Adaptabilidad y fiebre creativa:

algunos ejemplos de cómo se ha llevado a Poe

de las sombras de la catacumba a la luz de la gran pantalla

 

 

Francisca Castillo Martín

(faisnar77@hotmail.com)

universidad de málaga

 

Resumen

La narrativa breve de Poe ha sido objeto de innumerables adaptaciones al cine. Campo abierto al ingenio del realizador fílmico, la prosa de Poe es el punto de arranque de una nueva construcción basada en un lenguaje múltiple y mixto de naturaleza auditivo-visual que puede —según la calidad del intérprete-adaptador— degenerar en una parodia absurda o multiplicar la creatividad del original literario. 

Abstract

The Poe’s short stories have been the object of many adaptations through the history of cinema. Open field to the imagination of the film maker, the writing of Poe is the starting point of a new construction based on a multiple and mixed language of an auditive-visual nature that may —depending on the interpreter’s skill— degenerate in an absurd parody or multiply the creativity of the original literary work.

 

Palabras clave

 

Edgar Allan Poe

Narrativa breve

Cine

 

  

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

 

Edgar Allan Poe

Short narrative

Cinema

 

 

 

 

 

 

 

AnMal Electrónica 31 (2011)

ISSN 1697-4239

     

 

 

 

 

 

Mucho, mucho leí… e intensa, intensamente miré.

(Edgar Allan Poe, El retrato oval)

 

¿Qué es el terror? […] ¿Es el despertar para escuchar el paso del tiempo,

o es el latido desfalleciente de vuestro propio corazón? ¿O los pasos de alguien que,

justo un momento antes, estaba en vuestra habitación? Pero no nos detengamos

en el terror. El conocimiento del terror se desvela sólo a unos pocos privilegiados.

(Roger Corman, La máscara de la Muerte Roja)

 

Edgar Allan Poe se hubiera sorprendido de haber sabido que su obra iba a ser objeto de tanto interés por parte de los cineastas. Probablemente se hubiera sentido halagado, e incluso abrumado, con algunas de las versiones; otras le habrían hecho poner justamente el grito en el cielo. Lo que es seguro es que, después de haber examinado con atención los complicados resortes de la cámara oscura, después de haber tomado el ingenio entre sus manos, después de haber intentado realizar él mismo algunos planos, hubiera arrojado el instrumento lejos de sí y con cinismo habría exclamado: «A nadie desprecio más profundamente que a esos excéntricos que charlan mucho sobre el método sin entenderlo, y que se atienen estrictamente a la letra mientras violan el espíritu» (Poe 2007b: 483). Compartimos tan tajante afirmación con el genio de Boston, nacido casi cien años antes del alumbramiento de los hermanos Lumière y por tanto ajeno a la polémica, alimentada por los exégetas del cine, que ha suscitado su obra. Una adaptación respetuosa no está exenta de creatividad; antes bien, la exige. Reclama del cineasta un mínimo de sentido común y un máximo de sensibilidad a que muy pocos llegan y que permite reconocer en toda época y lugar la idea genial parida por el escritor en la soledad de su buhardilla:

 

Ya sabemos que la idea de «fidelidad» a la letra resulta inoperante cuando se trata de analizar la relación entre cine y literatura, especialmente en el caso de autores tan personales como Poe. En consecuencia, el cine ha desarrollado su propio lenguaje para aproximarse a su obra […] y hacerla no solamente cognoscible, trocando sus estilemas, signo de una experiencia creadora vivida, en un arsenal de convenciones terroríficas/fílmicas que son tanto una abstracción como una traducción de su práctica narrativa (Navarro 2009: 12-13).

 

Este artículo es un recorrido por las entrañas del mecanismo que ha convertido los relatos de Poe en una parodia trasnochada o en una superación de la obra del maestro: la escritura fílmica, ritual de paso obligado para los que quieren entender al trovador de Nueva Inglaterra desde la perspectiva de un bagaje intelectual conformado por más de cien años de cultura de imágenes en movimiento.

 

 

La belleza de lo corrupto: tres adaptaciones

atípicas de La caída de la casa Usher

 

Miré el escenario que tenía delante  la casa y el sencillo paisaje del dominio,

las paredes desnudas, las ventanas como ojos vacíos, los ralos y siniestros juncos,

y los escasos troncos de árboles  agostados con una fuerte depresión de ánimo

únicamente comparable, como sensación terrena, al despertar del fumador de opio,

la amarga caída en la existencia cotidiana, el horrible descorrerse

del velo. (Poe 2007a: 321)

 

En el más famoso de los relatos del genio de Boston, La caída de la casa Usher, los espacios aparecen vinculados a sentimientos de profunda e inquietante melancolía transida de una clara voluntad de poeticidad y distanciamiento, recreadora de una naturaleza decrépita pero en absoluto muerta, contemplada a sí misma en su corrupción ponzoñosa, como la proyección cóncava de un espejismo tamizado por un estado anímico atrabiliario, paisaje del alma atormentada. La podredumbre de la casa se extiende como un mal corrosivo y ha contagiado a sus habitantes. Roderick y Madeline Usher han sido infectados por ese virus abrasivo somatizado en la distorsión de sus sentidos. En particular, Roderick es un demiurgo cuya vesania procrea manifestaciones sublimes de arte bajo el influjo maligno de la mansión y de la poza. Lovecraft ya percibió el vínculo irrompible entre el inmueble y sus habitantes:

 

La caída de la casa Usher alude de manera estremecedora a la existencia de una vida oscura en realidades inorgánicas, y revela una trinidad de seres anormalmente unidos al final de la larga y aislada historia de la familia: el hermano, la hermana gemela y la casa increíblemente antigua; los cuales comparten una única alma y encuentran una común disolución en el mismo momento (1984: 57).

 

El relato retrospectivo adopta un orden lineal, interrumpido por anacronías de valor proléptico inscritas en las palabras proféticas de Usher sobre la inminente extinción de su casta. La primera persona no hace de éste más que un agente coadyuvante del proceso narrativo, un elemento catártico que desahoga la tensión del relato en un piélago de tormentos. El tiempo reiterativo y monótono no ayuda a fijar con precisión su exacto transcurrir; hacia el final el tempo de la historia se acompasa al de la narración: aquí hallamos condensada la carga energética de la trama, que reposa en un vigoroso desenlace. Podemos paladear, segundo a segundo, los tensos momentos cumbre de la terrible noche de tormenta, narrada en toda su crudeza postromántica; el relato adquiere un espesor que va densificándose desde la angustia que comienza durante la noche en blanco del narrador-testigo y desemboca en el derrumbe de la casa. Es un tiempo constante, reduplicado, angustioso, en cuyo lento transcurrir se encierra la ansiedad de los personajes, esclavos de su inexorable marcha hacia adelante. A pesar de que sólo media una semana entre el encriptamiento de lady Madeline y el final de la historia, el eco del resonar de las horas en la mente hipersensitiva de Roderick se postula inacabable, como su desgracia.

El cuento ha sido objeto de multitud de adaptaciones. Sugerente, breve y enormemente contundente, ha estimulado la imaginación de los creadores fílmicos desde la época del cine mudo. La chute de la maison d’Usher (1928), de Jean Epstein, es un magno ejemplo de la adaptación respetuosa con el espíritu de la letra. Sobre esta singular versión, puede profundizarse con el estudio de Hormigos Vaquero (2009: 193-235). Epstein deja muy atrás la literalidad vacua que supondría la mera traducción en imágenes y explora los confines de la psique humana, en un diálogo constante y enriquecedor con el texto a partir de asociaciones visuales de gran valor poético[1]. De esta manera, el realizador encumbra la obra a la que homenajea sin restarle un ápice de su belleza originaria, modificando la puesta en escena al gusto de un surrealismo daliniano[2] que coloca a los personajes en un salón fantástico, nihilista, carpa de circo abandonado donde posa para el pintor, indolente, una flor de rara hermosura, consumida en el ardor voyeur del retratista, verdadero canto de alabanza a la necrófila pasión que desprende otro pequeño gran cuento del de Boston, El retrato oval.

¿Y por qué no, llevado por el decadentismo irreverente que rezuman los relatos de Poe, podría convertir el polaco a Ligeia en Lady Usher? La esfinge de ojos abiertos al porvenir es en el filme la matriarca de un clan endogámico portador del gen de la demencia sentimental que algunos llaman amour fou. Madeline, La última Usher, es una damisela tupida en sedas y brocados de alga y muselina movidos por corrientes de aire gélido aullando la nostalgia de un tiempo glorioso donde los hijos de Ligeia fueron grandes. Una nostalgia eco de aquella otra que brilla esplendorosa en el relato original, bajo la forma del poema que Roderick recita al amigo visitante: «En el más verde de los valles / que habitan ángeles benéficos, erguíase un palacio lleno / de majestad y hermosura. / ¡Dominio del rey Pensamiento, /allí se alzaba! / Y nunca un serafín batió sus alas/sobre cosa tan bella» (Poe 2007a: 331)[3]. La chute…, desarrollando la idea central del cuento matriz al que homenajea, entona una balada bucólica sobre el fin de una Edad Media ya sólo posible en los libros de caballerías, un tiempo esplendoroso que corre parejo con los despreocupados años previos al hundimiento de la bolsa neoyorquina, el fúnebre jueves negro que Epstein parecía intuir en lontananza.

En el Usher epsteiniano confluyen Hamlet, don Quijote y el viudo tenebroso de Nerval. Pasea, con el libro iniciático en las manos, su agonizante humanidad por la cámara donde reposa el cadáver de su esposa-hermana, negando el no ser de la amada muerta como una cuestión de metafísica trascendental. Acompaña a Madeline a su última morada al tiempo que la simbología de las imágenes sobreimpuestas adquiere máximo lirismo; el bosque canta y gime: la blanca sábana de gasa sugiere la pureza de la última Usher; las velas que cercan el rostro de Roderick parecen pergeñar una sutil e invisible cárcel de dolor; el suelo nos recuerda que somos sólo polvo; el cielo con su red de capilares y venas de ramas de árbol inflama llamaradas de eternidad. A diferencia del Poe funesto que nos sumerge sin aparejos en un submundo gutural, del que ya no se pude escapar, propone Epstein una visión edulcorada y diurna del viaje —quizás no— definitivo: el sarcófago atraviesa el río en su barca solar; las velas entremezcladas en los juncos parecen recitar una elegía de amor constante más allá de la muerte cuyo eco llega hasta la cripta embrujada, candilejas luminosas de espirales y girándulas de dolomita sacadas de la iconografía de los cuentos de hadas, antítesis del húmedo y frío mausoleo del original literario, antigua mazmorra medieval descrita por el narrador-visitante como una verdadera «región de horror».

En los salones desolados de la presencia de Madeline, la percepción aberrante del hipocondríaco es manifestación visible de su mal anímico[4]. El viento barre las hojas del suelo y se dirige hacia el interior de la casa; parece traer consigo una presencia inesperada que avanza, amenazante, a velocidad vertiginosa: «La ráfaga entró con furia tan impetuosa que estuvo a punto de levantarnos del suelo […]. Al parecer un torbellino desplegaba su fuerza en nuestra vecindad, pues había frecuentes  y violentos cambios en la dirección del viento» (Poe 2007a: 337). Los libros se derrumban: el tiempo de los grandes héroes ha muerto. Ethelred es una quimera: la dama custodiada por el dragón ha escapado del relato mientras sus fauces de fuego devoran la casa, liquidando los restos del imperio de los sueños sobre épocas ya extintas. Nous l’avons mise vivante dans la tombe! El grito cinematográfico es idéntico al literario, pero las palabras del Roderick fílmico encierran un resquicio de esperanza que culmina en el regreso de Madeline, oferente de brazos abiertos, salvaguarda, en la noche constelada del páramo, del olvido de la memoria sepultada bajo los muros derruidos de la extraña fortaleza.

