— como en un pasado remoto y prestigioso. Figuras lascivas o malignas procedentes de la Historia antigua, de la literatura o la mitología (Cleopatra, Judith, Diana o Bilitis constituyen algunos ejemplos conspicuos) poblarán obsesivamente obras pictóricas, musicales y literarias de esta época[2].

Entre todo este repertorio de encarnaciones del mal, sobresale con fulgor propio el testimonio de la bíblica Salomé, la hija de Herodías que, tras bailar sensualmente ante el tetrarca de Judea, pide como recompensa la cabeza de san Juan Bautista, en aquel momento preso por criticar en público la vida licenciosa de la esposa del soberano hebreo. Así, el rey Herodes, comprometido al haber empeñado su palabra en público —la acción se desarrolla en el transcurso de un banquete con motivo de su aniversario—, se ve obligado a satisfacer los deseos de la hermosa bailarina, y ordena la decapitación del Bautista. El breve episodio bíblico (Mt 14, 3-12; Mc 6, 17-29) daría origen a una inagotable cantidad de recreaciones pictóricas y literarias durante las centurias posteriores. Un pequeño, pero significativo, muestrario de las mismas puede verse en el curioso libro antológico Salomé (2004), donde se encuentran desde las imágenes tempranas de Van der Weyden o Cesare da Sesto, hasta las modernas interpretaciones de Julius Klinger o Frantisek Drtikol. También resulta enormemente ilustrativo el volumen Salomé. Danse et décadence (2003), que incluye algunas interesantes imágenes de artistas como Moreau, Picasso o Mucha, además de otras menos conocidas. Asimismo, ha profundizado en esta temática durante la cronología de Entresiglos, el catálogo Salomé. Un mito contemporáneo (1875-1925) (1995).

Con el poso venerable de una iconografía plurisecular, Salomé estaba llamada a convertirse en la componente más destacada del cortejo de mujeres fatales que inundó el imaginario artístico de la época de Entresiglos. Dentro de la amplísima bibliografía finisecular dedicada a este personaje, nuestro análisis girará exclusivamente en torno a aquellas recreaciones que ostentan una clara inspiración orientalista, una gavilla de textos donde la influencia más notable y explícita no es otra que la obra pictórica de Gustave Moreau. Por orden, los seis autores elegidos para el presente estudio son el poeta portugués Eugénio de Castro, el escritor francés Henri Cazalis, el cubano Julián del Casal, los franceses Albert Samain y Jean Lorrain, y el español Francisco Villaespesa. El presente estudio ha tratado de responder a un enfoque comparatista más o menos amplio, en el que se atendiera tanto a autores bien conocidos por la crítica hispanoamericana (Casal, Villaespesa) como a escritores de ámbito románico (los despectivamente considerados menores), cuya obra aún no ha gozado —desafortunadamente— de la atención crítica debida (Lorrain, Castro, Cazalis, Samain)[3]. Por otro lado, la interpretación de las claves literarias irá acompañada de algunos paralelos obligados con varios de los intertextos pictóricos más relevantes de la época.

 

 

FUERA DEL MUNDO: EL ORIENTE NECESARIO

 

Para los herederos del Romanticismo, Salomé se identifica con una figura remota cuya lejanía se sitúa en dos ejes: el espacial y el temporal. El distanciamiento espacial puede entenderse en el sentido de que la historia de la  decapitación del Bautista —asumida luego por la tradición cristiana occidental— surge en un mundo exótico y de contornos imprecisos, el del Oriente Próximo bajo la dominación romana. Por ello, no es extraño que muchas recreaciones posteriores de este episodio se basen en la sensibilidad orientalista surgida en Europa durante el siglo XIX.

La traducción de textos como Las mil y una noches, las expediciones europeas a Asia y África —especialmente la muy documentada incursión de las tropas napoleónicas en Egipto en 1798— y el coleccionismo de objetos exóticos como rasgo de elegancia entre las clases pudientes dieron origen, a lo largo de todo el siglo XIX, a numerosas manifestaciones artísticas inspiradas en una tierra que planteaba una alternativa a la prosaica vida cotidiana en la Europa posterior a la Revolución Francesa. Ya lo anunciaba Baudelaire en su poema en prosa «Anywhere, out of the world» (Petits poèmes en prose ou Le Spleen de Paris, XLVIII): el espíritu del artista requería realidades remotas más allá de la vulgar existencia moderna. Comenzaría entonces una pasión por todo lo oriental que, unida a las ansias escapistas y exotistas del Romanticismo, encontraría su mejor expresión en la multitud de «chinerías», «japonerías» o «turquerías» que invadieron la decoración y la moda decimonónica y, en un plano más elevado, en la pintura académica orientalista.

El ambiente más o menos conservador del Salon francés acogió, en la segunda mitad del siglo XIX, multitud de obras que, si bien técnicamente apenas se apartaban del más estricto academicismo, adoptaban temáticas procedentes de Oriente: caravanas en el desierto —como la magnífica obra de Leon Belly—, oasis idílicos, callejuelas de algún bazar o escenas del interior de las mezquitas fueron motivos habituales de pintores como Jean-Léon Gérôme, Ingres o Lecomte de Nouy[4]. No obstante, el tema más habitual entre estos artistas fue el de la mujer oriental que, confinada en los harenes y hamams, ofrecía posibilidades de fabulación casi ilimitadas. Se inunda entonces la pintura de odaliscas, misteriosas bailarinas y flébiles circasianas languideciendo entre los efluvios del hamam:

 

El europeo fin de siglo estableció un arquetipo de mujer musulmana en el que se unían la tendencia erótica, la pasión por el misterio y la atracción por el color local. Europa estaba obsesionada por aquella belleza velada y prohibida a la mirada (Litvak 1985: 100).

 

Cuando no se trata de reflejar la sensualidad de mujeres anónimas, los artistas orientalistas recrearon en idéntica clave a personajes literarios o históricos. El espacio evocador de buena parte de los relatos veterotestamentarios se llega a sobrecargar en la pintura decimonónica de claves sensuales asociadas al mundo de Oriente; baste recordar a este propósito el famoso lienzo de Théodore Chassériau, Esther se parant pour être présentée au roi Assuérus (1841), conocido habitualmente como La Toilette d’Esther. A veces, incurriendo en deliberados anacronismos, vistieron de odalisca, a la manera otomana o egipcia, a Cleopatra, Esther, Judith o, por supuesto, Salomé. La hija de Herodías se convirtió en tema de algunas de estas pinturas, como la ejecutada por Henri Regnault en 1870, donde Salomé aparece sentada en una pieza profusamente decorada con incrustaciones de nácar, como una joven que calza babuchas y deja reposar sus piernas sobre una alfombra persa y una piel de leopardo.

Sin embargo, fueron más frecuentes y significativas las obras que no sólo situaban a Salomé en un espacio lejano, sino que se recreaban en pintar su existencia en un tiempo remoto. Cuando la capacidad imaginativa que propiciaba la distancia geográfica no bastaba a sus aspiraciones de magnificencia y extravagancia, los artistas orientalistas buscaban lo que Théophile Gautier denominó «exotismo en el tiempo»:

 

Il y a deux sens de l’exotique: le premier vous donne le goût de l’exotique dans l’espace [...]. Le goût plus raffiné, une corruption plus supréme; c’est ce goût de l’exotique à travers les temps (Goncourt 1888: 166 [23-XI-1863]).

 

Es este «exotismo a través del tiempo» lo que permitió que la figura de Salomé se cargara de fascinación de acuerdo con la imaginación y creatividad de cada artista. La hija de Herodías, situada en «un pasado que superaba con su crueldad y sus vicios la trivialidad del presente» fue tema predilecto de muchos pintores, entre los que sobresale, por su originalidad y, sobre todo, por su influencia, Gustave Moreau (Litvak 1986: 234). 

 

SOBRE LA GESTACIÓN DE UN ICONO FINISECULAR:

LAS SALOMÉS DE GUSTAVE MOREAU

 

Pintor excéntrico, exquisito y obsesivo, podría afirmarse que Gustave Moreau llegó a convertirse en una suerte de figura tutelar de los escritores parnasianos, simbolistas y decadentes. En ese sentido, cabe evocar ahora cómo sus enigmáticas obras suscitaron un número nada desdeñable de poemas descriptivos, que le eran remitidos como muestras de admiración e inspiración. Según afirma Rapetti en su introducción a Lorrain y Moreau (1998: 8), fue José María de Heredia quien inauguró esta tradición en 1869, al enviar a Moreau, con motivo del Año Nuevo, un poema inspirado por su cuadro Jasón y Medea (1865).

Adepto a la representación de temas míticos y anticuarios, en su taller parisino Moreau desarrolló casi una obsesión por la hija de Herodías, a la que convirtió en protagonista de más de 120 óleos, acuarelas y dibujos, ejecutados principalmente en la década de 1870. Los dos más famosos fueron presentados al público en el Salón de Paris en 1876: Salomé (Armand Hammer Museum of Art and Culture Center, Los Angeles), un gigantesco óleo, recreaba la escena de la danza ante Herodes; y la acuarela L’apparition mostraba a una Salomé aterrorizada ante la visión de la cabeza decapitada del Bautista, a la que observa fijamente.

La particular técnica pictórica de Moreau, que empleaba manchas de colores perfiladas posteriormente a través de un proceso de dibujo que elaboraba con minuciosidad casi de orfebre, acentuaba la sensación buscada por el artista. Señala Praz (1999: 521) que

 

siguiendo las huellas de la música wagneriana, entonces de moda, Moreau construyó sus cuadros como poemas sinfónicos, cargándolos con accesorios significativos en los que el tema principal resonase, y el motivo diese hasta la última gota de su jugo simbólico.

 

Estos postulados estéticos dieron como resultado una pintura sobrecargada de elementos ornamentales que remitían a distintas tradiciones iconográficas, arquitectónicas, decorativas y simbólicas, donde los temas tratados son situados en un entorno que no se puede identificar únicamente con una época o una civilización. Los dos cuadros mencionados son un magnífico ejemplo de este eclecticismo: las formas arquitectónicas que sirven de escenario a los trágicos acontecimientos pertenecen al arte islámico, bizantino o egipcio; algunos detalles ornamentales son de origen hindú, y la atmósfera, cargada de vapores y humos que tamizan la luz y las formas, proporcionan un matiz onírico que sitúa estas obras en el terreno de la ensoñación erudita tan cara a los decadentes.

Aunque estas obras —como, en general, la producción del pintor— eran conocidas y apreciadas, el verdadero protagonismo que asumen estos cuadros en el imaginario decadente habría de comenzar en 1884, cuando Jean Floressas des Esseintes, el protagonista de la novela À rebours (A contrapelo), de Joris Karl Huysmans, escoge estas obras para que decoren su despacho. El capítulo V de la novela, probablemente el libro más importante e influyente del Decadentismo francés, está dedicado casi en su totalidad a la écfrasis, a la descripción de estos cuadros y las evocaciones que sugieren[5].

Moreau reunía en su obra la fascinación por la lejanía geográfica y temporal presente en tantos autores de la época, a la vez que un rechazo absoluto de las condiciones de vida generadas por el progreso. De este modo calificaba Huysmans al genial pintor, al que consideraba parte de una raza extraña y exquisita:

 

Des êtres d’exception, qui retournent sur les pas des siècles et se jettent, par degoût des promiscuités qu’il leur faut subir, dans les gouffres des âges révolus, dans les tumultueux espaces des cauchemars et des rêves (Huysmans 2006: 349).

 

Las obras expuestas en el Salón de 1876 ofrecían también este carácter raro y excepcional. Por ello, la sensibilidad erudita y refinada de Des Esseintes se ve plenamente satisfecha en À Rebours con estos cuadros que recrean a una Salomé hechicera, antigua y enormemente sofisticada:

 

Le peintre semblait d’ailleurs avoir voulu affirmer sa volonté de rester hors des siècles, de ne point préciser d’origine, de pays, d’époque, en mettant sa Salomé au milieu de cet extraordinaire palais, d’un style confus et grandiose, en la vêtant de somptueuses et chimériques robes, en la mitrant d’un incertain diadème en forme de tour phénicienne tel qu'en porte la Salammbô, en lui plaçant enfin dans la main le sceptre d’Isis, la fleur sacrée de l’Égypte et de l’Inde, le grand lotus (Huysmans 1924: 56).

