Creación literaria y colación en tiempo y tema

para una poesía atlántica. El caso de los poetas

Pérez de Ayala, Tomás Morales y Alonso Quesada

 

José Rienda

(jrienda@ugr.es)

universidad de granada

 

 

Resumen

Lectura temática y funcional de los poetas Ramón Pérez de Ayala, Tomás Morales y Alonso Quesada. La inadecuación del ropaje poético para explicitar el valor ideológico en el caso de Pérez de Ayala, y el peculiar ejercicio modernista en el caso de los poetas canarios, posicionan la tematología literaria del mar en un proceso de esencialización simbólica distante ya del carácter anárquico y rebelde del Romanticismo.

 

Abstract

We conducted a thematic reading of the poets Ramón Pérez de Ayala, Tomás Morales and Alonso Quesada from the sea theme. We discovered that poetry is not suitable for the expression of the ideology with the literary symbol of the sea. The literature of the sea is now far from having the value of the romantic symbol of freedom and rebellion.

 

Palabras clave

Ramón Pérez de Ayala

Tomás Morales

Alonso Quesada

Tematología

Poesía del mar

 

 

 

 

  

 

 

Key words

Ramón Pérez de Ayala

Tomás Morales

Alonso Quesada

Thematology

Poetry of the sea

 

 

AnMal Electrónica 29 (2010)

ISSN 1697-4239

 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

La literatura, esto es, los discursos que la constituyen, encierra en sí misma una forma de conocimiento del mundo en tanto que es memoria histórica del mismo, dados su vía de expresión —la escritura (cfr. Lledó 2000)— y el soporte en el que permanece[1]. Ciertamente la literatura es una forma de conocimiento; es posible conocer el mundo a través de la literatura:

 

Porque en definitiva lo que aquí importa no es sólo lo que la literatura pueda decir de ella misma explícitamente, sino el hecho de que exista una «literatura del saber», un saber que [...] impone efectuar el reconocimiento de su radical identidad: la literatura es una forma de conocimiento (Chicharro 1987: 51).

 

Ese es su valor y, sin embargo, el valor de la obra literaria, su significado, no puede ser considerado en esencia, sino en acto (Iser 1987)[2], esto es, en acto de otorgación por parte de quien en ella lee. Ese forzar el texto implícito al acto de leer como proceso de adecuación para y desde el lector, es el que justifica en el estudio de la literatura la necesidad de acotar, de segmentar los textos desde su conjunto como requisito previo de disponibilidad del valor en acto de los mismos. Tal segmentación, realizada tradicionalmente en el doble sentido vertical y horizontal en relación al eje cronológico del discurrir histórico, ha posibilitado transformar en historiable un corpus tan amplio y diverso como el literario.

En ese juego de segmentaciones es donde se ubica nuestra propuesta: una lectura temática de la literatura. Se trata de añadir al corpus literario nuevos trazos paralelos que se sumarán a las coordenadas cronológicas preestablecidas, trazos definidos por los temas sobre los que se estructuran los textos. Y se ha dado nombre al estudio teórico de tales pretensiones de segmentación temática: la tematología, disciplina dependiente o englobada en el amplio campo teórico que abarca la Literatura Comparada.

No está en nuestros propósitos abundar en el marco de la teoría de la literatura desde esta parcela de la tematología, sobre todo en unos momentos en los que los estudios temáticos se han resentido de los requerimientos abusivos que soportan desde la estilística y, además, se han convertido en instrumentos de desarrollo para la hermenéutica[3]. De otra parte, a pesar de esa posibilidad de acudir a la teoría de la literatura como arma para la defensa y justificación de nuestro trabajo, no podemos eludir, sin embargo, la aceptación de los desequilibrios que encierran los estudios temáticos, esto es, los riesgos de la tematología: nos referimos, por un lado, al inevitable lugar común en los contenidos, pues se trata de ofrecer una lectura sesgada de un texto y un autor no sólo bien conocidos por todos, sino bien estudiados también; por otro lado, nos referimos del mismo modo a las exclusiones inevitables de autores y obras que engrosan cualquier acotación tematológica. Por tanto y por ahora, nos queda tan sólo permanecer atentos al juego en absoluto inocente de decir lo dicho:

 

La crítica actual más aparentemente progresista —desde el estructuralismo a la semiótica, desde el sicoanálisis a la lingüística del texto— suele con razón hablar de la inutilidad de la glosa, de la paráfrasis o del comentario de textos. [...] Y sin embargo las cosas son más complicadas. Esa crítica actual lleva razón, sí, sólo que ignora la ideología que la habita. Esta ideología: la creencia en la poesía como verdad directa y literal, verdad que todos pueden entender porque en el fondo la poesía no hace más que hablar del alma humana y el alma humana es igual para todos. Esto es: la poesía como transparencia directa de sí misma, la escritura como verdad más o menos velada de esa última verdad de fondo: el espíritu humano [...]. No voy a explicar aquí por qué, en el fondo, empapada de tal ideología, la crítica actual supuestamente más científica no glosa ni comenta el texto, sino que pretende hacerlo «científico»: lo descompone en sus elementos, construye modelos casi matemáticos de su estructura, etc. Pero el planteamiento de fondo no varía: el poema dice lo que dice [...] y por tanto sobra toda explicación que no sea extraer sus elementos, materializarlos, hacerlos científicos, en una palabra: reconstrucción en abstracto de lo que ya está dicho en concreto en el texto. La única diferencia sería esta: la abstracción del lenguaje crítico —o científico— y la concreción del lenguaje poético. En el fondo, pues, los mismos perros con distintos collares: la crítica actual que critica al comentario, a la glosa, etc. —y con razón— como mera retórica inútil, no se separa un ápice sin embargo de la misma ideología de fondo que subyace en el comentario o en la glosa: esto es, la ideología de la poesía como escritura transparente en sí misma, presencia directa de sí misma [...]. Porque la poesía no es transparente ni directa. Ni siquiera dice nada que no sean huellas, rastros, distorsiones, contradicciones, etc. No las huellas o las contradicciones de la psicología o el alma de un autor, sino las contradicciones y las huellas de una ideología, de un inconsciente colectivo —que el autor vive, naturalmente, pero que también vivimos nosotros—. Por tanto he aquí el único valor real de la crítica [...]: contribuir al conocimiento objetivo de un texto, de su funcionamiento ideológico a la vez consciente e inconsciente (J. C. Rodríguez, en Gallego Roca 1990: 55-58).

 

Igualmente, hacemos nuestras las palabras que siguen:

 

No hace muchos días oír decir a un notable escritor norteamericano al iniciar una conferencia sobre el Quijote precisamente, cómo es útil muchas veces el regreso al lugar común, a lo muy conocido de un autor o una obra literaria que, por serlo tanto, olvidamos o hasta casi despreciamos en el deseo, muy legítimo desde luego, de trabajar en aspectos nuevos o menos trillados (Florit 1957: 17).

