Eros prohibido: transgresiones femeninas en la literatura española anterior al siglo XVIII

 

Félix Cantizano Pérez

(felixcantizanoperez@gmail.com)

universidad complutense de madrid

 

Resumen

Análisis de las diversas representaciones de transgresión femenina en textos medievales y modernos. El artículo explora también la sodomía femenina como discurso literario, y describe a mujeres que se sienten atraídas por otras mujeres.

 

 

 

Abstract

Analysis of the diverse representations of female transgression in medieval and modern literary texts. The paper also explores the female sodomy as literary discourse, and describes the women who were attracted to other women.

 

Palabras clave

 

Homoerotismo

Sodomía femenina

Travestismo femenino

Sátira

Siglo de Oro

 

  

 

Key words

 

Homoeroticism

Female sodomy

Female transvestism

Satire

Spanish Golden Age

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

     

  

No hace falta remontarse mucho tiempo atrás para observar que en el mundo académico imperaba la ausencia de estudios críticos sobre el homoerotismo femenino en la Edad Media y Moderna, ya porque no interesara transitar por caminos tan peliagudos, ya por prejuicios atávicos o simplemente por puro desconocimiento. Abordar el análisis de la diversidad sexual de la mujer no deja de estar exento de dificultades, no todas atribuibles a cuestiones morales o a la estrechez de miras de cierto sector de la crítica. No hay que olvidar que nos enfrentamos a un terreno desconocido del que no se tiene la suficiente información, porque nos referimos a una sexualidad transgresora (en cuanto que se sitúa al margen de la moral ortodoxa), o porque nos acercamos con nuestra mirada contemporánea a textos escritos muchos siglos atrás, o bien por prejuicios atávicos que aún perduran. En general, el investigador que se enfrenta al estudio del homoerotismo corre el riesgo de dejarse llevar por el uso de términos o conceptos anacrónicos, que no adquirieron el sentido que les damos hoy hasta bien entrado el siglo XIX. Además, como indica Lacarra Lanz (2011), la falta de testimonios documentales concretos sobre la homosexualidad femenina puede llevar al estudioso a recrear en los textos literarios un discurso poco afortunado, tergiversado o no siempre pensado, escrito o pretendido por el autor, sea este masculino o femenino. Mérida, a su vez, duda de que pueda haber un lesbianismo medieval, tal y como lo entendemos hoy en día, «no tanto por la marginación de los historiadores como, ante todo, por la  propia ubicación periférica de los discursos en torno al homoerotismo femenino a lo largo del Medioevo cristiano» (2008: 49).

Por eso conviene actuar con prudencia y dedicar un mayor esfuerzo investigador, ya que las actuales teorías que tratan sobre el homoerotismo no sirven adecuadamente a los fines de este campo, principalmente porque no resuelven el problema del anacronismo, sobre todo, en lo relativo a  las cuestiones de identidad sexual y de orientación sexual. Así, Lacarra Lanz (2011) rechaza la teoría esencialista, que considera que la sexualidad y la orientación sexual son naturales e innatas a las personas, y que por estar inscritas biológicamente permanecen inmutables en el tiempo y en el espacio; también, la teoría construccionista de Foucault, que duda que se pueda aplicar el concepto de identidad sexual y la noción de sexualidad gay o lesbiana, en cuanto que son construcciones modernas que requieren unos parámetros sociales, económicos y políticos inexistentes hasta el siglo XIX; y la Queer, que rechaza la clasificación de los individuos en categorías universales —homosexuales, heterosexuales— y defiende la igualdad de todas las identidades sexuales, argumentando que, dado el gran número de variaciones culturales, no es posible deslindar lo normal de lo anormal o raro. Esta teoría, deudora de Foucault, aunque más eficaz que las otras, tampoco resuelve del todo el problema del anacronismo.

Ante la escasez documental, la teoría queer, creada en los años 90 por autoras como Judith Butler o Eve Kosofsky Sedwigck, propone una nueva consideración en los estudios de género, anclados en prejuicios heterosexistas en «que la identidad era un imperativo que subyacía a toda condición humana, estando caracterizada por la estabilidad» (Alcoba 2005: 9). Lacarra Lanz (2011) cita a Bennet (2000), que critica que las investigaciones sobre historia de las mujeres se hayan centrado en la normalidad heterosexual, y por eso sugiere acudir a otros parámetros culturales e históricos que permitan superar la historia del lesbianismo concebida como una relación sexogenital. Incluso los pocos testimonios que se conservan son los de mujeres castigadas o ejecutadas por sus conductas sexuales. Pero como las personas experimentan el sexo de formas diversas, Bennet infiere que se trata de buscar cualquier atisbo en los textos que nos permita encontrar emociones homoeróticas, basada en la semejanza, no en rígidos patrones identitarios; es decir, buscar «the women who loved other women», independientemente de sus prácticas sexuales. Surge, por tanto, una nueva categoría que denomina lesbian-like, o sea, rebeldes sexuales o mujeres cuya forma de vida diaria les habría llevado a tener relaciones homoeróticas, aunque no se hubieran consumado las relaciones sexuales; es decir, basta con que exista una afectividad o tensión erótica —según Sautman y Sheingorn (2001: 3; cit. por Lacarra Lanz 2011)— para considerar como lesbian-like casos como los de mujeres que por sus circunstancias conviven con otras mujeres, o de las que transgreden el orden social, patriarcal, marital o conventual establecido, al resistirse a contraer matrimonios impuestos, o de aquellas que vierten los roles sociales al vestirse y comportarse como hombres o las que persiguen graduarse en estudios, generalmente vedados por ser mujeres.

Si Lacarra Lanz muestra cierto escepticismo respecto del análisis elaborado por la teoría queer de textos medievales y de otros lejanos, es por la falta de prudencia que mencionábamos antes. En concreto, sostiene que la falta de deseo erótico es lo que dificulta la correcta interpretación hermenéutica de la obra literaria: el concepto lesbian-like puede ser revelador para reconocer el homoerotismo femenino en la literatura, pero la lejanía del tiempo conlleva no comprender relaciones de cariño, de afecto o de simple amistad que no necesariamente presuponen deseo erótico alguno (2011).

 

 

LA SODOMÍA COMO DELITO-PECADO

 

Cuando en el siglo XVI, Pierre de Bourdeille, señor de Brantôme, en su Discurso sobre las damas que hacen el amor y los maridos engañados, relata que las relaciones entre mujeres se han convertido en habituales en Francia, tras la moda traída de Italia por cierta dama importante que prefiere no nombrar (posiblemente, Catalina de Médicis [Brantôme 1740: 120]), y que las damas lesbianas («telles femmes sont les femmes de Lesbos») imitan a Safo y no pueden soportar a los hombres, pero se aproximan a otras mujeres, por lo que los propios hombres las llaman tríbades (1740: 117), estaba poniendo nombre a la homosexualidad femenina: lesbianismo. El marbete perdura hasta nuestros días, aunque no se empezó a utilizar en el sentido —que tiene actualmente— de opción sexual, hasta finales del siglo XIX.

Safo vivió en el siglo VI a. C. en la isla de Lesbos en el mar Egeo, situada cerca de la costa turca. Fue considerada como la décima musa por Platón, satirizada por Ovidio y, según una tradición que parte de Anacreonte (un siglo después de su muerte), sentía atracciones sexuales por sus alumnas de poesía, música y otras artes. Inicialmente estas «damas lesbianas» fueron famosas por su promiscuidad sexual, pero sobre todo por su especialidad: el lesbiázein, «hacer el lesbio», es decir, la práctica del sexo oral. Posteriormente, destacaron por su homosexualidad y, con el transcurso de los siglos, las mujeres lesbias eran, simplemente, las habitantes de Lesbios, o sea, el gentilicio de la isla de Lesbos; nada que ver, por tanto, con «lesbianismo» (Martos Montiel 2000: 37-54). A la vez que lesbianismo, el marbete safismo también se refiere al homoerotismo femenino, y adquirió su sentido con el avance de la psicología en el siglo XIX[1].

Con las traducciones que se hicieron de autores latinos (Marcial, Fedro, Luciano) en la Europa del siglo XVI, se empezó a utilizar el término tribadismo, que deriva del griego tribo, tribain, ‘frotar, restregar’, y que durante tres siglos prácticamente fue la única expresión que se empleó para referirse al lesbianismo (Bonnet 1995: 48). En 1700, Luigi Maria Sinistrati dio a la luz su célebre tratado, muy estudiado en su época, De sodomia tractatus, en el que concluía que para que existiera tribadismo entre mujeres, una tendría que ser capaz de sodomizar a la otra a través de un clítoris extremadamente bien dotado (Chamocho Cantudo 2008). Con todo, el significado es diferente al de la Antigüedad clásica, ya que actualmente se prefiere para referirse al frotamiento entre vulvas, más conocido como la «posición de las tijeras» o la tijereta[2]. Marcial se burla de la casta y honesta Basa al descubrir lo que oculta bajo sus apariencias: «tienes la audacia de ayuntar dos coños iguales y tu portentoso clítoris hace las veces de varón» (2004: 50). Pero también las tribas romanas son mujeres que ocultan su sexualidad femenina y que se sirven de prótesis o artilugios de cuero (ólisbos), imitando los falos masculinos para tener relaciones sexuales donna con donna, es decir, con otras mujeres[3]. Para Bonnet, Marcial fue el primero en calificar como tríbada a la cortesana Philaenis, encontrada en un burdel (1995: 48): «tríbada de las propias tríbadas, a la que te follas, la llamas amiga». Por tanto, jode (futuis) a su amiga, «sodomiza a chavales la tríbada Filénide, y más rabiosa que un marido empalmado se cepilla a once chavalas al día»; pero, además, para resaltar su homosexualidad, concluye Marcial: «cuando se pone cachonda, no la mama —esto le parece poco viril—, sino que devora con ansia la entrepierna de las chavalas» (1997: 67).