La casa Usher de Epstein es el palacio encantado del poema recitado en el relato: «Amarillos pendones, sobre el techo / flotaban, áureos y gloriosos / (todo eso fue hace mucho, / en los más viejos tiempos)» (Poe 2007a: 331). En los detalles y primeros planos está marcado el fluir de las horas en toda su magnífica parsimonia cuasimágica y polisémica. Roderick toca el laúd —la «guitarra elocuente» del cuento— mientras las ondas del lago se mecen al compás de la música, marcando internamente el ritmo del plano, mientras el ritmo externo del montaje, lento al principio, se precipita en una sucesión de planos en sintonía con el ánimo del trovador, que al contemplar el retrato de la amada, llega al éxtasis estético y exclama: C’est là qu’elle est vivante![5] Los primeros planos reiterativos, obsesivos, de Roderick acercándose al retrato con la paleta asesina se posan sobre una Madeline que desfallece disuelta en un tiempo agónico, aciago y angustioso, vía abierta a la introspección reveladora del sufrimiento del personaje[6]. Es, en esencia, la escenificación de la pasión y muerte de la virginal joven de El retrato oval:

 

Y no quería ver que los tintes que esparcía en la tela eran extraídos de las mejillas de aquella mujer sentada a su lado. Y cuando pasaron muchas semanas y poco quedaba por hacer, salvo una pincelada en la boca y un matiz en los ojos, el espíritu de la dama osciló, vacilante como la llama en el tubo de la lámpara. (Poe 2007a: 133).

 

Tras su óbito, los habitantes de la casa parecen entrar en trance; despaciosos, mínimos, son sus movimientos en el aire embalsamado del espacio diegético:

 

El ralentí responde a la exigencia de visualizar las energías que se desarrollan en el mundo Usher, un universo en el que lo animado y lo inanimado, lo externo y lo interno, la vida y la muerte, se mezclan en un flujo único en el que cada instante es distinto del precedente y del sucesivo (Vichi 2009: 74).

 

La noche psíquica del esposo se resuelve en la tensión de la mano crispada, en la cuerda rota que ya no suena, en el reloj convertido en un objeto alienante y perfectamente inútil. Llueve en el corazón de Roderick. Ciego, loco, borracho, sólo engendra pensamientos de la amada atrapada en el cuadro, inmortal, eterna. Madeline.

También de 1928 es La caída de la casa Usher, de M. Weber y J. S. Watson. Una versión delicada del inmortal relato, en un corto de apenas trece minutos de duración, pero que alcanza momentos de irrefrenable originalidad creadora. La lente doble nos muestra de fondo unos puntiagudos torreones medievales y, en primer término, un jinete a contraluz rodeado de una pátina de neblina negra. La escenografía concita las fantasías sobre el Medioevo y los paisajes industriales de los Midlands ingleses, incrustados de altos hornos y chimeneas de fábricas. Un plano rasgado, como consumido por un incendio invisible, divide el cuadro de imagen y sirve de presentación al comedor profusamente iluminado donde vegeta una dama de alcurnia, vestida a la moda de los años veinte, Madeline de charlestón a lo Marguerite Gautier. Su neurastenia se plasma en el movimiento de cámara y el desequilibrio del plano; en el espacio profílmico flotan imágenes centuplicadas de ataúdes blancos; las ondas en el agua aluden a la fragilidad de la vida; comienza la gesta del descenso a lo largo de un pasillo salido del genio iconoclasta del vanguardismo pictórico expresionista[7].

Cuando el viajero arriba y hace sonar la campana, se descompone el plano en múltiples puntos de vista, cubismo sinestésico que deja en los oídos un regusto de eufonía visual. Las escaleras operan como signos del surrealismo onírico, ellas permiten la abismación de Madeline; la visión del calidoscopio o del insecto multiplica las imágenes de la amada muerta. En cámara subjetiva una mano avanza hacia Roderick, su angustia esquizoide es la maza de Ethelred que golpea machaconamente en su mente. Madeline huye a través del espejo fragmentario de la cámara; Roderick la persigue, se pierde, la pierde. Muerta o loca, es sólo una  sombra, apenas un apunte gramatical de un lenguaje barroco altamente expresivo, ornado, fluyente, hecho con palabras-símbolo de formas volubles, como arañazos convulsos. Ella revienne en todas las formas —sobre el mito de la revenante, cfr. Oeste (2009: 211-226)—, late, esculpe con su pie la sangre en el suelo frío, dibuja líneas sin punto de fuga posible. Ella revienne, cadavérica, monstruosa, poderosa y horrible en su locura de pitia o de diosa conocedora de los secretos de ultratumba. Bella Mata-Hari, zombie o vampira, devora y besa, y al matar muere satisfecha con su orgasmo de vísceras (Perles Rochel 2009: 169-185; Hormigos Vaquero 2009: 193-233):

Había sangre en sus ropas blancas, y huellas de acerba lucha en cada parte de su descarnada persona. Por un momento permaneció temblorosa, tambaleándose en el umbral; luego, con un lamento sofocado, cayó pesadamente hacia adentro, sobre el cuerpo de su hermano, y en su violenta agonía final lo arrastró al suelo, muerto, víctima de los terrores que había anticipado (Poe 2007a: 342).

No es hasta 1981 cuando Jan Svankmajer idea una adaptación a la altura de las de Epstein y Weber, Zánik domu Usheru (La caída de la casa Usher). Un salto de medio siglo que tiende puentes con el cine sin palabras y se aleja sin ambages del comercialismo de la adaptación debida a Roger Corman. Svankmajer, artista plástico, juega con tramas, matices y texturas para desarrollar la teoría del Usher literario sobre la sensibilidad de los seres vegetales y la vitalidad de la materia inerte:

 

En su desordenada fantasía la idea había asumido un carácter más audaz e invadía, bajo ciertas condiciones, el reino de lo inorgánico […]. La creencia, sin embargo, se vinculaba […] con las piedras grises de la casa de sus antepasados. Las condiciones de la sensibilidad habían sido satisfechas, imaginaba él, por el método de colocación de esas piedras, por el orden en que estaban dispuestas, así como por los numerosos hongos que las cubrían y los marchitos árboles circundantes, pero, sobre todo, por la prolongación inmodificada de este orden y su duplicación en las quietas aguas del estanque (Poe 2007a: 333).

 

Fiel a la atmósfera lúgubre y pesimista del relato originario, presenta el caserón Usher como una fortaleza típica de la Centroeuropa medieval. La cámara subjetiva penetra en la casa y se detiene sobre las ruinosas estancias, sobre las ventanas que dan al bosque de árboles desolados. El tiempo se hace lento y oscuro mientras la narración en off prosigue revelando misterios; el recuerdo de los personajes se mantiene en los objetos a ellos asociados.

Los planos muestran la sinfonía de la descomposición de la materia vegetal, poseedora de sus propios ciclos de muerte y renacimiento inscritos en el ritmo rápido de la planificación y el montaje. Dibuja la velocidad formas artísticas en el plano de la pequeña y frágil belleza de lo inerte, inapreciable a escala geológica, mas preciosa a nivel microscópico: un cuadro plástico y telúrico de oleajes y manos enlazadas en el mar primigenio de donde brotó la vida, trazos de la huella del hombre en el mundo, vientre, ubre, calidez, tierra, nota musical, rosa, circo, círculo, rueca y rueda, roca y planeta, polifonía de imágenes del caos creativo presentado como un documental de naturaleza muerta[8].

No vemos a los personajes, pero sentimos su fuerza en las emanaciones de la vetusta piedra de las arquerías románicas, la misma fuerza que impulsó la erección de grandes civilizaciones y propició luego su aniquilación y que late, irredenta, esperando el amanecer de una nueva era. Esta filosofía espengleriana conlleva la universalización de la decadencia de la belleza y el arte y entona una oda a la grandeza de los ocasos gloriosos, convocados en el sortilegio de unos labios pronunciando el nombre de una maladie obsesiva: Madeline.

Las estrofas del poema visual son un caligrama de enveses y nervios delicados como cristal de espuma. Unos ojos sin dueño observan a través del respaldo de la silla, regard brulant que descarga su electricidad con la precisión de un rayo perdido en la tormenta: Madeline. La descomposición del ataúd es una paradoja en que la vida prosigue su camino hacia el interior: corroe, rompe, destruye, abre y penetra los resquicios más recónditos, en un ciclo sin fin donde la materia resurrecta no se destruye sino que se transforma, late, culmina y germina nuevamente a Madeline diluida en las secreciones de la roca que la guarda. La mujer es desplazada para significar lo femenino. Ella «es la casa y la Naturaleza, con su sinfonía de eterno reciclaje, una orgía de materias que crecen exuberantemente y se descomponen espontáneamente». (Hormigos Vaquero 2009: 212).

Como el Grigori Samsa kafkiano, artrópodo dotado de intelecto, la cámara subjetiva recorre parajes subterráneos y caminos tortuosos. La oscuridad geométrica del suelo da paso a la claridad esencial y primigenia del fiat bíblico. Como en el memorable cuento de Maupassant ¿Quién sabe?, los muebles animados abandonan las estancias. La materia, deshecha, es un escombro regurgitado por las paredes estomacales de la casa; los jugos gástricos de la charca engullen los objetos de la memoria: el tiempo borrará las heridas de las formas impresas en la luz.

 

La vesania de la cripta maldita:

Roger Corman y El péndulo de la muerte

 

Me rodeaba la tiniebla de una noche eterna. Luché por respirar; lo intenso

de aquella oscuridad parecía oprimirme y sofocarme […]. No sentí nada,

pero no me atrevía a dar un solo paso, por temor de que me lo impidieran

las paredes de una tumba (Poe 2007a: 79).

 

El pozo y el péndulo es el aterrador relato de un doble descenso: el descenso físico del protagonista hacia las catacumbas y el descenso moral a los infiernos o, lo que es lo mismo, hacia los abismos y recovecos inexplorados de una mente torturada. Laberinto mitológico, marcado externamente por las huellas objetivables del descenso, e internamente por su función de antesala de la locura que provoca la deformación extrema de las sensaciones anímicas. Lo inmensurable es infinito, lo real se fragmenta en millones de átomos de vacío y oscuridad, un universo activo poblado de amenazas que anulan y cosifican al personaje. Su voz surge, gutural, del miedo al encierro en un lugar inhóspito y oscuro, pulsión universal generadora de los ambientes predilectos del tenebrismo gótico, guardianes de un espacio subdiegético virtual, inaprehensible y poblado de pasadizos, galerías y puentes entre el inconsciente, el sueño y la nada.

Casi todo el cuento se debe a los esfuerzos sensoriales de una criatura subterránea privada de luz. Asistimos al relato de un ciego cuyas extremidades superiores parecen provistas de ojos. El sonido ayuda a reconstruir en profundidad ese territorio desfragmentado e inconcreto de la ergástula, hasta que aparece uno de los elementos medulares de la organización espacial de la historia: el pozo. Al hacerse de nuevo la luz, el personaje recupera la visión que sobrepone a los objetos con la calidad de un plano-detalle literario cerrado sobre los pequeños seres que pululan la estancia, sobre el pan o el cántaro de agua. La agobiante tiniebla se neutraliza y comienza a dominar una iconicidad salvaje, un aquelarre visual del que al principio queda excluida la alegoría del techo, segundo nodo estructural del cuento: el péndulo. Con él todo espacio alrededor desaparece y sólo dominan, como vectores de fuerzas opuestas, la verticalidad dinámica del péndulo y la horizontalidad estática del condenado. Se monolitiza así un espacio extraordinariamente oclusivo, en un escenario donde el lector asiste al «cierre del plano» sobre el pecho del protagonista, inefablemente acechado por el péndulo. Nuestros ojos devienen sus ojos, especie de cámara subjetiva que convierte la agonía del protagonista en la nuestra. La identificación en el terror con el lector es plena, alucinante.

