A propósito de la ambigüedad

 

Lucio Giannelli

(lucio.giannelli@gmail.com)

milán

 

Resumen

La ambigüedad es un recurso expresivo empleado a menudo en la literatura y en las artes figurativas, sobre todo en el tratamiento de temas relacionados con el erotismo. El artículo analiza algunas etapas significativas en la evolución de la ambigüedad erótica desde el siglo XIII hasta el XVII, cuando llega a afectar a la representación pictórica y escultórica de temas religiosos.

 

 

Abstract

Ambiguity is an instrument of artistic expression often used in literature and figurative arts, mainly in subjects related with erotism. This paper tries to analyze some meaningful stages in the evolution of the erotic ambiguity from the XIII until the XVII century, when erotic ambiguity contaminates the representation of sacred subjects in painting and scuplture.

 

Palabras clave

 

Ambigüedad

Literatura

Arte

Éxtasis

Erotismo

Bernini

 

  

 

 

 

 

Key words

 

Ambiguity

Literature

Art

Ecstasy

Eroticism

Bernini

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

     

  

 

 

y ¿para qué quería Felipe II estar rodeado de

leyendas mitológicas a la hora de dormir?

J. Ignacio Díez Fernández

y Antonio Cortijo Ocaña

 

 

En el Museo del Prado podemos admirar dos lienzos de Tiziano casi idénticos y catalogados con el mismo título de Venus y el organista, sobre cuyo tema el autor realizó también, entre 1549 y 1570, algunas variantes, igualmente interesantes pero mucho menos complejas y ricas de detalles (cfr. la nota 2). En ambos lienzos, Venus y el organista o Venus recreándose con el Amor y la Música (1548) y Venus y el organista o Venus recreándose en la Música (h. 1550-1551), ocupa el primer plano casi enteramente una cama donde está tendida Venus, desnuda, el tronco ligeramente alzado y apoyándose sobre el codo izquierdo, el brazo derecho abandonado sobre el muslo. Al pie de la cama y de la diosa se sienta un hombre tocando un órgano, la cabeza vuelta atrás y la mirada fijándose con intensidad exactamente en el bajo vientre de Venus. La escena se sitúa en un cuarto, o bien en una galería, y detrás de los dos protagonistas se abre una ancha visión sobre un prado delimitado lateralmente por dos largos hilares de álamos que se pierde en profundidad hacia el campo abierto. En el margen izquierdo del prado corre una vereda donde vemos a una pareja de enamorados marchando entrelazados; en el prado hay también dos ciervos, y una fuente con la estatua de un sátiro al centro y un pavo real arrellanado en el borde.

La diferencia más llamativa entre las dos obras estriba en la figura del organista, que en 1548 es un joven, mientras que en el otro lienzo es un hombre más adulto, de bigotes, que ciñe al lado izquierdo una espada ricamente labrada. Además de esto, en el lienzo más antiguo un amorcito susurra a la oreja de Venus, lo que el otro cuadro sustituye por un perrito de falda que la diosa está acariciando. Para finalizar, en el cuadro de 1548 aparece, bastante lejos en el prado, un animal cuyos contornos no se distinguen con claridad y que parece un lupo o, menos posiblemente, un zorro[1]. Gentili quiso reconocer en el rostro del joven las facciones del futuro Felipe II, entonces de veintiún años: y si comparamos el cuadro con el retrato del príncipe pintado por Tiziano en 1551 (Felipe II, Museo Nacional del Prado, Madrid), e imaginamos ponerlo de perfil y quitarle las barbas, la hipótesis no resulta nada descabellada[2].

La connotación de los dos cuadros es, indiscutiblemente, erótica, pero los detalles esparcidos con sabiduría en la escena matizan profundamente el significado del conjunto. El primer y fundamental elemento de interpretación es la presencia del órgano. Según la concepción de matriz neoplatónica dominante en la Edad Media y en la época renacentista, que remontaba a la antigüedad por el trámite de Boecio, la musica instrumentalis o música producida con los instrumentos humanos, incluida la voz, representaba el escalón más bajo en una progresión jerárquica en cuya cumbre se colocaba la musica divina o coelestis, esto es, la armonía de Dios en su pureza absoluta. De la musica divina derivaban la musica mundana —la armonía que rige el universo o macrocosmos— y luego la musica humana, la armonía que permite la síntesis templada entre el cuerpo y el alma del hombre, o microcosmos.

Por tanto, la música en su expresión más auténtica y más elevada era algo por completo diferente de lo que entendemos hoy: no era un arte de la organización de los sonidos, sino una ciencia matemática de las proporciones, y justamente por ello se la adscribía a la noble categoría de las artes liberales, en la que no podían caber actividades humanas que no fueran exclusiva y escuetamente intelectuales. Por consiguiente, la musica instrumentalis, única forma de música «sonora», nacía ya degradada por su naturaleza material y podía conseguir una dignidad superior y cumplir con un papel de elevación espiritual, solamente si lograba expresar un reflejo de la musica coelestis y despertar en los oyentes una consonancia con la dimensión divina. Corolario de este principio general era la partición humanística de los instrumentos musicales entre los más nobles, los de cuerda, que pertenecían a Apolo, y los más vulgares, los de viento, que pertenecían a Dióniso; el órgano, a pesar de que, en rigor, su sonido se produce mediante el aire, ocupaba una posición privilegiada en la categoría apolínea, posiblemente porque desde el siglo XII era el único instrumento admitido en las iglesias.

Esta concepción de la música ha dejado testimonios en varios campos de la creación artística del Renacimiento. Aquí cabe recordar solamente la magnífica oda III de fray Luis de León, dedicada al músico Francisco Salinas, una de las cumbres de la poesía quinientista española. Fray Luis califica de «divino» el sonido de la música de Salinas no por hipérbole retórica, sino porque quiere subrayar que evoca la armonía de la musica coelestis, la «no perecedera / música que es la fuente y la primera», emanación directa de Dios, «el gran Maestro / a aquesta inmensa cítara aplicado», que «con movimiento diestro / produce el son sagrado / con que este eterno templo es sustentado». Conforme a la doctrina platónica, la música tocada por Salinas permite al hombre «cobrar el tino / y memoria perdida / de su origen primera esclarecida», y, como el alma humana «está compuesta / de números concordes», entra en resonancia con la armonía cósmica a la que «envía / consonante respuesta» de modo que «entre ambos a porfía / se mezcla una dulcísima armonía» (León 1995: 87-90).

Volviendo a Tiziano, si la concepción de la música difundida en los ambientes cultos del siglo XVI era la que acabamos de sintetizar, comprendemos enseguida que la presencia del órgano junto a la figura inequívocamente sensual de Venus sugiere un significado de catarsis, como si la música o, mejor dicho, ese tipo de música, pudiera purificar los apetitos carnales y transformarlos en un sentimiento de amor espiritual que favorezca la elevación hacia lo divino.

Añádase que los demás detalles anteriormente mencionados de los dos cuadros, remachan la alusión a la pureza. En primer lugar, el ciervo conlleva, desde la época paleocristiana, un valor simbólico positivo basado en el parangón que el salmo 42 traza entre el ciervo que busca el agua y el alma que anhela a Dios: Quemadmodum desiderat cervus ad fontes aquarum: ita desiderat anima mea ad te, deus; en efecto, la imagen del ciervo caracterizada con este significado aparece a menudo en el arte paleocristiano; repárese por ejemplo en los célebres mosaicos del mausoleo de Galla Placidia en Ravenna, del siglo V. Además, según las creencias comunes por aquel entonces, que remontaban a Plinio, el ciervo tiene un oído muy agudo y aprecia la buena música (lo que concierta con el conjunto de la obra), y odia a las serpientes que persigue para matarlas; cuentan los bestiarios que el ciervo se rellena la boca con agua, la sopla con fuerza dentro de la tana de la serpiente para obligarla a salir, y después la destroza con sus cascos.

También el pavo real conllevaba un valor iconológico positivo como símbolo de resurrección, basado en la creencia de que renueva su plumaje cada primavera. En la pintura renacentista, la imagen de esta ave no se encuentra con frecuencia, pero lo hace siempre en el contexto de episodios fundamentales de la vida de Cristo, como en la Adoración de los Reyes Magos (1424), de Stefano da Verona (Pinacoteca di Brera, Milán) o, en la segunda mitad de la década de 1480, en la Última cena, de Ghirlandaio (Museo di San Marco, Florencia). Es significativo que el pavo real ocupe, en Venus y el organista o Venus recreándose en la Música, la fuente decorada con el sátiro petrificado, como para sugerir la victoria de Cristo sobre el demonio y sobre la lujuria. La imagen de la pareja de enamorados entrelazados no tiene el menor ribete de sensualidad y, por el contrario, puede evocar la idea de comunión entre un hombre y una mujer que se encaminan juntos en la senda de la vida. Y el lobo (símbolo específico de avidez y, en general, del diablo), que se entrevé alejándose en el fondo del cuadro, remacha el mensaje de que el amor en el sentido más noble logra sobrepujar y desterrar a todos los sentimientos bajos y sucios.

Podemos decir, pues, que nos las habemos con una representación simbólica de la transfiguración del deseo carnal (Venus desnuda) que, merced a la capacidad de la buena música de despertar en el hombre el arranque hacia lo divino, se transforma en un medio de elevación espiritual. Y no olvidemos que si en el joven del cuadro de 1548 queremos reconocer las facciones del futuro rey Felipe II, la imagen puede delatar un significado simbólico ulterior, específicamente adecuado al protagonista destinatario de la obra; en efecto, en los tratados políticos del siglo XVI recurre a menudo la alegoría del rey como buen músico, que debe templar y concertar armónicamente todas las fuerzas del reino, según leemos, por ejemplo, en el emblema II, «Foedera», de Andrea Alciato (2009: 29-30)[3], o en el Vergel de los príncipes de Rodrigo Sánchez de Arévalo, quien explica que «este virtuoso exercicio musical es muy conveniente a los inclitos reyes e príncipes, ca los dispone e endereça e ayuda a bien politizar, que es a bien regir e governar su república», ya que «la harmonía musical no es salvo una figura e imagen e una regla para saber bien e virtuosamente regir e administrar a todo regno e provincia en esta manera»[4].

