La obra en prosa de Eulogio Florentino Sanz

José Antonio Bernaldo de Quirós Mateo

(josebernaldo@gmail.com)

ies «jorge santayana» y uned (ávila)

  

Resumen

Dentro de la obra literaria de Sanz, mayoritariamente poesía y teatro, la prosa ocupa un lugar muy secundario. No obstante, las breves muestras que nos dejó tienen interés para conocer mejor la personalidad e ideas del poeta de Arévalo.

 

 

Abstract

In Sanz’s literary work, above all in poetry and theatre, the prose occupies a secondary place; however, the few works that he wrote are of interest in order to increase knowledge of the personality and the ideology of the poet of Arévalo.

 

Palabras clave

Eulogio Florentino Sanz

Literatura española del siglo XIX

Prosa

 

 

 

 

 

 

Key words

Eulogio Florentino Sanz

19th Century Spanish Literature

Prose

 

 

AnMal Electrónica 30 (2011)

ISSN 1697-4239

  

 

 

EULOGIO FLORENTINO SANZ

Eulogio Florentino Sanz fue un escritor de brillante pero breve carrera literaria a mediados del siglo XIX. En estos años fue uno de los autores españoles de mayor renombre, tanto en la poesía como en el teatro[1]. Escribió en una época en que la literatura española, saliendo del Romanticismo, carecía de una orientación clara, y él fue uno de los autores que contribuyeron a encauzarla por nuevos rumbos: hacia el intimismo en la lírica y hacia el realismo en el teatro. Es sobradamente conocido que sus traducciones de Heine influyeron profundamente en Bécquer: establecieron un ejemplo formal que el gran poeta sevillano no dudó en seguir[2].

Su mejor obra dramática fue Don Francisco de Quevedo, que resultó uno de los grandes éxitos de la escena española de mediados del siglo XIX y se mantuvo en el repertorio durante más de cincuenta años[3]. En cuanto a la poesía, aunque comenzó a escribir muy tempranamente, dio sus mejores frutos en los años 50 y 60. «Epístola a Pedro» (cfr. Prieto de Paula 2009), «La última hoja», «El color de los ojos», «A Amalia», «Canción» y «Tu amor o tu odio» son sus poemas más destacados (Bernaldo de Quirós 2004, 2006b y 2007a).

Dentro de esta producción, la prosa ocupa un lugar poco significativo, por su escasez, si bien parece que se han perdido varias de sus producciones.

 

PRODUCCIONES DE SANZ EN PROSA

Obras presuntamente perdidas

Parece que Sanz escribió una novela titulada Mi libro amarillo, mencionada por Emilio Carrere y por Juan José de Moltavo, quien comenta: «El carácter altivo del romántico poeta no se avenía con que el público juzgase su nueva comedia «La escarcela y el puñal», ni otras novelas cortas (Mi libro amarillo), que se asegura existen inéditas en poder de sus íntimos» (1928: 342). Según Carrere (1908), dicha novela tenía como asunto los amores de Sanz con Matilde Benavides. Ahora bien, Sanz rompió relaciones amorosas con una joven arevalense en 1842 y se trasladó a Madrid. En 1844 escribió una carta a una amiga (carta que se conserva entre sus autógrafos inéditos[4]), en la que comenta lo siguiente:

¿Sabes en qué empleé el primer dinero que me produjo la poesía? En un libro en blanco...; pues, un libro de tafilete, pero como hace mucho tiempo que lo compré ya tengo algunas hojas escritas. ¡Qué coincidencia tan particular! El 29 de mayo de 1842 se concluyeron las relaciones mías con esa señorita, y el 29 de mayo de 1844 (tengo delante el documento) escribí su mismo nombre en mi librito de memorias [...].

Parece posible que este texto se refiera a la presunta novela perdida, que quizá fuera algo así como unas memorias sentimentales, donde aludiría a la joven arevalense y también, como dice Carrere, a Matilde. Pero nos movemos en el campo de las simples hipótesis.

  Además de Mi libro amarillo, es posible que Sanz escribiera más obras en prosa que no nos han llegado. Por ejemplo, en el Semanario Pintoresco Español de 1 de junio de 1845 apareció este anuncio:

El 1º de junio comenzará a publicarse una colección de novelas originales españolas, con el título de Mil y una noches, escrita por los señores Hartzenbush, Larrañaga, Huici, Orgaz, Andueza, Rubí, Campoamor, Blanco y Sanz. Saldrán por entregas de 16 páginas en 4º, con grabados en el texto.

Efectivamente, este año de 1845 se publicó el primer tomo de Mil y una noches españolas. Este volumen contó con cinco relatos, entre los que no figura ninguno de Sanz, pero acaso el arevalense preparó algún relato para siguientes volúmenes, que no llegaron a aparecer. También puede ocurrir que el Sanz citado en el anuncio no sea nuestro autor, sino José Sanz Pérez, como señala Picoche (1988: 103).

  

Cuentos manuscritos

Son tres relatos que se conservan entre los manuscritos de Sanz, a que antes hemos aludido[5]. No están fechados y, que sepamos, quedaron inéditos.

