Erotismo felino: las gatas de Lope de Vega

Adrienne L. Martín

(almartin@ucdavis.edu)

university of california, davis

 

Resumen

La afinidad entre las mujeres y los gatos ha sido un arquetipo a través de la historia, y en la literatura de los siglos de oro ciertos rasgos considerados como felinos se traspasan con frecuencia a las mujeres. Independencia, lubricidad, hermetismo y capacidad de traicionar son cualidades que Lope de Vega asigna a las gatas en La Gatomaquia y otras obras, logrando armonizar con ingenio el erotismo humano y el animal.

 

 

 

Abstract

The affinity between cats and women is an archetype throughout history, and in Golden Age literature certain traits considered to be feline are often projected onto women. Lope de Vega assigns qualities such as independence, lasciviousness, secretiveness and the capacity for treachery onto female cats in La Gatomaquia and other works. By doing so he ingeniously blends human and animal eroticism.

 

Palabras clave

 

Lope de Vega

Gatos

Erotismo

Mujeres

La Gatomaquia

  

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

 

Lope de Vega

Cats

Eroticism

Women

La Gatomaquia

 

 

 

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

      

    

 

Hace una década, Pedrosa notó que «las relaciones entre animales, sexualidad y erotismo vienen de muy atrás en el tiempo y se han expresado a través de tópicos muy arraigados y perdurables» (2002: 125). Esta relación ocurre de manera particularmente impactante cuando se trata de la representación literaria de la especie felina y la mujer. Por ejemplo, el gato funciona frecuentemente como metáfora del órgano sexual femenino. Así ocurre en un célebre poema erótico del trovador Guillermo de Aquitania, en que un par de monjas libidinosas arrastran un terrorífico gato rubio (gat ros), «grande y con largos bigotes», por el cuerpo de un caminante, «desde el costillaje hasta los talones». El caballero, después de ser arañado, informa feliz: «Las follé [a las monjas] tanto como vais a oír: ciento ochenta y ocho veces, que por poco rompo mi correaje y mi arnés; y no os puedo decir la gran enfermedad que cogi» (Pedrosa 2002: 127). Vasvári asegura que el gato de este poema es una metáfora obvia del insaciable órgano sexual de la mujer como vagina dentata (2005: 378).

La identificación de la mujer con este animal particular no empieza en la Edad Media, sin embargo, y remonta en Occidente a Aristóteles y su afirmación en Investigación sobre los animales de que «Las gatas son de naturaleza lasciva, excitan a los machos al coito y chillan durante el acoplamiento» (cit. en Pedrosa 2002: 128). El filósofo tiene razón en el sentido de que el apareamiento de los gatos suele ser ruidoso y orquestado por la hembra. Como puntualiza el veterinario Herranz Martínez,

 

El gato no se aparea con una hembra determinada, sino que es la hembra en celo la que acepta al macho más fuerte tras duras peleas bien acompañadas de maullidos insistentes con sus competidores, que suelen tener lugar de noche y por los tejados de las casas como si fueran canciones al amor (2003: 180).

 

Veremos más adelante cómo estas observaciones darán fruto en la pintura y la literatura del Siglo de Oro.

Pedrosa resume además las conocidas vinculaciones lingüísticas entre mujer y gato/a, apuntando que en la lengua gallega gata puede ser eufemismo para prostituta, y jato o gato para el sexo femenino. Ocurre lo mismo con gato en portugués, chat y chatte en francés y con pussy (‘gatita’ y ‘coño’) en inglés. Por consiguiente, este animal conlleva ciertas resonancias sexuales que los poetas del Siglo de Oro no dejan de explotar semánticamente. No extraña pues que sea uno de los animales domésticos más privilegiados durante la temprana época moderna y que su simbolismo y materialidad cobren particular protagonismo en la cultura erótica.

