Armand Godoy o la écfrasis decadente

 

Jesús Ponce Cárdenas                        Carlos Primo Cano

    (jmponce@ccinf.ucm.com)                              (carlosprimoc@gmail.com)

universidad complutense de madrid

 

Resumen

Este artículo analiza un soneto de Armand Godoy vinculado a un cuadro de Federico Beltrán: Salomé. El análisis evidencia la relación del poema con varias fuentes iconográficas y con el drama lírico de Oscar Wilde Salomé.

 

 

 

Abstract

This article analyses a descriptive sonnet by Armand Godoy. The ekphrasis is related to the picture Salomé, painted by Federico Beltrán. The study recognises some iconic models and the literary inspiration of Oscar Wilde’s Salomé.

 

Palabras clave

 

Salomé

Decadentismo

Armand Godoy

Federico Beltrán

Écfrasis

Oscar Wilde

 

 

Key words

Salomé

Decadentism

Armand Godoy

Federico Beltrán

Ekphrasis

Oscar Wilde

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

     

 

 

En nuestros días se entiende comúnmente «por écfrasis la descripción literaria de una obra de arte visual»; de manera que el empleo de dicha voz invita a reflexionar en torno al fértil diálogo entablado por la pintura y la poesía (Pineda 2000: 252). En efecto, dentro de las posibles vías que se abren a raíz del ejercicio descriptivo, el correlato verbal de una obra plástica plantea refinados mecanismos de intertextualidad y recepción[1]. Los poemas que describen un cuadro existente (como la serie de sonetos que dedicara Julián del Casal a las pinturas de Moreau o el ciclo titulado «Cuadros de una exposición», publicado recientemente por Pablo García Baena) exigen al lector una doble búsqueda. Ante todo, invitan a confrontar directamente la palabra poética y la imagen originaria, ya que la recta decodificación del mensaje escrito no se actualiza por completo hasta que la comparación entre ambas creaciones artísticas se efectúa. El segundo mecanismo intertextual que ha de ponerse en juego resulta más complejo, ya que consiste en insertar el paragone en la serie literaria a la que pertenece por derecho. A lo largo de las siguientes páginas trataremos de indagar en ambos aspectos tomando como guía un polémico lienzo de Federico Beltrán Massés y una transposition d’art surgida de la pluma del escritor cubano Armand Godoy.

 

 

ARMAND GODOY: DERIVAS PARNASIANAS, SIMBOLISTAS Y DECADENTES

 

Pese al indudable interés de su poesía, la obra de Armand Godoy (La Habana, 1880-París, 1964) no resulta demasiado conocida para los lectores de habla hispana. Atraído por el esplendor cultural de la capital europea, este acaudalado escritor cubano se trasladó en 1919 a París, donde comenzó a frecuentar varios círculos asociados al Simbolismo tardío. Tras su definitiva instalación en la ciudad francesa, con la aparición de una pequeña colección de versos en 1925, los Sonnets à José María de Heredia, daba inicio a una fértil trayectoria, inaugurada bajo el signo de uno de los mayores exponentes de la lírica parnasiana[2]. Las afinidades entre ambos escritores se antojan significativas, ya que se trata de dos autores de origen cubano que decidieron utilizar como vehículo expresivo la lengua francesa y se mostraron, además, muy alejados de las inquietudes políticas y sociales de otros vates coetáneos. Tanto Heredia como Godoy se consagrarían, consecuentemente, al cultivo de formas clásicas (el soneto) y llegarían a desarrollar una escritura que se define por un decidido tono culturalista y aristocrático. Ciertamente, la lectura de Les Trophées debió de suponer para Godoy una auténtica revelación. Entre las muchas joyas que atesora la obra maestra del Parnasianismo, más allá de la paciente labor de orfebre del verso, el neófito escritor cubano pudo sentirse atraído por una composición como Le Prisonnier, de Heredia (1981: 149, 324-325), donde este llevaba a cabo una elegante écfrasis del cuadro homónimo de Jean-Léon Gérôme[3].

En la obra de Godoy, la admiración por Heredia corría pareja con el magisterio del gran fundador de la modernidad lírica francesa, Baudelaire. La pasión por la figura y la obra del creador de Les fleurs du mal se haría patente no sólo en sus escritos, sino también en sus actividades como bibliófilo y coleccionista, ya que el escritor cubano llegó a adquirir parte de la correspondencia baudelairiana, así como todas las primeras ediciones de su obra. Por lo general, la obra poética de madurez de Godoy se ha relacionado con un Simbolismo tardío, de vagas tendencias místicas e impronta fuertemente católica[4]. Ahora bien, en fechas recientes, la escritura de Godoy se ha vinculado a la construcción de un «paysage sonore» y valorado bajo el espectro —algo decadente— de un «paganisme naïf» (Quillier 2004: 199). Dejando a un lado la cuestión de la lírica religiosa de madurez, como se verá a continuación, entre las primeras obras del cubano pueden encontrarse algunas composiciones de gran valor plástico marcadas por un acendrado erotismo. A ese propósito cabe recordar cómo Baudelaire, en el Salon de 1846, postulaba que la mejor interpretación posible de un cuadro era aquella vinculada a la poesía:

 

Je crois sincèrement que la meilleure critique est celle qui est amusante et poétique; non pas celle-ci, froide et algébrique, qui, sous prétexte de tout expliquer, n’a ni haine ni amour et se dépouille volontairement de toute espèce de tempérament; mais —un beau tableau étant la nature réfléchi par un artiste— celle qui sera ce tableau réfléchi par un esprit intelligent et sensible. Ainsi le meilleur compte rendu d’un tableau pourra être un sonnet ou une élegie. Mais ce genre de critique est destiné aux recueils de poésie et aux lecteurs poétiques (1992: 78).[5]

 

El magisterio de Heredia y Baudelaire permite entrever la relación de Godoy con la pintura coetánea, ya que las varias écfrasis que realiza pueden considerarse al modo de «un cuadro reflejado por la visión de un espíritu inteligente y sensible».