Parece ser que Sanz tenía el proyecto de escribir una serie de relatos, porque el primer cuento lleva en la portada un título genérico: Escenas de la vida. En el reverso figura esta anotación: «Si lo que aquí se narra no me ha sucedido a mí, puede haber sucedido a cualquiera otro». Encabezando la segunda página se repite el título genérico y se añade un título particular: Escenas de la vida. Una cita.

Los otros dos relatos no llevan título; simplemente van presentados como Cuento. En el apéndice de este trabajo reproducimos uno de ellos. Su argumento es el siguiente: el joven Eduardo, estudiante en Salamanca, regresa a su villa, donde le aguarda la joven Luisa, a la que corteja. Luisa recibe sus visitas y corresponde a su amor. Pero llega a la villa un regimiento de militares, y uno de ellos se enamora de Luisa, a la que envía una nota. Enterado de ello varios días después, Eduardo pasa unos días de gran tristeza, corroído por los celos. Finalmente, se queja a Luisa, que le tranquiliza asegurándole que no le ha dicho nada acerca de la carta para evitar que Eduardo se enfrentara con el militar y cometiera un disparate. Convencido de su fidelidad, abandona feliz su casa. Pero en la calle el militar le detiene, le interroga sobre sus intenciones en relación con Luisa y le desafía. Eduardo toma a broma su desafío, explicando al militar que su actitud no tiene ningún fundamento. El militar entonces le enseña una carta de amor de Luisa, lo que deja anonadado al inocente Eduardo, que renuncia a Luisa y a las mujeres en general, huyendo de ellas en adelante como del diablo.

En el plano ideológico es un cuento de una evidente y tópica misoginia, pero en el plano literario lo cierto es que funciona, porque mantiene constantemente la intriga; al comienzo del cuento, la duda del lector es si a Eduardo le corresponderá o no Luisa; más adelante el cuento parece derivar hacia una catástrofe causada por los celos infundados del joven estudiante; finalmente, la carta amorosa de Luisa al militar es tan sorprendente para el lector como para el propio Eduardo.

Los caracteres, aun en la brevedad del relato, están bien trazados, especialmente el del enamorado y crédulo Eduardo. Por el contrario, estilísticamente no parece una obra de la madurez de Sanz, ya que algunos detalles revelan una cierta falta de oficio. Así, la escena de la primera entrevista entre Eduardo y Luisa, donde el narrador escoge el diálogo relatado, en lugar del diálogo en estilo directo, más eficaz literariamente.

Un pasaje interesante es el momento del desafío: a la furia del militar responde Eduardo con flema y burla (hasta que reconoce que es él el engañado). Este pasaje recuerda a otros textos donde Sanz se mofó de los desafíos por causas amorosas: en la piececilla teatral El desafío[6] y en el poema burlesco «La razón de un duelo», publicado en La Risa, en que Sanz ridiculiza a dos caballeretes que se desafían y se atraviesan mutuamente: la razón era que cada uno decía ser el destinatario de la mirada amorosa de una señorita, que resulta ser ciega.

 

«La bruja», relato en prosa y verso

Apareció esta narración en La Risa (25-II-1844), publicación satírica en la que Sanz colaboró con varios poemas[7]. Además de combinar prosa y verso, esta obra de Sanz emplea una abundante polimetría, que recuerda mucho a Espronceda. Por el tema, es una burla de un tema muy cultivado por los románticos: el relato terrorífico de hechicería.

En efecto, siguiendo el ejemplo de los pioneros en la sátira contra los tópicos románticos (Mesonero Romanos, Eugenio de Tapia, Gorostiza), en las revistas de estos años menudearon los poemas burlescos que parodiaban rasgos típicos del Romanticismo: cierto léxico, rimas esdrújulas, polimetría, lo terrorífico, la pasión exagerada... En este contexto se situaron las colaboraciones de Sanz en La Risa, entre ellas «La bruja».

El argumento es el siguiente: la gente de una aldea está consternada porque han fallecido varios niños. Se sospecha que la causa ha sido el hechizo de una bruja. Desaparece el hijo del alcalde, y la alcaldesa acusa ante el pueblo a una vecina, llamada Tía Calandria, mientras ésta se encuentra tranquilamente dando de comer a sus gallinas, que son lo que más quiere en el mundo. En este punto, Sanz intercala una digresión sobre la envidia, narrando la historia de un alcalde que desterró a un joven del pueblo por llevar melenas, siendo la razón que el alcalde era calvo. Termina la digresión y prosigue la historia. El pueblo prende a la presunta bruja en unos versos de métrica esproncediana:

   Y escúchanse                                           325

atroces

mil voces

al par:

   ¡Quememos

a ésta                                                          330

que infesta

el lugar!

   Y lanzando centellas por los ojos,

clara señal de su tremenda rabia,

los unos agarraron las gallinas,                     335

y los otros ¡oh cielo!... ¡la Calandria!