 

Ramón Pérez de Ayala, Tomás Morales, Alonso Quesada, todos ellos nacidos en un lapso de cinco años, entre 1881 y 1886, nos ofrecen igualmente próximos en el tiempo tres poemarios que propician la collatio temática y funcional que pretendemos como método de lectura según las líneas atrás expresadas. Se trata de sus necesarios poemas del mar: El sendero innumerable (1916), Las Rosas de Hércules (1919) y El lino de los sueños (1915), respectivamente. Este conjunto poético delimita perfectamente un referente atlántico, que, en nuestra literatura, cierra un siglo y abre otro a la vez, adquiriendo la relevancia de un enclave finisecular imprescindible para cualquier periplo literario en torno a la poesía próxima en temática y tiempo. En efecto, el transitar por estos versos nos valdrá para reconocer la intencionalidad de sus autores en la condicionada —en tanto que pasada por el filtro del reflejo (Abrams 1975)[4]— veracidad de las imágenes que nos devuelve el mar como espejo literario de la realidad social.

 

 

EL SENDERO INNUMERABLE DE PÉREZ DE AYALA

 

Aproximación simbólica

 

Este primer lienzo que nos ocupa forma parte de un proyecto literario más amplio de Ramón Pérez de Ayala, según su idea de dedicar un libro a cada uno de los cuatro elementos:

 

Cuando publiqué El sendero innumerable, lo acompañé con un pequeño colofón explicativo, en que, poco más o menos, se decía: “La paz del sendero es un poema de adolescencia. El sendero innumerable es un poema de juventud. Aquél es un poema de la tierra. Éste un poema del mar. Me faltan otros dos poemas: el del fuego y el del aire; el de la madurez y el de la senectud. Si Dios me consiente en vivirlos y escribirlos. Poesía es lo elemental. Lo demás que se suele llamar poesía no es sino anécdota y episodio”. El sendero andante va de uno a otro de aquellos dos senderos; el poema del río, que une la tierra al mar (Pérez de Ayala 1942: 15).

 

Resulta obvio que, además de la referencia a los planes creativos de Pérez de Ayala, también encontramos en estas líneas un primer argumento para establecer el valor simbólico del mar otorgado por nuestro autor: juventud, exploración, aventura, posicionamiento ante el mundo que, sin embargo, no alcanza aún la capacidad del acrisolamiento y depuración de la madurez. Para ello, la correlación simbólica con el mar se establece desde la seducción amparada en un «vaivén lascivo y el canto de sus ambiguas sirenas»; esto es, el arrebato impulsivo de un ideario más idealista que teórico:

 

El cosmos tiene sus cuatro elementos. El año y la vida del hombre tienen sus cuatro estaciones y sus cuatro edades. La adolescencia es edad de nutrición y crecimiento sobre el suelo nativo, como del árbol por sus raíces; lleva consigo flor, aroma, gorjeo. La juventud es edad de exploración y aventura, a que nos seduce el mar con su vaivén lascivo y el canto de sus ambiguas sirenas. La madurez es edad de acrisolamiento y depuración, cuando el fuego de la vida vibra más comprimido, bravo y tenaz, bajo cuya acción se elimina la escoria y queda el oro limpio; acaso solamente casta ceniza de plata. La senectud es edad de contemplación y serenidad; un adiós estoico en la antesala del último tránsito (Pérez de Ayala 1942: 15).

 

Así, El sendero innumerable ofrece un diálogo mar/tierra en el que se describe al elemento líquido con dos caras distintas. Por un lado, aparece un mar que seduce y engaña con una esperanza siempre eterna, siempre huera dada su imposibilidad de alcance; por otro lado y frente a esto, aparece un mar dinámico y libre ante a la quietud y el orden pertenecientes a la disciplina terral, un mar idealista y, ante todo, vital porque en él está el origen primigenio de la vida y el secreto de la fuerza de la juventud. Es decir, el mar literario de Pérez de Ayala se presenta como un elemento que, si bien no alcanza el carácter de la utopía romántica, sí se convierte en símbolo y referente ideológicos sobre los que ocuparse literariamente, aspectos claramente definibles desde el propio compromiso militante de Ramón Pérez de Ayala. En este sentido hallaremos unos versos que poco a poco van librándose de una máscara en apariencia inocente para ofrecer su verdadero valor intencional a partir de un claro posicionamiento político e ideológico.

 

 

Posicionamiento ideológico y creación literaria

 

Próximos en el tiempo a la elaboración de El sendero innumerable, encontramos los escritos políticos que nuestro autor dedica a la crisis de 1917 (Pérez de Ayala 1967), en los que ya comienzan a delimitarse los fundamentos que le llevarían, a comienzos de los años 30, a mostrar su militancia en defensa de la República. La juventud de Ramón Pérez de Ayala está nutrida de una determinada visión crítica que puede entenderse próxima al igualmente joven de entonces Ortega y Gasset; esto es, Pérez de Ayala construye su discurso crítico —político, dados los temas sobre los que reflexiona— desde la inmediatez de las circunstancias económicas y sociales del momento. Así lo expresa Garagorri en su edición de los Escritos políticos, iniciando su estudio con unos párrafos que propician, de forma intencionada, la confusión de autoría entre ambos intelectuales para declarar más tarde que «no fueron escritos por Pérez de Ayala (1881-1962), sino por Ortega y Gasset (1883-1962), miembro de su misma generación histórica, y contienen la justificación de la labor política de uno y otro» (en Pérez de Ayala 1967: 8):

 

En otros países, acaso sea lícito a los individuos permitirse pasajeras abstracciones de los problemas nacionales: el francés, el inglés, el alemán viven en medio de un ambiente social constituido. Sus patrias no serán sociedades perfectas, pero son sociedades dotadas de todas sus funciones esenciales, servidas por órganos en buen uso. El filósofo alemán puede desentenderse —no digo yo que deba— de los destinos de Germania; su vida de ciudadano se halla plenamente organizada sin necesidad de su intervención. Los impuestos no le apretarán demasiado; la higiene municipal velará por su salud; la Universidad le ofrece un medio casi mecánico de enriquecer sus conocimientos: la biblioteca próxima le proporciona de balde cuantos libros necesite; podrá viajar con poco gasto, y al depositar su voto al tiempo de las elecciones volverá a su despacho sin temor a que se le falsifique la voluntad. ¿Qué impedirá al alemán empujar su propio esquife al mar de las eternas cosas divinas y pasarse veinte años pensando sólo en lo infinito? Entre nosotros el caso es muy diverso: el español que pretenda huir de las preocupaciones nacionales será hecho prisionero de ellas diez veces al día y acabará por comprender que para un hombre nacido entre el Bidasoa y Gibraltar es España el problema primero, plenario y perentorio. Este problema es el de transformar la realidad social y circundante. Al instrumento para producir esa transformación llamamos política. El español necesita, pues, ser antes que nada político (en Pérez de Ayala 1966: 7-8).[5]

 

Insistimos, por tanto, en la idea de que Pérez de Ayala construye su discurso desde la necesidad del compromiso generado por las circunstancias económicas y sociales, históricas en definitiva, lo cual, por otra parte, resulta evidente y manifiesta característica general de esta generación de 1914[6]. En este sentido concluimos, primero, que los historiadores, mayoritariamente, coinciden en señalar 1914 como el año del relevo generacional del 98, amparados en criterios sobre todo intelectuales e históricos (Abellán 1991: 46-65); segundo, los integrantes de la generación de 1914 rehúsan el sistema de la Restauración, critican la precariedad parlamentaria y, a la vez, defienden el regeneracionismo de Costa. Desde el tipificado «España no me gusta» noventayochista, reclaman el derecho a la intervención y participación intelectual en el espacio de lo público (Marichal 1974); tercero, ante la España que estaba «acabando de morir», se alza ahora la generación del 14, «un grupo nacional y todavía extraparlamentario, formado por gentes de oficio conocido y libres apresuramientos» (Ortega y Gasset 1966: 305-306); cuarto, la generación del 14 está integrada, entre otros nombres, por