 

La visión e interpretación que Huysmans hizo de la obra moreauniana  se erigió en una de las fuentes de inspiración más significativas para el Decadentismo[6]. Buena muestra de ello son los textos que analizaremos a continuación. Todos ellos recrean la figura de Salomé a través de un prisma orientalista, y muestran, si no referencias explícitas a las obras de Moreau, sí un sentido estético muy cercano al de este maître sorcier[7] de la pintura decimonónica.

 

 

UNA SENSUAL INFANTA HEBREA:

CLAVES PARA LA SALOMÉ DE EUGÉNIO DE CASTRO

 

En 1896, el poeta portugués Eugénio de Castro daba a las prensas una extensa composición narrativa que, bajo el escueto título de Salomé[8], reinterpretaba la historia bíblica e imaginaba un romance entre el Precursor y la princesa judía, una historia de amor truncado cuyo trágico final se deberá a la capacidad de persuasión de una Herodías cruel y sin escrúpulos. Castro, uno de los poetas más significativos del Simbolismo portugués, permanece sumido todavía hoy en un silencio editorial cuyos orígenes están, como denunciaba Unamuno (2004: VI, 176), en la actitud de sus contemporáneos:

 

Para los portugueses casticistas, atenidos a una tradición literaria más raquítica y más estrecha aún que puede ser la de nuestros casticistas españoles, Eugenio de Castro era un nefelibata —uno que anda por las nubes—, mote con que en Portugal se conoce a los que aquí llaman modernistas, a falta de otro nombre, o decadentes, o cualquier otro término que no quiera decir nada.

 

Nefelibata, decadente, «artista superior, quizás el más refinado de toda la poesía portuguesa» (Martins, en Castro 1987: 10), Eugénio de Castro fue autor de una extensa obra en verso que reivindicaba una estética plástica, descriptiva y exquisita más próxima al Parnasse Contemporain que al Simbolismo más intimista de un Camilo Pessanha o un Cesário Verde.

Cabe recordar ahora que esta Salomé recibió el reconocimiento de escritores como Ramón Goy de Silva (1913), que le dedicaría su obra homónima, incluida en La de los siete pecados (el libro de las danzarinas), donde recrea numerosos elementos de la pieza dramática de Oscar Wilde; o nada menos que Francisco Villaespesa, quien la tradujo —como ya he indicado— en verso, y Rubén Darío, quien prologó dicha traducción (Castro 1914). Por supuesto, Rafael Cansinos Assens la incluyó, junto a las de Flaubert y Mallarmé, en su ensayo Salomé en la literatura, aunque no la consideraba una obra a la altura de las anteriores:

 

La Salomé de Castro es como una curiosa y rara acuarela, demasiado pequeña para optar a ser suspendida de los grandes muros que pueden sostener las pinturas literarias de Flaubert y de Wilde. Es más bien, en resumen, una estampa preciosa, para ser intercalada en un álbum; una estampa muy siglo XVIII en que una princesita frágil y versallesca pasea acaso calzada con el tacón rojo, por un paisaje de oriente, recortado por las raquetas de Le Notre (Cansinos Assens 1919: 88).

 

Resulta sorprendente la enorme difusión que la Salomé de Castro, hoy parcialmente olvidada, alcanzó entre el público español de principios del siglo XX, a través de distintas traducciones publicadas en la Prensa: Ricardo Baeza —autor también de las traducciones más celebradas de la obra de Oscar Wilde— la vertió al español para la revista Prometeo (Castro 1910); Carmen de Burgos (1921), Colombine, recuperó parte de dicha traducción para acompañar una semblanza de Castro en Cosmópolis, revista dirigida por Enrique Gómez Carrillo; en este intervalo, la revista Por esos Mundos publicó una traducción de José María Riaza Mateo con exquisitas ilustraciones monocromas de A. Vivanco (Castro 1912).

Desde el punto de vista de la estructura, el extenso poema está dividido en cuatro secciones, episodios de carácter narrativo que lo emparentan, principalmente, con la Hérodias de Gustave Flaubert (1877)[9]. A continuación se pergeñará un rápido esbozo del contenido argumental de cada pasaje, acompañado de una interpretación de cada uno de los cuatro miembros del políptico.

Desde el arranque mismo del primer fragmento, Salomé se muestra como una joven dulce y de inocencia casi prerrafaelita que da de comer a los peces y acaricia a los leones de Nubia, temibles fieras que ante su candor adoptan una extraordinaria mansedumbre. Se encuentra ya presente el que será uno de los ejes isotópicos más recurrentes del poema: el de las joyas y las piedras preciosas. Los peces son descritos como «relámpagos de joya» y  «flechas de diamante», que forman al moverse «rutilantes batallas de piedras preciosas». El propio aspecto de Salomé es deslumbrante y magnífico: la túnica es descrita en los siguientes términos:

 

Sua faustosa tunica explendente

é uma tarde de triumpho: em fundo côr de brazas,

combatem fulvamente

irradiantes tropeis d’aureos dragões com azas.

 

Como se puede deducir de estos versos, Eugénio de Castro ha decidido vestir a Salomé con un atuendo propio de la cultura china tradicional: los dragones bordados que, con las «fauces abiertas» «parecen defenderla», no encajan en un imaginario formado únicamente por referencias árabes, como era habitual en las representaciones orientalistas de la época. De hecho, esta mezcla de elementos artísticos y ornamentales es uno de los aspectos más pronunciados en la obra, y es una actitud que sitúa el universo estético de Castro en una órbita cercana a la del «divino» Gustave Moreau —por emplear la expresión que le dedica Julián del Casal (cfr. infra)—, quien en sus obras no se atenía a un riguroso historicismo, sino que mezclaba elementos de culturas distintas para crear un entorno arcaico, remoto y onírico. Eugénio de Castro viste a su Salomé con una túnica china que, seguramente, era una de las prendas predilectas de sus contemporáneas, adeptas en la época a «chinoiseries» y «japoneries» y otros exotismos ornamentales, pero también sitúa ibis que sobrevuelan los lagos «donde nadan flores del Nilo», añadiendo de este modo una referencia egipcia también muy del gusto moreauniano. Dichos elementos suntuosos, de inequívoco eclecticismo orientalista, aparecen además arropados por una cascada de metáforas y rutilantes figuras que evocan lejanamente los esplendores imaginísticos de la dicción barroca.

Salomé es en esta primera parte un personaje de extrema dulzura que seduce, embruja y enamora a los leones sólo con sus gestos que «esparcen mil perfumes», como luego hará con el también fiero y aparentemente indomable Bautista. No sería descabellado considerar que la Salomé descrita por Castro tiene algunos elementos que la emparentan con otra mujer fatal arquetípica, la homérica Circe, que dominaba y embrujaba a los animales más fieros, doblegándolos gracias a su sabiduría de hechicera. Los peces, los leones y, posteriormente, el también feroz e indomable Juan Bautista, se muestran extrañamente dóciles ante la presencia de esta mujer seductora y enigmática.

Según los signos caros a la prosopografía modernista, la belleza de Salomé deslumbra en todo su conjunto: su palidez aparece subrayada por unas «manos plateadas» que los leones confunden con lirios, por los jazmines con los que sacude las mariposas que se posan en su boca. La hermosura de la princesa hebrea es tal que, al reflejarse en el estanque de los peces, «juzga ver un tesoro / que fulge, que brilla en el fondo de la piscina». Surge así una hermosísima imagen que remite fugazmente a la temática sensual y ambigua de Narciso contemplando su reflejo, tal como fue concebida, por espigar una muestra bien conocida, por el artista victoriano John William Waterhouse. Los diversos elementos arquitectónicos —escalinatas, peristilo, estanques— remiten asimismo a un ambiente de refinamiento extremo, y la elección del jardín, escenario típicamente finisecular, también nos ilustra acerca de la sensibilidad de un poeta cuya recreación del episodio bíblico responde más a criterios puramente estéticos que históricos o psicológicos.

La segunda parte del poema viene a ser, quizá, la más original en cuanto a su concepción temática, ya que acoge una doble anticipación del desenlace de la historia. Salomé ha terminado su clase de danza, impartida por una bailarina romana, y está tendida, desnuda, con el cabello lleno de rubíes, sobre cojines rojos[10]. Su maestra, entonces, elogia su capacidad para las «danzas voluptuosas» y la compara, en una evocadora serie trimembre, con «navío, serpiente y mariposa», relegando al segundo término la habitual referencia a la sierpe como término de comparación con las danzas sensuales[11]:

 

 

Cheios de garbo e aroma,

teus movimentos são lascivos como vagas;

ningue, te vence, flor, quando, dançando, embriagas:

Nem mesmo Julia, imperatriz de Roma!

Teu nome ha-de brilhar mais de que o sol no azul!

Em breve, ó Salomé, que os corações captivas,

ouvindo a tua fama, os reis do norte e sul

virão beijar-te os pés em longas comitivas!

(Castro 1987: 151)

 

Estos halagos, semejantes a los que le dedicará Herodías al final del poema, son los que fomentan la vanidad de Salomé y le impulsan a pedir la cabeza del Bautista como recompensa y trofeo sangriento. Además de la anticipación —Salomé embriaga y domina la voluntad de los hombres a través del baile—, se reitera su comparación con una flor (anteriormente se la ha llamado «rosa»).

A continuación, en el soberbio escenario decadente que conforma el canto de unos pavos reales bajo la luz de la luna, comienza otro pasaje, donde las señales premonitorias van a tomar cuerpo mediante un sueño inducido por el leño aromático que humea en la estancia. Se produce aquí una curiosa transformación de signo mítico: la mirra que arde, pasa a ser el árbol de la Mirra y, por consiguiente, encierra en sí la historia de la desgraciada hija de Cíniras, convertida en dicha planta por haber engañado a su padre para introducirse en su lecho. La belleza de Mirra-humana se describe también en términos delicados y cromáticos: rubia, con cabellos ornados de «áureas cigarras», sus senos son como «islas plateadas en mar de leche» —al igual que las manos de Salomé habían sido ya descritas como argénteas—, y su dicha se hallaba en vivir junto a su padre en «un cercado / donde el mirto crecía, y el romero; / y al comer, a la sombra de las ramas / caían flores en las copas de áureo vino». Sin embargo, la lujuria la llevó a mantener tratos carnales con su progenitor, pues, en su errado gusto, frente a él todos los demás hombres resultaban poco atractivos. La pecaminosa muchacha lograría su engaño haciéndose pasar por una joven y misteriosa amante; tras satisfacer sus prohibidos deseos, a la mañana siguiente, se metamorfoseó en el arbusto que lleva su nombre. La narración se lleva a cabo en primera persona, reproduciendo las exclamaciones e interjecciones del discurso —supuestamente— oral del arbusto y, por ello, también presenta una mayor regularidad métrica que el resto del poema, a través de seis serventesios, prestando a los versos una cadencia casi teatral.

Por varios motivos, conviene prestar especial atención a este pasaje. Al igual que el jardín de Salomé, el antiguo hogar de Mirra tiene un carácter casi edénico: una naturaleza idílica y exuberante, una vida tranquila y sosegada de la que ambas se verán expulsadas al cometer su crimen (el incesto, en el caso de Mirra; la decapitación del Bautista, en el caso de Salomé). Por otro lado, la pasión de Mirra por Cíniras presenta rasgos en común con la lujuria que Herodes siente por su hijastra, y que le hace concederle cualquier deseo a cambio de su danza, que ya ha sido descrita como «lasciva» y «embriagadora», por lo que la sombra del incesto planea también sobre la historia de Salomé. De hecho, no sería descabellado afirmar que, en este pasaje del poema de Eugénio de Castro, también hay referencias al Génesis. Como veremos, Salomé actúa seducida por las palabras aduladoras de su madre, ya que sus sentimientos hacia el Bautista son nobles y sólo la vanidad la lleva a solicitar su muerte. Del mismo modo, Eva escucha las palabras de la serpiente y, después de caer en la tentación, es expulsada del Edén. En un eclecticismo de gran sutileza, Eugénio de Castro funde en estos versos un mito griego (el incesto de Mirra), un episodio del Pentateuco (compartido con la Torah hebraica) y la narración histórica y bíblica de la decapitación de san Juan Bautista: la operación es similar a la que efectúa en sus lienzos Moreau, al introducir en un mismo escenario elementos procedentes de distintas culturas visuales y ornamentales. Así pues, podría sostenerse que esta suerte de microrrelato enmarcado sirve para introducir un juego sutil de espejos en el marco de una pieza narrativa compleja: el tema prohibido de las pulsiones incestuosas y el final desastrado de las protagonistas enlazan por extraños senderos a la clásica Mirra y a la hebrea Salomé.