En ese momento resuena un tambor, lo que hace huir a todos, espantados porque piensan que vienen los demonios en ayuda de la bruja. Pero es una pequeña tropa, que trae presas a unas gitanas, autoras del rapto. Encuentran sola a la tía Calandria en la plaza, y van todos a casa del alcalde a celebrar la buena noticia de la aparición del niño. Pero a la plaza han llegado también las gallinas de la tía Calandria, y los soldados las atrapan y se las comen. Al volver la tía Calandria y ver lo que ha ocurrido, se quiere arrojar al fuego, pero los soldados se lo impiden. Termina el poema contando que la anciana vivió el resto de su vida con gran dolor y nostalgia por sus gallinas.

 

«Un sueño en el teatro»

El Semanario Pintoresco Español fue una de las revistas más longevas (1836-1857) y de mayor éxito del siglo XIX. Una de sus características fue la publicación de una enorme cantidad de relatos en prosa: 228, según Rodríguez Gutiérrez (2004: 69). Entre ellos encontramos uno de Eulogio Florentino Sanz, publicado en dos entregas (1 y 8 de septiembre de 1844). Brevemente resumido, el argumento es el siguiente (el texto completo es asequible en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional): Sanz, asido por el cuello por una mano misteriosa, es transportado por el aire y se encuentra en pleno siglo XV, en el interior de una estancia gótica, donde asiste a un diálogo entre un caballero anciano —que atiza el fuego de la chimenea con un badil— y su servidor. Están comentando la muerte en el patíbulo de don Álvaro de Luna. Atacado por el anciano, recibe un tremendo golpe en la cabeza y… despierta de su sueño en el interior del teatro. Estaba asistiendo a la representación de un drama traducido del francés. Entabla conversación con el traductor, que le informa de que la obra tiene nada menos que ocho actos y veintitrés cuadros; y el arevalense se había quedado dormido antes de acabar el primer acto. Narra Sanz su sueño al traductor, quien le anima a que haga con él una novela histórica: «Si yo soñase así… ¡No es nada! ¡Soñar novelas históricas, no hay más que pedir», exclama. A continuación invita a Sanz a asistir a su nueva obra, que tiene previsto estrenar al cabo de una semana. La describe así: «Es obra de mayor calibre. Figúrese usted… nueve actos, treinta y seis cuadros, prólogo, epílogo y apéndice… La catástrofe… ¡tiene siete catástrofes!». Sanz acepta su invitación, anunciándole burlonamente que proseguirá su sueño durante la representación.

Como es fácil apreciar, en este relato Sanz se burla de dos modas literarias de la época: los dramas traducidos del francés y las novelas históricas.

 

Dos artículos en La Ilustración

Sanz colaboró en La Ilustración con dos artículos: «Filología Moral. Divertirse» (3-XII-1855) y «Entre comillas» (7-I-1856), que pueden leerse en la Hemeroteca Digital de la Biblioteca Nacional. En el primero, Sanz niega que el verbo divertirse se pueda emplear con propiedad: el ser humano no se divierte en el presente, y siempre está recordando tiempos pasados en los que cree que sí se divirtió; diversión que, según Sanz, tampoco existió, sino que es un mero consuelo de la imaginación, cuyo fin es mitigar un poco la amargura de la vida. Este artículo es una clara constatación del carácter atrabiliario del poeta de Arévalo. Leemos, por ejemplo:

El hombre es durante el hoy de su vida un tronco en el invierno […]. En el presente del árbol y del hombre sólo hay turbiones o ventiscas para el primero, y desventuras o percances para el segundo […]. El hombre, siempre agobiado por los percances —que son su presente—, y no muy tranquilo por las rosadas esperanzas —que son su porvenir— se vuelve a los recuerdos —que son su pasado—, y por ellos se abraza con la existencia dolorosa […].

Entre el árbol y el hombre, ya sé que hay diferencias, y diferencias de calibre; pero todas redundan en pro del árbol.

Hacia el final del artículo encontramos ideas acerca de la estupidez humana semejantes a las que expresa Quevedo en el drama de Sanz:

He aquí la excepción y la regla:

Regla general.- Por más que se hayan divertido mucho, nunca se divierten ni poco ni nada los hombres.

Excepción.- Por más que no se diviertan ni poco ni nada, siempre se han divertido, se divierten y se divertirán muchísimo los tontos.

¿Y quiénes son los tontos?, preguntará cualquiera.

Los tontos son los tontos.

Jesucristo no se atrevió sino a contarlos, y resultaron en número infinito.

En cuanto a su definición verdadera, no sé quién asegura que el que no es tonto alguna vez, lo debe a la feliz combinación de ser tonto siempre.

  En el segundo artículo, «Entre comillas», que es menos interesante, Sanz se burla de la manía de citar textos de autoridades con la única intención de alardear de erudición.

