TEORÍA ANGLOSAJONA DE LA TRADUCCIÓN: desde el Renacimiento hasta la época victoriana, Lidia Taillefer, Universidad de Málaga, (Publicado en Analecta Malacitana, XIX, 1, 1996, págs. 161-172)

 

    Cuando en 1791 Alexander Fraser Tytler publica su Essay on the Principles of Translation, asistimos, según T. R. Steiner [1], a la culminación de un proceso que había venido desarrollándose durante ciento cincuenta años. El siglo XVII inglés marca el paso de la concepción renacentista isabelina a los ideales neoclásicos de la era augusta [2], se trata de una época caracterizada por los cambios políticos e ideológicos, que se reflejan en las obras traductográficas. Como afirma Amos, de 1600 a 1700 tiene lugar el Siglo de Oro de la traducción inglesa: 

[...] in many respects the period of Dryden and Pope has more claim to be regarded as the Golden Age of the English translator [3].

    Y toda esta traductografía conlleva una traductología que se manifiesta, advierte Vega, en el correspondiente preface, epistle o dedication «to the reader» [4].

    En los primeros años del siglo XVII poco se avanza respecto a la tradición isabelina. Estudios, como el de Matthiesen [5], sobre los traductores isabelinos muestran que la práctica corriente era la traducción literal de los clásicos, aplican las corrientes del Humanismo renacentista a la literatura secular. Paralela a la traducción no religiosa, se desarrolla la gran empresa de la Authorized Version de la Biblia (1611). La traducción bíblica seguía el principio de exactitud [6], comprensible si se tiene en cuenta que la interpretación errónea de las Santas Escrituras se consideraba sacrilegio. Ese carácter divino hizo que no se tuviese por literatura y, por ello, que la práctica de la traducción secular derivase hacia posturas más flexibles.

    El más conocido practicante de esta tendencia rigorista es Ben Jonson (1573-1637). No nos ha llegado ningún comentario respecto a su método de traducción, sin embargo —según Kitagaki [7]— su versión del Arte Poética de Horacio (1604) es un modelo de literalismo; más tarde, en su traducción de los Epodos y de las Odas muestra una mayor libertad. Algunos postulan que este cambio obedece únicamente a un ensayo de métodos distintos, pero también se podría considerar como una transición hacia las posturas de traductores como George Chapman (1559-1634), quien critica dicho literalismo y —al igual que Dolet— declara en la dedicatoria de los Seven Books (1598) que la misión de un traductor competente es observar las oraciones, las figuras retóricas y las formas del lenguaje propuestas por el autor para trasladarlas de forma equivalente. Chapman, en «The Preface to the Reader» a su traducción de la Iliada, habla de sus intentos por conseguir el espíritu y el tono del original: 

[...] when (according to Horace and other best lawyers to translators) it is the part of every knowing and judicial interpreter, not to follow the number and order of words, but the material things themselves, and sentences to weigh diligently, and to clothe and adorn them with words, and such a style and form of oration, as are most apt for the language in which they are converted [8].

    Chapman parte de la misma premisa que los que trabajaban en la Authorized Version: el texto es de origen e inspiración divina. Chapman hace de Homero su dios y de sus obras sus sagradas escrituras; comparte con Jonson el ideal del poeta renacentista, pero su aproximación es más romántica: el poeta ha sido escogido por designio divino para realizar la tarea. Su teoría de la traducción está mediatizada por esta idea: la tarea del traductor es hacer amar a su autor, y confiesa que para conseguirlo adorna el texto con figuras propias de la lengua término. Su práctica retoricista sería duramente criticada por Matthew Arnold [9], aunque es consecuente con la concepción sagrada de la traslación de Chapman.

    En el plano poético sobresalen los ajustes realizados al original por Sir Thomas Wyatt (1503-1542) y Henry Howard (1517-1547), Conde de Surrey, ajustes que han llevado a los críticos a considerarlos trabajos de adaptación. Estos actualizan los textos por medio de adiciones, omisiones o alteraciones, defendiendo la idea nacionalista de que la traducción ha de llegar al mayor número posible de lectores, para así cumplir una función didáctica. La transferencia cultural [10] se desarrolla mediante la introducción de ejemplos vernáculos pertinentes al texto clásico y el enriquecimiento de la lengua inglesa a través de la traducción. La actualización de los textos a través de la traducción también es evidente en los trabajos de Philemon Holland (1552-1637), traductor muy fructífero, desde la Historia de Roma de Tito Livio (1600) a la Ciropedia de Jenofonte (1632). Lo más destacado de su concepción es la idea del traductor como intermediario entre el original y los lectores ingleses.