Es, por consiguiente, un anacronismo utilizar los términos lesbianismo, safismo, tribadismo y similares para referirnos a relaciones homoeróticas femeninas anteriores al siglo XVI e, incluso, prácticamente hasta el siglo XIX, en primer lugar porque no existían o eran poco utilizados, aunque eso no quiere decir que no se hubiera teorizado sobre la cuestión; por ejemplo, Aretas, al comentar en el siglo X el Pedagogo de Clemente de Alejandría, anota que a las tríbadas se las llama también invertidas y lesbianas. En segundo lugar, porque si bien se conocían las relaciones entre mujeres, son escasos los documentos que nos han llegado, reinando una invisibilidad latente en el estado de la cuestión, lo que conlleva que se imponga un silencio tácito admitido socialmente (los testimonios que se conservan suelen estar redactados por hombres), y, en cualquier caso, frecuentemente, se persigue la burla, la  sátira y el insulto (Lacarra Lanz 2011).

La Antigüedad grecorromana no conocía el concepto de pecado ni existía la posibilidad de cometer actos contra natura. Ni siquiera en los primeros años del cristianismo se había desarrollado enteramente el concepto de pecado sodomítico penado por la autoridad pública. En la Biblia, la tradición judeocristiana sí encontraba menciones explícitas a la homosexualidad masculina, pero, en lo que respecta a la femenina, casi las únicas citas son las de san Pablo (Romanos, 1, 26-27). Y las condenas de los primeros escritos que trataban las prácticas sexuales tenían un carácter más espiritual, al mencionar las duras penas infernales que esperaban a los que las practicaran. Ni siquiera los primeros concilios consideraban que se pecaba contra la naturaleza, salvo casos contados de bestialismo, que en la Baja Edad Media castellana se castigaba con la muerte (Carrasco Manchado 2008: 120). Tampoco queda definido que el pecado de sodomía fuera necesariamente entre hombres, tal y como recogen las primigenias Glosas silenses, de finales del siglo X y principios del XI: Si quis uir nubserit [juntaret] cum muliere sua ut sodomitico more, III. annis peniteat (Anónimo 1929: 19).

Aunque en general son testimonios silenciados, a pesar de conocerse la existencia de dichas prácticas, las escasas menciones de relaciones sexuales entre mujeres de los siglos V-XIV proceden de archivos eclesiásticos (sermones, homilías, encíclicas, concilios, catecismos...), jurídicos (procesos judiciales, denuncias, sentencias...) y los Penitenciales (manuales para confesores que incluían listados de pecados y sus correspondientes castigos), que surgieron entre los siglos VI y XII. Por ejemplo, en uno de estos, el de Canterbury, se menciona a las mujeres que practican el vicio y también destaca la masturbación femenina. Martos Montiel (2000: 52-54) cita el de Burchard de Worms, del siglo XI, más conocido como Decretum, bastante más explícito. Este penitencial recoge el uso de instrumentos fálicos, el coito lésbico y el tribadismo (fricción de genitales). Significativa es esta muestra:

 

¿Has hecho lo que algunas mujeres suelen hacer, has fabricado algún aparato o artilugio a modo de miembro viril a tu medida, lo has atado con algunas ligaduras en tus partes pudendas o en las de una compañera y has fornicado con otras mujerzuelas u otras contigo, con el mismo instrumento o con otro? Si lo has hecho, cumplirás penitencia todas las fiestas de guardar durante cinco años.

 

  Los Padres de la Iglesia de los siglos IV y V —Ambrosio, Jerónimo, Gregorio Niseno, Juan Crisóstomo y Agustín de Hipona entre otros—, siguiendo las interpretaciones de san Pablo y Tertuliano, confieren a la mujer un papel secundario, pues su fin básico es la procreación, aunque no dudan en valorar por encima de todo su virginidad[4]. A partir del Concilio de Letrán de 1179, se empieza a relacionar la sodomía con el concepto de pecado contra natura, lo que va a implicar también a otras prácticas sexuales. Santo Tomás de Aquino considera como pecado contra natura cuatro categorías: la molicie o polución sin cópula (masturbación), el bestialismo, el vicio sodomítico y el utilizar instrumentos o medios artificiales. Tomás y Valiente (1990: 36) resumió esta jerarquía de pecados relacionados con el sexo, de más leves a graves: la fornicación simple, el estupro, el adulterio, el incesto, el sacrilegio y, por último, el más grave de todos, el pecado contra natura. Y Mérida (2008: 53) cita al preceptor de Aquino, san Alberto Magno, quien aclaró que masculi cum masculo, vel foeminae cum foemina constituyen dos de las variantes del pecado nefando.

En el siglo XIII, según se van creando las universidades y se empiezan a estudiar académicamente la teología y las obras de Aristóteles, surgen nuevas disquisiciones doctrinales. Empiezan a considerarse en profundidad los tratados médicos grecorromanos y arábigos en todo lo referente al acto generativo; sobre todo, se reafirman en las creencias aristotélicas del papel pasivo de la mujer y en la necesidad que tiene de buscar lujuriosamente en el hombre la calidez que les falta, ya que es un «macho frustrado» o mas occasionatus.

En una época en la que se confunde delito y pecado —la similitud se extiende hasta bien entrado el siglo XVIII—, el pecado contra natura, el que atenta contra la ley natural (que para la mentalidad medieval no es lo mismo que el pecado de lujuria, ya que este va contra la familia y el honor, como es el adulterio, la prostitución, el incesto, el estupro y el rapto [Manchado 2008: 123]), es el pecado por antonomasia. Como señala Tomás y Valiente,

 

todo lo que no sea colaborar con Dios procreando en la forma e incluso en la postura tenida por natural, es pecado, y por ser pecado es delito y por delito que ofenda directamente a Dios merece la máxima pena (1990: 49).

 

Bazán añade que para la Iglesia medieval el sexo conyugal debería practicarse por el vaso natural (in debito modo e in debito vase), esto es, el hombre tenía que estar encima de la mujer en decubito prono, introduciendo el esperma por vía vaginal. Asimismo, se consideraba antinatural el sexo anal y cualquier otra postura que no tuviera como fin garantizar que el esperma llegara hasta el útero[5]. No era correcta, por tanto, la posición decubito supino, es decir, por la espalda. Igualmente, la felación, el cunnilingus, el mantener relaciones sexuales en festivos religiosos o durante el ciclo menstrual, tampoco estaban autorizados por los teólogos. Se distinguen dos tipos de sodomía: la perfecta, que es la practicada analmente entre dos varones, y la imperfecta, por el varón a la mujer, también analmente, es decir, fuera del vaso adecuado (2007: 439-440). Sobre la sodomía imperfecta, relata el cronista del siglo XVII Pellicer de Ossau en sus Avisos que una mujer denunció a su marido por practicar el pecado nefando con ella: «El Viernes pasado quemaron a aquel hombre que acusó su muger cometía el pecado nefando con ella. Y ella, por estar preñada, quedó en la cárcel» (2002:565). Igualmente, moralistas como Gerónimo Velázquez, Alonso Rubio, Jerónimo Ceballos o el granadino Gabriel de Maqueda pretendían en sus Invectivas el cierre de las mancebías porque «en ellas se enseñan, ejercitan y usan pecados de sodomía y contra natura; de manera que ellas son escuelas de esta nefanda maldad y sus rameras maestras en este torpe vicio» (Maqueda 1622: 20-23).

Como existía la posibilidad de que las mujeres también cometieran estos pecados, las autoridades eclesiásticas intentaron controlar estas prácticas. Pero el coito entre mujeres no está penado por la ley divina ni la humana. Es un pecado grave, pero no tanto como el denominado vicio sodomítico entre varones, expresión que alude a las ciudades bíblicas de Sodoma y Gomorra. En los reinos hispánicos, las principales leyes sobre el delito-pecado contra natura y las menciones expresas a Sodoma y Gomorra se recogían en los fueros municipales medievales,  que surgieron a partir de Fernando III, pero, sobre todo, en la Castilla de Alfonso X. En las Partidas, principal norma alfonsina, en concreto en el Proemio del Título XXI de la séptima, se define al sodomítico como el «pecado en que caen los onbres yaziendo unos contra otros contra natura y costumbre natural». A continuación se arguye que proviene de las ciudades de Sodoma y Gomorra y que, si se puede probar el pecado, se ha de castigar con la muerte, «tan bien como el que lo faze, commo el que lo consiente», y esto incluye a todo hombre o mujer que «yoguiere con bestia».

Las leyes posteriores, como la famosa pragmática de los Reyes Católicos fechada en Medina del Campo en 1497, agravaron lo contenido en las Partidas, imponiendo además la pena de muerte de fuego. La pragmática posterior sobre este asunto, de 1592, es de época de Felipe II: no cambia lo legislado anteriormente, pero se facilitan los medios probatorios a la hora de perseguir el delito. Todo este cuerpo legal estuvo vigente hasta el siglo XIX, en que se empezaron a codificar las leyes penales (Tomás y Valiente 1990: 41-45).