Después de esta ensoñación, la luna «pálida, ambarina» despierta a Salomé. Es necesario reparar en este detalle: la luna ha estado presente en todo el episodio, que contiene dos premoniciones —la de la bailarina Flavia y la de Mirra— y que, por ello, sugiere una dimensión casi sobrenatural. Las exclamaciones de los soldados al principio de la obra de Wilde, en las que Salomé y la luna acababan confundiéndose en su blancura, han de ser tenidas en cuenta a la hora de señalar que el «astro femenino» tiene una presencia constante y poderosa en este texto. El pasaje concluye, además, con otro inquietante mal presagio: las esclavas irrumpen en la escena anunciando que ha muerto el león predilecto de Salomé. La princesa, entonces, presa de la desesperación, se desgarra los vestidos y cae desmayada. De este modo, y con un sentido estructural casi teatral, esta segunda parte del poema anticipa la tragedia que se avecina y que llegará en el cuarto «acto» a través de la mención de algunos elementos muy significativos: la capacidad de seducción de la danza —elogios de Flavia—, los peligros de la lujuria y el incesto, que llevan a la pérdida del paraíso primigenio —historia de Mirra y reminiscencias del Génesis— y la muerte del ser amado —el león—.

En la siguiente parte, la tercera del poema, a través de la identificación entre el león y san Juan, quedará sugerido el desenlace de la historia. Esta tercera sección gira alrededor de la relación entre el Bautista y Salomé. El Precursor ha sido encerrado en la jaula del león, que muere al final de la anterior escena. Las tres primeras estrofas describen a san Juan mediante constantes comparaciones con el león: sus gritos son como rugidos feroces que atemorizan a Herodías e, incluso, a los otros leones. La descripción también recuerda a la de un león: «Moreno, color de bronce, los cabellos crecidos, ojos locos, febriles, llenos de maldiciones». La comparación de san Juan con el león no es casual, ya que con este animal se le asocia frecuentemente: como el león, san Juan vive en el desierto y presenta un aspecto temible. De hecho, en varios textos finiseculares se emplea el mismo símil. La originalidad de Castro reside en situar esta relación no sólo en un plano simbólico, sino también en el real: Juan está en la jaula de un león que, como él mismo, es objeto del amor de Salomé, y sólo se muestra dócil en presencia de la princesa:

 

E João, que para os outros é feroz,

É para ela um dócil cordeirinho;

Mal a vê, amacia a rude voz,

Mudando o olhar de ferro em doce olhar de arminho…

(Castro 1987: 154) 

 

Esta parte es mucho menos descriptiva que las anteriores, y narra de un modo más sucinto el posible romance entre el Bautista y Salomé: la princesa lleva al cautivo manjares, flores, vinos, y le regala un anillo que el Precursor «ama perdidamente» porque «su gema dora sus noches infelices». En un entorno austero, casi salvaje, la belleza y la dulzura de Salomé irrumpen bajo la forma de una joya, de un anillo que es una «metonimia de su cuerpo ausente» (Morão 1999: 529), un fetiche que el asceta adora, renunciando a la severidad de sus principios bajo el influjo de la joven amada.

La cuarta y última parte del poema es la dedicada a la fiesta de Herodes, danza de Salomé y petición de la cabeza del Bautista. Comienza con unas largas estrofas destinadas a exaltar la magnificencia del banquete, «que podría humillar a Salomón». El vocabulario empleado contiene abundantes referencias al lujo, el brillo y la opulencia: esclavos, una vajilla de oro, estolas en las que «arden gemas», un «enorme pez / que en las escamas tiene todos los colores del cielo» y «pavones de plumas consteladas». También hay una profusión de elementos aromáticos que preparan la escena para la embriaguez que desatará la danza de Salomé: nardos, camelias, un «surtidor aromático» en el que se inflama una «alta flor argentina», «arábigo incienso» o coronas de verbenas. También abundan las referencias a la música: las «lánguidas violas» y, sobre todo, el sonido de las «nubelias», que probablemente corresponde a la nabla o nebelo, antiquísimo instrumento de cuerda semejante a la lira y que aquí aparece, en una ocasión, con el adjetivo «hebraica». En esta ocasión sí nos encontramos ante una atmósfera asfixiante, sensual y embriagadora que, frente a la belleza prerrafaelita de la primera parte del poema, entronca directamente con la imagen sensual, remota, excesiva y casi narcótica de las pinturas de Moreau. La detallada descripción de los colores vivos tamizados por el vapor del incienso y los surtidores, el ambiente algo inconsciente y voluptuoso, los excesos materiales y sensuales de todo tipo remiten a los escenarios recargados, profusamente eclécticos y siempre magníficos de las obras presentadas por el pintor francés en el Salón de 1876, y también a la pintura académica de temática orientalista que produjo tantas escenas de harén, hamam y otros espacios de la sensualidad árabe, siempre impregnada del sopor y la vaguedad del hachish y el ennui finisecular. Baste invocar a este propósito el testimonio de lienzos como El regalo del sultán o La favorita, ambos del pintor barcelonés Antonio Fabrés y Costa, La odalisca, de Mariano Fortuny Marsal, o En el harén, de Juan Jiménez Martín.

En medio de esta escena casi dionisíaca, aparece Salomé bailando. Su descripción física es breve: el poeta apenas menciona un «velo radiante, más leve que un perfume», que deja ver su «desnudez morena»; sus dedos llenos de luz, que imaginamos joyas, y en cada mano «una pálida azucena». La elección de esta flor blanca, al igual que los lirios y los jazmines ya mencionados, obedece a una isotopía de pureza, de juventud virginal y plena (la blancura es también uno de los rasgos más destacados de la Salomé recreada por Wilde y de las ilustraciones de Aubrey Beardsley que acompañaban a dicha pieza dramática). Es pertinente recordar cómo, en algunas de las obras de Moreau, Salomé aparece sosteniendo también una flor blanca, en este caso una flor de loto sobre cuyos posibles significados se preguntaba Des Esseintes en À rebours, de Huysmans.

La danza de Salomé descrita por Castro no es tanto un ejercicio consciente como una suerte de trance místico, de ensoñación inconsciente y sonámbula. Bajo dicho estado letárgico, ella baila «en encantados, místicos jardines», desmayada, dormida en medio de los aromas del salón. En esta estrofa, hay una serie reiterativa de anáforas que inciden en determinado matiz evocador, tal como sugieren las palabras «Dir-se-ia que dança» («Diríase que baila»). El efecto de letanía, de canto monótono y musical que surge de ese trenzado anafórico, proviene de una bien asimilada imitación del drama en un acto de Wilde, quien al comienzo de su obra maestra ponía en boca del Joven Sirio y el Paje de Herodías idénticas palabras referidas a la Luna: «Diríase que busca muertos», «Diríase que baila». Otras claves léxicas probablemente acusan de manera fugaz la lectura atenta de la pieza wildeana llevada a cabo por Castro. En ese sentido, no parece casual la elección de un término tan marcado como «Infanta» para designar a la princesa hebrea: durante la segunda mitad del XIX, la obra de Velázquez gozó de un inusitado interés entre los círculos de artistas y entendidos de Francia e Inglaterra. Una de las voces que más se hizo notar en esta boga velazqueña fue la del reputado Whistler, íntimo amigo de Wilde durante varios años y autor de un famoso retrato infantil (Harmony in grey and green. Miss Cicely Alexander, 1872-1873), que apenas vela el clásico modelo subyacente: los famosos retratos de la infanta Margarita de Austria[12]. Al aire de tal moda, la capacidad de sugestión de las obras plásticas del sevillano, así como el ambiente áulico y refinado que representan, pronto hubo de generar preciosos ecos literarios, como el malévolo cuento wildeano titulado significativamente The Birthday of the Infanta[13].

Más allá de esos ecos literarios apenas ocultos en el pasaje, es casi inevitable recordar en este punto uno de los postulados estéticos fundamentales en la obra de Moreau: el Principio de la Bella Inercia, que él creía percibir, como afirma Praz, en las figuras miguelangelescas, y que formulaba en los siguientes términos:

 

Todas estas figuras parecen estar fijas en un gesto de sonambulismo ideal; no son conscientes del movimiento que ejecutan; están a tal punto absortas en el ensueño que parecen transportadas a otros mundos (Praz 1999: 518).  

Siempre haciendo referencia a su aparente inconsciencia, el modo de moverse es descrito como el paso entre dos precipicios, pie tras pie, tratando de mantener el equilibrio, o como su huida de unas bocas que, en el aire, tratan de besarla. Cuando callan los «burcelines», ella sale de su trance y despierta. Entonces Herodes le hace la consabida promesa: «¡Salomé! ¡Salomé! Te daré lo que quieras!», ante lo que Herodías sugiere la cabeza del Bautista. Salomé, que en principio quiere a Juan para «vestirlo como un rey, sentarlo sobre un trono», finalmente acaba sucumbiendo ante las sugerencias que Herodías le hace:

 

«Pede a sua cabeça,

Se uma glória quer’s ter como ainda ninguém teve,

Embora a sua morte agora te entristeça,

Essa frágil tristeza há-de passar em breve...

O calor dos festins dissipará teus prantos,

A saudade é um fugaz aroma de violetas!

E o mundo saberá, filha, que os teus encantos

Fazem rolar no chão cabeças de profetas!

Essa morte dará um par de assas radiantes

Ao teu nome; andarás em pompas de vitória!

Se quer’s que a tua glória exceda as mais brilhantes,

Rega com sangue quente as raízes da glória!»

(Castro 1987: 157)

 

De modo más o menos implícito, la sermocinación de la esposa del tetrarca se erige en una suerte de declaración de principios de la mujer fatal que, en estos versos, no se identifica tanto con Salomé como con Herodías. En Castro, Salomé aparece retratada como una niña maleable que se deja llevar por las promesas inicuas de sus mayores, seducida por los presagios de gloria que formula su madre. Por todo ello se podría sostener que Herodías adopta en el relato versificado una cualidad casi demoníaca, como la serpiente del Paraíso, equiparada por distintas tradiciones a la mujer, siendo el género femenino ejecutor y víctima de su condena[14].

Haciendo referencia a la gloria que anhela, el poeta describe a Salomé como «perfil de moneda» con «ojos de amatista», añadiendo al cromatismo ya referido una muy decadente nota violeta. Un esclavo trayendo un gran plato de oro y una espada anuncian el desenlace de la historia narrada, final anticipado además, como ya hemos visto, a través de la historia de la muerte del león.

La Salomé de Eugénio de Castro constituye un ejemplo magistral de interpretación orientalista y decadente; su gran complejidad estructural y estética hace del poema un ejemplo inmejorable de reescritura del arquetipo maligno. El primer y el tercer episodio comparten una visión dulce e inocente de Salomé, una adolescente cuya belleza apacigua la violencia de los leones reales (los animales enjaulados) y el león simbólico (Juan), y cuya capacidad de seducción y encanto es subrayada a través de una delicadeza cromática notable. La concepción de una naturaleza edénica e inocente donde la belleza es perfecta y armónica, vincula estas dos secciones con la estética prerrafaelita, que en aquella época aparecía ya como un movimiento firmemente consolidado gracias a la obra de autores como Dante Gabriel Rossetti, Edward Burne-Jones o John William Waterhouse. La limpidez de los colores, la transparencia de las formas y lo equilibrado del cromatismo se corresponden en cierto modo con un vocabulario que hace continuas referencias a colores nítidos, tenues suavidades y contrastes casi cristalinos —los peces en el estanque, los pavos reales, las joyas—, y a un paisaje perfecto y suntuosamente bucólico. También hay en estas estrofas de Castro destacadas notas orientalistas —el manto chino de Salomé, los ibis, la flor de loto—, cuya sensibilidad se nos antoja cercana a la de la pintura académica de tema exótico (Sir Lawrence Alma Tadema, Jean-Léon Gérôme, Henri Débat-Ponsan), que aplica una concepción estética similar a temas procedentes de la Antigüedad y los países de Oriente.

