«Esto no sé cómo lo dixo Garci Lasso»: opciones del erotismo

 

J. Ignacio Díez

(igdiez@filol.ucm.es)

universidad complutense de madrid

 

Resumen

El delineado de la llamada literatura erótica se presta a la ambigüedad y más desde algunas metodologías. A pesar de ello, los poemas que tratan a un nivel textual del erotismo son, en Garcilaso, intencionadamente escasos. El soneto VIII no está entre ellos. Una relectura de los poemas y fragmentos supuestamente eróticos no cuestiona el papel central de la venustidad en la poética de Garcilaso.

 

 

 

Abstract

The outline of the so-called erotic literature lends to ambiguity and even more from some methodogical approaches. Nevertheless, poems dealing in a textual level with eroticism are intentionally limited in Garcilaso de la Vega. Sonnet VIII is not among them. A rereading of the supposedly erotic poems and fragments does not question the central role of «venustidad» in Garcilaso’s poetics.

 

Palabras clave

 

Erotismo

Garcilaso de la Vega

Poesía

Venusto

  

 

 

 

 

 

 

 

 

Key words

Eroticism

Garcilaso de la Vega

Poetry

Venusto

 

 

 

 

 

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

      

   

Continuamente se cambia de costumbres,

hábitos, opiniones, deseos, placeres, dolores,

temores y ninguno de éstos permanece

idéntico y semejante (M. Ficino, De Amore)

 

 

FLEXIBILIDADES, CAMPOS, MÉTODOS

 

En las complejas, tórridas y a veces falsas coherencias que se trazan entre una vida (casi siempre reconstruida) y una obra (a veces mucho más sólidamente legada)  es posible contemplar el apresuramiento para disponer con alegría sobre los intereses sexuales de un autor a partir de la obra o, en justa correspondencia, para dibujar los sentidos eróticos de los textos literarios a partir de documentos fehacientes. Rivers no cae en esta trampa, aunque destapa otras:

 

Es verdad que Garcilaso se interesaba sexualmente por las mujeres; pero esto lo sabemos, no por sus poemas (que solo pueden demostrar su interés por la poesía), sino por su testamento, en el que menciona a un hijo ilegítimo, don Lorenzo, y a una moza extremeña, Elvira, de cuya virginidad estropeada Garcilaso creía ser culpable (1972: 496).

 

En su más plana consideración tener un hijo ilegítimo puede ser prueba del interés sexual por las mujeres, pero una prueba de reducido alcance, pues en puridad solo prueba un interés concreto (¿ocasional? ¿único?) por una mujer y desde luego no excluye otras opciones sexuales. Por otro lado, que los poemas «solo pueden demostrar su interés por la poesía» es un aserto que se muestra tan discutible como el anterior, por más que no siempre sea fácil determinar esos otros intereses que sí pueden deducirse de un poema. Pero lo que para mí ahora resulta fundamental de la cita es el empleo del adverbio «sexualmente», pues tanto él como su adjetivo encajan como anillo al dedo en el tema del erotismo, hasta el punto de que se funden y confunden erótica y sexualmente. La poesía erótica es la poesía sexual (Garrote Bernal 2010: 212). ¿Se interesaba Garcilaso por la poesía erótica como «se interesaba sexualmente por las mujeres»?