 

 

EROS Y ESCÁNDALO: LA SALOMÉ DE BELTRÁN MASSÉS

 

Al igual que se ha resaltado en la breve presentación de Armand Godoy, la figura y la obra de Federico Beltrán Massés (Guaira de la Melena, 1885-Barcelona, 1949) tampoco resulta hoy muy conocida, pese a que en las primeras décadas del siglo XX se contara entre los más célebres pintores hispanos. De un modo similar a lo ocurrido con otros representantes de la estética finisecular en la Península, se podría decir que su obra no ha sido recuperada más que en fechas muy recientes[6].

La adscripción de la obra de Beltrán a un estilo más o menos definido nos permite establecer un primer nexo con la poesía de Godoy, ya que desde 1916 las líneas que definen su pintura están ancladas en el Simbolismo tardío y el art decó, salpicado todo ello con algunas vagas notas decadentes[7]. La fama de este artista plástico se cimentó, fundamentalmente, en sus retratos de damas de la alta sociedad, así como en determinados tableaux d’Histoire, donde el tratamiento de las figuras femeninas aparece ornado con notas alegóricas y asociado al entorno exótico del Orientalismo. Puede aducirse como doble muestra de tal vertiente creativa el ejemplo de dos lienzos pintados en 1918: Salomé y La maja maldita. Ambas pinturas suscitaron, con una década de diferencia, gran escándalo entre los círculos artísticos más conservadores de la época, que veían con malos ojos la innegable sensualidad de sus figuras femeninas.

En 1919, en una exposición celebrada en el Petit Palais de París, Federico Beltrán Massés daba a conocer al gran público varias de sus obras más recientes, entre las cuales destacaba el lienzo dedicado a la figura maligna de Salomé (imagen 1). La indiscutida reina del imaginario decadente ofrecía al artista la posibilidad de abordar un tema signado por la «sensualidad», la «seducción», el «Orientalismo» y, ante todo, «la desnudez de la mujer como mejor argumento plástico» (Pérez Castro 2007: 9-11).

 

Imagen 1. Federico Beltrán Massés, Salomé (1918)

(procedencia: Godoy 1926)

 

Al igual que ocurriera con un genio tan inquieto como Gustave Moreau, la turbadora presencia de la danzarina hebrea en la pintura de Beltrán no se limitaría a este cuadro, ya que con el tiempo habría de consagrar al menos otras dos obras a la misma encarnación del mal. Como puede verse, el óleo recrea el instante en que, tras la decapitación del profeta, la princesa recibe la cabeza de su víctima. En el escenario nocturno —al fondo se otea el cielo de un profundo añil cuajado de estrellas—, la figura de Salomé ocupa una posición absolutamente central, alineada en el eje diagonal del cuadro y formando un atrevido escorzo que sugiere un instante de éxtasis (ya voluptuoso, ya doliente), según el énfasis de un gesto absolutamente teatral. Ante la mirada lasciva de los espectadores, el cuerpo se muestra ofrecido y desnudo, recostado sobre una pila de cojines polícromos, apenas cubierto por áureos brazaletes y ajorcas que fulgen sobre muñecas y muslos. La piel resplandece, dramáticamente iluminada por una luz fría que proyecta sombras azules, marcando un contraste neto con el resto de la escena, sumida en la penumbra. No parece exagerado apuntar cómo durante la década de 1920, los primeros críticos de la obra de Beltrán Massés mostraron especial interés en esta ambientación nocturna de sus pinturas. A propósito de la misma discurría así José Francés:

 

En Federico Beltrán se encuentra precisamente todo lo contrario: exaltación optimista, sensual complacencia de interpretar desnudos y paisajes espléndidos, y telas y joyas, y cielos encantados por la magia azul de las noches serenas, ¡Oh! Esto sobre todo. Podríamos llamarle «pintor enamorado de la noche» (Francés y Hoyos 1923: 20).

 

Según las pautas habituales del décor orientalista, en el escenario nocturno, junto a la princesa, un fornido esclavo ofrece la bandeja dorada donde reposa la cabeza del Bautista. Del sangriento trofeo apenas se puede ver la parte inferior, ya que los ojos se encuentran velados por la sombra que sobre ellos proyecta el cuerpo musculoso del siervo. La hábil utilización de luces y sombras, la exquisita disposición de los elementos o el dramático empleo del color, con una paleta cromática basada casi exclusivamente en el azul y el amarillo, son factores que en parte deshumanizan la escena y confieren a Salomé un indefinido aspecto sobrenatural[8]. Todo esto no pasaría desapercibido a ojos de los espectadores coetáneos de Beltrán Massés, que se deshicieron en elogios hacia el talento del joven pintor. Puede dar buen testimonio de ello el comentario de otro narrador decadente, el perverso y mundano Antonio de Hoyos y Vinent:

 

Hay en ella una sensualidad tan densa, tan atormentada, tan violenta, que la figura de la hija de Herodías deja de ser una mujer y se convierte en un símbolo de cosas eternas, horrendas y escalofriantes. Parece que los grandes maestros italianos han prestado a Federico Beltrán sus pinceles para trazar la perfección de la figura femenina, el bello trágico de la cabeza de Juan el Bautista, y la atlética escultura del negro, para trazar, en fin, este cuadro admirable, que señala un renacimiento no sólo en la pintura española, sino en el arte actual (Francés y Hoyos 1923: 37).

 

La sensualidad del cuerpo desnudo despertó la fascinación de otros críticos, como el escritor y diplomático Luis Doreste, que describió (1921: 555) esta pintura tras una visita al taller parisino de Beltrán:

 

¡Salomé! Sus carnes se estremecen sensualmente ante nuestros ojos en un dibujo escultórico y un colorido espléndido de verismo; los muslos se afirman con una lujuria serena; el torso va aromándose de una poética espiritualidad; el brazo cae blandamente desmayado sobre el pecho que parece vibrar tiernamente, y el rostro mágico se contrae en un gesto de desolación y repugnancia ante la cabeza macabra del Bautista que el hercúleo y magnífico esclavo le ofrece prosternado y consternado. La dualidad psicológica de esta creación es un acierto formidable, y el cuadro tiene la seducción suprema de las obras que alientan con olor de Eternidad.