Mi propósito en este ensayo es examinar cómo este animal es erotizado, sobre todo cuando es hembra, en algunas obras de Lope de Vega. Es bastante transparente que el poeta sentía mucho cariño por los felinos, porque escribe más extensamente acerca de ellos que de cualquier otro animal, específica y dinámicamente. Por ejemplo, integra a los gatos en tramas secundarias o complementarias de sus comedias La dama boba, Las almenas de Toro y El castigo sin venganza. En el segundo acto de esta última, el gracioso Batín cuenta la anécdota de una gata transformada en mujer que, al ver pasar un ratón lo ataca, revelando su «verdadera» naturaleza felina. Y finalmente, los felinos son elevados a protagonistas en La Gatomaquia, obra que examinaré en detalle más adelante. De manera especial en este poema, los gatos del dramaturgo reflejan no solo la realidad del paisaje zoológico del naciente Madrid urbano y la manipulación experta de la tradición literaria animalesca y la sátira social, sino también la utilización de este animal particular para aludir al erotismo con el cual se asocia.

Serpell, director del Centro para la Interacción de Animales y Sociedad de la  Universidad de Pennsylvania, asevera que los gatos viven una vida doble, mitad doméstica y mitad salvaje; además de parte cultura, parte naturaleza (20002: 189). Y Rogers afirma que es uno de los últimos animales domesticados que además mantiene muchas características de su estado salvaje (2006: 9)[1]. Esta condición doble es precisamente lo que se explora en La Gatomaquia, cuya trama fundamental es un triángulo amoroso felino, basado a su vez en una tríada humana ocurrida décadas antes entre el autor, Elena Osorio y Francisco Perrenot de Granvela. Como se sabe, hay un consenso biográfico respecto a cómo Lope volvió obsesivamente a esa dolorosa relación a través de su vida literaria, comenzando con sus tempranos romances pastoriles y moriscos, y pasando por La Arcadia (1599), las Rimas (1602) y La Dorotea (1632).

Escrita por un bardo de ya avanzada edad, La Gatomaquia sería para Lope la última reencarnación de lo que probablemente concebía como un episodio juvenil y banal de celos y abandono. Como ha afirmado Carreño al respecto, «La biografía literaria está, pues, ridículamente dramatizada como versión animalesca en La Gatomaquia» (en Lope de Vega 2002: 60). No es mi intención repasar los conocidos elementos biográficos de aquella relación y La Gatomaquia; Carreño, Croce, Morby, Trueblood y numerosos críticos anteriores los han examinado exhaustivamente; prefiero explorar cómo Lope lleva a cabo la conversión de los protagonistas en animales erotizados.

Como trasfondo general, remito al estudio de Schiesari (2010), en que la autora examina la relación entre la domesticidad y el poder durante el Renacimiento. Con la base teórica de los estudios animales (Animal Studies), Schiesari mantiene que las mascotas y las mujeres fueron domesticadas durante el humanismo italiano, cuando las nociones de femineidad, sexualidad y animalidad se entretejían con facilidad. Con las salvedades del caso, aquella noción de Schiesari es otro punto de partida para examinar cómo se funden las gatas y las mujeres en La Gatomaquia.

A pesar de su historia relativamente reciente, los estudios animales, cuyas premisas son una base principal para lo que expongo en estas páginas, han desarrollado una noción con la cual es fácil estar de acuerdo: que los animales tienen una historia propia que se entrelaza con la humana, y que merece estudio. Esta toma de conciencia de la importancia de los animales emerge de las actuales preocupaciones sobre el medio ambiente y el bienestar animal por un lado, y por otro, de la investigación de finales del siglo XX sobre grupos marginados. Sobre la centralidad de los animales en la historia social, Thomas afirma que en la temprana época moderna los animales se encontraban en todas partes y que en el campo y las ciudades la gente vivía con perros, caballos, gatos, cabras, cerdos, gallinas y vacas, entre otras especies (1983: 95). Quizás esta proximidad ha llevado a la invisibilidad histórica de los animales en los estudios literarios de los siglos de oro, a pesar de su abundancia en las obras que estudiamos.