Es cierto que la equivalencia de erotismo y sexo[1] se ha visto enturbiada a menudo por los numerosos prejuicios que recubrían y recubren el sexo, muy numerosos los religiosos (que también se llaman morales) pero no los únicos. Así no resulta ya extraño en la historia de la crítica encontrarse con esa larga etapa de negación del sexo en la literatura que ha dado lugar a la, de momento, breve etapa que se define por la omnipresencia de ese mismo sexo: si antes los autores eran todos casi sin excepción «decentes» (y los que no lo eran o los textos que hablaban de sexo o parecía que lo hacían simplemente no existían, no se editaban, no se leían), ahora los autores son todos casi sin excepción «eróticos», en grados muy diversos bien es verdad. Más allá de las causas de este devenir, complejas y discutibles, quizá interese subrayar que ese erotismo se ha vuelto, para dar cabida a tantos intereses y a tantas metodologías (como puede mostrar la cuidada bibliografía de Garrote Bernal y Gallego Zarzosa 2010), de una correosa flexibilidad, mucho más allá de la flexibilidad del concepto mismo, de modo que puede servir para documentar una historia de la sexualidad en los textos literarios, para hacer psicoanálisis de autores y textos (¡!), para dibujar identidades genéricas, para roturar parcelas exclusivas y excluyentes, e incluso para ser moderno. Es cierto que el panorama literario se ha expandido porque puede y debe completarse desde la perspectiva de otros textos, como los manuales de confesores o determinadas leyes o tratados de higiene o de divulgación de las prácticas sexuales, aunque en ocasiones, una vez que algunas escuelas han borrado la diferencia entre textos literarios y no literarios, todos se mezclan. Como la crítica ha valido, vale y valdrá para todo, y mucho más desde que en buena parte se ha subsumido bajo los cultural studies, en ese devenir a menudo el texto es una simple excusa para exploraciones filosóficas, históricas, genéricas. No creo que haya nada que objetar, aunque es útil saber que lo erótico o sexual puede servir para muchas otras aproximaciones, incluso para las literarias.

Una de ellas es la que busca rescatar un tipo de literatura incómoda desde el punto de vista histórico precisamente por haberse centrado en lo sexual de manera muy abierta. Es una literatura que suele distinguirse de la que se ha considerado canónica, de la que con frecuencia llega a las prensas, de la que crea escuela, de la que da prestigio a sus autores. No por eso deja de ser bastante conocida, aunque sus canales de transmisión no son los que los poderes públicos y privados bendicen; véase el caso que estudian Montaner Frutos y Navarro Bonilla (2006: 534-535) y sus muy matizadas observaciones. Esta literatura a menudo juega con lo que no está permitido nombrar o exalta lo que la moral dominante (en España, la moral católica) no tolera. Elogiar el falo o la vagina, ponderar la unión sexual de hombre y mujer, explorar el éxtasis que provoca esa relación, nombrar los órganos sexuales o jugar alusivamente con ellos, detenerse en el comercio carnal, son entre otros muchos temas los característicos de este tipo de literatura. No lo son, a no ser que se parodien con ingredientes explícitamente sexuales, el proceso del enamoramiento o los goces místicos, por más que en ambos lata o pueda latir, a veces de manera muy profunda, la sexualidad. Y no lo son, y se trata solo de ejemplos, porque, a pesar de ese fondo, en el nivel textual no se habla de sexo, se emplea un vocabulario permitido o se defienden los valores que se corresponden con los de los poderes dominantes o al menos no se oponen a ellos, lo que, en un buen círculo vicioso, obliga a mantenerse lejos de un vocabulario y una temática explícitamente sexuales.

Los límites son difusos, por supuesto, y las interpenetraciones, las colisiones y los enredos están a la orden del día. Con todo creo que es útil un esfuerzo previo para distinguir una literatura que busca hablar del erotismo muy abiertamente de otra que persigue un contenido erótico aunque lo hace desde la codificación de ciertos sobreentendidos o gracias a los valores dilógicos, pues hay un «código literario sexual abierto» y un «código literario sexual cerrado», con sus técnicas e intereses, y también con «poemas mixtos» (Garrote Bernal 2010: 216). Y, muy a menudo, la exposición directa y abierta de los temas y motivos eróticos se realiza en ediciones clandestinas o copias manuscritas, pues es precisamente esa parte de la literatura erótica, por su inmediata percepción, la que despierta el mayor rechazo de poderes públicos o semiprivados, de moralistas y de ciertos autores, consagrados o en vías de consagración. Pero también aquí es posible tropezarse con escritores que comienzan en ese erotismo tan provocador, a los que un error de juventud puede perseguir toda una vida. Es el caso del poeta francés Alexis Piron (1689-1773), autor de una «Ode à Priape» (traducida al español un siglo después de su composición, en un cancionero clandestino y anónimo, las Fábulas futrosóficas) que, aparentemente, le impidió entrar, ya madurito, en la muy prestigiosa Académie Française (Díez 2011). Este tipo de textos es el que recoge Cerezo (2001) en su espléndida bibliografía, con algunos otros de codificación o cerrados, aunque su reconocimiento casi siempre descansa en su pertenencia a un contexto donde se insertan los textos abiertos. En los dos últimos siglos parece más fácil detectar una producción abiertamente erótica, que circula en impresos de consumo fácil —tanto que su supervivencia se ha visto amenazada— y muy amplio, con una supuesta calidad que no parece haber alcanzado, históricamente, las exigencias de la crítica (Guereña 2011). Aunque, en una especie de paradoja infinita, muchos textos eróticos de todos los tiempos han buscado un público selecto pues «es una literatura de élite de la que queda excluido el ignavum volgus» (Montero Cartelle 2008: 30). Quizá por una supuesta o real falta de calidad, entre otras razones, los estudios sobre erotismo prefieren el erotismo de código o cerrado (o al menos el erotismo «honesto», del que trato enseguida) que pueden cultivar los autores consagrados: es más literario, tiene más prestigio, escandaliza pero no tanto, y es un campo de trabajo que —sin ningún tipo de ironía— da muchas satisfacciones.

