Indiscreciones de la pluma:

cartas eróticas en la novela española del siglo XVII

 

Isabel Colón Calderón

(isacolon@filol.ucm.es)

universidad complutense de madrid

 

Resumen

Se muestran algunas alusiones eróticas de las cartas en prosa de la novela corta española del XVII. Estas alusiones se integran en el marco más amplio de la epístola amorosa en general y sus normas. Se señalan sus relaciones con otros géneros literarios de la época.

 

 

Abstract

This article studies the erotic allusions in the prose letters of the Spanish short novels of 17th Century. These allusions are framed in the wider range of the loving epistle and her conventions. The article analizes their relationships with other literary genres of this time.

 

Palabras clave

 

Cartas amorosas en prosa

Novela corta del XVII

Erotismo

Mujeres

 

 

 

 

Key words

 

Prose love letters

Short novel of the 17th Century

Eroticism

Women

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

      

    

 

CARTAS Y BILLETES DE AMOR EN LOS SIGLOS DE ORO

Las cartas amorosas en prosa representan un corpus de gran amplitud. Habría que diferenciar entre carta y billete, este último de menor extensión y que en principio no tendría las mismas formalidades de encabezamiento y despedida que las cartas, pero en la práctica resulta difícil diferenciar unas de otros. De hecho, en ocasiones los dos términos se utilizaron como sinónimos en los Siglos de Oro, así en Los Cigarrales de Toledo (Tirso de Molina 1996: 322). Se supone que los billetes no necesitarían de tercero para ir entre enamorados (Covarrubias 1989: 312 y 1009); así, en Don Quijote, I, 24 y 27, Luscinda da un billete de amor a Cardenio dentro de un libro (Cervantes 2002: 247 y 283), pero está claro que no siempre se podrían entregar directamente.

Por otro lado, nos encontramos con varios tipos de misivas amorosas: en primer lugar con las que se intercambiaron hombres y mujeres de la época, en segundo lugar con las incluidas en piezas literarias, por ejemplo en los libros de caballerías (Marín Pina 1988), en la novela sentimental (Cortijo Ocaña 2001: 165-166, 27 y ss.), en Don Quijote, o que constituyen una obra completa, como el Proceso de cartas de amores de 1548 de Juan de Segura (Cortijo Ocaña y Cortijo Ocaña 1988).

En tercer lugar, en esta rápida clasificación, no hay que olvidar que se conservan epistolarios ficticios que se hacen pasar por verdaderos, con mayor o menor éxito. Nadie se cree que las cartas que las mujeres de la mitología de las Heroidas de Ovidio sean verdaderas, pero, ¿qué ocurrió con las de Abelardo y Eloísa (Álvarez Jurado 1988: 77-116 y 111) o las de la monja portuguesa (Álvarez Jurado 1988)? En la literatura de los Siglos de Oro nos encontramos, por ejemplo, con una epístola erótica supuestamente enviada por el doctor Francisco López de Villalobos a una dama llamada Violante Artal (Ms. 22665-37 de la BNE), o las del inquisidor León Marchante, remitidas a su prima, religiosa, y donde abundan los elementos eróticos (Huerta Calvo 1989); otras veces se publican como si el escritor fuera el editor, caso del Libro áureo de Marco Aurelio (Guevara 1994: xiii y ss.), que incluye ciertas misivas que habría escrito el emperador Marco Aurelio, así como algunas respuestas, copiando o resumiendo cartas y otros fragmentos de las que se hallan en una novela sentimental, el Tratado de Arnalte y Lucinda, en la portada de cuya segunda edición de 1522 se indica: «cartas y razonamientos de amor de mucho primor y gentileza» (Redondo 1976: 230), y no dejaron de ser citadas en la novela del XVII, como hizo Pérez de Montalbán en La villana de Pinto (1992: 203-204).

Las recopilaciones podían tener funciones diversas: hablar de las diferentes facetas del sentimiento amoroso, incorporarse a la polémica en defensa de las mujeres, como hizo Hortensio Lando en Italia en el XVI (Ray 2001), usarse en la Commedia dell’Arte italiana del XVI como apoyo a los actores, que es el caso de las de la actriz Isabella Andreini (1647). Se agrupaban cartas que podían ser en parte verdaderas y en parte inventadas, junto con otras que eran como pequeños ensayos o sátiras, por ejemplo sobre la pedantería, contra la Cuaresma, sobre los médicos, etc., por poner algunas de las del XVII de Cyrano de Bergerac (2009).

Fueron de distinto tipo, del caballero a la dama o a la inversa, expresando el amor, el dolor por la despedida o el despecho (Rodríguez de Montalvo 1987: I, 676-677; Marín Pina 1988: 12-14). Habría que considerar vinculadas con ellas las que el caballero escribe a una amiga o criada para que dé la carta a su enamorada, o consiga que ella le perdone, como ocurre en el Tratado Notable de amor de Juan de Cardona (1982: 137).