Contado al modo analéptico, El pozo y el péndulo utiliza al tiempo como elemento central para la creación de suspense. Enmarcado en el relato como una proyección mental del narrador, lo temporal adquiere una dimensión psíquica, deformada, dotada de su propia velocidad que alterna ritmos lentos con danzas frenéticas donde a cada segundo la historia parece alcanzar un nuevo paroxismo. Si las microanalepsis apuntan a un trastorno obsesivo del personaje en torno a la idea fija de su sentencia final, las acronías nos hablan de abruptas interrupciones en la línea temporal por la pérdida de consciencia del protagonista, y ambas del flujo natural del pensamiento con su ley de desorden hilvanada en vigilias, desmayos y visiones anticipatorias que mucho tienen de prolepsis hipotéticas, frustradas al no cumplirse. También el péndulo adquiere un estatus temporal al simbolizar el tópico virgiliano del tiempo que transcurre fugaz y mata todo lo que atraviesa con su afilada cuchilla, una guadaña que la parca maneja con virtuosismo de segadora, reminiscencia que también encontramos en La máscara de la Muerte Roja, especie de Rey Peste encarnando, medievalizado, lo efímero de la existencia.

¿Cómo se las ingenió Roger Corman para filmar un cuento caracterizado, precisamente, por la dificultad de su traducción en imágenes? Cueto (2009: 109-110) reformula la pregunta y ofrece una valiosa clave interpretativa:

 

¿Cómo filmar la oscuridad en que se mueven los personajes, cómo transmitirla con un medio de representación basado en la luz y no en la fuerza de las palabras? Movido por su proverbial pragmatismo, Corman pensaba que la única solución consistía en rehacer la materia prima desde cero, aunque el resultado no fuera más que el recuerdo de algún momento de impacto y un título convertido en simple reclamo.

 

El péndulo de la muerte (1961) no puede abrirse con un cuadro locativo más alejado del planteamiento espacial del relato original. La película se inicia en un acantilado frente al mar, donde se alza un lúgubre castillo cubierto de bruma y con las picudas torretas rasgando las nubes bajas, claro homenaje del cineasta al cuento La caída de la casa Usher, que había llevado a la pantalla un año antes. Sin embargo, la puesta en escena es plenamente coherente con la ambientación lúgubre de El pozo y el péndulo al ofrecer a la vista lo que en el cuento queda «fuera de campo»: un paraje desolado que atraviesa el viajero, Barnard, con la manipulación técnica del picado para resaltar la pequeñez del personaje envuelta en los gélidos vientos del páramo y arropada por los esqueletos de los árboles del bosque. El contraplano de conjunto, asociado a la mirada del personaje, retrata la vileza de lo inerte, prolongada a lo largo de los húmedos corredores del castillo, en la piedra gris de los muros, en las colgaduras y los candelabros.

Huraño, arañando el abismo del precipicio, el castillo es un mundo autónomo e ingobernable ajeno al trasiego de la civilización personificada en la figura de dos intrusos, Barnard y el doctor Leon. Los personajes hablan de la «maligna atmósfera» del castillo como si de un ser vivo se tratara, nexo que vehicula, una vez más, los transvases con el «organicismo arquitectónico» del cuento La caída de la casa Usher. Más allá del primer nivel de las galerías y corredores que conducen al salón principal y al inmaculado mobiliario, cálida señal que denota luz y connota vida, aparece un segundo nivel asociado a la oscuridad y al tránsito descendente hacia el subsuelo, motivo calcado de El pozo y el péndulo. La película convierte este  lugar en la médula espinal del horror macabro que destila y se filtra por cada rendija del castillo. El abandono y la decrepitud son las predecibles huellas del sombrío sótano poblado de toneles de vino y armaduras oxidadas cubiertas por una costra tegumentosa tejida por la industriosa Aracne. La prisión del cuento queda englobada en este archiespacio fílmico que asume otras celdas, la sempiterna cripta y los pasadizos y corredores que los unen. Del sótano procede el profundo mal que ha alterado a los habitantes de la casa, a Nicolás Medina con la obsesión del emparedamiento; a su esposa Elisabeth, con la de la tortura. En tanto los personajes puedan mantenerse alejados del hipogeo, quedarán momentáneamente a salvo, pero cada nuevo descenso les arrastrará a una locura fatal e irremediable, impresa en el cromosoma defectuoso de su delirante debilidad mental:

 

Si ese feroz combate entre razón y locura, entre luz y oscuridad, es un aspecto que Poe no hacía explícito y afloraba más bien en los intersticios de unos textos minuciosamente diseñados, Corman lo escenifica y dramatiza mediante sus actores. De esta manera, los conflictos que en Poe son internos y siempre subjetivos alcanzan aquí una dimensión objetiva y palpable (Cueto 2009: 128).

 

Expresión simbólica de la inmoralidad del patriarca, Sebastián Medina, la cripta esconde un crucifijo negligentemente abandonado, maculado de orín y telas de araña. Un travelling circular y una serie de fundidos encadenados conducen de la necrópolis al salón. El viaje concluye en el altar, con travelling de retroceso cuyo centro de interés es otro crucifijo primorosamente recubierto de terciopelo y oropel: la religión vehicula el ascenso desde el infierno y gobierna la cosmología de los personajes, en quienes se restituye la imagen sagrada, manifestando así la vuelta a la piedad ortodoxa de los vástagos.

El pasadizo que comunica las alcobas de Nicolás y Elisabeth actúa como percutor por donde penetra el magma de maldad incubado en los subterráneos, constituyendo así una vía de escape, utilizando una terminología psicoanalítica, de ese inconsciente reprimido que estalla en todo su vigor en el destrozo de la «habitación de recuerdo» donde se honra la memoria de la desaparecida esposa. Medina tendrá que franquear el pasadizo en pos de la voz espectral de la amada y descender como Orfeo al último círculo del averno; en el clavicordio reconocemos, depauperada, la lira del argonauta.

Hay un flujo constante entre el mal amor, turbio e incestuoso, emparedado en la cámara de los horrores, y el buen amor que guarda en la cripta a la amada idealizada, un amor puro corrompido en la lucha contra la fuerza opuesta de la puerta cerrada, símil retórico de la mente racional que no encuentra escapatoria posible ante el siniestro imperio de lo preternatural. La desvirtuación poligenética de la trama original sustituye en el filme a las oscuras fuerzas conjuradas contra el protagonista por el prosaico motivo de los celos y transforma al péndulo, instrumento de venganza inquisitorial, en el juguete particular de un loco. La degradación del leitmotiv literario alcanza el límite de lo absurdo. Y lo supera. Y, con ello,

 

Poe se convierte así en algo más que un simple proveedor de argumentos: es un fetiche cultural, un objeto de consumo cuyos aspectos más populares son explotados sin rubor para devolverle al público exactamente la idea (muchas veces falsa) que se ha hecho de su peculiar universo (Cueto 2009: 98).

 

La ambientación enigmática y efectista contribuye a crear un tiempo psíquico, físicamente exacerbado y angustioso, fruto de una puesta en escena que realza hiperbólicamente lo siniestro y enlaza con ese tiempo eterno y plomizo que enmarca la apertura del relato La caída de la casa Usher. El homenaje intertextual —e interfílmico— de Corman se plasma en el borrado de las huellas de su transcurrir cronológico, cuando la claridad del día en el comienzo de la cinta da paso a la penumbra lechosa del decorado que nos lleva de la mano a un mundo nocturno, ficticio, nutrido del constante viaje al pasado de los personajes, que no parecen vivir sino para sus recuerdos floues y teñidos de azul. La construcción de los flashbacks delata el desinterés del autor cinético por el lugar que en el relato ocupa la instancia narrativa, con el resultado de una focalización descuidada en la que los recuerdos de Nicolás Medina son desvelados por sus allegados, empecinados en dejar el pasado del hiperestésico aristócrata desnudo ante la cámara. Barnard tiene la misión de proyectar ese pasado hacia el presente, pero sus modos detectivescos chocan con la anquilosada mentalidad de los moradores del castillo, ingrato pulso de ciencia contra creencia. Creencia en el revenir de Elisabeth, de la que sólo se nos ofrecen imágenes en retrospectiva, pero impresas en el presente con poderosa y enigmática fuerza: anillo, clavicordio, retrato. El tiempo adquiere trayectoria circular cuando la esposa cadáver regresa de la eternidad y se venga del esposo: la resucitada es también la madre adúltera y su cripta el útero maldito que condena a su estirpe a vagar por siempre como almas en pena, sin presente, sin dicha, sin esperanza.

 

Arritmias fílmicas: cuatro latidos delatores

de un corazón de celuloide

 

Su cuarto estaba tan negro como la pez, ya que el viejo cerraba

completamente las persianas por miedo a los ladrones; yo sabía

que le era imposible distinguir la abertura de la puerta, y seguí

empujando suavemente, suavemente (Poe 2007a: 136).

 

El corazón delator se construye sobre el vacío escénico. La extremada simplicidad y el esquematismo unbestimmt del relato permiten el predominio absoluto de la narración sobre la descripción, dando lugar a una ambientación teatral y minimalista. Como el árbol donde Valdimir y Estragón esperan a Godot, sólo el corazón vive en el atrezzo de la habitación moblada por una silla y unos tablones sueltos, únicos ejes espaciales del cuento.

El narrador es un neurasténico, y al igual que el anónimo protagonista de El gato negro, vive obsesionado por un odio exacerbado e ilógico, en su caso hacia el ojo deforme del viejo. También como aquél, enfoca su relato a modo de confesión tras haber cometido el asesinato. En su delirio, nos cuenta, el protagonista era capaz de interpretar los pensamientos y los sentimientos del viejo, convirtiendo a su antagonista en un objeto de repulsión pasivo y dúctil. Después de resumir la historia a través del relato iterativo, a partir de la octava noche el tempo se vuelve lento y se densifica el ritmo de la narración. En torno a esa aciaga noche, que parece prolongarse por la agonía del protagonista al evocarla, se crea un tiempo angustioso, psíquico y cerrado, de ritmo frenético, que progresa ascendiendo hacia un clímax narrativo de gran fuerza dramática. El asesino revela que oía en su mente los pálpitos del corazón de su víctima, una curiosa auricularización literaria que el lector tendrá que juzgar como real o como fruto de la imaginación o el sueño, duda que introduce el elemento de fantasticidad en el relato. Ferreras explica las bases teóricas que dan carta de naturaleza a la narración fantástica en función de las aberraciones de lo canónicamente admitido como real[9].

Jules Dassin, en el cortometraje The tell-tale heart (1941), desarrolla el cronotopo del cuento en torno al espacio central de un telar mecánico trabajado por un joven expósito criado desde los catorce años por un viejo que le maltrata cruelmente, vejándolo físicamente y reduciéndolo a un estado de bestialización que anula y debilita su sometida voluntad. Entre ellos, pues, no existe relación de parentesco alguna, eliminando así el cineasta la ambigüedad del texto de origen, aprovechada por otros realizadores para establecer un grado más o menos intenso de consanguinidad coadyuvante del instinto morboso del parricida. En efecto, el relato original presenta una ambigüedad, pues el narrador-protagonista se refiere siempre a su enemigo como the old man, «el hombre viejo» o, más sucintamente, «el viejo». Al no desarrollar la relación entre víctima y verdugo, cabe pensar que Poe jugó a despistar al lector con los vínculos de parentesco, idea que se refuerza con el afecto puntilloso, exacerbado, del asesino hacia su (supuesto) padre.

El interior de la casa es lúgubre y de aspecto pobre. La noche y la lluvia suscitan la idea de la claustrofobia asociada a los lugares cerrados, tristes, donde el horizonte termina en los paneles de las ventanas, a través de las que el viejo mira sin ver, estremeciéndose de frío. Las acciones narradas en el cuento se escenifican por medio de diálogos que devuelven su papel activo al viejo, como instigador de su propia tragedia. Dependerás de mí mientras vivas, sentencia gravemente. El plano establece una relación de causalidad, temporal y lógica, con el siguiente, en el que vemos los ojos del joven brillar con siniestro resplandor. Un primerísimo plano nos acerca a su mirada, y en ella contemplamos el relámpago de la idea asesina, el germen del plan apenas concebido, los preparativos que, a diferencia del cuento, apenas oculta al viejo. Tras asfixiar a su víctima, el joven tejedor oculta el cadáver con un tapiz confeccionado probablemente por él mismo, prosaico pleonasmo de su esclavitud y de su actividad monótona, repetitiva e insulsa, cansina hasta la extenuación. Liberado al fin de su carcelero, cae sin embargo en la contradicción de que no sabe ser libre. Hacia el final de la cinta, nos damos cuenta de los graves errores del guionista en el desarrollo de su carácter, desde el vengador del maltrato continuado, asesino alevoso y premeditado, hasta el desquiciado lunático atento al más leve rumor de la casa. Se vuelve maniático, hipersensible a los sonidos, eco de lo que afirmaba su alter ego literario: «La enfermedad había agudizado mis sentidos, en vez de destruirlos o embotarlos. Y mi oído era el más agudo de todos. Oía todo lo que puede oírse en la tierra y en el cielo. Muchas cosas oí en el infierno» (Poe 2007a: 134). En el tercer grado al que le someten los policías, la locura del joven llega al delirio, en una atmósfera tensa e irrespirable generadora de un espacio oclusivo donde gravita su obsesión culpable.