Así que para acercarse a la poesía erótica o sexual de los Siglos de Oro se ofrecen, en principio, dos grandes tipos de aproximación: las que exploran los poemas abiertamente eróticos (con frecuencia anónimos, manuscritos, de autores poco o nada conocidos, con endebles atribuciones de autores importantes, etc., en la línea de Alzieu et al. 1984) y las que revisan la producción de autores consagrados (sobre todo buscando esos textos codificados o simplemente no abiertos). En este último apartado una de las grandes parcelas es la que establece el delineado sutil de un erotismo oscuro y honesto, como el que ejemplarmente ha estudiado Ponce Cárdenas (2006; 2010a; 2010b) y que es el propio de los epitalamios. Algunos autores consiguen muchísimo, como Torquato Tasso que «al acometer la delicada tarea de vocear en la pública plaza los placeres secretos de los esposos, forja una serie de motivos y de locuciones que logran conciliar las exigencias opuestas de reserva eufemística y de briosa audacia, como si celebraran el triunfo simultáneo, en el privilegiado lecho nupcial, del pudor y del desenfreno» (Blanco 2007: 203). Es evidente, una vez más, que el pensamiento binario esconde una simplificación, de modo que oponer, por ejemplo, petrarquismo y erotismo, sin más, sin textos, es poco funcional (Lara Garrido 1997: 23-25 y 27). A pesar de los métodos y de los santones más o menos posmodernos, el texto sigue estando por encima de las clasificaciones, incluso aunque estas hayan vencido este u otro dualismo casi primigenio. Los matices son esenciales y, así, exaltar en la honesta oscuridad los placeres del matrimonio es poesía erótica, aunque exaltar abiertamente el placer sexual sin un tálamo nupcial sea otro tipo de poesía erótica. Matices que en la pesquisa del erotismo de los poetas neta o predominantemente petrarquistas descansan en el hecho de que el cancionero de Petrarca «en su conjunto se basa en la defensa contra su sexualidad» (Navarrete 1997: 129).

Estudiar el erotismo de la poesía de Garcilaso obligaría probablemente a centrarse, más allá de los límites expresivos de la tensión erótica subyacente en el petrarquismo, en los poemas cifrados o en código, pues la crítica no parece haber encontrado poemas abiertamente sexuales o eróticos, salvo un puñado de fragmentos de controvertida interpretación. Desde luego, si se habla del erotismo en Garcilaso la distancia de sus poemas es abisal con respecto a la producción de su contemporáneo Diego Hurtado de Mendoza (2007)[2].

