El siniestro gusto literario del Neronismo.

Un estudio comparativo en la producción franco-española

sobre la violencia contra las mujeres

 

 

Jordi Luengo López

(jluengol@upo.es)

universidad pablo de olavide de sevilla

 

Resumen

El Neronismo fue un fenómeno por el que el público burgués de finales del XIX y principios del XX, experimentaba un tétrico placer al leer la violencia ejercida contra las mujeres en las novelas de bolsillo y las crónicas de sucesos. Aquí se plantea mostrar cómo el Neronismo contribuyó al proceso de «visibilización» de la violence féminine.

 

Abstract

Neronism was a phenomenon in which the middle-class public of the end of the 19th century and the beginning of the 20th century, took gloomy pleasure in reading about violence against women in paperback novels and accident and crime reports. In this paper, we show how the Neronism contributed to the «visibilisation» process of violence against women.

 

Palabras clave

 

Neronismo

Violencia contra las mujeres

Feminismo

Marcel Prévost

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

 

Neronism

Violence against women

Feminism

Marcel Prévost

 

 

 

 

AnMal Electrónica 31 (2011)

ISSN 1697-4239

   

  

 

Pauvre femme! Du haut en bas de la société, c’est nous toujours, hélas!

les délaissées, les malheureuses…

(Marcel Prévost)

 

La sensibilización del cuerpo social

La cita con la que abrimos esta reflexión fue escrita en 1894 por Marcel Prévost, en su obra Nouvelles Lettres de Femmes, donde, valiéndose del género epistolar, contaba en una carta titulada «Le Consolateur» toda clase de infidelidades que las mujeres cometían con sus maridos o «seres amados». Se trata de una carta escrita en primera persona, donde la mujer de M. Raoul descubre cómo su marido contactaba con otras mujeres a través de anuncios de periódico cifrados en clave. Justo antes de darse cuenta del engaño, la mujer estaba hojeando las hojas de un periódico, viendo los contenidos que divertían a quienes los compraban, siendo la mayoría de su público lector eminentemente masculino. Entre los temas que aparecían se encontraban huelgas obreras, crónicas teatrales, escándalos de hombres burgueses infieles a sus mujeres, con la consecuente pérdida de sus puestos de trabajo, y otras informaciones, entre las cuales la protagonista sólo parece parar mientes en la narración de un crimen pasional. Sin embargo, lo que nos sorprende es que no se trataba de un homicidio cometido por un hombre al matar a su mujer, sino más bien al contrario, era la mujer celosa quien asesinaba a su marido de tres tiros en el pecho. Mme Raoul, con todo, encontraba algo de compasión por parte de la lectora hacia la asesina, ya que imaginaba lo que tenía que haber sufrido la mujer hasta llegar a ese punto (Prévost s.a.: 65-68).

Sin duda, este fragmento literario daría para otro estudio colindante con el que aquí nos proponemos elaborar, por lo que vamos a centrarnos en el mensaje implícito dentro del mismo. Lo interesante de lo recién contado, empero, aunque sólo sea de forma colateral, es que ya desde finales de la era decimonónica, las crónicas de crímenes pasionales tenían su hueco en los periódicos, repercutiendo luego en el mundo literario, para ser, en ambos casos, garantía de éxito y ventas, siempre y cuando el escritor supiera explotarlos con suficiente originalidad y maestría.

Esto nos demuestra que la hoy denominada «violencia de género» ya era un reclamo para el público lector hace más de un siglo y probablemente lo fuera mucho antes. Nótese que escribo violencia de género entre comillas, porque no es propio hablar de la misma en un tiempo histórico que se encuentra más allá de la conformación del concepto en sí. La voz género no se utilizará con propiedad hasta la década de 1990, para expresar una construcción sociocultural e histórica, aunque su aparición hubiera acontecido en las postrimerías de la década de 1960. En efecto, este término fue utilizado por primera vez por los psicólogos J. Money, en 1966, y R. Stoller, en 1969, cuando se plantearon establecer la distinción entre sexo y género al querer diferenciar conceptualmente las características sexuales, limitaciones y capacidades que las mismas implicaban, de los rasgos sociales, psíquicos, culturales e históricos de las personas (Izquierdo 1998: 23). Esta diferencia era imprescindible para comprender aquellas sociedades o aquellos momentos de la historia en que los patrones de identidad, los modelos, las posiciones y los estereotipos de lo que es/debe ser una persona estaban establecidos en función del sexo al que se pertenecía. Se habla también de violencia machista o violencia sexista, pero los términos en sí conllevan demasiadas limitaciones semánticas, por lo que los expertos en la materia tienden a dejarlas de lado. Utilizar hoy la noción de «violencia de género», como apunta De la Concha (2010b: 7), aunque es una expresión que designa la violencia específica infligida a las mujeres por el mero hecho de serlo —pues es sin discusión el grupo más numeroso y visible en sufrirla—, afecta por igual a los hombres, sin olvidar también otros grupos igualmente victimizados e invisibilizados, como los homosexuales, las lesbianas, los gays y las/os queer. Por ello, al referirnos a la «violencia de género» manifiesta en la literatura de entresiglos, es mejor utilizar la expresión «violencia contra las mujeres» o incluso valernos de su homónimo francés, violence féminine, ya que alude explícitamente a la identidad de las mujeres.

El concepto «neronismo» se encuentra estrechamente relacionado con este tipo de violencia. La Prensa de entresiglos no sólo mostraba un inmoderado apetito por todos aquellos sucesos que se encasillaban dentro de los denominados «amores trágicos», sino que además servía de nutriente narrativo a la literatura de entonces. Así lo aseguraba el presbítero valenciano Hernán Cortés al comentar que periodistas y literatos aderezaban, con los más nimios detalles, todas aquellas muertes causadas por amor, sin tener otro propósito que el de «dar alimento a las cajas de la imprenta» (1916: 1). Los lectores estaban ávidos de este tipo de historias, las cuales, unas veces se mostraban de forma explícita, mientras que otras quedaban ocultas tras un translúcido velo de requiebros lingüísticos. En ese sentido, el empleo adecuado de una prosa atractiva o el juego de una poética sugerente, permitían «satisfacer» al lector sin necesidad de describir cómo un hombre golpeaba a una mujer, aunque evidentemente el mensaje no dejaba de ser claro a la vista. Según el narrador y jurista Eduardo Gómez de Baquero, con el nom de plume de Andrenio, fue un desconocido médico francés, de nombre Dr. Le Bautier, quien describió este fenómeno como neronismo (a raíz del supuesto apetito a la tragedia que sentía Nerón [Uribarry 1929: 149]), en tanto que, si bien el romanticismo puso de moda la exaltación del criminal rebelde arrastrado por la fatalidad del destino, la actualidad de entonces dotaba a las crónicas de sucesos de una melodramática aureola con la que cualquier lector —y lectora en menor número— podía evadirse de la desidia de su vivir cotidiano (Andrenio 1911: 1)[1]. Seguidamente, ese tinte de realidad que la Prensa otorgaba a dichos sucesos, se extrapolaba al imaginario colectivo por medio de las novelas folletinescas[2], surgiendo así, tras cada noticia de amor funesto, una nueva historia con la que los literatos podían nutrir su fantasía.

Contrariamente a lo que pudiera pensarse, lo cierto es que el fenómeno del Neronismo fue constatado por diversos autores, periodistas y críticos literarios, lo cual demuestra que era una realidad latente en los albores del siglo XX. De este modo, el redactor del «semanario crítico de religión, ciencias y españolismo», Luz Católica, comentaba que

 

cabalmente el público (no ya el vulgar, sino el que llamamos ilustrado), le va tomando una afición tan decidida a las escenas sangrientas, que en los periódicos sólo priva la sección de criminalidad; y si los asesinatos no son misteriosos y horribles y los procesos laberínticos y escandalosos, el ánimo decae, el apetito se halla chasqueado y las noticias pierden su más vivo estimulante y su sabor más exquisito (Forteza 1901: 538-539).

 

El religioso no sólo establecía una tipología de público lector definido, ya que tanto la Prensa como las novelas cortas eran casi siempre compradas y leídas por la burguesía, sino que además comenta que los periódicos se habían convertido en la antesala de la literatura folletinesca, ya que muchas novelas de bolsillo se inspiraran en las crónicas de sucesos.

También las mujeres opinaron sobre el Neronismo. Así, Melchora Herrero de Vidal, redactora del Blanco y Negro, sostenía que dicha atracción por leer la más variopinta variedad de crímenes cometidos contra las mujeres, no debía generar placer alguno, sino más bien al contrario: «indignación, y las injusticias y crímenes que cometen y han cometido nuestros semejantes, repugnancia infinita» (1914). Esta declaración puede que sea una de las pocas que hayan escrito las mujeres sobre el tema, al menos dentro del período que nos atañe, pero resulta sumamente significativa en tanto que demuestra que el colectivo femenino, al menos el burgués, estaba al corriente de dicho fenómeno.