    A mediados del siglo XVII los efectos de la Contrarreforma, el conflicto entre la monarquía absoluta y el sistema parlamentario, y el distanciamiento entre el Humanismo Cristiano tradicional y la Ciencia produjeron cambios radicales en la teoría literaria y, por consiguiente, en el papel de la traducción. Sin embargo, la importancia de las normas de la Inglaterra Augusta no supuso que el arte se percibiera como una simple tarea de imitación, más bien el arte ordenaba la Naturaleza. La teoría de la traducción de Sir John Denham (1615-1669) cubre tanto el aspecto formal (Arte) como el espíritu (Naturaleza) del trabajo, pero advierte su oposición a la literalidad en el caso de la poesía. Denham considera al traductor y al autor como iguales, si bien ambos operan claramente en contextos sociales y temporales distintos; opina que el traductor tiene la obligación de extraer del original la esencia y reproducirla o recrearla en la lengua término. Un fragmento de Denham al intérprete de Virgilio, en su epístola «To Sir Richard Fanshaw upon His Translation of Pastor Fido» (1648) [11], esboza una especie de arte poético del traductor en el que desea que éste no sea un esclavo: la traducción literal es un camino «Servil», el camino «noble» ha de dirigirse a preservar la «llama» y no «las cenizas». El objetivo de Denham no es traducir un poema a otra lengua sino a otro poema, lo que conlleva ciertas pérdidas y, por tanto, es precisa la comprensión. Su ideal último, contemporaneidad y coespacialidad, aparece en su prefacio a The Destruction of Troy (1656) [12]: se trata de traducir no el asunto sino el estilo, aunque se traspasen los límites propios de la traducción, método que más adelante Dryden clasifica como «imitación» [13].

    En la misma línea, aunque más experimental, se encuentra Abraham Cowley (1618-1667) [14]. Fue el que primero sentó las bases para la traducción libre, quien la defendió en el prefacio a su traducción de las Odas de Píndaro (1656) afirmando que: 

    If a man should undertake to transtate Pindar word for word it would be thought that one Mad-man had translated another [15].

    Su prefacio a esta obra es el manifiesto de la nueva moda poética, parte de un feroz     antiliteralismo al considerar que es imposible traducir a Píndaro palabra por palabra. Sigue a Denham en su idea de traducir un poema a otro poema, añadiendo que son composiciones orgánicas que se comportan como un todo único: el resultado ha de ser un buen poema, lo que justifica cualquier intento de compensación por parte del traductor.

    Esta postura radical de Cowley no la aprobaba John Dryden (1631-1700), quien —sin duda alguna— es la figura central de las letras británicas en el siglo XVII; de su ingente obra, casi dos tercios son traducciones [16]. Partiendo del rechazo a la literalidad y, basándose al igual que Horacio contra el fidus interpres [17], emprende una sistematización de los modos de traducir, que aparece en el prefacio de su traducción a las Epístolas (1680) de Ovidio. Distingue tres tipos de traducción [18]

1. Metáfrasis: traducción palabra por palabra.

Thus, or near this manner, was Horace his Art of Poetry transtated by Ben Jonson.

2. Paráfrasis: traducción al sentido.

Such is Mr Waller’s translation of Virgil’s Fourth Aeneid.

3. Imitación: abandono del texto por parte del traductor.

[...] where the translator (if now he has not lost that name) assumes the lilberty, not only to vary from the words and sense, but to forsake them both as he sees occasion; and taking only some general hints from the original, to run division on the groundwork, as he pleases. Such is Mr. Cowley’s practice in turning two Odes of Pindar, and one of Horace, into English.

    En el prólogo a su traducción de la Eneida (1697) [19] afirmaba haber conseguido el término medio entre la literalidad y la paráfrasis, aunque admite la posibilidad de utilizar el último método con autores oscuros como Píndaro, con lo que disculpa los excesos de Cowley [20]. Esta obra es la culminación de su carrera como traductor, se advierte un cambio en su concepción, la imitación ya no está en el marco de la traducción, su principal preocupación es la siguiente: 

    To make Virgil speak such English as he would himself have spoken if he had been born in England and in this present age [21].