No resulta descabellado sospechar que las secciones primera y tercera conforman un sutil contraste con los otros fragmentos de la obra. En las partes pares del poema se hace patente la dualidad del personaje de Salomé, que adquiere matices más tenebrosos, cargados de perversidad. Dicha dualidad se plasma también en una estética más cercana al refinamiento decadentista en el que Gustave Moreau fue gran maestro: fusión de estilos arquitectónicos, presencia constante de una atmósfera cargada, embriagadora y confusa, turbia sensualidad, profusión de suntuosidad.

La concepción estructural y, en muchas ocasiones, el lenguaje empleado —principalmente  los discursos en estilo directo— remiten  a una concepción del texto poético cercana a la narrativa o, incluso, a la literatura dramática. Las descripciones de preciosismo parnasiano, la elección de una temática decadente y el intenso cromatismo, lo aproximan además al ejercicio literario de la écfrasis, ofreciendo interesantes puntos de contacto con la pintura de la época, especialmente con las aludidas escuelas orientalista y prerrafaelita. En cierto sentido, el mayor talento atribuible a Castro a la hora de componer esta obra radica, probablemente, en su maestría al asumir los distintos códigos estéticos en función del carácter dual de la protagonista y la estructura ambivalente adoptada. Se podría aplicar a la naturaleza íntima del texto el calificativo de polifónico, ya que actualiza las voces contrastadas de los distintos personajes al tiempo que culmina una notable armonización de fuentes, al modo de una imitación ecléctica de signo áureo. En ese su quehacer, Castro manifestará un intenso poder de evocación y llevará a término una recreación de la historia neotestamentaria, donde brillan innovaciones de radiante originalidad y sobresalen los tres rasgos que más le caracterizan: «el Culto a la Forma, la serenidad y la saudade» (Burgos 1921: 43). Probablemente por tales motivos, su Salomé fue gratamente acogida por el entero Modernismo hispanoamericano, y, por ello también urge la recuperación para el actual lector ibérico (hispánico y también luso) del corpus textual de uno de las plumas más deslumbrantes del fin de siècle europeo.

 

EL DÍPTICO DE HENRI CAZALIS

 

Bajo el seudónimo de Jean Lahor, el poeta francés Henri Cazalis publicó en 1888 su poemario L’illusion, que todavía hoy sigue siendo su obra más conocida y valorada. Próximo a la escuela parnasiana, Cazalis desarrolló un gran interés por las tradiciones y religiones orientales, interés que plasmó en poemas, cuentos y ensayos sobre arte simbolista y prerrafaelita. El primer libro de L’illusion, «Chants  de l’amour et de la mort», incluye un díptico de sonetos titulado «Salomé». Como los cuadros de Moreau, estos poemas recrean el tema de la danza de Salomé ante Herodes y la «aparición» de la cabeza de San Juan Bautista, aunque en el segundo caso Cazalis desarrolla una visión no sobrenatural del hecho:

 

                                                       I

 

Salomé, la danseuse, est pâle de désir;

Elle, le beau serpent d’amour, la fleur sauvage,

la veille, elle entendit lui cracher un outrage

cet ascète, qui hait la chair et le plaisir.

Or elle apprend qu’Hérode enfin l’a fait saisir;

Dans la nuit de ses yeux rit un éclair d’orage:

en hâte elle se pare, et farde son visage,

et se rend au palais où le saint va venir.

Saint Jean est amené dans la salle de fête;

L’extase de la mort illumine sa tête;

Le bourreau près du trône est allé se placer;

Et, demi-nue, aux sons des tambours et des harpes,

voluptueusement entr’ouvrant ses écharpes,

la couleuvre se lève et commence à danser.

 

                                                        II

 

La Bête triomphante a cru vaincre l’Esprit,

le sang du Précurseur a jailli sous l’épée;

et, sinueuse, autour de la tête coupée,

lente, Salomé danse et froidement sourit.

Le sang teinte ses pieds d’ivoire et les fleurit...

À l’aube, elle reçut la tête envelopée,

et sortit du palais, soudain préocupée

par les grands yeux du mort dont la paix la surprit.

Depuis lors, sa chair lasse et jamais assouvie

fut prise d’un dégoût étrange de sa vie,

et son âme étouffait de rêves inconnus;

Et toujours, et toujours, elle voyait la tête,

et, pleins de paix, ces yeux, ces grands yeux de l’ascète,

qui jadis dédaigna les fleurs de ses seins nus.

 

Salomé se presenta, en primer lugar, como una «danseuse» (‘bailarina’) que acude al palacio de Herodes con el único fin de conseguir la decapitación de san Juan. Los trazos que la representan no son los de una adolescente manipulable, sino los de una mujer cruel y vengativa. Se describe como «pâle de désir» (‘pálida de deseo’). La palidez es un rasgo frecuente en la iconografía de la femme fatale; aquí, esta palidez está provocada por la pulsión carnal. Salomé es una mujer con una sexualidad desbordada, a la que se define como «fleur sauvage» y «beau serpent d’amour». La identificación entre mujer y serpiente, que arranca desde la figura bíblica de Lilith, es una constante en la literatura finisecular. Baudelaire, en Las flores del mal, escribe sobre «Le serpent qui danse» (‘la sierpe que danza’). El mismo ofidio como símbolo del mal o simplemente como referencia a creencias ancestrales también está presente en los cuadros de Moreau, o en la famosa imagen de El pecado, de Franz Von Stuck. Aquí, además, la imagen vendrá dada, al final del poema, por el movimiento sinuoso de Salomé al bailar, en el verso «La couleuvre se lève et commence à danser». Es, de nuevo, una sierpe pálida y fría.

Pálida de deseo de venganza por el insulto del Profeta, Salomé tiene ojos negros en los que brillan destellos tempestuosos y crueles. En el primer soneto, «en la noche de sus ojos ríe un relámpago de tormenta» (v. 6), se ven  estos elementos: la noche evoca la oscuridad y el mal, la risa es muestra de crueldad y el destello añade matices casi satánicos. Su crueldad hace que se vista, se maquille y se «adorne» con prisa para acudir al palacio donde se encuentra preso san Juan. El vestuario —que imaginamos espléndido, deslumbrante— y el maquillaje aparecen como herramientas empleadas por Salomé para lograr un objetivo deliberado. Una vez en el palacio, Salomé ejecuta su danza ante el verdugo (ya preparado), san Juan y Herodes. Se trata de una imagen de enorme erotismo: Salomé está «medio desnuda» y, al son de los tambores y las harpas —única referencia sonora del poema— empieza a bailar entreabriendo sus velos. Aquí Cazalis se hace eco de la tradición que atribuye a la hija de Herodías la danza de los siete velos, durante la cual la bailarina va despojándose sucesivamente de los finos cendales hasta quedar desnuda. En el momento en el que empieza a bailar, termina el poema.

En el segundo soneto, la analogía pictórica es menos clara, y supone una interpretación más libre del tema. Llevando a cabo una elipsis narrativa  correspondiente a la decapitación del Precursor, comienza con san Juan Bautista ya muerto, y Salomé bailando todavía, ahora alrededor de la cabeza, ejecutando un extraño ritual de crueldad con un movimiento que sigue recordando a la serpiente (sinuosa), aunque con mayor lentitud, evocando también el vuelo circular de los buitres sobre su presa, y con una sonrisa fría que muestra de nuevo su falta de piedad. Al contraste entre la palidez de su semblante y la oscuridad nocturna de sus ojos se une ahora un tercer elemento cromático, el rojo de la sangre que «tiñe y florece sus pies de marfil», en una imagen parnasiana que deja ver el gusto por la ornamentación y los materiales preciosos. La violenta combinación de estos tres colores (blanco, negro y rojo) es la misma que empleará Wilde en su Salomé, y son las únicas referencias cromáticas que menciona Cazalis en estos poemas.

Cuando, al amanecer, Salomé recoge la cabeza que le había sido prometida, se ve sorprendida y desconcertada por la paz de los ojos del muerto. La imagen de sus grandes ojos de asceta —imagen que Cazalis toma de Moreau, en cuya representación el Bautista mira fijamente a una Salomé espantada— se queda grabada en su mente y se convierte para ella en una obsesión que le provoca «un étrange dégoût de la vie», «un extraño hastío [o asco] a la vida». La aparición sobrenatural del espectro de san Juan imaginada por Moreau se ha convertido aquí en un remordimiento que martirizará hasta la muerte a una mujer hasta entonces «insaciable».

Concluye el poema con una revelación: san Juan «antaño desdeñó las flores de sus senos desnudos». El rechazo erótico de san Juan hacia Salomé, tema posteriormente retomado por Wilde, convierte estas escenas en la narración de una tragedia sentimental en que Salomé pide la decapitación de san Juan por no verse correspondida.

Por todo ello, la descripción de san Juan ha de conformar un retrato opuesto y antagónico a la sensualidad desbordada de Salomé. Se lo define como un «asceta que odia la carne y el placer», un hombre que «escupe» ultrajes, un santo «iluminado por el éxtasis de la muerte» —anticipando, quizás, el modo en que Moreau lo representa en el ya citado La aparición, con una aureola de luz—, un místico que paga con su vida el capricho, o el amor, de la bailarina judía. Cazalis convierte esta escena en una parábola del triunfo del espíritu sobre las míseras pulsiones de la carne.

A la hora de valorar el díptico de Cazalis, a pesar de su tradicional adscripción al Parnasianismo, nos encontramos ante unos poemas con un marcado carácter narrativo y alejados del mero estatismo descriptivo. La analogía con Moreau se produce principalmente en el modo en que están caracterizados los personajes y en algunas descripciones puntuales, como el momento de la danza o los pies pálidos de Salomé manchados por la sangre del Bautista. Adopta Cazalis, también, la estructura bimembre de los cuadros de Gustave Moreau, así como la explicación que aporta sobre la historia en ellos referida. No tiene tanto protagonismo, sin embargo, el exotismo lujurioso y onírico de la pintura. Carecemos de referencias a la arquitectura ni a demás elementos de los cuadros. De modo afín, en ese proceso de esencialización, el rico cromatismo presente en las pinturas se reduce aquí a una combinación plenamente simbolista de negro, rojo y blanco. El empleo del blanco y el negro parece, en cierto modo, anticipar el bello contraste de los dibujos de Beardsley. Henri Cazalis centra su interés en el carácter trágico y psicológico de una historia de amor y muerte con una sensibilidad de regusto simbolista y decadente.

Por otro lado, es necesario señalar la importancia que adquiere el soneto como forma poética asociada a la écfrasis. El Parnasianismo, fiel a las formas clásicas, potenció el empleo de esta suerte de micro-género por su concisión y rotundidad[15]. Por todo ello, no es extraño que sea ésta la forma escogida por Cazalis —y no sólo por él, como ahora se verá— para sus poemas de tema pictórico.

 

 

CON UNA VISIÓN HISPÁNICA: JULIÁN DEL CASAL

 

En 1892, un año antes de su temprana muerte, el cubano Julián del Casal publicó en La Habana su segundo poemario, Nieve (cfr. Casal 1892; hay edición moderna: Casal 1982). El volumen reunía poemas ya publicados en la Prensa, principalmente en La Habana Elegante, y los agrupaba según criterios temáticos y estilísticos. La sección que ahora reclama nuestro interés es la titulada «Mi museo ideal (Diez cuadros de Gustavo Moreau)», donde el joven poeta ejecutó diez sonetos inspirados en otros tantos cuadros de Moreau.