La violence fémenine quedaría como un fenómeno que acontecía en el ámbito privado, el cual recogía la Prensa, y que tendía a exteriorizarse en la literatura como uno de tantos ingredientes utilizados para hacer más amena la lectura diaria. Esa violencia no estaba «visibilizada» porque lo que se «veía» era concebido como algo «normal» dentro del ámbito doméstico, privado e íntimo —el «semanario humorístico de Valencia», El Gato Negro, establecía una división entre espacio público y espacio privado al hablar de los music-halls de la Ciudad Condal (Anónimo 1924: 9)—, como uno de tantos episodios de «riñas» o «disputas matrimoniales». Nada fuera de lo común para las mentalidades patrimoniales de la época[3].

Según Concha Fagoaga, las únicas fuentes de las que se nutrían los escritores y periodistas eran las recogidas por la policía, la judicatura, la clase médica y el vecindario, de manera que los medios reproducían literalmente los estereotipos y las ideas que libremente circulaban por la sociedad española sin ningún tipo de cuestionamiento (cito por López Díez 2002: 146). Una opinión que se generalizaría hasta bien entrado el siglo XX y que se consolidaría en el contexto ciudadano, sin generar disenso alguno, ni siquiera entre los censores del régimen dictatorial. Este hecho lo demuestra la novela de Carmen Barberá, Al final de la ría (1958), la cual denunciaba abiertamente la violencia ejercida por los hombres sobre las mujeres en el espacio del hogar doméstico, como ya lo habían hecho otras tantas autoras desde finales del siglo XIX[4]. Esta misma novela fue presentada a censura, lo que dio lugar al siguiente informe (expediente nº 503-58. del Archivo General de la Administración en Alcalá de Henares): «Sobre la noticia de un crimen aparecido en la prensa diaria, la autora monta su relato sobre la vida de las tres personas que coincidieron por puro azar en el lugar del crimen. Nada que oponer. Puede autorizarse» (Montejo 2010: 101-102). Esta sentencia no sólo corrobora el recurso literario de alimentarse de los sucesos de la Prensa que aludían a los crímenes pasionales como fuente de inspiración, sino también al hecho de lo poco significativa que era la violencia que sufría un considerable número de mujeres.

Kate Millett, en 1968, con su máxima de «lo personal es político», manifiesta en su obra Sexual Politics, ya había abierto el camino al pensamiento feminista para dar a conocer la transformación que debía realizarse en el espacio privado. Sus palabras habían sido enunciadas en vistas a mejorar la situación que las mujeres estaban viviendo en el plano social y ciudadano; empero, en España, éstas no adquirían un significado completo hasta décadas más tarde. Esto se explica porque, a pesar de que desde los años 70 distintas organizaciones de mujeres se habían movilizado contra la violencia de los hombres sobre el colectivo femenino (Nash 2007), sin duda, el punto de partida de ese proceso de «visibilización» de la violence fémenine lo marca el caso Ana Orantes. En diciembre de 1997, esta mujer había contado su vida de maltratada en un canal andaluz de televisión, siendo quemada viva por su marido, del que estaba separada, a los pocos días de la retransmisión. A partir de ese momento, empezó un proceso de concienciación de un problema que desde siempre había estado ahí, ya que la noticia consiguió salir en la primera página de los periódicos y abrir la edición de todos los telediarios, y continuó tratándose con otros casos a lo largo de los siguientes meses. Las causas de este giro se deben, según la periodista catalana Elvira Altés, al

 

carácter endogámico de los medios: la televisión ofrece la confesión de la mujer, en vivo y en directo; la televisión, de esta forma, se convierte en fuente de información de tal manera que puede mostrar un documento real, cuya difusión multiplicará el efecto de la realidad. No es una mujer anónima la que han matado, es la que ha salido en la tele (López 2002: 146).

 

En este sentido, después de algo más de un siglo, el fenómeno del Neronismo descrito por el Dr. Le Batier, habría sido el desencadenante de la «visibilización» de lo que hoy conocemos como «violencia de género». Sin haberse buscado, se había logrado el objetivo político de convertir un problema que era considerado como privado, en asunto de la agencia pública, empezándose a sensibilizar al cuerpo social para poder así iniciar la erradicación de la violencia sistemática contra las mujeres.

 

La seducción estética del neronismo

La figura simbólica a que el discurso dominante ha reducido a las mujeres, se encuentra dotada de una función social estrechamente delimitada, básica, por otro lado, para mantener incólume la estructural de la sociedad patriarcal. En el contexto literario, aunque también en el vivencial, las representaciones de la feminidad se han limitado a la dualidad existente entre la mujer santa y la pérfida. Entre el ideal quimérico de bondad suprema, guía inspiradora colmada de belleza y bondad, además de recompensa del protagonista masculino, y su contrapartida: la mujer como amenaza, perdición y castigo. Ambas imágenes literarias se encuentran ligadas a ese Neronismo literario mencionado, dado que la seducción estética y el atractivo que generaba la oposición de estas figuras, han servido siempre de evasión o placentera distracción y entretenimiento al público lector. Además, ejercen una influencia mayor y, lo que es más importante, menos consciente, sobre nuestras conciencias, en el sentido de que se aceptan como normales. Por ello se tolera, cuando no alienta, la pervivencia de imágenes, manifestaciones, actitudes y comportamientos portadores de una violencia contra las mujeres normalizada en la cultura occidental. Esto se debe, en no poca medida, como indica De la Concha, al hecho de que «la contemplación y el disfrute artístico con sus componentes lúdicos y de ocio, y con la industria de entretenimiento generada en torno a ellos, propician una actitud de complaciente abandono y presteza a la identificación con los personajes y acciones que se nos proponen» (2010b: 8). La inmersión en esos espacios imaginarios de la mano de un indiscutible Neronismo, en este caso creados dentro de la literatura, requiere por parte del lector o de la lectora un estado de «voluntaria suspensión de la incredulidad», que, a la larga, predispone a quien a él se abnadona a absorber, a menudo indiscriminadamente, y a difundir los discursos subyacentes que se han albergado en su seno cognitivo.

La autoridad y justificación de las representaciones artísticas de esa dualidad de feminidad que a lo largo de la historia han ido manifestándose en el seno de la literatura y del arte, exponiendo abiertamente esa violence féminine, sin ser por ello condenable, hoy son socialmente inaceptables. Sin embargo, la fuerza de un texto o de una obra artística puede ser en muchas ocasiones más impactante que cualquier comunicado oficial, por lo que no podemos negarnos a la evidencia de que, durante siglos, el Neronismo ha contribuido a la difusión de esa violence fémenine. Entendemos, a su vez, que ésta es una «violencia simbólica», siendo, según Bourdieu, aquella que «arranca sumisiones que ni siquiera se peciben como tales apoyándose en unas expectativas colectivas, en unas creencias socialmente inculcadas» en el imaginario colectivo (cito por Fernández 2005: 7 y De la Concha 2010b: 9). En esa escénica realidad no-real que irá cambiando de decorado conceptual al compás de las transformaciones sociales que vayan produciéndose, pese a las proclamas feministas lanzadas a lo largo del siglo XX, el «eterno femenino» ha seguido escindido en dos. Así, dependiendo del grado de fidelidad que las mujeres mostraran hacia la idealidad creada en torno a su feminidad por el discurso dominante, transgrediéndola o no a partir de su modo de pensar, actuar o sentir, o incluso a la clase social a la que pertenecieran, se las categorizaría de santas o pérfidas. Esa línea divisoria era además extrañamente maleable, dado que permitía que una mujer caída en la perdición se redimiera para convertirse en una «buena mujer», generalmente a través del matrimonio o el ingreso en un convento, pero en modo alguno permitía a una mujer fiel a la doctrina cristiana y a los preceptos morales del patriarcado, salirse de los mismos para luego volver a entrar.

Una vez más Marcel Prévost, aunque en esta ocasión a través de un cuento titulado «Le meurtre de Madame Aubry», ubicado dentro de la novela Le Domino Jaune y fechado en 1911, narra la historia de Monsieur Aubry, quien mató a su mujer pegándole tres tiros en el cuello, al darse cuenta de que lo engañaba. El caso es que Mme. Aubry era una mujer muy piadosa, la cual, lejos de toda tentación mundana y vanal, sobre todo la inducida por el sexo, se entregaba a la oración cada noche, justo antes de acostarse. La actitud pudorosa de la mujer lleva al marido a frecuentar otras mujeres de cuestionable reputación, a fin de poder satisfacer sus bajas pasiones, cumpliendo así con la doble moral burguesa atribuida durante siglos al colectivo masculino. En Mme. Aubry, empero, poco a poco va despertándose el apetito sexual, reclamando cada vez más las caricias del marido, quien, agotado ya de su vida disoluta, prefiere el reposo. Con todo, la mujer no abandona sus prácticas cristianas, hasta que, una noche, deja de rezar sin dar a conocer a su esposo los motivos de tal determinación. Inmediatamente, el marido sobrentiende que esto es debido a que le ha sido infiel acostándose con otro, por lo que termina matándola sin arrepentimiento alguno.