En todos estos textos jurídicos no se menciona a la mujer directamente vinculada al pecado nefando o sodomía, pero las interpretaciones de los juristas de la época, como Gregorio López y Antonio Gómez, sugieren que también se refieren a las mujeres y, por tanto, han de ser castigadas; eso sí, con menos rigor que con el varón. Antonio Gómez precisa que hay sodomía entre un hombre con su mujer o con otra hembra e incluso foemina cun alia foemina (cit. por Tomás y Valiente 1990: 41-45). El mismo criterio muestra el franciscano catalán Francesc Eiximenis en Lo libre de les dones, de 1398: «la quinta espècia s'apella sodomia, e és quant mascle comet crim aytal ab mascle, o fembra ab fembra» (1981: 339)[6]. Con todo, coinciden con la penitencial de Burchard de Worms, en que si el acto carnal se comete mediante aliquo instrumento materiali, el castigo será mayor que si se hiciera sine aliquo instrumento. La misma acepción se recoge en el Libro de las confesiones, compuesto en la Edad Media por el clérigo salmantino Martín Pérez, según explica él mismo, para ayudar a «clérigos menguados de sçiençia» en el ministerio de la confesión:

 

E si la muger fizo forniçio cun alia mediante aliquo instrumento adinuento, faga penitençia de tres annos; e si fizo cun aliquo instrumento in se ipsa, faga penitençia de un anno; si fizo forniçio cun alia sicut si essentt vir et femina & absque instrumento, ayune tres quaresmas, segunt las ferias que los santos ordenaron (1999: III, 70r).

 

Por consiguiente, aconseja Gómez, en ausencia de instrumento, la pena será puesta según arbitrio del juez, pero siempre será inferior a la muerte. El uso de instrumentos generó chistes en la literatura, como en La pícara Justina, donde se asegura que el atizador lo había inventado una sodomita (1977: 560).

Notorio es el caso real de Catalina de Belunçe y Mariche de Oyarzún, quienes, según informe recibido en 1503 por el alcalde de San Sebastián, don Miguel Ochoa, «usaban commo onbre e muger», ya que

 

echávanse ençima desnudas e retoçándose e besándose e cavalgándose la una a la otra e la otra a la otra, subyéndose ençima desus vyentres desnudas, pasando e fasyendo avtos que onbre con muger deverían faser carnalmente.

 

Como la práctica era reiterada y habitual, pero sin la presencia o uso de instrumento fálico alguno, no debían ser condenadas a muerte, según sostuvo el alcalde. Se deberían confiscar sus bienes, pero nada más. En el juicio y posteriores apelaciones se estudió si había delito de sodomía, pero finalmente el Tribunal de la Inquisición de Aragón, tras consultar el suceso al Tribunal Supremo Inquisitorial de Madrid, determinó que aunque la mujer activa había emitido semen, y la pasiva, a su vez, había emitido y recibido semen, al no haber instrumento sustitutivo de pene, el tribunal no debería perseguir el caso porque no constituía sodomía y, por tanto, quedaba fuera de su jurisdicción (Segura Graíño 2006:140).

En 1656, los testigos aseguraron haber visto a Ana Aler y Mariana López juntas carnalmente en varios encuentros. En uno de ellos, afirmaron verlas abrazadas, besándose, dejándose una tocar los genitales por la otra, y frotándose (tribadismo) hasta que se produjo la emisión de semen. A pesar de no estar claro si había existido o no el uso de instrumento, fueron condenadas por delito de sodomía y sentenciadas a recibir cien latigazos cada una y a ocho años de destierro, y se les prohibió residir en la misma localidad (Velasco 2011: 40). En cambio, en 1603, también el tribunal de  Valladolid absolvió a Inés Santa Cruz y Catalina Ledesma en el proceso criminal que se siguió contra ellas «por prostitutas y bujarronas cuya operación ejecutaban con una caña en forma de miembro viril» (Garza Carvajal 2003: 55). A su vez, la beata Catalina Ruana, de sesenta años de edad, en 1630 alegó ante el Santo Oficio de Granada que el demonio se le aparecía «haciendo con ella muchos actos deshonestos a modo de fornicaciones con derramamiento de semen así extra vas, como intra vas». A raíz de aquello se empezó a masturbar con instrumentos, «ya de caña de hierro» o con sus manos, incluso durante la misa con un crucifijo. Pero el tribunal, en contra de su propia doctrina, dictaminó que la beata había sido engañada por el demonio y se suspendió la causa (Sánchez Ortega 1992: 211-213).

Sin embargo, Mérida (2008: 51) trae a colación dos hechos en los que las mujeres fueron colgadas o estuvieron a punto de serlo. El primero figura en el Terç del crestià, de Francesc Eiximenis (1981), en el que se cuenta de una mujer que tuvo dos esposas y «no fue quemada mas fue colgada con aquel artificio nal cuello con el cual había yacido carnalmente con las dos hembras». El segundo, extraído del Libre de memories valenciano, relata que una mujer que había sido presa por ladrona, confiesa que portaba «una cosa de home entre les cames («piernas»)», y que con ello había tenido trato con otras mujeres, como si fuese un hombre, utilizando dicho instrumento de piel. Fue salvada in extremis.

Cristóbal de Chaves, abogado en la Real Audiencia de Sevilla a finales del siglo XVI y buen conocedor de la Cárcel Real de Sevilla, constata que muchas mujeres estaban presas por haberse fabricado unos instrumentos que imitaban al miembro viril con pieles de oveja (baldrés):

 

Y auiendo muchas mugeres que queriendo más ser honbres que lo que naturaleza les dio se an castigado muchas que en la cárcel se han hecho gallos con un baldrés hecho en forma de natura de honbre que, atado con sus sintas se lo ponían y an lleuado por esto docientos azotes y destierro perpetuo (1999: 254).

 

La literatura refleja el uso más o menos habitual de este artefacto. Como muestra, tres ejemplos: en las anónimas Coplas del Provincial, atribuidas tradicionalmente a Alfonso de Palencia, una innominada marquesa sustituye la ausencia del marido por el baldrés: «Decid, la dama sin nombre / por no ofender al marqués, / ¿a cómo vale el valdrés [sic] / por falta de cuerpo de hombre?» (Anónimo 1984: 255). Pedro Liñán de Riaza dedica un poema a una proxeneta vieja que «respunta tu baldrés callonco» (en el sentido de «callo», cuero ya endurecido o envejecido por el uso, con lo que resalta «la mucha antigüedad y poca enmienda» de la vieja), que «en el mar de Sodoma te zabulles» (1982: 82). Y PESO (1984: 46) trae el soneto «Hallándose dos damas en faldeta…», que relata: «La una con la otra recio aprieta, / mas dales pena ver la carne lisa. / Entonces llegó Amor, con mucha prisa, / y puso entre las dos una saeta. // La una se apartó muy consolada / por haber ya labrado su provecho, / la otra se quedó con la agujeta…».

El uso de instrumentos o consoladores ya se documenta en la Edad Media[7]. En las cantigas de escarnio y maldecir[8], en que eran frecuentes las burlas a las religiosas y a las soldadeiras, hallamos asimismo testimonios de consoladores. Lapa (1970: 236) recoge la del trovador gallego Fernand’Esquio, que vivió entre la segunda mitad del siglo XIII y principios del XIV: el poeta regala a una abadesa a la que llama «su amiga» cuatro carallos franceses, y dos a una prioresa. Caralho en portugués, carallo en gallego, carajo en castellano y carall son expresiones que designan al falo. En este caso concreto son consoladores:

 

A vos, Dona abadessa,

de min, Don Fernand’ Esquio

estas doas os envío,

porque sei que sodes essa

dona que as merecedes:

quatro caralhos franceses,

e dous aa prioressa.

Poys sodes amiga minha,

non quer’a custa catar,

quer’e [u] vus ja esto dar,

ca non tenho al tan aginha:

quatro caralhos de mesa,

que me deu hua burgesa,

dous e dous ena baynha.

Muy ben vos ssemelharán,

ca sequer levan cordões

de ssenhos pares de colhões;

agora vo-los darám:

quatro caralhos asnaes,

enmanguados en coraes,

con que caledes orans.

 

Este «regalo» que consigue de una burguesa tiene una doble lectura. Por un lado, sorprende la educación con que se dirige a la abadesa («a su amiga»), pero hay que recordar que es una cantiga de escarnio y su fin es burlarse de la religiosa, por lo que se exaltan sus vicios, no sus virtudes. Por otra parte, ¿por qué necesita cuatro caralhos (y, además de buen tamaño, «caralhos asnaes» y con buenos materiales, «enmanguados en coraes») esta abadesa, y dos la prioresa? La respuesta está en que el poeta, para seguir con su burla, intenta resaltar la insaciabilidad de la mujer y su exacerbado apetito sexual; por tanto, tiene ella que sustituirlos habitualmente, dado que, por la vehemencia y la frecuencia con que los utilizaba, acabaría por estropearlos. «Abadessa» puede ser una anfibología, ya que designa también a quien regenta un burdel, asimismo llamados madre o, en el caso de ser un hombre, padre (Liu 1995: 207–208; Cantizano Pérez 2010: 161-164).