La fascinación del jovencísimo Casal, que se sabía enfermo y, además, atrapado en una isla que él consideraba un «desierto», por el ya consagrado y anciano Moreau, cristalizó en una correspondencia que, si bien no muy cuantiosa, ofrece algunos datos curiosos, como la contrariedad del cubano por la repetida negativa del parisino a remitirle un retrato que le permitiera conocer su aspecto, ya que Casal creía muy improbable la posibilidad de un encuentro personal. Entre los proyectos de Casal también estuvo un viaje frustrado a París para escribir una monografía sobre Moreau. A pesar de que nunca vio los lienzos originales, Casal tuvo acceso a reproducciones fotográficas en blanco y negro de los mismos. Como ha demostrado la crítica, es muy probable que el primer contacto de Casal con estos cuadros fuese a través de la lectura de À rebours, y que la redacción del primero de los poemas, el dedicado a Salomé, se llevara a cabo sin haber visto ninguna imagen del cuadro. El resto del «Museo» habría sido escrito a partir de las citadas reproducciones, algunas de las cuales Casal no supo identificar correctamente, ya que no incluían título ninguno. (Las cartas que Julián del Casal escribió a Moreau fueron editadas y comentadas por Glickman [1972-1973], en un interesante artículo en el que figuran estos y otros detalles de la relación entre ambos.)

Después de un poema introductorio —complementario a los endecasílabos de «Sueño de Gloria. Apoteosis de Gustavo Moreau», que sirve como colofón a la sección—, da comienzo una galería en la que, siguiendo el modelo que diez años después adoptaría Antonio de Zayas en sus Retratos antiguos, cada poema recrea el tema y el contenido de un cuadro. Son composiciones de carácter básicamente ecfrástico que justifican plenamente la adscripción de Casal y, especialmente, de Nieve, a la estética parnasiana, que el poeta conocía de primera mano gracias a la lectura de José María de Hérédia y Catulle Mendès.

En un lugar de honor, abriendo esta galería se encuentra el díptico ecfrástico formado por «Salomé» y «La aparición», que trata las dos obras más conocidas y valoradas de Moreau:

 

                                                Salomé

 

En el palacio hebreo, donde el suave

humo fragante por el sol deshecho,

sube a perderse en el calado techo

o se dilata en la anchurosa nave,

está el Tetrarca de mirada grave,

barba canosa y extenuado pecho,

sobre el trono, hierático y derecho,

como adormido por canciones de ave.

Delante de él, con veste de brocado

estrellada de ardiente pedrería,

al dulce son del bandolín sonoro,

Salomé baila y, en la diestra alzado,

muestra siempre, radiante de alegría,

un loto blanco de pistilos de oro.

 

El sentido de la descriptio poética se traza aquí de arriba abajo y del fondo hacia el frente. Los dos primeros cuartetos contienen una descripción de las bóvedas y arcos entre los que la luz del sol se funde con el humo de los sahumerios e incensarios. Confluyen aquí el empleo de tecnicismos arquitectónicos («calado techo», «anchurosas naves») con el evocador predominio de un espacio inundado de pesados aromas orientales («suave humo fragante»). El segundo cuarteto aparece dedicado a la figura de Herodes («el Tetrarca»), cuya caracterización se lleva a cabo a partir de tres atributos principales: la «mirada grave», la «canosa barba» y el «extenuado pecho». Esto, unido a su actitud («sobre el trono, hierático y derecho / como adormido por canciones de ave»), contribuye a una sensación de inmovilidad y rigidez que lo convierten en una figura casi pétrea[16]. Del mismo modo, en la Salomé de Moreau, los personajes del fondo —Herodes, Herodías, los músicos, el verdugo— carecen de movimiento, y su simetría y pesadez los integran en un entorno escultórico y arcaico en el que adoptan los colores y las formas del edificio, convirtiéndose en estatuas. Tan sólo la figura joven, sensual y luminosa de Salomé introduce movimiento y vida en esta escena aletargada.

Aparentemente ajena a la tragedia que ella misma desencadenará, Salomé baila «radiante de alegría». Se pinta verbalmente su vestido de brocado y pedrería, que —en imagen típicamente parnasiana— está constelado de gemas ardientes («estrellada de ardiente pedrería»), contraponiendo además la frialdad de la piedra con la calidez de su brillo. El cromatismo de la escena lo completa la flor que Salomé siempre lleva en la mano en las representaciones de Moreau: un loto blanco. Acerca del significado de esta flor, ajena a la tradición bíblica, se preguntaba Des Esseintes en À rebours:

 

Des Esseintes cherchait le sens de cet emblème. Avait-il cette signification phallique que lui prêtent les cultes primordiaux de l’Inde; annonçait-il au vieil Hérode, une oblation de virginité, un échange de sang, une plaie impure sollicitée, offerte sous la condition expresse d'un meurtre; ou représentait-il l’allégorie de la fécondité, le mythe hindou de la vie, une existence tenue entre des doigts de femme, arrachée, foulée par des mains palpitantes d'homme qu’une démence envahit, qu’une crise de la chair égare? (Huysmans 1924: 57).

 

La descripción se completa con un verso referente al sonido («al dulce son del bandolín sonoro») de musicalidad modernista y barroquizante, que incorpora en la escena a la intérprete que, sentada en una esquina, toca un instrumento que Moreau introdujo anacrónicamente en la pintura —se trata de la figura de una música india— y que Casal nombra a través de un instrumento también mucho más moderno e inexistente en la época del Nuevo Testamento, pero habitual en el décor de la literatura orientalista finisecular.

El segundo soneto, el dedicado a la grandiosa acuarela La aparición, posee mayor plasticidad, cromatismo y movimiento:

 

La aparición

 

Nube fragante y cálida tamiza

el fulgor del palacio de granito,

ónix, pórfido y nácar. Infinito

deleite invade a Herodes. La rojiza

espada fulgurante inmoviliza

hierático el verdugo, y hondo grito

arroja Salomé frente al maldito

espectro que sus miembros paraliza.

Despójase del traje de brocado

y, quedando vestida en un momento,

de oro y perlas, zafiros y rubíes,

huye del Precursor decapitado

que esparce en el marmóreo pavimento

lluvia de sangre en gotas carmesíes.

 

Nuevamente el orden de la descripción se lleva a cabo comenzando por el entorno arquitectónico. El palacio ahora se describe a través de sus materiales y colores: además de granito, está hecho de ónix (negro), pórfido (púrpura) y nácar (blanco irisado). El brillo de estos colores se encuentra, sin embargo, tamizado por el humo del incienso, descrito como «nube fragante y cálida». Es en este ambiente cargado y embriagador tan frecuente en las recreaciones orientalistas finiseculares donde se produce la terrible escena narrada, en la que hay tres personajes con actitudes opuestas. Herodes, tras la danza de Salomé, se describe como invadido de deleite. El verdugo, tras la decapitación del Bautista, está inmóvil —en los dos cuadros de Moreau su actitud es exactamente la misma— y Salomé, que contempla con un gesto de terror la cabeza de san Juan que la mira fijamente desde las alturas. Que sea ella el único personaje que parece ver el espectro es un rasgo que adopta Casal y del que parten también Cazalis o Huysmans para convertir esta escena no en una aparición sobrenatural sino en un símbolo del castigo espiritual de Salomé.

Salomé, ante esta visión, se desnuda y queda cubierta sólo por las joyas que Casal nos describe detalladamente: oro, perlas, zafiros y rubíes (oro, blanco, azul y rojo son los colores predominantes en esta obra pictórica). La imagen de Salomé desnuda y enjoyada corresponde ya plenamente a la imagen que se establecerá en esta época y en la que conviven el lujo y la lujuria como elementos de una iconografía que debe mucho al Orientalismo y a la evocación de fastuosas épocas pasadas. Salomé huye, saliendo del poema, en el que sólo permanece la cabeza del Bautista que, en una nueva imagen de magnificencia, «esparce en el marmóreo pavimento / lluvia de sangre en gotas carmesíes». Vemos nuevamente el contraste entre el mármol frío y la violencia de la sangre, que adquiere una consistencia casi de piedra preciosa.

Al entrar en la valoración del díptico casaliano, ante todo se ha de subrayar que en ambos sonetos se trasluce el influjo del célebre capítulo quinto de À rebours. Los elementos destacados por Huysmans en la contemplación de Des Esseintes corresponden a muchos de los incluidos en estos poemas. El inmenso talento de Casal se muestra en la construcción de unos versos concisos y bellos, donde a la delicadeza descriptiva propia de la estética parnasiana se une una lengua poética en la que predomina lo sensorial. Desde el plano sintáctico, cabe apuntar cómo los sonetos están construidos a partir de pocas frases —dos en «Salomé», tres en «La aparición»— que adquieren una musicalidad plenamente moderna a través de una rica adjetivación, con alta frecuencia de epítetos, y por medio del hipérbaton. Casal evoca, como Moreau, una figura trágica situada en un contexto remoto, vago y suntuoso a la que dota de un carácter regio y casi fantástico. El exquisito lírico cubano, que apenas salió de La Habana —tan sólo un viaje frustrado a París que finamente se limitó a algunas semanas en Madrid—, asumió y plasmó en estos textos todo el legado libresco del Orientalismo y de las nuevas bogas estéticas europeas.

 

 

UNA APOTEOSIS MACABRA: ALBERT SAMAIN

 

Entre la publicación de los dos poemas de Albert Samain que ahora comentaremos median sólo siete años de diferencia: Au jardin de l’infante fue impreso en 1893 y Le chariot d’or, en 1900 (he manejado las ediciones de Samain 1924a y 1924b). Sin embargo, el espíritu de ambas composiciones resulta muy similar, ya que se enmarca en la trayectoria uniforme de un poeta al que la crítica ha atribuido formas parnasianas, fuerte influencia romántica e ideas verlainianas, ultra decadentes:

 

Como los románticos, Samain se lamenta de haber encontrado la vida inferior a lo que esperaba y, como ellos, se consuela de sus ilusiones desvanecidas abandonándose a lo romancesco, al exotismo, al espejismo de los cuentos de hadas o de los paisajes de Oriente (Barré 1911: 249).

 

Junto a conexiones literarias obvias, Samain extrae gran parte de sus temas y motivos de la pintura, manifestando predilección por los artistas manieristas, por el estilo rococó y simbolista. Watteau, Boucher y, por supuesto, Gustave Moreau le proporcionan material suficiente para sus ensoñaciones, y contribuyen a la formación de un mundo propio «de otoño, de crepúsculo y de mórbida languidez». Muestra de ello es el poema que vamos a comentar a continuación. Se trata del soneto «Hérode», perteneciente a su libro Le chariot d’or, y cuya inspiración es más que evidente: se trata de una nueva écfrasis del cuadro Salomé de Moreau. En efecto, como puede deducirse en una lectura epidérmica del poema, nos hallamos ante una composición de gran cromatismo y suntuosidad, donde destacan el vocabulario descriptivo así como una recreación estética admirable:

 

                                                      Hérode

 

Mortelle à voir, avec ses yeux diamantins

aux pourpres d’un couchant cruel, sous les portiques,

Hérodiade, au lente vertige des cantiques,

ondule, monotone, en roulis serpentins.

Les colliers ruisselants bruissent, argentins  

dans l’air ivre, gorgé d’encens asiatiques.

Sa robe a des éclairs de gemme frénetiques;

et voici s’écarter ses voiles clandestins.

Et le roi sent frissons d’or en ses chairs funèbres,

la vipére Luxure enlacer ses vertèbres;

et, tendant ses vieux bras de métaux oppressés

d’une bouche repue, incurablement triste,

pendant qu’à terre gît le chef de Jean-Baptiste,

il boit le sang qui brûle au bout des seins dressés,

Et l’irritante odeur des grands yeux révulsés.