En la España de esa época se tendía a dividir conceptualmente a los animales en dos grupos, de acuerdo con su función en el mundo humano. Uno de estos se componía de especies exóticas y salvajes importadas de las colonias distantes por reyes y nobles, para poblar sus colecciones o reservas palaciegas y servir como faros del poder de sus dueños[2]. En su mayoría eran leones, tigres, monos y loros que servían para expandir su esfera de influencia a través de exhibiciones y regalos, o para decorar aquellos palacios como mascotas exóticas. El segundo grupo se componía de los animales domésticos más conocidos en aquella época: ovejas, vacas, caballos, perros y gatos a los que se criaba para el trabajo, comida, o compañía en toda clase de hogares. Los tres últimos —equinos, caninos y felinos— son los animales que se encuentran con más frecuencia en las representaciones de la literatura de los siglos de oro y, como dije al principio, los gatos aparecen de manera especial en las obras de Lope de Vega.

Inicio el recorrido de los felinos con su épica animal La Gatomaquia, cuyo propósito es «cantar batallas de amorosos gatos» (silva V, v. 38). Escrita en siete silvas y con un total de 2.802 versos, fue incluida en las Rimas humanas y divinas del licenciado Tomé de Burguillos (1634). En su armazón narrativo, Marramaquiz, gato madrileño, compite con Micifuf, hermoso forastero, por el amor de la bella Zapaquilda. Cuando la dama felina abandona a Marramaquiz y decide casarse con el recién llegado, Marramaquiz sufre un ataque de rabia y celos. Al llegar tarde a su boda, Micifuf descubre que Marramaquiz se ha llevado a su novia y la ha encerrado en una torre. Los machos rivales oponen sus ejércitos en guerra sangrienta y Júpiter debe intervenir para salvar a la especie felina y evitar que los ratones se adueñen del Olimpo. Micifuf sitia la fortaleza de Marramaquiz, quien es obligado a abandonar la torre en busca de alimento. Al final, Marramaquiz es matado accidentalmente por un príncipe cazador, sus seguidores se rinden y se restaura la paz. El poema termina con el matrimonio de Micifuf y Zapaquilda. Es obvio que esta trama parodia varios poemas épicos y mitos clásicos, entre ellos la Batracomiomaquia, La mosquea (1605) de José de Villaviciosa, Orlando innamorato de Boiardo (1495) y Orlando furioso de Ariosto (1516), al igual que algunas obras previas del mismo Lope[3].

Carreño ha comentado al respecto que «La figuración cómica de la conducta de los gatos como si fueran personas es clave: intensifica la ironía del relato, apura su vena paródica y, sobre todo, destaca la sátira social» (en Lope de Vega 2002: 67). Pero más allá de la parodia y la sátira, el poema proporciona una versión cómico-animalesca de la comedia urbana[4] y además ilumina un rincón de la historia cultural de los animales en la España del Siglo de Oro. Los gatos de La Gatomaquia son una fusión novedosa de lo felino y lo humano, y representan, más que las lecciones morales de las fábulas de la tradición bestiaria, la mezquindad de los celos, la agresión, y ese mal de amor y locura tan «humanos» que son la materia principal del poema.

La utilización de felinos también permite a Lope explotar la afinidad simbólica de esa especie con las mujeres. En este sentido, Zapaquilda personifica las características típicas con que varios géneros de la literatura de los siglos de oro plasman a las mujeres: belleza, vanidad, crueldad, lascivia e inconstancia. En las páginas que siguen examino varias ocasiones en las que Lope explicita estas conexiones eróticas entre humano y animal en su poema, coadyuvada por algunas ilustraciones pictóricas. Y como casi siempre en Lope, su tratamiento del erotismo en La Gatomaquia será sutil y alusivo.

Primero, hay que tener en mente que los humanos tienden a concebir a los gatos como femeninos y a los perros como masculinos. De ahí los sorprendentes poemas eróticos sobre las relaciones (mayormente de cunnilingus) entre perros falderos y sus damas que encontramos en la lírica de los siglos de oro. Tan solo dos ejemplos serían el atrevidísimo epitafio gongorino «De un perrillo que se le murió a una dama, estando ausente de su marido»: «Yace aquí Flor, un perrillo / que fue, en un catarro grave / de ausencia, sin ser jarabe, / lamedor de culantrillo» (Góngora 1986: 323), y el romance de Quevedo, «Dama cortesana lamentándose de su pobreza y diciendo la causa», «A la jineta sentada», en que una prostituta está «con un perrillo de falda / que la lame y no la muerde» (1990: 851). Pedrosa cita algunas seguidillas de la misma época que insisten en la preferencia de las damas por estos perrillos, mientras que los hombres prefieren a los gatos, porque este animal se identifica con el sexo femenino: «De perrillos de falda / gustan las damas, / yo de gatos rellenos / dentro del arca» (2002: 131).