La edición de Lapa (1970: 386) trae otra cantiga similar, pero en esta ocasión el autor, Pero Garcia Burgalês, se burla de una «soldadeira», María Negra. Estas eran mujeres que a cambio de una «soldada», bailaban y cantaban en la corte, para reyes y nobles. María Negra, ya mayor, tiene que calmar su enorme apetito sexual con consoladores que mete en su vagina («pousada»), pues ningún hombre quiere satisfacerla ya. Y asimismo tiene que reponerlos frecuentemente, ya que, por el excesivo uso («na mao no queren durar»), poco le duran («pouco lhe dura»):

 

María Negra, desventuirada,

e po que quer tantas pissas comprar,

pois lhe na mao no queren durar [...] (vv. 1-3)

pissa que compra pouco lhe dura

sol que a mete na sa pousada; [...] (vv. 10-11)

 

Las cantigas mencionadas y otras inciden en el apetito sexual exagerado de la mujer (ninfomanía, en sentido hodierno) que usa artilugios[9], aunque en alguna composición de Afonso Eanes do Cotón, el poeta se queja de Maria Garcia que no le ha pagado al satisfacer sus ansias sexuales: «Ben me cuidei eu, Maria Garcia, / en outro dia, quando vos fodi, / [...]  que non me destes, como x’omen diz / sequer un soldo que ceass’un dia» (Lapa 1970: 82).

No pasa desapercibido el tono burlesco común a todas estas cantigas. En general, no buscan imponer criterios morales, pero el hecho de haber sido compuestas por hombres que se muestran jocosos ante las prácticas femeninas obedece al contexto de la época, muy mediatizado por los discursos filosóficos, médicos y teológicos que reflejaban los miedos masculinos y el desconocimiento que se tenía sobre la mujer. La mayoría de los médicos medievales, generalmente en contra de la opinión de los teólogos, consideraba beneficioso que las mujeres mantuvieran relaciones sexuales, ya que sin coitos con hombres aumenta la producción de esperma femenino y se transforma en veneno, con lo que esa retención puede producir la sofocación de la matriz (suffocatio matricis). Cabe recordar que las mujeres, según estas creencias, producían dos tipos de emisiones: el esperma y la sangre menstrual, considerada como un residuo. Por tanto, la sofocación de la matriz afectaba principalmente a viudas, religiosas y jóvenes vírgenes. Arnau de Vilanova recomendaba como medida terapéutica mantener relaciones sexuales o, en su defecto, que una comadrona realizara prácticas masturbatorias con fricciones y masajes de los órganos genitales con ungüentos o introduciendo en la vagina diversas sustancias que lograran rebajar la tensión producida por la retención (Canet 1996-1997).

Las cantigas muestran imágenes grotescas que no siempre reflejan la realidad, sino que más bien, como su nombre indica, son un escarnio, una burla, un retrato distorsionado de la sexualidad femenina (Cabanes 2004: 2). Con todo, las cantigas que tratan sobre relaciones eróticas masculinas acaparan casi la totalidad de las cantigas de escarnio. Si hasta ahora hemos visto las relacionadas con el anhelo erótico y la masturbación femenina, podemos encontrar algunas composiciones que dejan entrever unas breves pinceladas de un posible homoerotismo femenino, eso sí, de escasa representación comparado con el masculino. En la más conocida de ellas, el poeta Afonso Eanes do Coton (Lapa 1970: 74) se quiere ir porque no consigue un coño («baratar»), aunque al final se revela que Mari’ Mateu está tan deseosa de coños como el yo enunciador («tan desesejosa ch’ és de cono com’ eu»):   

 

Mari’ Mateu, ir-me quer’ eu daquen,

por que non poss’ un cono baratar;

alguen que mi o daría nono ten,

e algú[a] que o ten non mi o quer dar.

Mari’ Mateu, Mari’ Mateu,

tan desejosa ch’ és de cono com' eu!

E foi Deus já de conos avondar

aquí outros, que o non an mester,

e ar feze-os mui to desejar

a min e ti, pero que ch’ és molher.

Marí’ Mateu, Marí’ Mateu,

tan desejosa ch’ és de cono com’ eu!

 

En otro texto, este poeta apunta a una posible relación homoerótica entre una soldadeira, Marinha Sabugal, y una vieja, con una diferencia de edad considerable entre las dos mujeres (Lapa 1970: 85). Por el contrario, el trobador castellano del siglo XIII, Johan Vasquiz de Talaveira, compuso una cantiga contra las relaciones de la soldadeira María Leve con una joven (Lapa 1970: 373).

No deja de ser difícil analizar el anhelo femenino medieval —véase sobre esto Segura Graíño (1992)—, basado generalmente en testimonios masculinos, pues en una sociedad patriarcal como la europea de entonces, la escritura no era una labor asignada a las mujeres. No obstante, se cuenta con testimonios, cartas y diversos escritos. Lacarra Lanz considera que en apenas veinte textos anteriores al siglo XVI se pueden encontrar testimonios reales o encubiertos de homoerotismo femenino (2011). Las investigaciones en este campo casi empiezan con Dronke, que encontró unas cartas de amor entre monjas del siglo XII, escritas en latín y procedentes de un monasterio de Baviera: Dum recordor que dedisti oscula / Et quam iocundis verbis refrigeraste pectuscula / Mori libet  / Quod te videre non liceo («Cuando recuerdo los besos que me diste / y con qué tiernas palabras acariciabas mis pequeños pechos, / quiero morir / porque no me es permitido verte» [1968: 482]). Brown (1989) descubrió en Florencia un caso real de homoerotismo femenino en un convento, que buenos quebraderos de cabeza produjo incluso al Papa en la Italia de la Contrarreforma de los siglos XVI-XVII.  Se trata del suceso de la abadesa Benedetta Carlini, que ingresó a los nueve años en el convento de las teatinas de Pescia. Fue investigada a raíz de unas visiones que tenía, pero finalmente se descubrió que durante años había sido la amante de la hermana Bartolomea Crivelli, a la que había seducido haciéndola creer que se había transformado en un ángel masculino.

En una época en que las monjas generalmente provenían de familias adineradas, la entrada al convento o el matrimonio eran las únicas salidas que podían encontrar en sus vidas. En los escritos de muchas mujeres sin vocación suelen reflejarse la espiritualidad conventual femenina, pero también se desprende de ellos, en algunas ocasiones, una lectura homoerótica. Por eso, hoy se centran las investigaciones en los textos de Hildegard von Bingen, Hadewijch de Brabante, Mechtild de Magdeburg, Margery Kempe, Marguerite Porete, y también en las vidas de algunas santas y en las beguinas. Igualmente se ha estudiado el erotismo en las cansó amorosas de las trobairitz y, en especial, de Bieris de Romans, quizás el único testimonio narrado en primera persona del Medievo (Lacarra Lanz 2011).

Junto a las cantigas, el testimonio medieval más auténtico que se puede encontrar de mujeres que se expresan en libertad, ya en cuanto a «sus sentimientos y […] opiniones, ya sea en la realización de sus deseos en el campo amoroso» (Sobh 1984: 16), es el de las poetas o poetisas arábigo andaluzas de la Córdoba musulmana de alrededores del siglo XI o de la Granada de la centuria siguiente, estudiadas principalmente por Sobh (1984) y Garulo. Otros investigadores de las letras iberorrománicas medievales como Mérida (1997 y 2008: 58) también han dedicado numerosos esfuerzos a la recuperación de estas mujeres inéditas en Occidente.

Quizás la más conocida poeta de la Córdoba Omeya es Walláda bint al-Mustakfí, una de las mujeres más cultas de Al-Andalus. Hija de califa y bisnieta de de Abdal-Rahman III, mantuvo una curiosa relación amorosa con el eximio poeta Ibn Zaydún y también con otros hombres y mujeres de su tierra cordobesa. Mérida destaca su independencia y su orgullo en esta composición: «Sobre el hombro derecho llevaba escrito este verso: // Estoy hecha, por Dios, para la gloria, / y camino, orgullosa, por mi propio camino //. Y sobre el izquierdo: // Doy poder a mi amante sobre mi mejilla / y mis besos ofrezco a quien los desea». La vendedora de higos y posteriormente discípula suya, Muhya bint al-Tayyani, con quien se cree que tuvo relaciones amorosas, le dedicó el poema Parturienta, sobre el que Mérida (1997: 194-198) se plantea si refleja un despecho amoroso o es un arma arrojadiza:

 

Walláda ha dado a luz y no tiene mando,

se ha desvelado el secreto,

ha imitado a María

mas la palmera que la Virgen sacudiera

para Walláda es un pene erecto.

 

Tras la llegada de los almohades en el siglo XII florece en Granada la literatura hispano-musulmana, con las mujeres poetas que exaltan la belleza femenina. Las hermanas Ziyād de Guadix (Hamda y Zaynab, aunque se les atribuye poemas por su apellido, sin determinar de cuál de las dos son) tienen un texto que la crítica actual duda si se trata una relación homoerótica o es un simple tópico literario:

 

Las lágrimas revelan mis secretos en un río

donde hay tantas señales de belleza;

es un río que ordena jardines

y jardines que bordean el río;

entre las gacelas hay una humana

que posee mi alma y tiene mi corazón.

Esa es la razón que me impide dormir:

cuando suelta sus bucles sobre el rostro,

parece la luna en las tinieblas de la noche;

es como si a la aurora se le hubiese muerto un hermano

y la tristeza se hubiese vestido de luto.