 

Según la bipartición clásica de esta forma poética, los dos primeros cuartetos aparecen consagrados a la figura de Salomé (en el poema bajo la advocación de Herodías, esposa del Tetrarca, cuya fusión nominal con la joven princesa es constante en la época). Desde el arranque mismo del texto se percibe un aire maligno: en el primer verso se afirma que verla es mortal, un detalle que de manera sutil remite lejanamente a la figura de la Medusa o la Gorgona, arquetipos fundamentales en el Romanticismo y símbolos de la belleza fatal y sublime, no en vano denominada medusea por Praz (1999). La descripción comienza con su mirada casi sobrenatural, con los ojos que son «diamantinos con púrpuras de un poniente cruel». Color decadente y regio por excelencia, asume aquí valores simbólicos el uso del púrpura. A continuación se habla de su danza, del movimiento casi hipnótico: «con el lento vértigo de los cánticos, ondula, monótona, en vaivenes serpentinos». Nuevamente, la referencia a la serpiente lo enlaza con el arquetipo ya mencionado con motivo del poema de Cazalis. Además, en este caso, la reiteración de palabras que evocan la sinuosidad lo imbrican indirectamente con aquella tradición pictórica manierista basada en la espiral y la ondulación. Resulta necesario evidenciar cómo la referencia a la sierpe enlaza el perfil de esta Salomé-Herodías con el arquetipo de la hermosura maligna evocada en el poema de Cazalis.

El segundo cuarteto prosigue con la descripción del aspecto de Salomé: sus collares se desparraman provocando un rumor argentino. El vestido es resplandeciente, cuajado de piedras preciosas y, como ya se vio en el soneto cazaliano, se despoja de sus cendales evocando, nuevamente, la danza de los siete velos. Cabría destacar aquí el protagonismo que cobran las joyas y el vestuario en las obras de Moreau. Vestir a Salomé siempre ha sido un reto y un ejercicio de imaginación para los creadores que han decidido plasmar su perverso atractivo. Muestra de ello es, por supuesto, el propio Gustave Moreau, que escribió acerca de este tema:

 

Me veo obligado a inventarlo todo. No quiero servirme, bajo ningún pretexto, de la trapería griega clásica. En primer lugar, elaboro en mi pensamiento el carácter que quiero darle a mi figura y, a continuación, la visto con arreglo a esa primera idea dominante. En Salomé, quería conseguir una figura de sibila y de encantadora religiosa de carácter misterioso. Por eso concebí el traje como un relicario (citado en VV. AA. 2006: 15).

 

Relicario, joyería legendaria o vestuario casi teatral, la labor de Moreau en este terreno alcanzó cotas de notable originalidad. Para el caso de sus variaciones en torno a la princesa hebrea, tal búsqueda llegaría a su cumbre en la obra titulada Salomé bailando ante Herodes, también conocida como Salomé tatuada, donde el cuerpo desnudo de la bailarina se muestra recubierto de dibujos que construyen sobre el lienzo una mezcla iconográfica fascinante, cuyas formas eclécticas y cuidadosamente delineadas se superponen a la corporeidad del cuadro.

En la descripción de Herodías, Samain ha introducido también palabras destinadas a evocar la atmósfera asfixiante por causa de los «inciensos asiáticos», lo que, unido al «lento vértigo de los cánticos», produce un entorno embriagador y casi ritual característico también de la cultura orientalista de la época. La única referencia espacial es la de los pórticos (v. 2), que evoca igualmente la arquitectura abovedada de los cuadros de Moreau.

Frente a la imagen de plenitud y sensualidad de Herodías, Herodes es la viva imagen de la decadencia. Aparece como un hombre de «carnes fúnebres» en las que sólo despierta «temblores de oro» la víbora de la Lujuria —se recurre nuevamente a la imagen de la serpiente, impregnada de connotaciones fálicas—, enlazándose en sus vértebras, en una audaz imagen que convierte a Herodes en una figura de una rigidez e inmovilidad casi arquitectónicos. Las joyas que lleva, en lugar de brillar y agitarse como en el cuerpo de Herodías, oprimen sus viejos brazos. En el cuadro de Moreau también hallamos ese contraste entre un Herodes enormemente hierático y anciano, normalmente en la oscuridad, frente a la blancura, juventud y esplendor de Salomé / Herodías, que baila para él. La última estrofa presenta una imagen ciertamente mórbida: la boca «saciada y triste» de Herodes bebiendo «la sangre que arde al final de los altos senos» de la bailarina. El último verso, el estrambote del soneto, introduce una nota aún más inquietante: el irritante olor de los grandes ojos encendidos. ¿Se refiere a Herodías o, por el contrario, a los ojos del Bautista, que siempre son descritos como grandes y profundos? La nota final crea una extraña sensación discordante que roza los efectos de la sinestesia.

En definitiva, se trata de un poema de gran plasticidad, en el que destaca la elección de un vocabulario destinado a exaltar las notas de la pompa y la magnificencia, según el décor ligado al fastuoso lujo oriental: diamante, púrpura, collares argentinos, gemas frenéticas, oro o metales.

Este lienzo poético no fue la única evocación de este pasaje bíblico por parte de Samain. En otros textos de lirismo más sentimental, fundamentalmente dedicados a la lamentación del hastío, el ennui finisecular, Albert Samain compara su estado de ánimo al de Herodes. Por ejemplo, en su primer poemario, Au jardin de l’infante, habla de tardes en las que «mi alma arrastra consigo todo el hastío de un viejo Herodes». La figura del rey judío se convierte así en un símbolo de la decadencia y el desencanto ante el que sólo quedan efímeros placeres sensuales cuyo precio, como en el caso de la danza de Salomé, es demasiado alto.

 

 

LA FUSIÓN ONOMÁSTICA: LAS HERODÍAS DE JEAN LORRAIN

 

Dandy, esteta y provocador, Jean Lorrain fue uno de los escritores más notables del Simbolismo y, además, uno nexo esencial entre distintos artistas del fin de siècle francés. Su fascinación por la obra de Gustave Moreau constituye, con seguridad, uno de los factores más decisivos a la hora de iniciar su carrera poética. Fue de hecho un jovencísimo Jean Lorrain quien, en 1882, siendo un poeta aún muy poco conocido, se dirigió al número 14 de la rue de la Rochefoucauld —taller y residencia del pintor— para expresarle su admiración y hacerle llegar algunos poemas inspirados en sus obras[17]. Esta tradición, inaugurada —como ya indiqué— por José María de Heredia en 1869, propició una abundante literatura ecfrástica al que pertenecen los poemas que vamos a comentar. Lorrain fue, desde sus inicios literarios, un inspirado poeta parnasiano, pero su polémica personalidad —era conocido por sus corrosivas crónicas sociales en la Prensa, cuyo sarcasmo le llevó hasta a un duelo del que su reputación salió gravemente perjudicada, llegando incluso a disculparse ante Moreau para no ver peligrar su amistad— y el gran éxito obtenido por su narrativa (notablemente Monsieur de Phocas) ha proyectado una larga sombra sobre su obra poética, un silencio editorial y crítico que dura hasta nuestros días.

El poema que vamos a comentar fue publicado en 1897 por Lorrain en su libro L’ombre ardente. Este volumen es el último poemario que dio a la imprenta, y en su mayoría responde a los presupuestos de la École de Rome, con abundantes descripciones pictóricas. Muestra también un enorme interés por la evocación de personajes históricos o míticos, principalmente de tipo exótico. Es en la confluencia de estas dos tensiones —el preciosismo descriptivo y la legendaria sensualidad oriental— donde podemos encuadrar el soneto número dieciséis de la primera parte de L’ombre ardente. Como resultado de la confusión ya mencionada, lleva por título «Herodías», y está dedicado a Gustave Flaubert, con seguridad a causa de su relato del mismo título, que ya he mencionado y que figura en Trois contes:

 

                                                

                                                          XVI - hérodias

                                                      Pour Gustave Flaubert

 

Reine des temps maudits, lys damné d’Israël,

Juive aux instincts de louve, ensorceleuse d’hommes,

Fleur de luxure éclose au coeur des vieilles Romes,

J’adore ton front bas et lâchement cruel.

La révolte du crime et la haine du ciel

vivent dans tes yeux clairs et ta bouche qui saigne

et, debout dans la pourpre errante qui te baigne,

tu souris au trépas des mornes Ezéchiel.

Ta royale infamie est ton nimbe; et l’artiste,

dans ta haine englobant le prophète âpre et triste

qui blasphème ta gloire, ô femme d’Antipas,

evoquera toujours la froide Hérodias

faisant en lourds rubis sur le plat d’améthyste

luire, poindre et perler le sang de Jean-Baptiste.

 

«Hérodias» es un canto de fascinación hacia una mujer que encarna el mal y la seducción. El primer cuarteto incluye diversas alusiones a la mujer de Herodes Antipas. La primera de ellas, «Reina de los tiempos malditos», se refiere a Herodías como a una reina perteneciente a una época lejana, remota y ancestral. También se nos presenta como una mujer instintiva y depredadora («judía con instintos de loba») y como una «hechicera de hombres». Subyace aquí la idea de la mujer como hechicera, seductora y causante de la perdición de los hombres. Esta tradición, presente ya en los textos bíblicos o en la Circe de la Odisea, se convierte en el Romanticismo en uno de los puntos esenciales para la construcción de la figura de la femme fatale. Salomé o Herodías puede verse como una hechicera que emplea el baile como modo de embrujar a Herodes y obligarle a hacer el mal. El tercer verso, «flor de lujuria nacida en el corazón de viejas Romas», recupera la imagen de la flor como algo seductor y agreste, bello y nacido como una pulsión sensual. La alusión a las «viejas Romas» se inserta de nuevo en el revival fantástico de las viejas eras promovido por el fin de siglo. Así, la antigüedad se ofrece como espejo de una época de perversiones gratas y magníficas, según lo instituye una galería de personajes de renombrada lujuria (Marco Antonio, Cleopatra, Calígula, Mesalina, Heliogábalo…).

La descripción física nos presenta, esta vez, a una Herodías de ojos claros, boca sangrante y vestida en púrpura errante, adjetivo frecuentemente asociado al judaísmo. Herodías sonríe ante la muerte, es cruel y, por ello, despierta la adoración y fascinación del muy decadente yo lírico. La evocación del cuadro de Moreau está presente, sobre todo, en la mención de la cabeza de san Juan Bautista goteando sangre que se decanta en un plato de amatista, formando «pesados rubíes». Nuevamente el rojo, el púrpura, el violeta, introducen en el poema un cromatismo en el que lo majestuoso y lo sangriento se unen para conformar una figura regia, violenta y enormemente seductora.

También en L’ombre ardente, en la sección «L’ombre bleue», Jean Lorrain publica un poema, «Hérodiade», en que vuelve a evocar la figura de Herodías, pero su representación no tiene nada que ver con el modelo recreado por Moreau, sino que responde a la tradición germánica que recogiera Heinrich Heine en su poema Atta troll, y que muestra a Herodías como integrante de una cacería espectral que en las noches de verano sobrevuela las ciudades alemanas. Como castigo por su crimen, Herodías ha sido condenada al infierno y vuela en una escoba llevando siempre en la mano la cabeza de san Juan Bautista[18].

 

 

EL TRÍPTICO DE SALOMÉ DE FRANCISCO VILLAESPESA

 

El prolífico escritor almeriense Francisco Villaespesa (1877-1936), uno de los primeros poetas españoles en adoptar la nueva estética modernista, no fue ajeno a la fascinación de su época por la belle dame sans merci, figura que en su obra adopta distintos nombres[19].

El 31 de enero de 1909, Villaespesa publicó en el diario madrileño El Liberal un  Tríptico de Salomé[20], mediante el cual disponía narrativamente tres escenas referentes al episodio bíblico de la decapitación del Bautista. En septiembre de 1909, la revista Prometeo publicó en sus páginas el texto íntegro de la obra teatral de Ramón Goy de Silva, Salomé. Poema trágico; en una nota al pie se mencionaba que «Para esta obra el poeta Villaespesa escribió tres sonetos que publicó ya El Liberal» (1909: 86)[21]. Resulta lógico pensar que dichos poemas son los que componen el tríptico que aquí analizamos.