No cabe duda de que, según los cánones iconológicos de la época, los dos lienzos pueden correctamente leerse como una representación simbólica de matriz neoplátonica sobre el tema del amor y de la música, y que en el más antiguo de los dos puede también vislumbrarse una lección de buen gobierno dirigida al príncipe heredero de la Corona de España. Todo correcto e indiscutible, pero la primera y mayor evidencia de los cuadros de Tiziano es la imagen de una mujer desnuda, lánguidamente tendida en la cama, y un hombre a sus pies con la mirada perdida en su pubis; algo que no evoca exactamente la elevación espiritual ni la armonía del reinado feliz.

En realidad, estos cuadros de Tiziano constituyen un excelente ejemplo de la ambigüedad como recurso de expresión artística. No se trata de una manifestación de la polisemia típica de las obras pictóricas y literarias del Renacimiento, cuya característica es la agregación de múltiples significados vehiculados por la misma palabra o frase o figura que se suman en el significado de conjunto y permiten o, mejor, imponen considerarlo como la síntesis de muchas y diferentes facetas: aquí hallamos la copresencia de dos significados irreconciliables, cada uno de los cuales excluye al otro. La ambigüedad crea una obra abierta: el artista proporciona dos o más diferentes soluciones y es el lector u observador quien debe escoger cuál es la verdadera; o tal vez no haya una solución auténtica, y la riqueza y el valor de la obra residen exactamente en su irredimible contradicción y en la imposibilidad de escoger una respuesta definitiva.

La ambigüedad como recurso expresivo, que encontraremos muy a menudo en la literatura del siglo XX (para citar sólo un ejemplo de los más llamativos repárese en la película Rashomon de Akira Kurosawa), no es una invención renacentista: ya se manejaba sistemáticamente y con sabiduría en la Edad Media. Posiblemente su uso en la producción artística fue favorecido por la costumbre, arraigada desde la Antigüedad, de tratar habitualmente con el lenguaje simbólico; en efecto, el símbolo, diferentemente de la alegoría y de la metáfora, no establece una correlación unívoca entre un significante y un significado, sino que evoca una constelación de significados conectados por una relación que, para usar analógicamente los términos de Saussure, podemos definir de tipo asociativo y no sintagmático, y que, por ende, agrupan casi siempre conceptos diferentes y hasta antinómicos. Así, por ejemplo, en una dimensión simbólica la muerte y la resurreccción están estrictamente trabadas, y la imagen de la cruz evoca ambos conceptos; la serpiente simboliza el pecado y la caída de los progenitores, y a la vez la renovación, por su característica de mudar la piel, y también la prudencia, por su circunspección; el pavo real, como se ha recordado anteriormente, simboliza la resurrección, pero incluso la vanidad por ser ufano de la hermosura de su plumaje[5].

No es de extrañar que, en una sociedad dominada por la morbosa sexofobia del cristianismo, la ambigüedad expresiva en el arte se haya aplicado sobre todo a los argumentos conectados al erotismo, argumentos que, por supuesto, no podían abordarse de manera directa. El mejor testimonio de la raigambre medieval de este recurso expresivo en la cultura occidental y de su aplicación al tema del erotismo es representado por la segunda parte, de Jean de Meun, del Roman de la Rose, la obra más importante y más compleja de la literatura europea antes de Dante.

Jean de Meun se inserta sobre la obra inacabada de Guillaume de Lorris, anterior de cuarenta años, y esto ya puede desorientar al lector por la profunda diferencia entre la primera parte, una tradicional alegoría del amor cortés en forma de psychomachía, y su continuación, una especie de summa enciclopédica que, en torno al enredo principal de argumento amoroso, trata los temas más variados. La actitud de Jean frente al amor no tiene nada que ver con el código cortés-caballeresco, es por completo desencantada y a veces llega a rozar abiertamente el cazurrismo; pero el autor, y en esto estriba el caracter esencial de su narración, no nos permite nunca comprender si lo que está diciendo corresponde realmente a su enfoque o si se le debe achacar a los concretos personajes que se suceden en la escena, y, además, nos deja en la incertidumbre de si su intención sea moralizante o blasfema o simplemente satírica, o todas las cosas a la vez[6].

El primer personaje que Jean de Meun pone al lado del protagonista narrador es Raison, que le alecciona con un largo sermón filosófico centrado principalmente en los peligros de la Fortuna, intentando convencerle de que se aleje de Amor. El protagonista rechaza sin duda las invitaciones de Raison, y el encuentro entre los dos se concluye, curiosamente, con un debate acerca del eufemismo; el joven reprocha a Raison de haber usado un lenguaje «sucio» cuando, al contar el mito de Saturno, dijo que Júpiter le cortó las coilles, en contraste con las reglas de cortesía que imponen «gloser» semejantes palabras «par quelque cortoise parole» (Lorris y Meun 1992: vv. 5533 y ss.), y Raison le replica que si las cosas que Dios ha creado no pueden ser malas, tampoco pueden ser malos los nombres con que nosotros las identificamos, y que las palabras por sí solas no pueden ser ni buenas ni malas, ya que nacen de una convención. En síntesis, el epílogo de la disputa entre razón y el enamorado se revela como una interesante y anticipadora lección sobre la hipocresía de las reglas sociales de comunicación y la arbitrariedad del signo, pero también como la afirmación de que el filósofo puede hablar libremente de cojones y el enamorado no. ¿Deslumbrante modernidad de ideas o escarnio grotesco? ¿O bien, ambiguamente, las dos cosas a la vez?

El segundo personaje que se junta al protagonista es Ami, hombre joven ya ducho en las cosas de amor, que le sugiere usar todos los posibles engaños, hipocresías y mentiras que resulten necesarias para derribar los obstáculos que le separan de la Rosa, y, frente a las dudas del protagonista, le aconseja recorrer al instrumento más eficaz para la conquista del amor, esto es, el dinero. Entre la descripción de la obra de seducción mediante la riqueza, las tradicionales invectivas contra la pobreza, y las quejas de añoranza para la perdida Edad de Oro, Ami inserta una serie de inquinas contra la avidez y depravación de las mujeres, y relata el discurso de un marido celoso, rebosante de todos los lugares comunes de la misoginia medieval. Y cuando remata su intervención, deja al lector la tarea de establecer si sus consejos inmorales y su actitud ferozmente misógina corresponden o no al planteamiento del autor; por un lado, el cinismo desencantado que impregna toda la obra pudiera inclinarnos a pensar que Jean comparte, aunque cum grano salis, los pensamientos de Ami, pero, por otro lado, parece bastante imprudente e incoherente achacar al autor las palabras de un personaje que sale de una experiencia de amor infeliz, y, aun más, las palabras relatadas por Ami y  pronunciadas por un marido en el que se delatan todos los peores caracteres patológicos de los celos.

Más adelante, vemos que el dios del Amor, cuando decide ayudar al protagonista y reúne su armada, acepta que a ésta se agregue también Faus Semblant, alegorización de la hipocresía, con su compañera Constrainte Astinence, es decir, dos personajes o, mejor, dos ideas que no se convienen mínimamente con los principios de la fin’amor. Puede ser que Jean de Meun quisiera brindarnos la enseñanza moral de que el amor siempre conlleva engaños y falsedades, puede ser que deseara simplemente construir una deformación grotesca de las historias alegóricas de amor cortés, y puede ser incluso que quisiera decir, conforme a los cínicos consejos ofrecidos por Ami al protagonista, que cualquier instrumento es lícito para conseguir el amor carnal. Es verdad que la presencia de Faus Semblant se revela un excelente pretexto para ensartar una vehemente requisitoria contra las órdenes de frailes pordioseros, pero su función no puede ceñirse al arranque de esta polémica puesto que su intervención y sus engaños resultan determinantes para derrochar a los enemigos de Amor y permitir al protagonista conquistar a la Rosa.

Aun mayor es la incertidumbre del lector frente al sermón de la Vieille, personaje más de fabliau que de poema alegórico. Las amonestaciones de la Vieille a las doncellas para que no se dejen arrastrar por la pasión amorosa y disfruten su hermosura solamente para cobrar dinero y garantizarse una vejez serena, parecen justificadas y razonables como defensa contra los engaños de los hombres, tal y como se desprenden del discurso de Ami; si los hombres quieren tan sólo abusar de las mujeres para gozar los placeres del sexo, entonces no es nada ilícito que una mujer los pague con la misma moneda y procure desplumarlos sin piedad y hacinar lo que le hará falta cuando su belleza sea desflorecida y los hombres la abandonen. La lectura en contracanto de los sermones simétricos de Ami y de Vieille puede restar credibilidad a una interpretación feminista del discurso de ésta, como si fuera una Christine de Pizan proletaria que no pudiera contentarse con estar precavida contra las insidias de los requiebros y debiera preocuparse también, y con prioridad, de no resbalar en el abismo de la miseria; con todo, el encarnizado rencor que la vieja siente contra los hombres por su vivencia infeliz, nos induce a dudar de que sus palabras correspondan a las ideas del autor, y, además, su gusto excesivo, casi teatral, para las intrigas le dibuja por encima un perfil muy poco tranquilizante de alcahueta.

Cuando el personaje de Genius, sacerdote de la Naturaleza dispuesto a todo lo que concierne a la procreación, engarza un sermón duramente misógino, pudiéramos pensar que detrás de su voz se transparenten las convicciones del autor, ya que nos las habemos con la personalización de una fuerza natural que, por ende, resulta más neutral y fiable que los precedentes interlocutores. Sin embargo, la fuerza de la autoridad didáctica de Genius se resquiebra profundamente cuando escuchamos su sucesivo discurso a la armada de Amor, con el que exhorta la humanidad a perseguir con la máxima intensidad el esfuerzo de copular y procrear, y hasta llega a prometer como recompensa por tal esfuerzo el acceso al «parc dou champ joli», un jardín maravilloso que posee todos los aspectos de una alegoría del paraíso, y al que los fieles van entrar bajo la guía de «li filz de la vierge, berbiz o toute sa blanche toison» (el hijo de la virgen, cordero de manto enteramente blanco) (Lorris y Meun 1992: vv. 19442-19443). Dicho con diferentes palabras, la vida eterna prometida a los que dedican su vida al sexo.

Por fin, el protagonista logra alcanzar a la Rosa, y el Roman se cierra con una metáfora descarada del coito, una marcha triunfal del erotismo más cazurro que nos constriñe a suponer que Jean de Meun no quiera nunca ser tomado en serio, aunque sea incuestionable que su obra, con todas las serísimas y pormenorizadas explicaciones científicas, filosóficas y teológicas que se entremezclan con los temas amorosos, no puede considerarse una simple desviación paródica de la primera parte de Guillaume de Lorris.

