De un delgado cendal, velo de nieve:

seductoras Galateas en el Sansón Nazareno (1656)

de Antonio Enríquez Gómez

 

María Dolores Martos Pérez

(mdmartos@flog.uned.es)

universidad nacional de educación a distancia (madrid)

 

Resumen

Enríquez Gómez ensaya en su Sansón Nazareno varias formulaciones sobre el desnudo de sus dos protagonistas, Dalestina (canto I) y Dalila (canto XI), a través de dos motivos arquetípicos de la tradición erótica: la dama dormida y el baño. Aquí se examinan la influencia que los mecanismos de la honesta oscuridad y el modelo del Polifemo ejercen sobre los contenidos sensuales de la epopeya.

 

 

Abstract

Enríquez Gómez shows several scenes of nudity of the two female characters of his epic poem Sansón Nazareno, Dalestina (canto I) and Dalida (canto XI), through two archetypical motifs of the erotic tradition: the sleeping lady and the bathing lady. This paper focuses on how Enríquez is influenced by the mechanisms of the honesta oscuridad and the model of Polifemo by Góngora.

 

Palabras clave

 

Erotismo

Antonio Enríquez Gómez

Épica culta

Góngora

Siglo XVII

 

 

 

 

 

 

Key words

 

Eroticism

Antonio Enríquez Gómez

Epic poetry

Góngora

17th Century

 

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

      

   

 

Son muchas las sensuales y seductoras figuras femeninas que pululan por la poesía barroca[1] —y que posan en la pintura áurea— cubiertas únicamente por un delgado cendal, y que duermen semidesnudas junto al arrullo de una fuente o se bañan, dejando a la vista de algún ocasional galán, sus más voluptuosos encantos. Algunas de estas escenas sensuales se dispersan, para deleite del lector, en el inexplorado océano de apasionante lectura que constituye la épica culta del Seiscientos. Estos fragmentos eróticos se intercalan —o agazapan (Garrote Bernal 2010: 213)— en un enorme caudal de versos que cantan la vida y hechos de personajes bíblicos como Sansón o la heroica biografía de san Ignacio (en San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús: poema heroico, de Hernando Domínguez Camargo), por citar dos de los ejemplos más sobresalientes.

De entre estos textos que aguardan análisis, comentario y deleitosa lectura, me ocuparé de algunos aspectos del erotismo en la poesía de Antonio Enríquez Gómez, con especial atención a su epopeya de tema bíblico Sansón Nazareno (Ruán, 1656), donde se dejó seducir sin ninguna reserva por el erotismo sublimado de Luis de Góngora en la Fábula de Polifemo y Galatea (1613): no ponía «en olvido», indicaba el poeta,

 

la Jerusalén de Lope, el Polifemo de D. Luis de Góngora, el Phaetonte y otros del Conde de Villamediana, los diez breves poemas de Manuel de Faria y Sousa, espíritu grave, fecundo y científico, el que escribió José de Valdivieso, divino en todo, el de D. Alonso de Ercilla y otros muchos […] (Enríquez Gómez 1656: 2v).

 

Esta leve mención a la pieza gongorina en el prólogo sirve de escueto encuadre para valorar el calado que el dechado tiene en la epopeya, de manera que no hay verso del Polifemo que no esté reescrito en el Sansón Nazareno y especialmente en las escenas sensuales en él contenidas. La Fábula de Polifemo y Galatea

supuso, en efecto, el inicio de algo imparable, ya que alteró el modo de aproximación a las leyendas greco-latinas, ofreció un camino plausible para la conjunción de lo lírico y lo heroico, cambió —en suma— el modo de entender la escritura mitológica en España durante décadas (Ponce Cárdenas 2010: 13).

El Polifemo instauró, esencialmente, tres novedades que despertaron el interés de los mejores poetas barrocos: la imitación múltiple, el carácter plástico y pictórico y, especialmente, en lo que ahora nos ocupa, una «apertura hacia lo erótico» que «permitía plantear de modo refinado la cuestión de la relación entre el arte y el deseo» (Blanco 2010: 68).

Siguiendo el modelo gongorino de la honesta oscuridad, Enríquez despliega un medido tejido de alusiones y elipsis y toda una serie mecanismos de encubrimiento[2], con los que mostrar el gozo amoroso dentro de unos medidos parámetros de sublimidad estética.

 

EL MODELO DEL POLIFEMO DE GÓNGORA Y LA HONESTA OSCURIDAD

Aunque todo el poema —y también otros muchos lugares de la poesía de Enríquez, como los textos incluidos en las Academias morales de las musas— imitan el estilo y los versos del poeta cordobés, hay dos pasajes especialmente marcados por una decidida voluntad de reescritura del dechado gongorino. Son los referidos a las dos enamoradas de Sansón, que se presentan a los ojos del héroe hebreo como sensuales Galateas: Dalestina, joven filistea de la que se enamora y con la que acaba contrayendo nupcias, y Dalida, que protagoniza el episodio más conocido de la historia bíblica. La carga sensual se cifra en el desnudo femenino, especialmente brillante en algunas imágenes en las que nos detendremos seguidamente, modeladas desde el inagotable caudal de sugerencias que animan términos, metáforas o conceptos sugeridos por Góngora en su Fábula.

La historia de Sansón (Jueces, 13-15) concentraba, quizá en mayor medida que otras del Antiguo o Nuevo Testamento, aspectos heroicos, dramáticos y sensuales. De ahí la creciente atención que le dedican tanto los pintores (Rembrandt o Rubens, entre otros) como los escritores (Montalbán o Milton) en el Seiscientos. Estas tres direcciones, las heroicas hazañas de Sansón frente a los filisteos, la tragedia de su final y la sensualidad destilada en los amores con la muchacha de Timná y con Dalila, son las que parecen regir las reescrituras barrocas, desarrolladas ejemplarmente en el poema épico de Enríquez. A diferencia de los apóstoles y evangelistas, los protagonistas de la Biblia Judía cometían pecados, en muchas ocasiones subidos de tono, y Sansón ofrecía un tipo de héroe caracterizado por sus puntos fuertes tanto como por los débiles. Murió para servir al pueblo de Dios, pero en el camino comete una serie de faltas relacionadas con el orgullo, la lujuria, la ira y la violencia. Su debilidad por las mujeres fue su perdición, y tanto Sansón como Dalila se acaban convirtiendo en arquetipos eróticos universales: el primero por la tensión continúa que representa su carácter entre la lujuria y el arrepentimiento del pecado, y la segunda como prototipo de la seducción y el engaño.

El seguimiento que Enríquez hizo del Polifemo gongorino es especialmente estrecho en la primera parte de la fábula, que narra los amores de Acis y Galatea, mientras que en la segunda, a partir de la octava XLIII, en que Polifemo vuelve a centrar el protagonismo con su feroz canto, la vigencia del dechado pierde intensidad. Y es que lo que sedujo a Enríquez Gómez —además de la lengua poética que aprovecha en giros, sintagmas, metáforas e imágenes— fue el desarrollo sensual del relato mitológico, que traspone a los amores de Sansón y Dalestina (canto I, y en menor medida II y III) y de Sansón y Dalila (canto XI, y también XII). En estos cantos se aprecia, frente al resto del relato, un marcado protagonismo de los personajes femeninos y una variatio estilística que otorga preeminencia a elementos líricos y dramáticos frente a los propiamente épicos. Estos dos microepisodios sensuales, centrados en la representación visual del desnudo de Dalestina y Dalida, se insertan en el hilo narrativo de la historia bíblica, desde el que Enríquez va redimensionando la visualización concreta de particulares escenas cargadas de erotismo. Los dos relatos poseen cierta unidad en el desarrollo de la materia erótica, al presentar un ciclo temático completo que va desde el encuentro de los amantes a la unión, himeneo en el primer caso, y sexual en el segundo. Ya el narrador vincula los dos idilios y a las dos féminas en el preámbulo al encuentro de Sansón y Dalida (XI, 11[3]):

 

Elevado Sansón revuelve penas,

Dalestinas especies inmortales,

una dormida en cándidas arenas

y otra despierta en líquidos raudales;

ésta lavando copos de azucenas

y aquella ajando flores orientales

con cuya vista el joven determina

a Dalida tener por Dalestina.