 

Ortega y Gasset, Azaña, Juan Ramón Jiménez, Eugenio D’Ors, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Madariaga, De los Ríos, Besteiro, Araquistáin, Carande, Zaragüeta, Jiménez de Asúa, Pérez de Ayala, Rey Pastor y Marañón. Muchos escribieron en España, la revista emblemática del grupo, y en El Sol, el gran diario progresista e intelectual de la época. Su vinculación generacional está determinada, como queda dicho, por la guerra de 1914-1918, el gran acontecimiento de su tiempo que actúa como catalizador del grupo y confirma su democratismo radical, su compromiso con la libertad, mientras el neutralismo representa para ellos una claudicación, el resultado de la incapacidad de España, de sus atrasos y miserias (Saiz 1993: 11);

 

y quinto, los integrantes de la generación del 14 siempre vieron en determinados sectores de la sociedad una falta de entendimiento en lo que a su proyecto regeneracionista se refiere: «España la ha respetado y admirado, y hasta ha creído en ella, pero no la ha entendido» (Olariaga 1925).

Con todo, destacamos, por un lado, que se produce entonces un intento cierto, aunque fallido, por parte de la élite intelectual de promover la reforma democrática del sistema político, autárquico, monárquico y militarista, de la España de Alfonso XIII primero y de Primo de Rivera después, lo cual obligó en cierta manera a las denominadas élites a forzar alianzas, frágiles sin duda, con fuerzas de la izquierda, esto es, burguesas, pero también obreras; por otro lado, ante este movimiento se produjo la reacción del poder, consignada en hechos puntuales y a la vez testimoniales como son la suspensión y hostigamiento de publicaciones como España o El Sol, e incluso como La redención de las provincias de Ortega ya en 1928, así como la aparición de la circulación clandestina de Apelación a la República, de Azaña, en 1925; hechos todos ellos que vienen a demostrar que las intenciones de reforma política promovidas desde la generación del 14 no sólo se convirtieron de inmediato en el chivo expiatorio del poder, sino que, además, se situaron en lo que parecía ser su destino inevitable —según ocurriera tras la Guerra Civil, con la persecución y exilio de sus miembros—: la ilegalidad, el fuera de la ley, haciéndose merecedores con ello del honroso calificativo de «generación delincuente»[7].

Será por tanto desde esta perspectiva generacional del 14 desde donde habremos de abordar las propuestas de Pérez de Ayala, pues sin lugar a dudas puede leerse la obra del asturiano casi como un manifiesto que unifica el lugar común entre los integrantes de esa «generación delincuente». Ramón Pérez de Ayala se incorpora a la élite intelectual que denuncia la situación política del país desde la necesidad del compromiso ineludible, pilar sobre el que descansa por ejemplo Política y toros, escrito en 1918 y publicado en 1920[8]. Así, en el prólogo que redacta el autor para la segunda edición del libro (1925), con la ironía que le es propia, Pérez de Ayala lleva sus escritos hasta el día a día de la política española del momento:

 

La presente historia de este libro no se extiende fuera de los límites de un anal: abarca el breve período cronológico de un año, a partir del verano de 1917, en que las Juntas de Defensa militares resolvieron participar (la parte de León) en el debate de soberanía en que andaban empeñados el pueblo español y las oligarquías gobernantes; en esta intervención utilizaron, conforme el propio arbitrio, el monopolio de la fuerza que graciosamente les había sido encomendado a título de mandaderos de la explícita voluntad nacional. De existir en nuestros usos y prácticas la astrología judiciaria, un astrólogo hubiera echado de ver que la fecha de 1917 estaba encinta de otras dos: la de 1921, rota de Annual, y la de 1923, golpe de Estado.

Sin jactancia presumo que en este libro de 1918 se halla la génesis de lo venidero inmediato e inevitable. Un especialista en patología política hubiera podido asimismo formular el diagnóstico y subsiguiente pronóstico del morbo español de 1917. Diagnóstico: orquitis; esto es, una inflamación o hipertrofia de los órganos viriles. (Aludo a la organografía simbólica del Estado y a lo que se supone que incorpora políticamente el órgano de la masculinidad). Pronóstico: esterilidad. Aunque esa apariencia hipérbole de hombredad, llamada orquitis, ocasiona esterilidad incurable (Pérez de Ayala 1967: 15-16).

 

Igual de elocuente se muestra Pérez de Ayala al reflexionar sobre la necesidad de la incorporación activa en la política para la reforma del país. En el prólogo a la primera edición de Política y toros escribe:

 

A muchos de mis lectores les sorprenderá el título de este libro, por lo menos en la primera parte del enunciado. ¿Yo, escribiendo sobre política? Pero ¿acaso soy yo un político, o me preocupan, siquiera, los problemas políticos? Sí, me preocupan, tanto como otro linaje cualquiera de ideas; y no porque me inspiren mayor afición, sino porque, viviendo en España, a cada paso que doy experimento una manera de congoja, de asfixia, que no es sino la ausencia de ideas políticas modernas en el ambiente. A pesar mío, se me impone con frecuencia la necesidad de conceder a la preocupación política la primacía sobre todo otro orden de preocupaciones, lo cual es harto enojoso para mí y harto triste para el país en donde me cupo la desdicha de nacer a deshora.

Si yo viviera en Francia, en Inglaterra, en los Estados Unidos, en suma, en una nación civilizada (en el estricto sentido de nación civil), a buen seguro que, dejando de lado la preocupación política, me dedicaría a una actividad especializada y absorbente: el arte, la ciencia, la industria. Pero en España es imposible la dedicación pura y plena a una actividad preferida, amada. ¿Por qué? Cada español que juzgue por sí.

Es imposible la dedicación pura y plena cuando se carece de libertad de espíritu, cuando la voluntad está cohibida [...]. Ningún español, hoy por hoy, puede henchir la medida de su potencialidad. Porque España no es todavía una nación civilizada. Una nación civilizada es aquella en que está resuelto el problema político y cuyos ciudadanos gozan de libertad de espíritu y robustez de voluntad. Entiendo que está resuelto el problema político cuando está planteado de común acuerdo, aunque las soluciones de él sean diversas, discrepantes. En toda nación civilizada hay un mínimo de ideas políticas comunes a todos los ciudadanos, y luego un margen de disparidad. Ese mínimo de ideas políticas coparticipadas, sin las cuales ni el Estado posee estabilidad ni el individuo libertad, no se echa de ver todavía en España (Pérez de Ayala 1967: 18-20).