Posterior en unos sesenta años al Roman de la Rose es el Libro del Arcipreste o de Buen Amor de Juan Ruiz, arcipreste de Hita, obra en que el uso de la ambigüedad expresiva conectada al erotismo es declarado programáticamente por el autor desde las primeras líneas. Ya en el prólogo en prosa, el arcipreste, después de haber anunciado con énfasis que su intención es la de ofrecer una enseñanza moral y mostrar los peligros y «las maneras y maestrías malas del loco amor, que faze perder las almas e caer en saña de Dios», añade que «enpero, porque es umanal cosa el pecar, si algunos, lo que non los consejo, quisieren usar del loco amor, aquí fallarán algunas maneras para ello» de suerte que «este mi libro a todo onbre o muger, al cuerdo e al non cuerdo, al que entendiere el bien e escogiere salvaçión, e obrare bien amando a Dios, otrosí al que quisiere el amor loco» (1994: 97).

Es significativo que el primer cuento del libro, después de las rituales gracias a Dios y del poema dedicado a los gozos de santa María, sea una versión del chascarrillo, muy conocido en todas las tradiciones populares, del diálogo mediante señas entre un personaje culto y uno grosero, aquí un griego y un romano. El griego enseña al romano el índice, y éste contesta mostrándole el pulgar apretado entre el índice y el medio; el griego le enseña la palma abierta de la mano, y el otro contesta tendiendo el puño cerrado. La traducción en palabras de este discurso, según el griego es, por supuesto, muy refinada: hay un solo Dios; es uno y trino; todo está a la voluntad de Dios; Él tiene el mundo en su poder. La traducción del romano es bastante diferente: te quebranto un ojo con el dedo; te quebranto los dos ojos con dos dedos y los dientes con el pulgar; te doy una palmada que te vuelves aturdido; te mato a trompadas. Juan Ruiz comenta el cuentecillo con el refrán «no ha mala palabra si no es a mal tenida», y a continuación nos advierte que ahí podemos encontrar la clave de lectura de todo el libro: «la burla que oyeres no la tengas en vil / la manera del libro entiéndela sotil» (1994: 106).

Parece que el arcipreste ponga estas advertencias preliminares como una protección para contraminar las posibles, y nada improbables, acusaciones de inmoralidad, y luego nos relata sin remilgos todas sus aventuras sexuales, nos revela su profunda devoción y su cariño hacia la alcahueta que le procuraba los encuentros amorosos, y nos declara su convicción de que la vieja trotaconventos, a la que él daba el nombre (bastante evocativo) de Buen Amor y que desgraciadamente se ha muerto, ha sido por cierto acogida por Dios en su gloria. Si alguno de los que «quisieren usar del loco amor» no comprende el valor y el significado de enseñanza moral de sus cuentos, al arcipreste no se le puede reprochar nada, ya que su intención es buena y su palabra puede ser mal interpretada solamente si «es a mal tenida» por quien la oiga.

En la época de Tiziano, el uso de la ambigüedad ya era parte de las herramientas expresivas básicas de la literatura y de las artes figurativas, y se había perfeccionado hasta alcanzar niveles casi insuperables de refinamiento, de los que el Lazarillo representa un excelente toque de muestra.

Como ha puesto de relieve Francisco Rico, el Lazarillo se basa sobre una superchería de su genial autor anónimo, que ha acomodado el relato para inducir al lector a pensar que se trate de una auténtica carta mensajera, una de las tantas que se publicaban por aquel entonces en un momento de extraordinaria fortuna editorial del género epistolar. Desde las primeras líneas aprendemos que el autor está respondiendo a un personaje de autoridad, no mejor identificado, que le había escrito pidiéndole que «se le escriba y relate el caso muy por extenso» (Anónimo 2000: 10), y esto justifica el hecho, por cierto no demasiado común, de que un pequeño pregonero pudiera escribir y publicar una epístola. La sobria verosimilitud en la subsiguiente narración de los episodios de la vida de Lázaro y en la descripción de los personajes en los que él topa alimenta la convicción de que la carta sea un documento verídico más que una historia de pura ficción.

Solamente en las últimas páginas descubrimos que el caso sobre que la Vuestra Merced destinataria de la carta había solicitado las dilucidaciones de Lázaro son los rumores que corren en torno al supuesto ménage á trois entre el pregonero, su mujer y el arcipreste de San Salvador. Lázaro muestra estar al tanto de tales rumores y niega resueltamente que tengan el más mínimo fundamento; relata haber abordado la cuestión bien con el cura, que le aseguró de la total honestidad de sus intenciones, como con su mujer, que profesó su inocencia con los juramentos más terribles, y declara que a su vez puede jurar «sobre la hostia consagrada» que su mujer no es más deshonesta que las demás mujeres de la ciudad (Anónimo 2000: 134)[7].

Pues bien, además de la incertidumbre sobre la naturaleza real o ficticia de la carta, en el libro se delata otro nivel de ambigüedad que afecta a la narración por sí misma, con independencia de si su autor es de veras un pregonero de nombre Lázaro González Pérez o, por el contrario, algún hombre de letras. En efecto, el protagonista narrador dedica solamente una parte mínima de su relato a la cuestión inherente su vida marital que representaba el «caso» y, por ende, era y debía de ser el objeto y el centro de atención de la carta. Y, como el fin y la función de la carta era el de desmentir los susodichos rumores, no podemos dejar de preguntarnos por qué Lázaro se detiene en contar con riqueza de detalles toda su vida desde la primera niñez, y despacha en dos paginitas escasas lo que más específicamente atañe al «caso».

La sola respuesta coherente que cualquier lector llega a dar a estos interrogantes es que Lázaro no puede negar haberse casado con la barragana del cura, y sabe que la justificación más eficaz de su vivencia actual es, exactamente, su pasado, ese asombroso aprendizaje forzado a la miseria, la hambre, la violencia, la prevaricación, el engaño; tras haber escuchado la descripción precisa, y nada grotesca, de la existencia de Lázaro antes de que consiguiera el oficio de pregonero y se casara, es fácil comprender que estuviera dispuesto a cualquier cosa para garantizarse una modesta y segura subsistencia, incluso jugar el papel de marido cornudo complaciente, y se comprende también que las condiciones de vida que había alcanzado le aparecieran de veras, y no ya por hipérbole retórica, como la «cumbre de toda buena fortuna». Añádase también que la gravedad, moral y jurídica, del pecado de Lázaro se difumina hasta parecer casi insignificante si la comparamos, lo que es inevitable a conclusión de su informe, con la inmoralidad de todas las ignominias de las que él ha sido víctima o espectador desde la edad más tierna.

El hecho de que el personaje de alto rango al que la carta está dirigida hubiese pedido al pregonero que le relatara el caso «muy por extenso» no es suficiente como para explicar la estructura del relato y su preponderante atención por la infancia y la adolescencia del autor. La petición del destinatario se refería al «caso», esto es, a la sospecha de que la mujer de Lázaro fuera amancebada con el arcipreste, y, por ende, es sobre este asunto que la noticia debía de ser circunstanciada; bien pudiera Lázaro sentirse autorizado a explayarse en un relato que abarcara toda su vida desde su nacimiento en el molino del río Tormes, pero lo que resulta incuestionablemente llamativo es que su narración va accelerando y adelgazándose según se acerca a la época de redacción de la carta y su existencia cobra progresivamente los rasgos de una aceptable normalidad.

Ante tal desequilibrio en la narración, algunos estudiosos (como Gonzalo Sobejano) han supuesto que el «caso» sobre el que el destinatario de la carta pide informaciones sea exactamente el desarrollo de la carrera de Lázaro, desde el comienzo como mozo de ciego hasta el conseguimiento de un oficio real. Víctor García de la Concha matiza ulteriormente la hipótesis y sugiere también que la petición de la desconocida Vuestra Merced sea una invención del pregonero que le sirve de pretexto para mostrar que entretiene correspondencia epistolar con personas de los estamentos más altos y fardarse de una honorabilidad que no se corresponde a la pobreza de sus orígenes.

Es verdad que, en el prólogo de corte culto, el autor juega elegantemente con el tópico humanístico quisque fortunae suae faber, que en la formulación de Machiavelli suena virtú vince fortuna, y también es verdad que la obsesión por la honra atormentaba a tantos españoles del siglo XVI y constituía uno de los blancos preferidos de los letrados, incluso el autor del Lazarillo que trata el asunto, con maestría inigualable, en el episodio del escudero. No obstante, si admitimos como presupuesto del relato el sincero y admirado interés de algún personaje de autoridad por la carrera miserable de Lázaro, entonces estamos por consiguiente obligados a calificar el libro como obra escuetamente de parodia; en mi opinión sería apresurado acentuar excesivamente el rasgo paródico del Lazarillo que es, por supuesto, un libro jocoso y rico de referencias irónicas y divertidas a los tópicos más abusados de cualquier procedencia, pero es incluso algo (y mucho) más, y si no podemos considerar al anónimo como un Émile Zola del Quinientos, tampoco podemos aproximar su obra al Audigier o al Buen soldado Schweyk. Por otro lado, si admitimos que el pregonero ha inventado el destinatario de la carta y su petición como pretexto para escribir una epístola ficticia que ensalzara su honra y sus méritos, no se comprende porqué debiera recordar los rumores que corrían en la ciudad sobre su condición de cornudo feliz.

Como observa Rico (cuyas contribuciones son siempre imprescindibles), «el Lazarillo consiste fundamentalmente en la construcción del protagonista, en la caracterización de un individuo» (en Anónimo 2000: 64). No sería muy atinado hablar de Bildungsroman, como siempre cuando se quieren aplicar a obras del pasado categorías acuñadas para la literatura moderna, pero es indiscutible que el eje de la novela es la formación y evolución interior de Lázaro, y es justamente en este proceso de formación y en su descripción pormenorizada que estriba su refinada ambigüedad, que impone al lector, no solamente el crítico sino cualquier lector, interrogarse y explicar lo que realmente ha pasado. Bajo el aspecto de la coherencia interior a la obra, el relato del pregonero no obedece al puro placer de la narración, no es un Pedro de Urdemalas que cuenta sus aventuras a los amigos de juventud que no encontraba desde hace años, ni obedece a una exigencia didáctica, no es el gallo filósofo del Crótalon que cuenta sus avatares al zapatero para su enseñanza moral; aquí hay un hombre humilde, un pequeño funcionario de la muncipalidad toledana, que debe explicar a un personaje de autoridad un «caso» que, según las leyes de la época, configuraba un relato, y la narración de su infancia y de su adolescencia no tiene, en rigor y en abstracto, nada que ver con la explicación del caso. Esto en rigor y en abstracto, pero, en concreto y en el contexto, puede ser, para usar términos jurídicos, una circunstancia eximente o, cuando menos, atenuante, de su culpabilidad; y como la alegación de tal eximente es inconciliable con la profesión de inocencia del pregonero, con razón afirma el profesor Rico que «“la verdad” de “el caso” es la construcción narrativa y la creación del personaje» (en Anónimo 2000: 126), aunque, en última instancia, el anónimo ha querido confiar a cada lector la tarea de fallar cuál es la verdad.