 

A lo largo de los dos episodios, que constituyen un segmento nada desdeñable dentro del conjunto de la obra, se van diseminando numerosas claves sensuales, muchas de ellas declaradamente lascivas. La imitación del núcleo sensual del Polifemo (octavas XXXIX-XLII) es sostenida y reiterada para crear la atmósfera sensual. Las figuras de Sansón y Dalestina-Dalila se configuran bajo el perfil de Acis y Galatea, empleando el mismo lenguaje y mecanismos de la honesta oscuridad que Góngora. La piedra de toque para la configuración de esta ambientación erótica pasa por revestir a los personajes bíblicos de un ropaje mitológico, de forma que Sansón pasa a ser nominado como Adonis y Dalestina y Dalila como ninfas, Diana o Venus. Este revestimiento mitológico sirve de «simple pretexto» (Civil 1990: 41) y de «soporte privilegiado del erotismo» (Díez Fernández 2006: 9-10), sometiendo «la rica tradición erótica de la mitología» a «un tratamiento idealizado, frecuente en los poetas cultos de los Siglos de Oro» (Díez Fernández 2003: 66). Desde esa coartada mitológica el poeta procede con una libertad sin límites en el retrato del cuerpo femenino.

Así pues, las tres octavas que constituyen el cénit en la narración de los amores sensuales de Acis y Galatea en el Polifemo son paradigma modélico para los episodios de Sansón-Dalestina (canto I) y Sansón-Dalila (canto XI). Enríquez engasta versos, reescribe metáforas y desarrolla las imágenes gongorinas más sensuales. Nos detendremos en algunas de sus más bellas formulaciones.

 

Sansón y Dalestina

Sansón recorre, cual peregrino, un «valle ameno» hasta encontrar a la durmiente ninfa Dalestina (I, 36-45):

 

Este, pues, prodigioso Nazareno

bajaba a Thamatá, del filisteo

ciudad, y fatigando un valle ameno

parece organizado lilibeo.

De la estrella de Venus tan ajeno

venía el fuerte, el valeroso hebreo,

que a una fuente los pasos conducía

pisando los crepúsculos del día.

Sobre una alfombra de menuda grama,

tapete de la alegre primavera,

dormida vio la que nevando cama

era Ninfa de toda la ribera.

Líquida por las flores se derrama

de un arroyo la plata lisonjera,

siendo la fuente por su verde calle

laúd del prado, cítara del valle.

 

Para ello diseña el poeta un locus amoenus donde los elementos del paisaje se hacen eco del ardor sensual que va inundando al protagonista, el cual tiene su cénit en la visión final de Dalestina dormida: «Dos transparentes cristalinos velos / cubren lo que los dioses invidiaron, / siendo el Favonio a cada movimiento / errante sumiller vagando el viento» (I, vv. 325-328). «Viendo entre las flores recostada» a la ninfa, Sansón queda «en dulce parasismo» (I, vv. 334-336), y a partir de esta visión se prefigura el tálamo nupcial bajo la imitación de la octava XXXIX del Polifemo («Más agradable y menos zahareña, / al mancebo levanta venturoso, / dulce ya concediéndole y risueña / paces no al sueño, treguas sí al reposo. / Lo cóncavo hacía de una peña / a un fresco sitïal dosel umbroso, / y verdes celosías unas hiedras / trepando troncos y abrazando piedras»):

 

La línea de Neptuno pasó cuando

dende un sitial de blancos alelíes

el vendado rapaz le fue mostrando

viviente el Sur en concha de rubíes;

ciégale el paso que le va guiando

quedando entre las rosas carmesíes

la flor vital de nuestro Adonis fuerte,

laurel de amor, corona de la muerte.

Viola de trino que mirarse puede

el Sol en brazos de su luz dormido,

y el vendado cometa le concede

paces al sueño, treguas al sentido;

la ninfa que los términos excede

al vigilante espíritu encendido,

sacudiendo el temor con bizarría

las pestañas abrió y alumbró el día. (I, 45-46)

 

En la bella sermocinatio que Dalestina dirige a Sansón cuando despierta y contempla al joven mirándola, cobra protagonismo el arrullo de las palomas que había incitado el deseo de la joven, previamente herida por las flechas de Cupido (I, vv. 473-480). Este pasaje evoca claramente el zureo de palomas del Polifemo en una similar esfera sensual («reclinados, al mirto más lozano / una y otra lasciva, si ligera, / paloma se caló, cuyos gemidos, / trompas de Amor, alteran sus oídos. // El ronco arrullo al joven solicita, / mas con desvíos Galatea suaves / a su audacia los términos limita / y el aplauso al concento de las aves» [Polifemo, 317-324]):

 

Duplicome el deseo inadvertido

un arrullo amoroso, cuyo grave

concento de paloma dio al oído

lascivo acento, cuando no süave;

sonoro Arïón, cuyo sentido,

clarín de Amor, con su deleite sabe

si no incitar la nieve de Diana

destemplar su hermosura soberana.

 

Los acordes sensuales de la historia de amor con Dalestina, bajo el tópico de la novia remisa, se muestran más contenidos que el relato de Dalila y terminan en el tálamo nupcial (II, 55):

 

Guían al dulce Paraíso adonde

se promete la gloria el Nazareno;

Dalestina, cortés, su rostro esconde

a la luz de un cendal, de rayos lleno.

Mira el zagal el arroyuelo donde

bebió por néctar celestial veneno,

suspira cuerdo y la doncella envía

su favorable luz por celosía.

 

Dalestina, Dalida y Sansón

Las figuras de Dalestina y Dalila imitan el perfil (Góngora 2010: 251) de la Galatea gongorina (Polifemo, XIII-XIX): «el terno Venus de sus Gracias sumas» (Polifemo, 100) es para Enríquez «terno de Gracias, Dalida napea» (XI, v. 42); el laurel bajo el que se dormía Galatea (Polifemo, 178) se insinúa en la corona que ciñe Dalila («le ciñe de coronas y laureles» XI, v. 100); y las armonías cromáticas y blancura láctea de la ninfa gongorina están presentes de forma prolija en la descriptio puellae de Dalestina y Dalila. El comparante floral para encarecer la hermosura de ambas, reproduce las dos designaciones metafóricas (jazmín y azucena) que empleaba Góngora para ponderar la belleza de Galatea: «Sobre cinco azucenas recostada / bebe de Delo el resplandor mentido, / temiendo el Sol que abriendo los dos Soles / del Cielo abrase antorchas y faroles» (I, vv. 309-312). La bella traslación de significado del jazmín («tantos jazmines cuanta hierba esconde» [Polifemo, 179]) producía, según Ponce Cárdenas,

 

una intensificación metafórica, ya que Galatea no hace germinar flores al hollar el prado, sino que su fulgente cuerpo recostado se transmuta metafóricamente en un grupo de jazmines vertido sobre la grama. A este propósito, la profesora Mercedes Blanco considera que hay en este pasaje algo más, ya que al estudiar en paralelo la confluencia entre el erotismo del desnudo femenino, la configuración del paisaje en la pintura italiana y la poesía gongorina consideraba que aquí y en otros lugares del epilio se intuye la desnudez de la nereida, una desnudez que la poesía no puede nombrar, más que la pintura tiene a gala desvelar (Góngora 2010: 251).