 

Queda entonces clara la necesidad de implicación que por parte del autor se requiere respecto a la política. Entonces, si realmente no puede ningún español entregarse a «la dedicación pura y plena de una actividad preferida, amada», ya tenemos establecida una guía sólida sobre la que deslizar la lectura de sus textos literarios. El Pérez de Ayala que encontramos por tanto debe valerse también de la literatura para la lucha política. Si a esto añadimos que no sólo no renuncia al cuidado formal en sus creaciones literarias —solventando así el riesgo siempre presente de lo panfletario—, sino que mantiene además un especial interés por unas determinadas maneras estilísticas[9], obtenemos que la consideración hacia la utilidad de la literatura por parte del autor en su funcionalidad ideológica es absoluta. De hecho, esta certeza es innegable en su obra en prosa, pues se trata de una obra que se asoma al mundo desde una visión culta, irónica:

 

El color, la sonoridad, las referencias pictóricas y escultóricas, lo religioso y lo pagano, tienen en Pérez de Ayala la peculiaridad de insertarse en una visión culta, humanista (con sus vetas de humor e ironía) del mundo y de las cosas, visión que organiza la expresión literaria a través de tres grandes líneas de fuerza perfectamente conjugadas: idealismo, dualidad y contraste (González Calvo 1975: 512).

 

E igualmente ocurre en su obra en verso, a pesar del aparente interés menor que adquiere este género dentro de la producción perezayalina.

La poesía de Pérez de Ayala, tildada a veces de comparsa frente a su interesante obra novelística[10], no responden en principio a un referente material en lo tocante al elemento paisajístico[11]. De hecho, con El sendero innumerable, objeto de nuestro estudio, nos adentramos en una marina posible, pero irreconocible para la geografía, con referentes concretos, pero ciertamente inventada desde la omnipotencia del creador con una determinada idea, con una ideología consecuente que declare abiertamente su verdadero valor intencional.

 

 

Valor intencional

 

El punto de partida de El sendero innumerable es el intento de plasmación de unos «momentos peripatéticos», según anota al margen del poema el propio autor (Pérez de Ayala 1942: 131), que se versifican sobre una estructura estrófica irregular tanto en forma como en contenido, de tal modo que se pasa del amor al trabajo, de las estrellas a los cangrejos o de la metafísica al placer. Sin embargo, este paseo poético por la playa —primera acepción del calificativo peripatético—, acaba con una actitud más propia de Diógenes («Tumbado al sol, siento mi cuerpo / como rudimentario organismo, / como una esponja que se empapa de placer inconsciente, de agua tibia y densa de olvido» [Pérez de Ayala 1942: 134]) que de Aristóteles —peripatético, dos—, encontrándonos ya en estos versos de 1905 un esbozo del mejor retrato perezayalino: «su visión del mundo es irónica, tragicómica, un poco despectiva. Su humor es variable, agridulce, algo maligno. Como escribió Valle-Inclán, con versos que pueden aplicarse muy bien a este cuaderno: “...y sonríe Pérez de Ayala / con su risa entre buena y mala”» (Amorós 1981: 20).

Pero no siempre hallaremos un Pérez de Ayala con la pluma presta al servicio de tal visión irónica del mundo. Es más, páginas atrás dejábamos entrever que con Pérez de Ayala encontraríamos un escritor que en sus creaciones en verso y a pesar de su declarada militancia en lo tocante al compromiso político, ofrecía una cara más reaccionaria que revolucionaria. Desde este mismo punto de vista puede leerse «Doce años ha», poema que reconstruye la realidad autobiográfica desde la perspectiva de cierto catolicismo complaciente («Sentirme obra de Dios, y recién hecho / en cotidiana creación, / y, como alondra, oír, dentro del pecho, / que canta y vuela el corazón. / Tanto como de Dios, ser de mí mismo, / y por mi voluntad / obra sin fin. Las noches, un abismo. / Cada día, una edad» [Pérez de Ayala 1942: 140]), espacio donde la temática del mar no es el mar componente paisajístico principal, sino donde se le relega a un segundo plano en el que se integra junto a todas las obras de la «Creación»:

 

Todo en el orbe está recién creado

en cada amanecer;

la colina y la rosa, el mar y el prado,

por igual, cosa y ser.

 

Que con la nueva gracia matutina

mi vida sin cesar

renazca, como el prado y la colina,

y la rosa y el mar.

 

La motivación poética del mar que podría esperarse, dadas las expectativas creadas desde la evidenciada referencia de los Escritos políticos, no acaba de aparecer. Así, los poemas de la serie «Marinas», continúan la misma línea de descripción del paisaje marino como marco idóneo para la meditación religiosa y el descanso –burgués, se entiende, por razones obvias–. Es más, las anotaciones al margen que glosan el poema «El Alegro» así como los versos mismos, empiezan a configurar una intencionalidad funcional más propia del tradicionalismo religioso que del autor de Política y toros: «El espíritu del hombre ante el mar sereno», «El mar ofrece un camino para cada destino», «...Y el milagro de Jesús», etc. De hecho, a lo largo del poemario se van repitiendo tales anotaciones o advertencias clarificadoras sobre el contenido de los poemas: «El espíritu de soberbia, en una ola de altura», «El espíritu humilde que muere en una ola de la playa», «El mar poseído del espíritu de pereza, con voz apagada», «El mar, animado del espíritu de actividad, con voz industriosa... ».

Esto es lo que se lee en este libro tan pretendidamente marino por parte del autor. Y con tal lectura no se desmiente, al menos en lo tocante a la poesía, al propio Pérez de Ayala en sus palabras a propósito del forzado compromiso con la situación política del país, según hemos tratado en páginas anteriores. Porque a pesar de sus declaraciones de principios, cuando se trata del texto poético Ramón Pérez de Ayala sí se entrega a la creación literaria con una «dedicación pura y plena», de tal suerte que pareciera que la carencia de libertad de espíritu que denuncia o que la cohibición de la voluntad que revela no manchasen la pulcritud a la que supuestamente se debe la construcción poética, sobre todo cuando se tratan de versos escritos al mar.

Es así. El mar como tema literario se constituye aquí en reflejo inequívoco de la sociedad donde se acomoda, pues ejemplifica el conformismo generalizado que Pérez de Ayala, integrante de la generación del 14 —y lo que ello supone, sabemos—, pretende combatir desde su llamada al compromiso social. Sin duda alguna tal conformismo es, por defecto de cualquier significación en otro sentido, el que se esconde entre las líneas de El sendero innumerable. Si acaso, el único resquicio consecuente con los postulados ideológicos defendidos por el autor es el desprendido de un mensaje que, en efecto, se intuye subyacente en muchos versos de este libro; esto es, el establecimiento y defensa de una individualidad que si bien está determinada desde la omnipotencia divina, es libre ante los hombres:

 

Yo elevo mi canto en honor de mí mismo.

Y en honor tuyo, hermano mío.

En honor tuyo, hombre.

En honor de todos los hombres y todas las mujeres.

Porque cada uno de mis átomos son igualmente

átomos vuestros: hombres y mujeres.

 

[...] Y en mi conciencia, la conciencia viva del mar originario y materno.

Y en todas mis fibras, su actividad eterna.

Y en cada gota de mi sangre, su sal.

 

[...] Veo, oigo, huelo, gusto, tiento, canto...

Yo me gozo en mi cuerpo...

¡Oh, cómo te amo, cuerpo mío! ¡Yo creo en ti, cuerpo mío!