En la literatura del siglo XVI podemos rastrear muchos ejemplos del uso de la ambigüedad relacionada, más o menos abiertamente, con el ámbito del eros. Entre tantos casos, creo que sería interesante detenerse un poco en los Siete libros de la Diana de Jorge de Montemayor, obra en la que la ambigüedad erótica se inserta y entrelaza muy a menudo en situaciones de tradicional equívoco, con un personaje que se imagina una realidad diferente de la efectiva y actúa por consiguiente; en paralelo al desatino del lector llamado a escoger la interpretación de la historia, hay el desatino del personaje ficticio enfrentándose a una realidad que no se corresponde a los presupuestos que él plantea. 

En las obras literarias y figurativas del Renacimiento y del Barroco connotadas en su conjunto por la ambigüedad, los temas que recurren con mayor frecuencia son siempre los relacionados a la sexualidad, de manera más indirecta, como en el Lazarillo, o más explícita, como en la abundante producción poética de argumento erótico a la que se dedicaron todos los mayores ingenios de la poesía aurisecular. Desde luego, en una sociedad dominada por una moral patológicamente sexofóbica y controlada por una censura de año en año siempre más atenta, el uso de la ambigüedad era el único recurso que permitiera tratar ciertos temas, como demuestra el hecho de que los textos de aquel entonces que hablan abiertamente del amor sensual circulaban solo en forma de manuscritos o pliegos sueltos poco más que clandestinos y casi siempre anónimos. Solamente por esta literatura paralela puede decirse, como leemos en el poema introductorio del Jardín de Venus, que «aquí no hay enigmas ni figura, / rodeos, circonloquios, indiretas, / sino la claridad destinta y pura» (PESO 2000: 3). El autor del Jardín de Venus, cuya identidad es todavía argumento de conjeturas y desavenencias, sabía muy bien que sin los enigmas, rodeos, circunloquios, es decir, sin los instrumentos típicos de la ambigüedad expresiva, era imposible, o por lo menos muy peligroso, publicar obras que abordaran temas de cualquier manera conectados al erotismo.

La Lozana Andaluza parece, entre otras cosas, una tentativa de arrebatar este esquema de enigmas y circunloquios, ya que su enredo básico y su clave fundamental de lectura son inequívocamente eróticos, y sobre el entramado bastante sencillo de la narración se insertan y entremezclan un sinfín de referencias, riquísimas y refinadísimas, a todos los argumentos que pudieran despertar la curiosidad de un lector cultivado. La Lozana rebosa de polisemia, pero su preponderante connotación erótica no es nada ambigua, y tal vez sea por ello que se quedó casi desconocida a los contemporáneos de Delicado y poco faltó para que se perdiera por siempre jamás.

De vez en cuando, la ambigüedad expresiva se manifiesta también en el trato de temas religiosos, lo que, por un lado, resulta natural en una época de exasperados contrastes confesionales y en la que la ortodoxia doctrinal de la Iglesia había perdido su fuerza hegemónica en la sociedad, y por otro lado, requería un ejercicio muy sutil de prudencia para evitar los hachazos de una represión obsesiva y ferozmente encarnizada.

Por ejemplo, en un artículo que no cabe aquí citar, observaba cómo El condenado por desconfiado de Tirso de Molina roza a menudo y vertiginosamente la herejía. En efecto, y para recordar sólo algunos pasajes entre los más significativos, la salvación de Enrico resulta en todo coherente con la doctrina protestante de la justificación por la fe, y su vida de bandolero arrepentido a un paso de la muerte y acogido en la gloria de Dios parece un caso ejemplar del precepto luterano pecca fortiter sed crede fortius; cuando Enrico dice que la confesión le sería inútil porque ya se ha olvidado de quién sabe cuántos de sus pecados, está sustancialmente repitiendo, casi con las mismas palabras, la aguda y anticipadora observación de Lutero sobre la ineficacia de la confesión para borrar los pecados de los que no somos conscientes; además, es de notar que los ángeles llevan el alma de Enrico del cadalso directamente al cielo sin que ni siquiera se mencione el purgatorio. Todos estos aspectos de la historia del protagonista pueden justificarse según los principios católicos ortodoxos solamente a costa de hartas fatigas interpretativas, mientras que encajan perfecta y llanamente en la visión protestante del pecado y de la salvación.

En la literatura de los Siglos de Oro son muy raros los casos de contaminación erótica de temas religiosos, y nunca se estructuran en una construcción deliberadamente ambigua, sino que se reducen siempre a una fugaz alusión obscena. Por ejemplo, en la epístola epilogal de la Lozana Andaluza, Francisco Delicado nos deja entender que la salvación de Roma durante el saco de 1528 es mérito de las putas de la ciudad a la par que de la Virgen María (1994: 503-504). Análogamente, en un villancico anónimo del primer cuarto del siglo XVI, publicado en el precioso ramillete de Alzieu, Jammes y Lissorgues, una moza que ruega a su madre que no le hable mal de fray Antón, «que le tengo en devoción», compara las visitas del fraile en su casa a la Visitación del ángel Gabriel a María (PESO 2000: 106). Más ideológicas son las motivaciones de Juan de Luna, escritor de declarada fe luterana, que se arrima a la tradición polémica protestante de poner en burla el culto católico de la Virgen y de los santos; así, en la Segunda parte del Lazarillo (de 1620), en el capítulo IX, el «archipícaro» Illescas, al explicar al protagonista que debía conseguir algún «oficio» para encubrir su condición ilegítima de pícaro, le «aconsejaba juntase a la ociosidad de María el trabajo de Marta» (1988: 323).

Por el contrario, en las artes figurativas la ambigüedad erótica llegará, en el siglo XVII, a afectar profundamente a algunas obras de tema religioso, y tal contaminación será posible gracias al uso en la iconología sagrada de una representación lato sensu naturalística del éxtasis.

Este fenónemo constituye, entre otras cosas, uno de los éxitos del proceso de progresiva humanización de los personajes de la historia sagrada, proceso que se desarrolla a partir de finales del siglo XIII. Los pintores romanos como Piero Cavallini y Jacopo Torriti, Duccio y, con sabiduría cumplidamente consciente, Giotto, otorgan a las imágenes de Cristo, de la Virgen, de santos y profetas una solidez plástica tridimensional que las hace aparecer, por primera vez, como figuras concretas del mundo terrenal, no ya como evocaciones simbólicas de una inalcanzable dimensión celeste.

Simone Martini marca una etapa muy relevante, que puede considerarse simétricamente correspondiente a las conquistas de la poesía de amor cortés; si los poetas provenzales habían colocado a la mujer en una posición de superioridad dedicándole, en las formas del homenaje vasallático, la devoción que se tributaba a la Virgen, Simone atribuye a las figuras de la historia sagrada la misma elegancia y refinamiento del mundo aristocrático de la corte, creando el lenguaje expresivo del Gótico internacional, que caracterizará tanta parte de la pintura europea hasta la mitad del siglo XV. Las vírgenes y santas de Simone se asemejan en todo a princesas y damas palaciegas, bien en su postura y sus gestos, como en sus vestidos y atuendos, y como en su belleza delgada y extenuada, casi frágil, tan diferente con respecto a la majestuosa imponencia de las figuras mujeriles giottescas. La connotación mundanamente cortés llega hasta a romper el esquema tradicional del polittico gótico, con la secuencia de imágenes de santos colocadas en posición hieráticamente frontal, cada una aislada de las otras en el marco de su espacio delimitado; en los frescos de la capilla de San Martín (Basílica de San Francisco, Asís) vemos las figuras de santa Clara y santa Elisabeta de Hungría, de altanera y preciosísima hermosura, que se entretienen en amable conversación, como si estuvieran en la sala o en el corredor de un castillo.

Otro paso determinante en el proceso de humanización que estamos sintéticamente considerando, lo marcan Domenico Veneziano y Andrea del Castagno, en cuyas obras los personajes de la historia sagrada comienzan a cobrar una caracterización fisonómica individual que los destaca de la anonimia de las imágenes ideales tipificadas de la pintura anterior. Especialmente interesante bajo este aspecto (y no solamente por esto) es la Pala de Domenico Veneziano en Santa Lucia dei Magnoli (Florencia), de comienzos de los años cuarenta, una de las obras más importantes del Quattrocento. Mientras que las facciones de la Virgen, del niño y de santa Lucía son conformes a un estereotipo clásico de suavidad y armonía, los rostros de los tres santos varones, además de una marcada caracterización personal, no presentan el menor rasgo aristocrático, sino que son caras de gente común, pudieran ser las de cualquier obrero, mercader o artesano florentino con los que Domenico hubiera topado por la calle.

La caracterización fisonómica de personajes de la historia sacra sin rasgos aristocráticos volverá a ser una regla constante en la producción pintórica de Piero della Francesca (discípulo de Domenico Veneziano), casi uno de los sellos de identificación de su deslumbrante personalidad. Ya la solidez compacta de los volúmenes otorga a las figuras de Piero una consistencia plástica nada etérea, que sólo la solemnidad de las posturas y la impalpable transparencia de la luz levanta a una dimensión lejana del observador; junto a la imponencia plástica, las facciones poco refinadas, como las caras anchas, las narices chatas, los pómulos altos, los labios carnosos y salientes, los cuellos robustos aunque largos, la tez vivazmente rosada, forman un aspecto que evoca raíces campesinas, y que constituye la contraposición más radical a las sutiles elegancias palaciegas del Gótico internacional. Muy atinadamente, Roberto Longhi, con su inigualable capacidad de síntesis, calificaba a la Magdalena del Duomo de Arezzo de «puro monumento di nobiltá paesana» (1963: 56). Sin explayarnos en cantidad de ejemplos, reparemos solamente en el san Francisco de la Pala de Brera (Milán), que recuerda mucho más a un centurión romano que a un asceta de la Edad Media.