En esta historia no encontramos ningún tipo de «violencia simbólica», sino más bien al contrario. Sin embargo, podemos percibir esa dicotomía existente entre los dos tipos de feminidad que encasillan a las mujeres en uno u otro modelo estandarizado. En la narración, Prévost da a entender que el hombre no se equivoca en pensar que su esposa se ha acostado con otro, de hecho se sobrentiende que así ha sido, dejando entrever que la acción en sí tiene mucho más contenido moral del que podría pensarse tras una primera lectura. En efecto, para el marido, más allá del hecho de que la mujer le hubiera sido infiel, lo realmente condenable es el haber creído que se casaba con una mujer verdaderamente virtuosa.

Amorós señala que los hombres son hombres porque así lo creen, pero no porque sepan en qué consiste exactamente la virilidad. Lo hacen por la exigencia de todos ellos de valorarla, de sentirse siempre obligados a hacerlo; por lo tanto, «estar dotado de masculinidad no queda definido desde las consideraciones biológicas, sino más bien desde el análisis cultural» (1992: 45-46). Con todo, si bien no existía un modelo que sirviera de referente para expecificar a qué hombre se le podía considerar como masculino y a cuál no, sí había una serie de actitudes que solían atribuirse al varón occidental, que, desde los estudios psicoanalíticos, enumeró Stoller, a quien cito por Badinter (1992: 70):

 

ser rudo, ruidoso, beligerante; maltratar a las mujeres y convertirlas en objeto de fetichismo; buscar sólo la amistad entre los hombres al mismo tiempo que se detesta a los homosexuales; ser grosero; denigrar las ocupaciones femeninas; —porque, ante todo— la primera obligación para un hombre es la de no ser una mujer.

 

Como acabamos de constatar, el hecho de que un hombre golpeara a su mujer, en el subconsciente colectivo se consideraba como algo normal y acorde con lo que se esperaba del mismo.

En la carta titulada «Le Respect», incluida en Nouvelles Lettres de Femmes, de Marcel Prévost, mademoiselle Zoé Camisy confiesa al vizconde Louis de la Rivaudière que lo abandona por un nuevo amante inglés, William Hopking, quien, pese a ser muy rudo y tratarla como a «una mujer de la calle», a fin de cuentas se comporta como un «hombre de verdad», sin todas las cortesías que el joven aristócrata le profesa. Personajes de este tipo solían ser extraídos de la realidad, y no sólo de la Prensa, sino también de las anécdotas urbanas que corrían por las grandes urbes como Madrid o París, aunque, claro está, en círculos reducidos, sobre todo los frecuentados por la burguesía, cuyos ambientes, muy particularmente en las novelas folletinestas, eran los escenarios predilectos del público lector. Así, en los salones madrileños de la España de Primo de Rivera fue muy conocido cierto individuo francés, Charles Dubose, quien solía golpear a sus amantes, física y psicológicamente, justificando su comportamiento con el argumento de que, a pesar de la indudable belleza de las españolas, le sacaba de quicio la «gazmoñería intolerable» de la que hacían gala (Rienzi 1931). Este maltratador atribuía las palizas que solían recibir las pobres mujeres que se encaprichaban de él, a la rebeldía y a la poca sumisión que las españolas mostraban hacia las normas establecidas en función de esa «feminidad tradicional», a la que las francesas, según el mismo, eran incondicionales, siendo, además, mucho más hermosas que las españolas. Con todo, es probable que cuando Dubose se encontraba en Francia, cambiara de opinión, ensalzando las cualidades de las españolas en detrimento de las de las francesas.

Se tratara de un personaje de ficción o de la pura realidad, como hemos visto en la carta de Prévost, el imaginario popular solía excusarlos al creer que sus formas y maneras eran las que les correspondían por ser hombres. Incluso, se ha de advertir que cuando los periódicos exculpaban el derramamiento de sangre cometido por un hombre hacia una mujer[5], lo cierto es que la mayoría de las publicaciones mixtificaban la realidad, sirviendo a sus lectores —y a sus pocas lectoras— no lo que había ocurrido, sino aquello que a sus fines partidistas convenía que hubiera acontecido (Anónimo 1918: 7). Todo un prólogo literario de lo que luego se convertiría en una novela folletinesca. Cuando esto pasaba, que era en la mayoría de las ocasiones, el amor aparecía como un subterfugio más para conducir sus intereses hacia la ideología política y/o religiosa a la que los periódicos pertenecían. Así lo atestiguaba la copla, al cantar que «en los asuntos de amor / siempre se suele pecar / por bofetada de menos / ó garrotazo de más» (Anónimo 1900: 1). Hubo quien señaló que los vicios arraigados en el alma popular era posible combatirlos a través de la literatura (Ventalló 1914: 1), pero en realidad era la misma literatura la que los exacerbaba.

Uno de los argumentos más extendidos sobre la justificación del fenómeno del Neronismo fue el que sostenía que el placer hacia este tipo de violencia se hallaba en la deficiente educación moral y la poca cultura de la población en general. Tirso Fegamar añadía además que esta tendencia hacia las lecturas de crímenes pasionales, buscándolos apresuradamente en las crónicas de los periódicos o comprando novelas de bolsillo, sabiendo de antemano que esa violencia iba a estar manifiesta en su contenido, se debía a que todo lector «es un ser educativo, y sus sus frutos serán consecuencia del cultivo que reciba» (1917: 1). Para este redactor de Las Provincias, las pasiones eran «hierbas» cuyas raíces se encontraban en los principios morales que sentía el público lector, por lo que, cuando estos estaban «mal encauzados», malas eran las pasiones y producían «efectos desastrosos», entre los cuales podríamos hallar el deleite que muchos hombres sentían al leer cómo una mujer había sido agredida por otro «compañero» de sexo. Por el contrario, si la moralidad y la educación se amoldaban a la razón y la «ley cristiana», las pasiones se elevaban y ennoblecían, dando la impresión de ser un pueblo culto y moralizado capaz de los grandes sentimientos y de las nobles acciones. Olvidaba Fegamar que, aunque la mayoría de los crímenes los pudieran cometer individios oriundos de los estratos más bajos de la sociedad, fenómenos como el Neronismo nada tenían que ver con la educación de quienes lo profesaban, sino más bien al contrario: era un requisito indispensable que estos tuvieran un mínimo de educación.

Independientemente del nivel de cultura que poseyeran los individuos, gran parte del imaginario colectivo de entonces concebía los crímenes pasionales envueltos de un inexplicable halo de sentimentalismo que llevaba a entenderlos como auténticos actos heroicos. Esta evidencia la encontramos en el orgullo mostrado por los propios agresores al alardear ante las autoridades públicas de las atrocidades cometidas. Algunos de ellos, incluso, al ser detenidos por la policía, llevaban consigo varios números del periódico donde se hablaba de su «hazaña» (Andrenio 1911: 1), dando fe así de su incuestionable «virilidad». Empero, al margen de estos casos, en realidad, el Neronismo fue un fenómeno burgués, culto y masculino, en tanto que esas eran las características del público que lo profesaba, contribuyendo con su lasciva actividad lectora a incurrir, como apuntaba Leopoldo Marín, en «un nuevo delito sobre el cuerpo aún caliente de una vida que se fue» (1915: 1). Por todo ello, como apunta Bengoechea (2010: 71), es imprescindible entrar de lleno en el ámbito de la representación y analizar las fantasías colectivas que operan activamente, aunque de modo subliminal, en la cultura patriarcal.

 

Los crímenes pasionales, razón de ser del neronismo

A pesar de que el Neronismo fue un fenómeno propio de las gentes pudientes, la causa motriz del macabro placer que lo generaba solía atribuirse a los estratos más bajos de la sociedad, carentes de educación y de cultura. Los sociólogos de la época corroboraban esto al asegurar que el crimen pasional cristalizaba en el sector más humilde, proletario y último, el cual era considerado como el más ínfimo a nivel moral (Anónimo 1931: 7-8). Sin embargo, la violence fémenine acontecía con la misma frecuencia entre las clases elevadas de la sociedad, aunque seguramente estaría mucho mejor encubierto. Este hecho nos lo demuestra el diario Eco de Valencia al informar de la denuncia que una mujer realizó contra un «salvaje con chistera» que resultaba ser su marido (Casa del Duque 1914: 1). Obviamente, dicho individuo con sombrero de copa pertenecería a una de las clases pudientes de la sociedad y con toda probabilidad habría recibido una buena educación.

Ya hemos visto cómo Marcel Prévost, en Nouvelles Lettres de Femmes, valiéndose del género epistolar, relataba las infidelidades que las mujeres burguesas confesaban haber cometido. En relación a este género literario, el ensayista italiano Escipión Sighele comentaba en Eva Moderna (1921), lo interesantísimo que resultaría analizar las cartas de amor que los amantes se enviaban antes de que aconteciera la tragedia, para así hallar los verdaderos motivos que indujeron a uno de ellos, generalmente al hombre, a llevar a cabo el crimen pasional. Sighele compara las cartas de amor con los discursos políticos, en tanto que «el enamorado, como el orador, se autoembriaga; y, como éste, se entrega a la retórica y lanza frases de efecto… para «la galería»; aquél eleva el diapasón para ser más elocuente y, por ello, más irresistible» (1921 52-56). Luego, al volver a la realidad, llegaba la tragedia. Si tuviéramos que continuar con la sugerencia lanzada por Sighele, sin duda valdría la pena ver si es posible establecer una relación entre los elementos lingüísticos empleados en la «seducción nerónica» y las cartas que los enamorados se mandaban mutuamente.