Envuelto en un tiempo psíquico, el claqueteo monorrimo de los objetos cotidianos aumenta la histeria del joven. Una iluminación directa, dura, lo rodea con un halo de ángel exterminador. El ritmo acompasado del latido acoplado a los acordes de la música, la mirada y el movimiento, insertos en planos de gran duración, señalan la cercanía del clímax, hasta que cesan los sonidos y la atmósfera se destensa, alcanzando un nuevo equilibrio en el que el tiempo, ya semánticamente irrelevante, transcurre a ritmo ordinario. El sonido del corazón, que brota de los oídos del asesino, es una auricularización interna que el realizador comparte con los espectadores, a los que concede un papel activo y privilegiado, y por eso la escucha es también una auricularización espectatorial, frente a la escasa participación de los agentes de la ley, que ni oyen ni pueden oír, privados del mágico poder que nos permite viajar, a modo introspectivo, a través de las llanuras agostadas donde campa inagotable el frenesí de la perturbación.

Una de las versiones menos originales e interesantes de la larga relación entre el espléndido relato del de Boston y el medio audiovisual es The tell-tale heart, incluida en el largometraje para televisión An evening of Edgar Allan Poe, cinta dirigida y producida por Ken Johnston en 1970 e interpretada por Vincent Price. Estamos frente a un híbrido difícil de catalogar, y que respondería a lo que Guarinos (1992) define como «teatro en televisión», es decir, un discurso pretendidamente teatral que se vale del lenguaje fílmico y necesita del pacto implícito y múltiple del espectador con la realidad espectacularizada[10].

An evening of Edgar Allan Poe es un monólogo teatralizado en el que el personaje recita el texto palabra por palabra, al tiempo que, ayudado por los instrumentos utilizados para preparar el asesinato, como la linterna sorda y la cama donde dormía el viejo, va reconstruyendo todo el proceso. Este guión prefijado, copiado arteramente del original, permite poca libertad a la imaginación del autor cinético, pero también plasma de alguna manera su admiración por la obra de referencia. La fuente de conflicto nace de la tensión del suspense inserto en la música y el plano. Lo único que separa esta versión de una función teatral es el encuadre, que permite movimientos de cámara escalares, como el que muestra el detalle del ojo del narrador en el momento exacto en que describe el ojo de buitre del viejo. Guarinos afirma que el detalle dinamita la lógica de la representación teleteatral, que se otorga a sí misma muy pocas concesiones en lo concerniente a la construcción del espacio, confinado normalmente en planos largos y reducido a los límites del set y «la cuarta pared» (1992: 89).

La luz y el sonido crean también efectos típicos de la escenificación teatral: mientras el asesino relata el momento de la muerte del viejo, la habitación del horror queda en sombras y, cuando recuerda que en la calle se oían las campanas, se oye un tañido corroborador de fondo. Al llegar al punto álgido de su confesión, el narrador nos cuenta que oía distintamente el latido de un corazón; entonces, el encuadre se altera y la cámara se convierte en un corazón que se acerca y aleja del protagonista a ritmo regular. Cuando éste levanta las tablas, extrae del suelo un corazón sangrante, mientras aúlla las celebérrimas frases que cierran el cuento. Ley del mínimo esfuerzo de una tarde anodina que no tardaremos en olvidar.

Que el ámbito hispánico es un terreno fértil para la experimentación a partir de las obras de Poe lo muestra el interesante mediometraje para televisión El último reloj, dirigido por Narciso Ibáñez Serrador en 1967 e incluido en la serie Historias para no dormir[11]. La cinta parte de una anécdota del cuento, el susurro apagado y presuroso del corazón de la víctima, «como el que podría hacer un reloj envuelto en algodón» (Poe 2007a: 137). Este motivo, intrascendente en el relato, se convierte en tema central de la película. Su desarrollo permite prolongar la trama, crear una puesta en escena, establecer relaciones entre los personajes y jugar, a nivel estético, con metáforas visuales que otorgan al texto fílmico un valor poético autónomo.

La cinta comienza con una presentación unbestimmt en la que una mano sin dueño detiene, a la misma hora, una serie de relojes de péndulo. Los siguientes planos corresponden a un populoso mercado. Un plano detalle  de claro contenido simbólico y anticipatorio, expresión de la omnisciencia sabiamente administrada por el autor cinético, queda fijo sobre el ojo viscoso, gelatinoso y frío de una res sacrificada. Un plano americano nos presenta al joven protagonista, interpretado por Manuel Galiana, con el fondo del movimiento y el afán del mercado, en el que se construye un espacio elidido en el cuento, multiforme y cambiante como el río heracliteano, alegoría de la vida encerrada en un set de rodaje.

El último reloj se ubica en el Londres victoriano, un Londres de tunantes y truhanes donde conviven la picaresca del Siglo de Oro y las aspiraciones frustradas del Philip Pirrip de Great expectations, representado aquí por el sobrino del relojero, Sidney Thorbor. Es un Londres arrabalero y chabacano en el que la muerte es ley de vida y a nadie extraña, donde el cortejo fúnebre se suma sin inmutarse al festival de la carne.

La relojería es otro mercado donde se trafica con una materia valiosa e inaprensible: el tiempo. En sus paredes flotan cientos de relojes cuyo sonido, intencionadamente agigantado, recuerda los latidos de un corazón, guiño al relato original tanto como una reflexión sobre la brevedad de la vida que, aunque se contiene en otros cuentos, como La máscara de la Muerte Roja, no aparece en el referente literario. En el viejo Thorbor, al que da vida el genial Narciso Ibáñez Menta, confluyen tradiciones muy distintas: representa por igual a Cronos, administrador del tiempo de los hombres, al adivino tebano Tiresias, por la cualidad visionaria de su ojo de cíclope, al Príncipe K de Dostoievski, por la comparación constante de su organismo con el de un autómata. También su fisonomía de rostro aquilino y su estrechez de espíritu recuerdan al tópico del judío avaro, llámese Shylock, Faggins o Evenezer Scrooge. No olvidemos tampoco, ya dentro de nuestras fronteras, al amo ciego del Lazarillo de Tormes. El viejo es un artesano que trabaja el tiempo con sus manos, que atesora los segundos como otros sus riquezas. Gobernador de un universo denso, cronométrico, donde se mide y calibra cada fragmento de instante, reducto ordenado alejado del caótico y bullicioso desorden de la plaza de abastos. Es un mundo sin sentimientos, regido por el latido implacable de los miles de corazones de acero que cuelgan de las paredes de la tienda, un espacio sin apenas valor dramático, exacerbado por la intensa iluminación extradiegética, constructora de angulosos claroscuros, de  vertiginosas y oblicuas sombras.

La gran sencillez del mobiliario, uniformada por la ausencia del color, hace destacar las pálidas esferas de los relojes, intensificando la comparación con el ojo del viejo misántropo. No estamos ante la tétrica mansión de Corman, terrorífica per se. La humilde relojería, normal en apariencia, cobra tintes mistéricos por la amenaza de los relojes, que gravita como una vaga sombra de puro terror psíquico. El elemento enigmático aquí es el reloj, objeto de apariencia inofensiva, pero terrible a la luz de los ojos sin alma del viejo mercader.

La grabación en estudio y el uso de grandes focos de luz impiden la recreación natural del día y de la noche. Este contrasentido convierte la precisión cronométrica de las máquinas de relojería en un gran absurdo, una paradoja en la que el actor principal, el tiempo, no existe. Sin embargo, se consigue mostrar el tiempo psíquico de los personajes a través de planos subjetivos, aberrantes, de los relojes, inclinados, envueltos en grandes retazos de sombras oscilando al compás de la inquietante música in crescendo con base de péndulos palpitando su letanía metálica, en un montaje final reiterativo y maníaco: «Otros [relojes] son monótonos, obsesivos, como la sangre que golpea las sienes de un loco», dirá Thorbor.

La música también acompaña el tiempo lento del suspense en la secuencia en que Sidney sorprende a su tío contando las monedas en el dormitorio. El movimiento suave de la cámara acompaña las evoluciones del personaje hacia el aposento. Tras la puerta, una risa baja y estridente revela el misterio y la tensión narrativa se difumina. Es claro que el suspense es un elemento de orden temporal, y también se construye a partir del orden de la narración. A través de una analepsis externa, conocemos el viaje del viejo a su aldea natal, donde conoció al niño Sidney. En el largo plano detalle en que Thorbor entrega la llave de la tienda a su sobrino, la luz ilumina el contorno de una mano fina, delicada y perfectamente formada que desdice el relato del viejo, quien recuerda de su viaje a la campaña una mano pequeña e inservible desde el nacimiento. Gravita en el aire una pregunta: ¿quién es el supuesto Sidney Thorbor?

Las opciones de cámara están asimismo en el origen de ese suspense algo hitchcockiano que cuenta con la inteligencia y la participación del público[12], en las antípodas del ne pas savoir faire del cine de Corman, donde se parte de un espectador pasivo y  poco exigente a quien hay que dar todo hecho. En cambio, la maestría de Ibáñez Serrador consiste en guardar en la manga la carta más alta: nada es lo que parece. La red de solidaridades entre el joven y los espectadores queda rota en la segunda parte de la cinta, al invertirse los roles de los personajes. Las informaciones aisladas permiten a los televidentes ir atando cabos con las pautas que el realizador ha ido dejando en el camino y llegar a la identificación total del asesino mucho antes de que éste enseñe su verdadero rostro.

Ya no hay escapatoria posible y el viejo paga el error que junto al espectador ha cometido: creer las palabras de un desconocido. El último reloj es el corazón del señor Thorbor; es preciso, en la cosmología mecanicista y neurótica del maníaco asesino, pararlo también para poner fin al sufrimiento del viejo. La ambientación teatral propicia un desenlace efectista, con un final cerrado que remite al comienzo, en un tiempo circular que equipara el ojo del carnero en la plaza con el ojo deshumanizado de Thorbor bajo los tablones del dormitorio. Tras la confesión hallamos, en la soledad de la habitación vacía, la magna obra del falso Sidney derribada, latiendo, inconsútil, para el espectador: el corazón del viejo, estela de la conciencia culpable de su asesino.

Una rareza autóctona de las más recientes es El corazón delator (2003), dirigida y escrita por Alfonso S. Suárez, e interpretada por Paul Naschy y Eladio Sánchez. En la secuencia anterior a los títulos de crédito iniciales, un hombre maniatado y encerrado en una habitación acolchada escucha los sonidos de un corazón mientras el plano se va acercando angustiosamente a su rostro ensombrecido. Tras una elipsis, el siguiente plano nos conduce a lo largo de una carretera sinuosa. Un caminante desconocido dirige sus pasos hacia una casa; ante la puerta del recibidor se desvela su rostro en primer plano: es el recluso del manicomio. Un fundido en negro da paso a un plano conjunto del interior de la vivienda. Los dos personajes —ahora sabemos que son hermanos— van desgranando la historia familiar de la casa y de su infancia en común sentados en torno a una copa de brandy en el confortable salón de la biblioteca, donde celebran la milagrosa recuperación del recién llegado. El elemento inquietante proviene de los propios objetos del decorado: el cuadro del padre que preside la estancia, conservada exactamente como la dejó al morir, unas extrañas figuras de formas desgarbadas y abigarradas como brazos de suplicante o garras de bestia. Varios planos rápidos encadenan un ritmo regular, insertando en la narración la huella del transcurrir temporal, objetivado en el movimiento regular del péndulo, en los planos concisos de las escaleras, el reloj, la biblioteca, las esculturas o las figurillas de ajedrez. El ritmo nace también del contraste en la escala de los planos, que alternan el detalle con la generalidad del plano de conjunto. La llamada de teléfono rompe el ritmo y divide en dos las secuencias del relato, separando el tiempo ordinario de los acontecimientos del tiempo psíquico en el que el hermano conoce, al fin, la mentira del visitante que pone su vida en grave peligro. La focalización espectatorial nos concede el privilegio de contemplar cómo el demente coge el teléfono en el piso superior y escucha la conversación con los responsables del psiquiátrico. Ello comporta un añadido de tensión dramática que introduce un elemento de suspense mantenido in crescendo hasta el desenlace.