¡También creo en ti, alma mía! Y la otra parte de mí mismo no debe rebajarte;

 

ni tú debes rebajar la otra parte de mí mismo.

Porque sé que el espíritu de Dios es padre de mi espíritu.

¡Oh Padre! ¡Oh Padre!

 

[...] Yo elevo mi canto en honor de mi alma heroica,

que pone a mi cuerpo en trance de heroísmo.

El máximo éxtasis con la máxima acción.

Porque amo el vendaval y amo la tormenta de las olas.

[...] Y yo confundido con el mar, nadando con brazo

robusto, sobre la superficie del abismo impenetrable,

como la conciencia en la superficie del corazón.

(Pérez de Ayala 1942: 168-172)

 

Con todo, observamos que aquella simbología inicial del mar que se presentaba como testigo fiel de la juventud del poeta y, por ende, del carácter combativo con el que el propio Ramón Pérez de Ayala define dicha etapa vivencial, no acaba definitivamente de romper sus olas contra la playa, desolada, de la España decadente de principios de siglo, al menos desde el soporte poético.

 

 

LOS POEMAS AZULES DE TOMÁS MORALES Y ALONSO QUESADA

 

Desde aquí, paralelo a este enclave que supone la poesía del mar de Pérez de Ayala, habremos de partir hacia otro que entronca directamente con una construcción poética vinculada ya de forma consciente al Modernismo: Tomás Morales y Alonso Quesada, dos poetas que siempre han andado a la par en los estudios críticos tradicionales. No obstante, quizás sea necesario realizar algunas matizaciones a propósito de ese caminar a la par de estos autores, los cuales, en principio, aparecen ligados no sólo por su paisanaje, sino también por la consideración literaria que, en apariencia, recíprocamente se expresan y comparten. En este sentido, nuestra lectura de Las Rosas de Hércules y El lino de los sueños, poemas azules en tanto que modernistas y del mar, otorgará un sesgo diferenciador a estos poemas azules.

Ofrecemos, como punto de partida, las poéticas de los escritores canarios recogidas en la antología de Gerardo Diego (1991), Poesía española contemporánea, poéticas para nosotros interesantes en tanto que están perfiladas desde la óptica del año 1932, sin duda Edad de Plata (Mainer 1987) de nuestra literatura y porvenir seguro hacia el infinito literario troncado por la sublevación militar contra la II República:

 

Será preciso adivinar, como de otros poetas de esta ANTOLOGÍA, prematuramente muertos, la poética de Tomás Morales, a falta de sus propias palabras. De sus preferencias habla elocuentemente la dedicatoria a Salvador Rueda de sus primeros versos marinos. El poeta de Málaga, que había presentado en verso al nuevo poeta atlántico, aparece aquí en su solio, la roca de una playa dorada.

 

...adonde, coronada de espumas seculares

te lanza como ofrenda este hijo de los mares

la ola de sus estrofas que se rompe a tus pies.

 

Su «Alegoría a Rubén Darío en su última peregrinación» demuestra su profunda adhesión a la obra renovadora del maestro y la emoción de la postrera despedida. Díez-Canedo, en su justo prólogo a Las Rosas de Hércules, alude a otros poetas favoritos o hermanos de la técnica e inspiración. Verdaguer, D’Annunzio, Catulo, Ovidio, Ausonio, Claudiano. Una gran pasión por la noble retórica de arte mayor, una exuberancia magnífica, al lado de otras notas más íntimas y tiernas, y, sobre todo, presente siempre, gran maestro tutelar de evocaciones, resonancias y latitudes, el mar, el dilatado mar «de estas maravillosas Islas Afortunadas» (Diego 1991: 265-266).[12]

 

De Alonso Quesada se nos ofrece en la misma fuente otra aproximación poética:

 

Me he dirigido para averiguarla, así como para los datos biográficos, a sus amigos de Canarias. He aquí lo que me dice amablemente su amigo el poeta Saulo Torón respecto a su formación: «Amigo íntimo de Tomás Morales, a quien quería y admiraba con pasión de hermano, no se dejó influenciar este hondo y complejo poeta por la magnificiencia lírica y orquestal del gran cantor del Atlántico. Su voz fue más recatada y más honda, predominando siempre en sus versos el tono menor, la expresión adecuada a su vida modesta y dolorida». Unamuno, en su prólogo, nos habla de su poesía de a-islamiento: «Estos cantos te vienen, lector, de una isla y de un corazón que es también, a su modo, una isla». Poesía árida, seca, pero ardiente. Y de su frescura de brisa doméstica. Y de la ironía de sus versos ingleses. Una cita de Antonio Machado al frente de su libro nos pone sobre la pista de otra influencia evidente. Su amigo Tomás Morales le supo ver con penetración:

 

Poeta apacentado en las maestras

lecciones de las brisas y las olas;

con un hondo querer de cosas nuestras

y líricas vejeces españolas.

 

Y al par que en los guarismos cotidianos,

pensaste en las estéticas doctrinas:

y así tienen tus versos castellanos

sonoridad de libras esterlinas

(Diego 1991: 307).[13]

 

Precisamos aquí que cualquier referencia al valor funcional del mar como elemento temático en los libros que ahora nos ocupa deberá considerarse desde el prisma del Modernismo que nosotros defendemos y que, además, vincula tales textos con el anterior de Ramón Pérez de Ayala. En este sentido, aclaramos que, para nosotros, cualquier intento de totalización estética sobre y desde la ostentación modernista ha de verse como un arma de doble filo que, bien dirigida por el poeta, sí dejará marca sobre la sociedad que se proyecta en las primeras décadas del siglo XX.

El Modernismo supone, desde nuestro punto de vista, una posibilidad de rebeldía en la que el arte por el arte se convierte en disímil del concepto de utilidad prevaleciente en una sociedad que se organiza en torno a un mercantilismo despótico. En efecto, si el avance de la contemporaneidad europea ofrecía el doble registro de modernización (entendida como adecuación a la civilización burguesa) y modernidad (estética eminentemente), en España será con el Modernismo cuando —es lugar común— tal disociación conformará las propuestas artísticas y, por tanto, ideológicas de lo cultural en estricto y de lo social en general. Obviando aquí el avispero terminológico con el que se ha puesto coto al Modernismo, consideramos la necesidad de revisión de la idea del Modernismo como mera revolución formal o estética para que, desde aquel nada moderno y muy siglo XX de Ortega, se entienda la crisis modernista como una disfunción de la literatura respecto al sistema establecido que la produce, disfunción de la literatura cuyos engranajes, por el mero hecho literario, chirrían díscolamente en el tren del progreso. Bajarse de dicho tren es imposible para los autores, pero la contemplación pasiva del paisaje desde el interior de sus vagones supone para dicha maquinaria el doble lastre de, primero, no hallar en el modernismo literario una contribución útil para el progreso, y, segundo, la aversión, desde la despreocupación por lo inmediato y cercano, a una sociedad que por su parte también menosprecia a quien no se hace partícipe de su juego. La ciudad da la espalda al poeta; por eso el poeta da la espalda a la ciudad. Rubén Darío es el ejemplo, con lo que, desde aquí, el salto respecto a Ramón Pérez de Ayala ya sí resulta notorio[14]. Por su parte, sin embargo, Alonso Quesada y Tomás Morales también sostienen con sus poemas del mar dicha trivialidad no inocente.