Las cartas amorosas tuvieron una gran extensión en toda Europa, e interesaron incluso a los juristas, que se preguntaban, por ejemplo, sobre la validez de las promesas de matrimonio hechas a través de la correspondencia (Pfretzschner 1679). Se cultivaron tanto en la corte como en ambientes menos cultos, bien sean populares, como se ha dicho con respecto a las Cartas y coplas para requerir nuevos amores, o bien carcelarios (Usunariz 2003; Castillo Gómez 2006).

Castillo Gómez ha explicado que los presos, hombres y mujeres, se intercambiaron cartas y billetes, en los que incorporaban en ocasiones poemas, así como los que estaban dentro con los de fuera, aunque en ocasiones se prohibió explícitamente. Algunas de esas misivas eran de amores; incluso había presos que se ganaban algún dinero escribiendo cartas de amor en las que incluían dibujos (Chaves 1983: 23 y 39; Castillo Gómez 2006: 97 y 103). El padre Antonio da Fonseca, que fue procesado por la Inquisición de Coimbra a finales  del XVII, mandaba cartas y billetes amorosos a las presas de la misma Inquisición con dibujos (Castillo Gómez 2006: 42). Pedro de Orellana, preso por la Inquisición de Cuenca, mantuvo contacto con el exterior, aun cuando estaba supuestamente incomunicado, enviando coplas y cartas, algunas de amor (Asensio 1983; Jiménez Monteserín 2005; Castillo Gómez 2006: 104 y 126). Esto pasó también a la literatura, y en la obra de Diego Duque de Estrada (1982: 143-144), el protagonista, preso, escribe desde la cárcel a una monja que le ofrece su amor.

El mantener una correspondencia amorosa podía entenderse como una manera de suplir la inexistencia de relaciones sexuales (Quondam 1981: 106-107), según afirma en su autobiografía Miguel de Castro: «Aunque tenía aquí mi modo de entretenimiento; pero era sin tocar pieza que hiciese juego, que era amor de duende, sólo había señas y requiebros de billetes y favores de chiquillos» (1956: 501-502). El término pieza, por lo demás, tenía un significado sexual (PESO 1984: 89 y 299).

En ocasiones se utilizaban diferentes tipos de cifras, como señaló Suárez de Figueroa, según veremos después. Algunas eran más complicadas, y otras consistían en aludir a una persona con un término que solo conocían los autores de las epístolas. Incluso se empleó el latín para encubrir lo erótico de algunas citas (Lope de Vega 1985: 234), etc.

Se adjuntaban cabellos (Usunariz 2003), poemas o dibujos, según he indicado en las de los presos o en las de Antonio da Fonseca; se pintaban corazones con flechas o con los nombres de los enamorados, o figuras con cadenas, aunque fueron criticados (Usunariz 2003). Esto era tan frecuente que hasta hay algún cuento corto sobre este asunto, como en la Floresta española de Melchor de Santa Cruz (1996: 381; Castillo Gómez 1997: 354), y se habla de ello en las novelas, como en la cena XXIV de la Segunda Celestina de Feliciano de Silva (1988: 365), de 1534 (Roubad y Joly 1988: 112 y ss.). Se deben relacionar estos dibujos con la larga tradición que vincula el amor con las flechas, según se advierte, por ejemplo, en los emblemas en los que hay corazones con saetas, como en el 65 de la Centuria III de los Emblemas morales de Sebastián de Covarrubias (1978: s. p.; Martínez Pereira 2006: 112-114), o en los Amorum Emblemata de Otto Vaenius  de 1608 (Sebastián 2001: 70, etc.).

Resulta interesante tener en cuenta que las cartas podían ir en papeles dorados, según indica Cabrera (1906), o, de creer lo que se dice en La guarda cuidadosa de Cervantes (1970: 131), escribirse en el anverso de un memorial.

De forma tópica se señalaba la mala letra de las mujeres. Así, en La mayor confusión de Pérez de Montalbán, una mujer escribe un «papel» «con mal formadas letras» (1992: 166), y a ello parece aludir Catalina Clara Ramírez de Guzmán en su poema A una dama que escribía muy obscuro (Décimas), aunque podría estar refiriéndose al estilo de las cartas: «que no son bien entendidas / tus cartas, siendo discretas» (2004: 67; Colón Calderón 2006).

Las críticas a las cartas de amor se centraron especialmente en las mujeres. No dejaba de ser peligroso conservarlas: Lope de Vega (1985: 175) cuenta en su correspondencia el caso real de un marido que asesinó a su mujer precisamente por encontrarle algunas epístolas; Zayas y Sotomayor (19983: 338), en Mal presagio casar lejos, inventa la situación de que un marido envía una carta a su mujer en nombre de otro solo como excusa para poder matarla; Pérez de Montalbán (1992: 83), en La fuerza del desengaño, da una vuelta de tuerca a esta posibilidad: una mujer consigue que su viejo amante descubra que ella no quiere saber nada de él, haciendo que encuentre, supuestamente por casualidad, unas cartas y poemas: «Confirmó este recelo ella misma, que dejándose un escritorio abierto dio ocasión a que la hallase versos y papeles de Teodoro».