Reitero que la afinidad entre las mujeres y los gatos no comienza con Lope, por supuesto, y ha sido un arquetipo a través de la historia. Aunque las asociaciones más comunes no son necesariamente negativas, algunas sí lo son y por lo general tienen que ver con actitudes hacia los encantos sexuales femeninos. Por ende, en la literatura de la época una serie de características felinas se traspasa con facilidad a las mujeres, de manera que comparten rasgos como la independencia, la sensualidad y el hermetismo. Además, gata y mujer son cazadoras nocturnas que provocan a su presa, y exhiben su belleza para atraer a los varones. Por último se consideran traicioneras y su cuerpo y su lenguaje corporal se sexualizan al máximo.

Podemos apreciar esas cualidades en la descripción de Zapaquilda con que se inicia el poema, mediante la cual se convierte indudablemente en un significante del percibido ensimismamiento femenino, de la vanidad y la astucia que se atribuían igualmente a gatas y mujeres:

 

Estaba, sobre un alto caballete

de un tejado, sentada

la bella Zapaquilda al fresco viento,

lamiéndose la cola y el copete,

tan fruncida y mirlada

como si fuera gata de convento.

(Silva I, vv. 51-56)

 

Este breve retrato es en el fondo bastante realista, porque los gatos —animales excepcionalmente limpios— tienden a asearse frecuentemente y en público.  Además, en los siglos de oro los gatos rondaban los tejados madrileños para aprovechar las brisas frescas durante el verano, o las chimeneas cálidas del invierno, aparte de cazar alimañas y pájaros, socializar y conducir sus rituales de acoplamiento.

En el fragmento que acabo de citar, varias connotaciones conectan a las gatas de Lope con las mujeres. He ahí la falsa modestia y la afectación de Zapaquilda («fruncida y mirlada»), su sensualidad («lamiéndose la cola y el copete») y su duplicidad implícita («como si fuera gata de convento»). La volubilidad de Zapaquilda queda subrayada cuando abandona a Marramaquiz por Micifuf, el guapo forastero «galán y bien hablado, / de pelo rizo y garbo ensortijado» (silva I, vv. 287-288). Como advierte Burguillos, alter ego de Lope, «Siempre las novedades son gustosas: / no hay que fiar de gatas melindrosas» (silva I, vv. 289-290). Similar a las mujeres venales que abundan en la literatura (escrita por hombres) de los siglos de oro, los sentimientos de Zapaquilda son fácilmente comprados con golosinas gatunas como «un pie de puerco hurtado, / pedazos de tocino y de salchichas» (silva I, vv. 296-297)[5]. Obviamente, Lope se está burlando de los lugares comunes de la literatura sentimental, de las protagonistas frecuentemente caprichosas y los galanes celosos que él mismo creaba para sus comedias.

La confianza implícita y belleza de Zapaquilda tienen su paralelo en retratos renacentistas de mujeres con gatos. Estas pinturas tienden a enaltecer las cualidades atractivas de ambas al enfatizar similitudes en el color y la pose (Rogers 2006: 114), y por cierto de la expresión. Por ejemplo, en el cuadro de Francesco Bacchiacca, Donna con Gatto, h. 1525 (New York, Colección particular), un gato (o gata) marrón atigrado y una mujer de pelo castaño, con un vestido a rayas negras y doradas, miran al espectador con esencialmente la misma expresión: alerta, algo salvaje, voluntariosa y seductora. Como sugiere Rogers, la flagrante vitalidad animalesca del gato dirige la atención a la invitación sexual implícita de la mujer (2006: 114).

Cabe notar, aparte de las similitudes en la expresión, la perfecta asimilación (en términos de color y hasta composición) del cabello de la mujer con la piel del animal, que además descansa tranquilamente sobre los senos de la dama, quien le sujeta con evidente ternura y compenetración. Aunque no se muestra en el cuadro de Bacchiacca, un apéndice corporal de gran valor y significado para gatos (y perros) es su cola, porque sirve de timón y equilibrio, a la vez que su posición y movimientos indican su rango social, su estado de ánimo y otras sutilezas de la comunicación no verbal[6].