 

Enríquez complica la mudanza de los términos metafóricos en la relación de similitud jazmín-cuerpo níveo cuando Sansón, siguiendo el cendal que llevaba el arroyo, encontró a Dalida bañándose en las tranquilas aguas (XI, vv. 201-208), de manera que acaba nominándola como Flora del agua: «Bañarte vi de ese jazmín nevado, / balcón de la florida Primavera, / o bien fuese ilusión o bien cuidado, / yo vi abreviada la tercer esfera; / como estaba tu cuerpo delicado / cubierto de la clara vidriera / parecías, en varios Paralelos, / Flora del agua, Europa de los cielos». La designaciones metafóricas se engarzan con efecto sinestésico, de forma que la música del arroyuelo (tiorba) se funde con el cuerpo de Dalida (azucenas) metida en el agua (cristal sonoro), transfiriendo los significados de un dominio sensorial a otro: «Curioso sigue del cristal sonoro, / tiorba de olorosas azucenas, / el nacimiento, donde sale el oro / disfrazado entre líquidas arenas;» (XI, vv. 33-36).

En el himeneo de Sansón y Dalestina, antes de que el valeroso hebreo propusiera a los filisteos el enigma que desencadenará el fin de la historia de amor, insiste Enríquez en la misma transmutación metafórica en torno a la azucena que Góngora empleaba en la octava XXVIII («La ninfa, pues, la sonorosa plata / bullir sintió del arroyuelo apenas, / cuando, a los verdes márgenes ingrata, segur se hizo de sus azucenas»):

 

[…] El casto lecho, que jurarse pudo

de blanco armiño, de nevado Oriente,

recibe, propagando obligaciones,

en una voluntad dos corazones.

[…] Penetra Febo los azules velos,

rayando alegre, en pensiles de Flora,

de los novios el tálamo, que hacía

emulación al párpado del día.

Bebe la luminaria hermosa y pura

diez azucenas cuya luz nevada

parece, entre los dedos, la blancura

grumos de fina cera destilada.

Velando el joven dicha tan segura

siente, que de la cuna laureada,

el alba salga porque teme ciego

que Amor se quite la visera luego. (III, 22-24)

 

Frente a la delicada belleza de las dos doncellas, Sansón es un portento de fuerza casi monstruosa, a la manera de Polifemo:

 

Eran sus fuertes miembros formidables,

visagras de su fábrica viviente

y sus robustas fuerzas indomables

impulsos del autor omnipotente.

Tal vez las manos, ejes inmudables,

asidas de la rueda inobediente

de Ceres por la furia de Neptuno

cejar hacía en el pavón de Juno.

Cuando subía al monte devoraba

cuanto nocivo monstro conducía

la soledad a la montaña brava,

albergue oculto de la noche fría;

con una mano vidas arruinaba

y con otra sangriento repartía

trozos de fieras al ligero viento

donde hallaban las aves el sustento. (I, 12-13)

 

Pero la principal actividad a la que se va a consagrar el héroe hebreo está muy lejos de la fragosidad de la batalla. Ahora es un voyeur, que mira a las dos mujeres bíblicas transmutadas en ninfas, vencido por el deseo y elevando la descripción de ambas a una suerte de epifanía sensual. En una analepsis de Sansón que dialoga con Dalila, se introduce un curioso juego metaliterario en el que aquel se juzga a sí mismo voyeur que mira a Dalida «como a ninfa de una fuente»: «Bañarte vi de ese jazmín nevado, / balcón de la florida Primavera […] /. Ciego de verte —que la luz eclipsa / el sentido más noble exteriormente—, / por no manchar la celestial divisa, / te miré como a ninfa de una fuente […]» [XI, 26-27]). Tanto el narrador como Sansón se configuran discursivamente como «yo observador», «forma elocutiva propia de la poesía erótica» (Garrote Bernal 1989: 79). Y como sucede en la mayoría de textos que tratan el cuerpo de la mujer, «es casi inevitable que el personaje observado ignore la presencia del voyeur, que actúa, por tanto, de manera furtiva» (Alonso 2006: 47), ya que al tratarse de «un arte concebido por y para el hombre —y eso por razones históricas— el objeto erótico por antonomasia es la puesta en escena del desnudo femenino» (Civil 1990: 40).

De ahí el protagonismo de la mirada, que se debate en esa ambivalencia entre lo que se enseña y lo que se esconde. Es ese placer voyeurístico el que enciende el deseo sexual en Sansón cuando contempla, primero, a Dalestina dormida y, después, a Dalida bañándose. Enríquez recrea así un motivo recurrente en la tradición erótica de mujeres que sin saberlo son contempladas por un hombre, de forma que el lector asiste a la misma fruición de la vista que el locutor poético o el narrador, desde ese sostenido juego entre encubrimiento-mostración de los cuerpos femeninos (sobre la presencia de este motivo en las novelas cortesanas, cfr. Colón [2010]).

Por otra parte, la pintura que Góngora ofrecía de Acis («(polvo el cabello, húmidas centellas, / si no ardientes aljófares sudando) / llegó Acis; y de ambas luces bellas / dulce occidente viendo al sueño blando, / su boca dio y sus ojos cuanto pudo / al sonoro cristal, al cristal mudo» [vv. 187-192]) también halla eco en el marco sensual que Enríquez Gómez diseña en los dos episodios a que me vengo refiriendo. Si el cordobés acudía al «lugar común del desaliño que hermosea, cuyos trazos resultan obligados en la pintura de la belleza viril […]: la faz encendida, el cuerpo o cabello cubierto de polvo, los miembros empapados en sudor» (Góngora 2010: 254), igualmente acalorado llega Sansón al arroyuelo donde descubrirá flotando el «brillante cendal de fuego y nieve» que le conducirá hasta Dalida (XI, vv. 13-16): «bañan por los contornos deleitosos / las aguas bellas un rosado muro, / donde templó Sansón el fuego ardiente / que despedía el Sol resplandeciente».

Enríquez transita con denodado afán las mismas vías del «elocuente código» fijado por Góngora en el Polifemo para configurar la atmósfera sensual de su poema: primero, «los senderos de la visión y el deseo; [y] en segundo término, la pan-erotización que llegará a implicar al espacio visivo, a la entera naturaleza» (Ponce 2010: 116). El clima erótico se sugiere a través de una acumulación de elementos: el significado sexual del fuego, el ruiseñor, la tórtola, la identificación del amor como veneno, las palomas (aves que tiran del carro de Venus), o el mirto (árbol también de Venus). Recuérdense a este respecto los modélicos versos del romance «En un pastoral albergue», 109-116: «Todo sirve a los amantes: / plumas les baten, veloces, / airecillos lisonjeros, / si no son murmuradores; / los campos les dan alfombras, / los árboles, pabellones, / la apacible fuente, sueño, / música, los ruiseñores».