    En las Fábulas (1700) Dryden incluye piezas de Virgilio, Bocaccio y Chaucer. Siguiendo el propósito de contemporaneidad que había anunciado en el prólogo de la Eneida, emprende la traducción intralingüística de Chaucer aplicando los mismos principios que a la traducción de los clásicos, aunque el resultado parece discutible. La proximidad temporal hace que adopte una actitud paternalista hacia el poeta medieval y se atreva a corregir supuestos errores que Chaucer cometió debido a las limitaciones del inglés medio; de esta manera, su traducción de Chaucer no es sino una recreación. Dryden representa lo que se ha denominado la edad de plata de la poesía inglesa, y su teoría de la traducción no está al margen de sus intereses como crítico o literato. Su peculiar concepción de la traducción está marcada por su personalidad como poeta, dato que corrobora Sioman [22] al observar una cierta tendencia a la recreación. En efecto, Kitagaki [23] apunta que el cambio de clasificación puede obedecer a que Dryden era consciente de que es imposible traducir la organización particular de un poema: el teórico y el traductor no se ponen de acuerdo, de ahí el desfase entre lo que Dryden postula y lo que practica.

    Al tiempo, aparecen otros teóricos de menor importancia. Uno de ellos es John Oldham (1653-1683), quien reafirma la imitación como método de traducción, aunque advierte el peligro de caer en la anarquía si se utiliza de forma indiscriminado. Sus ideas parten de Cowley y se reflejan en su traducción del Arte Poética de Horacio; la característica más sobresaliente de Oldham es la adaptación de las escenas romanas, por lo que se justifica. Digno de citar es también Laurence Echard (1670-1730), quien en el pertinente prefacio (1694) a las Comedias de Terencio basa el rechazo de la literalidad en el distinto genio de las lenguas, muy común entre las anglogermánicas, al tener en el latín una comparación mucho más alejada que las lenguas romances: 

[...]’tis not to be expected we shou’d wholly reach the Air of the Original; that being so peculiar, and the Language so different [...] A meer Verbal Translation is not to be expected, that wou’d sound so horribly, and be more obscure than the Original [24].

    No es hasta 1675 que se produce una renovación del espíritu nacional. La Restauración se considera superior a todas las épocas que la precedieron, a todas las influencias extranjeras, por lo que si aún sigue inspirándose en modelos antiguos es para mejorar y acelerar el progreso. Ya el interés de los traductores ingleses no sólo se dirige hacia las lenguas clásicas, también comienzan a importar material literario de las lenguas romances; de hecho, Inglaterra será el primer país donde aparezca una versión de El Quijote. El aristócrata inglés Dillon Wentworth (1633-1685), Conde de Roscommon, publica su Essay on Translated Verse (1684) [25], que pretende ser un conjunto de reglas de traducción poética. El principio fundamental sigue el patrón marcado por Dryden, de que un poema ha de ser ante todo un buen poema, y su primera regla es que el traductor debe tener presente sus preferencias personales al elegir obra y autor, pues su relación con éste ha de ser tal que le permita suplantar su personalidad. Su teoría atiende más a las posibilidades de versificación de la lengua inglesa que a la traducción en sí, lo que llevó más adelante a Samuel Johnson a calificar sus reglas de «inservibles» en su Life of Pope [26]. Además Roscommon traduce muy poco, es uno de los poetas de la corte y como tal se comporta; su importancia radica en que su tratado de traducción poética es el único hasta 1753, cuando Thomas Francklin publica Translation: A Poem [27].

    aphra.gif (45313 bytes)La teoría de la traducción en prosa es obra de una mujer, Aphra Behn (1640-1689) [28], a quien Virginia Woolf destacó como la primera mujer inglesa que se ganara la vida escribiendo [29]. Poeta, dramaturga y novelista, tradujo además las Epístolas de Ovidio, ya publicadas por Dryden. También realizó la traducción de dos obras de Fontenelle, Entretiens sur la pluralité des mondes y L’histoire des oracles, la primera de las cuales fue toda una novedad, al tratarse de un trabajo de divulgación científica con un estilo claro y sencillo. Behn acomete el trabajo en principio por el éxito del original, pero la razón fundamental de su elección se debe a que uno de los supuestos autores de esta obra era una mujer. Su intento es doblemente significativo: en primer lugar, supone abordar una parcela que sus contemporáneos habían dejado de lado para centrarse en la traducción poética; y, en segundo, también a diferencia de ellos su lengua de partida es el francés, lengua que considera más difícil de traducir al inglés. Esta afirmación le da pie a una reflexión en tomo a la génesis y desarrollo de las distintas lenguas europeas.