Paralelamente, en La Gatomaquia, la cola de Micifuf es un objeto de orgullo y veneración, y es tan gloriosa que su dueño es celebrado como «Zapinarciso» y «Gatimarte» (silva I, vv. 272)[7]. Marramaquiz, indignado por la buena fortuna de su rival, se queja así: «¿Es Micifuf más sabio? ¿Es más valiente? / ¿Tiene más ligereza, mejor cola?». Las connotaciones sexuales del vocablo cola son, por supuesto, múltiples en la literatura erótica, y puede significar tanto el órgano sexual masculino como el femenino, al igual que el ano[8]. La primera acepción erótica, ‘pene’, se sugiere en los poemas «El gato», de Jerónimo de Barrionuevo, y el anónimo «El perrito», los dos recogidos por Labrador Herraiz y DiFranco en su ramillete de «zoología erótica» (2010: 294-296 y 290-291).

En La Gatomaquia, cuando Marramaquiz está a punto de expirar de su mal de amor, Zapaquilda le abanica con su cola para restaurarle el espíritu (silva I, vv. 372-376):

 

porque no se le rompa vena o fibra

el mosqueador de las ausencias vibra

pasándole dos veces por su cara;

volvióle en sí, que aquel favor bastara

para libralle de la muerte dura.

 

Como sabemos, tanto vena como fibra pueden aludir oblicuamente al órgano sexual masculino, y se sugiere aquí que la cola aromática de la dama es lo que vuelve a la vida al gato-galán. Pero los dos amantes se separan y en un cómico «abrazo» y despedida gatuna «se hicieron reverencia con las colas» (silva I, vv. 403). Tal vez el enlace más explícito de mujer y cola de gato ocurre cuando Zapaquilda se entera de que Marramaquiz ha atacado a Garraf, el escudero de Micifuf, y expresa su espanto a través de la posición elevada de su cola (silva II, vv. 160-165):

 

Zapaquilda, admirada,

huyó por el desván, la saya alzada;

que lo que en las mujeres son las naguas

de raso, tela o chamelote de aguas,

es en las gatas la flexible cola

que ad libitum se enrosca o se enarbola.

 

En otro momento, la cola funciona como un marcador físico de la atracción sexual, cuando Marramaquiz corteja a Micilda para darle celos a Zapaquilda. Burguillos menciona que Micilda

 

de buena gana dio fácil oído

a los requiebros del galán fingido,

con que ya andaban de los dos las colas

más turbulentas que del mar las olas.

(Silva II, vv. 345-348)

 

Tales sugestivas turbulencias no dejan de ser emblema de sus instintos sexuales, y es evidente que el lenguaje de las colas, como el de otras partes del cuerpo, refleja una semiótica mayor y repleta de significados.

Otra característica femenina, de acuerdo con el poema, es la capacidad traicionera de las mujeres, para la cual los gatos son una metáfora conveniente, debido a su reconocida astucia predadora. Tales ideas son un resultado del hecho de que, en esa época y hasta hoy, los gatos han sido definidos como cazadores solitarios de roedores y otras alimañas (aunque lo hagan en domicilios humanos). Es decir, el gato caza para sí mismo, no para la satisfacción humana, apoyando así la noción prevalente que persigue sus propios intereses, en contraste con el perro, que caza con el hombre y le sirve, como arguye Rogers (2006: 28). Esta investigadora también ha señalado que los gatos han provocado acusaciones de «bajeza moral», porque, en vez de matar e inmediatamente consumir su presa, prefieren postergar su alimentación para jugar con su víctima (2006: 32).  En su óleo Gato con pájaro, de 1939, Picasso ilustra esa presunta cualidad felina al enfatizar las afiladísimas zarpas y feroz dentadura de un gato que sujeta un pájaro con el vientre desgarrado.