 

ENTRE UN CIERTO SENSUALISMO Y EL TALISMÁN DE LO CLÁSICO

De los sonetos de Garcilaso parecería destacar, en el campo del erotismo, el soneto XXII, «encabezado por un endecasílabo sorprendente tanto por su fuerza como por la manifestación de un deseo: “Con ansia estrema de mirar qué tiene”» (Díez 2006b: 59). Al acercarse a Garcilaso es útil consultar ese oráculo que son las Anotaciones de Herrera, a pesar de sus constatables inclinaciones, pues aunque está «siempre bastante preocupado por limar aspectos poéticos que se ligaran a lo sexual» (Garrote Bernal 2011: 47), no deja de señalar, de modos diversos, posibles contenidos eróticos. Tras recurrir a Herrera explica Antonio Prieto que «este soneto sería el más claro ejemplo de sensualismo en la poesía de Garcilaso, perturbado lógicamente el poeta ante su dama, “que tenía descubiertos los pechos” y “lo compiló a olvidar su primer pensamiento y parar en la belleza exterior”, según Herrera» (Garcilaso de la Vega 1999: 120; la cursiva es mía). Herrera, a partir de posibles conjeturas, elabora todo un conjunto de contextos más hipotéticos que reales que puedan explicar por qué «este soneto es caso particular» (Herrera 2001: 414; cfr. también Díez 2003: 88), lo que Prieto salva salomónicamente:

 

Con valor polivalente en sentido físico y sentimental, porque en él reside su ánimo. Creo que ambos sentidos obedecen a un razonar que suma pensamiento más imaginación, sin descartar una apoyatura real (Garcilaso de la Vega 1999: 120).

A pesar de otras interpretaciones[3], las lecturas del soneto se muestran insistentes en su posible erotismo. Es la línea que sigue Navarrete (2006: 84) al relacionar el soneto de Garcilaso con otro anónimo y netamente erótico, aunque lo matiza con una operación en Garcilaso que en mi opinión es de capital importancia, pues «destaca cómo el poeta toledano disminuye la dimensión erótica, logrando no conformidad sino tensión con los códigos petrarquistas y eróticos». También es muy revelador que el pudibundo Herrera, que sí se escandaliza en otras ocasiones (como se verá), como no tropieza con dilogías ni con otros juegos que él pudiera percibir como de mal gusto, como no hay descripción y como el texto descansa sobre una elaboración abstracta, prefiere distraerse con suposiciones más o menos realistas[4]. Por eso el aguerrido y exigente comentarista no manifiesta rechazo alguno y se embarca en un largo comentario sobre hermosura (v. 6), que se hace sinónimo de «la belleza corporal que los filósofos estiman en mucho». Con todo, después del habitual acarreo erudito, Herrera necesita afirmar que

sin contradición i repunancia alguna entre todos los cuerpos elementados, es la más perfeta belleza la del cuerpo umano, i de todo él, la más bella parte es el rostro[5], a quien concurre a formar más variedad de miembros que a otra alguna (2001: 416).

Herrera distingue tres tipos de belleza y no tiene empacho en utilizar el temido verbo gozar para referirse al primero de ellos y menos material («la del entendimiento, por la mente roba i arrebata l’ánima a gozar d’él solo» [2001: 417]), lo que indicaría que el verbo gozar posee varias valencias y no solo y únicamente una erótica. También su previa valoración de los ojos se aparta de interpretaciones netamente eróticas:

 

I de todas estas partes son bellíssimos los ojos por la diversidad i diferencia i belleza de colores; i porque son assiento de todo esplendor que puede recebir el cuerpo umano i porque por ellos trasluze la hermosura del ánimo; dexando de dezir la sinceridad i pureza de su órgano o istrumento, que es de naturaleza de agua; i que conocemos i percibimos por ellos la calidad i naturaleza de infinitas cosas, mui distantes i apartadas i diferentes unas de otras (Herrera 2001: 416).

 

Parece, pues, que el soneto XXII no es un soneto erótico[6] de código abierto (ni evidentemente cerrado), pues solo es posible percibir, en todo caso, un cierto sensualismo.