(Rubiera Mata 2004: 103)

 

 Otra literatura que queda también por descubrir, aunque últimamente los avances de la crítica —(debidos, entre otros, a Cantera Montenegro, Cano, Orfali, Bravo, Lazar, Lledó, Deyermond y Sánchez Prieto)— son considerables, es la que representa la tradición cultural hispano-hebrea. Bajo el reinado de Alfonso X, dentro del cúmulo de saberes diversos que logró reunir en su corte, no podía faltar la astrología. El 12 de marzo de 1254 se empezó la traducción del Libro conplido en los judizios de las estrellas, que Ali Aben Ragel había compuesto doscientos años antes. Ese Libro, en la versión de Yudah ben Moshe ha Kohen (el mismo que había terminado el Lapidario), intenta lograr la correcta adivinación basándose en las conjunciones de los astros. Las estrellas están presentes en todo y rigen la vida cotidiana, de tal manera que se pueden adivinar incluso los rasgos identitarios personales: «E si la luna fuere en esta casa en nacencia de mugier. & y fueren en signo maslo. & el Sol o venus catando la otrossi de signos maslos. significa que aquella mugier fodera a las otras» (Anónimo 2003: 194r).

 

TRANSGRESIONES EN EL SIGLO DE ORO

 

Muchos de los autores más conocidos de la literatura de los siglos XVI-XVII (independientemente del sexo que tengan) reflejan en sus páginas situaciones, momentos e instantes que se podrían considerar hoy en día representativos de un homoerotismo femenino, aunque hay que actuar siempre con la consiguiente precaución y  prudencia, ante la carencia de los parámetros adecuados, como ya se indicó antes. Para una parte de la crítica, los escritores de esa época se rinden ante el grado de libertad que han alcanzado estas mujeres en la sociedad de su tiempo, frente a aquellas que manifiestan sus preferencias heterosexuales,

 

pues la mujer puede tomar por amante a quien desee y no debe fingirse como forzada en el venus, sino que desarrollará toda su iniciativa imaginable, por lo que estas relaciones se pintan con toda la carga posible de abyección y desenfreno (Gabino 1996: 100).

 

Otros críticos, como Díez Fernández (2003: 234), destacan que sería arriesgado afirmar, sin otras pruebas concluyentes, que ante un texto que contenga una situación homoerótica haya detrás un escritor sodomita, o que se puedan extrapolar conclusiones fehacientes sobre su posible preferencia sexual.

Para la mentalidad medieval y moderna europea era muy difícil entender que pudiera haber mujeres que transgredieran los códigos de conducta sexualmente admitidos, esto es, los de mantener relaciones heterosexuales destinadas a la procreación con las formas estipuladas por la Iglesia; por tanto, generalmente no se las tomaba tan en serio ni se concebía un elevado grado de credibilidad a una posible relación homoerótica, de facto, bastante  menos conocida que la sodomía masculina. Sorprende, por ejemplo, que entre los encausados por delitos de pecado nefando cometidos en Madrid entre 1581 y 1621, apenas aparezcan 2 mujeres frente a 33 hombres, es decir, un 5,7% del total (Villalba 2004: 307). Incluso las realmente condenadas recibían una menor severidad punitiva, como ya se apuntó antes.

A pesar de todo, era frecuente encontrar testimonios en los que se designa a las mujeres con los marbetes de sodomita, bujarrona, somética, etc., que se utilizaban para designar a aquellas que practicaban el delito y crimen contra naturam, que según Clavero (1990: 75) incluía la bestialidad, la sodomía (no solo la practicada entre personas del mismo sexo, sino incluso, dentro del matrimonio, de penetraciones anales y de cualesquiera otras posturas tenidas por no naturales) y también la masturbación, las posiciones intersexuales contra natura, el coito interrupto, el incesto, las violaciones de monjas, casadas y vírgenes, los sacrilegios, etc. En resumen, todo lo que no fuera encauzado a la procreación, aunque se atenuaba el grado de delito y pecado en función de que se lograra o pudiera lograrse la concepción.

En cambio, los compiladores de la Poesía erótica del Siglo de Oro justifican la escasa presencia de poesías dedicadas a la sodomía «porque el tono de esas composiciones es casi siempre satírico, más bien que burlesco, y, desde luego, nunca lírico» (PESO 1984: 253), lo que implica un aspecto negativo, de rechazo y de condena de lo que hoy se entiende por homosexualidad. Son textos que reflejan la moral de su época, confundida entre delito y pecado, que reprime y castiga con penas severas lo que actualmente se considera como meras preferencias sexuales, es decir, incluidas dentro de la esfera privada. En la España del Siglo de Oro el concepto de sodomía era más complejo de lo que se entiende hoy, como refleja este soneto (PESO 1984: 250-254) dedicado a una mujer que, como señala Díez Fernández (2001: 122-124), tiene varias ocupaciones:

 

Son, Licori, tus manos virginales

pues sabes como Conde Palatino

hacer que vuelva virgen la que vino

registro de burdeles y de hospitales.

Con dientes de ahorcados y dogales

ejercitas las obras de Merlino;

con espada y broquel y jaco fino,

Amazona nocturna, a rondar sales.

Y, porque no se quede parte ociosa,

de Italia abres la puerta a tu persona,

sin cerrar la de España solo un punto.

Esto sí, pese a mí, es ser provechosa:

alcahueta, hechicera y valentona,

puta de marca, y sodomita junto.

 

Socorridísimo era el topos de asociar a los sodomitas con los italianos, «pues las traseras no valen sino en Italia» (Quevedo 1993: 176) y, más específicamente, con genoveses, sicilianos, venecianos, etc. Eran numerosos los italianos que vivían en España en esa época y, al igual que ocurría con la sífilis, era frecuente considerar al extranjero como la causa y el origen tanto de la temida enfermedad como del pecado nefando o mal vicio, como se designaba a veces en los tribunales inquisitoriales. El poema sugiere que Licori abre la puerta de Italia (es decir, la de «atrás»), pero sin cerrar la de España, expresión de clara comprensión que tergiversa el conocido proverbio: «Donde una puerta se cierra, otra se abre» (en este caso, las dos están abiertas). Estaba tan generalizada esta coalición, que hasta un futuro santo nacido en la Toscana en 1380, Bernardino Albizzeschi, posteriormente conocido como san Bernardino de Siena, dedicó numerosos sermones  a las costumbres sodomíticas italianas. En el más conocido de ellos, Abominabile peccato della maledetta soddomia (Sermón XXXIX), afirmaba que en Italia había más sodomitas que en ningún otro país (1989: 1149).

En muchos de estos textos es difícil delimitar la frontera que separa lo satírico de lo burlesco, porque, según sostiene Díez Fernández, la sodomía genera no solo un rechazo desde el punto de vista legal, moral y religioso, sino también, del popular y literario. Buena parte de las obras se refugian en la anonimia o presentan falsas atribuciones, gozando de más libertad (por razones obvias de censura) los textos manuscritos frente a los impresos, aunque, en general, tanto unos como otros muestran una visión negativa de las conductas y prácticas sexuales no admitidas por la moral ortodoxa tradicional. En cambio, hay cierta coincidencia en el tratamiento por igual —literariamente hablando— de la sodomía masculina y femenina, lo que no refleja la desigualdad punitiva y jurídica existente en la sociedad (2003: 253-255).

Frente a este afán entre moralizante y burlesco, la literatura áurea también utiliza la sodomía como insulto, con lo que la broma adquiere un tono más subido o ignominioso que podría traer graves consecuencias para aquellos que las padecen. Este es el caso, por ejemplo, de La pícara Justina, cuya protagonista, cuando está redactando su autobiografía, recibe las descalificaciones de un extraño personaje, el fisgón Perlícaro[10], que se asoma a medio mogate a su escrito. Si bien le reprocha el pícaro comenzar su libro sin prólogo y título, ciertamente subyace bajo sus palabras una sutil acusación de practicar el pecado contra natura: «que declaro ser este primer capítulo y todo el libro el segundo pecado nefando, pues no tiene nombre, prólogo, ni título» (López de Úbeda 1977: 141). Oltra Tomás interpreta que ese «segundo pecado nefando» en realidad es un guiño que el autor de la novela, supuestamente el médico toledano Juan López de Úbeda, sugiere a un lector culto. Como no se dice nada del «primer pecado», deduce el crítico que, implícitamente, se está acusando a Justina de lesbianismo o, según la terminología de su época, de ser sodomita (1996: 162). Por su parte, Garrote Bernal indica que ya en la «Introducción» de La pícara Justina se juega al despiste con el sexo masculino de su autor y el femenino de la narradora-protagonista, en lo que constituye una referencia burlesca al hermafroditismo (2008: 223-224). El novelista describe a Justina defendiendo ambiguamente su sexualidad, ya que su verdadero fastidio es por ser llamada vieja: «Por ver que la llamaron quincuagésima, como si aquesto fuera ser somética. Desmiente al fisgón» (López de Úbeda 1977: 151).