    En la última década del siglo no hubo novedades y el dominio de Dryden seguía siendo casi absoluto. En el siglo XVII británico los traductores son hombres de letras cuya preocupación final no es la transferencia de obras de otras culturas a su lengua, sino sus intereses filológicos (Ben Jonson), la educación del pueblo (Philemon Holland) o la estética de la poesía (Dryden). Las obras que se traducen son en su mayoría clásicos grecolatinos, aparte de la traducción bíblica y una pequeña representación de la literatura francesa. Respecto a los modelos de traducción, o conceptos de equivalencia, se observan dos líneas claras:

— Una tendencia rigorista, que predica la supremacía del texto original.

— Y otra tendencia más dinámica, donde el valor principal en la jerarquía de relaciones es la estética de la obra traducida.

    Paradójicamente, a pesar de la gran actividad traductora, la cosecha de obras que tratan sobre los problemas de la traducción es escasa. No obstante, cabe decir que el siglo XVII fue un período innovador, pues —como hemos podido comprobar— encontrarnos la primera clasificación de métodos de traducción en Gran Bretaña, lo cual es esencial para desarrollos posteriores como los de Pope y Tytler [30].

    Ya en el siglo XVIII, dentro de la línea de Dryden, Alexander Pope (1688-1744) afirma que una traducción literal nunca puede reflejar el original, aunque tampoco deben introducirse muchas modificaciones en la paráfrasis. La principal misión del traductor, según su prefacio a la Iliada (1715) [31], era conservar el «fuego» del poema en la traducción, aunque esta primera formulación va a convertirse en una especie de regla teórica que ni siquiera él mismo va a observar.

    En este siglo encontramos otro elemento que transciende el problema de la fidelidad: la cuestión sobre el deber moral del traductor hacia el lector contemporáneo. El interés por clarificar el «espíritu» fundamental de un texto dio lugar a numerosas reescrituras de textos antiguos, para acomodarlos al gusto y al modelo lingüístico de la época; de ahí la famosa reestructuración de los textos de Shakespeare y las traducciones o reescrituras de Racine. El derecho del individuo a que se le considere en sus propios términos y terreno es fundamental en la traducción de esta época, lo que va unido al cambio del concepto «originalidad». George Campbell de Aberdeen publicó Translation of the Four Gospels (1780), una interesante obra sobre la historia y la teoría de la traducción —especialmente de las Escrituras—, con un análisis sistemático que no había sido realizado hasta entonces. Los tres principios que considera fundamentales para lograr una buena traducción son los siguiente [32]

–To give a just representation of the sense of the original;

–To convey into his version, as much as possible, in a consistency with the genius of the language which he writes, the author’s spirit and manner;

–To take care that the version has, at least so far the quality of an original performance, as to appear natural and easy.

    La casualidad hace que el segundo volumen, dedicado a los problemas de la traducción bíblica, saliera poco tiempo antes de que el historiador escocés Alexander Fraser Tytler (1747-1814), Lord Woodhouselee, publicara su Essay on the Principles of Translation (1791), lo que desencadenó una controversia de plagio entre los dos autores por lo mucho que coincidían sus ideas. Formulan ya una doctrina moderna basada en tres principios fundamentales, a partir de los cuales se debe realizar y juzgar una traducción. Susan Bassnett [33] considera el ensayo de Tytler, que tuve el privilegio de traducir [34], como el primer estudio sistemático en inglés del proceso de la traducción. En él se establecen los siguientes principios básicos:

— La traducción tiene que ofrecer una transcripción completa de la idea de la obra original.

— El estilo y la forma deben ser equivalentes a los del original.