 

Poniendo el énfasis en elementos dispersos, los citados fragmentos inciden en una idea central para la valoración del lienzo: el turbio erotismo que emana de las figuras («sensualidad tan densa, tan atormentada, tan violenta», «sus carnes se estremecen sensualmente», «la atlética escultura del negro», «los muslos se afirman con una lujuria serena», «el hercúleo y magnífico esclavo»…). Parece natural que un desarrollo tan abiertamente lascivo del motivo neo-testamentario suscitara los recelos del sector más conservador del mundo artístico, al igual que había sucedido con La maja marquesa, en 1915. Apenas una década después de su primera exhibición en el Petit Palais, en 1929, Beltrán expuso la Salomé en las New Burlington Galleries de Londres, en el marco de una retrospectiva individual destinada a un artista hispano de éxito que se había convertido en retratista habitual de la alta sociedad europea. Al igual que ocurriera en la primera ocasión, el lienzo fue considerado excesivamente escandaloso y el mismo día de la inauguración fue retirado de la sala, aunque se restituyó a su emplazamiento al día siguiente[9]. Sin embargo, el perjuicio para el prestigio del artista fue mínimo: bien al contrario, como suele acontecer, su popularidad aumentó exponencialmente. Poco más tarde se vendieron más de doce mil reproducciones de la obra censurada y se publicaron ciento noventa y dos artículos sobre el asunto en la Prensa de todo el mundo (Pérez Castro 2007: 11).

El puritanismo de un sector del mundo del arte hacía posible que todavía a la altura de 1919-1929 un cuadro como Salomé lograra suscitar algún escándalo, ante todo por la impostación inequívocamente sexual del motivo. Si se observa en detalle la disposición de los elementos en la escena, la sección central aparece ocupada por el pubis depilado de la cruel danzarina (imagen 2), casi como si llegara a homenajear otra de las imágenes más escandalosas de la pintura decimonónica, la discutida obra de Courbet El origen del mundo, de 1866 (París, Musée d’Orsay). En ambas representaciones, el audaz escorzo revela tentadoramente un cuerpo sin rostro, y de este modo se pone todo el énfasis en la sensualidad dispuesta e inmediata de los genitales femeninos.

Más allá de la posible reinterpretación (estilizada) de la imagen de Courbet, en el tratamiento de la Salomé de Beltrán flotan ecos dispersos de las turbadoras imágenes de otro gran maestro simbolista y decadente, Franz Von Stuck (Tettenweis, 1863-Munich, 1928). El artista germánico había cimentado su fama en la representación de varios arquetipos de la crueldad femenina, en tanto encarnación suprema de una sensualidad hacia la que todo converge. Entre los hitos principales de su múltiple visión de la femme fatale pueden aducirse obras como La Esfinge (1904), Salomé (1906) o Medusa (1908), así como las tenebrosas imágenes de El pecado (1891) y El vicio (1899). Parece plausible que Beltrán se hubiera sentido atraído por estas representaciones de un erotismo inquietante, presididas por tintes tenebrosos, que enfatizan la visión de lo femenino como una realidad llena de misterio, oscura y peligrosa. De hecho, sólo doce años separan la Salomé de Von Stuck (Munich, Lenbachhaus) de la Salomé del artista hispano, que probablemente rinde homenaje a la del maestro simbolista en un detalle como el fondo nocturno en el que titilan los astros.

Pese a que no podamos demorarnos en el detalle, conviene apuntar que —en comparación con otras naciones— la aparición y boga del tema de Salomé en la pintura hispánica es algo más tardía. De hecho, podría afirmarse que las décadas que median entre 1912 y 1927 señalan los hitos principales en el desarrollo del mismo, como prueban las ilustraciones de Vivanco, Moya del Pino, Isidoro Guinea, Federico Ribas y Muro difundidas en la Prensa de la época. Todas estas imágenes, desconocidas durante décadas, han sido exhumadas recientemente en un estudio de Primo Cano (2010: 172-176).

 

Imagen 2. Federico Beltrán Massés, Salomé (detalle)

(procedencia: Godoy 1926)

 

Desde el punto de vista del gran arte, baste pensar asimismo en la cronología de los lienzos de Julio Romero de Torres (1874-1930), que abordaba el tema de Salomé en dos importantes cuadros de su etapa de madurez, ya que se datan en 1917 y 1926[10].

 

SOBRE UN SONETO DE GODOY:

ENTRE LA VISIÓN ECFRÁSTICA Y EL HOMENAJE LITERARIO

 

La segunda incursión de Armand Godoy en el ámbito de las prensas está fuertemente vinculada al fermento creativo de la écfrasis. Poco después de haber dado a conocer los versos en honor de Heredia, el escritor publicaba un lujoso álbum formado por tres sonetos acompañados de grandes reproducciones en fototipia de las obras pictóricas de Federico Beltrán Massés descritas en los poemas (Godoy 1926)[11]. El opúsculo, pulcramente editado, da testimonio de las inquietudes plásticas que animaban la producción temprana del autor cubano afincado en París. En la disposición original de las láminas que ofrece tan singular álbum, los versos se disponen directamente enfrentados a la reproducción pictórica, subrayando así el vínculo entre ambas piezas y favoreciendo una experiencia inter-artística en la cual la lectura del soneto dialoga con la contemplación de la imagen[12]. De las tres composiciones que conforman el tríptico (Salomé, La maja maldita y Hacia las estrellas) nos ocuparemos de examinar la primera de ellas, puesto que se caracteriza por una sugestiva contaminatio de elementos icónicos y literarios. Una vez esbozado el contexto y sentido de la obra plástica, se ha de examinar con atención la écfrasis ejecutada sobre la misma, que aparece así en el álbum:

  

Salomé

 

Il n’y a rien au monde d’aussi rouge que ta bouche…

Oscar Wilde

 

La tête renversée en arrière, telle une

nymphe qui sent tout près le satyre brutal,

Salomé tremble et rit devant ce chef fatal

dont le regard n’a plus d’amour ni de rancune.