Junto a ese itinerario de la visión que recorre Sansón hasta alcanzar la imagen de Dalestina dormida y de Dalida bañándose, la configuración del espacio es fundamental para la creación de esa atmósfera libidinosa, con elementos recurrentes como el calor ardiente en contraste con la frescura que proporciona la fuente; árboles como el laurel y aves como el ruiseñor; y esa cronología privilegiada para enmarcar los amores sensuales que es la primavera o el inicio del verano. Otros elementos inciden también en esa persistencia del deseo, particularmente la alfombra verde o lecho de flores sobre el que se recuestan los amantes, y las palomas con sus ecos gemidores. Aparece en distintos lugares esa alfombra de hierbas y flores sobre la que Enríquez hace descansar a sus dos ninfas, Dalestina y Galatea, como ya habían hecho Góngora y Camões (Alves Dos Santos 2003-2004: 42-43). Tampoco escapa al lector atento que igualmente que Acis llega al arroyo donde la ninfa dormía bajo el tórrido sol de la Canícula (Polifemo, 185-186), Sansón irrumpe en el arroyuelo donde Dalida se baña bajo el caluroso sol del mediodía (XI, 2): «Oblicuos arcos de álamos frondosos / doseles eran del nevado muro, / cuyos espesos árboles hojosos / hacen al sitio sólido y oscuro; / bañan por los contornos deleitosos / las aguas bellas un rosado muro, / donde templó Sansón el fuego ardiente / que despedía el Sol resplandeciente». El sofocante calor de ese momento central del día es especialmente adecuado a la excitación amorosa.

Todos los elementos del paisaje se confabulan para crear, en consonancia con las delicias amorosas de los amantes, un espacio paradisíaco. Este se configura bajo el tópico del locus amoenus y en él se subraya reiteradamente una serie de elementos simbólicos en tres órdenes: 1) un arroyo o fuente; 2) elementos florales: la alfombra que oferta la Naturaleza a los amantes y que sirve de tálamo, los árboles, los jazmines y alelíes; 3) aves: palomas y ruiseñores principalmente. Hay un juego constante entre mostrar-ocultar que se ejemplifica también en esas cortinas que en ocasiones dejan ver, y en otras ocultan, las escenas más sensuales: la desnudez de Dalestina y Dalina y el encuentro amoroso de los amantes. Este enclave venusino, propicio para el amor, cobra marcado erotismo en la pintura del desnudo de Dalila bañándose en el arroyuelo, como veremos.

El marco que precede al cénit sensual del Polifemo es fielmente imitado por Enríquez Gómez como preámbulo a dos de las octavas de más acendrado erotismo de su poema épico, figurando —como Góngora hacía con Acis («Argos es siempre atento a su semblante, / lince penetrador de lo que piensa, / cíñalo bronce o múrelo diamante, / que en sus paladïones Amor ciego, / sin romper muros, introduce fuego» [Polifemo, 292-296])— a Sansón (XI, vv. 89-96) como Argos de cien ojos y lince penetrador:

 

Penetra por la verde celosía

Argos el sauce de su tierno celo,

la deliciosa ninfa que porfía

con aura mansa refrescar el cielo;

Lince divisa el norte que le guía

brujuleando por el auro velo

sobre el paladïon de yelo ufano

incendio felestín, fuego troyano.

 

Al igual que en el Polifemo, el acceso de Sansón a Dalila se plantea como la conquista de un fuerte de diamante y ello se combina con dos emblemas de la visión: Argos y el lince. La figuración del héroe hebreo como Argos de cien ojos y como lince subrayan la visualidad del pasaje y ponen énfasis en el gozoso panorama de que va a disfrutar seguidamente al contemplar la desnudez y los senos de Dalida mientras ésta se baña desnuda en la cristalina corriente (XI, vv. 107-112). Escondido tras el verde ramaje divisa a Dalila con la aguda vista de un lince, y sus ojos, como brújulas buceando en el auro velo de agua que la envuelve, vencen esa pared líquida que se interpone entre él y la doncella (paladïon de yelo ufano) hasta atisbar, finalmente, el cabello de Dalila lleno de gotas de agua y su pecho, que queda al descubierto brindando al joven la belleza rosada de sus pezones (XI, 13):

 

La descuidada diosa, el recogido

cabello toca con sus dos claveles,

y entre neptunas perlas esparcido

le ciñe de coronas y laureles.

Al abrochar el golfo dividido,

la vista penetró por sus pinceles

en los pechos, cercados de alelíes,

botones dos con sus picos carmesíes.

 

A la vista de los senos, «cercados de alelíes / botones dos con picos carmesíes», queda definitivamente herido de las flechas de Cupido, de forma que los pechos de la joven, «pimpollos de escarcha torneada», se convierten en «flechas de espuma», en arpones que embisten sin remisión el corazón y el ardor del joven (XI, 14):

 

Flechas de espuma para el joven fueron

los pimpollos de escarcha torneada,

arpones que los astros despidieron

para rendir un alma enamorada.

Tan deliciosamente le embistieron

que en lágrimas de Amor quedó bañada

la dulce voluntad, la tierna vida,

mal empleada, pero bien perdida.

 

El lugar ameno, que invita al placer, y el perfil desnudo de la muchacha sintonizan plenamente no solo con el Polifemo sino con varios romances gongorinos que crean un cautivador paraje bajo el reinado de Eros. Especialmente marcadas son las correspondencias léxicas y metafóricas de esta octava con estos versos de Angélica y Medoro: «Desnuda el pecho anda ella, / vuela el cabello sin orden; / si lo abrocha, es con claveles, / con jazmines, si lo coge»[4]. En el libro I volvía a usar Enríquez la metáfora de golfo dividido aplicada al pelo del héroe en un contexto análogo: «El sol de su cabello daba muestra / de tener en su golfo dividido / sagrados rayos de la sacra diestra / del abeterno sol esclarecido. / En este de la luz firme palestra, / interno ser de espíritu encendido / respiraban los poros eminentes / movimientos de espíritus ardientes» (vv. 81-88).

El encuadre hídrico, que vincula este texto a «toda una clase de poemas sobre encuentros sexuales en un margen fluvial» (Navarrete 2006: 83), sirve de ambientación a las fantasías visuales de Sansón, en un crescendo que va desde que divisa el «velo transparente» «de verde y oro» (XI, v. 24) hasta que alcanza lo que ya es «brillante cendal de fuego y nieve» (XI, v. 25), y «curioso sigue el cristal sonoro» hasta que llega, finalmente, a la vista de Dalila, que se arroja al agua bajo la lúbrica mirada del galán (XI, 10):

 

Nadando cisne, con decoro grave,

en el pequeño océano se mueve,

si garza, no del Céfiro süave,

águila sí, pues el candor se bebe;

si en el fuego de Arabia vive el Ave,

Dálida hermosa, entre la blanca nieve,

que sabe Amor, en tales accidentes,

en agua concebir perlas vivientes.

 

Queda así trazado a lo largo del canto undécimo todo un itinerario de la visión. La narración sensual se inicia con el contacto visual. A la mirada sigue el contacto con el cuerpo cuando Sansón salva a Dalestina de morir ahogada. En este voluptuoso recorrido hay espacio también para el dolor de amor que los protagonistas expresan a través de discursos en estilo directo y hermosos diálogos, y culmina en el encuentro sexual (Ríos 2009), una vez que se ha lanzado al agua para salvar a la ninfa Dalida de una muerte inminente y «sobre la alfombra del florido mayo / la coloca, cortés» (XI, vv. 129-130):

 

Murmuran, si no invidian, ruiseñores

la paz, que guerra fue de los sentidos,

blandos arrullos, ecos gemidores,

palomas dan en ternos repetidos;

tórtolas beben líquidos favores,

llorados antes cuando no perdidos,

sueño la fuente da, su alfombra Flora,

su sombra el Nicho y perlas el Aurora.