— La traducción ha de poseer la naturalidad de la composición original.

    Tytler mantiene que la paráfrasis ha dado lugar a traducciones demasiado libres, aunque esté de acuerdo en que parte de la obligación del traductor es aclarar las oscuridades del original, incluso cuando suponga omitir o añadir. Utiliza el concepto comparativo del siglo XVIII de traductor-pintor [35], pero con una diferencia: el traductor no puede usar los mismos colores que el original, aunque debe producir un cuadro de la misma fuerza y efecto; el traductor tiene que esforzarse en adaptarse al alma del autor. Por tanto, lo que preocupa principalmente es el problema de recrear el espíritu, el alma y la naturaleza de la obra de arte. Tytler formula el canon de lo que debe ser una buena traducción partiendo de que el genio y la naturaleza de las lenguas son necesariamente distintos, pues si los idiomas fueran iguales no se les exigiría nada más que fidelidad y esmero. Dada esa diferencia, o bien se tienen en cuenta el sentido y el espíritu del original haciéndose con las ideas del autor (en cuyo caso se podría pulir y mejorar, si fuera necesario), o bien se transmiten el estilo y la forma (en cuyo caso habría que conservar, incluso, los errores y defectos). Tytler ofrece una descripción peculiar de la traducción ideal: aquella en la que el mérito de la obra original se ha trasladado a otra lengua hasta tal punto que la obra traducida se comprende sin dificultad y se percibe con fuerza tanto por los nativos de dicho idioma extranjero como por aquellos que hablan la lengua origen. Por consiguiente, la teoría anglosajona de la traducción desde Dryden hasta Tytler [36] se centra en el problema de recrear el espíritu, el alma o la naturaleza esencial a la obra de arte. Pero la antigua dicotomía entre la estructura formal y el alma inherente se convierte en algo menos determinable, dado que los escritores van prestando de forma gradual más atención a las teorías de la Imaginación, lejos del papel moral del artista.

    Durante el Romanticismo, Samuel Taylor Coleridge (1772-1834), en su Biographia Literaria (1817) [37], subraya la teoría que diferencia «Fantasía» de «Imaginación». Perey Bysshe Shelley (1792-1822) deja de traducir obras de contenido ideológico por otras con valores literarios; este cambio es importante, pues en cierto sentido sigue la jerarquía de la traducción de Goethe, mostrando el problema que ésta planteaba al establecer una estética romántica. Pero lo más importante de todo, junto al menor interés por los procesos formales de la traducción, es que la noción de intraducibilidad desembocaría en una importancia exagerada a la precisión técnica. La presuposición de que el significado residía bajo el lenguaje hizo que el traductor se encontrara en un callejón sin salida, dificultad advertida por Shelley en The Defence of Poesy: 

    It were as wise to cast a violet into a crucible that you might discover the formal principle of its colour and odour, as to seek to transfuse from one language into another the creations of a poet. The plant must spring again from its seed, or it will bear no flower —and this is the burthen of the curse of Babel [38].

    Ya en el siglo XIX, mientras en Alemania Schleiermacher [39] proponía la creación de un sublenguaje distintivo para uso exclusivo de literatura traducida, en Inglaterra Rossetti proclamaba el servilismo del traductor a las formas y el lenguaje del original. Ambas propuestas representan intentos de hacer frente a los problemas que planteaba Shelley.

    No obstante, la teoría de Schleiermacher de «la lengua de la traducción» era compartida por varios traductores ingleses decimonónicos, como Newman, Morris y Carlyle. Francis Newman (1805-97) [40] declaró que el traductor debía mantener cada particularidad del original, siempre que fuera posible. Una explicación de la función de la particularidad la encontramos en el estudio que hace Simcox [41] sobre la traducción de Morris de The Story of the Volsungs and Niblungs (1870):

    The quaint archaic English of the translation with just the right outlandish flavour did much to disguise the inequalities and incompletenesses of the original.

    William Morris (1834-96) tradujo con gran éxito muchos libros, incluidas las epopeyas noruegas, la Odisea de Homero, la Eneida de Virgilio, viejos romances franceses, etc. Las traducciones de Morris son deliberadamente arcaicas, tan llenas de particularidades lingüísticas que son difíciles de leer y —a menudo— oscuras. No se le hace ninguna concesión al lector, quien se supone capaz de acceder a la obra por medios propios, copándose con las rarezas de la lengua término y los extranjerismos de la sociedad que originariamente produjo el texto.