En los sermones de la época se arremetía contra las misivas amorosas, especialmente las de las mujeres; fray Alonso de Cabrera, en De las consideraciones sobre todos los sermones de la Cuaresma, recrimina a las mujeres porque guardan los billetes que les envían, así como «el papel dorado para el billete, libre y ajeno de su honestidad» (1906: 240). En el texto en verso que a veces se atribuye a Juan del Enzina, Documento e instrucción provechosa para las doncellas desposadas y recién casadas, se advierte a las mujeres contra la escritura y recepción de cartas (1556: f. 3v.; Infantes 1993).

Se podía estar en desacuerdo incluso con que la mujer respondiera negativamente a las preguntas del hombre: «No ay señal más segura de admitirse un amoroso empleo que ponerse con él en demandas y respuestas» (Céspedes 1626: I, 181). Algunos moralistas, como Juan de la Cerda (1599), Gaspar de Astete (1603) o Zabaleta (1983: 131) consideraron que lo mejor era prohibir a las mujeres saber escribir, de modo que no les fuera posible «responder a los billetes que les envían los hombres livianos» (Colón Calderón 2001: 59; Vigil 1986: 55-56). En la misma línea hay que recordar que cuando se rechazaba la lectura de los libros de caballerías, se arremetía en ocasiones contra las cartas amorosas de mujeres que había en ellas (Marín Pina 1988: 19).

 

CÓMO ESCRIBIR CARTAS DE AMOR

Se pueden espigar indicaciones sobre cómo tendrían que ser las cartas amorosas, en diversos tipos de textos, misceláneos algunos, dedicados otros a las epístolas, o en la misma correspondencia. Suárez de Figueroa, en el Aviso 5 de El Pasajero, habla del billete amoroso dando normas sobre el estilo, consejos sobre la no inclusión de dibujos e insistiendo en el secreto que se debía guardar en la correspondencia y los métodos para ello; parece que estaba pensando en billetes de hombre a mujer («que es odiosísima para discretas»). El texto es un poco largo, pero creo que de interés:

 

podrá el billete que se enviare al requiebro ser expresivo de su afición, avisado, prudente, tierno. No haya corazón, ni flechazo que le atraviese, con alas ni cadenas, sino en todo una lisura agradable, una cordura cortesana, que atraiga, que mueva, que incline. Descubra en él humildad y sumisión, lejos de cualquier desvanecimiento y jatancia; que es odiosísima para con discretas. Tanto podría importar al recato y quietud de la dama no hallarse jamás rastro de lo que se escribe, que convendría valerse de algún secreto para disimular las letras, de modo que, aunque se encontrase el papel, quitase su blancura cualquier sospecha. Algunos, hallándose en honrosas y lícitas conversaciones, han manifestado su pasión con el medio de alguna novela, mudando los nombres y dándose a entender del todo con cifras, con alusiones y cosas así. También requiere singular advertencia el modo de enviar el billete, reparando sea la persona a quien se cometiere el cargo leal, astuta, prevenida, disimulada y suficiente para dar industriosa salida y color en ocasión de cualquier peligro. Siendo posible, sería más loable fuese el portador el mismo interesado; que hay descuidos cuidadosos, y mangas abiertas en buena sazón, y hasta frutas engañosas, que como en su preñez esconden guantes, sabrán ocultar papeles. Andar sobre aviso es importante, sobre todo, sin fiar de persona el secreto de su amor; ya que, descubierto a un amigo, aquél lo descubre a otro, y así va de amigo en amigo, haciéndose tan público, que peligra la fama de la servida, con gran detrimento de su honra (Suárez de Figueroa 1988: II, 369).

 

En su correspondencia, Lope de Vega precisó también algunos puntos, aunque no parece que mantuviese siempre la misma opinión. Hacia 1613 afirmaba que las cartas debían tener «palabras ni graves ni humildes, sino en mediano estilo, que diga lo que es necesario»; pero hacia 1628 distinguía entre un estilo «heroico», propio de «los amantes de palacio», y otro «casero», de «estilo ínfimo» (González de Amezúa 1989: III, 123 y IV, 139). De una forma más concreta, Lope daba a Sessa varias opciones sobre la escritura que era factible adoptar en la respuesta a una dama: podría ser amoroso, desdeñoso o mantener una «entre blandura y aspereza, que ni obligue ni despida, pero que no muestre gusto» (González de Amezúa 1989: IV, 36).

Se publicaron, además, colecciones de cartas amorosas que pudieron servir de manual. Así, se editaron, aproximadamente entre 1515 y 1535, unas anónimas Cartas y coplas para requerir nuevos amores (Vigier 1994; Marín Pina 1988: 21-23; Cátedra et al. 2001: 249 y ss.), donde hay cartas de un hombre a su amada, se plantean diversas situaciones, se incluyen versos, sin elementos eróticos, y sin ninguna carta de una mujer a un hombre. Es importante tener en cuenta, según ha puesto de relieve Cortijo Ocaña, que el hecho de que se publique en forma de pliego «nos indica que la costumbre epistolar ha salido del contexto cortesano (el de la Qüestión y la Queja) y se ha popularizado» (2001: 251).