Paralelamente, no es difícil notar cómo aquellas características producen estereotipos misóginos de las mujeres, que se caracterizan —al igual que los gatos— como predadoras nocturnas cuya inocente presa cae víctima de su astucia traicionera. Conviene recordar en este sentido de acecho nocturno, la acepción ‘prostituta’ para gato, y el inglés cathouse para ‘burdel’.

Esta es la manera en que Lope describe a Micilda, la gata de un boticario, que aparece sentada en su tejado (silva II, vv. 291-295):

 

miraba, como dama en el estrado,

los nidos de los sabios gorriones,

dejando pulular los embriones,

y en viendo abiertos los maternos huevos,

comerse algunos de los ya mancebos.

 

En La Gatomaquia, la presa es Marramaquiz, el galán locamente enamorado a quien Zapaquilda ya no ama, pero celosamente no quiere entregar a Micilda. La subsiguiente disputa entre Zapaquilda y Micilda recuerda obras de arte que representan peleas de gatos, aunque en Lope la violencia es templada por la comicidad.

Todos recordamos sin duda el desolador cartón Riña de gatos de Goya, de 1786 (Madrid, Museo Nacional del Prado), que proporciona una representación de la realidad y la metáfora de un combate entre gatos. Otro ejemplo, también propiedad del Prado y de una época más próxima a Lope, es Pelea de gatos en una despensa, del pintor flamenco Paul de Vos (h. 1591-1678). Este óleo se distancia de otros del mismo artista que representan cacerías con perros que destripan a su presa. En este cuadro, una suerte de bodegón deshecho, la guerra ocurre dentro de casa y entre animales domésticos que probablemente comparten su hogar con humanos, al igual que Zapaquilda y Micilda. Nótese así el paralelo con la narración de Burguillos en términos de la violencia del enfrentamiento (silva II, vv. 378-393):

 

Finalmente, las gatas encontradas,

siendo Marramaquiz el hueso en medio […]

a pocos lances de mirarse airadas

vinieron a las manos, dando al viento

los cabellos y faldas;

y en tanto arañamiento,

turbadas de color las esmeraldas,

maullando en tiple y el gatazo en bajo,

cayeron juntas del tejado abajo,

con ligereza tanta, […]

que no perdió ninguna los chapines […]

 

La anterior es solo una escena del poema en que las celosas gatas se arañan fieramente. La incorporación de los gritos, movimientos, caídas, ropa y chapines, además de proveer el necesario humor, convierte esta riña de gatos en una de mujeres. El término inglés catfight se utiliza específicamente para este tipo de altercado, normalmente motivado por los celos, en que dos mujeres se insultan, arañan y tiran de los pelos. Es un encuentro violento que suscita gran interés en el observador masculino, no solo por la sensualidad inherente al contacto físico entre mujeres, sino también porque las contrincantes suelen acabar con la ropa rasgada y semidesnudas.

Vale notar con respecto al arañamiento, y si se habla de estereotipos culturales de Occidente, que tanto en español como en inglés «sacar las uñas» es una expresión que se aplica típicamente a las mujeres. Por eso, como asevera Rogers, las zarpas retráctiles del gato, una simple evolución física para facilitar su método de cazar, se han convertido en emblema de su carácter traicionero, y la analogía con el gato arroja sobre la mujer la acusación de traición (2006: 122).

La Gatomaquia relata indudablemente una historia de amor y celos —y celo— en la cual las pasiones humanas se mezclan con los instintos felinos para producir un provocador contexto multi-especie. Como en la silva IV, vv. 67-81, manifiesta Burguillos:

 

Los gatos, en efecto,

son del Amor un índice perfecto […]

y quien no lo creyere

asómese a un tejado

con frías noches de un invierno helado […]

verá de gatos el concurso vario

por los melindres de la amada gata

que sobre tejas de escarchada plata

su estrado tiene puesto

y con mirlado gesto

responde a los maúllos amorosos

de los competidores.

 

Si recordamos la denuncia aristotélica de la supuesta lascivia de la gata, citada en la primera página de este estudio, hay que admitir que se basa en una observación justa, aunque malinterpretada, porque, en efecto, la hembra juega un papel agresivo en el acoplamiento, maullando para atraer un grupo de machos, persiguiéndolos mientras dura el celo y agrediéndoles después del apareamiento.