    Los traductores victorianos tenían la preocupación constante de transmitir la lejanía del original, tanto en el espacio como en el tiempo. Thomas Carlyle (1795-1881), quien empleaba complicadas estructuras germánicas en sus traducciones del alemán, alababa la proliferación de traducciones de dicho idioma alegando que los alemanes estudiaban otras naciones [42]. Dante Gabriel Rossetti (1828-1882) [43], en el prefacio de sus traducciones a Primeros Poetas Italianos (1861), opina lo mismo: 

The only true motive for putting poetry into fresh language must be to endow a fresh notion, as far as possible, with one more possession of beauty [44].    

    Aclara, sin embargo, que los originales a menudo eran oscuros e imperfectos Por lo tanto, lo que resulta del concepto sobre la traducción que tenían Carlyle y los Prerrafaelistas es una interesante paradoja. Por una parte, un enorme respeto al original, si bien dicho respeto se basa en el valor del escritor en particular, tanto en el aspecto moral como en el estético. Además, el texto original se concibe como una propiedad, sin concesiones al gusto o a las expectativas de la vida contemporánea. Por otra parte, al realizar a propósito traducciones arcaicas dirigidas a lectores intelectuales, los traductores rechazan implícitamente el ideal de alfabetización universal; de ahí que los fundamentos se basaran en el conocimiento de la traducción como interés de una minoría.

    Ese interés por la perfección técnica es lo que, según Nida [45], dio lugar a versiones que no conservan el ambiente de la obra original (por ejemplo, algunas traducciones de obras orientales, entre ellas Arabian Nights‘Entertainments) ya que se produjera una tendencia hacia la literalidad. El principal representante es Matthew Arnold (1822-1888), quien en On Translating Homer (1861) [46] trató de reproducir a Homero en hexámetros ingleses, propugnando adherirse a la forma del original. Aborda otros temas, aparte de Homero, y presenta las consideraciones más claras desde Dryden sobre el arte de la traducción poética. Amold no llegó a aceptar el criterio de que una obra traducida debería producir sobre el lector el mismo efecto que la obra original.

    Con el afianzamiento de los nacionalismos, los traductores ingleses dejaron de ver la traducción como el principal medio de enriquecimiento cultural. Su concepto elitista de la cultura y la educación consistía —irónicamente— en ayudar a la devaluación de la traducción, pues si la traducción se concebía como medio de acercamiento entonces tenían claramente menor importancia tanto el estilo como la habilidad propia del traductor. Henry Wadsworth Longfellow (1807-1882), el primer estadounidense a destacar en la traductología anglosajona, añadió otra dimensión a la cuestión del papel del traductor al restringir la función del traductor incluso más que Amold en su máxima. Los extraordinarios puntos de vista de Longfellow sobre la traducción llevan a la literalidad de forma extrema; para él la rima era un mero adorno, distinta de la vida o verdad del poema en sí. De este modo, el traductor queda relegado a la posición de un técnico, ni poeta ni comentarista, con una tarea claramente definida pero seriamente limitada.

    En Inglaterra, la posición contraria a la de Longfellow es la de Edward Fitzgerald (1809-1883), conocido especialmente por su versión del Rubaiyat of Omar Khayyam (1859), quien declaraba que un texto debe vivir a toda costa: 

With a transfusion of one’s own worst Life if one can’t retain the Original’s better [47].

    Es decir, lejos de pretender remitir al lector al original, Fitzgerald busca llevar una versión hacia la cultura de la lengua término como una entidad viva, aunque este extremismo sobre la humildad del texto de la lengua origen fomentaba otra forma de elitismo. En esta posición individualista romántica el traductor ofrecía artículos exóticos a pocos entendidos. El método para traducir que seguía Fitzgerald (el texto original se modelaba conforme a la lengua término), sin lugar a dudas, fue un éxito popular. Sin embargo, lo verdaderamente significativo es que surgiera el debate en tomo a la definición de la tarea que él llevaba a cabo: traducción, adaptación, versión, etc. Aunque los arcaísmos han pasado de moda, es importante recordar que contaban con un respaldo teórico razonable que justificaba su utilización. Por lo tanto, el principio arcaizante en una época de cambio social sin precedentes puede equipararse a un intento de colonizar el pasado, como dijo Borchardt al declarar que la traducción debía devolver algo al original: 

    The circle of the historical exchange of forms between nations closes in that Gerrnany returns to the foreign object what it has learnt from it and freely improved upon [48].