Ocurre algo semejante en el soneto XXIII («En tanto que de rosa i açucena»), donde se invita a una joven a coger «el dulce fruto». Garcilaso no traspasa la frontera de lo aceptable en la poesía más seria (y Morros recuerda que «la invitación al goce está formulada de forma idéntica a Ausonio […] y a Bernardo Tasso» [Garcilaso de la Vega 1995: 43]), ni explica qué es exactamente coger «el dulce fruto», ni, en esta ocasión, cede al uso del verbo gozar (como sí lo hará Góngora en otro soneto sobre el mismo topos, con otros intereses y en una producción que no excluye, precisamente, lo erótico): «incluso el sentido de urgencia que inunda el tópico está presente pero atenuado» (Díez 2006b: 60). En otros contextos, como  recuerda Garrote Bernal (2010: 224; también 221), el significado del verbo gozar es claro, como en un poema de Antonio de Solís: «Gozaba yo (harto digo), yo gozaba…». Sin embargo, parece que Herrera (junto con Garcilaso) entiende el gozo de una manera mucho menos connotada: «porque el gozo es del bien presente, como el dolor i tristeza del mal presente; i la esperança del bien venidero, como el miedo del mal futuro» (2001: 341). Para el comentarista sevillano en el soneto XXIII «el sugeto es la belleza, alabada por las partes i efetos que haze, i el deleite d’ ella, a que le persuade con la brevedad de la vida» (Herrera 2001: 420). Que Herrera sustituya el goce (aludido en la complicada fórmula de Garcilaso) por el «deleite» podría explicarse por una mera equivalencia sinonímica.

En los sonetos de tema mitológico, Garcilaso demuestra una perfecta voluntad de huida de las tentaciones eróticas, como ocurre cuando canta a Apolo siguiendo a Dafne (soneto XIII), mito basado en «la pasión erótica» (Navarrete 1997: 129). En el cuidadoso dibujo del proceso de transformación de la ninfa resulta imprescindible «una medida mención de las partes físicas de la ninfa y de sus correspondientes equivalencias: […] persigue la equivalencia entre los miembros de un cuerpo humano y los de una planta» (Díez 2006b: 62). Conviene notar cómo Garcilaso reconduce lo que podría ser un tema íntimo de la poesía erótica (la libidinosa persecución de una mujer, sea o no una ninfa): no solo no hay descripción erótica, no solo se evitan los comentarios sobre la pasión erótica del perseguidor, sino que el soneto acaba en esa identificación o fusión mítica (Prieto 19763) que subraya el sufrimiento del amante (una visión distinta en Navarrete 1997: 130-133)[7].

 

LOS RIESGOS DE LA FANTASÍA

A pesar de que no ver erotismo en la poesía de Garcilaso pueda conllevar pena de infierno o ser ejemplo de mala fe y de conservadurismo, no creo, a diferencia de Llosa Sanz (2009), que en la supuesta producción erótica del toledano se incluya el soneto VIII («D’aquella vista pura i ecelente»).

Las posibles pruebas del contenido erótico de un poema pueden ser muy variadas y están sujetas a valoración e interpretación: acudir a las lecturas y comentarios de los contemporáneos o de los escoliastas (tan abundantes estos últimos en Garcilaso), perseguir las imitaciones del poeta o del texto, valorar las fuentes y usos de los tópicos en la tradición, recurrir a la recepción de los poemas (también en las antologías de épocas con mayores libertades[8], como ocurre en ciertos momentos de los siglos XIX y XX), acudir a la demostración del empleo de dilogías (apoyándose en textos inequívocamente eróticos o en valiosos diccionarios como Alonso Hernández 1976), etc. Pero hacerlo basándose en la asimilación de la vista al tacto, aunque este sea invisible, choca de frente con el enorme inconveniente de que ambos sentidos no pueden estar más separados en la tratadística del amor. De hecho, en estos tratados, y el de Ficino no es precisamente una excepción, lo habitual es considerar al amor «más bien un fenómeno antisexual, [que] va unido siempre a reflexiones sobre la belleza y su apreciación a través de la vista y el oído, y son frecuentes las explicación médicas y astrológicas» (Ficino 1986: xx). En Ficino «toda belleza visual es espiritual» y «la mirada, origen de la fascinación del amor, es algo incorpóreo en sí mismo» (1986: xxx y xxxiii; la cursiva es mía). El tacto pertenece al grupo de los sentidos bajos, que no se conectan con el amor pues solo es captado por el oído y la vista, los sentidos superiores[9].