 Con respecto al original literario, hay una trasposición del espacio, ya que la trama trascurre en el saloncito y allí se comete el crimen, elidido en la cinta, actuando el fundido encadenado aquí de signo de puntuación suspensiva. El soliloquio del asesino contiene las claves del vil asesinato, propiciado por una hiperestesia que convierte al corazón del hermano en objeto de retorcida monomanía. En torno a su discurso —que contiene unas pinceladas del texto original­— se vertebra un espacio torturador y agobiante creado por cascadas de angulosos planos de aproximación en sucesión cada vez más vertiginosa y de naturaleza claramente introspectiva. La cámara nos devuelve la mirada del asesino y contemplamos el grito de la locura en sus ojos; oímos, auricularizado, el latido delator; el plano se congela en el instante del paroxismo y funde en negritud con la noche oscura del alma del siniestro fugitivo.

 

Poe, whisky e historicismo: Tobby Dammit

y el universo felliniano

 

A unos cinco pies sobre el nivel del molinete, atravesando

la techumbre a manera de soporte, veíase una fina barra de acero,

con el filo colocado horizontalmente; formaba parte de una serie

de soportes análogos que reforzaban la estructura del puente.

No cabía duda de que el cuello de mi infortunado amigo habíase

puesto en contacto con el filo de aquella barra (Poe 2007b: 359).

 

El Tobby Dammit de Federico Fellini, incluido en el filme de episodios Histoires Extraordinaires / Tre passi nel delirio (Historias extraordinarias, 1968), es sin duda la recreación más libre de cuantas ha conocido la obra de Poe. Sobre esta adaptación, Hormigos Vaquero (2005) ofrece una interesante lectura; otra visión entusiasta puede encontrarse en Pedraza y López Gandía, que en el capítulo que dedican al Tobby Dammit itálico, ensalzan la obrita, que califican de fellinianamente expresionista:

 

Muchos maestros de la literatura fantástica, entre ellos el mismo Poe, crean sus ficciones desde un punto de vista infernal de la realidad; su método de extrañamiento es la contemplación del doble infernal de las cosas. Fellini lo intuye y si bien esa visión aparece en otras películas suyas, como Satyricon y, sobre todo, Roma, en esta alcanza el esplendor de lo absolutamente pertinente (1999: 183).

 

Fellini parte de la pequeña anécdota literaria para montar toda una teoría sobre la historia de la humanidad en un corto extraño, colorista y profundamente personal, transitado por las preocupaciones intelectuales de la época del cineasta tanto como por alusiones culturalistas de toda índole, potpourri o cruce de caminos que conducen a una Roma irreal habitada por seres excéntricos, pintorescamente caracterizados, convocados a un baile de máscaras ultramoderno, postindustrial y fantasmagórico que refleja las contradicciones ideológicas de los sesenta: si en cuentos como William Wilson el hombre se disgregaba en el cuerpo social, Fellini en cambio retrata la desintegración de la masa en millones de individuos particulares a la búsqueda de una identidad propia, reivindicada en los ropajes, la música, la actitud ante el statu quo o el consumo de drogas, vías de escape de la soledad, no ya la del misántropo en su castillo, sino la del hastío de los excesos de una sociedad antropófaga que pide a sus estrellas que sonrían mientras los flashes masacran su vulnerable intimidad[13]. El Jesucristo moderno que es Dammit mezcla en dosis variable algunos gramos de Shakespeare y Poe macerados en LSD y whisky, licor de los juglares contemporáneos etiquetado con la marca del flowerpower de papel couché.

 

Dammit trae consigo desde las tinieblas la desesperación de los condenados […]. Tiene algo de Cristo, como si Cristo hubiera cedido finalmente a las tentaciones y paseara por el infierno de su dolor […]. El Tobby Dammit de Fellini asume, con plena modernidad, ese papel de Cristo, pero como metáfora y no como personaje (Pedraza y López Gandía 1999: 184 y 188).

 

En la película se articulan dos discursos: el de la voz en off de inicio y el de las imágenes. La voz en off —que refleja el punto de vista de Dammit, «un muerto que habla desde su muerte como en Sunset Boulevard de Billy Wilder. La voz en off de Dammit, acusmática y diabólicamente celeste, emitida desde un cielo de nubes de fuego, desde la nada, narra la aventura de su muerte» (Pedraza y López Gandía 1999: 183)— relata una historia en pasado; las imágenes resuelven ese pasado evocado desde la mostración cinética en presente. El plano secuencia subjetivo remite a un personaje sin rostro que camina cual Dante a través de los círculos del infierno de Fiumiccino; vemos una sombra y luego a Dammit apareciendo por el fondo del cuadro de imagen para asumir su rol diegético objetivo y apoderarse así de la mirada anónima de la cámara.

Pasea el actor su ebriedad en coche de luto riguroso por las calles de una Roma cadavérica e irreconocible, cansada ya de la dolce vita. El pasado flota en el aire como un gran cadáver corrompido cuyas emanaciones llenaran el aire; el esplendor convive con la miseria, lo chic con lo grotesco, lo real con lo ficticio y Barthes con los epicúreos en el gran teatro de la fanfarria universal[14]. El vehículo es escenario de evocación de la visión de la niña demoníaca[15]. Domina a Dammit incluso en la vigilia desleída en los vapores del alcohol y vegeta en una especie de hiperespacio sin dimensiones donde sólo se hace su santa voluntad de impúber caprichosa:

 

Con el claroscuro las imágenes se pueblan de algo que se insinúa en ellas, pero que permanece no representado: lo que se revela sin mostrar, lo que se sugiere con intensidad. El terror, los estados segundos, la abstracción mental, todos ellos parecen apuntar físicamente hacia un lugar que permanece escamoteado: el lugar donde se esconde la pequeña niña demonio, el lugar del que sale Tobby Dammit para comenzar su representación (Hormigos Vaquero 2005: 70).

 

De fondo oímos la voz del padre España, mientras sus manos en plano, imagen-símbolo, elevadas como en oración, semejan la paloma de la revelación, rodeada del fuego anaranjado que flota tras las ventanillas del coche, armagedón que tiñe con sus luces quizás el último atardecer del mundo. Iconográficamente, encontramos paralelismos con el tríptico La anunciación de Fra Angélico: los cristales del coche son los soportales; el padre España, Gabriel; la luz que penetra en el coche, el rayo; las vírgenes del bosquecillo, las leedoras de buenaventura, y Dammit la encarnación de Cristo. Reflejo múltiple en el espejo de la Historia, el trascendentalismo cristiano se mira a sí mismo a través de los maniquíes que como ángeles extienden sus grandes mangas de plumas blancas en la rúa romana, por donde transita una procesión de la Virgen María; los hippies, que volverán para inundar las calles en Roma con su mensaje apático y levemente contestatario, representan la simplicidad y la pobreza de los primeros seguidores de Jesús, son «ocupas» de la pradera que habrá de reconciliarse con el paisaje evangélico.

En la plaza del Coliseo, el gran imaginador que es Fellini posa sus ojos sobre el tapiz múltiple de la vida cotidiana[16]. No delega directamente el acto de mirar en los ojos de Dammit, pero la cámara actúa selectivamente, encadenando las imágenes que le interesan como un ojo humano, alejando el montaje de la planificación estática que delataría la intromisión del medio técnico y que convertiría la mirada cinética en un abuso al mostrar el punto de vista del cineasta y no del personaje.

El estudio de grabación es un engranaje perfecto, mecánico y átono movido por un invisible resorte de maquinaria de reloj, donde los miedos y las dudas del ser humano quedan maquillados por una fría capa de telerrealidad anestésica[17]. La hipocresía del mundo posmoderno, empecinado en hacer de Dammit una mina de oro, llega al extremo de ignorar la debacle moral del personaje, subsumido en el mercado audiovisual en tanto affair estético de los tres grandes ismos del siglo veinte: egoísmo, individualismo, consumismo engullen el dolor que brilla en su pupila sin que nadie llegue a percibirlo.

Una caverna mitológica, de resonancias platonianas, es el escenario donde transcurre el acto de entrega de la Loba de Oro. Es la apoteosis de la bacanalización de la mirada. El gran imaginador es un dios menor ahíto de opio y su obra fílmica el resultado de la orgía. Los personajes viven y beben bajo la falsa luz de los focos, aprisionados y encadenados a su destino de fantoches de pelucón y glitter; sin duda, morirán sin saber que su existencia es una parodia[18]. La mirada, oculta tras binóculos imposibles, fragmenta el espacio fílmico y la percepción se convierte en la contracultura del engaño de los sentidos. Una Edmea Tetua sofisticada y vaporosa, salida de alguna película de los años cuarenta, surca con su enorme ojo el vacío para capturar a Dammit en sus redes de ensueño, mariposa de aire, iris ingenuo y blancas manos ofreciendo la humanidad que el film niega al resto de criaturas que pululan el submundo de la gruta, monolito de óxido de hierro proyectando, en el derrumbe de un coloso escénico, su lado más amargo. Los párpados cerrados de la dama velan la luz y revelan la falsedad de los juegos de espejos; no hay infinito, no hay más allá; cae el telón del melodrama y Dammit es abandonado en medio de la escena como Rick en Casablanca.

Igual que el prófugo de la alegoría clásica, al escapar Dammit profiere un grito liberador y prosigue su camino iniciático, autodestructivo, que finiquita en el convencimiento de la ficción de una realidad sólo aparente de la que, como el Fulgencio Entrambasaguas de Unamuno, pretende escapar sin conseguirlo (motivo que se hallará plenamente desarrollado en El show de Truman [1998], de Peter Weir): «La carrera final de Tobby Dammit tiene mucho del viaje interior romántico, como un naufragar errante; se trata del deseo de retorno y de la conciencia de aniquilación que este deseo comporta» (Hormigos Vaquero 2005: 72). Al fondo del puente está el horror amado, la sirena que con su canto provocará el hundimiento de la nave en el mar de color vino soñado por Homero, cuyo bouquet se espesa en la calima de la noche romana, anaranjada y sulfurosa, hasta hacerse irrespirable. La huida es la rebelión contra el imaginador; la muerte final, la decisión del autor de acabar con su personaje, a quien cierra la salida, engañándolo, torturándolo, haciéndole perderse y, finalmente, entregándole a los brazos de su enemiga íntima, una pálida muchacha cuyo aspecto angelical recuerda al de las cándidas protagonistas de los cuentos infantiles pero que, consciente de su soberanía sobre el hombre, hace despertar de su pecho de bella durmiente a la bestia de sensualidad que lleva dentro.

 

La feminidad al desnudo o la perversión del erotismo:

de Poe a Corman, Vadim y Malle

 

Baudelaire[19], en su prólogo a las Historias extraordinarias, afirma con justicia de Edgar Allan que

 

A pesar de su prodigioso talento para todo lo grotesco y horrible, no hay en toda su obra un solo pasaje que se refiera a la lubricidad, ni aun a los goces sensuales. Sus retratos de mujer tienen, por decirlo así, una aureola; brillan en medio de un vapor sobrenatural y están pintados con el estilo enfático de un adorador (Poe 1887: 28).