   Mientras en el siglo XVIII tienen lugar una serie de cambios significativos, principalmente en lo que se refiere a las investigaciones sobre los procesos de la creación literaria inglesa, en el siglo XIX los estudios sobre teoría de la traducción en el ámbito anglosajón tratan de encontrar un término que defina dicha disciplina.

    Podemos concluir afirmando, tras realizar el presente recorrido histórico, que el interés de los ingleses por la traducción y la traductología empieza muy pronto. Sus prólogos traductológicos, desde el Renacimiento hasta la época victoriana, demuestran un posicionamiento reflexivo ante la traducción, reflexiones que van a tener un carácter sistemático a partir del Barroco. Aunque esto no pueda incidir sobre su carácter pionero, Lord Woodhouselee es un hito que marca el comienzo de la reflexión orgánica ante los problemas que presenta la comunicación interlingüística e intercultural. Como hemos podido advertir, esta translatología se ve influida por el transcurso del tiempo y participa, en mayor o menor medida, de las coordenadas epocales generales. Frente a las reflexiones didácticas de Thomas Wyatt y el aristócrata Surrey (que ponían la traducción al servicio de la educación) o las estéticas de carácter empírico de Roscommon, la moderna traductología en lengua inglesa participa de lleno en la perspectiva «científica» que ha ganado en nuestros días. En definitiva, la translatología anglosajona, marcada por el característico espíritu empírico de su cultura, ha dado mucha importancia a las teorías «particulares» de la traducción sobre obras y autores, a saber, se ha distanciado de la proyección hermenéutica a favor de los componentes mecánicos de la traducción.

    Desde esta perspectiva histórica hemos intentado buscar, en palabras de Louis Kelly: 

    The essential Harrnony between the practice of all ages and genres, and give a satisfactory analysis of difference [49].

 

NOTAS:

[1] T. R. Steiner, English Translation Theory (1650-1800), Van Gorcum, Assen / Amsterdam, 1975, pág. 1.

[2] R. Rabadán Álvarez, «Apuntes de teoría de la traducción en la Inglaterra del s. XVII», en J. C. Santoyo et al (eds.), Fidus interpres, Universidad de León, I, 1987, págs. 249-254.

[3] F. R. Amos, Early Theories on Translation, Columbia University Press, Nueva York, 1920, pág. 135.

[4] M. A. Vega (ed.), Textos clásicos de teoría de la traducción, Cátedra, Madrid, 1994, pág. 38.

[5] F. O. Matthiesen, Translation: An Elizabethan Art, Harvard University Press, Cambridge (Mass.), 1931.

[6] J. C. Margot, Traducir sin traicionar. Teoría de la traducción aplicada a los textos bíblicos, Ed. Cristiandad, Madrid, 1987, págs. 33-51.

[7] M. Kitagaki, Principles and Problems of Translation in Seventeenth-Century England, Yamaguchi Shoten, Kyoto, 1981, pág. 114.

[8] G. Chapman, «Prefatory Texts to His Translation of the Iliad», en A. Lefevere (ed.), Translation / History / Culture, Routledge, Londres / Nueva York, 1992, pág. 63.

[9] M. Arnold, «On Translating Homer», en P. J. Keating (ed.), Selected Prose, Penguin, Harmondsworth, 1970, págs. 76-98.

[10] H. van Hoof, Histoire de la traduction en Occident, Duculot, París, 1991, págs. 127-128.

[11] T. R. Steiner, op. cit., págs. 63-64.

[12] T. R. Steiner, loc. cit., págs. 64-65.

[13] L. Kelly, The True Interpreter: A History of Translation Theory and Practice in the West, Blackwell, Oxford, 1979, págs. 122-128.

[14] F. O. Matthiesen, op. cit., pág. 17.

[15] T. R. Steiner, op. cit., págs. 66-67.

[16] W. Frost, Dryden and the Art of Translation, Yale University Press, 1955.