Es verdad que en una lectura demasiado rápida, incluso Ficino cuando trata de esos sentidos superiores no evita términos que se podrían considerar, si se los separa del contexto, como eróticos o sexuales: «el amor comienza en la belleza y termina en el placer  […] allí nuestro deseo se enciende. Es allí donde el ardor de los amantes reposa, y no se apaga, sino que se colma», aunque conviene no olvidar que también hay un «ardor del amor divino» (1986: 23 y 24). Pero, como indicaba, casi por todas partes en De Amore se oponen como irreconciliables la vista y el tacto:

 

Así pues, solo el ojo disfruta de la belleza del cuerpo […]. El deseo de tocar no es parte del amor ni un afecto del amante, sino una especie de petulancia, y una perturbación propia de un esclavo […]. Por lo cual, aquel que desea la belleza del espíritu solo se contenta con la contemplación de la mente (Ficino 1986: 47).

 

Ambos sentidos se conectan con elementos distintos, la vista con el fuego y el tacto con la tierra (De Amore IV, 2), por eso

 

¿quién dudará, todavía, asignar el tacto a la tierra, ya que se produce a través de todas las partes del cuerpo terreno y se realiza en los nervios, que son sobre todo terrenos, y toca muy fácilmente aquello que es sólido y pesado, cualidades que la tierra da a los cuerpos? […] Por estas cosas es manifiesto que de las seis potencias del alma, tres pertenecen más bien al cuerpo y a la materia: el tacto, el gusto y el olfato, y las otras tres pertenecen al espíritu: la razón, la vista y el oído (Ficino 1986: 88 y 89).

 

Tras explicar que «la belleza es algo incorpóreo» Ficino contrapone el amor, que nace de la vista, a la concupiscencia, que necesita del tacto[10]. Es evidente entonces que «el amor falso, por el contrario, [es] una caída de la vista al tacto» (1986: 225)[11].

Por otro lado, no creo que se pueda prescindir sin más de los comentarios que Herrera dedica al soneto VIII. Si se examinan, se percibe el especial cuidado del escoliasta en algunos loci, como «espirtus» y en «i siendo» («salen espirtus vivos i encendidos, / i siendo por mis ojos recebidos» [vv. 2-3]), lo que subraya la importancia de la vista para el amor y la permanencia de imágenes en la imaginación, durante el proceso del enamoramiento[12], antes de la transformación final que realiza el «desseo de gozar la belleza amada»:

 

Porque siendo representada a nuestros ojos alguna imagen bella i agradable, passa la efigie d’ella por medio de los sentidos esteriores en el sentido común; del sentido común va a la parte imaginativa, i d’ella entra en la memoria, pensando i imaginando se para i afirma la memoria; i parando aquí, no queda ni se detiene, porque enciende al enamorado en desseo de gozar la belleza amada, i al fin lo trasforma en ella (Herrera 2001: 336).

 

El neoplatonismo que recoge Herrera culmina en la transformación del amado  en la amada[13] y por esta vía de transformaciones no llegamos al erotismo, sino a uno de los elementos centrales de la teoría amorosa renacentista y no solo (Serés 1996).

Lo que me parece más significativo del comentario de Herrera al soneto VIII de Garcilaso, sobre todo para perseguir o rechazar la interpretación erótica del poema, es la utilización por el sevillano de un texto propio que acaba, en un proceso mucho más explícito que el de Garcilaso, en una visión del espíritu: «el espirtu vos halla, i tanto veo / cuanto pide i espera mi desseo» (Herrera 1985: 576, vv. 31 y 32). ¿Qué es lo que ve Herrera o el espíritu de la voz poética? ¿Qué esconde su «desseo»? El poeta y escoliasta se autocomenta, muy lejos de una visión erótica en su sentido más abierto, y, aunque no reproduce más que dos octavas[14], la continuación (Herrera 1985: 576-577) del último verso que copia en las Anotaciones sí resuelve, neoplatónicamente, todo un proceso que podría parecer incendiario a un lector del siglo XXI:

 

Con la grande igualdad que, en la belleza

vuestra, mi alma tiene semejante,

que transfigure’n mí vuestra grandeza

me fuerça, i a mí en vos; i d’el semblante

süave, i luz, procede con terneza

a los ojos de vuestro umilde amante

un furor blando en que me pierdo, i cuanto

la vista alegre, crece’l mal i el llanto.