Antonio Zozaya —periodista de prestigio que dirigió el periódico La Justicia, seguidor entusiasta de las doctrinas de Krause y Sanz del Río y fundador, en 1880, de la «Biblioteca Económica Filosófica»— tampoco creía que la agresividad volcada por un hombre en su mujer se debiera a la ignorancia de las clases populares, sino más bien la atribuía a la nociva concepción que la sociedad poseía acerca del honor masculino y la absurda interpretación de la autoridad marital (1924). Andrenio, a su vez, matizaba la opinión del redactor madrileño al advertir que no había que confundir aquellos crímenes realizados por amor con los cometidos por el hampa rufianesca, donde un proxeneta terminaba matando a la mujer a quien explotaba. Por lo tanto, aunque ante los Códigos y sus fórmulas generales pudieran tener un apelativo común y una sanción semejante, aquellos a los que el autor se refería eran ejecutados a raíz de un arrebato pasional. La frialdad con la que cualquier hombre podría actuar al matar a su mujer, no da lugar a que pueda pensarse en una posible implicación de ese concepto de honor masculino, o esa autoridad marital a la que aludía Zozaya, como principales desencadenantes del crimen pasional, sino a un simple arrebato de locura (Andrenio 1908: 1).

Con todo, por la infinidad de alusiones que encontramos en la Prensa, parece ser que el máximo promotor de los crímenes pasionales que se cometían era «aquel demonio de ojos verdes» que enloqueció a Otelo o que dio pie a la creación popular de la «carabina de Ambrosio» —descrita por la revista barcelonesa La Ilustración Artística como «hombre feo y sin dinero, / enamorado y celoso, / a esto llaman en mi tierra / “la carabina de Ambrosio”» (Anónimo 1914: 4)—, y que, desnudo de literarias florituras, se conoce como celos. Intelectuales del momento, como el escritor francés Manuel Bueno (1929)[6] o el literato galante Eduardo Zamacois, pese a estimar que la pasión de los celos sólo encubría un desmesurado sentimiento de egoísmo, no terminaban de concebirlo como algo malo. Esto era así porque veían que los celos conllevaban también ambición, coraje, atrevimiento, desesperación y una locura que destruye y remueve en un inicio, pero que más tarde puede convertirse en fe creadora (Zamacois, 1905). Ambos escritores, empero, olvidaban las víctimas que ese dogma de creatividad había provocado entre los seres humanos y, en especial, entre multitud de mujeres.

Iba muy bien encaminado el redactor de La Esfera, Alejandro Larrubiera, al recordar que el amor no se puede imponer, sino que nace espontáneamente, como nace la simpatía o antipatía por una persona, sin que exista razón alguna que justifique la atracción o repulsión que nos inspira (1919: 312). No siempre, aunque se crea lo contrario, el objeto amado ha de sentir hacia quien le manifiesta un amor incondicional, el mismo afecto y corresponderle con igual cuantía de sentimiento. Esa disparatada obcecación es la que conduce a que los individuos menos reflexivos, o más impulsivos, recurran a medios violentos y a malas artes para conseguir lo irrealizable. La imaginación, la fantasía y el hastío son firmes aliados de las tragedias pasionales, donde se puede llegar a matar hasta por la traición del inconsciente o por miedo al vivir sin el sujeto causante de obsesión. En la literatura hay incontables muestras de ello; así, el cuento del diplomático salmantino Alfonso Hernández Catá (1920)[7], donde un viejo emborracha a su mujer para averiguar si alguna vez le fue infiel y, al confesar la abuela que no recordaba haberlo sido nunca, ni siquiera de pensamiento, pero que podía haberlo sido en sueños, el marido arremete contra ella estrangulándola; o el verso de Emilio Somoza y Méndez, en que se leía que los celos pueden prolongarse más allá de la muerte, en el reino de Thanatos —el dios alado de la Muerte, hijo de la negra Noche y hermano gemelo de Hipnos, dios del Sueño—, al verse cómo a una mujer le atormentaban del siguiente modo: «tiemblo… rememorando mis antiguos dolores; tiemblo… por que en su tumba vi un día extrañas flores que yo no puse nunca, ¡y aun muerta tengo celos!» (1928). Sin embargo, siguiendo con este último caso, no era demasiado frecuente encontrar en los textos «nerónicos» escenas donde las mujeres asesinaran a sus maridos o amantes.

En la mayoría de uxoricidios, el marido o el novio intentaba o había dejado la relación, mientras que en otras ocasiones el honor de la novia había sido mancillado por el lesionado (Merino 2003: 394). Siendo la «doble moral» masculina aquella que conducía a los hombres indistintamente del prostíbulo al hogar doméstico, una costumbre sumamente arraigada entre el colectivo masculino español, no nos ha de sorprender que el honor de esas novias fuera frecuentemente agraviado. Cuando ocurría el crimen pasional perpetrado por una mujer, el imaginario social no sólo condenaba con mayor dureza el acto en sí, sino que concebía a la mujer que lo había cometido como un ser desprovisto de las cualidades morales y estéticas otorgadas a la feminidad tradicional. Por eso, el grupo editorial Excelsior, en su obra Belleza y Amor, advertía al colectivo femenino de no incurrir en la venganza, ni tampoco en los celos. Para esta publicación, la venganza era algo así como «un fruto ponzoñoso que, al llegar a nuestros labios, parece querer brindar un atisbo de dulcedumbre; mas luego resúltanos altamente amargo, dañino, mortífero, destructor de nuestras propias energías» (1917: 49). Según Excelsior, uno de los primeros efectos que los celos generaban en las mujeres era la muerte de la alegría, la destrucción de la salud y la disipación de las gracias, cuya continuidad se manifestaba en una serie de transtornos en la vitalidad del organismo que, empezando por los nervios y acabando por el corazón, terminaba con el resultado de diez años de vejez prematura (Excelsior 1917: 50-51). Aunque lo cierto es que, en los albores de la modernidad, estas «bellas matadoras» venidas a menos, no necesitaban afearse demasiado para matar a sus amantes, ni tampoco tener maestría en el manejo de un puñal o cuchillo, o tener la fuerza necesaria para asestar mejor los golpes a la víctima. En efecto, simplemente con apretar el gatillo de un pequeño revólver de culata de nácar, que podía confundirse con un juguete, solían solventar todo tipo de desazón provocada por el desamor (Rey Marzal 1931). Si la navaja o el puñal eran evidentes símbolos de supremacía masculina frente a la «canonizada» debilidad de las mujeres, sobre todo, en cuanto se refiere a ese valor fálico de espiritualización y de sublimación de la identidad masculina, con la utilización de las armas de fuego y su poco deseada, aunque incipiente, participación de las mujeres en las tragedias de los crímenes pasionales, conseguían algo de igualdad con los hombres en el mundo de las crónicas de sucesos y novelas folletinescas. Con todo, como hemos visto en el inicio de este texto con el relato de Prévost, las mujeres no solían sentir ese placer nerónico al que nos estamos refiriendo, tal vez porque raramente eran los agentes activos que lo generaban, sino las víctimas de ello.

La revista gráfica Estampa publicaba un artículo donde se mostraban las distintas opiniones que, sobre el crimen pasional, tenían una estudiante, una mecanógrafa, una modistilla, una empleada y una obrera (Barberán 1933). Casi todas ellas coincidían en que, tras conseguir su independencia económica, las mujeres deseaban adquirir una determinada existencia espiritual, donde sus ilusiones e ideales no estuvieran condicionados por las prerrogativas marcadas por la voluntad de los hombres. Cuando una mujer conseguía su independencia económica, significaba que había logrado ciertos derechos que la igualaban en distintas dimensiones al colectivo masculino; por esa razón no estaban dispuestas a estar bajo el dominio de varón alguno. Esta «instrucción» imparable de mujeres competentes, y su consecuente libertad, quienes rompían con los estereotipos familiares, sobre todo en esferas que hasta entonces habían sido propiedad masculina indiscutible, generó una respuesta de odio por parte de ciertos sectores de la población que se sentían amenazados por la competitividad que les ofrecían estas mujeres (De la Concha 2010c: 144). En este sentido, el Neronismo era un desahogo por parte de estos timoratos lectores, que veían en el crimen pasional perpetrado por otros hombres, el castigo merecido de esas mujeres que habían osado «permeabilizarse» en una realidad pública que no les correspondía.