De la menuda grama la floresta

cama sabea ofrece a los amantes;

en ella pasan la ardiente siesta

los incendios de Febo penetrantes;

casta conversación si no molesta

urbanidad los coronó diamantes,

que Amor, en los principios comedido,

brinda con nieve el fuego retraído.

(XI, vv. 272-287)

 

La atracción sexual de los amantes impregna, asimismo, el paisaje, de forma que las plantas, árboles y pájaros son descritos con el mismo lujo metafórico y plenitud sensual.

 

Más paralelismos sensuales

Los microtextos escritos por Enríquez a semejanza del Polifemo de Góngora son tan prolijos que resultaría imposible —y hasta innecesario— agotar su nómina. No obstante, hay algunos otros paralelismos destacables que ocultan referencias sensuales y carnales bajo una red metafórica o alusiva que merecen resaltarse.

El modo en que este erotismo sublimado o estilizado cobra forma en la epopeya de Enríquez Gómez partiendo del elegante modelo de ars erótica fijado por Góngora, se ejemplifica en la estela que una de las imágenes más sensuales de la fábula deja en el Sansón, la del primer beso de Acis y Galatea: «No a las palomas concedió Cupido / juntar de sus dos picos los rubíes, / cuando el clavel el joven atrevido / las dos hojas le chupa carmesíes» (vv. 329-332). Esta imagen se reescribe en dos momentos del canto XI. El ya citado de la octava XIII, donde pico es metáfora de la areola al que acompaña el adjetivo carmesíes, previo recuerdo de los claveles con los que Góngora designaba los labios de Galatea. Más adelante, después de que han pasado juntos la «ardiente siesta» (v. 282), los amantes disfrutan de una suntuosa comida en la que se catalogan los elementos ya citados (alelíes, palomas y «aromas de la fragante Arabia») que crean un clima sensual: «Espléndida la mesa los espera / en un jardín murado de alelíes, / adonde el néctar de los dioses era / exprimido licor de mil rubíes; / viose poblada la redonda esfera / de las aves con picos carmesíes, / sin que faltase la que nace sabia / en las aromas del fragante Arabia».

Las sugerencias de la pareja carmesíes-rubíes son infinitas para Enríquez, por ejemplo para ponderar el contraste entre el níveo rostro y el ardor con que la pasión enciende las mejillas y los labios de Dalestina cuando yace en el tálamo con Sansón (III, 8): «Dalestina, nevada mariposa, / a la luz de su amante se regala / cariños dulces de la blanca rosa / a quien el nácar vergonzoso iguala; / castos incendios la celeste diosa / süavemente de su rostro exhala, / de cuyos arreboles carmesíes / beben los labios rayos de rubíes». Y, paralelamente, la misma metáfora sella el último beso que Sansón da a Dalila antes de que esta lo traicione llamando a los filisteos para que corten su pelo y acaben así con la fuente de su fuerza: «Brïosa con imperio da a los ojos, / segunda vez que el que fiador ha sido / de lágrimas fingidas y de enojos, / hechizo natural del dios Cupido. / Ofrécele Sansón nuevos despojos, / que siempre es tributario el que es vencido, / sellándole cortés los dos rubíes / con dos hojas de tiro carmesíes» (XII, 22).

La referencia a la salamandra («salamandria de amor, fuego de yelo» [I, v. 464 y v. 439]) no deja dudas tampoco sobre la alusión sexual al ardoroso amante que no desfallece ante los embates de la pasión, y que sugería —aunque más veladamente— el verso gongorino «Salamandria del sol, vestido de estrellas» (v. 185):

 

Hallándose Sansón destituido

del cariñoso ardor, en cuyo fuego

se juzgó salamandra su sentido,

aquella con incendio y éste ciego,

más elevado, menos atrevido,

violando los decoros del sosiego,

rompiendo el aire, enterneciendo el día,

[…] (I, 68)

 

Otra imagen del Polifemo retomada por Enríquez en distintos momentos (II, v. 189; XI, v. 188) es la de «El bello imán, el ídolo dormido / que acero sigue, idólatra venera» (vv. 197-198). Sansón declaraba a Dalestina con ecos y voces gongorinas el hechizo de su amor: «Vendado en forma de otro dios Cupido, / deidad sujeta al líquido beleño, / tu belleza miré, siendo la herida / viviente acero con imán de vida» (I, vv. 397-400).

Si en ocasiones el calco se restringe a un sintagma, a una bella imagen o se reelabora en una serie metafórica, en otras el autor del Sansón Nazareno reescribe pormenorizadamente una octava completa del Polifemo, como la XXVII, en la que Acis se refresca en las aguas de un arroyuelo para sofocar el calor: «Caluroso, al arroyo da las manos / y con ellas las ondas de su frente, / entre dos mirtos que de espuma canos / dos verdes garzas son de la corriente. / Vagas cortinas de volantes vanos / corrió Favonio lisonjeramente / a la (de viento cuando no sea) cama / de frescas sombras, de menuda grama». Las imágenes de la garza, de las cortinas que corre Favonio y la cama de menuda grama animaron a Enríquez en distintos momentos a la emulación creadora, como en la estampa de Dalida nadando en el arroyuelo, cual garza de la corriente, empleando la gongorina construcción si… no (XI, vv. 75-76):

 

Nadando cisne, con decoro grave,

en el pequeño océano se mueve,

si garza no del Céfiro süave,

águila sí, pues el candor se bebe;

si en el fuego de Arabia vive el Ave,

Dálida hermosa, entre la blanca nieve,

que sabe Amor, en tales accidentes,

en agua concebir perlas vivientes.

 

Si la suave corriente corrió las cortinas dejando ver a Galatea sobre la menuda grama, Enríquez convierte a Favonio en agente que agita con suave movimiento los transparentes, cristalinos velos que cubren a Dalestina, de forma que la brisa se convierte en errante sumiller (I, vv. 325-328): «Dos transparentes cristalinos velos / cubren lo que los dioses invidiaron, / siendo el Favonio a cada movimiento / errante sumiller vagando el viento». Y vuelve a proyectar la misma metáfora en el episodio de Dalida (XI, vv. 209-216): «Ciego de verte —que la luz eclipsa / el sentido más noble exteriormente— / por no manchar la celestial divisa, / te miré como a ninfa de una fuente, / pero siendo la fuga tan precisa / que pudiera turbar al más prudente, / sumiller la vergüenza peregrinan / al sauce le corrió verde cortina».

Igualmente, se suma Enríquez a la recreación del tópico virgiliano de latet anguis in herba, al que tampoco se había sustraído Góngora en el Polifemo, 281-284: «En la rústica greña yace oculto / el áspid, del intonso prado ameno, / antes que del peinado jardín culto / en el lascivo, regalado seno». En el canto XI retoma el tópico como prefiguración del encuentro amoroso entre Dalida y Sansón (vv. 37-40): «del Mayo venerando su tesoro / oye en el agua voces de sirenas, / y de los siempre verdes corredores / el áspid mira en medio de las flores». Pero en el relato de Dalestina, el quiebro erótico se hace más explícito, vinculado directamente al voluptuoso deseo que agita el corazón del fogoso Sansón: «Cuantos venenos le guardó nocivos / el áspid sordo entre la verde cama, / tantos bebí, curando mi deseo / el santo honor, el cálido Himeneo»(I, vv. 493-496). Y vuelve a recordarlo el amante (II, 10) ante «la alegre posesión del Himeneo»:

 

Dormido vivamente entre las flores

el áspid bello, dulcemente activo,

mordiendo glorias, repartió dolores,

quedando muerto por salir más vivo;

confundió las potencias interiores

tan mundanamente el astro fugitivo,

que cuando respiró mi valor fuerte

en su misma influencia hallé la muerte.