 

Elle aurait pu calmer l’ardeur de sa peau brune

dans la citerne, sous la trappe de métal,

aux sons de cette voix pure comme un cristal,

au contact de ce corps chaste comme la lune.

 

Tout cela fut tranché d’un seul coup de couteau!

Mais elle voit encore briller sur le plateau

le feu mystérieux où sa chair se consume,

 

et sa bouche s’entr’ouvre humide de désir

pour goûter à jamais le long baiser posthume

des lèvres rouges que la mort n’a pu pâlir.[13]

 

Tras rebasar el pórtico inicial del título, el lector contempla la cita de un fragmento de la Salomé de Oscar Wilde (1854-1900). Como es bien sabido, el drama lírico en un acto del gran intelectual decadente originariamente se redactó en francés, de modo que el engaste del lema wildeano remite sin ambages a la primera edición de la obra (1893). Por otra parte, al situar la écfrasis del cuadro de Beltrán Massés bajo el estandarte de tal motto, se invita a los lectores a evocar las palabras pronunciadas por la princesa de Judea, presa del deseo sensual: «Nada hay en el mundo más rojo que tu boca, Iokanaán». Dado que la descripción ecfrástica no suele permitir al poeta reflejar la voz de los personajes que pueblan el cuadro, la inserción de un lema hace posible que una brevísima sermocinatio presida todo el soneto.

Al confrontar el lienzo con el poema pueden distinguirse una serie de elementos de indiscutible valencia icónica. De hecho, el cuarteto inicial arranca con una alusión directa a la composición del cuadro: Salomé se muestra con «la cabeza echada hacia atrás» en una postura de cierta ambigüedad. Como bien se recordará, en la pintura de Beltrán el punto de vista elegido impide observar las facciones, la expresión de la figura femenina, hasta el punto de que tal omisión genera una vaga confusión interpretativa: ¿Salomé podría estar lamentándose ante la tragedia que ha desencadenado o es acaso el suyo un gesto de placer, de éxtasis lascivo? Se podría afirmar que Armand Godoy sigue de cerca la sugestión sensual del cuadro y refleja su ambigüedad, caracterizando a la desnuda figura femenina como una mujer que «tiembla y ríe» ante la cabeza inerte «cuya mirada ya no muestra amor ni rencor». Desde el punto de vista de la serie temática en la que se inserta el poema del escritor galo-cubano, conviene recordar ahora cómo en el díptico de sonetos que Henri Cazalis dedicara en 1888 al tema de Salomé, también se ponderaba el gesto sereno reconocible en la cabeza sesgada del profeta y la turbación que los ojos del muerto causaran en la princesa: «À l’aube elle reçut la tête envelopée / et sortit du palais, soudain préocupée / par les grands yeux du mort dont la paix la surprit». (Pueden leerse ambos sonetos, con un amplio comentario, en el reciente estudio de Primo Cano [2010: 148-151].)

Pero el detalle que resulta verdaderamente llamativo no es otro que la fértil alianza de elementos icónicos y literarios presentes en el soneto. Tras esbozar algún rasgo de la compositio de la imagen, Godoy disemina en los versos determinadas alusiones al drama lírico en un acto. En esta pieza capital del decadentismo europeo, Wilde también hacía resonar palabras muy similares. Así, tras la decapitación del Bautista, la bella joven parece turbada y sorprendida ante la ausencia de emociones que refleja la mirada del cadáver: «Mais pour quoi ne me regardes-tu pas, Iokanaan? Tes yeux qui étaient si terribles, qui étaient si pleins de colère et de mépris, ils sont fermés maintenant» (Wilde 1993: 526).

La nota turbadora y decadente del erotismo, sugerida desde el engaste mismo del lema wildeano, se refuerza en la estrofa inicial mediante el uso del símil: la postura de la cruel danzarina evoca la de una «ninfa» desnuda e inerme a punto de ser violada por un «sátiro brutal». En verdad nada se dice acerca de la total desnudez del cuerpo de la princesa, mas la comparación mitológica podría considerarse como una sugerencia más o menos estilizada de la misma.

El segundo cuarteto plantea un marcado contraste con la escena evocada al comienzo del soneto. Se diría que Armand Godoy trata de rebasar aquí los estrechos límites que acotan el ejercicio ecfrástico y pretende ir más allá de la mera transposition d’art para ahondar en el pensamiento mismo de la cruel bailarina. El poeta reconstruye lo que pudo ser y no fue: de haber cedido a los requerimientos lascivos de Salomé, el profeta habría calmado el ardor de su bronceada piel con el cuerpo níveo y lunar de la joven, con el tintineo de su voz cristalina. A partir de este punto, en el soneto llegará a producirse una suerte de saturación de elementos procedentes de la obra wildeana. Los endecasílabos que cierran este segundo cuarteto se basan en una repetición anafórica y paralelística:

 

aux sons de cette voix pure comme un cristal,

au contact de ce corps chaste comme la lune.

 

Las frases reavivan en la mente del lector atento el tono solemne y alucinado del drama lírico, construido enteramente a ritmo de salmodia. Como bien se recordará, en el mismo es precisamente la voz del profeta el primer elemento que suscita la atracción de la caprichosa princesa («Quelle étrange voix! Je voudrais bien lui parler» [Wilde 1993: 497]) y la impulsa a acercarse a la cisterna para contemplar al prisionero. Por otro lado, la imagen de la «casta luna» remite a toda una serie de atributos de la obra decadente, ya que el cuerpo celeste define a la protagonista del drama desde el inicio de la obra, tal como marcan las comparaciones paralelísticas del joven sirio y el paje de Herodías:

 

Le jeune Syrien. Comme la princesse Salomé est belle ce soir!

Le page d’Hérodias. Regardez la lune. La lune a l’air très étrange. On dirait une femme qui sort d’un tombeau. Elle ressemble à une femme morte. On dirait qu’elle cherche des morts.

Le jeune Syrien. Elle a l’air très étrange. Elle ressemble à une petite princesse qui porte un voile jaune, et a des pieds d’argent. Elle ressemble à une princesse qui a des pieds comme des petites colombes blanches... On dirait qu’elle danse (Wilde 1993: 491).