Numerosas obras inciden en la predisposición codiciosa de una mujer hacia otra, mostrando en ocasiones un homoerotismo voluptuoso, desenfrenado, desinhibido y cargado de sensualidad, como le ocurre a la Celestina, que confiesa en el auto VII, al llegar a casa de la prostituta Areúsa, cuando esta se desnudaba para acostarse, ser «una enamorada tuya, aunque vieja» (Rojas 2001: 384). Celestina, vieja barbuda que ha hecho de la sexualidad ajena su medio de ganarse la vida (aparte de su oficio de alcahueta, regenta en su casa un burdel, remienda virgos, vuelve a los hombres impotentes, fabrica hechizos amorosos, etc.), es en realidad una mujer viuda a quien la edad le hace sentirse frustrada e insatisfecha sexualmente, por lo que la excesiva continencia le produce —según la medicina clásica— la sofocación de la matriz (suffocatio matricis), lo que funciona como causa de su lujuria exacerbada; doctrina esta de la que se aprovecha Rojas para justificar su afición al vino: lo bebe para sofocar el mal de madre (Amasuno 2005: 304). Celestina ha intentado incluso aplacar su insatisfacción sexual por medio de la paidofilia con Pármeno, cuando este era niño (Rojas 2001: 271), y posiblemente —se refleja ambiguamente en la obra— con una relación homoerótica con su antigua colega Claudina, «limpia, varonil» (2001: 377-383). En el acto VII, una exaltación sensorial se adueña de Celestina al contemplar el cuerpo desnudo de una joven como Areúsa y al oler la ropa de su cama: «¡Ay, cómo huele toda la ropa en bulléndote!», lo que le provoca una excitación sexual al margen de la ortodoxia moral de su época: «Déxame mirarte toda a mi voluntad, que me huelgo» (2001: 385). Exaltada por la vista y el olfato, siente la imperiosa necesidad de tocar osadamente el cuerpo que tanto le atrae, con la excusa de examinar el dolor de matriz de Areúsa: «¡Passo, madre! No llegues a mí, que me fazes cosquillas y provóscame a reýr, y la risa acreciéntame el dolor». A pesar de las protestas, Celestina sigue palpando con insistencia, a la vez que admira el cuerpo deseado:

 

¡Bendígate Dios y señor Sant Miguel Ángel! ¡Y qué gorda y que fresca que estás! ¡Qué pechos y qué gentileza! Por hermosa te tenía hasta agora, viendo lo que todos podían ver; pero agora te digo que no ay en la cibdad tres cuerpos como el tuyo, en cuanto yo conozco. No paresce que ayas quinze años. ¡O, quién fuera hombre y tanta parte alcançara de ti para gozar tal vista! (Rojas 2001: 386).

 

Tras convencer a Areúsa para que reciba a Pármeno en su lecho en vez de masturbarse («tú no puedes de ti propia gozar»), su atrevimiento y voyeurismo le hace quedarse en escena incluso cuando la pareja está copulando: «¡Llégate acá, negligente, vergonçoso, que quiero ver para cuánto eres, ante que me vaya! ¡Retóçala en esta cama!».  A pesar de los reparos de la muchacha,  Celestina se queda mirando con envidia de no poder participar en el coito, hasta que totalmente excitada se tiene que retirar: «Voyme; que me hazés dentera» (Rojas 2001: 393-394).

De este acto VII la crítica ha resaltado la combinación de medicina y erotismo que se produce en la habitación de Areúsa, porque enfatiza la transgresión que representa que una mujer pueda desear a otra en el siglo XVI, y además complica seriamente el aserto de considerar el cuerpo de la mujer como imperfecto, tal y como lo concebía la medicina de la época (Burshatin 1999: 443-446). Igualmente, se destaca la importancia que tiene (en una escena de voyeurismo femenino) la mirada, la vista, el olfato, el tacto y el oído como el origen del deseo y el apetito sexual en la novela, que, junto con el androginismo, el onanismo y el homoerotismo, desplazan el discurso falocéntrico tradicional (Gerli 2009).

Incluso no falta alguna alusión al bestialismo entre mujeres y animales mitológicos (Pasifae con el toro, Minerva con el can) y reales, como echa en cara Sempronio a Calisto al referirse a las relaciones de su abuela con un ximio (Rojas 2001: 239). No es raro encontrar testimonios similares en la literatura de esa época. Torquemada (1994: 588-594), por ejemplo, relata en su Jardín de flores curiosas el ayuntamiento carnal que sufren para salvar su vida una doncella sueca con un oso y una portuguesa con un simio. En ambos casos, tienen criaturas con formas humanas.

No solo la literatura de los siglos XV-XVII presenta la sodomía como mera acusación, insulto o burla, sino que también pueden encontrarse situaciones de acercamiento amoroso entre mujeres, producidas como consecuencia de un equívoco, de un engaño, de la ambigüedad (más o menos intencionada) y por ocultación o desdoblamiento de la identidad sexual. Un ejemplo sugerente lo encontramos en el Tirant lo Blanc, novela de Joanot Martorell y supuestamente concluida por Martí Joan de Galba. En los capítulos 229-231, Tirant se encuentra en Constantinopla, donde es introducido secretamente en la habitación de la princesa Carmesina, una muchacha floreciente de apenas quince años. La joven princesa es palpada y besada por el caballero, pero ella cree que es Plazer de mi Vida, (Plaerdemavida), su doncella y además alcahueta del caballero:

 

Y Plazer de mi Vida puso su cabeça sobre el almohada, entre Tirante y la Princesa, y tenía la cara buelta azia ella; y tomó la mano de Tirante y púsosela sobre los pechos de la Princesa, el qual le palpó los pechos y el vientre y de allí abaxo (Martorell 1990: 628).

 

Sin conocer la verdad, la princesa no pone muchos reparos a ser tocada por su doncella Plaerdemavida, la cual, excitada, no duda en afirmar: «¡O cómo soys donzella de mal sofrimiento!  Salís agora del baño y tenéys las carnes lisas y gentiles, y deléytome en tocarlas», acción que cuenta con el beneplácito de la princesa: «Toca do quisieres —dixo la Princesa—, y no pongas la mano tan abaxo». Según se dormía Carmesina, Tirant toca a su placer hasta que llega un momento en que la princesa se despierta: «¿Qué malaventura hazes que no me quieres dexar dormir esta noche? ¿Eres tornada loca que quieres tentar lo que es contra tu natura?» (Martorell 1990: 629).

Beltrán (1990) ha destacado principalmente el papel de Plaerdemavida, personaje complejo que, pese a su juventud, muestra ser un servus fallax, en el sentido de la comedia humanística latina, es decir, un criado activo, fiel e independiente. Efectivamente, Martorell nos pinta una doncella joven, de un erotismo reprimido y con actitudes propias de lo que hoy sería un voyeur. Así, contempla el acto sexual de Diafebus, primo de Tirante, y Estefanía, prima y doncella de Carmesina, aparte de intervenir activamente en la escena de Tirante y Carmesina. Fantasea con Hipólito, aunque no ha intercambiado palabra con ella y, además, este toma sus preferencias por la emperatriz, la madre de Carmesina. Ante la confusión que soporta Plaerdemavida, tiene que refrescar sus ardores en agua fría: «Y como más en ello pensava, mayores y más dolores sentía, e a mi parecer tomé un poco de agua y que me lavé el coraçón, los pechos y el vientre por remediar alguna parte de mi dolor» (Martorell 1990: 497).

En algunas ocasiones, la única manera que tenía una mujer de poder acercarse a otra consistía en camuflar su verdadera identidad sexual bajo ropas de hombre. El que una mujer llevara atuendos masculinos era habitual en los carnavales, en viajes por cuestiones de seguridad, en fiestas, pero, generalmente, se trataba de situaciones transitorias, del uso de un mero disfraz, sin finalidad alguna de engañar a terceros. En la vida real, y fuera de estos casos, el vestirse con ropa de otro sexo podría traer consecuencias funestas. No es el caso de la primera mujer del dramaturgo Lope de Rueda, que acompañaba al duque de Medinaceli vestida con atuendo de paje masculino, lo que, por otra parte, era frecuente entre los actores (Ferrer 1998: 15).

Sin embargo, la fascinación por el travestismo masculino (hombres que se visten de mujeres) y femenino (mujeres que se visten de hombres) está muy presente en la literatura de la Edad Moderna, aunque con una significación y simbología distinta del uso del mero disfraz o divertimento. Ni siquiera el hecho de vestirse con ropa del otro sexo obedece a los mismos motivos en un hombre o en una mujer. En el teatro y en la novela, el que una mujer apareciera vestida de hombre, aparte del morbo que pudiera suscitar, suponía una transgresión del rol establecido, lo que le permitía desempeñar las artes y mañas masculinas (enamorar a otras damas, manejar la espada, resolver situaciones de peligro, etc.) y gozar de una mayor libertad sin necesidad de buscar la protección del varón. Por consiguiente, podía experimentar situaciones que tenía vedadas en la vida real por su condición de mujer. Como botón de muestra, cabe citar a la doña Juana de Tirso de Molina en Don Gil de las calzas verdes, la Rosaura calderoniana de La vida es sueño o doña Leonor en Valor, agravio y mujer de Ana Caro. Por el contrario, el travestismo masculino que aparece en escena puede obedecer a situaciones distintas (como motivo burlesco, ser un simple artificio literario o servir como disfraz), que no siempre supone una reivindicación de una orientación sexual homoerótica y que, en cualquier caso, matiza Díez Fernández, el contexto de la obra debe aclarar antes de extraer conclusiones determinantes (2004: 149-151)[11].

Spada Suárez contabilizó cerca de ciento veinte comedias en las que aparecen mujeres vestidas de hombres, y Canavaggio considera que en apenas veinte obras hay trazos de travestismo masculino (Díez Fernández 2004: 146). La mayoría de estas mujeres travestidas suelen utilizar atuendos masculinos para vengar la honra o el honor perdido, siendo atípicas en las letras españolas las que se sirven de su traje masculino para seducir a otras mujeres.