 

Voy a referirme a un último pasaje que da renovada idea del referente modélico que el Polifemo representó para Enríquez en su Sansón. El temor que paraliza a Galatea cuando despierta, en los versos de la octava XXVIII («Huyera, mas tan frío se desata / un temor perezoso por sus venas, / que a la precisa fuga, al presto vuelo, / grillos de nieve fue, plumas de hielo»), lo traspone a la increpación de Sansón a los elementos de la naturaleza, al final del canto I, para que retengan a Dalestina a su lado (vv. 545-552):

 

Montes, tened ese prodigio hermoso,

selvas, negadle sombras al Ocaso,

y tú, arroyo de nieve caudaloso,

con grillos de cristal le embarga el paso,

bosque sombrío, abismo lobregoso,

sirve de muro en ese campo raso;

mirad que en instrumento de zafiros

desprecios canto al son de mis suspiros.

 

Paralelamente, los rasgos esenciales que definen el usus scribendi de Enríquez se modelan siguiendo el dechado gongorino: a) el desarrollo de una compleja de red conceptos metafóricos que calcan sintagmas e imágenes del Polifemo; b) el uso de participios en presente, latinismos y cultismos semánticos (brujulear, vincular) y de otras estructuras sintácticas como el ablativo absoluto, las distributivas del tipo si…no, la fórmula adversativo-aditiva propia del estilo culto A ya que no B, o las estructuras paralelísticas, todos ellos recursos definidores de la elocutio gongorina; c) el protagonismo del símil, la alusión y la perífrasis (cfr. Góngora 2010: 127-132). Se trata, en definitiva, de un modelo de eros honesto que se construía desde el recurso a la metáfora y la elipsis de un lenguaje altamente estilizado, que crea una atmósfera refinada y sugerente y que exige una fuerte implicación del lector-destinatario. Ello crea un productivo juego entre lo que no se ve y lo que se descubre, metaforizado en el cendal que cubre tanto el cuerpo de Dalestina como el de Dalida, y que se plasma en diversos planos: a) sintáctico: hay un contrabalanceo entre la aceleración de frases paratácticas y su ralentización con el hipérbaton; b) léxico: la descripción de la mujer se debate entre el encubrimiento o velo que cubre sus partes sensuales y su desvelamiento, en un movimiento que se cifra a través del oxímoron o la epanadiplosis; y los campos léxicos son los habituales en el vocabulario erótico: bélico, agrícola e ígneo (Alonso 1990: 16-17).

 

LA DAMA DORMIDA Y EL TEMA DEL BAÑO COMO MOTIVOS ERÓTICOS

El contenido sensual del Sansón Nazareno gravita, pues, en torno a dos ejes, ambos motivos arquetípicos de la tradición erótica: la dama dormida (Dalestina, canto I) y la dama bañándose (Dalida, canto XI). Para los dos episodios Enríquez crea una escena centrada en la exhibición del cuerpo femenino:

 

La escritura «ilumina», por tanto, el cuerpo (y la bonita expresión se debe a Barthes), constituye el reflector que exalta su «codiciabilidad», incluye con sus juegos evocadores al destinatario, el cual, tal como se verifica con el mot d’esprit, tiene que ser connivente y cómplice, ora descubriendo la alusión, ora recreando la escena erótica, ora gozando de la directa mención del cuerpo (Profeti 1992: 63).

 

Hay una morosa recreación en la belleza de la desnudez a través de estos dos motivos de amplia tradición literaria, y los contenidos eróticos se enfocan incuestionablemente hacia el cuerpo femenino desde patrones dictados por la imaginación masculina y proyectados hacia esta. Puede decirse, a tenor de las octavas citadas, que tres son los vectores del erotismo: el cuerpo femenino, el voyeurismo y el goce sexual (Díez Fernández 2003: 120). En todos ellos, el recuerdo de Góngora es persistente en cualquier lugar al que lector dirija su vista.

 

El motivo erótico de la dama dormida

A través del motivo de la dama dormida (Palomo 1990) desvela Enríquez, bajo una tupida red metafórica, los encantos del cuerpo de Dalestina. La aparición de los detalles eróticos, si bien más contenidos que en el caso de Dalida, viene propiciada por la descriptio puellae (Ponce Cárdenas [2007: 199-200] la señalaba entre la tipología de escenas que favorecen la aparición de detalles eróticos), que el poeta ensaya en otros lugares de su producción poética[5].

En la Academia primera, en la composición de Danteo Al robo de Dina, Enríquez Gómez describe en términos análogos a la hija de Jacob, cuyo robo por Siquem lleva a establecer un paralelo mitológico con la historia de Dafne y Apolo (1647: 47-48):

 

Dividido en tres partes

iba el golfo de luz, hilos que al oro

quilates le prestaron,

y tanto en el Favonio se emplearon

que, encendido el diáfano elemento,

gozoso conquistaba

cuanta delicia Primavera daba

al templado color de su hermosura,

o si cubierto fuera

para que menos almas encendiera.

Las azucenas, diez, de blanca nieve

al compás de su altivo movimiento

blandamente jugaban con el viento,

siendo los arcos bien proporcionados

del árbol de cristal ramos nevados.

Un cendal transparente le cubría

el rostro, sol vecino de sus rayos,

y de alba le servía […].

El partido coral, concha sucinta

de las perlas menudas de su aurora,

tal vez las descubría

al decir algo en su idioma grave, […]

y en su hermosura y gracia reparaba,

que gala, discreción, brío y belleza

raras veces juntó Naturaleza.

 

Reelabora aquí Enríquez metáforas ya habituales en su poesía para constituir un voluptuoso canon del cuerpo femenino: golfo (pelo), azucenas, arcos, «el partido coral, concha sucinta» (boca) y el omnipresente «cendal transparente». Más acendrada carga sensual, subrayada por la morosa delectación con que el voyeur mira a una Venus dormida, presenta este otro hermoso y sugerente retrato que pinta Floro a unos serranos en la introducción a la IV Academia. Bajo la sugestiva «luz de una antorcha» va posando sus ojos sobre las distintas partes de la fisionomía de la «mujer dormida» sobre un «catre de flores» (Enríquez Gómez 1647: 335-337):

 

A la luz de una antorcha vi, Señores,

sobre un catre de flores,

una mujer dormida

engañando la parte de la vida;

y si el sueño es retrato de la muerte

ella se iba muriendo de esta suerte:

sobre una almohada la cabeza estaba,

halagando la holanda, que gozaba

lo mejor del cabello y parecía

golfo de luz cuando amanece el día;

y como algunos rayos a los ojos

daban dulces enojos,

parecían sus claros arreboles

que llamaban al día sus dos soles.

Forzada del calor tendió los brazos

dando a una colcha abrazos

y con las manos de riquezas llenas

sembró en su campo azul diez azucenas,

pareciendo en la máquina bordada

grumos de blanca cera destilada.

Un suspiro celoso de la vida,

pesándole de bella, tan dormida,

le abrió (dulces congojas)

el clavel de dos hojas,

descubriendo en la concha más segura

las perlas en el Sur de su hermosura.

El sueño, de cortés en casos tales,

se atrevió a descubrir, en los cristales

del dormido edificio,

dos columnas vivientes por oficio,

tan tersas y lucidas,

que con estar caídas

(ruina de movimiento)

servían al honor del firmamento.