 

Si para Poe, pues, la mujer era la delicada representación de una idea vaporosa, ascética y asexuada, del amor, en Roger Corman este concepto se transforma al plantar en ella la semilla de un mal erótico de naturaleza perversa:

[Las] mujeres […] que pueblan los relatos y los poemas del autor son como un ensueño romántico; delgadas hasta la extenuación, tienen una voz musical y un caminar elástico; seres etéreos, casi angelicales, enfermizos, a menudo están a punto de morir […]. Sin embargo, en Roger Corman […] son, al contrario, traidoras y conspiradoras para asesinar al hombre con quien viven: sus sonrisas son tan falaces como su presunta bondad, tan equívocas como sus gestos, su falsa dulzura, su grácil caminar (Latorre 2009: 74).

En un gesto libérrimo, Corman estableció en el elemento femenino uno de los vértices del triángulo amoroso de la cinta La caída de la casa Usher (1961). El anónimo narrador del cuento se convierte en Philip Winthrop, el prometido de la Madeline cinematográfica, perfilando su devoción pura una relación a tres bandas que envenena el amor fraterno con los celos de una pasión incestuosa. En la secuencia del diálogo nocturno de los personajes en el salón, compuesta por veintiún planos, el cruce de miradas entre los hermanos, con Winthrop como eje central, dibuja merced al montaje ese triángulo invisible. El juego de planos-contraplanos de Madeline, Roderick y Philip sugiere un espacio tensional  transido de dudas y recelos, de luchas mudas entre los machos de la especie disputando su derecho de conquista y el sometimiento final de la fémina. Antes de marcharse y deshacer la organización triangular del plano, Madeline besa a Roderick en la mejilla, entregándose así al amante con el consentimiento implícito del futuro esposo, subyugado ante un ritual de dominación del que está excluso.

En la intimidad de la alcoba, el prometido reclamará a la joven y, por un momento, peligrará el desequilibrio tensional de naturaleza triangular, pero una nueva irrupción de Roderick recompondrá la situación de inicio. A Madeline no le quedará ya más escapatoria que la religión y el sonambulismo para burlar las acechanzas del hermano-amante; con su frágil pie caminará la cuerda funambulesca fronteriza con la muerte, y el subconsciente actuará de umbral de los más pavorosos terrores que aguardan en la cripta, limbo entre infierno y paraíso propio del estado mental confuso y transitorio de la catalepsia. La cercanía de las tétricas emanaciones de la charca y el contacto con la casa harán perder a la joven su lozanía psíquica, mas no el brillo en sus ojos de gacela herida ni la rubicundez y tersura de su abundoso escote, atributos prolijamente alabados en la ciudad, lugar idílico que la pareja rememora con nostalgia: «Me acuerdo cuando estabas en Boston. ¿Te acuerdas? Exuberante, rebosante de alegría de vivir», clamará el frustrado Winthrop.

La cripta ejerce una extraña fascinación sobre Madeline. La luminaria traza un recorrido a lo largo de las tumbas, y en su desplazamiento a través del plano va forjando una especie de arquitectura subterránea del terror dotada de una función social jerarquizante: predominan las ramas más antiguas de la familia, que aparecen primero, y los hombres sobre las mujeres, cuyos ataúdes reposan bajo los de los maridos, excepto el de Miriam Usher, quizás un mensaje subliminal que apunta a la existencia de un espíritu indomable inmune al contagio. El mundo hipogeo es el propio de una Madeline cada vez más debilitada por la herencia acumulada en su sangre: incluso tiene su propio espacio delimitado en los confines de la necrópolis: una tumba individual, ya que morirá soltera, y separada del resto, porque con ella se cierran el ciclo de los Usher y la deformación moral congénita de su simiente maldita.

Madeline vive con el miedo a ser enterrada viva, como Guy Carrel, su correlato fílmico en La obsesión (Roger Corman, Premature burial, 1962). Sus agoreras profecías se cumplen, y comienzan las pesquisas del amado para encontrarla después de haber sido arrancada de su tumba prematura. La unión amniótica entre los hermanos permite a Roderick conocer cada uno de los movimientos de Madeline en el féretro. Los gritos de dolor y agonía de la joven comunican su naturaleza ultraterrena a los espacios superiores de la casa, como las raíces putrefactas terminan minando los almibarados frutos de la planta, por mucho que los injertos inyecten gotas de savia nueva.

El mañana es un territorio de esperanza para Philip y Madeline, que conjetura inocentes sueños de futuro estimulados por el brío del que quiere ser su esposo. Pero a medida que transcurren los días la esperanza muere y el futuro se desploma junto al pedernal de la ciénaga. La joven pierde su energía vital y se refugia en las paredes de la casa. Poseída por la atmósfera inmunda, se despide de los campos, de la libertad de la luz del alba, para descender a la noche perpetua de las catacumbas, y al final el amor es vencido por el fatalismo, cínico y pragmático, de Roderick Usher. En la capilla, el cuerpo de la joven es bendecido antes de ser inhumado en las profundidades de la cripta. El reino de los muertos es una región desolada a donde el alma de Madeline irá a sufrir tormentos sin final. El amado iniciará una búsqueda en las regiones periféricas del horror para restituir en ella su doble desaparición, anímica y física. Su pesadilla tiene tanto de matrimonio simbólico con Madeline en la muerte como de celebración orgiástica de su virginidad encadenada a ataúdes de represión secular de la libido, evaporada en el rastro de sangre de la amada cadáver, resucitada, malévola y loca, muerta para el mundo, víctima de la victoria pírrica del amor sobre las sombras. En el plano que la desvela, vemos a Madeline, pero también a través de ella; manifestación del horror puro según los códigos imperantes en los sesenta, su grito de terror deviene un clásico de filmoteca, exonerado, al proferirse, de su carga de erotismo satánico[20].

En la Morella de Poe aparece modificado el tema del doppelgänger, pues se habla del desdoble en su vertiente psíquica. El tiempo separa a las dos Morellas; el acto agonístico de la muerte de la una llevaba en su germen el del nacimiento de la otra; al sucumbir, el cuerpo de la pertinaz moira dio a luz una réplica exacta de su alma penetrada de misterios sólo a ella revelados. La Morella de Corman, atrapada en un insulso episodio inserto en el poco airoso abanico Historias de terror (Tales of terror, 1962), comparte protagonismo con su hija Lenora, muchacha abúlica y enfermiza que en nada se parece a su espectacular ancestro. Si la progenitora representa la sensualidad desatada, morena y mesmerizante, Lenora es la pulcritud recogida en un alto moño platino de institutriz errática a la búsqueda de casa de pupilaje. Como Francis Barnard y Philip Winthrop, asume la función del viajero que llega a un universo simbólico nuevo y lo trastoca[21]. Conservando en su abandono la huella cormaniana, la casa es un «espacio social cero», cripta viviente donde sufre el adolorido esposo, decrépito fantasma en contraste con la fresca y limpia toilette de Lenora. El viudo se empeña en preservar el cuerpo de Morella, anclaje sentimentaloide que sustituye el nodo narrativo principal del cuento —la voluntad de la mujer de vivir para ser amada—, por el deseo de resucitar para vengarse. Ladrona de cuerpos por metempsicosis, es tan contraria a la sorcière sobrenatural del cuento como a su propio retoño cinematográfico. La Morella literaria, en cambio, se ha perpetuado en su descendencia transmitiéndole, al morir, su espíritu, blanda página donde se imprimen sibilinos conocimientos revelados en la noche de los tiempos. Una bella alegoría del carácter cíclico de la existencia, henchida de esperanza en la resurrección, que Corman dinamita, haciendo saltar por los aires el cristal de tiempo en que las dos Morellas de papel se miran. Lenora es sólo un fragmento distorsionado de la concupiscente Morella cinética, último capítulo de esa historia de traiciones cometidas por Corman hacia la sabiduría geminada, idéntica, de la mujer dividida, repetida en sí misma, res cogitans finita que delicadamente desnuda su intelecto, ondas cerebrales de encaje y batista, ante su ferviente aprendiz de brujo.

Francesca y Giuliana son las supremas sacerdotisas de lo que Losilla denominó manierismo colorista[22], bacantes del espacio frívolo y pagano del castillo de Próspero, que Corman diseñó muy libre y heterodoxamente para La máscara de la Muerte Roja (Mask of the Red Death, 1964). Francesca es una beldad salvaje a la que la dudosa benevolencia del príncipe hace arrancar de la aldea infestada de peste. Reconvertida en lady, agasajada con los placeres de la corte, baja la escalera vestida de blanco e irradiando una pureza que el lascivo Próspero no tardará en corromper por medio de reflexiones cargantes que funden el alegorismo romántico con el fenómeno hippie. La espiritualidad de la muchacha, basada en la idea piadosa de la salvación de los justos, entra en colisión con la decrepitud moral de los vasallos de Próspero reunidos en el salón donde se exponen en pública subasta los pecados del mundo, revisión del tópico del carpe diem, imagen degradada de la brevedad de la vida, que palpita febril, consciente de su liviano existir.

Francesca duerme en una habitación nívea, otra alusión a la pureza de su fe de cristiana primitiva. Entre los cortinajes se adivina el falso decorado de un cielo crepuscular, fantástico. El código en que Corman cifra y filma el lenguaje del terror —paisaje de bruma, tierra quemada, árbol sombrío—, no opera ya en la película. En su lugar se recompone un universo invertido, ajedrezado y circense, revestido de capriccio italiano que es surcado, a nivel freático, por pasadizos y cámaras de tortura —referencia interfílmica a El péndulo de la muerte—, por donde transitan los personajes de nivel social inferior.

En la habitación oscura espera Giuliana, la voluptuosa prometida del demonio. Ella encarna en la película lo que para Todorov es el maligno en la literatura supernatural[23]: una de las muchas manifestaciones del deseo latente, exorcizado en la película a través de mecanismos subconscientes, visiones o sueños del más allá donde aflora el erotismo de la mujer en toda su plenitud vital[24]. Giuliana rompe el estereotipo de la amada cadavérica, explotada hasta la saciedad en el ciclo Corman, vampirizada por sus propias pulsiones ocultas, negadas por la cerrada sociedad androcrática que condena públicamente la lubricidad de la casta esposa. Giuliana es el carácter más fuerte del filme. Enfrentada a Francesca pero también a Próspero, es doblemente antagónica porque rivaliza con el príncipe en sabiduría. Su entrega es apasionada, voluntaria y llena de una tensión sexual que estalla desde su seno desbordado y marcado con el sello del maligno.

Lady Rowena Trevanion es uno de los personajes más conseguidos de la filmografía de Corman. Con La tumba de Ligeia (The tomb of Ligeia, 1964), el cineasta reafirma el poder de la mirada femenina, que se posa sobre los objetos, domeñándolos. En los planos de inicio vemos a la joven pasear por la abadía, contemplar los arcos, las derruidas pilastras, recorrer merced a la cámara subjetiva la finca hasta taladrar la profundidad de campo. Expresión del carácter de Rowena, humana, vitalista, real, es el paisaje que la rodea[25], cuajado de monumentales piezas de un museo de historia natural del horror, añadidos escenográficos de un amor  cortés cuyo idealismo se acerca más al universo de Poe que cualquiera de las adaptaciones llevadas al cine por Corman en aquellos años. La magnitud hiperbólica de la piedra desafía al tiempo con su mensaje de eternidad; Rowena tendrá que descifrar los códigos en ella inscritos; Champollion y la egiptología desfilan por la película en pos del rastro arqueológico de viejos ritos y religiones olvidadas. El animismo latente en Fell lleva al culto de la zorra y el gato, asociados respectivamente a Rowena y Ligeia, creando entre ellas un vínculo físico, demoníaco, en que sus espíritus opuestos están tan cercanos que casi pueden tocarse: la primera esposa en su tumba, en la que no yacerá, según el poema de Glanville, ad aeternum; Rowena sobre un lecho de flores rojas —flores de la muerte— extrapoladas a sus sueños como símbolo de la sangre derramada sobre los altares del sacrificio tras haberse entregado al abrazo lésbico que ofrece Ligeia envuelta en su mortaja de visillos.