Nosotros mantendremos aquí el doble juego de observar como evolución lógica la poesía de los dos poetas canarios frente a Pérez de Ayala, evolución ésta que, como veremos, ha de entenderse como continuidad de una también doble tradición literaria iniciada en el Romanticismo:

 

Según indicó Luis Cernuda[15], y luego han señalado otros críticos, G. A. Bécquer dejó en el prólogo a La Soledad de su amigo Augusto Ferrán una serie de «sugerencias de valor para la comprensión de la poesía española moderna», cuyo ya famoso artículo comienza así: «Hay una poesía magnífica y sonora, etc.», y «hay otra natural, breve, seca, que brota del alma como una chispa eléctrica, que hiere el sentimiento con una palabra y huye, y desnuda de artificio, desembarazada dentro de una forma libre, etc.». La primera es, según el autor de las Rimas, la «poesía de todo el mundo», queriendo decir con ello que está al alcance de todos, pero la segunda «puede llamarse la poesía de los poetas». No cabe duda que en la primera tenemos que colocar la poesía narrativa o elocuente de fin de siglo o del modernismo (Gaspar Núñez de Arce, Rueda, Rubén Darío, Villaespesa, Tomás Morales, etc.), y en la segunda, con la que se intenta definir la poética de los Cantares de Ferrán, hay que situar al propio Bécquer, y a la tendencia simbolista del modernismo o el noventayocho (Martí, Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado y Alonso Quesada) (De la Nuez: 1976: 343-344).

 

En la misma fuente se concluye:

 

Para situar, finalmente, las tendencias de la obra de Quesada entre las de los poetas de ambas orillas —isleñas y peninsulares—, podemos afirmar que las mismas raíces de la poética de lo cotidiano y hogareño, como la estructura y figuras de muchas de sus composiciones, están en Tomás Morales y estarán en Saulo Torón, que son la sencillez y la libertad de la palabra en busca del binomio existencia-realidad, lo mismo que en Unamuno y en Machado. Igualmente, el intimismo desrealizador de lo anecdótico y las acotaciones que marcan las fronteras de dos mundos poéticos están también en Juan Ramón Jiménez (De la Nuez 1976: 383).

 

Lo que a nosotros nos concierne por ahora es que, efectivamente, Alonso Quesada «representa la transición del “modernismo ideológico” (para seguir la expresión de Juan Ramón Jiménez) y el post-modernismo en su encuentro con las literaturas de vanguardia de los años veinte» (Quesada 1980). A esto unimos las palabras de Pedro Salinas sobre Tomás Morales, a quien considera «el último brote espléndido —y tardío— del modernismo español»[16]. Y del mismo modo mantendremos la sugerencia de Rodríguez Padrón sobre el hecho de que Alonso Quesada no pueda ser, de cualquier modo, considerado noventayochista, por mucha admiración (incluso a veces servil) que tribute a Unamuno (cfr. Unamuno y Quesada 1970):

 

No puede ser un noventayochista porque esa actitud cultural, histórica, no existió como tal en las islas. Es un poeta posmodernista, cuya visión del entorno, de lo cotidiano, de lo sencillo provinciano, se carga de una evidente ironía que no excluye nunca el sentido doliente [...]. Es justamente esa “ironía sentimental” una capacidad tan revulsiva como la desbordada imaginación o la apabullante sensualidad de los primeros modernistas (Rodríguez Padrón 1979).

 

Con todo, consideramos por fin que Tomás Morales y Alonso Quesada, dentro de una posible historiación tematológica de la literatura a la que vinculamos la socialización del mar, ejemplifican en sus poemas un tipo específico de conceptuación del Modernismo desde donde sí es posible establecer un modo de evolución en el juego de las segmentaciones requeridas para el estudio de la Literatura como corpus historiable.

 

 

De la funcionalidad ideológica a la futilidad de la esencialización

 

Cierto es que uno de los aspectos que caracterizan la poesía de Tomás Morales es la plasticidad, entendida como «la consecución de una perfecta armonía de formas y colores para situar distintos planos en la misma acción, [lo que] da a sus versos un tono eminentemente descriptivo, decorativo. Reproduce, mediante imágenes, principalmente visuales, todas las sensaciones que impresionan los sentidos» (Suárez 1979: 52), es decir, se trata de una poesía «ante todo descriptiva y ornamental» (Suárez 1979: 53). Sin embargo nos resistimos a ver en ese «ante todo descriptiva» un excluyente del contenido ideológico. Esto es, no compartimos, por ejemplo, la caracterización que Criado de Val realiza de nuestro autor:

 

Con Rubén Darío, además de una gran semejanza en la versificación y en el lenguaje, coincide Morales por su falta de una verdadera formación ideológica. Si unas composiciones parecen descubrir en él una mentalidad determinada, inmediatamente se hallan otras en que la contraria define clara y terminante [...]. Es igual que alabe el agnosticismo religioso, como en «La epístola a un médico», o que, en la «Ofrenda emocionada», haga una síntesis del neo-cristianismo galdosiano [...]. Lo cierto, sin embargo, es que el interés verdadero de su obra no está en las ideas que son —como en la de Rubén— pocas y convencionales sino en su gran capacidad de reproducción. Sabe ver y sabe expresar con realismo lo que ha visto: el ambiente, las líneas y colores; la isla de Gran Canaria; el puerto y la ciudad de Las Palmas y el Atlántico que les rodea, son los grandes puntos a donde él dirige su atención artística (Criado de Val 1944: 71).

 

Del mismo modo, observamos con desconfianza el autobiografismo localista con el que se define la producción poética de Alonso Quesada (Criado de Val 1944: 261) y, sin embargo, sí nos sirve el hecho de que se establezcan distancias entre los dos poetas canarios, lo que posibilitaría llevar a través de ellos ese hilo conductor de la doble tradición literaria referida:

 

El contraste entre la vida y la obra de Alonso Quesada, romántico y enfermizo, obsesionado siempre por la idea de la muerte, con Morales, despreocupado y realista, es equivalente al que existe entre el pasaje fértil de algunas partes de Canarias y el desierto estéril de otras muchas zonas del Archipiélago. Morales es reflejo del primero, mientras Quesada parece no ver más que los arenales que rodean a Las Palmas, abrasados siempre por el Sol. Cada uno de ellos, como no podía ser menos, escoge aquellas influencias que más afinidad tienen con su temperamento. Es natural que Morales siga el camino alegre de Rubén y Quesada la triste visión de la tierra de la «generación del 98» (Criado de Val 1944: 265).