 

El diálogo un tanto visionario de ambos personajes (el capitán de la guardia enamorado de Salomé y el efébico paje, enamorado a su vez del joven sirio) se configura a modo de prolepsis y establece desde el arranque del drama la identificación de Salomé con la luna, pues como el astro ella es pálida y bella, fría y remota, al igual que la luna parece absorta en una danza sensual, ansiosa por encontrar y provocar la muerte. La gélida luminaria nocturna baña la terraza del palacio del Tetrarca y los personajes que la contemplan dan su personal interpretación del satélite, de manera que la asociación con la castidad y la virginidad intocada la conocemos por boca de la propia princesa:

 

Salomé. Que c’est bon de voir la lune! Elle ressemble à une petite pièce de monnaie. On dirait une toute petite fleur d’argent. Elle est froide et chaste, la lune… Je sui sûre qu’elle est vierge. Elle a la beautè d’une vierge… Oui, elle est vierge. Elle ne s’est jamais souillée. Elle ne s’est jamais donnée aux hommes, comme les autres déeses (Wilde 1993: 496).

 

La importancia que revisten los intertextos wildeanos, lejos de atenuar la coherencia expresiva del ejercicio ecfrástico, le confieren —a nuestro juicio— mayor sentido y profundidad. La inquietante presencia lunar en el drama decadente se antoja un correlato bastante ajustado de la visión del lienzo, ya que el cuerpo de Salomé aparece en el cuadro ungido por una luz fría y pálida, bañado en el fulgor espectral de la luna, dotando así a la imagen central de una suerte de connotación macabra[14].

A la vista de tales similitudes, la relación entre la pieza dramática y el breve poema parece condensar una serie de valores añadidos. Por ejemplo, en el cuarteto analizado, la noción de frialdad define a Salomé y en el texto de Wilde la idea de lo gélido quedaba subrayada por elementos como la plata, el marfil («sa chair doit être très froide»). Lo masculino y lo femenino se disponen a través de una serie de opósitos: sátiro-ninfa, bronceado-pálida, ardor-frialdad…

Desde el plano connotativo, el inicio del primer terceto sirve de engarce con el apunte de los sueños truncados de la princesa («Tout cela fut tranché d’un seul coup de couteau!»), al tiempo que sirve para aludir a la ejecución sumaria. Con todo, la decapitación de la víctima no ha servido para calmar el impío capricho de la joven: el juego entre la visión exterior y la pulsión interior se desarrollará ahora de manera más acusada. Ante los ojos lascivos de Salomé, en la viril hermosura de la cabeza cortada sigue refulgiendo aún el «fuego» amoroso que la «consume». La estrofa final describe en una escena de un modo ralentizado el culmen de la profanación: la boca de la princesa, húmeda de deseo, se entreabre para robar finalmente el beso que el Bautista le había negado en vida. En cuanto a la construcción ecfrástica, la mención de los «lèvres rouges» es altamente significativa, ya que, en efecto, en la pintura de Beltrán Massés, la cabeza seccionada muestra unos labios de un rojo llamativamente intenso. En el análisis de la pintura cabe señalar que dicho color se emplea de forma puntual y significativa en la representación del cuerpo de Salomé, ya que se reserva para los labios y la punta de sus senos. Por otro lado, tampoco se debe descuidar la influencia de la obra wildeana, reconocible asimismo en este detalle. Baste con recordar el fragmento en el que Salomé exalta todos los matices del rojo (escarlata, bermellón) que reconoce en la boca intacta de su amado:

 

Salomé. C’est de ta bouche que je suis amoureuse, Iokanaan. Ta bouche est comme une bande d’écarlate sur une tour d’ivoire. Elle est comme une pomme de grenade coupée par un couteau d’ivoire. Les fleurs de grenade qui fleurissent dans les jardins de Tyr et sont plus rouges que les roses, ne sont pas aussi rouges. Les cris rouges des trompettes qui annoncent l’arrivée des rois, et font peur à l’ennemi ne sont pas aussi rouges. Ta bouche est plus rouge que les pieds de ceux qui foulent le vin dans les pressoirs. Elle est plus rouge que les pieds des colombes qui demeurent dans les temples et sont nourries par les prêtres. Elle est plus rouge que les pieds de celui qui revient d’une forêt où il a tué un lion et vu des tigres dorés. Ta bouche est comme une branche de corail que des pêcheurs ont trouvée dans le crepuscule de la mer et qu’ils réservent pour les rois…! Elle est comme le vermillon que les Moabites trouvent dans les mines de Moab et que les rois leur prennent. Elle est comme l’arc du roi des Perses qui est peint avec du vermillon et qui a des cornes de corail. Il n’y a rien au monde d’aussi rouge que ta bouche… laisse-moi baiser ta bouche (Wilde 1993: 502-503).

 

No resulta casual que el parlamento de la princesa culmine con la bien conocida fórmula «Il n’y a rien au monde d’aussi rouge que ta bouche... Laisse-moi baiser ta bouche», que sirve de lema al soneto y se erige en una especie de preámbulo del beso macabro.

Se ha señalado con anterioridad que el soneto de Armand Godoy se configura al modo de un nudo inter-artístico en el que convergen tanto la descripción de un cuadro de Federico Beltrán Massés como el estilo letárgico y decadente de la Salomé de Wilde. Ahora bien, en esa confluencia creemos que debe atenderse también a otro detalle iconográfico que pudo atraer de manera altamente significativa al autor cubano. Como acabamos de ver, el terceto final se recrea lentamente en la descripción de la joven impía que, presa de la lujuria, se dispone a besar los labios de su víctima. Nada semejante puede percibirse en la imagen de Beltrán Massés que sirve de motor creativo al soneto. Ahora bien, un coleccionista y bibliófilo tan refinado como Godoy debía de conocer las celebérrimas ilustraciones que Aubrey Beardsley había elaborado para la edición príncipe de la Salomé wildeana. En dicha serie, la estampa más decadente ofrece con bastante exactitud la disposición esbozada por el poeta cubano.