Los tres sonetos están encabezados por el nombre de cada uno de los protagonistas (Herodías, Johanán y Salomé), y la disposición y elección de los motivos y elementos estéticos responde, como ya se ha visto, a la fascinación finisecular por un Oriente fastuoso, remoto e inalcanzable que fue común a una amplia parte de los pintores de inspiración orientalista (cfr. infra, «Apéndice»), pero que halla su expresión más propiamente decadente en las ya citadas obras de Gustave Moreau. También, como se evidenciará en las siguientes líneas, la presencia de Wilde resulta decisiva en esta obra[22].

         

                                                                                Tríptico de Salomé

                                                                                   I

                                                                              Herodías

En tanto que el silencio la voz de un arpa alegra

y el Tetrarca en su trono, con las miradas fijas

en el humo, acaricia la larga barba negra

con sus pálidos dedos fulgentes de sortijas,

tiembla bajo la túnica de púrpura bordada

de esmeraldas y perlas, con lascivo temblor,

la carne de Herodías, ungida y macerada

por las manos más sabias y expertas del Amor.

Sonríe de lujuria en su lúbrico encierro,

mientras liban silencios colmenas de canciones

y serpientes de aromas los pebeteros dan,

porque sueña que arrojan a la jaula de hierro,

donde rugen de hambre sus líbicos leones,

el desnudo y sangriento cadáver de Johanán.

 

A Herodías, la mujer de Herodes, concede Villaespesa una importancia superior a la otorgada al Tetrarca, considerándola, como se verá, la principal responsable del crimen. Sin embargo, el poema comienza con una descripción de Herodes que responde plenamente al esquema consagrado por Moreau: el Tetrarca, sentado en su trono, ignora la música que procede de un «arpa alegre» y se muestra impasible, observando el humo de Palacio, que imaginamos embriagador y acariciando la «larga barba» —signo de distinción y sabiduría, marca permanentemente asociada a los reyes de Israel— con unos «pálidos dedos» —signo de decrepitud— ensortijados. Es una figura típicamente decadente, que evoca remotos ecos de aquel Verlaine hastiado que se autorretrata líricamente como  «l’empire à la fin de la décadence» (1884: 104). Herodes aparece como un espíritu hastiado y abrumado por el tedio y la vaguedad. Frente a esta decrepitud, la figura de Herodías ostenta una mayor sensualidad cuando, en el segundo cuarteto, hace su aparición.

Cubierta tan sólo con una túnica de púrpura bordada de esmeraldas y perlas, es muy revelador el contraste cromático —púrpura, verde, nácar— que introduce el poeta revistiendo la lubricidad de una mujer que se presenta como entregada a la sensualidad: el «lascivo temblor» es una muestra inequívoca de carnalidad y erotismo, que se ve acrecentada por la imagen de su «carne» «ungida» —lo que implica contacto físico— y «macerada» —aquí se introduce un elemento casi olfativo que, además, sugiere una falta de frescura, ergo de juventud— por las «manos más sabias y expertas del Amor». Hay que recordar que, en el relato bíblico, san Juan Bautista es encarcelado porque acusa públicamente a Herodías de incesto, al desposar al hermano de su marido[23]. Los siguientes elementos se engarzan nuevamente en la isotopía sonora («colmenas de canciones») y olfativa, con pebeteros de los que surgen «serpientes de aromas». Conviene señalar la importancia que juega aquí la imagen de la serpiente que, como el demonio bíblico, aturde a esta nueva Eva con perversos deseos, expresados en el último terceto: en una suerte de fantasía sádica, Herodías se recrea en la imagen del cuerpo «desnudo y sangriento» de Johanán devorado por sus «líbicos leones».

La asociación del león con el Bautista responde a la tradición iconográfica que Villaespesa desarrollará en el siguiente soneto, dedicado a la figura del profeta víctima de la crueldad de Herodías/Salomé:

 

                                                                   II

                                                              Johanán

 

Cubre su torso hirsuto sucia piel de camello;

fosforecen los ojo en la negra prisión,

y al levantarse agita su indómito cabello,

cual sacude sus ásperas melenas un león.

Al eco de sus gritos se extinguen las canciones;

se estremece Herodías, en su lecho nupcial;

y al oír, en el desierto, aullar sus maldiciones,

se encoge, temerosa, la sombra del chacal.

Salomé en vano danza. Mientras está danzando

desnuda y sonriente, Él, perdido en sí mismo,

cerradas las pupilas, sólo recuerda cuando

bajo un sauzal, hundido en el Jordán los pies,

con su concha marina las aguas del bautismo

vertió sobre la frente de «El Que Vendrá Después».

 

Frente a la figura embriagadora y profundamente sensual que es Herodías, Johanán es presentado, en un significativo contraste, con los rasgos de un asceta ajeno a los placeres terrenales. Hay toda una serie de elementos que subrayan el desaliño del Bautista: el torso «hirsuto» cubierto con una «sucia piel de camello» y el «indómito cabello» semejante a las «ásperas melenas» de un león. Continúa aquí la ya mencionada asociación de san Juan con el león. Este símbolo pertenece a la iconografía cristiana: el león, asociado al desierto, se relaciona con el Bautista, que en los primeros versículos del Evangelio según san Marcos es descrito viviendo en el desierto. Debido a esto, el león también pasó a representar iconográficamente a san Marcos.

La asociación san Juan-león se repetirá en el segundo cuarteto, en que se describen sus gritos. A raíz de la obra de Wilde, el Bautista aparece como alguien que grita y maldice continuamente desde la mazmorra en que le tiene preso Herodes. Son gritos que acaban con la música («se extinguen las canciones») y hacen que Herodías, en un entorno erótico como es «su lecho nupcial», se estremezca. Los versos 7 y 8 contienen nuevamente referencias a la dicotomía hombre-león: cuando Johanán aúlla en el desierto, el chacal se encoge como ante los rugidos de un león. El Evangelio según San Marcos comienza con las palabras del profeta Isaías, en las que se describe una «voz que clama en el desierto» (1, 3); y la selección villaespesiana del verbo aullar implica un carácter de animal, de bestia, de fiera.

En el primer terceto surge la figura de Salomé, que danza «desnuda y sonriente», pero sólo consigue la indiferencia del Bautista que, al igual que Herodías en el soneto anterior, se encuentra ausente, abstraído en un recuerdo: el del bautismo de Cristo en el río Jordán. Frente a los elementos de corrupción y embriaguez que dominan el resto del poema, la ensoñación del Bautista presenta rasgos de meditación mística, en la que predomina la isotopía de la pureza, lo acuático y la naturaleza: un sauzal, el río, una concha marina y el agua del río. Si en el resto del Tríptico las referencias pictóricas que maneja Villaespesa corresponden a los presupuestos estéticos finiseculares y orientalistas, esta última escena se imbrica en la tradición visual del bautismo de Cristo, que se remonta a los inicios de la iconografía cristiana, y en la que es muy probable que Villaespesa tuviera en mente obras como El Bautismo de Cristo (h. 1450) de Piero della Francesca, donde están presentes los elementos mencionados (el río, los árboles, la concha marina), y que respira un idéntico ambiente de candidez, pureza y armonía —por otro lado, muy de moda en la época gracias a la recuperación de esta estética por pintores franceses afines a la estética prerrafaelita, como Puvis de Chavannes—, que contrasta con el ambiente cargado y casi narcótico del palacio de Herodes.

En el tercer soneto hay una elipsis temporal respecto al final del anterior poema:

 

                                                                  III

                                                               Salomé

 

Bajo la luz bermeja de las antorchas pasa

danzando, suelta al viento la leonada melena,

y entre las espirales de sus velos de gasa,

transparece el incendio de su carne morena.

Deslumbra de sus joyas el vivo centelleo;

vierten los incensarios perfumes orientales,

y tiemblan al mirarla, y rugen de deseo

los tigres de los Siete Pecados Capitales.

Triunfalmente sonríe, en tanto que el pie avanza,

tejiendo los armónicos encajes de la danza

que riman las ajorcas con su temblor sonoro...

Y sostiene en el arco de sus brazos de artista

sobre la crencha indócil, la bandeja de oro,

donde sangra la trunca cabeza del Bautista.

 

Johanán ya ha sido decapitado y la princesa judía baila sosteniendo sobre su cabeza la bandeja con la cabeza del profeta. A pesar de que, como vimos, la idea del asesinato procede de Herodías, ahora Salomé muestra un comportamiento igualmente cruel.

El primer cuarteto está lleno de elementos que remiten al fuego y a la danza. La isotopía ígnea está presente con las antorchas rojas —un elemento que, además, contribuye a crear una impresión de inframundo, una connotación casi diabólica— y con el «incendio de su carne morena» que, en una hermosa imagen, se ve a través de las gasas de los velos. El vocabulario elegido para describir la danza, especialmente las «espirales de sus velos», indica que Villaespesa entiende, como muchos otros artistas, que es una danza oriental, quizás la de los Siete Velos, la que baila Salomé, pero esta intuición no queda desarrollada más adelante, sino que permanece en el terreno de la sugestión. También la «leonada melena» busca un efecto cromático a través del cual las formas son descritas como reflejos y sombras difusas. Esta imagen de Salomé se puede relacionar con el cuadro ejecutado en 1899 por el pintor español Hermenegildo Anglada-Camarasa sobre el mismo tema. Sobre un fondo oscuro, tan sólo se distingue el torso desnudo e iluminado de una mujer que baila y en la que los movimientos se difuminan formando una continuidad —en este caso, dorada— con el velo que sostiene. Los adornos de su falda son apenas unos destellos esbozados con el pincel, lo que contribuye a aumentar la sensación de movimiento. En esta pintura, Anglada Camarasa ha decidido evitar una excesiva caracterización del personaje para convertirlo en una imagen de erotismo y sensualidad, en que la elección de Salomé no responde tanto a una voluntad descriptiva o historicista como a lo atractivo de dicho pretexto. En el poema, la sensualidad se ve subrayada cuando se habla del temblor —nuevamente como imagen del deseo— y los rugidos de los «tigres de los Siete Pecados Capitales» ante la danza.

Uno de los rasgos más significativos que Villaespesa atribuye a la hija de Herodías es el de la majestuosidad y el lujo, subrayado por una multiplicidad de elementos (joyas, incensarios, encaje, ajorcas, oro) habituales, como ya hemos señalado, en la literatura orientalista. A medida que transcurre el poema, la caracterización se hace más completa y detallada. La descripción de una Salomé enjoyada y sonriente, en el primer terceto, mientras avanza un pie, nos sitúa de nuevo en la iconografía de las obras de Moreau. El sonido de las ajorcas, que acompaña la música de la danza, descrita como una serie de «armónicos encajes», es un caso también significativo de musicalidad propia de la poesía modernista. En el último terceto, descubrimos la razón de su misteriosa sonrisa: lleva en una bandeja de oro —no de plata, como la wildeana— la cabeza sangrante del Bautista. Concluye así el poema, subrayando el esquema cromático oro/fuego que está presente desde el principio, y que se condensa en la imagen del fuego, también central, y uno de los elementos más originales de esta obra.

Este Tríptico de Salomé de Francisco Villaespesa, si bien no presenta demasiadas novedades en cuanto a la concepción del tema, cuyo desarrollo no difiere demasiado de muchas otras obras de la época, manifiesta un delicado empleo del cromatismo y, en cierto modo, un sentido pictórico a la hora de plasmarlo en estos poemas. Son sonetos de marcado carácter visual cuyo horizonte estético se debate entre la enjoyada escritura parnasiana y una recreación en lo cruel y lo erótico de gusto plenamente decadente. El escenario responde al interés finisecular por Oriente que, como en este caso, no es un lugar concreto ni una época determinada, sino un espacio indefinido en que las pasiones, el deseo, la crueldad y la embriaguez adquieren dimensiones casi míticas. Es ésta la visión que desarrolló Gustave Moreau y, a través de sus obras y de su innegable difusión a partir de su inclusión en el gabinete personal del Des Esseintes de À rebours, se convertirá en un motivo recurrente en la literatura de la época, como hemos visto en las obras ecfrásticas analizadas. Villaespesa se hace eco de esta boga estética pero no renuncia a proporcionarle una mayor profundidad a través de una escritura que busca también lo sensorial y lo instintivo, al modo de Anglada-Camarasa, que experimenta en su Salomé con las técnicas impresionistas, actualizando y revitalizando el tema de la ambición de Herodías y el fatal papel de la danza de Salomé.