 

Nosotros, intentando perfilar ese espacio entre ambos autores a partir del tratamiento que realizan del mar como tema literario, significamos primero que Tomás Morales, ciertamente, referencia las Islas en sus versos, pero del mismo modo introduce elementos fantásticos, mitológicos, desrealizando en parte un supuesto acto descriptivo para convertirlo en interpretación modernista, siempre desde la distancia en la que nos movemos. De hecho, su Oda al Atlántico, núcleo importante del poemario Las Rosas de Hércules y el título mismo del libro determinan de alguna manera su lectura. Las constantes alusiones al quehacer marinero se turnan con referencias a Tritón, Hércules y la bóveda celeste por ejemplo. Y no se trata tan sólo de escribir con los requerimientos literarios de la, valga la redundancia, moda modernista —ya casi dejados atrás en 1919—, sino de hacerlos propios. Sin duda, Tomás Morales supo conscientemente mantener abierta «la puerta de la jaula al pájaro azul» de Rubén Darío (1998: 117), con la audacia de quien confía tanto o más en lo que se calla como en lo que se dice: si Criado de Val no encuentra en al año 1944 una implicación ideológica utilizable en los poemas de Tomás Morales, es signo inequívoco de que no la hay, teniendo en cuenta la revisión de la producción poética española del primer tercio del siglo XX que se realizó desde la crítica literaria del régimen autoritario. Con ello gana confianza nuestra lectura del mar de Tomás Morales como continuación de la crisis modernista según entendemos y con la importancia que tiene el hecho de que, en palabras de Blecua a propósito de la Oda al Atlántico, «ningún poemario marino de filiación modernista le supera» (1945: 53):

 

¡Recios trabajadores de la mar! ¡Marineros!

¡El Tritón, con su rúbrico caracol, os saluda!

 

Os saluda y alienta por la emprendida senda,

soberbios luchadores de estirpe soberana,

héroes arrojados en singular contienda

sin saber por la noche del día de mañana.

 

Pero será con nuestro otro autor, Alonso Quesada, con quien daremos un paso más en esa línea temática que evoluciona en función de una interiorización y esencialización crecientes según nos distanciamos del Romanticismo a partir de El lino de los sueños:

 

Siguiendo las premisas de G. Bachelard y G. Durand, descubrimos un auténtico «mundo de la ensoñación» en la poesía de Quesada, y encontramos una compleja simbología de los cuatro elementos en El lino de los sueños, simbología que, por otro lado, se halla muy arraigada en la tradición literaria española: Juan Ramón Jiménez, Antonio Machado, Miguel de Unamuno... (Correa, en Quesada 1993: 10).[17]

 

Así, sobre esta cuestión de la definición del libro de Alonso Quesada en un marco temporal o generacional, Correa (en Quesada 1993: 61 y ss.) remite a la consideración de Mainer de que El lino de los sueños es «libro señero en el posmodernismo español»:

 

La poesía de Alonso Quesada presenta [...] asuntos típicos con enfoques atípicos y, lo primero que salta a la vista en la lectura, un aspecto de «sentimentalidad» peculiar frente a la incipiente deshumanización del arte. En ello estriba la dificultad de adscribir a nuestro escritor en una corriente determinada; mucho se ha dicho al respecto. ¿Es El lino de los sueños un ejemplo de posmodernismo?, ¿tiene rasgos cercanos al 98?, ¿cabe hablar de modernismo tardío? La actitud del poeta, pese a sus filiaciones literarias, fue siempre individual, si no independiente [...].

En resumidas cuentas, algo ha quedado meridianamente claro: difícil, muy difícil resulta la adscripción de Alonso Quesada a un determinado movimiento. El lino de los sueños es una obra que evita, por un lado, las directrices estéticas del Modernismo y se aleja, también, de algún que otro rasgo noventayochista (no contraponemos aquí «Modernismo» y «Noventayocho», vieja antítesis hace tiempo superada); comparte, asimismo, los presupuestos esenciales de las poéticas de autores coetáneos, aunque su singular realidad íntima y social impide que podamos etiquetar su poesía. Partiendo, pues, de esta premisa, podremos enfrentarnos a un estudio de la primera obra de Rafael Romero con cierto rigor y sin abandonarnos a espejismos que no hacen sino confundir el objeto de la crítica (Mainer 1987: 196).

 

Recordamos también el hecho de que existía cierta posibilidad de desvincular, según se ha visto, El lino de los sueños del resto de la poesía española —a pesar de aquel «sometimiento casi servil de Alonso Quesada a la estética (y la ética) del 98» (Rodríguez Padrón 1975: 40)— precisamente por el peculiar «atlantismo»[18] del escritor canario. La situación personal de Alonso Quesada se requiere aquí necesariamente:

 

Por lo pronto, estamos ante un hombre esclavizado por un destino solitario, pero solidario para con su tiempo (será preciso hablar de la guerra, del estado de las literaturas —el poeta ahondaría en los autores de otras lenguas con la misma intensidad que lo impulsaba a la búsqueda de sus raíces..., de la sociedad canaria de estos años cargados de acontecimientos). Afirma F. González Díaz que «el destino ha hecho de Tomás Morales un galeno nostálgico, ha condenado a Rafael Romero [Alonso Quesada] en la oficina de una casa bancaria y ha confinado a Saulo a una caseta del muelle»; con ello, el crítico no hace sino reflejar la inevitable realidad insular a la que se vieron sujetos todos y cada uno de los poetas canarios (Correa, en Quesada 1993: 17-18).

 

El carácter de poeta insatisfecho por causa de su profesión y la situación un tanto difícil de su hogar marcarán los años de redacción de El lino de los sueños:

 

Es obvio, pues, y debemos evitar el intrincado terreno de la biografía superficial, en gran medida falaz, que Alonso Quesada era un hombre insatisfecho [...]; trabajaba en un lugar para él especialmente molesto donde «hago unas sumas y unas reducciones; / y así me consideran y me pagan...». Y si la vida profesional está ampliamente reflejada en la poesía quesadiana —ahí están «Los ingleses de la colonia» o «New-Year Happy Christmas» para refrendarlo—, no le va a la zaga el entorno familiar, de cuya «frescura de brisa doméstica» se hace eco Miguel de Unamuno en el prólogo del libro. Así, encontramos, nada más abrir éste: «¡Bendita la pobreza de mi casa! / Hoy la comida ha sido más humilde...».

[...] Lo que no ofrece discusión es que todos estos poemas adoptan un tono nostálgico y sentimental que, a diferencia de otras muchas poéticas de la época, en nuestro escritor resulta natural, sincero. No hay lugar para ficciones en esta poesía: el artista crea y recrea su universo mediante el artificio de la forma, el color o el lenguaje (Correa, en Quesada 1993: 17-18).

 

Y será con ese carácter de «sinceridad» —explicitamos intencionadamente las comillas— con el que leeremos el mar que crea y recrea Alonso Quesada en sus versos, el cual, amén de poco llamativo desde un punto de vista cuantitativo a pesar de lo que se pueda presuponer antes de la lectura del libro, es un mar que, sobre todo, ofrece la posibilidad del juego simbólico con el que otros elementos de su poesía adquieren importancia —la soledad, el cementerio, la rosa, la casa, el nido, la madre, el pájaro, la luna (Quesada 1993: 171-214)—: el mar, el agua, es, «desde la más antigua tradición, el principio y el fin de todas las cosas» (Quesada 1993: 209), esto es, el origen de la vida, el nacimiento, pero también la muerte y, sobre todo, el recuerdo de la muerte:

 

Existe un rasgo distintivo que el propio Bachelard descubre en la poética «acuática» de Edgar A. Poe y que no es otro que la estrechísima relación entre el agua profunda —Bachelard habla de «agua pesada»— y la muerte de la madre[19]. En El lino de los sueños hallamos esa misma identificación en «El último dolor»:

 

¡Y el mar, el mar de la quietud divina!