La conocida frase popularizada a través del tango argentino, «la maté porque era mía»[8], cobraba sentido cuando se analizaban los distintos motivos por los que los agresores actuaban. Las mataban porque eran suyas y, en consecuencia, hacían todo lo que querían de ellas, «descargando» sobre las mismas sus grandes y pequeñas frustraciones, hasta que finalmente terminaban por matarlas en un último paroxismo de rabia, de deseperación y de locura (Torra 2006: 241). Aunque el tango generalmente se refería a la estampa del chulo rufián que prostituía el cuerpo de las mujeres que tenía a su cuidado, lo cierto es que este fenómeno era fácilmente extrapolabre a gran parte del colectivo masculino de entresiglos.

La Ley de julio de 1904, por la que se modificaban los artículos 456, 459 y 466 del Código Penal de 1870 para conformarlos a las disposiciones internacionales, ya introdujo el delito de proxenetismo en la jurisdicción española; pero, en realidad, viendo las innumerables denuncias que a través de la Prensa se emitían contra el flamenquismo —asociado, según la tradición popular, con lo chulesco por la arrogante actitud que se les atribuye a todas/os aquellas/os que se dedican a este arte (Salinas 1994: 42)—, la implantación de esta ley no resultó ser demasiado eficaz (Guereña 2003: 381). Si se lograra materializar aquellas medidas jurídicas y morales que surgían en torno a dicha cuestión, en las distintas ciudades donde la chulería se enseñoreaba de las calles, según la revista La Semana Gráfica,

 

las gentes de orden, los ciudadanos honrados, agradecerían esa medida de profilaxia moral que haría ir tranquilas por las calles a las personas decentes y no se temería el compromiso de tener que ventilar con esos guapos la ofensa hecha a una mujer en presencia de cualquiera (Rey Marzal, 1929).

 

Con estas medidas, aunque vendría de forma colateral, se intentaba erradicar la causa del Neronismo, la cual pasaba por la eliminación de todo tipo de violencia perpetuada contra las mujeres.

Una serie de características definían al causante de esta violence féminine, entre las cuales grosso modo tendríamos que citar:

a) el hecho de conservar parte de la herencia de la nobleza arábiga: La Gaceta Literaria sostenía esta hipótesis al señalar que «lo chulo en España tiene un abolengo africano, antieuropeo. “Chulo” es una voz arábiga, que significó en su origen juventud gallarda, riesgo y coraje. Sólo andando el tiempo, lo chulo ha venido a significar en España algo innoble que sólo en el pueblo hace ya gracia» (Anónimo 1931: 7-8);

b) no pasar de los veinticinco años: los chulos poseían el atractivo supremo de su juventud, por lo que, valiéndose de éste, debían apresurarse a sacar todo el dinero que pudieran de sus protegidas, porque sus días estaban contados (De Miguel 1999: 199-200). Adviértase que el ser joven no implicaba tener buena apariencia física, puesto que muchas eran las ocasiones en que los chulos eran hombres maltrechos, como señalaba el diario ABC al describir «un chulito de Ministriles, aburrido, anémico, sucio, tuerto y con una pierna de menos» (Anónimo 1903);

c) tener andares marchosos, término perteneciente al mundo de lo flamenco y al cual ensalzaba Federico de Onís, de la Columbia University, al considerar que los españoles andaban con ritmo ascendente (Mayo Izarra 1933);

d) declararse enemigo del trabajo: en Argentina este tipo de individuo recibe el nombre de fiacún y su estampa la recoge el tango Seguí mi consejo, escrito por Eduardo Trongé y compuesto por Salvador Merico: «rechiflate del laburo, no trabajes pa los ranas, / tirate a muerto y vivila como vive un grán bacán / cuidate del surmenage, dejate de hacer macanas, / dormila en colchón de plumas y morfarla con champán / Atorrala doce horas cuando el sol esté a la vista, / vivila siempre de noche porque eso es de gente bien, / […] / Aprendé de mi que ja estoy jubilado, / no vayas al puerto… ¡te puede tentar!… / Hay mucho laburo, te rompes el lomo, / y no es de hombre pierna ir a trabajar» (Gobello 1997: 153-154);

e) ser fácilmente sugestionable por la temperatura: el sonetista y redactor del ABC, Carlos Luis de Cuenca, consideraba que el matonismo de los españoles, únicamente «obedece á un acaloramiento» (De Cuenca y Velasco 1905: 8);

f) atribuírseles cierto halo de feminidad, en sentido negativo: El Pueblo, diario republicano de Valencia, así lo mantenía al considerar que la fiereza y el orgullo de los chulos, terminaba degenerando en «una canidad pequeña y femenina» (Marquina 1900: 1);

g) confesarse empedernido jugador: Paco «el Señorito», personaje de la novela de Juan Ferragut, La Diputada, «formará una partida de “poker” para despojar a un incauto, pero no dejará pasar veinticuatro horas sin pagar una deuda de juego. Aunque tenga que estafar o darle una paliza a la coima para reunir dinero» (1933: 5-30);

h) mostrarse siempre simpático, parlanchín y zalamero, forjándose así a su alrededor cierta falsa leyenda con «pícaros ribetes de absurda caballerosidad»: en las palabras de un rufián no habría nunca poesía, pero, eso sí, estarían cargadas de cierto sensualismo con el que ellos mismos se labrarían su propia leyenda, siendo este acto una clara manifestación de su patente debilidad (Escalci 1906: 1) y, sobre todo,

i) no ceder (Roberto Arlt comenta que un rufían nunca cede, ni se arrodilla ante nadie, ni siquiera ante Cristo, y más sabiendo que es un simple carpintero judío [1930: 263]), ni llorar (el «semanario antiflamenquista» El Chispeo señala que «el llorar es de hombres de cobardes; para un guapo, otro mayor; antes las tripas fueras que llorar» [Dorado Montero 1914: 10]) ante nada ni nadie.

Sin embargo, la cualidad que más sobresalía entre los «hombres negros», expresión utilizada por la escritora almeriense Carmen de Burgos para referirse a aquellos que atentaran contra la integridad física y moral de las mujeres, era, sin duda alguna, la de la cobardía (Colombine escribió en 1916 El hombre negro [Establier 2000: 64]). Maltratar a las mujeres martirizándolas con golpes y sojuzgando su voluntad en función del beneficio propio, era algo tan firme en la conciencia de algunos hombres que, en ningún momento, dudaban en pensar que la insultante situación a la que abocaban a «sus mujeres» no fuera un acto de auténtica valentía. Muchas mujeres, y en particular las prostitutas, creían que permanecer unidas a este tipo de individuos era lo mejor que les podía pasar, puesto que, al estar volcadas dentro del mundo de la prostitución, resultaba casi imposible rehacer su vida intentando casarse y poder así adecuarse a esa entelequia tramada para las mujeres virtuosas de ser buenas madres, excelentes esposas y todavía mejor «amas de casa». En los brazos de su rufián, éstas lograban experimentar

 

la sensación de familia, de hogar y de casa propia, llegándose incluso en algunos casos a asumir con gran convencimiento el papel de esposa casta, amante, fiel, obediente y agradecida ante aquel hombre que ha llevado a su existencia un poco de ternura (Cieza 1989: 77).

 

Bajo el amparo de «su hombre», no tendrían que soportar el desprecio que ya habían recibido por parte de la opinión pública, sobre todo cuando quedaban embarazadas, casi siempre debido al engaño de otro hombre o tras haber sido forzadas por el señor o el señorito de la casa donde servían.

Tanta era la atracción que podía generar estos sujetos sobre las mujeres a las que explotaban, que éstas llegaban incluso a exculparlos de los intentos frustrados que sus amantes habían intentado consumar contra ellas mismas. Esa absurda y anormal relación amorosa entre «enchulados»[9], la recogía el escritor Juan Ferragut en su cuento de La Diputada, donde una prostituta, Marta «la Guapa», explotada por Paco «el Señorito», tras recibir un tiro de éste y declarar en su contra ante la policía, se retracta de todo lo dicho en el juicio celebrado para condenar al chulo, quedando así tal individuo en libertad (1933: 12 y 14-15). La atracción que sentía Marta por su rufián era tan fuerte que no podía desprenderse de ella, ni siquiera después de que éste hubiera intentado matarla. Lo mismo le ocurriría a la protagonista del cuento, Leonor Estrada, «ardiente paladín de todas las reivindicaciones feministas», quien desde niña había consagrado su vida al estudio y a permanecer distante de todo aquello con que las «mujeres comunes» solían solazarse: «consagrada desde su niñez al estudio, con fervores de iluminada, a los veinte años salió de la Universidad doctora en Filosofía y en Derecho» (Ferragut 1933: 12). Leonor, al enamorarse de Paco, a quien defendió en ese mismo juicio, olvidará incluso los logros en torno a su identidad como mujer y terminará muerta de amor como las heroínas de las novelas decimonónicas.

No es de extrañar que la Prensa del momento no condenara la brutal forma en que los chulos trataban a aquellas mujeres a las que «protegían», ya que, a fin de cuentas, como ya lo habíamos visto con Prévost, ellas mismas lo consentían, e incluso la veían necesaria, siempre y cuando recibieran un mínimo de amor por parte del agresor[10]. Así lo corroboraba El Pueblo al analizar la figura del guapo y su peculiar relación con sus «socias»:

 

acaso la primera causa del terrorismo pasional que nos domina fuera la admiración sentida por muchas de las hembras españolas hacia el chulo que sabe aderezar con estacazos, puñaladas y tiros la monotonía dulce de los besos (Gómez de la Mata 1915: 1).