Atreviose el calor a conquistalla

y la débil muralla,

cendal del norte, el pecho descubriendo,

del desacato se quedó riendo;

pero acudiendo luego

(mucho diera el Amor por no ser ciego)

a socorrer la nieve profanada,

antes quedó más bella que invidiada.[6]

 

Se reitera ese mismo paradigma descriptivo (golfo de luz, azucenas, clavel de dos hojas, columnas) y ese sutil juego de velo-desvelamiento propiciado por los suaves movimientos que provoca el sueño en la doncella y que permiten atisbar al silente observador las «columnas vivientes» hasta alcanzar la vista del pecho descubierto una vez que ha caído la débil muralla del cendal que le cubría levemente los senos. Con ello se busca en el lector «el pasmo, la suspensión, la admiración que causa» «la peregrina, maravillosa, milagrosa belleza» de la mujer, de modo que se accede «a la incitación sexual, a través del canal de la admiratio, a la búsqueda de la admiración del lector, finalidad clave para los literatos barrocos» (Rey 1990: 273-274).

En otros momentos se atenúan las posibilidades sensuales, por ejemplo en La aventura de Damín (tercera Academia), donde vuelve a detenerse Enríquez Gómez (1992: 199-202) en la pintura de una dama dormida en la cercanía de una fuente:

 

El arroyo pasé cuando,

al ruido de una fuente,

sobre un globo de azucenas

(de aquel valle ramilletes)

veo una mujer, mal dije,

un Astro, un Planeta ardiente

que entre una esfera de armiños,

entre unas nevadas pieles,

cometa inmóvil del alma,

pronosticaba desdenes.

Sin las luces de sus ojos,

que dormían blandamente,

miraba tan de improviso,

hería tan tiernamente,

que era delito la vida

y noble virtud la muerte.

Sobre el nevado vestido

(que con ser gala silvestre,

el brocado del donaire

lucía superiormente)

estaba en rayos partido

el cabello, y por la frente

tiraban luces al día

para ser del Alba Fénix. […]

Abrió la pestaña el día

y sirviéndole corteses

las suyas de vidrieras

o cendales transparentes,

me divisó entre unos olmos,

tan ajena de que fuese

ella causa de mis males

como yo lo fui de bienes.

 

En el episodio de Dalida encontramos otra variante del tema puesta igualmente al servicio de la estrategia amorosa y de su funcionalidad como estímulo erótico: la dama desmayada (Palomo 1990: 226-227). Esta argucia del desvanecimiento permite a Sansón tomar entre sus brazos a Dalila, después de que la ninfa «con descuido» «se avecina / a lo profundo del arroyo» (XI, 15), salvándola así de morir ahogada (XI, 16-18):

 

Viendo Sansón que se eclipsaba el cielo

se abalanza hasta el piélago profundo,

y abrazando los ángulos de Delo

en hombros saca el desmayado mundo; […]

Sobre la alfombra del florido mayo

la coloca, cortés, y las napeas

cubren, hasta que vuelve del desmayo,

las apagadas lámparas febeas; […]

Sacude de los miembros el pesado

accidente, de penas retraído,

y viendo al joven a su diestro lado

duplica beneficios al sentido.

De un volante cendal quedó adornado

el cuerpo bello, de albas guarnecido,

y puesta en pie, con suma bizarría,

articulando voz respiró el día.

 

Las sugerencias de este motivo, como vemos, son variadas y fecundas, y sus posibilidades ampliamente ensayadas por Enríquez a lo largo de su producción poética.

 

El motivo erótico del baño

Tanto el episodio en que Sansón mira a Dalestina dormida como este del baño de Dalila se modelan sobre la tópica del eros que Góngora había diseñado en su Polifemo. En el dibujo de la desnudez femenina el punto climático es la visión de los senos, tanto en el caso de Dalida como en la pintura de Floro en la Academia IV arriba citado. La imagen del baño, cuya codificación como motivo erótico está aún por estudiar, es de un sugerente y delicado erotismo en muchos textos del Siglo de Oro, como —por mencionar solo algunos ejemplos— en el soneto de fray Melchor de la Serna, Descripción de una dama que se estaba bañando, o en la traducción de Pontano que lleva a cabo Calderón en «Mientras que está en las aguas dulcemente…», soneto contenido en el Cancionero antequerano: «con diestros brazos, Galatea luchando, / y sus desnudos pechos van cortando / el dichoso cristal de la cor[r]iente» (vv. 2-4).

La curiosidad voluptuosa de Sansón termina triunfando cuando, después de seguir el cendal por el arroyuelo, alcanza, por fin, la vista de Dalila bañándose en las cristalinas aguas (XI, 7-10):

 

Sosegose el cristal y el escondido

joven divisa, en círculo diverso,

sin venda y sin aljaba al dios Cupido,

lascivo ardor de todo el universo;

el alabastro de deidad mentido,

vivo en la nieve si en el fuego terso,

bajel de Venus y pavón de Juno,

con remos de cristal parte a Neptuno.

Vidriera de amor era la fuente,

ufana de los copos animados,

y al rodar los armiños la corriente,

unos con fuego van, otros nevados.

En el vidro natal, resplandeciente,

claraboya de lucidos cuidados,

del templo del Amor las dos colunas

sustentan soles y retienen lunas.

Ninfas se llegan, ángeles divinos,

si en el cielo gentil ángel se hallara,

y lavando cristales matutinos

suda perlas el alba de su cara.

Arden los movimientos cristalinos

en la fragua lasciva, densa y clara,

quejándose el arroyo al niño ciego

que le agotaba el agua con el fuego.

 

Y entonces se despliega esa elegante isotopía que evoca en un lenguaje culto la desnudez femenina, cuyos términos se esparcen por las octavas que venimos citando: «De un delgado cendal, velo de nieve, / la Venus, de cristal, se halló vestida»; «Dos transparentes cristalinos velos / cubren lo que los dioses invidiaron»; «del templo de amor las dos colunas» (piernas); «en los pechos, cercados de alelíes, / botones dos con picos carmesíes»; «pimpollos de escarcha torneada» (pechos).

A la sugerencia sensual contribuyen otros motivos de muy interesante codificación en la tradición literaria erótica, como el cabello, particularmente cuando está suelto o ligeramente alborotado (Colón 2010) —como signo y efecto de la mujer que acaba de ser gozada—, tal como resume espléndidamente esta cancioncilla popular (Labrador Herráiz, DiFranco y Bernard 2001: 254-255):

 

Trae sus cauellos dorados

María presos y enbueltos,

por no haçer más daño sueltos

de aquel que haçen atados.

Tan ardientes rayos tira

qualquiera de sus cauellos,

que dexa colgados dellos

el alma de quien los mira.

Y ansí los trae encerrados

y en su tocado rebueltos.

por no haçer más daño sueltos

de aquel que haçen atados.

Que los trayga todo el año

encerrados no es spanto,

que sueltos harán gran daño

pues atados haçen tanto.

Tales son los que encerrado

tray mi María, y enbueltos,

por no haçer más daño sueltos

de aquel que haçen atados.

 

Y no puede obviarse tampoco a este respecto la desusada elegancia con que Góngora había tratado este mismo aspecto en la canción de 1582 «Corcilla temerosa»: «El viento delicado / hace de sus cabellos / mil crespos nudos por la blanca espalda, / y habiéndose abrigado / lascivamente en ellos, / a luchar baja un poco con la falda, / donde no sin decoro, / por brújula, aunque breve, / muestra la blanca nieve / entre los lazos del coturno de oro; / y así, en tantos enojos, / si trabajan los pies, gozan los ojos».