El grabado de Beardsley —que lleva por título El beso o El clímax— presenta a la bailarina sosteniendo la cabeza del Bautista bajo la luz de la luna, en el instante previo al beso impío. A nuestro juicio, no parece casual que la gradación climática del terceto presente varias analogías con dicha imagen. El adornado arabesco, las tintas planas, el diseño de pétalos o cola de pavo real en el ángulo superior izquierdo apenas velan la naturaleza perversa de la escena, donde la princesa escudriña con deseo maligno la faz de su víctima, bajo una implacable luz lunar. La didascalia de la pieza dramática no deja lugar a la duda en el preciso momento de la culminación sacrílega: «Salomé: J’ai baisé ta bouche, Iokanaan, j’ai baisé ta bouche» (Un rayon de lune tombe sur Salomé et l’éclaire)» (Wilde 1993: 528).

En suma, el examen de la sugestiva écfrasis llevada a término por Godoy no resultaría del todo exacto sin haber apuntado, al menos, la presencia latente de un segundo elemento iconográfico reconocible al final del poema[15].

 

ÉCFRASIS Y DECADENCIA: DOS OBRAS RECUPERADAS

 

Una de las máximas conocedoras del arquetipo decadente de la femme fatale sostenía en un conocido ensayo:

 

A pesar de que en la historia de la pintura el sugestivo personaje de Salomé captó a través de los siglos el interés de numerosos pintores […], ninguno de ellos se aproximó a su figura con la lúbrica mirada de los artistas fin-de-siècle, quienes, proyectando en la joven hija de Herodías su especial sensibilidad, iban a recrearla, haciendo de ella el summum de las perversidades, seducciones y poder letal (Bornay 2008: 189).[16]

 

Tal como apuntan estas líneas, durante la época de entresiglos (1880-1930) ninguna de las otras encarnaciones de la malignidad femenina (Mesalina, Cleopatra, Friné, Bilitis, Lilith…) pudo arrebatar el trono de la perversión a la pálida y sensual Salomé. En el imaginario decadente, la princesa hebrea ocupaba el sitial más elevado, aquel que habían dispuesto para ella Huysmans y Wilde. En 1884, el fundador de la narrativa decadentista vinculó el motivo al ejercicio de la transpositiond’art al incluir en el capítulo quinto de À rebours la descripción de las dos obras más famosas de Moreau sobre el tema (Salomé y L’apparition)[17]. Por su parte, el segundo vio prohibida la representación de su pieza dramática en la Inglaterra victoriana por considerarse que la misma estaba marcada a fuego por su erotismo perverso, al punto que llegó a considerarse un ultraje público y una obra blasfema (Salomé, 1892). Resulta casi excusado decir que el magisterio de ambas obras estaba destinado a tener larga y próspera descendencia tanto en Europa como en América. A zaga del modelo en prosa de Huysmans, otro de los grandes autores del Decadentismo, Jean Lorrain (1855-1906), llevaba a cabo una enjoyada écfrasis sobre la acuarela de Moreau titulada Salomé au jardin. La forma clásica elegida por Lorrain para llevar a cabo aquella transposition d’art no era otra que el soneto (La Salomé à la charmille, 1886, citado en Lorrain y Moreau 1998: 52-53). Algo después, el mejor exponente del Parnasianismo en Cuba, el malogrado Julián del Casal (La Habana, 1863-La Habana, 1893), daba a conocer su poemario más cumplido: Nieve (La Habana, Imprenta la Moderna, 1892). En dicho volumen, la sección Mi museo ideal se disponía ante los lectores al modo de una deslumbrante galería ecfrástica en la que diez sonetos describían otras tantas pinturas de Moreau. Dentro de dicho políptico, fulguraban como gemas decadentes los poemas Salomé y La aparición (Primo Cano 2010: 151-156).

En definitiva, el eros macabro de Salomé consagrado en imagen por Moreau o Beardsley, eternizado en verso y prosa por Huysmans, Wilde, Lorrain o Casal, define tanto la pintura de Federico Beltrán Massés como el soneto de Godoy. Ninguna de las dos obras puede aislarse de aquel fermento decadentista que trataba de exaltar la sensual imagen como apoteosis de la voluptuosidad y el pecado. Sin duda, el óleo de Beltrán, ejecutado en 1918, sirve como vehículo para un singular caso de traducción inter-semiótica de ida y vuelta que demuestra la estrecha relación entre la literatura y la pintura en la época. Durante la década siguiente, un texto tan rico de matices como el de Armand Godoy, publicado en 1926, pone asimismo de relieve el poderoso influjo que el drama lírico de Wilde seguía ejerciendo sobre las nuevas generaciones de escritores[18].

Más allá de las interferencias iconográficas que encarna el soneto, desde el punto de vista de la écfrasis, no puede olvidarse la crucial importancia que reviste el formato editorial elegido por el escritor galo-cubano. El Tryptique dedicado a Federico Beltrán Massés propone una experiencia literaria y visual simultánea, marcando una interrelación explícita entre ambas disciplinas. Nada semejante se aprecia en las tentativas anteriores llevadas a cabo por Lorrain o Casal, por ejemplo. De hecho, la elección del álbum de páginas sueltas va más allá de una simple función decorativa: el soneto se presenta en un soporte idéntico al de la reproducción en color de la obra pictórica. Así pues, no es la imagen la que se adapta al formato literario habitual (el libro o la plaquette con una selección de poemas), sino que la poesía se ve forzada a adoptar el dispositivo habitual de la obra gráfica (el álbum de láminas sueltas, soporte usual de grabados, ilustraciones y dibujos).

En suma, a lo largo de las páginas precedentes se ha intentado rescatar del olvido una obra plástica y un soneto que desafortunadamente no han gozado de la debida atención crítica. El presente estudio intenta restituir a su lugar correspondiente las Salomés de Beltrán y Godoy, ya que ambas recuperan los más altos valores del Decadentismo y prefiguran la íntima relación entre la poesía y la imagen que más tarde enarbolarán los escritores del movimiento culturalista.