 

«Cuatro palabras a los lectores de este libro»

Es un texto de varias páginas que cierra el libro Obras en verso y prosa de Francisco Zea (1858: 553-566). Críticos como Rose (1917: xiii) y Costa (1992: 25) han considerado interesante este texto para conocer las ideas literarias de Sanz. Según Díez Taboada, este artículo «nos muestra las notables dotes críticas de Sanz» y prueba que el autor de Arévalo «es consciente del bajo ambiente lírico del momento, y sin duda esta convicción contribuyó a su profundo desengaño posterior» (1958: 54).

Sanz, que parte de la pesimista interrogación de Larra («¿No se lee porque no se escribe o no se escribe porque no se lee?»), declara que hay personas en España que están escribiendo, pero que nadie lee:

Se escribe y no se lee: tal es el hecho. Si del hecho resulta vanagloria para alguno, llévesela quien la quisiere; si resultare mengua, o cosa tal, no ha de ser, a fe mía, para esos que en España cultivan el áspero campo de las letras, gastando en lucha estéril el tesoro de su fe juvenil, sin columbrar siquiera un rayo de esperanza lejana.

Añade Sanz que hay algunos lectores de literatura en general, pero casi ninguno de poesía lírica; y condena la intrusión de esta última en el drama, lo que explica por qué su Don Francisco de Quevedo es una obra puramente dramática, sin ninguna concesión a la lírica:

Así se va muriendo poco a poco la lírica española; y lo que es peor, la lírica, abandonada en el olvido y buscando quien la escuche, por no hallar quien la lea, se refugia y se injiere en la dramática, y así forman entrambas un bárbaro consorcio, aun a riesgo de que las dos se esterilicen y destruyan.

Denuncia que los mismos que oyen poesía lírica en el teatro «por la noche, de boca de una actriz y reclinado cómodamente en su butaca», por la mañana no pueden aguantar la lectura de fray Luis de León o Francisco de la Torre.

Deja entrever también Sanz en este artículo algo de su código poético, cuando menciona que «la flexible docilidad de la forma» debe responder a «la espontaneidad del pensamiento»; o cuando valora, frente a «la armonía imitativa del mundo exterior», «la armonía imitativa de las ideas y el sentimiento, soplo vital de toda poesía». Es decir, como explica Díez Taboada (1958: 78), Sanz prefiere el concepto de poesía como emoción frente al concepto de poesía como belleza. 

 

APÉNDICE

CUENTO[8]

I

Era un día de junio. Un estudiante, acompañado de un sirviente, caminaba concluido ya el año escolástico hacia el lugar con aquel placer que es natural en un joven de pocos años cuando, después de un largo plazo de ocho meses, se dirige a ver a su familia y a recrearse en el lugar de nacimiento, lugar siempre dulce y agradable, ya porque en él hemos visto la luz por vez primera, o ya porque aquí hemos recibido las más halagüeñas impresiones, como son las que experimentamos en los inocentes juegos de la infancia, y que jamás se borran de nuestra memoria.

Después de dos días de camino, el más incómodo por el excesivo calor, a la caída de la tarde del segundo día divisó ya el impaciente joven a poca distancia las torres que ya tiempo había que buscaba con ansiosos ojos, y a las que si posible fuera hubiera querido llegar en un vuelo.

Natural es este deseo en un muchacho a quien el amor de su familia parece que le aguijonea de continuo; pero no era esto sólo, ciertamente, que otra causa tal vez más poderosa obraba en la ardiente fantasía de nuestro héroe.

Tenía dieciocho años, era de genio alegre y acaso alborotado, su sangre hervía… Circunstancias todas que bastan para hacer creer que no se hallaría exento de cierta afección simpática, y tal vez más que simpática, hacia alguna de las gentiles y pispoletas[9] zagalas que se pasean en los floridos prados de las villas.

En efecto, Eduardo, que así se llamaba nuestro corifeo[10], estaba perdidamente enamorado de una niña alegrita de cascos como él, cuya imagen, grabada en lo mejorcito de su corazón, contribuía más que nada a acrecentar su deseo de llegar a la cercana villa, que según él decía se iba alejando gradualmente, a pesar de los continuados espolazos con que avisaba a su mula, amén de algunos punzadazos que con un cortaplumas que en la mano llevaba la regalaba de cuando en cuando para mayor estímulo; ¡tal era su impaciencia!

[A] poco más de un tiro de fusil de la villa se hallaban el padre y algunos parientes y amigos esperándole, los que tan pronto como vio el escolástico aguijoneó más que nunca a su cansada cabalgata, hasta llegar al sitio donde estaban, y allí se bajó con increíble ligereza y dio afectuosos y bien repartidos abrazos a todos, que le congratulaban por su feliz llegada.

Sacaron enseguida algunas frioleras y golosinas, y sentándose a la orilla de un arroyo que por allí tiene su curso, comenzaron a comer a porfía, interrumpiendo a veces tan plausible tarea con alegres y sabrosas pláticas de una y otra parte.

Bien hubiera querido nuestro Eduardo ahorrase tan prolijas detenciones y haber entrado en la villa cuanto antes, pero como era prudente disimuló por entonces su deseo.