Diferentes tratados hicieron referencia a las cartas amorosas (Cortijo Ocaña 2003) o incluyeron modelos, por ejemplo en latín, en la llamada Rueda de Venus (Signa 2002). Con todo, según Marín Pina, en el XV «son pocos los tratados de creación española que incluyen modelos epistolares amatorios» (1988: 20), pero en el XVI se publicaron en español manuales o colecciones donde se hablaba de cartas, de su estilo, y se incluían ejemplos.

Gaspar de Texeda (Ynduráin 1988: 64-67; Martín Baños 2005: 467), por su parte, recogió varias, especialmente en el apartado «algunas cartas graciosas, amorosas y de burlas» de su Estilo de escrevir cartas mensageras cortesanamente (1549: fols. 123r y ss.). Se dan en ocasiones las respuestas, pero no necesariamente a la carta precedente, en una estructura de gran libertad. En algunas de ellas se discuten problemas generales, como cuál es el mayor amor, el de viuda, la casada o la doncella. Pero otras nos atañen más. Es de destacar que no hay ninguna carta donde un hombre solicite en matrimonio a una mujer y, en cambio, hay dos de mujeres que se lo piden a un hombre, lo cual parece ir en contra de las normas de los moralistas de la época sobre el recato femenino, puesto que insistían en que las jóvenes no podían elegir marido (Vigil 1986: 80).

También los formularios de cartas ocultaban cierto erotismo. Se advierte, por ejemplo, en Amorosa de una donzella mal herida, donde ella esconde su propuesta con un lenguaje que parece de libros de caballería, urgiendo al hombre a que «partáis a tomar la posesión de las llaves y fortaleza que nunca pudo ser tomada por hambre, ni por guerra, ni por otros nengún ingenio de quantos intentaron para ello» (Texeda 1549: fol. 130v). A pesar de ese encubrimiento, se advierte en esta carta la utilización de una serie de vocablos cuyo significado sexual está documentado y el caballero entendería perfectamente: fortaleza se debe relacionar con la larga tradición de las metáforas que asocian los edificios al cuerpo de mujer (PESO 1984: 145; Díez Fernández 2003: 125; Lara Garrido 1997); llave normalmente se aplicaba al sexo masculino, pero parece tener el mismo sentido de esta carta, ‘permiso para encuentro sexual’, en algún otro texto (PESO 1984: 258); tomar tenía también un valor erótico (PESO 1984: 96; Labrador Herraiz y Di Franco 2006: 122), lo mismo que guerra (PESO 1984: 284, etc.). No es necesario que haya una equivalencia rigurosa entre cada uno de los términos y su contenido sexual, pues estamos en un juego en que emisor, receptor y lector pueden intervenir (Díez Fernández 2003: 137).

Juan de Iciar no fue tan receptivo como Texada, de modo que en su Estilo de escribir cartas solo incluye «A un amigo que le rogó le ordenase una carta de amores y él la comienza y no la quiso acabar» (1552; Ynduráin 1988: 62-64).

Antonio de Torquemada publicó en 1574 un Manual de escribientes, donde no dejó de considerar el estilo, criticando algunas expresiones, «como los [encarecimientos] de un autor que, hablando de amores, no sabe sino decir: ¡ay de mi por ti sin mí!, y ¡ay de vos por mí sin vos!, y otras cosas semejantes que parecen desatinos» (Torquemada 1970: 192 [la puntuación es mía]). Señala que al secretario «no se le pase por alto el ordenar una carta de amores y otras cosas semejantes que son para dar a entender la habilidad y suficiencia de sus ingenios» (Torquemada 1970: 78).

Con todo, no he encontrado algo similar a lo que ocurrió en Italia, donde se publicaron en el XVI manuales con modelos de cartas exclusivamente amorosas (Longo 1981: 193 y 201).

Por lo demás, las cartas de las novelas sirvieron de modelos para la correspondencia real. Así, Marín Pina destaca que en los índices de libros de caballerías se destacaban las epístolas, con especial indicación de los folios que ocupaban para poder ser encontradas fácilmente, de modo que se convertían en «prácticos modelos epistolares» (1988: 12). Y en las cartas caballerescas se inspira don Quijote en el capítulo XXV de 1605 para la suya a Dulcinea (Cervantes 2002: 265). Es sabido que el Amadís, en sus diversas traducciones, fue en Europa un modelo para la correspondencia amorosa (Marín Pina 1988: 24).

Puede que las cartas literarias se utilizaran por los enamorados reales, por lo menos es lo que afirmó Melchor de Santa Cruz en su Floresta española con respecto a una epístola de una novela sentimental de gran éxito de la que se hicieron 122 ediciones, Cárcel de amor de Diego de San Pedro (Vigier 1994; Cortijo Ocaña 2001: 165):

 

Un gentilhombre escribió a una señora muy avisada una carta sacada de un libro que se llama Cárcel de amor, pareciéndole que no sabría de dónde se había sacado. Como ella la leyó en presencia de quien la había traído, tornósela a dar, diciendo: Esta carta no viene a mí, sino a Laureola (Santa Cruz 1996: 381; Castillo Gómez 2006: 35).