Sin embargo, estos comportamientos tienen su explicación fisiológica.  El hecho es que el macho tiene púas en el pene, que raspan el interior de la vagina de la hembra al separarse después del acoplamiento. Este raspamiento es lo que activa la ovulación porque, a diferencia de otros mamíferos, la gata no suelta los óvulos con el ciclo hormonal, sino con el primer acoplamiento durante el celo. Esto da tiempo suficiente para que puedan acudir machos de otros grupos sociales, reduciendo así la endogamia. Es entonces cuando cambia el comportamiento de la hembra, de desdeñosa a exigente y «lujuriosa» (Tabor 1991: 53-55). Por ende, Aristóteles y otros aplican un juicio moralizante a los instintos reproductores naturales de una especie ajena a la humana y, desgraciadamente, esto ha autorizado los ataques misóginos contra la supuesta hipersexualidad y lascivia femeninas.

Volviendo a la literatura de Lope, en un pasaje narrativo intercalado en el segundo acto de Las almenas de Toro, el personaje Suero diserta sobre los animales y el amor, enfatizando la lubricidad excesiva de los felinos como sigue:

 

Aman los perros, las monas,

los machos y los rocines,

y suspiran por sus fines

como si fueran personas.

Mas todo es poco, igualado

al tierno y gruñido amor

de un gato maullador

por enero en un tejado.

¡Qué cosa es velle rondar,

haciendo espada la cola,

si no está la gata sola,

que nunca lo suele estar!

Pues si acaso hay dos o tres,

¡qué dama y qué melindrosa!

Se relame desdeñosa

el lomo, el cuello y los pies.

(Lope de Vega 19875: 789)

 

Esta breve narración insiste en lo que se percibe como excesos del amor felino, expresados estos a través de los maullidos y celos del macho y los sensuales relamidos de la hembra que tienta, desdeña y escoge pareja de entre una multitud de galanes, siguiendo sus propias inclinaciones. Tales comportamientos no son tan ajenosa las tumultuosas pasiones y exageradas quejas del poeta, cuya espada sería la pluma enarbolada ante los desdenes de la dama.

Para concluir con un óleo contemporáneo de Lope y que ilustra la relación íntima entre mujer y gato, he aquí La caída del hombre (Washington, National Gallery of Art), del pintor flamenco Hendrik Goltzius (1558-1617). Fechado en 1616, el cuadro capta el momento en que Eva ofrece a Adán el fruto prohibido que ella ya ha probado. Nótese la cara de mujer de la serpiente del fondo y, por supuesto, el hermoso gato que presencia, impasible, la escena.

Bajo el cristianismo, el gato dejó de ser venerado como el símbolo positivo de la fertilidad y maternidad que había sido para los antiguos egipcios[9]. Las mismas características que lo hicieron animal mágico y sagrado en la antigüedad (su fertilidad, su aguda vista que le permite ver en la oscuridad, su inescrutabilidad), en siglos posteriores se asociaban con lo diabólico, con la herejía y las brujas, de quienes se creía que copulaban con el Diablo en forma de gata (Serpell 20002: 186-189).

Los gatos llegan entonces a considerarse agentes del Diablo, y a través de la Edad Media y la temprana época moderna son brutalmente perseguidos por toda Europa: son quemados vivos, arrojados de altas torres, azotados, sumergidos en agua hirviendo o masacrados[10]. Al respecto, Boehrer (2010) ha sacado a la luz una tradición europea de varias centurias de tortura de gatos, que evolucionó a partir de formas de devoción paganas. Tales ritos pasaron a formar parte de festivales religiosos católicos, y protestantes después. Curiosamente, estas acciones pensadas para exorcizar al Diablo ocurren cuando los felinos dejan de ser vistos simplemente como exterminadores de ratas u otros bichos, y entran en los hogares como mascotas. Boehrer afirma en su estudio que en los siglos XVI y XVII nace (o renace) una cultura de sentimiento hacia los animales domésticos, que es la que hemos heredado.