 

Existía, por lo tanto, un modelo de masculinidad predeterminado, equivalente al artificio de la «feminidad tradicional», colmo de belleza, virtud y alterocentrismo, que se correspondía con cierto arquetipo de hombre cuyo comportamiento era contrario, aunque perfectamente acoplable, a las virtudes delimitadas por la decimonónica imagen cultural del «ama de casa» y que se identificara con la atractiva e inquietante estampa del «varonil» agresor. Las mujeres, en resumidas cuentas, bajo cualquier circunstancia, se encontraban sometidas a un determinado poder masculino que las concebía como una posesión sin justificación alguna; pero, en realidad, no eran los hombres los únicos culpables de que se diera esta situación, sino que era el propio sistema pretendía manipular a las mujeres a placer, siempre pensando única y exclusivamente en su beneficio.

 

Matrimonio con Thanatos

La forma que se tenía de entender el amor en los albores de la pasada centuria, resultaba ser la más egoísta de los altruismos existentes, porque, en cierto modo, reclamaba a cambio de la entrega absoluta de una persona, la total posesión de quien recibía tal ofrenda. Incluso todavía hoy sigue concibiéndose de esta manera. Por regla general, el matrimonio era la mejor forma para aferrar a las mujeres al yugo de la autoridad masculina, un efectivo método legal por el que los hombres se aseguraban el dominio de por vida sobre la mujer deseada. Empero, en expresión del político, jurisconsulto y escritor Francisco Pi y Margall, la «monogamia» como ente vivo dentro del sistema legal, era una realidad únicamente ideada para las mujeres, mientras que, en las costumbres, reinaba la «poligamia» —concebida más bien como «doble moral» o «desdoblamiento del amor»— a cuyo servicio se volcaba la práctica totalidad del colectivo masculino (1915: 1). Se deduce, en consecuencia, que los esposos se cansaban en seguida de las mujeres con las que habían contraído matrimonio, siendo la huida al amor fuera del hogar, el mejor recurso para afrontar el tedio que pudieran sentir a ciertas alturas de la relación.

Esto era así, no sólo por dicha inmoral tendencia, sino porque su participación en el proceso reproductivo ya de por sí era mínima, acrecentándose todavía más este fenómeno cuando las mujeres burguesas se quedaban embarazadas. Éstas creían que, al contraer matrimonio, no importaba que su hermosura se desvaneciera, pues, a fin de cuentas, ya no tenían que ilusionar a nadie y, además, «quedaba suficientemente compensada y suplantada por otra idealidad basada en las dignas misiones que toda esposa —y madre— tenía que asumir» (Cieza 1989: 107). La consecuencia directa era que el marido, desilusionado y anhelante tanto de ese canon de belleza y elegancia de la novia que fue su mujer, como de las correrías realizadas durante su juventud, consentidas y toleradas por la doble moral reinante[11], viéndose además interrumpidas las relaciones sexuales durante los nueve meses del embarazo y en el tiempo necesario que la mujer necesitara en el post-parto, buscaba compensaciones fuera del hogar recurriendo a la prostitución o al adulterio (Llona 2002: 287-288).

Sin embargo, al contraer matrimonio las mujeres se comprometían a entregarse por completo, en cuerpo y alma, a los hombres, erigiéndose la fidelidad al esposo como presupuesto base del acuerdo que los cónyuges habían acordado. No bastaba con que la esposa fuera fiel, sino además debía ser juzgada como tal por su marido, por sus parientes, por su vecindario; en definitiva, por todo el mundo. Las cualidades que ésta había de poseer para no despertar los rumores del «qué dirán» eran el ser modesta, cauta, recatada y llevar las credenciales de su virtud a los ojos de todos, como en su propia conciencia, siempre en una perfecta y armónica sintonía con esa feminidad tradicional que le correspondía.

Si las mujeres se casaban, era debido a que las prerrogativas de la tradición patriarcal así lo exigían; si el matrimonio suponía ser el estancamiento de la voluntad necesaria para resignificar el adecuado concepto de feminidad que convenía a su identidad y su subjetividad como seres humanos; si las mujeres quedaban desposadas por el miedo a la animadversión social procesaba hacia la triste solterona; si todo esto acontecía sin escucharse el fuerte palpitar de sus deseos femeninos, entonces, la reclusión de las mujeres en el hogar devenía inaguantable. Por lo tanto, no es de extrañar que se sintieran perplejas y desencantadas, no sólo por el letargo de una feminidad que clamaba por liberarse, sino también por el conglomerado de opresivos factores circunstanciales que programaban su vida a lo largo de todo su devenir. Nada ha de sorprendernos, pues, que las mujeres vieran también el adulterio como una forma de escapatoria a su anodina situación.

La Prensa advertía a las mujeres que no valía la pena destrozar un matrimonio por un leve momento de placer, porque la deshonestidad de sus actos las podía conducir a la inmediata disolución de la familia; además, también destrozaba todos los lazos que existían con la naturaleza, puesto que, al dar al marido hijos de dudoso origen, traicionaba la confianza de aquellos, añadiendo así a la perfidia la infidelidad. Por lo tanto, como señalaba La Hormiga de Oro, las mujeres debían ser «como la arena, que es sutil y fría; pero no deben ser como la arena, que no puede servir de base para edificios durables» (Hartzenbusch 1902: 45). No obstante, a pesar de que se concediera a las mujeres la responsabilidad de la consecución de la dicha matrimonial, es absurdo creer que éstas fueran incapaces de sentir, desde la atmósfera creada por el tedio y hastío de su «feminidad recluída», el misterio y el silencio que potencia las emociones más íntimas y delicadas del ser humano (Anónimo 1925). Sobre «el sabor del adulterio», el ensayista italiano Escipión Sighele comentaba que

 

amar en la sombra, amar temblando, es añadir una voluptuosidad a otra. El amor escondido parecerá siempre más grande. Siempre que a esto se le añada la sensación de peligro, parecerá más bello. Ostentadlo a la luz del día, dadle la tranquila seguridad de lo legítimo, y perderá una de sus fascinaciones (1921: 47).

 

La infidelidad en el matrimonio no llegaba más que por la tremenda atracción que todo ser humano siente por lo perverso, por lo oscuro; en definitiva, por todo lo que le es prohibido. 

Manuel G. Domingo, redactor del diario El Faro, narraba en el cuento «Una mujer interesante» cómo la joven Rosita Rodrigo aprendía que el goze que pudiera encontrar en sus locas aventuras de soltera, jamás se equipararía a la felicidad que le proporcionaría el matrimonio. Sin embargo, la realidad era otra bien distinta, ya que la ventura que, por regla general, las mujeres esperaban que llegaría al casarse, en muchas ocasiones no quedaba más que en un simple anhelo:

 

Sus meditaciones de soltería habíanle confesado que la vida es más que la suciedad de un acto genésico que tiene un temblor deleitoso, que pasa y se olvida. Y ese algo más es lo que no encontró en el hombre, con el que hubo de maridar, y lo que derrumbó el frágil castillete de sus sueños, agostando aún en flor de rosal, que bien cuidado hubiera podido dar una eclosión bondadosa de perfume y de intimidad… (Domingo 1916: 1).

 

Los crueles designios del sistema patriarcal condenaban a las mujeres solteras a sufrir el menosprecio y la reticencia de la opinión pública; y a las casadas, a permanecer sojuzgadas por los hombres, en tanto que, como títeres de feria, se dejaban manipular por la costumbre y la tradición secular.

He ahí por qué creían algunas mujeres que en el adulterio podrían encontrar la solución para evadirse de esa angustia generada por lo que la feminista norteamericana Betty Friedan denominaría «el problema que no tiene nombre» (1963: 13)[12], al hallarse estancada en el tedio, la soledad y la renunciación de sí misma que causaba su enclaustramiento en el hogar. Este fenómeno lo ratifica el novelista gallego Wenceslao Fernández Flórez, al reproducir la siguiente elucubración de una mujer adúltera: «usted no sabe lo que es el tedio de una mujer que abandona la alegría de una vida brillante y se encierra en un piso barato de una calle de sexto orden» (1920: 503). Es sabido que desde la óptica patriarcal se consentía que los hombres tuvieran algún que otro desliz amoroso en el matrimonio, ya que, a fin de cuentas, el adulterio era algo natural en ellos. En expresión de Carmen de Burgos, se trataba de un «amancebamiento», una necesidad que, si bien no satisfacían, no dudarían siquiera un momento en inventarla; mientras que, al mismo tiempo, se condenaba a las mujeres por volcarse de lleno en cualquier aventura o devaneo erótico o amoroso, puesto que la traición resultaba ser con ellas mucho más cruel que cuando la cometían los hombres. Esto era así porque dicha actitud, según la dogmática patriarcal, significaba no cumplir con la fidelidad y la obediencia que los miembros del colectivo femenino debían a sus maridos (Castillo Martín 2003: 78; Establier 2000: 66). Pío Baroja escribía que el dolor provocado por la infidelidad

 

es mayor en el hombre, ser social, aunque también es verdad que la pena de sufrir el engaño es mayor en la mujer, porque ésta pone todas sus facultades en la vida del amor, y en cambio el hombre, por educación, tiene otras preocupaciones, ambiciones y deseos de gloria (1904: 2).