 

Lope se sirvió del cuento, pero abreviándolo y refiriéndose no a Cárcel de amor, sino a una novela pastoril también de gran éxito, La Diana de Jorge de Montemayor, en una carta fechada hacia finales de 1618: «parecen al suceso de aquella dama a quien un caballero enviaba una carta amorosa sacada de La Diana, que respondió al paje: “Esta no viene para mí, sino para la señora Felismena”» (Lope de Vega 1985: 229). Solo que Lope lo aplica no tanto para criticar al caballero que copia una carta ajena, y de paso elogiar a la mujer que se apercibe del engaño, como para reprochar al duque de Sessa que, de enamorado que está, escribe con ese estilo a todos sus corresponsales.

 

CARTAS EN NOVELAS

Introducción

La literatura española del Siglo de Oro acogió numerosas cartas de diferente índole. Las amorosas forman parte casi ineludible, citadas o incluidas. Los billetes amorosos son frecuentes en la escena teatral (Navarro Bonilla 2004: 42-45; Recouler 1974; Hamilton 1947); por poner solo algunos ejemplos, se encuentran, en prosa, en La dama duende de Calderón de la Barca (1999: 47, 53-54 y 75), El caballero de Olmedo de Lope (1982: 31) o El desdichado en fingir de Ruiz de Alarcón (Walde 2007); en verso, en El acero de Madrid de Lope de Vega (2000: 99-100 y 197). A través de ellas, la dama cita al caballero, o ella se las arregla para declarar su amor, como en El perro del hortelano (Lope de Vega 1987: 160) o en El vergonzoso en palacio de Tirso (19709: 125; Hamilton 1962; Zugasti 1998: 135). Y, claro está, hay frecuentes casos en la lírica.

Las epístolas en las novelas del XVII (Colón Calderón 2001: 59-60) eran de diferente tipo: noticieras (Carvajal 1988: 138), de desafío (Castillo Solórzano 1992: 32), amorosas, etc.

Las cartas y billetes son elemento indisoluble del cortejo amoroso (Rodríguez 1978: 148-152) y, como se indica en Mal presagio casar lejos, forman con este un todo: «paseos, músicas, billetes y regalos» (Zayas y Sotomayor 19983: 339). Son «villetes discretos y humildes», «equívocos papeles» (Piña 1987: 60) o «bien entendidos y tiernos papeles» (Zayas 19983: 347). Se refieren los autores a cómo se enviaban —por medio de un paje (Céspedes 1970: 380) o una criada (Zayas 19983: 175, etc.)— o recibían las cartas: besando la firma, como hace un galán en La hermosa Aurora de Pérez de Montalbán (1992: 33), o el papel (1992: 29; Piña 1987: 91), en lo que parece una sustitución de lo que no tiene lugar, según hemos visto en la autobiografía de Castro. Esto viene apoyado por las referencias a que las cartas se leen en la soledad del cuarto, por ejemplo en El pícaro amante de Camerino (Rodríguez Cuadros 1986: 101); se describe el envoltorio de las epístolas (Pérez de Montalbán 1992: 33 y n.); se señalan los regalos que a veces acompañaban a las misivas, especialmente de mujeres: ropa blanca, guantes (Piña 1987: 91), joyas (Pérez de Montalbán 1992: 34; Castillo Solórzano 1992: 68); el hecho de que las señas se podían enviar en un papel aparte dentro del mismo envoltorio, como en Los dos Mendozas de Céspedes y Meneses (1970: 368); se indican los materiales que se precisan para redactar los billetes (Castillo Solórzano 1992: 32), los borradores que se hacen (Castillo Solórzano 1992: 149); hay cartas interrumpidas en su redacción (Castillo Solórzano 1992: 233), rotas (Pérez de Montalbán 1992: 155; Zayas 19983: 418; Carvajal 1988: 147), quemadas (Pérez de Montalbán 1992: 48 y 167), o que están a punto de serlo (Castillo Solórzano 1992: 113; Zayas y Sotomayor 19983: 135), en lo que Navarro Bonilla llama «destruir la memoria» (2004: 97-102), etc.

Los elementos eróticos no son siempre fáciles de detectar, puesto que hay que tener en cuenta el sistema de la época. La insinuaciones eróticas se camuflaban en los textos hasta el punto de que a veces no se sabe muy bien qué se pedía exactamente, pero no dejan de advertirse ciertas connotaciones sexuales, así en la misiva enviada por Felides a Poliandra en la Segunda Celestina de Feliciano de Silva (1988: 252; Navarro Gala 2002: 255; Esteban Martín 2003). Algo similar veremos en ciertas cartas de novelas.