Por último, llegó el anhelado instante de la marcha, y todos en grata compañía se dirigieron hacia casa, no sin que el padre de Eduardo menudease sus preguntas, lo que contribuía a hacer aún más largo el corto camino que de la villa faltaba.

Ya con indecible placer del forastero tocaron en ella, que fue tanto para él como tocar en seguro puerto después de una larga y peligrosa navegación.

Palpitole el corazón de placer al pensar que se acercaba ya el momento de ver a su adorada, y como en la corta travesía a casa de su padre pasó precisamente por la de su querida, no pudo el amartelado mozo contener un profundo suspiro exhalado de lo más íntimo de su alma al pisar aquella calle y al ver aquellas paredes que tan dulces transportes le traían a la memoria, y a las que estuvo con disimulo mirando un breve espacio como si desease descubrir y penetrar por ellas lo que hacía la reina de sus pensamientos.

Llegaron al fin a casa de su padre, y todos los parientes y amigos se retiraron, resistiéndose a las repetidas instancias que les hicieron para que con ellos cenasen aquella noche; pero todos, alegando precisión de retirarse, lo hicieron como llevo dicho, pero no sin dar antes cordiales y afectuosos parabienes a toda la familia por la feliz llegada del estudiante, y en especial a éste por su buena salud y por lo bien que le probaba la Universidad.

Solos quedaron los de la casa, y nuestro Eduardo, que ya lo deseaba tiempo había, fingiendo un especioso y decente pretexto, se salió de ella y con la ligereza de un gamo dirigió sus pasos a donde puede imaginarse fácilmente.

Bien puede creerse que no tardaría mucho en llegar a su destino, pues tal era su prontitud en esta ocasión que ni la mula en que antes viniera montado le pudiera igualar, a pesar de los estímulos con que él procuraba avisarla, como va dicho; lo cual no es de extrañar, pues los deseos hacen al hombre diligente.

Llegó finalmente; traspasó el umbral y su corazón palpitó segunda vez con más agitación que antes. Llegose a la segunda puerta, y apenas el desatinado hallaba el aldabón, por su priesa. Por fin llama, apresurado, y en el mismo momento le responde una encantadora voz que sonó en sus oídos tan dulcemente, con tanta melodía… Era la voz de su adorada señora… y no hay más que añadir. Ábrese el picaporte al instante, que ya le parecía al impaciente joven que tardaba un siglo, entra…, sube desaforado la escalera… y ya en ella le aguardaba la bella niña, tal vez tan impaciente como él mismo… Hacía ocho meses que no se veían… Se ven, se acercan, y… lo que pasaría en tan tierna y bella escena puede figurárselo cualquiera que en tales casos se haya visto.

Eternamente se hubieran estado los dos jóvenes en la escalera si una voz que en mala hora resonó en sus oídos no les hubiera recordado de su embelesamiento preguntando:

— Luisa, ¿quién es?

— Eduardo, mamá —respondió ésta, y le introdujo en la sala donde su madre se hallaba, que al ver al joven se alegró infinito, porque por estrechas relaciones que mediaban entre las dos familias siempre le había mostrado un singular cariño.

Una parte de la noche pasó nuestro recién llegado en casa de doña Ramona, que así se llamaba la madre de Luisa, la cual le hizo muchas preguntas acerca de Salamanca, a las que el mancebo contestaba con el mayor despejo, si bien algunas veces, cambiando los términos por hallarse embelesado en otro objeto, solía responder un disparate, tal como cuando habiéndole preguntado doña Ramona si había buenas muchachas en Salamanca y qué tal eran los jóvenes, respondió (por una distracción perdonable en aquellas circunstancias) que los jóvenes eran regularmente muy graciosas, si bien algunas coquetuelas, fingidas y sin aquella sencillez que caracterizaba a las de su villa, y que en cuanto a las niñas salamanquinas solía dar muy buenos estudiantes, aunque muy presumidos y que sólo cuidaban de peinarse la patilla y de estirarse el pantalón para que no tuviera la menor arruga.

Finalmente, después de estas y otras semejantes pláticas, se despidió el distraído caballero hasta el día siguiente. Felicitole doña Ramona por su llegada con expresiones las más afectuosas, y lleno de complacencia echó a andar. Saliole a alumbrar la hermosa Luisa, con un agrado y, si se quiere, una ternura tan bien expresada en su halagüeño rostro, que poco faltó para que el pobre muchacho de puro gozo rodase la escalera.

Despidiose también de ella desde el último tramo, pero más con los ojos que con las palabras, y saliendo de tan dulce y atractiva mansión se dirigió hacia su casa, bendiciendo interiormente su felicidad.

 

II

En el mismo día que Eduardo llegó a su pueblo, entró también en él una compañía de granaderos, que relevando a la que antes había quedó de destacamento.

Venía en esta tropa un joven cadete, malísima cabeza, que muy pronto se dio a conocer por sus extravagancias.

A su falta de talento unía un orgullo indomable. Sin más que una bella figura que había debido a la naturaleza, quería ostentar superioridad en todo, y llegaba su necedad hasta el punto de disputar de cualquier materia que fuese, aun de aquellas que no conocía.