 

Es por ello por lo que a las mujeres se las mantenía recluidas en el seno del hogar doméstico o, a lo sumo, si se les otorgaba cierta libertad, se las mantenía vigiladas utilizando el método más eficaz para ello. Una de estos métodos era el anunciado por La Correspondencia de Valencia, bajo el nombre de «Cinémhymen», donde se informaba de la posibilidad de recurrir al cine, para asegurarse de que la mujer elegida no mancillaría «la futura santidad del matrimonio». Dicho recurso, consistía en

 

una serie de películas «impresionadas» sin que ella se haya dado cuenta, que para usted tendrá la inapreciable ventaja de permitirle apreciar la verdad de sus expresiones, ocupaciones, medios de vida, sus cualidades y defectos, en una palabra, le ponemos en condiciones de ver y apreciar su verdadero carácter y genio, pues las escenas de su vida íntima serán para usted más expresivas que las actitudes estudiadas y las insulsas conversaciones de sociedad (N. J. 1914: 1).

 

Si se condenaba a la esposa por el delito moral del adulterio era, además, porque con la infidelidad estaba violando la ley que exigía de ella un incondicional acatamiento de las órdenes y los deseos emitidos por el marido. Hasta 1928 estuvo vigente el artículo 438 del Código Penal, reminiscencia de la ley romana, que indicaba que el marido podía matar impunemente a la mujer o a su amante cuando mediara una relación adulterina entre ambos. Esta situación no tardó en recibir todo un cúmulo de protestas por parte del colectivo feminista, siendo algunas de las más destacables las formuladas por Emilia Pardo Bazán al denunciar «el hecho de que el Código Penal era implacable con el adulterio femenino mientras que era permisivo con el masculino»; por Carmen de Burgos, Colombine, a través de su relato «El artículo 438», escrito en 1921, en el que la protagonista, María de las Angustias, es asesinada por su marido, Don Alfredo, después de haberse separado de él y haber rehecho su vida con otra persona, quedando éste absuelto al ampararse en el artículo 438; o por algunas organizaciones femeninas y feministas, como la Asociación Nacional de Mujeres Españolas (ANME) o el Lyceum Club, que abogaron también por la disolución del susodicho artículo.

Algunas publicaciones denunciaron también la poca mano dura que el sistema legislativo tenía con los hombres que asesinaban a su compañera sentimental y quedaban impunes: La Gaceta Literaria, revista madrileña de índole cultural, se declaraba partidaria de la pena de muerte para «el asesino de mujeres, el del “crimen pasional”, el que resuelve con la navaja o la pistola que una mujer no le haga caso o que le abandone» (Anónimo 1931: 7-8); y Gonzalo Rodríguez Lafora, en su ensayo La reforma de la moral sexual, aseguraba que era precisamente esa doble moral, sancionada por la tradición, la causante del gran número de crímenes pasionales que se cometían en España (1924: 150-173). Con todo, fueron aún muchos más los periódicos que veían acertada la actuación de la ley con respecto a estos individuos a quienes se consideraba como anormales y enfermos (Rocamora 1925: 285). No es de extrañar que surgieran varias iniciativas, a través de las cuales se buscara cierto equilibrio en la actitud de los cónyuges, claramente desfavorable para las mujeres debido a esa doble moral reinante, cuyo marco legal asegurara la fidelidad de los hombres hacia sus esposas. Este fue el caso de una Liga creada en Nueva York con el objeto de gestionar que se aprobara una ley que hiciera obligatorio el uso del anillo de alianza en el hombre casado. Notificaba este proyecto La Correspondencia de Valencia, que justificaba la empresa neoyorquina argumentando que

de este modo, dicen los socios de dicha Liga, no habrá ningún casado que (so pena de un grave castigo), se dedique á flirtear con doncellas inexpertas, ya que de ese modo podrán darse por avisadas y huir del galanteador al observar que lleva el anillo que le une á otra mujer (Ladernière 1914: 1).

Estas estratagemas acontecían porque, en realidad, parecía como si, al casarse, toda mujer debiera asumir y aceptar, sobre todo para no empañar el apellido de sus hijas/os, que, tras un breve o largo período de convivencia, el hombre con el que mantenía una relación sentimental iría a buscar mayor placer en otras mujeres, teniendo ella que olvidar o perdonar fácilmente su traición. Llorando en silencio el desprecio del que era objeto, tenía siempre que consentir por el solo hecho de ser mujer. Estas mujeres llegaban incluso a creer que la principal causa de este determinado comportamiento masculino recaía en el hecho de que éstas no supieran darle el consuelo, la comprensión, el amor o la complacencia física y sexual que cualquier hombre requería de su pareja, sintiéndose por lo tanto culpables de esta situación.

 

En aras de la «visibilización» feminista

Las ilusiones que, de novios, los cónyuges se habían forjado al prometerse el uno al otro amor eterno y un futuro feliz, quedarían disipadas con esa dinámica de distanciamiento que el tiempo suele marcar dando pie al cansancio y a la incapacidad de sostener esa vida artificial en la que ambos coexistían, sin cariño ni respeto alguno, abocando a la pareja a una convivencia insoportable donde el entendimiento entre ambos era imposible. Cuando esto ocurría, el desprecio mutuo que pudieran sentir entre ellos cristalizaba «en agrias y violentas discusiones, apareciendo en algunos casos también el insulto, la amenaza e incluso variadas formas de malos tratos (bofetadas, puñetazos, palos, empujones, golpes o vapuleos)» (Cieza 1989: 125). Esta truculenta situación se daba independientemente del estado civil al que estas mujeres pertenecieran, ya que hay que apuntar que la mayoría de las agresiones contra mujeres casadas se producían en el domicilio conyugal, mientras que las cometidas sobre las solteras, en mayor número que las anteriores, aunque sin terminar asesinadas con tanta frecuencia, solían acontecer en la calle (Merino 2003: 390). En ambos casos, las escenas de violencia se daban en un plano íntimo, lejos de las miradas de la masa popular que, en modo alguno, denunciaría o intervendría en estos sucesos por considerarlos propios y «naturales» entre aquellas uniones matrimoniales o sentimentales. Por lo tanto, las mujeres que sufrían este tipo de vejaciones se veían en el mayor de los desamparos al no saber reaccionar ante la violenta actitud que aquellos hombres a los que hasta entonces amaban, tenían hacia ellas. No podían denunciarlos, ni tampoco comportarse como ellos, ni siquiera protestar ante las opresivas circunstancias bajo las cuales eran tratadas, porque, sencillamente, el entramado patriarcal en el que se desarrollaban sus vidas no lo consentiría mientras existiera un modelo de feminidad al que amoldarse.

Ante esta situación, no faltaron las denuncias por parte de la mayoría de las militantes feministas y las asociaciones formadas por éstas, las cuales se negaban a seguir consintiendo que la dignidad de las mujeres continuara estando sojuzgada por el absolutismo patriarcalista. Una de estas proclamas fue la enunciada por María Cambrils, quien, en su obra Feminismo socialista (1925), se manifestaba en contra de la «preponderancia masculina, que supedita a la mujer como si fuera cosa y no un ser humano acreedor por derecho incuestionable de natura, a todos los respectos y consideraciones» (cito por Roig Castellanos 1986: 287). La dominación conyugal en la que las esposas estaban claramente subordinadas a sus maridos, podía y puede aún hoy, concebirse como cierta forma de explotación, en tanto que, siguiendo las teorizaciones enunciadas por la filósofa Carole Pateman en su obra El Contrato sexual, «los contratos sobre la propiedad de la persona ponen el derecho al mando en manos de una de las partes contratantes» (1995: 18). Por lo tanto, en el matrimonio la potestad recaía exclusivamente sobre los maridos convirtiéndose así las esposas en víctimas de la opresión masculina.

El feminismo denunciaba que las mujeres se vieran obligadas a soportar resignadamente todas las violencias que, en el seno del hogar doméstico, el cónyuge descargaba sobre ellas, porque la dogmática patriarcal así lo había predispuesto. Las distintas manifestaciones de violencia antihumana como componente cultural del modelo viril tradicional, implicaban un necesario período de aprendizaje a través de la costumbre que, al interiorizar algunas actitudes y determinados gestos concretos, lograba que las distintas acciones o pensamientos de agresión hacia las mujeres quedaran justificados ante ese modelo de masculinidad que todos los hombres habían de asumir (Izquierdo 1998: 16; Moreno Sardá 1996: 46). Aquellos miembros del colectivo masculino que mostraran esa salvaje conducta eran precisamente a los que la opinión pública concedía mayor crédito por ser quienes más se acercaban a ese distorsionado arquetipo de virilidad. Las mujeres habían de entender el agresivo modo de ser de sus maridos o amantes, porque dicho comportamiento era el que corroboraba que aquel hombre con el que compartían su turbulenta existencia cumplía con las exigencias que se le habían marcado como tal, sin cuestionarse ni siquiera que la violencia de la que eran víctimas no tenía lugar alguno dentro del marco de una ciudadanía plena.