A lo largo del siglo XVI, la verosimilitud en la representación de escenas de la historia sagrada y de sus protagonistas va progresivamente acentuándose, favorecida también por los preceptos de la Contrarreforma, que requerían imágenes naturalísticamente verosímiles para inducir a los observadores a ensimismarse en la escena y en la vivencia ejemplar de los personajes de la historia sagrada. La tendencia a la verosimilitud más cumplida llegará a la cumbre en la época barroca, gracias a la obra creadora de dos maestros: por un lado, ni que decirlo hay, Caravaggio; por otro, poco más tarde, Jusepe de Ribera. Caravaggio se atreve a presentar a santos y vírgenes bajo el aspecto abiertamente inequívoco de hombres y mujeres del pueblo, y no solamente por lo que atañe a sus facciones e indumentos, sino por todos los detalles de sus figuras, hasta los más repugnantes, como la suciedad de los pies o de las uñas de las manos. El aporte de Ribera es quizás menos llamativo aunque igualmente revolucionario, y se sustancia en la caracterización psicológica de los personajes, en la revelación de su personalidad individual, tal y como se desprende de los episodios de las Escrituras, y de las emociones que sienten y no pueden no sentir, como seres humanos hijos de este mundo.

Por ejemplo, en la Liberación de San Pedro, de 1639 (Museo Nacional del Prado, Madrid), los ojos atónitos y casi vacíos del santo revelan no solamente su estupor frente a la inesperada irrupción del ángel en la cárcel y el quebrantamiento de las cadenas, sino también la incapacidad, que en tantas ocasiones él ha manifestado, de comprender cabalmente la realidad sobrenatural que le rodea y de adecuar sus acciones a lo que está pasando; y nótese que en sus retratos de este santo, como el San Pedro del Museo Diocesano de Arte Sacro de Álava (Vitoria) y los dos titulados San Pedro y San Pedro del Prado, encontramos la misma mirada empañada, tan diferente de la expresión imperiosa, acerada y penetrante que Ribera confiere siempre a las imágenes de san Pablo. Repárese también en su Jacob con el rebaño de Laban, de 1632 (Real Monasterio del Escorial, Madrid), en que la expresión oblicua y ufana del protagonista no conviene mucho con la espiritualidad que debiera distinguir al patriarca epónimo del pueblo escogido por Dios, pero es en todo coherente con el carácter del hombre astuto y desleal que había engañado a su padre ciego y moribundo y a su hermano para cobrar indebidamente la bendición que no le competía.

La caracterización psicológica del maestro de Xátiva afecta también a las figuras de Jesús, que a menudo manifiestan sorprendentemente emociones y sentimientos de naturaleza escuetamente humana. Así, en La coronación de espinas, de 1616 (Casa-palacio de las Dueñas, Sevilla), vemos al nazareno atormentado por los cómitres, el tronco doblado bajo los palos y la frente llagada, que vuelve su mirada hacia el observador con una expresión de sufrimiento y, aún más, de profundo resentimiento, casi de encono. Aquí no nos las habemos con la habitual y tranquilizante imagen del redentor amorosamente resignado —cordero paciente que silenciosamente se deja llevar al suplicio— a derramar su sangre para rescatar a la humanidad; aquí hay un hombre de carne y hueso sometido a la tortura y a la humillación más insufribles, el mismo hombre que poco más tarde se quejará a Dios de que lo ha abandonado, y no existe ningún hombre, por más que sea impregnado de esencia divina, que en el abismo del dolor no sienta, aun sólo por un breve momento, un ímpetu de rebelión, de exasperación, de rabia.

El hito más elevado en la humanización sentimental de lo sagrado actuada por Ribera es la imagen del Padre eterno en la Trinidad, de 1636 (Museo Nacional del Prado, Madrid). El modelo tradicional de este tipo de obra, como —por citar sólo el más famoso— el fresco de Masaccio en Santa Maria Novella, es una imagen solemne, dramáticamente triunfal, con el Padre en posición frontal, la mirada firme y severa, que sujeta al Hijo crucificado enseñándolo y ofreciéndolo a la devoción de los observadores como un símbolo tangible de su victoria sobre el pecado. En la versión de Ribera, por el contrario, vemos una figura ejemplar, casi arquetípica, de padre terrenal que ha perdido a su hijo, un hombre viejo agobiado por el dolor más grande que pudiera caerle encima, los ojos enrojecidos e hinchados por el llanto, la mirada perdida en el vacío como de quien ya no tiene nada que pedir a la vida, los brazos abandonados sin fuerza sobre el cuerpo del hijo sostenido por los ángeles.

Pues bien, cuando tantos aspectos de la dimensión humana se habían insinuado en la representación de lo sagrado, estaban sentados los presupuestos para que la contaminación se enriqueciera de un aspecto más, el de la sexualidad. Tal contaminación, por supuesto, podía darse solamente de manera ambigua y, como se ha apuntado anteriormente, el resquicio por donde el erotismo se deslizó en la pintura y escultura de temas religiosos fue el éxtasis.

En el repertorio iconológico tradicional de la Edad Media, el éxtasis está casi por completo ausente, lo que probablemente se deba a la profunda aversión de la Iglesia hacia el misticismo y todas las formas individuales de búsqueda de una relación directa con lo divino sin la mediación institucional de la autoridad religiosa. Esta tácita prohibición fue rota gracias al relato del éxtasis de san Francisco, episodio narrado en la Legenda Major, en que el contacto directo con Dios resulta aceptable según los criterios ortodoxos, bien por el carácter excepcional de su protagonista, bien por haberse cristalizado en la hagiografía oficial. Sin embargo, las representaciones de este episodio son muy raras, y la única bastante conocida es la de Giotto en los frescos de la basílica superior de Assisi[8], mientras que muy numerosas son las representaciones del milagro del santo que recibe los estigmas; cabe observar que también el milagro de los estigmas nos enseña un contacto directo con Dios, y su representación resulta igualmente aceptable como la del éxtasis por las mismas razones de unicidad y oficialidad del episodio.

Así en el susodicho fresco de Giotto, como en las numerosas representaciones del milagro de los estigmas que encontramos a lo largo de los siglos XIV y XV, la imagen de san Francisco no tiene nada extático: su mirada hacia el Cristo en forma de serafín de cuyas llagas parten los rayos que van a imprimir los estigmas sobre su cuerpo es firme y lúcida, consciente de lo que está pasando, como vemos, por ejemplo, en las obras de Gentile da Fabriano (h. 1420), Jan Van Eyck (h. 1430), Beato Angelico (h. 1440), Piero della Francesca (entre 1455 y 1468) y Vincenzo Foppa (primer decenio del Quinientos).

Giovanni Bellini, en la tabla del Éxtasis de San Francisco, 1478 (Frick Collection, Nueva York), vuelve a representar el éxtasis y, además de juntar libremente algunos rasgos de este episodio con otros del milagro de los estigmas, introduce la novedad de manifestar el estado de éxtasis en el aspecto físico del protagonista, más precisamente en los ojos. El santo está de pie, los brazos ligeramente abiertos, y su mirada es ausente, casi pasmada, perdida en la luz suave del paisaje inmenso que se le abre por delante, y en el que el maestro veneciano infunde todo el sentimiento lirico de la naturaleza que es uno de los caracteres esenciales de su arte. Bellini no se conforma con la descripción de la Legenda Major fielmente reproducida por Giotto, ya que el santo no está con sus compañeros sino a solas, y no está alzado en el aire sino con los pies en el suelo; su postura es la misma que en las tradicionales representaciones del milagro de los estigmas, pero, contrariamente a la pauta tradicional, no hay frate Leone junto a él y no aparecen ni la figura del Cristo en forma de serafín ni los rayos que transmiten los estigmas. La escena, enteramente dominada por el paisaje y la actitud de san Francisco, se inserta perfectamente en la composición de conjunto, como para sugerir no ya su elevación en una transcendencia divina inalcanzable a los demás, sino el estado de fusión de su alma con la armonía viviente de la creación.

Entre 1514 y 1516, Raffaello realiza el Éxtasis de Santa Cecilia (Pinacoteca Comunale, Bologna), obra de tema muy poco común que le había sido encargada por la noble Elena Duglioli dall’Olio, devota de la santa y sujeta a caer en arrobamientos visionarios y extáticos. Análogamente al san Francisco de Bellini, el estado de éxtasis de la santa se delata en su mirada ausente y perdida, mientras que su postura se queda firme y casi en nada diferente con respecto a los demás cuatro santos que la rodean; hay solamente un débil indicio corporal que revela su arrobamiento: el pequeño órgano portativo que la santa todavía sujeta con las dos manos sin darse cuenta de que está vuelto al revés y que sus canas están comenzando a resbalar afuera del armazón y van a dar en el suelo[9].

El primer cuadro en que el éxtasis se manifiesta no sólo en los ojos de los protagonistas, sino también en su cuerpo, es el de Correggio, Martirio de los santos Plácido, Flavia, Eutiquio y Victorino, de 1525 (Galleria Nazionale, Parma). El maestro emiliano nos enseña aquí otra forma de contacto extático con Dios: la beatitud que los santos sienten cuando, un instante antes de morir a manos de sus verdugos, ven la gloria eterna que va a acogerlos dentro de poco. Además de en la suavidad de la sonrisa y de la mirada dulcemente abandonada, la beatitud se delata también, y de manera aun más llamativa, en el relajamiento y aflojamiento del cuerpo, que produce una dinámica torsión del tronco y de las piernas, típica de la sensibilidad manierista.

A lo largo del siglo XVI, la representación del éxtasis en el martirio no fue favorecida por los dictámenes iconológicos contrarreformistas, con los que se convenía más, por el valor ejemplar, poner de relieve los detalles fielmente naturalísticos de los sufrimientos que los santos habían soportado para ascender a la gloria de Dios. Los rasgos del arrobamiento extático llegan a ser habituales en las imágenes del milagro de los estigmas de san Francisco, de manera particular en el modelo estrenado en los años setenta por Federico Barocci, y cuya realización más preciosa es San Francisco recibe los estigmas (Galleria degli Uffizi, Florencia), lienzo de 1593 de Ludovico Cigoli, un artista que merecería mucha más consideración de la que normalmente se le reconoce.