Sucedió pues que como al día siguiente de su llegada, que era domingo, viese en la iglesia a la bella Luisa, quedó perdidamente enamorado de sus atractivos, y como hombre sin reflexión, ya no trató sino de buscar medio de hacerla saber[11] su pasión, a pesar de ignorar quién la joven era y a qué familia pertenecía.

Difícil era, a la verdad, que encontrase modo de satisfacer su deseo un hombre como el desconocido, y menos en la villa, pero yo no sé cómo pudo componerse, lo cierto de ello es que a dos días de su vista ya había logrado no sólo averiguar quién era Luisa, sino que ya la había remitido un billete por medio de una criada que en su casa servía.

En él la encarecía con desmesuradas hipérboles su perfecto amor y concluía jurando que si se mostraba ingrata a tanta ternura, destrozando bárbaramente su corazón apasionado, él hallaría en su espada el fin de sus desdichas, pues sin su amor no era posible que él viviese.

Riose la bella Luisa de este billete y no se cuidó mucho al parecer de contestarle ni de saber si el rendido militar daba indicios de querer apartarse de la vida. Pero a pesar de esta indiferencia nada dijo a Eduardo de tal acontecimiento, y sólo siguió mostrándole como antes su mucho cariño.

Un mes había transcurrido desde que Luisa recibió la declaración del cadete, sin que en su amor hacia Eduardo se hubiera observado la menor alteración, ni que éste tuviese noticia alguna del tal billete. Pero como las cosas, tarde que pronto, al fin quieren descubrirse, sucedió que todo lo que va referido llegó a noticias de Eduardo, tal como había pasado, de modo que muy en breve los celos tuvieron entrada en su pecho, libre hasta entonces de tan negra plaga.

Mil ideas se agolparon en su imaginación. Del silencio de Luisa sobre el referido billete sacaba el infeliz una consecuencia harto triste de su desamor, porque, como él decía, la falta de confianza en su amante es el principio del olvido. Otras mil sospechas pasaban más adelante. Imaginaba que el oficialito sería correspondido, y ya la ingrata y fementida Luisa se presentaba a sus ojos como una hipócrita, y ocultando el verdadero amor hacia el cadete bajo el fingido rostro que a él le mostraba.

Esta tan horrible idea era para él un continuo torcedor[12]. No se apartaba de su fantasía la ingratitud de la malvada Luisa. Esta triste y tétrica idea le atormentaba sobremanera. Su genial[13] alegría se mudó en una melancolía terrible, y desde entonces se le vio solo y pensativo.

Pero sobre todo su mayor martirio era cuando Luisa, con el más tierno interés, le preguntaba la causa de su tristeza. Mil veces le hacía las mismas preguntas, llena de cariño, y otras tantas procuraba él evadirlas. ¡Ah! Las caricias de una ingrata, de una perjura, aquellas caricias que en otro tiempo hicieran su felicidad, ya que las juzgaba traidoras y fingidas, eran su muerte.

Cansado por fin de tanto silencio y no pudiendo por más tiempo ocultar el volcán que albergaba en su pecho, determinó salir de tan cruel estado manifestando abiertamente a Luisa el conocimiento que tenía de su ingrato y fementido proceder. Y resuelto a esta dura prueba, ya sólo buscó la primera ocasión favorable.

Presentósele ésta aquella tarde misma, en que habiendo ido a casa de Luisa la halló casualmente sola divertida en regar el jardín. Así como ella le vio, dejando su tarea se dirigió hacia él con la mayor ternura.

— No dejes tu ocupación porque yo venga —dijo Eduardo sombríamente—. Sigue, pues, Luisa, y yo me ocuparé también contigo, [si] ya mi ayuda no te es molesta y fastidiosa.

— No sé —contestó Luisa— de qué pueden nacer unas palabras tan injuriosas al amor mío.

— ¿Al amor tuyo? ¿Por ventura has creído que soy el donoso cadete? Pues te has equivocado, Luisa, soy Eduardo. Eduardo, que ningún atractivo debe tener para tu corazón. No es Eduardo tan marcial y tan bello como el señor cadete. ¡Ah! El señor cadete viste una casaca con vivos colorines muy propios para enamorar a las bellas; lleva una bonita espada y unos cordones de oro que deslumbran. Ya ves Luisa que…

— ¿Es posible, Eduardo, que así me ofendas? ¿Tal idea has podido formar del amor de tu Luisa, de su constancia?

— ¡Constancia! Hacia el cadete bien podrá ser, y a bien que en eso obras con mucha prudencia. Debes hacerlo así, porque si no…, ya lo sabes…, hallará en su espada el remedio… de quitarse la vida… Y una vida que debe serte tan preciosa… sería una ingratitud horrible. Sele constante, Luisa; halle él más constancia que la que yo he hallado en tu pecho. Sele tierna, sele amorosa y abandóname a mí abiertamente y no me finjas caricias que no son ciertas. Aborréceme, Luisa; yo no hallaré el remedio en una espada, pero le hallaré en mi melancolía, que será bastante para quitarme la existencia, que ya me es enojosa.