 

 

A MODO DE CONCLUSIÓN

        

El examen de un conjunto significativo de textos finiseculares consagrados a la sangrienta historia de Salomé permite identificar un núcleo importante de rasgos que se ligan de forma íntima al desarrollo orientalizante de esta materia. Difícilmente conviene aislar dicho desarrollo, como ha quedado acaso demostrado, de una serie de intertextos pictóricos, cuyo más claro exponente resulta (cuanto menos para los casos analizados) la obra del pintor francés Gustave Moreau. Por ello, se impone la  conveniencia de articular un discurso crítico que atienda a las fuentes plásticas del momento, con el objetivo de enriquecer y completar el análisis literario. Esta perspectiva arroja una luz original y pertinente sobre estas piezas, principalmente mediante su identificación como ejercicios vinculados a los conceptos afines de transposition d’art, bildgedicht o écfrasis, asimilables todos ellos a la descripción literaria de una obra de arte visual.

Por otro lado, creemos necesario subrayar la importancia que asume la forma lírica adoptada por dichas composiciones. En ese sentido, la elección del soneto se revela como el cauce expresivo más adecuado para la transposition d’art ­—muy en la línea de la poética parnasiana—, según muestra la predilección de los escritores finiseculares por este tipo de composición.

Como cabía esperar, dentro del corpus textual analizado queda patente el poderoso reclamo de una pieza clave de la dramaturgia decadentista, la Salomé de Wilde, cuya atmósfera sensual y oprimente ocasionó las soberbias ilustraciones de Beardsley y la adaptación operística de Strauss, y dejó una huella imborrable en las posteriores recreaciones poéticas, como se ha puesto de relieve en las páginas precedentes. Todos los textos analizados posteriores a la obra wildeana evidencian, de un modo u otro, una significativa influencia de esa Salomé.

Junto al ya aludido referente plástico de Moreau, resulta imprescindible constatar aquí las conexiones de buena parte del décor de estos poemas con el ambiente ultrarrefinado, sensual y mórbido de los cuadros orientalistas del Ochocientos. Como hemos señalado, el sentido de lo exótico en sus dos vertientes (espacial y temporal, tal como revelara Gautier) es una dirección estética constante en estos autores. El siniestro episodio de la danza de Salomé, con su carácter remoto y su dimensión sensual, constituyó un núcleo temático idóneo para la composición de estas variaciones literarias. Frente a este material, los poetas estudiados ejercitaron libremente su imaginación ornamental, esteticista y exotista. Tampoco descuidaron la dimensión moral y simbólica que la recreación de la hija de Herodías les brindaba. A este respecto, debemos señalar la omnipresencia de dos imágenes obsesivas en estos poemas de amor y muerte: la Sierpe y la Flor. La tentación, la pulsión carnal o la proyección fálica se proyectan en la imagen de la serpiente danzante. Por su parte, la flor adquiere en estos versos significados poliédricos, en los que destacan las alusiones a la virginidad y la pureza perdida de la bailarina adolescente. Entre ambas vertientes oscila Salomé, coronada en las letras finiseculares como la más terrible, cruel y fascinante de las mujeres fatales.


 

APÉNDICE:

ILUSTRACIONES ORIGINALES EXTRAÍDAS DE LA PRENSA DE LA ÉPOCA

 

En la Prensa española de inicios del siglo XX hay numerosas reproducciones de obras pictóricas clásicas y contemporáneas protagonizadas por Salomé, así como abundantes creaciones gráficas originales y concebidas específicamente para su aparición en Prensa. En este apéndice incluyo varias ilustraciones que aquí se recuperan por primera vez desde su publicación inicial: la ya citada ilustración de Vivanco para la obra de Castro, la muy estilizada Salomé de Federico Ribas, una ilustración de Muro para un poema de Francisco Villaespesa, una imagen de Moya del Pino que acompañaba una obra de Emilio Carrere, y una curiosa recreación publicitaria de Isidoro Guinea para Heno de Pravia, que muestra hasta qué punto la imagen de la hija de Herodías llegó a ser habitual en el imaginario español de principios de siglo[24].

 

 

 

Ilustración de Vivanco publicada de manera conjunta con la traducción del poema Salomé, de Eugénio de Castro (Por esos Mundos, 204 [1912], p. 36).


 

 

 

 

Ilustración de Moya del Pino para el poema de Emilio Carrere La muerte de Salomé (La Esfera, 20-II-1915, p. 7).


 

 

 

Ilustración publicitaria de Isidoro Guinea para Heno de Pravia (La Esfera, 21-X-1916, p. 1).


 

Salomé de Federico Ribas (La Esfera, 10-VIII-1918, p. 3).


 

 

 

 Ilustración de Muro para el poema Salomé moderna, de Emilio Carrere (La Esfera, 12-III-1927, p. 17).


 

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OBRAS PICTÓRICAS

 

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g. moreau (1876), Salomé, Armand Hammer Museum of Art and Culture Center (Los Ángeles).

g. moreau (1876), L’apparition, Musée du Louvre (París).

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j. w. waterhouse (1903), Echo and Narcissus, Walker Art Gallery (Liverpool).

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NOTAS

[1] Como ejemplo de esa clave temática podemos citar el poema «Mi Phriné» incluido en El mal poema de Manuel Machado. Sobre dicho libro ha arrojado nueva luz el reciente ensayo de Alarcón Sierra (2008), en especial, pp. 122-128.

[2] Entre los estudios dedicados al motivo de la femme fatale en la cultura finisecular abundan los asedios de enfoque sociológico o historiográfico. Aunque nuestra intención aquí es muy otra, resulta obligada la consulta de tres célebres monografías: Bornay (1990), Dijkstra (1994) y la más reciente de Menon (2006), centrada en las representaciones de la Prensa popular y la publicidad de la época. Por otro lado, actualmente desarrollo, bajo la dirección del Dr. Ponce Cárdenas, una exhaustiva investigación sobre la materia como parte de mi tesis doctoral, Arquetipos de la crueldad femenina en la pintura y la literatura de entresiglos (1870-1930).

[3] Baste pensar en una monografía tan reciente como la de Marchal (2005), cuya selección se limita al espacio francófono y a los cuatro nombres más distinguidos del mismo.

[4] La pintura orientalista y sus motivos son el tema de una amplia bibliografía de la que destacamos los libros de Lemaire (2000), Davies (2005), Dizy Caso (1997) y Thornton (1983 y 1993).

[5] Bucknell (1993) lleva a cabo un interesante análisis de la simbología y de las implicaciones ecfrásticas de la relación entre el Nuevo Testamento, Moreau y Huysmans.

[6] Uno de los análisis más completos y detallados acerca de esta écfrasis y del resto de textos que Huysmans dedicó a Moreau se encuentra en Praz (1999), quien analiza también las interrelaciones entre este texto y Salammbó de Flaubert.

[7] Título de una de las monografías divulgativas sobre Gustave Moreau (Lacambre 2007).

[8] El poema fue publicado en Castro (1896). Para este trabajo hemos manejado la edición contenida en Castro (1987). También hemos tenido en cuenta la traducción de Francisco Villaespesa en la todavía única edición española, con prólogo de Rubén Darío (Castro 1914).

[9] Morão (1999) ha estudiado las conexiones entre Flaubert y Castro, establecido la indecisión de este último entre lo lírico y lo narrativo, y analizado el desarrollo que el poeta portugués hace de la psicología de Salomé.

[10] Las evocaciones pictóricas orientalistas de la escena son obvias. Como ejemplo de esta temática en el ámbito hispánico, podemos citar la acuarela Después de la danza, del madrileño Mariano Baquero (1838-1890), que muestra a una bailarina tendida sobre alfombras y cojines con una pandereta en la mano.

[11] Resuenan en la alusión al «navío» ecos difusos del poema «Le Beau Navire», que Baudelaire incluyó en la primera parte de Les fleurs du mal: «Quand tu vas balayant l’air de ta jupe large, / tu fais l’effet d’un beau vaisseau qui prend le large, / chargé de toile, et va roulant / suivant un rhytme doux, et paresseux, et lent».

[12] Para la admiración que el polemista americano sentía por el pintor barroco, puede verse el volumen coordinado por Spencer (1991); el retrato, en p. 159.

[13] Incluido en la colección de relatos breves A House of Pomegranates (manejo la edición de Wilde 1989: 234-247).

[14] Bornay (1990: 25-30) cita como ejemplo de esta identificación, entre muchas otras, las imágenes de Les très riches heures du duc de Berry, en las que la serpiente que ofrece el fruto prohibido a Eva tiene tronco y cabeza de mujer, obedeciendo a las tradiciones que sitúan a la diablesa Lilith (mujer creada igual a Adán y desterrada al inframundo tras rebelarse contra la sumisión que le ha sido impuesta) como impulsora del pecado original.

[15] Una aportación capital sobre la consolidación y la estética de este movimiento poético ofrece Mortelette (2005).

[16] Al leer esta descripción es inevitable recordar el conocido poema LXXVII de «Spleen et idéal», de Les fleurs du mal de Baudelaire, que comienza con el verso «Je suis comme le roi d’un pays pluvieux».

[17] La relación entre el joven Lorrain y un ya anciano Moreau está excelentemente documentada en el interesantísimo prefacio de Rapetti al volumen de Correspondance et poémes de Lorrain y Moreau (1998), que además reúne los distintos poemas que, a lo largo de su relación epistolar, Jean Lorrain escribió y remitió al autor de las obras que los habían inspirado. Lorrain presentó a Moreau a Huysmans, autor de À rebours y que había escrito sus apasionados análisis acerca de Salomé y L’apparition sin conocer personalmente a su autor.

[18] Esta tradición iconográfica fue documentada y estudiada por Kloss (1908), quien establece el origen de esta leyenda en la mitología teutona y en la literatura popular medieval.

[19] Fueron varias las recreaciones de Salomé en el ámbito hispánico; como muestra de ello, resulta muy ilustrativo el artículo de Zamora Calvo (1998). También es obligado remitir al estudio de este motivo en Valle-Inclán y Castelao que lleva a cabo Bonilla Cerezo (2003).

[20] El tríptico apareció en El Liberal con el antetítulo «Poemas inéditos». Como indica Rodríguez Fonseca (1997) al reproducir dicho tríptico, posteriormente fue incluido en un volumen antológico de Villaespesa (1928).

[21] Resulta oportuno señalar la fuerte influencia de Wilde apreciable en la pieza teatral de Goy de Silva. De hecho, dicha obra aparece dedicada a Ricardo Baeza, a través de cuya traducción Goy de Silva probablemente leyó a Wilde y a Castro. El poeta portugués fue otro de los incluidos en las dedicatorias de una edición posterior de dicha obra (Goy de Silva 1913). Por tanto, podemos afirmar que la pieza dramática de Wilde pudo influir en el tríptico del almeriense tanto de manera directa como a través de la muy wildiana obra de Goy de Silva.

[22] La obra de Wilde ejerció una importante influencia sobre los modernistas españoles. Como muestra de ello, resulta fundamental la investigación de Rodríguez Fonseca (1997). También es enormemente interesante la lectura del texto que Gómez Carrillo (1999) dedicó al genial irlandés, donde además plasma su testimonio del proceso creativo de Salomé por parte de Wilde. Es necesario reseñar, por último, la reciente monografía de Constán (2009), con una minuciosa investigación de la influencia que la vida y la obra de Wilde ejerció sobre la literatura española anterior a la Guerra Civil. Merece especial atención el estudio que hace de las distintas traducciones y de su relevancia, en especial el epígrafe dedicado a Ricardo Baeza que, como señalé, también tradujo la Salomé de Eugénio de Castro.

[23] Es éste el elemento también presente también en la obra de Wilde (1992: 31), cuando Iokanaán acusa a Herodías de haberse entregado al «capitán de los asirios» y a los «jóvenes de Egipto».

[24] Agradezco a la Biblioteca Nacional de España el permiso concedido, con fecha 10-2-2010, para reproducir aquí estas ilustraciones.