Una relación homoerótica excepcional transcurre en el Libro I de La Diana de Jorge de Montemayor. Selvagia e Ismenia, en apariencia dos mujeres, velan juntas en el templo de Minerva durante las fiestas en honor a la diosa y rápidamente surge en ellas un enamoramiento, tal y como relata la pastora Selvagia: «¿Cómo puede ser, pastora, que siendo vos tan hermosa os enamoréis de otra que tanto le falta para serlo, y más siendo mujer como vos?». Montemayor deja entrever una visión profemenina más acorde con el Renacimiento al afirmar que el amor entre mujeres es más duradero, sin que el tiempo y el azar lo alteren: «¡Ay pastora!, respondió Ismenia, que el amor que menos veces se acaba es éste, y el que más consienten pasar los hados, sin que las vueltas de Fortuna ni las mudanzas del tiempo les vayan a la mano» (1996: 46). Sin embargo, Montemayor no culmina el amor entre las dos mujeres (quizás para evitar la censura inquisitorial), resolviendo la situación mediante el recurso de fingir Ismenia que en realidad es un hombre vestido de mujer, y que tiene además un primo parecido a ella; finalmente, Ismenia se hace pasar por Alanio, su primo, y logrará el enamoramiento de Selvagia, con lo que se evita el desvío de la moral tradicional. El tema del enamoramiento femenino tiene reminiscencias neoplatónicas, si bien la fuente principal de este episodio son los amores de Isis y de Ianto, tomados de las Metamorfosis de Ovidio (IX); y, en cuanto al desdoblamiento andrógino con el recurso de los gemelos, Ariosto actualiza la versión de Ovidio con su Orlando furioso, XXV, al recoger la relación homoerótica entre Fiordispina y Bradamante, asunto que posteriormente asimilaría Cristóbal de Villalón en su Crótalon de Cristóforo Gnofoso, X (Montero 1996: 338). En esta última obra, Julieta, disfrazada de varón, llega a Inglaterra, donde acaba enamorando a Melisa, hija del rey inglés:

 

Pero hasme herido —le dice a Amor— de llaga muy contranatural, pues nunca una dama de otra se enamoró, ni entre los animales [ay] qué pueda esperar una hembra de otra en este caso de amor (Villalón 1990: 252).

 

Julieta tiene un hermano gemelo, Julio, que es quien haciéndose pasar por su hermana, vestido de mujer, retorna con Melisa. Convencida esta de que Julio es Julieta, descubre en su primer encuentro sexual la transformación que se ha producido en el sexo de Julieta: «y mirándola y palpándola aún no cree que la tiene, ansí aconteçe a Melisa: que aunque ve, toca y tienta lo que tanto desea, no lo cree hasta que no lo prueba» (Villalón 1990: 258-259).

El Libro II de La Diana recoge otra posible situación homoerótica entre Felismena y Celia. Felismena, vestida de hombre y con la identidad de Valerio, acude a la corte en busca de su amado, don Felis. Con su traje despierta la pasión de Celia, cortejada por don Felis: «Más de dos meses me encubrió Celia lo que me quería, aunque no de manera que yo no viniese a entendello» (Montemayor 1996: 125). Sin embargo, se ha discutido la posible implicación homoerótica de este episodio, ya que Felismena actúa como Valerio y en ningún momento descubre su verdadera identidad (Galván González 2009).

No era fácil en la época burlar la censura inquisitorial en cuestiones de sodomía. Sin embargo, una obra  en la que abiertamente una mujer declara su amor hacia otra, como señala Crivellari (2005: 53-55), es Añasco de Talavera, de Álvaro Cubillo de Aragón, donde, bajo la clásica confusión de identidad producida por el disfraz masculino, la bella Dionisia, su protagonista, prototipo de la mujer varonil, declara repetidamente su amor por su prima Leonor, la cual está enterada de lo que siente por ella: «Rigurosa, prima, estás / pues cree mi amor no  quieres» (vv. 394-395; cit. por Crivellari 2005). Incluso sus amigos y familiares discuten francamente sobre la situación. Crivellari sugiere que Cubillo logra escapar de la censura por su fuerte condena del sentimiento de Dionisia y porque al final la protagonista accede a casarse con don Diego[12].

Por tanto, un topos que da mucho juego en la literatura del Siglo de Oro, y especialmente en el teatro, es el de esta mujer varonil, hombruna, virago, marimacho, medio hombre y otras lindezas con que los autores designan a este tipo de hembras aguerridas que renuncian a llevar una vida acorde a su condición, optando por seguir una existencia en la que impera la fuerza y la violencia, echándose habitualmente al monte donde viven agrestemente, matando a cuantos hombres encuentran a su paso y sintiendo ocasionalmente una fuerte inclinación erótica hacia otras mujeres. El mito del salvaje vestido solo de pieles viene de antiguo, embebido de raíces grecorromanas, orientales y de antiguas culturas primitivas, y cuenta con una sólida y larga tradición europea y oriental en sus manifestaciones artísticas y literarias. En España, en concreto, los estudios sobre el folklore popular han demostrado que el mito presenta peculiaridades diferentes de unas regiones a otras. En el Libro de buen amor, 950-1042, figuran las serranas, cuatro mujeres aguerridas con las que el narrador se topa en la sierra de Guadarrama, pero una parte de la crítica ha descartado que pueda haber realmente una influencia directa de las silváticas sobre estas serranas descritas por el Arcipreste (1989), pues este motivo está muy presente en el folklore europeo, consolidado por medio de la tradición oral (López-Ríos 1999: 75 y ss.).

Según la leyenda, circulaba la historia de que en Garganta la Olla[13], un pueblo de Plasencia, en Cáceres, una mujer montaraz vivía en una cueva y desafiaba a los hombres que encontraba a su paso a diversas pruebas de caza, lucha, puntería…, para a continuación mantener relaciones sexuales con ellos, y luego asesinarlos guardando los restos en su cueva. Lope de Vega extrajo de los romances las leyendas con trasfondo folklórico en torno a la figura de la serrana de la Vera y compuso su obra homónima que serviría de inspiración a otras muchas, como las de Vélez de Guevara, José de Valdivieso, Bartolomé de Enciso, etc., siendo la más reputada la versión de Vélez de Guevara (2001), el autor de El diablo cojuelo. Suya es la idea de recrear un personaje complejo, Gila, caracterizada por su ambigüedad sexual y con cierta tendencia a sentirse atraída por otras mujeres, con lo que difiere del concepto de mujer varonil que se destilaba por entonces. Crivellari (2005) encuentra unas características comunes homoeróticas en la  Gila de Vélez y en Añasco de Talavera de Cubillo, como la presencia marcada de rasgos varoniles (fuerza, independencia, interés por la caza), pero no exentos de belleza, con lo que consigue enamorar a los hombres; en segundo lugar, que ella misma, o por sus actos, duda de su condición femenina al sentirse como hombre, pero encerrada en un cuerpo de mujer; y, por último, que siente una inclinación explícita hacia otras mujeres. Otras obras de autores inciertos entroncan con el mito, como El satisfacer callando y princesa de los montes, Amor es naturaleza y La princesa de Galicia. La versión más conocida del romance fue recopilada por Gabriel Azedo de la Berrueza y publicada en 1667.

También cuenta con una tradición importante el tema de la doncella guerrera, la virgo bellatrix, capaz de destacar en las armas y pelear como cualquier caballero. Visten como hombres y, en numerosas ocasiones, suscitan los amores de otras mujeres. Como demostró Marín Pina (1989), antes de su aparición en la narrativa caballeresca se pueden documentar en una pluralidad de fuentes, pero, indudablemente, los escritores caballerescos contribuyeron a su recuperación, lo que queda constatado no sólo por hacerlas figurar como personajes de sus obras, sino también por el auge que tuvieron las novelas caballerescas, secundadas por numerosas lectoras que las devoraban intensamente. Incluso contamos hoy en día con la novela Cristalián de España, escrita por Beatriz Bernal.

La más conocida y controvertida de las mujeres varoniles y doncellas guerreras existió realmente en el siglo XVII. Se trata de la donostiarra Catalina de Erauso, más conocida como la Monja Alférez. Tras abandonar el convento de San Sebastián, se vistió como hombre, se cortó el pelo e incluso se llegó a aplastar el pecho para disimularlo. Se fue a América, donde estuvo peleando como soldado, alcanzando el grado de alférez y viviendo una vida de aventuras, peligros, guerras y escarceos amorosos con otras mujeres, hasta que se descubrió su condición femenina. Condenada  a muerte, fue perdonada, en parte debido a su virginidad. De regreso a España, Felipe IV no solo la perdonó, sino que confirmó su rango militar, le asignó una pensión e incluso fue perdonada por el Papa. Regresó posteriormente a América, ya convertida en Antonio de Erauso. Su vida fue relatada por ella misma, a través de su supuesta autobiografía. Inspirándose en ella, Juan Pérez de Montalbán escribió La monja alférez. Para Catalina, «la ropa de hombre funcionó como la herramienta que le permitió transgredir el orden social y adoptar un papel genérico (masculino) que era coherente con su atracción por, lo que ella consideraba, el sexo opuesto». (Camacho Platero 2008).

Un curioso fenómeno es el de las mujeres que repentinamente sufren una transformación de sexo, apareciéndoles espontáneamente un falo, aunque conservan en lo demás su naturaleza femenina. Es el caso de El sueño de la viuda, de Melchor de la Serna, donde una de las dos pupilas que duermen con una viuda muda de sexo milagrosamente. Este prodigio causa perturbación a las mujeres, que además duermen siempre las tres juntas. El tono de burla y su conexión con la sodomía es evidente, como ha demostrado Díez Fernández (2001: 130-133). En el siglo XVI se produjeron varios casos reales de hermafroditismo: en los reconocimientos médicos de la época constaban curiosas metamorfosis de mujeres a las que repentinamente les aparecía un miembro viril. En su magnífico trabajo sobre la novela El andrógino, de Francisco Lugo y Dávila, Alcalá Galán (2010) esboza los testimonios de la monja de Úbeda, Magdalena Muñoz, a quien le provoca una enorme alegría su inaudita aparición; de María Pacheco, a quien, en vez de tener la primera menstruación, le brota un miembro viril, o de Elena / Eleno de Céspedes, conocidísimo caso, que llegó a casarse con María del Caño: los tribunales, no entendiendo bien el asunto, la condenaron a penas leves por el delito de sodomía.