El éxtasis será un tema bastante común en la pintura y escultura de la época barroca, en las que se acentuarán aún más las manifestaciones físicas del arrobamiento. Por ejemplo, en el Éxtasis de santa Margherita da Cortona, de Giovanni Lanfranco, de 1624, el cuerpo de la santa está por completo abandonado y aflojado, y debe ser sostenido por dos ángeles, mientras que su mirada pasmada logra alzarse hacia la visión del Redentor solamente porque su cabeza se dobla sin fuerza casi cayéndose hacia atrás.

Desde luego, en todas las imágenes quinientistas y barrocas hasta aquí consideradas, en las que el éxtasis se delata incluso en la postura y en los movimientos del cuerpo, encontramos, por lo menos de vez en cuando, algún ribete de sensualidad, pero nada que evoque, más o menos abiertamente, una dimensión erótica. El erotismo se asomará de manera espectacular en el arte de tema religioso con el Éxtasis de Santa Teresa (1647-1652), de Gian Lorenzo Bernini (Roma, iglesia de Santa Maria della Vittoria, Capilla Cornaro), una de las máximas cumbres del arte barroco. Esta obra, como es muy sabido, reproduce el episodio de la transverberación narrado por la propia santa en el capítulo XXIX, § 13, del Libro de la vida, que Teresa, con la precisión pormenorizada que la caracteriza, divide en dos partes: la descripción de la visión, y la descripción de sus emociones, lo que ella ve y lo que siente. Bernini respeta la partición del texto y, por lo que atañe a la construcción de la figura del ángel objeto de la visión, se conforma rigurosamente con la descripción de santa Teresa: «vía un ángel cabe mi hacia el lado izquierdo, en forma corporal»; «no era grande, sino pequeño, hermoso mucho, el rostro tan encendido que parecía de los ángeles muy subidos que parece todos se abrasan»; «veíale en las manos un dardo de oro largo, y al fin del hierro me parecía tener un poco de fuego» (2009: 352-353).

Al reproducir los sentimientos y las percepciones de la santa, Bernini nos proporciona una figura de desbordante sensualidad erótica y que, a la vez, se corresponde cabalmente con la letra del texto. Primeramente, las contracciones y torsiones del cuerpo se justifican, diríamos filológicamente, si se considera que Teresa, aunque precise que el dolor que siente «no es dolor corporal sino espiritual», añade enseguida que «no deja de participar el cuerpo algo, y aun harto». En segundo lugar, la postura de las manos que aprietan el pecho es la traducción figurativa de las palabras de la santa cuando dice que «éste» —el dardo con el fuego en su extremidad— «me parecía meter por el corazón algunas veces, y que me llegaba a las entrañas. Al sacarle, me parecía las llevaba consigo, y me dejaba toda abrasada en amor grande de Dios». Además, la boca está semiabierta ya que «era grande el dolor que hacía dar aquellos quejidos», y los ojos están correctamente cerrados no solamente porque esto resulta más coherente con una experiencia «espiritual», con la que por cierto no se conviene una lúcida y terrenal visión ocular, sino incluso porque la propia santa, en otro pasaje del Libro de la vida (cap. XX, § 19), nos cuenta que durante sus arrobamientos «por la mayor parte están cerrados los ojos, aunque no queramos cerrarlos; y si abiertos alguna vez, como ya dije, no atina y ni advierte lo que ve» (2009: 272). Y, para finalizar, la expresión de gozo y beatitud refleja el que es «tan ecesiva la suavidad que me pone este grandísimo dolor, que no hay desear que se quite, ni se contenta el alma con menos que Dios», y que «es un requiebro tan suave que pasa entre el alma y Dios, que suplico yo a su bondad lo dé a gustar a quien pensare que miento».

Añádase que la lectura ortodoxa y, para usar el lenguaje de la época, honesta, de la representación, es reforzada por la extraordinaria máquina escénica en la que el genio deslumbrante de Bernini ha insertado la estatua con las figuras de la santa y del ángel. La colocación en el centro de una capilla vacía de cualquier objeto, la luz natural que se insinúa desde una ventana invisible al observador, las dos pequeñas tribunas laterales ocupadas por las figuras austeras de siete cardenales y un doge de la familia Cornaro, todo nos induce a pensar que estamos asistiendo a un auténtico evento sobrenatural. Y, sin embargo, nada puede tachar las impresiones muy poco honestas sugeridas por la imagen de esa hermosa y joven mujer que revela todos los aspectos exteriores de un gozo escuetamente físico, e, incluso, por la mirada suave del ángel, apenas abigarrada por un destello fugaz de malicia.

El mismo tipo de ambigüedad, con el mismo efecto sobre el observador, lo encontramos en otra obra posterior de Bernini, el monumento fúnebre de la Beata Ludovica Albertoni, 1673-1674 (Roma, San Francesco a Ripa, Capilla Altieri), que representa el contacto extático con Dios en el momento de la muerte. La escena está colocada en el nicho de una capillita lateral de la iglesia, donde vemos a una bella mujer de veinte-venticinco años (a pesar de que la verdadera beata había fallecido a los sesenta), tendida en la cama entre sábanas deshechas, contrayéndose con las manos apretadas sobre el vientre y bajo el pecho, la boca entornada, los ojos cerrados, la cabeza doblada hacia atrás, rodeada por una bandada de querubines y esclarecida por una luz proveniente de dos ventanas escondidas detrás de la pared posterior de la capilla.

Las dos obras de Bernini examinadas constituirán un modelo de inspiración e imitación para muchos artistas; pero, con independencia del ejemplo berniniano, la representación del éxtasis, a menudo matizada por rasgos eróticos más o menos remachados, se difunde progresivamente a lo largo del siglo XVII, y llega hasta a contravenir los cánones iconológicos consagrados. Por ejemplo, es interesante detenerse en la Anunciación (National Gallery, Londres), compuesta en 1657 por Nicolas Poussin, el artista más cerebral del Seiscientos.

Según un esquema acuñado por los predicadores de la Edad Media, el episodio de la anunciación se dividía en cinco fases, desde la aparición del ángel hasta su salida: conturbatio, cogitatio, interrogatio, humiliatio, meritatio y la representación figurativa se conformaba con esta partición al escoger uno u otro de los cinco momentos del episodio (Baxandall 2001: 60-64). En la época barroca se privilegiaba el momento de la humiliatio, cuando María, después del asombro inicial por la inesperada irrupción del ángel, y después de haber reflejado sobre el significado de las palabras de éste y de haberle preguntado cómo sería posible que ella pariera un hijo siendo todavía virgen, pronuncia la frase Ecce ancilla domini, fiat mihi secundum verbum tuum. Poussin se aleja de las convenciones y pinta a la Virgen con postura y expresión extáticas, los brazos abiertos, la cabeza apenas doblada hacia atrás, los ojos cerrados, la boca semiabierta, mientras que en las imágenes tradicionales de la humiliatio las manos están juntas en el regazo y la expresión no es de beatitud, sino de quieta mansedumbre; la presencia de la paloma sobre la cabeza de la virgen permite formular la hipótesis de que Poussin quisiera representar el instante de la concepción por infusión del espíritu santo. Los rasgos eróticos son mucho más esfumados que en las obras de Bernini examinadas, pero los aspectos exteriores del arrobamiento de la joven mujer coinciden con los del placer físico, y, además, es de notar también la mirada del ángel, que con una extraña sonrisa divertida y casi socarrona, se fija exactamente en el pecho de la virgen.

Hacen falta aquí un par de precisiones. En primer lugar, no podemos considerar el Libro de santa Teresa ni otros semejantes relatos de experiencias místicas como objetos de nuestras reflexiones, ya que lo que queremos analizar es el uso deliberado de la ambigüedad como recurso expresivo para sugerir al lector u observador una interpretación de la obra en clave erótica y, a la vez, otra posible interpretación menos escurridiza y «deshonesta». Numerosos estudiosos vislumbran en las páginas de santa Teresa, así como en las de san Juan de la Cruz, un sinfín de referencias a la sexualidad, pero aquí no nos interesa establecer por qué la narración de arrobamientos extáticos se desarrolla siempre en términos y analogías que recuerdan tan abiertamente el orgasmo (lo que es tarea de psicólogos y antropólogos), ni, aún menos, interesa hurgar en la intimidad y en el subconsciente de santa Teresa para descubrir si usa esos términos y parangones de manera casual o como recuerdo de experiencias eróticas de su juventud, o de lecturas, o de relatos de otras mujeres (lo que es tarea de periodistas de televisión). Lo que es indiscutible es que el informe de la santa estaba dirigido a su confesor padre García de Toledo y a otros pocos dignitarios eclesiásticos e inquisidores, y sería auténtica locura suponer que, en semejante contexto, ella quisiera deliberada y conscientemente evocar alguna similitud entre sus experiencias y los placeres del sexo. La modernidad de santa Teresa, que adelanta ciertos aspectos de la sensibilidad barroca, estriba exactamente en su preocupación obsesiva, casi científica, por describir sus experiencias de la manera más precisa, hasta en los mínimos pormenores, y tal preocupación era determinada no ya por algún programa literario, sino por el temor de que los demás dudaran de la sinceridad de sus palabras.

Por otro lado, alguien podría objetar que una lectura en clave erótica de la Santa Teresa de Bernini o de obras análogas es un abuso, y que achacamos a artistas del pasado una malicia que no les pertenecía y que deriva de nuestra superficial frecuentación de los conceptos del psicoanálisis o del bombardeo de publicidad alusiva al que estamos diariamente sometidos. A tales objeciones bastaría replicar que, si el horizonte cultural y moral de los europeos se ha transformado profundamente desde el siglo XVI hasta nuestros días, la fisiología humana ha quedado inalterada; los hombres del Renacimiento y de la época barroca sabían perfectamente cuáles son las manifestaciones exteriores del placer sexual, e incluso las han descrito muy claramente.

Por ejemplo, el soneto 13 del Jardín de Venus nos enseña a la diosa en intimidad con Adonis al momento de culminación del placer, y la describe con «Los ojos vueltos, que del negro dellos / muy poco o casi nada parecía, / y la divina boca helada y fría, / bañados en sudor rostro y cabellos, / las blancas piernas y los brazos bellos, / con que el mozo en mil lazos envolvía, / ya Venus fatigados los tenía / remisos, sin mostrar vigor en ellos (PESO 2000: 19). En el arrebatamiento amoroso de esta figura femenina reconocemos enseguida rasgos muy parecidos, y hasta idénticos, a los de la santa Teresa y de la beata Ludovica Albertoni de Bernini.