Ligeia habita el recuerdo del esposo y el subconsciente de la esposa. Rowena, como la sufrida segunda señora De Winter en Rebeca de Hitchcock (1939)[26], vivirá castrada como mujer y sufrirá persecución y rechazo por el alma errante de la primera esposa, a quien sin embargo debe su extraordinaria historia de amor imposible, desgranada en magníficos planos generales de una luna de miel en Stonhenge. El periplo alrededor del crómlech facilita el acercamiento afectivo de los esposos, destruido al llegar a la casa, donde la nueva señora no es más que una extraña, tal como la melodramática —y anónima— protagonista del impecable clásico.

En el viudo Fell se conjugan el Mr. Hyde de Stevenson y el Drácula de Stocker con pinceladas trágicas del Rochester de Brönte. Repta por la galería de subterráneos, rey de las sombras, a la captura de su Jane Eyre particular, diosa vulpina, ménade en trance hipnótico-dionisíaco o vestal custodia del fuego sagrado del hogar, susurrando al oído promesas de un amor tardío que no dudará en romper. El zorro capturado, identificado con Rowena, encierra el mensaje de que la joven no es más que una mascota de Ligeia, un guiñol movido por la mano de quien, pese a no existir ni verse, posee la inextinguible voluntad de vivir a través de la otra.

Lady Trevanion es la antítesis de la preternatural Ligeia. Procede de una familia aristocrática «normal», que vive y se mueve en un espacio social dinámico y abierto, representado en los placenteros yantares en el jardín —esencia de la joie de vivre británica—, alejada por tanto del encapsulamiento de los personajes de las lóbregas mansiones alumbradas por Corman (La caída de la casa Usher, La obsesión), para quienes no parece existir el exterior más que como un deseo (Boston para Madeline, Venecia para Emily y Guy). Rowena carece de la potente personalidad de Ligeia, pero no es la típica damisela sumisa y desmayada. Misteriosa, intrigante, inteligente, sabrá marcar el camino con sus propias huellas para no perderse en el regreso a la seguridad del hogar, a los brazos de Christopher, amigo de la infancia secretamente enamorado, quien le recuerda a Rowena su lugar en el mundo y el deber de volver junto a los de su clase. Como ocurrió con Thornfield, el fuego se traga la abadía, en un golpe de efecto que enlaza con el final de La caída de la casa Usher y Morella[27]. Triste remate que sustituye la eficacia de un argumento sólido cuya fuerza residiera, precisamente, en un desenlace inesperado. Y palpitando entre las cenizas, las escorias de un género incapaz ya de renovarse.

La extravagante Metzengerstein de Roger Vadim, primero de los episodios de Historias extraordinarias, comparte con La máscara de la Muerte Roja el tema medieval de los grandes castillos de inabarcables salones, y con La tumba de Ligea la conversión de la belleza inabarcable de los paisajes míticos en fragmentos de realidad profílmica. En la decrepitud de la ruina gótica que puebla las profundidades del bosque ideal nace el amor de dos jóvenes predestinados a odiarse: la baronesa Frederique de Metzengerstein y su primo Wilhelm Berlifitzing. Desde la apertura del cortometraje en los acantilados de la Europa oceánica, lugares de memoria para Frederique, la baronesa se nos muestra veleidosa, tiránica y excéntrica, singular versión con liguero y corsé del príncipe Próspero. En los excesos de la Metzengerstein quedan sugeridas incluso tendencias pedófilas, ya manifestadas por Corman en la relación entre Próspero y la diminuta bailarina Esmeralda.

Artúrico reino junto al mar, gobernado látigo de cuero en mano por Frederique, donde bien pudo vivir la idolatrada niña-esposa de la Balada de Annabel Lee, su sola bandera es la entrega del cuerpo perezoso y núbil al deleite de los frutos de la tierra; algunos planos recuerdan el cuadro Midas y Baco de Nicolás Poussin. En la concepción maniquea de Vadim, la crueldad hedonista de la casa Metzengerstein colisiona con la bonhomía estoica del escudo de armas Berlifitzing hasta prenderle el fuego de la pasión devoradora. El incendio final será pues emblema del amor prohibido, y al igual que la Giuliana de La máscara de la Muerte Roja, la joven déspota experimentará el dolor y el placer en la entrega absoluta. Frederique, como la Rowena de Corman, es activa y dominante; sale al encuentro del hombre y le convierte en objeto de deseo; miradas suaves y gestualidad lenta marcan el ritmo del plano en la escena íntima del abrigo: no se pude hacer el amor delante de la cámara con más elegancia que cuando Wilhelm «cubre» a su prima con la prenda.

A pesar de las riquezas de que se rodean, los personajes, especialmente Frederique, experimentan una profunda soledad que está en el origen de sus depravaciones. Es el ennui baudeleriano, cultivador de los terrores que obsesionan el hombre. Porque la baronesa es una flor del mal, acaso Wilhelm, de no haber sido tan flemático, hubiese gritado a su pequeña Calígula: «Lo que mi corazón abisal necesita, / Lady Macbeth, sois vos, alma fuerte en el crimen, / sueño de Esquilo, al clima del austro germinado» (Baudelaire 1997: 132). Después de su shakesperiana venganza, Frederique se sume en una tristeza mistérica y experimenta un vago terror culpable; sólo el establo, donde reposa el nervudo alazán enigmáticamente llegado al castillo el día de la muerte de Berlifitzing, le proporciona algún consuelo; con él se sumerge en las aguas de mar infinito, buscando olvido, pero el recuerdo la acosa y un rictus de amargura se dibuja en una boca que tan ufanamente se prestó al beso fingido, paródica mentida del amor hasta entonces negado. El tapiz que representa al corcel se entreteje con los hilos de la vida, que sabiamente el artesano enhebrará, como Cloto, con hebras de su propio destino.

Si el doppelgänger en William Wilson es el demonio personal que persigue inmisericorde al personaje a lo largo de las rutas de su geografía vital[28], a  la turgente Giuseppina del cortometraje homónimo, segundo de los episodios de Historias extraordinarias, no la interpreta por casualidad Brigitte Bardot, ya que la actriz gala asume la función de contrapeso del genio interpretativo de Alain Delon, el William Wilson de celuloide. Dos monstruos escénicos dan vida a un dúo de jugadores enfrentados en el salón de una casa en fiestas, calibrando con la mirada el poder de seducción de su oponente, trasposición de la escena de póquer entre el Wilson literario y su compañero de universidad, el parvenu Glendinning. Los primeros planos y los detalles crean un espacio reducido de tensión y suspense con gran economía de medios narrativos: las cartas, las monedas, el tapiz, las manos crispadas por las que alternativamente pasan las ubicuas fortunas de los jugadores representan en esos momentos la hipocresía subyacente a la urbanidad de las costumbres. El mundo es un juego de naipes, una mascarada, un truco; en el espacio diegético discontinuo, el raccord de miradas dibuja un romance que muere en los labios de la desdeñosa. La cámara no debe ni puede mostrar nada más, sólo existen ellos dos; el fuera de campo es el límite externo de ese microcosmos habitado por el hombre y la mujer, solos, frente a frente, bailando la danza de la avaricia sobre el tapiz del deseo, nube tórrida que flota en la escena y se graba en la pupila brillante de la hembra generosa, diosa de la Fortuna pálida y oscura, estatuaria cariátide, odalisca carnalizada apostando sus venales besos al riesgo del doble o nada.

Parecida en su personalidad independiente a la Metzengerstein y a la morena y voraz Ligea, Giuseppina es heredera de las hijas de Voluptas, sumando a la superioridad intelectual de Psique el talento amatorio de Eros. Una combinación explosiva que la convierte en el rival perfecto del hombre en el frente de batalla del lecho, allí donde Marte y Venus disputan una guerra encarnizada en la que ésta última sólo se rendirá por la fuerza. Giuseppina entregará su cuerpo, pero no su alma; una voluntad irreductible la hará victoriosa en la derrota. Digna y rota, mirará al enemigo al rostro con los ojos cuajados de lágrimas. Y es aquí cuando, por fin, el miserable William Wilson, convertido en desterrado de la politeia castrense, condenado al ostracismo por sus depravados superiores, comenzará a arrepentirse de todos sus pecados, iniciando un periplo de destrucción que le llevará a acabar con su otro yo y, de paso, con sus ansias de redención, último reducto de esperanza del ser humano, camino vedado para Wilson quien, como el Tobby Dammit felliniano, se verá arrastrado por sus males a un callejón sin salida. On a eté tués… tous les deux, parecen decir los dos Wilson de Malle. La oscura y tortuosa Giuseppina, haciendo girar su inmensa rueda, ha ganado la partida.

 

CONCLUSIONES

Hemos intentado demostrar cómo la adaptación de los originales literarios es un complejo mundo en el que interactúan múltiples factores. El autor fílmico tiene libertad para re-crear a su antojo la obra que le sirve de referencia, y en la mayoría de las ocasiones aporta una visión alternativa, singular y personalísima que demuestra una interpretación no siempre respetuosa con la idea germinal del cuento pero, en todo caso, nueva. El texto de partida se caracteriza por su naturaleza polisémica e inacabada, lo que lleva a una lectura múltiple y polifónica y a su re-escritura en su soporte multimediático y heterogéneo, el cine, que a través de la recurrencia a diversos códigos exclusivamente fílmicos acaba convirtiéndose en reflejo de la voluntad del realizador, profundamente deudor, aunque sólo sea para rechazarlo, del imaginario colectivo propio de la cultura de su época.

Es evidente que el resultado del trabajo de adaptación desemboca en un nuevo texto muy distinto de su referente, lo que en todo punto es lógico, pero a veces el realizador comete transgresiones poco justificables cuando, al afán estético o incluso poético que lleva al distanciamiento respecto del original, se sobreponen intereses prácticos de tipo económico, convirtiendo a  la obra resultante en un género degenerado indisociable ya de los modos de recepción de la sociedad de masas, generadora no ya de obras, sino de productos. La transacción queda convertida en simple traición, y las huellas del homicidio pueden rastrearse en las marcas narrativas de redundancia e inadecuación que asaetean al inteligente pero no invulnerable espectador.

Poe es uno de los representantes de los modos de contar típicos de la época industrial, y como tal dotó a su tiempo de la nueva mitografía del miedo que sus coetáneos necesitaban como medios de ilusión y de catarsis. Combinando tradición y modernidad, leyenda e invención, postula una nueva teoría en la que el terror se viste con un traje de fuerzas, porque ya es irrenunciablemente psicológico. La profundidad abisal del miedo en sus escritos radica en que se dirigen al alma para sumirla en la duda que nos pone al acecho, descubriendo que el acontecer de la humanidad no es más que un paisaje desolado y ficticio, porque el hombre moral no existe.

Las versiones más prósperas han tenido en cuenta este pesimismo ontológico y se han contagiado de su patetismo radical y universalista. Aquellas otras que se han quedado del relato con un apunte literario para organizar una trama —cuyo argumento pudiera coincidir con el del cuento, o no hacerlo en absoluto— jamás llegarán a raspar la superficie, y quedarán como anécdota infortunada que demuestra, una vez más, lo impropio que resulta hablar de adaptación en estos casos.

 

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VERSIONES CINEMATOGRÁFICAS CITADAS Y DISPONIBLES EN LA RED

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f. fellini (1968), Tobby Dammit.

a. s. suárez (2003), El corazón delator.

m. weber y j. s. watson (1928), La caída de la casa Usher.


 

NOTAS

[1] En su ensayo La poésie d’aujourd’hui. Un nouvel état de l’intelligence (1921), Epstein  recalcaba los lazos entre poesía y cine al reclamar a ambos medios de expresión que superpusieran sus estéticas: entre otras propuestas, la estética de la proximidad eliminaba las barreras entre espectador y espectáculo; la estética de la sugestión permitía al receptor el placer de descubrir y construir el significado, y la estética de las metáforas permitía hablar de metáforas visuales, con capacidad para imponerse en la pantalla (cfr. Jiménez Millán 2003: 275).