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

p. absalon (2006), «Heredia et les artistes de son temps», en mortelette (2006), pp. 107-118.

g. m. ackerman (2000), Jean-Léon Gérôme, Paris, ACR.

c. baudelaire (1992), Critique d’art suivi de Critique musicale, ed. C. Pichois, Paris, Gallimard.

h. bieri thomson y c. eidenbenz (2003), Salomé: danse et décadense, Gingins, Fondation Neumann-Somogy Éditions d’Art.

j. boly (1974), Armand Godoy: poéte cubain de langue française, París, Nouvelles Éditions Latines.

e. bornay (2008), Las hijas de Lilith, Madrid, Cátedra.

l. caparrós masegosa (1999), Prerrafaelismo, Simbolismo y Decadentismo en la pintura española de Fin de Siglo, Granada, Universidad.

l. côte (1936), Un grand poète catholique, Armand Godoy ou L’ascension d’une âme, París, E. Vitte.

c. deambrosis martins (1933), La poesía de Armando Godoy, Madrid, Iberia.

c. deambrosis martins (1935), Armando Godoy, poeta francés, Santiago de Chile, Ercilla.

a. devaux (1936), Armand Godoy: poète catholique, París, Au Sans Pareil.

l. doreste (1921), «Crónicas parisienses: Una visita a Federico Beltrán», Cosmópolis, XII (septiembre), pp. 549-557.

a. fontaine (1959), Armand Godoy, París, Grasset.

j. francés y a. de hoyos y vinent (1923), Federico Beltrán Massés, Madrid, Tipografía Artística.

a. godoy (1925), A José-Maria de Heredia. Sonnets, París, Lemerre éditeur.

a. godoy (1926), Tryptique. La Maja Maudite. Salomé. Vers les étoiles. Trois poèmes d’Armand Godoy. Illustrée de trois tableaux de D. Beltran Masses. Préface de Camille Mauclair en fac-similé, París, Impr. Daniel Jacomet.

a. godoy (1938), Le Poème de l’Atlantique, París, Bernard Grasset.

j. m. de heredia (1981), Les Trophées, ed. A. Detalle, Paris, Gallimard.

l. litvak (1986), El sendero del tigre. Exotismo en la literatura española de finales del siglo XIX (1880-1913), Madrid, Taurus.

j. lorrain y g. moreau (1998), Correspondance et Poèmes, Paris, Réunion des Musées Nationaux.

l. louvel (2002), Texte/Image. Images à lire, textes à voir, Rennes, Presse Universitaires de Rennes.

f. lucbert (2005), Entre le voiret le dire. La critique d’art des écrivains dans la presse symboliste en France de 1882 à 1906, Rennes, Presses Universitaires de Rennes.

b. marchal (2005), Salomé entre verset prose (Baudelaire, Mallarmé, Flaubert, Huysmans), Paris, José Corti.

y. mortelette (2006), ed., José María de Heredia, poète du Parnasse, Paris, Presses Universitaires de la Sorbonne.

p. s. pasquali (1933), Armand Godoy, París-Milán-Lausana, Éditions Romanes.

p. pérez castro (2007), «Salomé en la pintura de Federico Beltrán Massés», en vv. aa. (2007), pp. 9-11.

r. pickering (2003), «Baudelaire, les Salons: exégèse artistique et transfert poétique», en Écrire la peinture entre XVIIIe et XIXe siècles, ed. P. Auraix-Jonchière, Clermont-Ferrand, Presses Universitaires Blaise Pascal, pp. 215-229.

v. pineda (2000), «La invención de la écfrasis», en VV. AA., Homenaje a la profesora Carmen Pérez Romero, Cáceres, Universidad de Extremadura, pp. 251-262.

c. primo cano (2010), «La flor y la sierpe. Variaciones orientalistas en torno a Salomé», AnMal Electrónica, 28, pp. 129-180.

p. quillier (2004), «Du Symbolisme au Musicisme: Armand Godoy», Revue d’Études Françaises, 9, pp. 197-229.

j. raya téllez (2008-2009), «Modelos de mujer. Arquetipos femeninos en la pintura de Julio Romero de Torres», Laboratorio de Arte, 21, pp. 241-264.

d. p. rodríguez fonseca (1997), Salomé: la influencia de Oscar Wilde en las literaturas hispánicas, Oviedo, KRK.

e. schaub-koch (1938), Armand Godoy, París, Albert Messein.

vv. aa. (2003), Julio Romero de Torres. Símbolo, materia y obsesión, Madrid, TF Editores.

vv. aa. (2007), Federico Beltrán Massés, Salamanca, Fundación Manuel Ramos Andrade.

vv. aa. (2008), Huysmans-Moreau. Féeriques visions, Paris, Musée Gustave-Moreau.

o. wilde (1993), Opere, Milano, Mondadori.


 

NOTAS

[1] Para una tipología de las modalidades ecfrásticas, cfr. Louvel (2002: 32-44).

[2] Sobre la figura del gran lírico galo-cubano, es de rigor remitir a la colección de estudios dirigida por Mortelette (2006).

[3] La imagen puede verse en el catálogo completo del gran pintor orientalista (Ackerman 2000: 49). Sobre la relación de Heredia con pintores y escultores coetáneos, cfr. Absalon (2006).

[4] La crítica en torno a la obra Godoy se ha centrado, principalmente, en su obra de inspiración religiosa. La monografía más detallada es la de Boly (1974). Asimismo, varios ensayos analizan su obra desde una perspectiva marcada por la religiosidad: Deambrosis Martins (1933 y 1935), Pasquali (1933), Côte (1936), Devaux (1936), Schaub-Koch (1938) y Fontaine (1959). Debido al carácter minoritario del poema que ahora analizamos, aparecido en una edición de pequeña tirada, las alusiones a dicho soneto son prácticamente inexistentes.

[5] A este respecto, de gran interés resultan asimismo las indagaciones de Pickering (2003).