 

Casos de amores epistolares en novelas barrocas

  En las novelas cortas los autores critican en ocasiones el intercambio epistolar de los enamorados, especialmente de la mujer, tal vez como una concesión al ambiente general que hemos visto. Lope de Vega hace decir a su narrador en La prudente venganza:

 

Notable edificio, pues, levanta amor en esta primera piedra de un papel que sin prudencia escribió esta doncella a un hombre tan mozo, que no tenía experiencia de otra voluntad desde que había nacido. ¿Quién vio edificio sobre papel firme? ¿Ni qué duración se podrá prometer la precipitada voluntad de estos dos amantes, que desde este día se escribieron y hablaron, si bien honestamente fundados en la esperanza del justo matrimonio? (2002: 251-252)

 

Con todo, aquí Lope da la vuelta a la situación: lo malo no es tanto que la dama escriba cartas, sino que lo haga a «un hombre tan mozo, que no tenía experiencia de otra voluntad desde que había nacido», cuando normalmente se consideraba que la mujer era la que corría riesgos en su honra, y no el hombre. Según se ha indicado, Lope podría estar en esta novela literaturizando su historia con Elena Osorio, mayor que él (Pedraza Jiménez 2009: 31), sin apelar a ese momento exacto (García Santo-Tomás 1995: 57-58). Pérez de Montalbán, en Los primos amantes, considera que las mujeres reciben el papel que suele ser el primer escalón de su deshonra (1992: 264). María de Zayas, en La esclava de su amante, indica: «Dios nos libre de un papel escrito a tiempo; saca fruto de donde no le hay, y engendra voluntad aun sin ser visto» (19983: 135; Rodríguez Cuadros 1979: 151).

Pero estos mismos novelistas incluían cartas de amor. La presencia de elementos eróticos, más o menos encubiertos, formaba parte del sistema epistolar de las novelas cortas. Se aprecia así en la misiva que el prometido de una mujer noble, que debe galantearla durante un año antes de casarse con ella, le dice en Mal presagio casar lejos, de María de Zayas: «para que no muera con la dilación de vuestra gloriosa posesión» (19983: 344), donde «gloria» no deja dudas sobre lo que quiere (PESO 1984: 18, 23, 47), y puede que ocurra lo mismo con «posesión», como se aprecia en el soneto de Quevedo «Por más graciosa que mi tronga sea»: «aunque la más hermosa se posea» (1968: 580).

A veces únicamente se alude a los billetes, sin que se reproduzcan —o solo una misiva (Pérez de Montalbán 1992: 211)—, o se generaliza, como en La villana de Pinto: «Escribíala discreto, aunque mentiroso, y ella respondía bachillera, aunque agradecida» (Pérez de Montalbán 1992: 194). Puede que el texto mostrado tenga una importancia crucial, como en el que una mujer solicita el amor de un hombre (según veremos en Tarde llega el desengaño de Zayas).

Destaca el envío continuado de cartas en La prudente venganza de Lope de Vega, que forma parte de las llamadas Novelas a Marcia Leonarda, que se presentan como cartas dirigidas a una mujer por Lope (Rallo Gruss 1989); a su vez, en las historias se incluyen cartas.

Lope se refiere en su novela a diversos aspectos materiales de la correspondencia; así, a algunos de los sistemas de comunicación epistolar, con alusión a la nema y a la cubierta, o como supuestamente se recibían las misivas:

se vino a resolver en escribirle. Vuestra merced juzgue si esta dama era cuerda, que yo nunca me he puesto a corregir a quien ama. Borró veinte papeles y dio el peor y último a Fenisa, que con admiración, que se pudiera llamar espanto, le llevó a Lisardo, que en aquel punto iba a subir a caballo para pasear su calle [...] y recibiendo el papel con más salvas que si trujera veneno, abrió la nema, guardó la cubierta y leyó así [...] (2002: 248).

Otras veces pone de relieve dónde se guardaban las cartas y cómo se escribía:

 

conoció el engaño de Laura, o que se había valido de aquella industria para provocarle a desafío de tinta y pluma, que en las de amor es lo mismo que de espada y capa. Llevó a Fenisa a un curioso aposento bien adornado de escritorios, libros y pinturas, donde le dijo que se entretuviese mientras escribía [...]. Fuese la esclava, y Lisardo volvió a leer el papel otras dos veces, y poniéndole la cubierta encima, le acomodó en una naveta de un escritorio donde tenía sus joyas, porque así le pareció que le engastaba [...] (2002: 249).

 

El caballero le dice en una carta que quiere casarse con ella: «La señora que  yo sirvo, y lo es de mi libertad, y con quien deseo casarme, es vuestra merced» (Lope de Vega 2002: 249). Pero es de destacar que ella, después de toda una serie de intercambios epistolarios, cede («que ya estoy determinada a vuestra voluntad, sin reparar en padres, en dueño, en honra, que todo es poco para perder por vos»), sin hablar para nada de matrimonio, y así se lo dice, a pesar del reproche inicial:

 

De suerte, señor mío, que en este interés se fundaba vuestro amor, y que me queríades tan mal, que sabiendo que vuestra ausencia me había de matar, os fuistes, y cuando menos a la Corte; acertado remedio como quien sabía que estaba en ella el río del olvido, donde dicen que se quedan tantos que no vuelven a sus patrias eternamente. No os quiero decir las lágrimas que me costáis y de la manera que me tenéis, pues los que me ven no me conocen, aunque solos son los de mi casa, de donde no he salido. Yo me voy acabando si alguna de las muchas ocasiones de ese mar de hermosuras, galas y entendimientos no os tiene asido por el alma, que ya sé que sois tierno; venid antes de que me costéis la vida; que ya estoy determinada a vuestra voluntad, sin reparar en padres, en dueño, en honra, que todo es poco para perder por vos (2002: 276).