Como se dijo antes, el travestismo no siempre necesariamente presupone una supuesta homosexualidad, ya que, en numerosas novelas cortas del siglo XVII, los equívocos sexuales se originan por el uso del traje masculino, sin que de ello se pueda desprender un verdadero amor entre mujeres (Colón 2001: 89-90). En el Desengaño Sexto, titulado Amar solo por vencer, dentro de sus Desengaños amorosos, María de Zayas pone en boca de Esteban / Estefanía: «¿quién ha visto que una dama se enamore de otra?» (1998: 320), con lo que ella misma estaba advirtiendo sobre la tendencia natural de los hombres al engaño, razón por la que ha de explicarse el posible homoerotismo de esta obra: como un recurso ideado por Esteban para seducir a Laurela. Así, el músico y poeta Esteban no tiene más remedio que vivir como mujer (el lector conoce en todo momento que Estefanía es en realidad don Esteban) y sufrir los acosos del padre de Laurela durante un año para conseguir los amores de la rica y culta Laurela: «porque te aseguro que desde el punto que vi tu hermosura, estoy tan enamorada (poco digo: tan perdida), que maldigo mi mala suerte en no haberme hecho hombre» (Zayas 1998: 306). Con esta afirmación sentencia y evidencia, frente a las demás señoras presentes en la escena, los cortejos que hace una dama a otra. Sin embargo, subyace en sus líneas una reivindicación del deseo y el goce femenino. La mujer no sólo es un sujeto deseado, sino que también puede tomar parte activa en la esfera masculina y representar un papel activo y pasivo simultáneamente, es decir, ser origen y fin del deseo (Cifuentes-Aldunate 2009: 59). La tesis final es que el amor de los hombres es pasajero, engañadizo, centrado en lo carnal, mientras que «el verdadero amor en el alma está, que no en el cuerpo», y la amistad entre mujeres es más sincera: «mas es amor sin provecho amar una mujer a otra», dice una criada, a lo que responde Estefanía: «Ese es el verdadero amor, pues amar sin premio es mayor fineza» (Zayas 1998: 317). Pero, tras satisfacer su pasión, en una sola noche de amor, Esteban abandona a Laurela y esta muere trágicamente al caerle un muro encima.

Son numerosas las obras de Zayas que tratan el travestismo, pero el propósito último de aquellas en las que se incluyen posibles situaciones homoeróticas, como en La burlada Aminta y venganza del honor, incluida en las Novelas amorosas y ejemplares, es advertir y condenar las conductas femeninas consideradas peligrosas en la España tridentina del siglo XVII. A conclusiones semejantes llegan sus contemporáneas, sor Juana Inés de la Cruz y Ana Caro, en su defensa de superar el encierro material a que se veía abocada la mujer, por encima de restricciones familiares y sociales.

Muchos ríos de tinta ha hecho correr la amistad romántica entre mujeres en el siglo XVII, como la que mantuvieron María de Zayas y Ana Caro, sor Juana Inés de la Cruz y la condesa de Paredes, o aquellas amistades particulares entre monjas sobre las que alertaba santa Teresa de Jesús: «Parece que lo demasiado entre nosotras no puede ser malo; y trae tanto mal y tantas imperfecciones consigo» (1956: 35). La crítica no se pone de acuerdo en si se puede hablar o no de una auténtica relación homoerótica. Ante la falta de documentación pertinente, es difícil verificar si existe realmente o no un deseo homoerótico, como señala Lacarra Lanz (2011), posiblemente silenciado en ocasiones por la propia autocensura.     

Para concluir, es importante volver a destacar que debe actuarse con cautela para evitar el anacronismo, especialmente en lo que se refiere a las cuestiones de la identidad y la orientación sexuales. Esto no necesariamente significa que el crítico tenga que ser excesivamente restrictivo, porque el autor puede autocensurarse y ocultar su propia identidad sexual. Habrá que analizar cada obra concreta para sacar las conclusiones pertinentes. En algunos casos, el texto aportará claridad meridiana por sí mismo; en los demás, habrá que acudir a otros parámetros, como aconseja Bennet (2000). Vale.

 

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NOTAS

[1] El marbete homosexual fue utilizado por primera vez por Karl Maria Kertbeny en 1860, pero no es sino con la Psychopathia sexualis (1866), de Richard von Krafft-Ebing, cuando adquiere su sentido actual. Homoerotismo lo recoge en 1914 el discípulo de Freud, Sandor Ferenczi, en su comunicación «El homoerotismo: nosología de la homosexualidad masculina», presentada en el Tercer Congreso Internacional de Weimar.

[2] Curiosas son las denominaciones con que es conocida esta postura: en Latinoamérica, tortilla, cachapa o arepear, en referencia a los movimientos que se hacen al amasar las arepas o tortillas; en Méjico, tallada de pelucas, choque de pelucas, peinar el oso, tijerazo o tijeretazo; en inglés, scissorfighting, ‘pelea o lucha de tijeras’, slamming clams, ‘golpearse las almejas’, entre otras (cfr. Satchi 2011).

[3] Martos Montiel (2000) ha documentado exhaustivamente el uso de los ólisbos y la homosexualidad femenina en Grecia y Roma, en un revelador artículo al que remito para los amantes de la cultura clásica.

[4] Presente en toda la Edad Media es la cuestión planteada por san Pablo, Tertuliano y reafirmada por san Jerónimo, sobre la oposición entre la imagen negativa de Eva, fuente de pecado, y la positiva de María, la mujer santa por excelencia (Martínez 2010).

[5] Representativa es esta composición recogida en PESO (1984: 201-204), en la cual «Enseña la madre a la novia / cómo se lo tiene de hacer, / alzando las piernas arriba, / y con el culo cerner» (vv. 1-4). La clave está en el estribillo que se repite a lo largo del poema: «A la gatesca, es verdad / que se gana dos pulgadas, / hija mía, mas mirad / que no conviene a las casadas, / sino estarse bien echadas / y hoder bien a placer, / alzando bien las piernas arriba, / y con el culo cerner» (vv. 29-36).

[6] «La quinta clase se llama sodomía, y es cuando varón comete tal crimen con varón o hembra con hembra».

[7] Aunque se sabe de su uso en China, Egipto, Grecia y Roma, hoy se estima que los primitivos artilugios surgieron en el Paleolítico. Los materiales eran de lo más diverso: piedra, cuero, madera, y en Oriente Medio, incluso de boñiga de camello seca y resina. El uso de un gedoma o sustituto del pene fabricado de cuero y algodón ya aparece citado en un códice lemosín del siglo XV conservado en la Biblioteca Nacional de Madrid (Ms. 3356), Speculum al foder. Tratado de recetas y consejos sobre el coito: «A.y fembres d’aquestes que usen de gedoma si que és fet de cuyir lent e de cotó, confeccionat de dins a forma de vit» (Anónimo 1978: fols. 35-54).

[8] Cfr. los magníficos estudios de Mérida (1997), Lacarra Lanz (2001) y Cabanes Jiménez (2005).

[9] Otras mujeres solas realizan prácticas similares, sin artilugios. Los compiladores de PESO recogen, por ejemplo: «—Madre, la mi madre / que me come el quiquiriquí /— Ráscatele, hija y calla, / que también me come a mí» [...] (1984: 94 [nº 60]); «Cuando te tocares, niña, / mira, mira y ten acuerdo / que te toques de medio a medio» (1984: 96 [nº 61]). Otras, en cambio, como la amiga de Bernal Francés, dicen: «sola me estoy en mi cama / namorando mi cojín» (Rey Briones 2006: 184). Frenk trae composiciones como «Veinte y dos años tengo, / madre, casarme, / que me duelen los dedos / de tanto urgarme» y «—Marikita, ¡kómo te tokas! / — A la fe, madre, komo las otras» (2003: 1176 y 1177 [nos 1652 bis y 1653 bis]).

[10] Sería la caricatura de Mateo Alemán, el autor del Guzmán de Alfarache (Márquez Villanueva 1984). Curiosamente, cabe recordar que el padre de Guzmán procedía de Génova: Garrote Bernal (2008: 224) relaciona la presentación que el narrador hace de su padre italiano con el hermafroditismo.

[11] Aparte de los estudios clásicos de McKendrick (1974) y Bravo Villasante (1976), conviene ver las agudas reflexiones de Ferrer Valls (1998), Díez Fernández (2004), Dekker y De Pol (2006) y Alcalá Galán (2010).

[12] La crítica ha encontrado otras posibles relaciones homoeróticas en El baño de Argel de Cervantes, donde «Constanza, la cautiva cristiana, declara su pena de amor a Zahara, quien entiende que este tormento de amor es causado por otra mujer» (Imperiale 2000: 344, n. 1). Otras muestras aparecen en las novelas cortas del siglo XVII (Colón 2001). Asimismo, Calderón, en Afectos de odio y amor y La protestación de la fe, hace alusiones a la reina Cristina de Suecia, conocida por su sexualidad ambigua (Velasco 2011: 180).

[13] Cfr. Antonucci (1995), Bartra (1997), Flores Arroyuelo (2004) y López Gutiérrez (2012).