[6] Federico Beltrán Massés nació en Cuba, pero su formación y su cultura son plenamente españolas y, en todo caso, están impregnadas del cosmopolitismo tan característico de aquella época. Hoy disponemos de un buen catálogo de su obra pictórica (VV. AA. 2007). Pueden aducirse asimismo algunos estudios parciales en torno a su vida y obra, como los incluidos en el citado catálogo, o el apartado que le dedica Caparrós Masegosa en su conocida obra sobre la pintura fin de siècle (1999: 230-242).

[7] Sobre la relación entre el Simbolismo pictórico y el literario, reviste sumo interés el ensayo de Lucbert (2005).

[8] Como se verá más adelante, el empleo del azul como base cromática para la representación del cuerpo desnudo emparenta esta obra de Beltrán con una de las más célebres representaciones pictóricas de la bailarina hebrea: el lienzo, titulado Salomé, que pintó en 1906 el artista alemán Franz Von Stuck, y que es, sin duda, una de las Salomés más fascinantes surgidas en el ámbito de la pintura simbolista europea.

[9] Un ejemplo de la abundante hemerografía referida a este suceso es el artículo «Salomé, el maravilloso cuadro de Federico Beltrán Masses que ha escandalizado a Londres», Heraldo de Madrid, 29 de junio de 1929, p. 16.

[10] Las imágenes aparecen recogidas en el catálogo Julio Romero de Torres. Símbolo, materia y obsesión (VV. AA. 2003: 276 y 291). Puede verse al respecto la indagación de Raya Téllez (2008-2009: 251-252).

[11] No hemos podido constatar que el texto de Salomé fuese incluido en posteriores poemarios o antologías de la obra de Godoy. No obstante, se ha de mencionar que el primer cuarteto del poema aparece reproducido en el breve artículo que encabeza el principal catálogo dedicado a Federico Beltrán Massés hasta la fecha (Pérez Castro 2007).

[12] La atracción por la pintura puede contemplarse como una constante en los versos de Armand Godoy, ya que doce años después de publicar un álbum con tres écfrasis, daría a la imprenta el libro Le Poème de l’Atlantique (Godoy 1938), dedicado a la sensualísima serie de lienzos que el pintor canario Néstor Martín Fernández de la Torre realizó entre 1913 y 1926. Parece significativo que la selección de obras plásticas que Godoy emplea como base para la écfrasis (los cuadros de Beltrán Massés y de Néstor) tengan como rasgo eminente el erotismo.

[13] «La cabeza echada hacia atrás, cual una / ninfa que a su lado siente al brutal sátiro, / Salomé tiembla y ríe ante la fatídica testa, / en cuya mirada ya no brilla ni amor, ni rencor. / Ella habría podido calmar el ardor de su piel bronceada / en la cisterna, bajo la trampilla de metal, / con el sonido de esa voz pura como un cristal, / con el contacto de ese cuerpo casto como la luna. / ¡Todo ello fue cercenado con un solo golpe de cuchillo! / Mas ella ve aún brillar sobre la bandeja / el fuego misterioso que consume su carne / y su boca, húmeda de deseo, se entreabre / para paladear por siempre el largo beso póstumo / de los rojos labios que la muerte no ha hecho palidecer».

[14] Varios detalles, con todo, invitan a contemplar el fragmento del soneto con alguna perplejidad. Ante todo, en cuanto a la voz, tal es el primer objeto que ella desea. En cambio nada sugiere que el profeta experimente deseo alguno por la inquietante princesa. El segundo problema nace del valor que se debe atribuir al sintagma «sa peau brune». A juicio de la catedrática parisina Mercedes Blanco, «lo que uno piensa es que sa peau brune podría remitir también a la princesa, cuyos ardores hubiera podido calmar el profeta con su voz que la fascina y su cuerpo casto». En abono de esa segunda interpretación posible, hay que recordar cómo «de la castidad de ese cuerpo e incluso de su blancura lunar se habla en la obra de Wilde: “Iokanaan! Je suis amoureuse de ton corps. Ton corps est blanc comme le lis d’un pré que le faucheur n’a jamais fauché. Ton corps est blanc comme les neiges qui couchent sur les montagnes, comme les neiges qui couchent sur les montagnes de Judée, et descendent dans les vallées. Les roses du jardin de la reine d’Arabie ne sont pas aussi blanches que ton corps. Ni les roses du jardin de la reine d’Arabie, du jardin parfumé de la reine d’Arabie, ni les pieds de l’aurore qui trépignent sur les feuilles, ni le sein de la lune quand elle couche sur le sein de la mer... Il n’y a rien au monde d’aussi blanc que ton corps. —Laisse-moi toucher ton corps!”». Como nos apunta, con generoso magisterio, la profesora Blanco, puede reconocerse «la ambigüedad del texto, que puede verse como un defecto o bien como el signo mismo de la perversión, de la inversión de los papeles sexuales  (lo de atribuir a un profeta, a un asceta reseco y quemado por el sol, una voz que clama en el desierto, una piel blanca y una voz argentina es el colmo de la extravagancia) y otras características de esta secta decadentista».

[15] Es posible que Godoy conociera asimismo otras imágenes finiseculares centradas en el momento del beso sacrílego, como la Salomé de Lucien Lévy-Dhurmer (1896) o la Salomé (h. 1900) de Georges Privat Livemont.

[16] Para la fortuna de Salomé, puede verse Bornay (2008: 188-203). La identificación de la princesa hebrea con el decadentismo queda implícita en el bello juego terminológico que incorpora el título de una aproximación reciente a la materia: Salomé: danse et décadense (Bieri y Eidenbenz 2003). En el ámbito hispánico, algunos nombres menores que abordaron el tema de Salomé pueden encontrarse en el bello ensayo de Litvak (1986: 230-239).

[17] Entre varias aproximaciones bibliográficas, puede citarse el estudio de Marchal (2005: en especial 193-215). También presenta sumo interés el catálogo Huysmans-Moreau. Féeriques visions (VV. AA. 2008).

[18] Para la recepción en el mundo hispánico, puede verse el librito de Rodríguez Fonseca (1997). Al tratarse de una pieza sumamente rara de un autor cubano escrita en francés, nada se dice en este breve ensayo acerca del soneto de Godoy.