[17] Horacio, en su Arte Poética habla de reinterpretación, a saber, adaptar y no hacer como el fidus interpres.

[18] J. Dryden, «The Preface to His Translation of Ovid’s Epistles», en A. Lefevere (ed.), op. cit., pág. 102.

[19] J. Dryden, «The “Dedication” to HisTranslation of the Aeneid», en A. Lefevere (ed.), loc. cit., pág. 24.

[20] M. Losada Friend, «Traducción, translatio, adaptación: el Edipo de Dryden y Lee», en R. Martín-Gaitero (ed.), V Encuentros complutenses en torno a la traducción, Ed. Complutense, Madrid, 1995, págs. 349-355.

[21] T. R. Steiner, op. cit., pág. 72.

[22] J. Sloman, Dryden: The Poetics of Translation, University of Toronto Press, 1985.

[23] M. Kitagaki, op. cit., pág. 241.

[24] L. Echard, «The Preface to Terence’s Comedies», en T. R. Steiner, op. cit., págs. 86-87.

[25] D. Wentworth (Earl of Roscommon), «Essay on Translated Verse», en A. Lefevere (ed.), op. cit., págs. 43-45.

[26] T. R. Steiner, op. cit., págs. 121-123.

[27] T. R. Steiner, loc. cit., págs. 110-116.

[28] S. M. Gilbert y S. Gubar (eds.), The Norton Anthology of Literature by Women.The Tradition in English, W. W. Norton & Company, Nueva York / Londres, 1985, págs. 87-94.

[29] V. Woolf, A Room of One’s Own, HBJ Publishers, San Diego / Nueva York / Londres, 1957, pág. 69.

[30] F. R. Amos, op. cit., págs. 135-178.

[31] A. Pope, «The Preface to His Translation of the Iliad», en A. Lefevere, op. cit., pág. 64.

[32] E. Nida, Towards a Science of Translation. With Special Reference to Principles and Procedures Involved in Bible Translating, E. J. Brill, Leiden, 1964, págs. 18-19.

[33] S. Bassnett-McGuire, Translation Studies, Methuen, Londres, 1987, págs. 54-63.

[34] A. F. Tytler (Lord Woodhouselee), «Ensayo sobre los principios de la traducción», en M. A. Vega (ed.), op. cit,, págs. 211-216.

[35] T. R. Steiner, op. cit., págs. 35-47.

[36] F. M. Rener, Interpretatio: Language and Translation from Cicero to Tytler, Rodopi, Amsterdam, 1989, págs. 261-326.

[37] S. T. Coleridge, Biographia Literaria, Clarenden Press, Oxford, II, 1907.

[38] P. B. Shelley, Complete Works, Ernest Benn, Londres, V, 1965, págs. 109-43.

[39] F. Schleiermacher, «On the Different Methods of Translating», en A. Lefevere (ed.), op. cit., págs. 141-166.

[40] F. W. Newman, «Homeric Translation in Theory and Practice», en M. Arnold, Essays, Oxford University Press, Londres, 1914, págs. 313-377.

[41] G. A. Simcox, «The Story of the Volsungs and Niblungs», en P. Faulkner (ed.), William Morris: The Critical Heritage, Routledge, Londres, 1973.

[42] T. Carlyle, «The State of German Literature», en Critical and Miscellaneous Essays, Chapman and Hall, Londres, I, 1905, pág. 55.

[43] D. G. Rossetti, «Dante and His Circle», en A. Lefevere (ed.), op. cit., págs. 67-68.

[44] D. G. Rossetti, Poems and Translations 1850-1870, Oxford University Press, Londres, 1868, págs. 175-179.

[45] E. Nida, op. cit., págs. 20-22.

[46] M. Arnold, «On Translating Homer», en A, Lefevere (ed.), op. cit., págs. 68-69.

[47] E. Fitzgerald, «The Preface to the Rubaiyat of Omar Khayyam», en A. Lefevere (ed.), loc. cit., págs. 32-33.

[48] R. Borchardt, «Dante und Deutscher Dante», en A. Lefevere (ed.), Translating Literature: The German Tradition. From Luther to Rosenzweig, Van Gorcum, Assen / Amsterdam, 1977, pág. 109.

[49] L. Kelly, op. cit., pág. 227.