[2] Urrutia (2002: 137-134) analiza los flirteos de Epstein con las vanguardias artísticas.

[3] Podemos encontrar una curiosa interpretación de este poema en Nadal (2007: 55-70).

[4] Epstein no se limitó a copiar en su Roderick Usher al amanerado e histérico personaje del relato originario. El realizador polaco tenía sus propias y peculiares ideas sobre la neurastenia, a la que definía como la nueva enfermedad de la sociedad moderna. En su ensayo La lyrsosophie, teorizaba: «Gracias a esta fatiga de la inteligencia, los sentimientos tan difíciles de expresar, es decir de ser pensados claramente, cercanos a su lugar de nacimiento en esa zona animal, desprovista de vocabulario, orden y discernimiento, hacen presión sobre el caparazón más superficial de la razón, la agrietan y se derraman. De sus cálidas aguas, un géiser de sentimientos riega y atempera los sistemas intelectuales monótonos y de razón pura. Como una piedra gris brilla y se vuelve negra bajo un chorro de agua, así el teorema, inundado de subconsciente, empapado de estética, porque el subconsciente es estético, emociona como no tenía costumbre; en vez de por comprensión, emociona por amor» (citado por Pitarch 2009: 44).

[5] En una charla pronunciada en París-Nancy el 1 de diciembre de 1923, Epstein se referiría así al montaje: «Todas las cuestiones concernientes al ritmo cinemático, cuyo poder estético se reconoce ahora, tienen que ver con el problema de la inscripción cinemática en el tiempo. En una película, designamos como rítmicos los pasajes compuestos por planos cuya duración está precisamente determinada con respecto a los demás. Si un pasaje rítmico está pensado para producir un efecto agradable para el ojo debe poseer, además de cualidades dramáticas, planos cuya duración se establezca a partir de una proporción simple respecto a los demás. Esto es particularmente importante en el montaje rápido […]. Existe una analogía clara aquí con las leyes que gobiernan los acordes musicales» (citado por Liebman 2009: 31-32).

[6] Epstein otorgaba un papel central, emotivo y activo al primer plano en su obra fílmica: «El primer plano modifica el drama por una impresión de proximidad. El dolor queda al alcance de la mano. Si extiendo el brazo te toco, intimidad. Cuento las pestañas de este sufrimiento. Podría probar el sabor de sus lágrimas. Nunca un rostro se ha inclinado así sobre el mío. Me escruta muy de cerca, y yo me enfrento a él cara a cara. Ni siquiera es verdad que haya aire entre nosotros: me lo como. Está dentro de mí como un sacramento» (2009a: 111).

[7] Alfred Hitchcock utilizará procedimientos parecidos, tomados esta vez de la estética surrealista daliniana, para representar el sueño del protagonista en la cinta Recuerda (Spellbound, 1945): destrucción literal del plano, angulación extrema, plasticidad de los decorados, puesta en escena teatral o deformación de la perspectiva. Para una visión más profunda del tratamiento surrealista de los sueños en la obra de Hitchcock, cfr. Puyal (2009: 139-145). Para Truffaut (2010: 168-70), Recuerda es sin embargo «una película muy lógica», porque el cineasta británico, en su opinión, se esfuerza por romper la tradición de las secuencias de sueños del cine de Hollywood, basadas en imágenes brumosas y confusas. Pero, al margen de la técnica o los modos de representación, el desafío visual de mostrar el aspecto más oculto, inconsciente, del ser humano, tiende puentes con los ensayos del cine mudo del que Hitchcock se reconocía deudor.

[8] Ya Epstein había anticipado en sus teorías sobre cine el fondo animista que cuaja en la adaptación de Svankmajer: «Los objetos tienen actitudes. Los árboles gesticulan, Las montañas, como este Etna, significan. Cada accesorio se convierte en personaje. Los decorados se trocean y cada una de sus fracciones toma una expresión particular. Un panteísmo sorprendente renace en el mundo y lo llena hasta reventar» (2009b: 119). Ambos beben de ese organicismo arquitectónico inoculado por Poe en el texto matriz. Así, Baudelaire afirma: «La Naturaleza, que se llama inanimada, participa de la de los seres vivientes, y así como ellos, estremécese por una sacudida sobrenatural y galvánica» (en Poe 1887: 34).

[9] «El universo realista representado en la narración fantástica acepta el concepto de norma rígida; se sabe lo que es “normal” y lo que no lo es, y por consiguiente se admite la posibilidad de tener una percepción clara de lo que es racional que implica el rechazo de todo lo que no esté incluido en los límites de la normalidad […]. La narración fantástica tiene evidentemente mucho interés en hacernos creer que existe tal noción: el conocimiento humano tiene que considerarse verdadero para hacer resaltar ese choque epistemológico que supone la aparición de lo sobrenatural en la realidad» (Ferreras 1995: 66).

[10] Guarinos (1992) analiza, desde un enfoque semiológico, las diferencias y semejanzas entre ambos medios, caracterizados por la múltiple existencia códica y la heterogeneidad sígnica. A nivel narrativo, la complejidad del discurso dramático televisual queda expresado por la instauración de una instancia mediadora suprema, el ente televisivo, «sujeto institucional cero», representado en cualquier ángulo de la pantalla, creador de un mensaje fragmentado, dirigido y subjetivo.

[11] Hay una versión argentina anterior de esta adaptación, dirigida por Enrique Carreras en 1959, en la que también Narciso Ibáñez Menta interpreta al relojero avaro. Como dato curioso, el personaje de Sidney está interpretado por el propio Narciso Ibáñez Serrador. Hay algunas diferencias, no sustanciales, entre ambas adaptaciones. Sobre la base literaria de un mismo guión, la trama del filme rioplatense se desarrolla en localizaciones abiertas, con ambientación más natural. En el orden diegético, hay elisión o añadido de algunas escenas que afectan negativamente a la dimensión temporal y al suspense. En el orden artístico, la planificación y la luz de la versión argentina están más descuidadas y la belleza del detalle sumida en encuadres generales.

[12] A propósito de la versión americana de El hombre que sabía demasiado (The man who knew too much, 1956), al recordarle François Truffaut a sir Alfred cómo se involucra a los espectadores en la trama subrayando la importancia de los instrumentos musicales, explica: «Tenía que hacerse así para que el público participara completamente […]. Este condicionamiento del público es la base misma de la creación del suspense. […]. A menudo me he dado cuenta de que ciertas situaciones de suspense quedan comprometidas cuando el público no comprende claramente la situación. Por ejemplo, dos actores llevan trajes casi iguales y el público no los distingue; el decorado es confuso, la gente no reconoce muy bien los lugares en los que se encuentra y, mientras el espectador trata de reconstruir la verdad, se desarrolla la escena  y queda vacía de toda emoción» (Truffaut 2010: 95).

[13] Fellini dará un tratamiento peculiarísimo a la figura del paparazzo desde La dolce vita (1960). El fotógrafo deviene elemento esencial en la construcción de la trama en cuanto captor e intérprete, primer espectador en suma, de la grandilocuencia altisonante (y vacua) de la diva (el divo, en nuestro caso). Acosador profesional, no dudará en lapidar a la persona que yace tras el disfraz del personaje (Pedraza y López Gandía 1999: 103)

[14] Pedraza y López Gandía sostienen que esta mixtura deformante es un rasgo peculiar del estilo fílmico de Fellini, «un artista que reflexiona por sus propios medios sobre los temas y problemas que le interesan, pero poniendo un espejo de barracón de feria ante la sociedad donde ésta puede verse a sí misma, aun grotesca y caricaturizada» (1999: 10).

[15] Son antecesores, algo más prosaicos, de esta criatura al tiempo monstruosa y celeste, la niña traviesa de Le tentazioni del dottor Antonio (1962) y el maligno trasgo Olaf de Giulietta degli spiriti (1965).

[16] Un precedente de esta atípica entrada en escena, entretejida como un carrusel de imágenes fragmentarias unidas por la mirada de la cámara, es la llegada a Roma del Guido de Otto e mezzo (1963). En Roma (1972) se retoma este modo narrativo, así como los motivos-símbolo del camión de carne, la fábrica de lámparas, la prostituta o el accidente de tráfico (cfr. Pedraza y López Gandía 1999).

[17] En Ginger e Fred (1985), Fellini llevaría a sus extremos más absurdos la temática de la televisión como nueva y única forma de realidad: espectacularizada, copia de una copia, imitación esperpéntica de la vida (Pedraza y López Gandía 1999: 355-366).

[18] La ambientación lúgubre y tétrica de la caverna capitolina recuerda al palacio subterráneo de la princesa Domitila en Roma. Curiosamente, a Pedraza y López Gandía este último enclave les sugiere a su vez ciertos espacios clausurados y góticos descritos en algunos cuentos de Edgar Allan Poe. El fúnebre lamento en torno al tópico del ubi sunt? de la princesa me recuerda a su vez la gloria y la decadencia narradas en el poema El palacio encantado, de cuyo mundo uterino y fantástico Domitila parece surgir.

[19] Se debe a Baudelaire la traducción al francés de los cuentos de Poe, gracias a la que fueron conocidos, difundidos y reconocidos en Europa. Por ello la historia de la recepción de la prosística breve de Poe es la historia de una (inter)mediación, con la que su popularidad en nuestros días ha contraído una enorme deuda de gratitud.

[20] Según Ruiz García, la rebelión final de Madeline está provocada por una subversión de las normas sociales que rigen para la sumisa compañera del varón decimonónico: «La protagonista se ha convertido de castrada en castradora, en una vengadora que rechaza el orden patriarcal que la ha oprimido y con él a los hombres que lo representan […]. En este sentido, es posible hacer una lectura feminista del retrato de Madeline en esta adaptación de Corman ya que se presenta ante nosotros como una mujer que no duda en abrir la  caja de Pandora, y deja salir su rabia y dolor para luchar contra la estructura patriarcal que la incapacita e imponer así su voluntad frente a la de los hombres que aparecen en escena junto a ella» (2009: 187-210).

[21] Para Cueto, estos son «personajes-bisagra que permiten el paso del mundo real y racional al artificioso e irreal, de lo objetivo a lo subjetivo». En cuanto a la diegésis, «su llegada permite, además, la instauración del diálogo como herramienta privilegiada para mostrar esos demonios interiores que Poe ponía en escena gracias al monólogo» (2009: 125).

[22] Losilla define el concepto como «una opción física, visceral, arrebatadora, que ya no se expresa a través de la confrontación entre el decorado y la planificación, sino mediante una textura desquiciada, violentamente irreal: un manierismo del color, de la panorámica y el travelling» (1993: 127).

[23] «El deseo, como tentación sensual, se encarna en algunas de las figura más frecuentes del mundo sobrenatural, y en especial en la del diablo. Puede decirse, para simplificar, que el diablo no es más que otra palabra para designar la libido» (Todorov 1981: 68).

[24] El sueño de Giuliana tiene claro carácter simbólico. Sobre su lecho, experimenta placer masoquista hasta el extremo del delirio al ser poseída carnalmente por las diversas representaciones humanizadas del mal. Los danzantes blanden objetos fálicos (cimitarra, cuchillo), instrumentos de dominio que guían a la médium hacia el goce supremo. El matrimonio se ha consumado: «Estoy deposada con el diablo […]. Juntos en la tierra viviremos como marido y mujer, unidos. Tú serás Satanás, y yo seguiré siendo tu esposa», musita al volver de la visión.

[25] Hernández Vicente (1999: 129-151) ofrece otra interpretación del entorno natural de esta película.

[26] A propósito del anonimato y la anulación de la joven esposa de la cinta de Hitchcock, remitimos a Truffaut (2010: 131-136).

[27] La similitud con el motivo de la primera esposa y el incendio final en Jane Eyre (1847) ya aparece en Ballesteros González (2009: 117-127).

[28] Otto Cantón (2005) analiza el tema del doble en el William Wilson de Poe subrayando los rasgos de alteridad y fusión. Para Otto Cantón, el doble u homónimo es un ángel amonestador que constituye la parte mejor de William Wilson y que muere cuando éste se da muerte a sí mismo.