 

Las cuestiones que se han ido abordando en estas páginas en relación al tema del desnudo femenino, del papel del sujeto masculino como voyeur y de esos itinerarios de la visión, obligan a detener nuestra atención en el lugar protagonista que la poesía erótica del Seiscientos concede a la visualidad, puesta de relieve por la creciente presencia de elementos de esta naturaleza que suscitan en los lectores la sugestión de una visión. De ahí la relevancia en los fragmentos que venimos citando de verbos videndi: «dormida vio la que nevando cama / era ninfa de toda la ribera»;  «y viendo entre las flores recostada / la nueva Aurora, en dulce parasismo, / inmóvil se quedó sobre sí mismo»; «Divisa el joven y la siempre bella / deidad que veneró nevada espuma»; «tu belleza miré, siendo la herida / viviente acero con imán de vida»; «Lince divisa el norte que le guía / brujuleando por el auro velo»; «Ciego de verte —que la luz eclipsa / el sentido más noble exteriormente—, / por no manchar la celestial divisa / te miré como a ninfa de una fuente». Se va consolidando, pues, en toda esta serie de textos barrocos una práctica poética tendente hacia «una rica y expresiva pittoricità» (Ponce Cárdenas 2010: 47). El erotismo de estos poemas puede ponerse en relación con testimonios pictóricos de la época, cuyos paralelismos van a ir definiendo los variados contornos de esa esencializada ars erotica.

Como en el Polifemo de Góngora, Enríquez se mueve entre un erotismo deliberado y unas sublimaciones ambiguas en la representación del desnudo femenino, que insiste en ciertas poses y en determinadas posturas, así como en un mismo tratamiento estilístico que presenta indudables puntos de conexión con la pintura. Es necesario traer a colación aquí que después de pasar «la ardiente siesta» (XI, 36), Sansón y Dalila celebran un convite en «profano templo donde reina el vicio» (XI, 38), en el que se halla una «galería, orbe profundo / de los dioses pintados retratando», decorada con retratos (octava 39) y sensuales tapices (octava 42):

 

Esta pasaron los amantes, dando

en una galería, orbe profundo,

de los pintados dioses retratando

su esfera breve, el luminar segundo;

cuatro faroles iban alumbrando […]

Dejaron esta, y la tercer esfera

divisaron en óvalo dorado,

cuyo balcón la alegre Primavera

vinculó por su torno sublimado;

el dios Cupido, de nevada cera,

estaba sobre un nicho recostado,

y Dalida a sus pies de mármol terso

derretía sin fuego el Universo.

A la cuadra de Venus conducieron

luces a los amantes, adornada

de caldeos tapices donde vieron

de Faetonte la historia retratada;

en otra, de cendales descubrieron

el lecho de la ninfa regalada,

dulce palestra de nadante espuma

donde vence el amor orbes de pluma.

 

Aunque quizá hoy no se aprecie, debe estar muy presente que «existían objetos y acciones que aludían explícitamente al erotismo y que con el paso del tiempo han perdido su significado original» (Morán Turina y Portús Pérez 1997: 229). La mayoría de los lienzos barrocos que representan a Sansón y Dalila coinciden en ofrecer «la que se consideraba una imagen erótica por excelencia: un hombre en el regazo de una mujer». Así representaron a Sansón y Dalila P. P. Rubens, A. van Dyck, L. Giordano, G. van Honthorst, D. Fiasella, G. Nuvolone, J. Lievens, C. van Couwenberg o M. Stom. El caudal de sugerencias es, como puede verse, inagotable.

 

CONCLUSIÓN

Este recorrido acaba, pues, con la constatación de las variadas modulaciones que presenta el erotismo en el poema épico de Enríquez Gómez, caracterizado por una sensualidad sublimada que entronca con la tradición de la honesta oscuridad y que se filtra a través del modelo gongorino de la Fábula de Polifemo y Galatea. Mediante un medido entramado de alusiones y elusiones asiste el lector, con morosa delectación, a la voluptuosidad del desnudo femenino que ofrecen los turgentes cuerpos de Dalestina y Dalida mientras son contempladas, la primera dormida y la segunda bañándose, bajo la lujuriosa mirada de Sansón. Los sucesivos rituales que culminan en el encuentro sexual se van desgranando secuencialmente en un brillante diálogo con el dechado gongorino, poniendo de relieve las arquitecturas sensuales de una medida red de metáforas lascivas. Ello permite ir fijando toda una serie de paradigmas descriptivos (un locus amoenus sensual, un canon de descriptio puellae) y de líneas temáticas (la dama dormida o el baño) que contribuyen al establecimiento de una cartografía cada vez más completa de la poesía erótica del Siglo de Oro.

La poeta polaca y Premio Nobel Wislawa Szymborska subrayaba la complejidad que presenta el tema del erotismo en poesía y la dificultad de encontrar «un poema que sea capaz de trasladar lo que sucede entre dos personas. Hablo del erotismo puro, no del amor como sentimiento, que sí es más fácil de expresar» (Rodríguez Marcos 2009). En todo caso, estarán de acuerdo conmigo en que el intento bien lo merece.

 

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NOTAS

[1] Este trabajo ha sido posible gracias a una beca posdoctoral concedida por la Junta de Comunidades de Castilla-La Mancha y el Fondo Social Europeo desde junio de 2010 a octubre de 2011, y se enmarca en el Proyecto de Investigación Coordinado Edición y estudio de la obra de Antonio Enríquez Gómez y Felipe Godínez, 2012-2014 (FFI2011-29669-C03-01), dirigido por la Dra. Milagros Rodríguez Cáceres.

[2] Sigo de cerca las propuestas de Ponce Cárdenas (2010). Agradezco a Jesús Ponce todas sus sugerencias, que han dado cuerpo y forma a este trabajo.

[3] Indico, ahora y en adelante, el Libro o Canto, seguido por el número de la octava o del verso. Todas las cursivas en los textos son mías.

[4] Empleaba similar desplazamiento metafórico el poeta cordobés en el romance de 1619 «Ojos eran fugitivos»: «Despreciando al fin la cumbre, / a la campaña se atreven, / adonde, en mármol dentado / que les peina la corriente, / sus dos cortinas abrocha / (digo, sus márgenes breves) / con un alamar de plata / una bien labrada puente».

[5] Enríquez había cultivado la vena erótica en textos de índole burlesca, como los «Versos para la noche de bodas» de La Torre de Babilonia en «su decidida apuesta por la poesía moral y por la satírica» (Díez Fernández 2003: 151, n. 354). En esta misma línea erótico festiva figura el soneto A una dama sentada en su cama, que, al calzarse los coturnos, se desmayó de ver a su amante, que impensadamente la cogió con el hurto en los pies, como otros en las manos: «En tirias tersas de purpúrea pompa…» (Enríquez Gómez 1992: 106).

[6] En otro soneto, A la luz del amor, reaparece otra Venus dormida: «Sobre cinco azucenas recostada / en un tapete de la Primavera / dormía Venus, la que fue primera / luz de los orbes y del mundo amada. // Andaba en torno de su luz sagrada / una simple avecilla lisonjera, / goloseando los rayos de su esfera / a la llama de Venus condenada. // Diana, que sintió rascar la rosa, / que el mismo Sol a rayos solicita, / dijo por halagar la mariposa: // Si quieres que el agravio te permita, / no receles de amor la llama hermosa, / que su fuego da vida y no la quita» (Enríquez Gómez 1992: 89).