Como hemos visto, la «visibilización» de la violence fémenine no llegaría hasta apenas hace una década, dado que entendemos que este fenómeno implica que esta violencia es un delito que ha de ser castigado, no sólo por cometerse contra el cuerpo de las mujeres, sino también contra su identidad como sujeto integrante de un marco de acción ciudadana, cuya base se encuentra en la igualdad entre los sexos y los géneros. En realidad, la génesis del fenómeno de la «visibilización» de la violencia contra las mujeres, ha de ubicarse en la década de 1960, justo en el momento en que el feminismo añadió a su discurso político la importancia de la concepción que las mujeres tienen de su propio cuerpo y de todos aquellos factores que la condicionan. A propósito de este viraje acontecido en el movimiento feminista, es importante recordar que la perspectiva feminista concibe la violence fémenine como construcción social, y no como resultado de comportamientos biológicos o patológicos de un individuo (López 2010: 146). Sin embargo, se necesitaría un detonante que iniciara el proceso de concienciación del imaginario colectivo de la gravedad de esta violencia, no siendo éste otro que el de los medios de comunicación de masa.

En el período de entresiglos en el que centramos este estudio, la violencia contra las mujeres era conocida al aparecer con frecuencia en la Prensa y en las novelas folletinescas, pero no se concebía como un atentado contra la integridad física y psíquica de las mujeres, sino como parte integrante de la acción narrada, cuyo seno generalmente se hallaba en la esfera de lo privado. El Neronismo era conocido como aquel fenómeno en el que el público lector burgués experimentaba un tétrico placer al leer esta violencia entre las páginas de las novelas de bolsillo y las crónicas de sucesos. En cierto modo, las libertades que las mujeres fueron consiguiendo en estas décadas fronterizas, independientemente de las causas que llevaran al colectivo masculino a experimentar esta satisfacción visual y cognitiva al leer cómo una mujer era asesinada por su marido o amante, se concebían como las causantes de los crímenes pasionales. Estas libertades eran vistas por muchos hombres como pura transgresión a la norma patriarcal, sobre todo para los miembros de una pujante clase burguesa que encontraba su esplendor en el ocaso de la era decimonónica y los albores de la pasada centuria. Saber que toda mujer que se atreviera a seguir su propio camino, sin hacer caso a más voluntad que la suya propia, iba a terminar pagando su «desfachatez» con la vida, sin duda satisfacía gratamente a todo hombre que tuviera miedo de la competencia que a la larga acarrearía esa «nueva mujer» que inauguraba el siglo XX.

Sería, por lo tanto, el feminismo el que imprimiría a la violencia exteriorizada y difundida a través de la literatura y la Prensa, ese carácter de gravedad que convertiría la riña conyugal en un problema social a tratar con urgencia en cualquier agenda política. El tratamiento de la violencia real, tanto física como psíquica, nunca alcanzó la consideración de «trauma» ni en el ámbito social ni en el literario, entre otras cosas porque esa violencia ni siquiera se categorizaba como tal, porque hasta que el feminismo no concediera los argumentos necesarios a esa «visibilización», no se consideraría ni un sufrimiento, ni una opresión (De la Concha 2010c: 144-145). En ese preciso momento, el Neronismo se vería privado de ese macabro placer, cuyos efectos habían ido ya mitigándose a lo largo del siglo XX, al constatarse que la literatura tiene mucho más de realidad de lo que pudiera creerse, no habiendo más regocijo en la lectura de un acto criminal perpetuado contra una mujer que el hecho de haber sido penado.

En cierto modo, el Neronismo contribuyó a ese proceso de «visibilización» de la violence féminine, si bien concebimos los programas televisivos como evolución manifiesta del ocio que ofrecían las novelas de bolsillo y las crónicas de sucesos, siendo el feminismo el factor determinante para que esta violencia tenga hoy el sentido que desde siempre debía de haber poseído.

 

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NOTAS
 

[1] Andrenio consideraba que si en España existía cierta predilección por narrar este tipo de acontecimientos era debido a que en ningún otro país de Europa las informaciones periodísticas aparecían como un «procedimiento segundo», paralelo al judicial, asistido casi de los mismos fueros y que se arrogaba derechos semejantes, salvo, por fortuna, el de hacer ejecutivos sus fallos. Lo que daba a entender el autor era que este fenómeno se debía a que el poder público, en sus diferentes órganos, tenía auténtico pánico a incurrir en el desagrado de los periódicos, como a verse privado de sus alabanzas. A esta opinión se sumaba la del colaborador del periódico La Bandera Federal, José Moya Becerra (1912), al mencionar el daño que hacía la castiza tradición sobre el colectivo femenino español.

[2] En España, algunas de estas novelas fueron El Cuento Semanal (1907-1912), Los Contemporáneos (1909-1925), El Cuento Galante (1913), La Novela de Bolsillo (1914-1916), La Novela Corta (1916-1925) o La Novela de Hoy (1922-1932), entre otras muchas de idéntica relevancia.

[3] En este discurso, según Corbin (1998), las mujeres eran concebidas como propiedad privada, sobre todo bajo la concepción burguesa de la vida, la cual venía apoyada por la Iglesia, enclave moral, pero también político y económico, a partir del cual se mantenía el orden social.

[4] Así, por ejemplo, Emilia Pardo Bazán, desde 1890, momento en que suele emplazarse su plenitud creadora, escribió varios cuentos donde quedaría manifiesta su actitud reivindicativa, aquella que precisamente atañe a la violencia ejercida sobre las mujeres por razón de género. Algunos de ellos fueron «Un destripador de antaño», «Los huevos arrefalfados», «En tranvía», «Piña» o, sin duda el más importante, «Las medias rojas» (Báez 2002: 169-170 y 176-178).

[5] Pedro Répide, cuyo estilo mostraba siempre una clara predilección por lo pintoresco de las costumbres y la picaresca española, comentaba que para la Prensa no había «nada más hermoso, en verdad, que la clemencia para con los delincuentes, aunque no haya sido precisamente clemencia la virtud que éstos ejercitaron en la emisión de su delito» (1915: 2).

[6] Manuel Bueno Bengoechea nació en Pau (Francia), en 1873.

[7] Además de político, fue novelista, cuentista y dramaturgo, y sus obras se tradujeron a varios idiomas por su originalidad temática, ambiental y cosmopolita. Se le considera uno de los mejores cuentistas de su generación, tanto por su prosa elegante de rico léxico y pulido estilo, como por la intensidad psicológica de sus personajes y de las situaciones que presenta.

[8] Fueron muchos los tangos que recogen el fenómeno del crimen pasional; entre ellos, Malevaje (1928), Ladrillo, Pobre corazón mío y La Gayola —estos tres últimos escritos y compuestos en 1926— (Gobello 1997: 104-106 y 116-117).

[9] La Revista Escolar recogía ese extraño vínculo entre los chulos y las mujeres de las que vivían, a través de los siguientes versos: «para mi chula, que a pesar / de ser mujer y “cocotte” / tiene corazón, por el divino / amor carnal que nos / tenemos» (Estellés 1915: 8).

[10] Manuel Soriano, redactor de Nuevo Mundo, así lo concebía al reproducir un monólogo de una muchacha que buscaba un hombre que se adecuara a ese concepto establecido de masculinidad que exigía a los hombres tratar a las mujeres de forma despótica y cruel: «ante mis fieros desvíos / se ríe como con Ortas, / y nunca ha tenido bríos / para  pegarme dos tortas. / […] / Conste que casarme quiero, / y lo juro por mi nombre; / mas para esposo, prefiero / un hombre… ¡que sea un hombre!» (Soriano 1928).

[11] María de la O Lejárraga describía así este fenómeno de la doble moral masculina: «han de saber ustedes que en la moral corriente masculina no parece delito grande el beber agua cuando se tiene sed, aunque la sed sea de pecado; y puesto que ustedes hacen sedientos y niegan el agua, á otras fuentes acude prestamente el hombre para templar la sed que ustedes despertaron» (Martínez Sierra 1915).

[12] Concepto utilizado por Friedan para explicar los síntomas manifiestos en las mujeres, causados por el letargo de su feminidad. Se describe como «algo» inquietante y difuso que fue intuido por la autora en algunas «amas de casa» de idílicos barrios residenciales, al notar que, desde sus adentros, se debatían inconscientemente por abandonar la vida que llevaban y formar parte de todos y cada uno de los distintos campos de acción de la esfera pública. La génesis de «el problema que no tiene nombre» (The Problem That Has No Name) se manifestaba en el mismo momento en que la mujer empezaba a advertir que carecía de personalidad y que no se sentía viva (Friedan 1965: 35-36). Sin embargo, la mayoría de ellas asumía su rol de madre y ama de casa, padeciendo o ignorando este problema.