— La existencia. La existencia me quieres quitar tú con tus palabras. ¿Es posible que digas que mi amor hacia ti es una ficción? ¿Es posible de ti tal injuria? Ingrato, ¿no te he dado repetidas pruebas? ¿No ha sido siempre tu gusto mi única voluntad? ¿Qué más pretendes? ¡Ah! ¿Por qué te deleitas en despedazar mi alma con tus infundados celos?

— ¡Infundados celos! Pues dime, ingrata, ¿no has recibido un billete? ¿Venía el billete de mi mano? ¿No me has ocultado su contenido? ¿No me has ocultado hasta su recibo?

— ¿Y es ésta sola la causa?

— ¿Y no te parece suficiente? Pues dime, ingrata, ¿qué he de juzgar de ti si me ocultas un billete amoroso?

— ¡Ah, Eduardo! ¡Y cuán inocentemente ha hecho tu Luisa lo que tú juzgas un crimen!

— ¡Inocentemente! ¿Pues qué pudo moverte, fementida? ¿Qué pudo moverte?

— No me injuries. ¿Preguntas qué pudo moverme? Tu propio bien. Si te le hubiera entregado, ¿quién hubiera contenido tu arrojo? Tal vez en este instante habrías cometido un crimen. Yo te amo y lo he evitado. He recibido un billete, sí, pero no le he contestado ni he hecho de él aprecio alguno. Te lo he ocultado, sí, por tu amor; y sólo recibo injurias por aquello mismo que debieras darme gracias.

— ¡Me has vuelto la vida! Perdona mi error, Luisa, perdona mi imprudencia en juzgarte. Soy indigno de tu afecto, he sido un injusto. Pero, ay, que todo nace de acendrado amor, ¡de mi amor, porque te amo aún más de lo que imaginas! Estoy avergonzado. Es tanto mi amor que tendría celos hasta de tu sombra. Pero perdona mi desconfianza. Ese cadete…

— Sosiégate. Yo no tengo más que un corazón, y ése es tuyo.

Por fin concluyó esta amorosa contienda. Como todas las de esta clase: en una reconciliación. ¡Y cuán dulce es una reconciliación entre dos amantes! ¡Ah! Entonces llegan al colmo de la felicidad!

 

III

Así le sucedió a Eduardo, que desengañado ya de su error volvió a dar entrada en su pecho a la dulce calma de que había carecido durante sus negras sospechas. Despidiose de Luisa con la mayor ternura, aunque no sin asegurarse antes repetidas veces de que su amada le perdonaba su falta de confianza.

Lleno de satisfacción se retiró nuestro reconciliado amante de casa de su prenda. Salió, pues, a la calle, que a la sazón paseaba de abajo para arriba el caballero cadete, dirigiendo de cuando en cuando amorosas miradas a los balcones de Luisa.

Si no estuviera tan satisfecho Eduardo de su victoria, tal vez los celos hubieran vuelto a atormentar su corazón, pero su alma rebosaba de placer, y nada echaba menos. Así es que pasó junto al cadete con un aire de satisfacción, como diciéndole «Insensato, necio, te afanas en vano. Yo triunfo».

Ya había traspuesto la esquina de la calle y dirigía sus pasos fuera de la villa cuando sintió que le asían del brazo por detrás. Volvió la cabeza y vio con sorpresa que era el cadete, a quien él creía aún en la calle anterior, y el cual procuraba detenerle.

— ¿Qué tenéis que mandarme, caballero? —preguntó Eduardo con extrañeza.

— Quisiera hablaros dos palabritas —respondió con arrogancia el militar.

— Podéis decir lo que gustéis. Estoy dispuesto a escucharos.

— Muy bien. Puesto que os dirigís para el campo, os acompañaré y allí hablaremos.

— Como gustéis —concluyó Eduardo.

Y echaron a andar juntamente, sin añadir una palabra.

No acababa de entender nuestro estudiante el objeto que podía obligar al cadete a querer hablarle aquellas «dos palabritas». Sucedíanle ya una idea ya otra, y todas las desechaba finalmente como infundadas, de modo que su imaginación fluctuaba entre mil dudas.

Pero muy pronto las vio desvanecidas cuando habiendo llegado a la salida de la segunda calle, próxima a los paseos de la villa, le dijo el cadetito:

— En pocas palabras, sólo intento saber con qué objeto visitáis a la casa de donde acabáis de salir.

— Para responderos necesito yo saber antes con qué objeto me lo preguntáis vos.

— Porque necesito yo saberlo.

— ¿Y sabéis si debo decíroslo yo?

— Sí, debéis decírmelo y me lo diréis. Yo os lo pregunto y basta.

— Vos me lo preguntáis… ¿Y con qué derecho?

— Con el que me da sobre vos esta espada.

— Derecho por cierto muy legítimo. ¿No tenéis otro?