Un lugar común muy difundido acerca del supuesto carácter teatral del Barroco pueda tal vez inducir a pensar que los rasgos de ambigüedad erótica que podemos vislumbrar en tantas obras del siglo XVII son el efecto casual, e inapercebido por los propios autores y por sus contemporáneos, de la extremada exuberancia en la gesticulación y en las expresiones, típica del estilo seiscientista. En realidad, «no es la exuberancia, en el arte barroco, lo que, como nota necesaria y común a todas las manifestaciones culturales de la época, lo caracterice» (Maravall 2007: 424). Por lo que atañe específicamente al tema aquí en discusión, para darnos cumplidamente cuenta de la intencionalidad de los artistas del siglo XVII en la creación de obras connotadas por una más o menos marcada ambigüedad erótica, es preciso considerar que en la misma época las modalidades de representación del éxtasis no son solamente las de Bernini.

Por ejemplo, en el Éxtasis de San Francisco, 1594-1595, de Caravaggio (Wadsworth Atheneum, the Ella Gallup Sumner and Mary Caitlin Sumner Collection Fund, Hartford [Connecticut]), así como en la obra del mismo tema de Georges de la Tour[10], el arrobamiento está representado como una condición  de ausencia soporosa, un aturdimiento más que un adormecimiento, que lleva al santo a una dimensión lejana y apartada de la realidad terrenal. Aún diferente es el lenguaje del que da muestra Francisco Zurbarán en una serie de lienzos casi idénticos con la figura de san Francisco, realizados en 1645. Estos cuadros, como el San Francisco que se conserva en el Musèe des Beaux Arts de Lyon, están inspirados en la leyenda de que el santo hubiera sido sepultado de pie, así como la de que, al abrir el sepulcro años después de haber fallecido, su cuerpo apareció intacto y en la misma postura. Hay aquí una representación del contacto extático con Dios en el momento de la muerte, que se manifiesta de manera muy esencial: solamente por la mirada ausente y casi alucinada fija hacia arriba, la boca semiabierta y la atmósfera de silencio e inmovilidad que envuelve la figura del santo.

Tal esencialidad es uno de los caracteres peculiares del estilo de Zurbarán, y refleja muy claramente su preocupación, y su extraordinaria capacidad, de expresar con sencillez los sentimientos más íntimos y más profundos de religiosidad; el mejor botón de muestra de este aspecto del arte zurbaraniano es el lienzo San Hugo en el refectorio de los cartujos, 1630-1635 (Museo de Bellas Artes, Sevilla), una de las más impresionantes representaciones de milagros de la pintura occidental. La obra representa el milagro, muy poco conocido fuera del ambiente de los cartujos, de la transformación en ceniza de la carne que los monjes se habían rehusado comer para respectar cabalmente el desayuno del domingo de quinquagesima. Es un episodio nada espectular y muy díficil de reproducir y, sin embargo, no bien nos fijamos en el lienzo nos percatamos enseguida de que algo sobrenatural está pasando. La escena está hundida en una luz deslumbrante cuya intensidad resulta aún más exaltada por el uso preponderante del color blanco y por el doble contraste entre el blanco y el gris de la pared, y, por otro lado, entre la gama estrecha de colores del refectorio y la riqueza y vivacidad cromática del cuadro detrás de la mesa que representa a la Virgen con el niño y san Juan Bautista; y al efecto de extrañamiento producido por la luz contribuye también el que provenga no ya de la puerta que se abre en el fondo a la derecha, sino desde el lado izquierdo, de una fuente invisible al observador. Todo es inmóvil, incluso el gesto de san Hugo que enseña con el índice la escudilla llena de ceniza y la postura del mozo en el primer plano, petrificado en el estupor. La presencia de lo divino es impalpable, aunque se despliegue hasta en los rincones más insignificantes del cuarto, es una teofanía silenciosa e inmaterial, y el contraste cromático entre la escena del refectorio y la del cuadro colgado en la pared parece sugerirnos que la encarnación verdadera de Dios en este mundo, de forma y sustancia terrenales, se ha dado una vez no más con el nacimiento de ese niño que vemos en el regazo de la Virgen y se ha cerrado con su muerte, y después de ello el encuentro con lo divino puede ser tan sólo un relámpago de luz inesperado y fugaz.

Nótese de paso que, bajo este aspecto, Zurbarán se revela adherido a la sensibilidad de san Juan de la Cruz, ya que representa por imágenes la meta a la que éste anhela. En primer lugar, la poesía de san Juan es recorrida por una sed acuciante y desesperada de luz, es un viaje afanoso en la oscuridad a la búsqueda de ese instante de fulguración que ya una vez él ha conocido, o entrevisto, y cuyo recuerdo hace aún más insufrible la morada en la noche del mundo; y Zurbarán, en tantas de sus obras, nos muestra exactamente la irrupción inaprehensible de la luz divina en el gris e insensato transcurrir de lo cotidiano. Además, san Juan describe la ansiedad de su viaje en búsqueda de la luz no solamente como un anhelo interior, sino, y más a menudo, como una inquietud escuetamente física, un movimiento permanente y convulso, y por su parte Zurbarán nos ofrece imágenes perfectas de la inmovilidad en que se cristaliza el instante de contacto con lo divino[11].

La pluralidad de enfoques en la representación del arrobamiento extático y, en general, del contacto directo con lo divino, no es sólo una cuestión de gusto individual de los artistas concretos, sino que delata un aspecto fundamental de la sensibilidad barroca. Es verdad, como apunta Maravall, que el carácter esencial del Barroco es la extremosidad, esto es, la tendencia a una expresión extremada y exagerada, tanto en la sencillez cuanto en la redundancia (2007: 426), pero hay algo más, y es que en el XVII estaban sentados los presupuestos para que se aceptara y se arraigara la idea de que fuera posible y legítimo mirar al mismo fenómeno desde muchos y diferentes enfoques.

Sin explayarnos demasiado, recordemos que en la época barroca la curiosidad humanística y renacentista por todo lo que concierne al hombre llega a ser casi paroxística. Se abandona la vieja concepción cualitativa y jerárquicamente ordenada de la realidad, que explicaba los fenómenos mediante la atribución a cada uno de ellos de esencias íntimas, y se inaugura una evaluación cuantitativa, que permite el nacimiento de la mentalidad científica. Se difunde la idea, favorecida por las frecuentes sacudidas políticas y sociales y por el subseguirse de guerras y pestilencias, de que la realidad sea básicamente un magma inestable sujeto a continuas e imprevisibles mudanzas, y, además, para usar las palabras de Baltasar Gracián, de que la «hermosa Naturaleza» esté «compuesta de una tan estraña contrariedad», que sea un «concierto tan estraño, compuesto de oposiciones», que «todo este universo se compone de contrarios y se concierta de desconciertos» (1980: 84 y 91). Y no olvidemos que, a pesar de la represión que caracteriza la época, ya era imposible extirpar o desecar los gérmenes de libertad intelectual que habían empezado a brotar en los siglos anteriores.

Con tales presupuestos, era natural plantear que no hay una única pauta, un único esquema figurativo del arrobamiento extático (así como de otros fenómenos): el éxtasis es y puede ser a la vez los torbellinos volcánicos de Bernini, el aturdimiento soporoso de Caravaggio, el silencio inmóvil y alucinado del san Francisco zurbaraniano. La Santa Teresa de Bernini constituye uno de los  extremos en la gama de las posibles representaciones del contacto con lo divino, que se extiende a todas las etapas expresivas intermedias hasta la laconicidad, casi de puro símbolo, que encontramos en los bodegones de Juan Sánchez Cotán, así el Bodegón de 1602 (Museum of Art, San Diego). El Barroco, entre otras cosas, desbarata por completo el viejo precepto de origen altomedieval que imponía pintar secundum typicam figuram (Settis 2005: 13-19). No hay figuras típicas, no puede haber moldes tipificados en un mundo en que nada queda constante y todo se transforma sin cesar, en que coexisten y se superponen realidades opuestas y contradictorias, en que todo fenómeno merece ser observado, descrito y, si es posible, medido.

Comprendemos bien que la ampliación en las posibilidades de construcción de la escena favorecía las ocasiones para el uso de la ambigüedad, y hacía que la contaminación del erotismo con la dimensión religiosa apareciera menos contundente, sea en las formas más espectulares de Bernini, sea también cuando la ambigüedad erótica se tiñe de un sutil matiz grotesco, como en La tentación de santo Tomás, 1631, de Diego Velázquez (Museo Diocesano de Arte Sacro, Orihuela). La obra representa al santo, en su juventud, después de haber vencido la tentación de una prostituta que él había logrado echar amenazándola con un tizón ardiente. El protagonista está en su habitación, por completo extenuado y sin fuerzas, abandonado en los brazos de un ángel que le sostiene, mientras que otro está a punto de ceñirle la faja blanca de la castidad, y la prostituta se aleja tras la puerta del cuarto, en el fondo. Uno de los ejes del cuadro es el contraste entre la hermosura celestial de los ángeles y la vulgaridad de la prostituta, como amonestación al observador para que, conforme al ejemplo del santo, desprecie los placeres infectos y pecaminosos del mundo y procure perseguir la belleza de la elevación espiritual. Gracias a la perfección de equilibrio y de ritmo con que la escena está compaginada, el efecto de contraste resulta muy eficaz, pero hay un aspecto que no podemos dejar de notar con una sonrisa. La prostituta no puede definirse exactamente hermosa, sus facciones no son nada refinadas, su postura es grosera y sus atuendos son, sí, llamativos, pero nada elegantes, y parece bastante raro que el santo debiera gastar tantas energías, hasta caerse casi desmayado y sin aliento, para rechazar las tentativas de seducción de una mujer semejante. Es imposible no preguntarse qué pudiera pasar si Dios, o el diablo, quisieran tentar al joven Tomás no ya mediante una meretriz cursi y desgarbada, sino con la ayuda de una encantadora dama palaciega: ¿quizás hubiéramos perdido la oportunidad de estudiar la Summa?