¡La ribera cercana...! ¡El valle...! –aromas

de eternidad– para su arribo sean

como la claridad de aquellos ojos

cuando se abrían por mirar lo amado...

 

Hasta este instante, Quesada se había apropiado en todas las ocasiones del valor de la muerte: la atracción, en efecto, que le producía el agua límpida y serena había desdibujado en su poesía al resto de los seres queridos. Aquí, el poeta parece compartir su intimidad con la «ribera cercana», y hemos de culpar de ello al dolor por la muerte de la madre; el recuerdo del agua, en fin, podrá ser forzado o deseado, pero jamás será un recuerdo alegre (Quesada 1993: 213).

 

Con esa idea del recuerdo desde el dolor con el que el mar es llevado hasta los poemas, descubrimos que la temática marina es requerida por Quesada para ofrecerla vinculada al hecho religioso en cinco poemas (1993: 57, 62, 69, 79 y 134), a la muerte en cuatro (1993: 65, 84, 93 y 133), o a otros símbolos como la luna o la ensoñación en siete (1993: 70, 71, 79, 85, 112, 114 y 131). Tan sólo se le dedica un único poema en su totalidad —«Vuelve a ver a su amigo el mar»—, poema próximo a Antonio Machado sin lugar a dudas por su carácter bergsoniano, hallando en este mar la misma función que Machado atribuía a la «fuente», por ejemplo: así, entre otros, en «Fue una clara tarde, triste y soñolienta...» (Machado 1987: 91). Y será este tipo de mar intimista el que cierra el triángulo que hemos transitado y que, primero, ha desenmascarado el valor funcional otorgado por Pérez de Ayala a la poesía desde dicha temática del mar y, segundo, ha vinculado a través de los versos de Morales y Quesada los márgenes de tal paréntesis expresados en nuestro estudio.

 

 

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NOTAS

[1] Son muchos los trabajos existentes sobre esta cuestión del libro como memoria histórica. Nosotros citaremos tan sólo el estudio Escolar (1988).

[2] En el mismo sentido, cfr., por ejemplo, las publicaciones sobre la lectura y su historia reseñadas por Ortega (1998): Manguel (1998); Historia de la lectura en el mundo occidental (1998); David Denby, Los grandes libros, Madrid, Acento, 1997; Olson (1988).

[3] Con todo, insistimos en la posibilidad de tomar como punto de partida el trabajo de Guillén (1985: 248-303), quien inicialmente abre las puertas de una posible teoría tematológica, para acudir después, por ejemplo, a: 1) Sobre precedentes de la tematología en los estudios teóricos: Tieghem (1951: 87); Block (1970: 22); Paris (1912); Graf (1878); Farinelli (1916). 2) Sobre los estudios tematológicos en la crítica actual: los capítulos 7 de Weisstein (1975) y 5 de Jost (1974), y la bibliografía sobre tematología que contiene.

[4] Aunque Abrams se refiere siempre al Romanticismo, su idea del condicionamiento intencional y funcional de la «escritura literaria» entendida como reflejo de la realidad, es la que también nos sirve a nosotros y, por tanto, expresamos.

[5] En el mismo sentido puede verse Martínez de las Heras (1993), donde se expone cierta complicidad (epistolar) entre Ortega y Pérez de Ayala sobre el rechazo a sus predecesores literarios: «Azorines, Valles, Maetzus y Barojas». Muy interesante resulta igualmente, desde el punto de vista de los Ortega / Ayala coetáneos, el artículo de Alonso (1993), que se inicia con la desilusión generacional del 98 y que finaliza, tras pasar por la confluencia 1898/1914 y el sufrimiento de la inflexión bélica, con los intentos neo-regeneracionistas de 1920.

[6] Cfr., por ejemplo, el número 563 de Ínsula (noviembre 1993), el cual, bajo el epígrafe El estado de la cuestión, está dedicado casi monográficamente a tal generación de 1914, consignada como la de la rebelión de las élites, según veremos. En dicho número, destacamos el trabajo de Saiz (1993), artículo desde el que estableceremos las conclusiones ofrecidas al respecto.

[7] Para un seguimiento suficiente de los distintos momentos de esta generación de 1914 desde la perspectiva abordada, ver, por ejemplo, Fuentes (1993).

[8] Puede leerse en Pérez de Ayala (1966: III, 664 y ss.). Política y toros es una obra crítica «que viene a expresar, bajo la metáfora literaria del casticismo, aquí de extracción liberal y progresista, los hechos que conforman el fin de siglo español, rechazando la contemplativa mirada noventayochista, la versatilidad y pasiva actitud de las masas sociales, la ataraxia intelectual, el mal gobierno de la vieja política y el pretorianismo militar que anquilosaba el discurso parlamentario» (Ferrer Solá 1993).

[9] Polo (1993), por ejemplo, ofrece algunos materiales bibliográficos sobre el tema referido, en los que, entre otras cosas, se habla de un Pérez de Ayala al que «pocos pueden compararse [...] en ese dominio de nuestra lengua con el que consiguió dar a su estilo una fuerza expresiva única». En este mismo sentido, los estudios recogidos por Bobes Naves (1980) «tienen en común una misma concepción de la obra de arte en general y de la producción perezayalina en particular como fenómeno primordialmente estético, y no como documento biográfico, social y cultural» (Zamora 1984).

[10] Por ejemplo, Ildefonso Manuel Gil afirma que «los alejandrinos característicos de los poemas ayalinos son magníficos en cuanto a estructura, pero acusan falta de sensibilidad musical», y añade que «Ayala escribe poemas extensos en una época que favorecía el poema breve», como recibo de cierta falta de intensidad en la versificación (en Espinosa e Hidalgo 1981: 105).

[11] «El distinguido poeta Ángel González ve cierta relación entre la creación de Ayala y Antonio Machado en cuanto a la descripción del paisaje. Pero es difícil ver el paisaje en el asturiano. Hay referencias sonoras, olfativas; se oye más bien la naturaleza» (Espinosa e Hidalgo 1981: 107).

[12] El subrayado es nuestro, con el propósito de empezar ya a considerar el vacío semántico de la primera descripción de la poesía de Morales referida al mar.

[13] El subrayado es nuestro, con la intención ahora de expresar ya desde el principio un primer distanciamiento del autor respecto al mar real que lo rodea.

[14] Podría ofrecerse una lista interminable de bibliografía sobre el tema. Por ahora es suficiente con recordar el trabajo de Soria Olmedo (1988), y recurrir a Abellán (1989).

[15] Cfr. Cernuda (1972: 46).

[16] Tomado de Centenario de Tomás Morales (1984: 2).

[17] El estudio de la edición de Correa de El lino de los sueños es más que suficiente para el tratamiento monográfico de la obra en cuestión. Desde la elección de un verso machadiano para el título por parte de Quesada hasta la influencia de la estética del momento tienen cabida en tal edición.

[18] «La poesía de El lino de los sueños dista lo que cabe esperar de una lírica hondamente insular con respecto a otra que no lo es; hay un “atlantismo”, una fusión —casi confusión— entre poeta y mar, en el escritor canario que difícilmente encontraremos en cualquier otro de tierra adentro» (Correa, en Quesada 1993: 23).

[19] Cfr. Bachelard (1978: 76-77).