— ¿No os parece éste bastante legítimo y poderoso? Pues tened…

— Legítimo ya podéis ver si lo es; poderoso, de  ningún modo debo considerarle si atiendo a que esa espada la lleváis vos.

— ¿Tal afrenta a mí, a mí? ¡Os he de cortar la lengua!

— Mucho uso hacéis de la vuestra, y eso me prueba que no sabéis hacerle de la espada, por la que pretendéis sobre mí un derecho.

— Un derecho incontestable, el de la fuerza.

— Incontestable, sí, pero en vos este derecho es imaginario, ¿no tenéis otro?

— Tengo el que me concede el amor de esa joven.

— ¿De qué joven?

— La joven de cuya casa habéis salido.

— ¿Vos poseéis su amor? Mucho lo dudo.

— ¿Lo dudáis? Yo os lo haré ver. ¿Conocéis esta letra?

— ¡Cielos! —exclamó Eduardo arrebatándole una carta que le enseñaba y cuya letra conoció al instante.

— Leed —prosiguió el cadete.

«Vuestro amor —leyó Eduardo— me envanece sobremanera. Mucho debe lisonjearme una conquista como vos, si no recelara de vuestra constancia, porque son siempre muy volubles los militares.»

No pudo proseguir Eduardo la lectura de tan funesto billete. Cayósele de las manos. Tomole el oficial y, como si se deleitara en agravar su dolor, prosiguió leyendo:

«Son siempre muy volubles los militares, pero tienen la gracia de cautivar el corazón de las bellas. Dígalo el mío, que aunque no sea corazón de una hermosa, se halla enredado en los cordones de un cadete. — Luisa».

— ¡Mujeres! —dijo el abatido Eduardo—. ¡Mujeres! Si alguien dijo «mujer» dijo «engaño». De todas abomino. Y vos, caballero, gozad las delicias que os promete el amor de esa hermosa. Hermosa, sí, cuanto fementida. Disfrutad en buena hora de sus caricias. No os las envidio, no, que caricias de mujer son asechanzas de cocodrilo. Pasadlo bien —dijo, y como un rayo se separó de aquellos sitios.

 

IIII

Desde entonces no ha vuelto el desengañado Eduardo a ver a Luisa. Su memoria le es odiosa, jamás imaginando que cupiera tanto engaño en ser criado. A veces se anegaba en reflexiones y solía exclamar, como antes, «¡Las mujeres! Quién será capaz de conocer vuestras perfidias!»

Cuatro meses son pasados desde su entrevista con el cadete. La imagen de la perversa Luisa se ha borrado de su memoria. A poco tiempo de su desengaño marchó para la Universidad. La alegría de que por largo tiempo [estuvo] privado va otra vez tomando posesión en su alma.

Entre sus amigos suele recordar su pasada avería, y estos le dicen picantes pullas por sus amorosas aventuras, pero es tal su ingenio y despreocupación que les ayuda en su tarea llevando a cabo la mayor parte de sus bromas.

Dice que si fuera poeta se había de componer a sí mismo una letra, aunque acaso le retraería de su propósito el tener que repetir muchas veces el nombre de mujeres, porque al oír este nombre fatal tiembla como el corderillo al escuchar el aullido del lobo.

Y así, cada vez que resuena en sus oídos o ve una mujer próxima a sí, hace una cruz con índice y pulgar y exclama con pavor mirando al cielo Sed libera nos a malo.

  

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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NOTAS

[1] Para la biografía y producción literaria de Sanz, cfr. Bernaldo de Quirós (2007b).

[2] Hay abundante bibliografía sobre estas traducciones de Sanz. Estudios básicos son los de Díez Taboada (1958) y Pageard (1990). Cfr. también Gómez García (2008) y Bernaldo de Quirós (2009).

[3] Sobre este drama, cfr. Bernaldo de Quirós (2006a), que repasa la amplia bibliografía existente sobre esta obra y hace un detallado estudio. Véase también Patricio (en prensa).

[4] Biblioteca de la Real Academia Española, ms. 320, doc. 79. Puede verse un extracto de esta carta en Bernaldo de Quirós (2007c).

[5] Real Academia Española, ms. 320, docs. 269, 289 y 290. En sendos cuadernillos en octavo, con letra pequeñísima y de fatigosa lectura.

[6] En esta obrilla, también manuscrita, editada por Bernaldo de Quirós (2007c: 42-46), un vecino de una villa (Arévalo) desafía a otro por haber besado a su hermana, pero el desafiado se burla, por considerar que el motivo es demasiado fútil.

[7] Sobre esta publicación (con algún comentario sobre las colaboraciones de Sanz), cfr. Rubio Cremades (2003).

[8] Biblioteca de la Real Academia Española, ms. 320, nº 290. Transcribo y puntúo conforme a las normas actuales.

[9] pispoletas: parece localismo de Sanz, por pizpiretas.

[10] corifeo: uso humorístico.

[11] hacerla saber: el laísmo y el leísmo son constantes en Sanz.

[12] torcedor: cualquier cosa que ocasiona disgusto o mortificación.

[13] genial: propia de su genio, de su naturaleza.