 

Puede que hubiera un recuerdo aquí de la Historia duobus amantibus de Eneas Silvio Piccolomini, donde se desarrolla también una historia adúltera y se incluyen numerosas cartas, y que había sido traducida, e influirá largamente en la literatura española (Piccolomini 2003). Lope de Vega conocía desde luego la obra de Eneas Silvio: se ha señalado que «Cuando imagino de mis breves días…», un soneto suyo (1993: 188), contiene un eco del mismo libro. Después de Lope, Céspedes y Meneses (1626), en Varia fortuna del soldado Píndaro, se servirá de la obra del italiano (Osma 1924;  Ravassini 1995-1998; Núñez Rivera 2006).

En las novelas áureas, el personaje masculino no deja de escribir a una dama para conseguir un encuentro sexual, como se advierte en Que son dueñas de las Intercadencias de amor de Guevara, donde un hombre le señala por carta a una mujer que lleva tres años cortejándola y que «bien meresco favores» (1685: 5), sirviéndose de un término cuyo contenido sexual está documentado (PESO 1984: 8, 194), especialmente en una seguidilla: «Deme ya favores, pues la pretendo, / y remedie mi alma que está muriendo» (PESO 1984: 262).

Pero nos encontramos también con lo contrario, es decir, con lo que podríamos llamar la mujer solicitadora, casi en la misma línea de los modelos de carta vistos en Texeda. Aparece, efectivamente, en distintos textos barrocos la historia de la mujer que cita por carta a un hombre, señalando en ocasiones que el padre, u otro familiar próximo, está fuera, precisando el lugar y pidiéndole claramente amores. Se aprecia en Diego Duque de Estrada, «que cada día descubría salsa de apetito de amor, y el declararse conmigo con un secreto billete que me amaba y deseaba verse a solas conmigo» (1982: 276). Y hasta cierto punto, aunque su intención era casarse, se advierte en la historia del capitán cautivo del capítulo 40 del Quijote de 1605, puesto que es Zoraida la que escribe al español (Cervantes 2002: 430).

En La fuerza del desengaño, de Pérez de Montalbán, de 1624, una mujer aprovecha que el hombre que a ella le gusta no sirve a ninguna dama para escribirle el siguiente «papel», hablando de sí misma en tercera persona:

 

Una mujer ha muchos días que tiene deseo de hablaros, para despicarse de un hombre necio que la cansa; y como hasta ahora habéis sido de la señora Narcisa, no ha querido aventurarse a que le respondáis una sequedad. Hame pedido os avise de su voluntad, para saber si os sentís con gusto de pagársela. Lo que la obliga a quereros no es vuestra hacienda, sino vuestra persona, que también hay mujeres que aman sin esos fines, aunque todas gustan que las regalen. No pienso que es tan fea que pueda desagradaros. Ella es mi amiga; mi nombre, Lucrecia; mi casa, imagino que la sabéis; aunque no os habéis querido servir della. Si os disponéis a querer esta dama, avisadme, y venid esta noche a verme, como es después de las once (1992: 80).

 

El galán entiende perfectamente lo que Lucrecia, que tiene un amante viejo, le propone, y va a casa de la dama: «Y en esta conformidad le dio Lucrecia posesión de sus gracias, gozándose mientras su primero amante la dejaba libre» (Pérez de Montalbán 1992: 83), donde hallamos posesión y gozar. En el texto de la carta hay una serie de términos que pertenecen claramente al lenguaje erótico: despicarse puede entenderse —según señala Giuliani en la edición de 1992— como «vengarse de la ofensa», pero si nos atenemos de nuevo a una seguidilla, vemos que hay un doble sentido de carácter sexual: «¿Hay quien me despique de un tahur necio, / que me deja picada y se alza del juego?» (PESO 1984: 265), e incluso vemos que Lucrecia repite el «necio» de la seguidilla; gusto y gustar han de entenderse en la misma línea (PESO 1984: 17, 31, etc.), y se recalca ese sentido cuando poco después se dice en la novela que el viejo amante empieza a darse cuenta de que hay un joven en la vida de la mujer: «viendo en Lucrecia menos gusto que otras veces» (Pérez de Montalbán 1992: 83). Cierto es que al final ambos entran en una vida de clausura, pero la carta podía leerse, y servir de modelo, con lo que es posible entender, desde la moralidad del XVII, la crítica a las epístolas y a las novelas (Colón Calderón 2001: 91 y ss).