(vv. 33-40)

 

Todo podría sugerir un «erotismo» trovadoresco y de cancionero, movido por el amor y por una tensión «erótica» que generalmente no va más allá de una expresión muy abstracta («Procuro, si el dolor ya nunca muere, / que nasca más dolor de vuestra mano, / porque m’esfuerce con razón, i espere / ser dino d’el tormento soberano» [vv. 89-92]) y que busca otra satisfacción: «pero gozo en mi afán de tanta gloria / que si es fiero, es eterna mi memoria» y «no tengo de vos bien sino el cuidado / que siente’l coraçón» (vv. 47, 48, 73 y 74).

Es muy fácil comprobar en Garcilaso y en Herrera una enorme distancia con la poesía propiamente llamada y reconocida erótica (Alzieu et al. 1984; Díez 2003), de modo que la única opción posible para mantener una suerte de valiente y caprichosa queste del contenido erótico del soneto VIII sería buscar un mensaje codificado, lo que tropieza con el obstáculo no solo de que Herrera no anote aquí el menor atisbo de una interpretación erótica (pues el sevillano podría haberse olvidado de ello), sino con la similitud que percibe Herrera con uno de sus poemas que aborda el mismo tema (las ya citadas «Estanças II: Oíd atenta el son d’el tierno canto» [Herrera 1985: 575-580]). De la comparación del soneto de Garcilaso y las estancias u octavas de Herrera se desprende un universo común, mucho más detalladamente desarrollado por el sevillano dada la extensión de su poema: 184 endecasílabos. En él la voz poética, que no se atreve a que su Luz le agradezca su «osadía» (que es servirla sin ningún reconocimiento), sí se regodea en disfrutar de su soledad y de su ausencia («Ausente’n soledad, me huelgo tanto / por el mal que me causa mi tristeza, / qu’es mi gloria, en la fuerça de mi llanto, / atender solo a él i a su dureza» [vv. 121-124]). ¿Dónde están los goces eróticos que proporcionaría una imagen fantasmática de la amada… y que supuestamente la voz poética confiesa nada menos que a la propia amada?

De hecho en Garcilaso tampoco los encontramos, pues

 

esto lleva a la confusión de los espíritus cuando, en ausencia de la figura amada, la imagen recordada pretende sustituirla, aunque finalmente no funcione porque falta la correspondencia de los espíritus contrarios de la amada, que solo se da en la presencia de ésta (Llosa Sanz 2009: 417-418; la cursiva es mía).

 

Ignoro qué puede significar aquí que la imagen «no funciona», aunque parece aludir a un procedimiento por el que la imaginación, en ausencia de la amada, trata de construir una imagen, pero no puede hacerlo. Por otro lado, aunque hubiera sido posible, identificar una imagen que no pertenece ni a lo sensible ni a lo intelectual, sino que está en una suerte de tierra de nadie[15], tampoco parece compadecerse bien con los presupuestos de la erótica. Del trazado del origen y desarrollo del concepto de «pneuma o spiritus» (tal y como precisa Morros en Garcilaso de la Vega 1995: 378-379), a través de diferentes textos filosóficos y médicos, se desprende con mucha claridad su carácter antimaterial y antierótico, aunque se conecte con la imaginación:

 

Durante la vida terrestre, el pneuma es el instrumento de la imaginación (de ahí el nombre de spiritus phantasticus o spiritus peregrinus); y, después de la muerte del cuerpo, si el alma ha sabido abstenerse del contacto con la materia, se eleva al cielo junto a su vehículo pneumático (Morros, en Garcilaso de la Vega 1995: 379; la cursiva es mía).