Es significativo comparar el cuadro de Velázquez con La tentación de santo Tomás de Aquino de Francesco Gessi, de la misma época, aunque de calidad inmensamente inferior, en que el santo echa a la prostituta de su cuarto con un imperioso gesto de la mano y con una actitud de fuerza firme y segura. Interesante es también considerar, en la Tentación de san Gerónimo, de Zurbarán, la hermosura deslumbrante del grupo de mujeres con los instrumentos musicales que acosan al santo; y, por cierto, a nadie se le puede ocurrir que Velázquez no supiera pintar la belleza femenina con igual y aun mayor perfección, en todas sus manifestaciones más sublimes así como en las más carnales: baste sólo recordar la Venus al espejo.

En un reciente trabajo, Ignacio Díez Fernández y Antonio Cortijo Ocaña, al observar que las mismas pinturas eróticas que ornaban los palacios de los soberanos hubieran parecido deshonestas si alguien las hubiera imprimido en «grabados de fácil distribución y comercialización para un consumo indiscriminado y público», se preguntan (un poco en broma, pero no demasiado): «¿para qué quería Felipe II estar rodeado de leyendas mitológicas a la hora de dormir?» (2010: i). Pues bien, los dos cuadros de Tiziano con los cuales hemos arrancado en estas reflexiones, nos brindan una respuesta a tal pregunta. Y es, claro está, una respuesta ambigua y múltiple.

La explicación más respetuosa y honesta de la pasión de Felipe II por las pinturas mitológicas es que, como se ha precisado anteriormente, éstas constituyen un valioso recurso de elevación moral, espiritual y cultural, por la enseñanza que ofrecen gracias a la ponderada concentración de símbolos y alegorías. Tal explicación no es un abogadismo de filólogos modernos que pretendan abusivamente leer los fenómenos del pasado con la mirada y la mentalidad de nuestra época, pues los hombres del siglo XVI estaban profundamente convencidos del valor didáctico de las pinturas de tema mitólogico, y una pruebas muy significativa de ello se desprende de la Hypnerotomachia Poliphili de Francesco Colonna[12].

A lo largo de la extensa y un poco aburrida narración de esta batalla de amor en sueño no encontramos, a pesar del título, ningún combate. El recorrido de Políphilo, que le trae a conquistar a Polia, la mujer amada, es una sucesión de lecciones alegóricas de las que él es solamente espectador u oyente, y muchas de estas lecciones son constituidas tan sólo por la visión de imágenes pintadas o esculpidas en bajorrelieve, de estatuas, monumentos, edificios, fuentes, de representaciones coreográficas y litúrgicas. Las etapas del camino de reconjunción del joven con su amada simbolizan un proceso de perfeccionamiento espiritual y el progresivo despertarse de la conciencia de sí mismo, y en tal proceso la experiencia visual desempeña un papel aun más relevante con respecto a las explicaciones y a los cuentos con que los personajes femeninos aleccionan a Políphilo. Desde luego, ya en la tradición medieval se otorgaba una determinante importancia didáctica a las imágenes pintadas en las iglesias, que debían cumplir con la función de evangelium rudium, esto es, narrar los episodios de la historia sagrada a los ignorantes de manera que el recuerdo de ellas se arraigara con mayor firmeza en sus mentes.

La Venus con el organista de Tiziano nos ofrece una segunda posible respuesta a la pregunta de Ignacio Díez y Antonio Cortijo acerca de la pasión iconológica de Felipe II, y es que el rey quería estar rodeado de pinturas de tema mitológico porque tenía sus ojos, y, antes que nada, sus pensamientos clavados en cet obscur objet du désir, exactamente tal y como lo vemos en los dos lienzos aquí en reseña. A esta explicación se pudiera contestar que, como enseñaba el buen arcipreste de Hita, no hay mala palabra, ni, por supuesto, mala imagen, si no es a mal tenida, y sería absurdo (y bastante imprudente) suponer que la mirada de un rey, sobre todo si catolicísimo defensor fidei, pueda estar empañada por la malicia.

Sin embargo, Tiziano puede sugerir también una tercera respuesta, quizás barroca en su inspiración, mas que pudiera convenir muy bien con la sensibilidad de un Ludovico Ariosto o de un Pietro Bembo, entre otros; más precisamente, puede que las dos primeras respuestas sean correctas y verdaderas. En efecto, no es nada extraño que un hombre —rey o campesino— pueda estar animado por un sincero y profundo anhelo de elevación espiritual y cultural, y, a la vez, por los pinchazos más agudos de la pasión carnal. Es éste el caso de Michelangelo, sólo por citar un ejemplo de los más famosos, y apenas si cabe recordar que el tema de origen clásico expresado por el mote video bona proboque, deteriora sequor recorre toda la producción de Petrarca, de manera particularmente profunda y moderna en el Secretum.  Homo sum et nihil humani a me alienum puto, escribía Terencio, y una de las herencias más fecundas que el Humanismo ha dejado a las épocas siguientes es exactamente esa curiosidad insaciable y exenta de prejuicios que es el presupuesto para aceptar y comprender, y cuando sea razonable, valorar, todo lo que nos caracterice como seres humanos, con nuestras luces y sombras, con nuestras sublimidades y bajezas, e incluso con todas nuestras inextricables contradicciones.

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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g. vasari (1568), Le vite dei più eccellenti pittori, scultori e architettori, Roma, Newton & Compton, 2004.


 

NOTAS

[1] Sería interesante investigar (y por supuesto no es éste el lugar adecuado) por qué el zorro, que desempeña un papel de importancia primaria en los cuentos folclóricos de todas las tradiciones europeas, aparece muy raramente en la iconología de matriz más culta.

[2] Entre los otros cuadros de Tiziano inspirados en el mismo esquema de composición que el de 1548, hay que recordar Venus con organista, amorcillo y perrillo, de 1549 (Gemäldegalerie, Berlín), donde el organista es un joven moro. Este detalle pudiera remachar la evocación del amor carnal, conforme al viejo prejuicio, por desgracia aún difundido, que pinta a los hombres de tez más obscura (y siempre, si lo queremos, hallamos alguien más negro que nosotros) desenfrenadamente libidinosos; sin embargo, la mirada del joven no se fija en el bajo vientre de la diosa y aparece pensativa y un poco ausente. Cabe mencionar también Venus y Cupido con un intérprete de laúd, de 1565 (The Fitzwilliam Museum, Cambridge) y Venus y el intérprete de laúd, de h. 1565-1570 (The Metropolitan Museum of Art, Nueva York), en los cuales, en lugar del organista hay un joven que toca el laúd y mira hacia la cara de Venus con intensidad, y con expresión adorante en el ejemplar neoyorquino. Al mismo esquema puede asemejarse Venus y Cupido con un perro y una perdiz, de 1555 (Galleria degli Uffizi, Florencia), a pesar de que no aparezca ninguna figura de varón sino un amorcito, un perrito y una perdiz sobre el alféizar de la ventana. La perdiz simboliza la lujuria, pero conlleva también el valor positivo que se basa en la leyenda de que la hembra de esta ave mira a su esposo con la misma ternura con que la Virgen se fijó en el arcángel, tanto que el propio Tiziano inserta una perdiz en el primer plano de su Anunciación (Scuola Grande di San Rocco, Venecia).

[3] Este emblema muestra la imagen de un laúd, comentada con un breve poema en hexámetros, dirigido a un Dux no identificado que está a punto de estipular nuevos pactos con otros príncipes, y al cual se le advierte de que «Difficile est, nisi docto homini, tot tendere chordas, / Unaque si fuerit non bene tenta fides, / Ruptave (quod facile est) perit omnis gratia conchae, / Illeque praecellens cantus, ineptus erit».

[4] Cfr. Rico (2004: 95-96).

[5] Cfr. también la nota 2, a propósito del valor iconológico de la perdiz.

[6] Tal vez sea superfluo apuntar que el poliperspectivismo de Cervantes llevará a su expresión más cumplida (y, me atrevo a decir, insuperada) el arte de no dejar que el lector comprenda si lo que dice por boca de sus personajes refleja el punto de vista de estos o del autor.

[7] Hay aquí otro buen ejemplo del uso de la ambigüedad (con elegante guiño a los sentimientos misóginos del público), ya que Lázaro no dice simplemente que su mujer es honesta, sino que lo es como cualquier otra mujer que vive en Toledo.

[8] Sería insensato (y bastante ufano) abordar aquí la cuestión enorme de si los frescos de la basílica superior de Assisi son de Giotto más que de Piero Cavallini o de otro pintor romano de la misma escuela. Sólo hace falta decir que si, por razones de sencillez, seguimos identificando los frescos como obra de Giotto, no podemos ignorar, sobre todo después de los estudios magistrales de Bruno Zanardi, la cantidad de elementos que nos imponen, por lo menos, dejar la atribución en tela de juicio.

[9] Los detalles más relevantes en la traducción pintórica del éxtasis realizada por Raffaello no escaparon a la mirada siempre atenta de Giorgio Vasari, que así nos describe la santa: «Èvvi una Santa Cecilia che, da un coro in cielo d’Angeli abbagliata, sta a udire il suono, tutta data in preda alla armonia, e si vede nella sua testa quella astrazzione che si vede nel vivo di coloro che sono in estasi» (1568: 630). Ya en la primera edición de Le vite de 1550, Vasari describía el cuadro con palabras casi idénticas.

[10] El cuadro original se ha perdido, pero lo conocemos por algunas copias, la mejor de las cuales se conserva en el Musée de Tessè de Le Mans.

[11] Guinard quiso vislumbrar en la sencillez expresiva de Zurbarán alguna afinidad con el lenguaje ingenuo de ciertos pintores españoles del siglo XV, como Bartolomé Bermejo y Nuno Gonçalves. Sin embargo, el arte de Zurbarán no tiene nada que ver con la redundancia gótico-flamenca de los cuatrocientistas ibéricos, y, en mi opinión, si queremos identificar algún modelo de referencia en la pintura española de las épocas anteriores que Zurbarán pueda haber considerado con atención, debemos reparar más en ciertas ambientaciones silenciosas y esenciales de Juan Correa de Vivar.

[12] Debemos a Aby Warburg la comprensión de la importancia de la Hypnerotomachia Poliphili para el estudio de la pintura de los siglos XV y XVI. La obra es asequible en una preciosa edición de Adelphi, Milano, 1998-2004, en dos volúmenes, el primero con la reimpresión anastática de la edición de 1499, el segundo con la traducción en italiano moderno y un extenso corpus de notas y comentarios.