En la obra de Zayas El desengaño amando y premio de la virtud, de 1637, una mujer ofrece claramente a un hombre su dinero y su cuerpo, puesto que no parece que él tenga deseos de casarse:

 

Disparate fuera el mío, señor don Fernando, si pretendiera apartaros del amor de doña Juana, entendiendo que había de ser vuestra mujer, mas viendo en vuestras acciones y en los entretenimientos que traéis, que no se extiende vuestra voluntad más que a gozar de su hermosura, he determinado descubriros mi afición. Yo os quiero desde el día que os vi, que un amor tan determinado como el mío no es menester decirle por rodeos. Hacienda tengo con qué regalaros; de ésta y de mí seréis dueño, con que os digo cuánto sé y quiero. Dios os guarde, Lucrecia (2000: 380-381).

 

Tal vez entretenimientos podría tener un contenido erótico (PESO 1984: 292, etc.), lo mismo que gozar (PESO 1984: 11; Alonso 2010: 40); sin embargo, en este caso la mujer insiste en la claridad de su propuesta: «un amor tan determinado como el mío no es menester decirle por rodeos». Como en Pérez de Montalbán, Lucrecia no es un personaje elogiado por la escritora: termina suicidándose (Zayas y Sotomayor 2000: 404), pero lo explícito de la epístola debía inquietar a algunos.

La misma autora, en Tarde llega el desengaño, de 1647, cuenta un relato complejo, situado en distintos ambientes y con diversos protagonistas. En un momento dado, un hombre cuenta su pasado, que le lleva de Gran Canaria a Flandes, donde permanece unos años como soldado. Estando en el cuerpo de guardia se le acerca un escudero que le entrega el «papel» siguiente: «Tu talle, español, junto con las demás gracias que te dio el Cielo, me fuerzan a desear hablarte. Si te atreves a venir a mi casa con las condiciones que te dirá ese criado, no te pesará el haberme conocido. Dios te guarde» (Zayas 19983: 239). No hay más indicaciones, y es el criado el que le comunica que la noche siguiente vendrá por él y le llevará a donde le esperan con los ojos vendados. El lector supone que es una mujer la que le cita, pero la autora retrasa el que se hablen: primero oye crujir la seda, luego la voz de la dama, con la que mantendrá relaciones, pero a oscuras. Dadas las convenciones novelísticas de la época, el lector supone que es una mujer, y cuando se encuentran es evidente que le ofrece mantener relaciones eróticas, pero el billete realmente da poca información y muy poco explícita. Es en la conversación en este caso, y no en lo escrito, donde se revela la naturaleza sexual de la  cita, pues ella le explica la lucha que ha debido mantener con su honor para escribirle: «No juzgues a desenvoltura esto que has visto, sino a fuerza de amor [...] atropellando inconvenientes», y le dice de forma clara que «tu gala y bizarría» han podido contra la «honestidad» y su elevada posición social (Zayas 19983: 241).

Andrés Sanz del Castillo, en El monstruo del Manzanares (1641) de La mojiganza del gusto, incluye una larga carta en que una mujer cita a un hombre para mantener relaciones sexuales con él, de modo que, cuando estén juntos, «quitándote el disfraz que te pusieres podrás con seguridad hacerte dueño de lo que agora tan lejos lo eres [...] una vez poseedor de la joya a la que aspiras» (Bonilla Cerezo 2010: 347). Y en la misma epístola se refiere la mujer a que lo que ocurre «se nos ofrece a medida del deseo» (Bonilla Cerezo 2010: 346; cfr. Pego Puigbó 1995). Nos encontramos con términos de contenido erótico como poseedor, deseo, al que me referiré después, o joya, que debe entenderse en el sentido de ‘virginidad’, según metáfora muy utilizada, por ejemplo en La gitanilla de Cervantes (Hutchitson 2001: 99, etc.).

Podríamos pensar que estas mujeres que escribían tan libremente solo existían en las novelas, y no en la realidad. Sin embargo, en una de las cartas descubiertas por Usunariz en el Archivo Diocesal de Pamplona, Águeda de Arbizu le dice al álferez Juan Salmón de Camargo:

 

Después que te fuiste yo estoy muy arrepentida de no haber hecho tu gusto, y pagádote aquellas malas noches que por amor de mí llevaste tan sin provecho. Pero suspende tus deseos hasta la venida, que yo te daré gusto en cuanto me pidieres. Y sabes que me prometiste que cuando vinieses habías de venir secretamente y estar conmigo ocho días en casa de Triana. Hazlo, amor mío, pues puedes muy bien (2003: 11).

 

Águeda se sirve de términos con significado erótico, como gusto, que hemos visto en las novelas, provecho (PESO 1984: 46; Alonso 2006: 53) o deseos (PESO 1984: 14). Está claro que la joven se queja de no haber tenido valor para mantener relaciones sexuales con el alférez. Le indica que «yo te daré gusto en cuanto me pidieres», con una libertad al expresarse que está muy lejos de lo que propugnaban los moralistas, y que además muestra que las mujeres del Siglo de Oro sabían muy bien hablar de sus sentimientos.

 

CONCLUSIÓN

A pesar, pues, de las recomendaciones de moralistas, las novelas cortas del XVII dieron acogida a toda una serie de cartas, algunas más explícitas que otras, donde se pedía u ofrecía sexo, y que pudieron servir de modelo a los hombres y mujeres de la época.

 

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