Por ende, más que visualizar un momento infausto para la humanidad, el cuadro de Goltzius privilegia la sensualidad a la cual el gato puede aludir. Su Jardín del Edén más bien se asemeja a un jardín de amor o locus amoenus donde, en vez de arrepentirse o avergonzarse por haber probado el fruto del árbol del bien y del mal, Adán y Eva parecen muy enamorados y contentos. La pintura es tan enigmática e insondable como el mismo gato que está en primer plano y se añade al contexto humano.

Como conclusión, mucho más que cazadores de ratones o animales de compañía privilegiados, los gatos de Lope logran armonizar ingeniosamente lo humano y lo animal, dejándonos preguntas actualizadas hoy con el nuevo campo de los estudios animales. Simultáneamente, los gatos ofrecen un jocoso espectáculo que Carreño califica como «un espejo convexo de la realidad cotidiana del Madrid de 1634» (en Lope de Vega 2002: 57). Más allá de esa realidad diaria, La Gatomaquia fortalece y homologa la sempiterna asociación de las gatas con las mujeres como animales que no se pueden controlar, y en cuya devoción el hombre no se puede confiar.

Naturalmente independientes y capaces de una indiferencia absoluta, esas cualidades son especulares, porque, como explica Rogers, las que son simplemente naturales en un gato se consideran inmorales en una mujer, y su inmoralidad dentro del contexto humano redunda en el carácter del gato. No cuesta mucho confirmar esa opinión en la sociedad de entonces, y en la de hoy, porque, como añade Rogers, los hombres han utilizado comparaciones entre el sexo menos valorado y el animal de compañía menos valorado para desacreditar a los dos (2006: 140).

De esta manera las gatas de Lope de Vega iluminan cierta inestable zona de contacto entre dos especies, la humana y la animal, una zona fronteriza que se desliza a través de los tiempos y mantiene sus misterios. Su creación de felinos humanizados nos demuestra no solo cómo Lope concibe y caracteriza a un animal estimado tanto en su época como hoy, sino también, en este caso particular, cómo representa —animalizándola— a la mujer a través de ellos.

 

BIBLIOGRAFÍA CITADA

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NOTAS

[1] Según Saunders, es discutible afirmar que el gato haya sido domesticado, y sería más exacto decir que son dóciles y cariñosos, pero que no pueden ser entrenados (1991: 26). Esta naturaleza independiente que conserva el gato, se aplicará negativamente a la mujer, como se verá más adelante.

[2] Los Habsburgos, por ejemplo, fueron grandes coleccionistas de animales y el jardín zoológico de Aranjuez fue famosísimo. En el Alcázar de Madrid, Felipe II y sus hijos vivían rodeados de loros, monos, pájaros exóticos, perros de caza y probablemente gatos, como se puede apreciar en los retratos reales del momento. Al respecto, cfr. Pérez de Tudela y Gschwend (2007).

[3] Sobre los aspectos paródicos y las filiaciones del poema de Lope, cfr. Balcells (1995).

[4] Pedraza Jiménez (1981) y Fernández Nieto han subrayado la esencia teatral de La Gatomaquia; el segundo concluye apuntando que el poema es «una comedia de capa y espada con desenlace dramático presentada en molde de poema épico burlesco» (1995: 160).

[5] En el simpático episodio de la gata parida del primer acto de La dama boba, los amigos traen a la nueva madre una serie de regalos parecidos: morcilla, pez, cabrito, gorrión y palomino (Lope de Vega 1985: 83).

[6] En este sentido, la gata viuda que visita a la recién parida en La dama boba es honrada por su hermosa cola. Ella es «gorda y compuesta de hocico; / y, si lo que arrastra honra, / como dicen los antiguos, / tan honrada es por la cola / como otros por sus oficios» (Lope de Vega 1985: 82).

[7] Sobre los nombres gatunos y las ingeniosas palabras del lenguaje gateril en La Gatomaquia, cfr. Fernández Nieto (1995).

[8] Exploro los usos particulares de cola y rabo en la poesía anti-homosexual en Martín (2008: 56-73).

[9] Ver, por ejemplo, la diosa de la fertilidad Bastet (Thode s. f.), que aparece en bronces en forma de gata o mujer con cabeza de gata o leona (Tabor 1991: 10-13).

[10] Cfr. Darnton (1984) sobre los masacres de gatos en Francia.