 

Por eso sorprenden explicaciones como las siguientes:

 

nos topamos con una relación erótica exclusivamente física entre los amantes, a través de sus espíritus, y en la que el poeta, en ausencia, se identifica además como amante que no busca trascender a la amada, sino disfrutar sensiblemente de ella, exigiendo su figura ante la vista […] su poesía amorosa adquiere un carácter erótico fuerte que, para cualquiera que comparta el código neoplatónico, es evidente [...]  ¿Cómo lo haríamos dentro de un código que solo nos permite la mirada, pero en el cual esa mirada es del carácter más físico posible? A través de un soneto como el VIII de Garcilaso, en el cual las miradas prácticamente se tocan, en un tacto invisible [...] nos sugiere también que el erotismo fantástico —pues la fantasía lo intermedia— de la imagen grabada por los espíritus pasa a convertirse en una fantasía erótica insistente y obsesiva que determina la salud y el destino del amante (Llosa Sanz 2009: 418-420; la cursiva es mía).

 

Solo en presencia[16] de la amada se goza con el cruce de espíritus[17]; pero en la ausencia el efecto es otro y ese placer disminuye tanto que solo puede mover «algo los sentimientos y fuerzas del alma» (como dice Castiglione y reproduzco enseguida), y no del cuerpo. La ausencia y sus procesos no tienen un sentido positivo pues «los médicos atribuían a los espíritus una importancia fundamental para explicar la obsesión neurótica de los enfermos de amor: al pensar constantemente en la amada», el cerebro se seca (Garcilaso de la Vega 1995: 379), con otros resultados que los quijotescos, pero nada permite pensar que cuenten con un contenido necesariamente erótico. Para Castiglione (1994: 526-527) el sufrimiento de la ausencia solo se mitiga con una nueva contemplación directa de la amada, y no con la visión de imágenes o fantasmas: «porque el alma se aflige y se congoxa y casi viene a tornarse loca hasta que otra vez vuelve a ver aquella hermosura por ella tanto deseada y luego, en viéndola, sosiega y descansa y huelga toda». El placer, pues, se sitúa solo en presencia, y, sin entrar en el pequeño debate sobre la influencia de un pasaje del Cortesano en el soneto VIII, solo en presencia se produce un «extraño y maravilloso deleite en el enamorado»:

 

Y cuando ya otro mal no hubiese en esto, el estar ausente de la que amáis no puede sino afligir mucho, porque aquel penetrar o influir que hace la hermosura siendo presente, es causa de un estraño y maravilloso deleite en el enamorado […] y con esto el alma por una parte se deleita, y por otra se espanta con una cierta maravilla, y en mitad de este espanto se goza y, casi atónita, siente juntamente con el placer aquel temor y acatamiento que a las cosas sagradas suele tenerse […]. Así que el enamorado que contempla la hermosura solamente en el cuerpo, pierde este bien luego a la hora que aquella mujer a quien ama, yéndose de donde él está presente, le dexa como ciego, dexándole con los ojos sin su luz, y, por consiguiente, con el alma despojada y huérfana de su bien. Y esto ha de ser así forzadamente, porque estando la hermosura ausente, aquel penetrar y influir que hemos dicho del amor no calienta el corazón como hacía estando ella presente; y así aquellas vías por donde los espíritus y los amores van y vienen, quedan entonces agotadas y secas, aunque todavía la memoria que queda de la hermosura mueve algo los sentimientos y fuerzas del alma (Castiglione 1994: 525-526; la cursiva es mía).

 

Resulta fácil ver que ese movimiento que propicia la ausencia no es erótico y  así lo manifiesta el sentido de fracaso con que se cierra el soneto VIII. Además, la falta de salida de los espíritus en ausencia de la amada provoca lágrimas y sufrimiento, como anota Herrera sobre la primera palabra del último verso, «rebientan por salir do no ai salida»: «Rompiendo en lágrimas o en suspiros» (2001: 339; otra interpretación en Serés 1996: 202), de manera que el soneto, en su segunda parte (cuando la amada está ausente), describe, con o sin influencia de la traducción de Boscán, un proceso negativo, que en manos del petrarquista es una gema más en la que se refleja su dolor: «Even when inspired by Neoplatonic ideas, his vision of love is tortured and painful» (Heiple 1994: 241). ¿Es esto erotismo? Más bien este fantasma negativo tiene un efecto devastador, pues «reseca el cerebro y no cesa de angustiar el alma día y noche con siniestras y horrendas figuraciones», según Nifo (Garcilaso de la Vega 1995: 383), que no parecen corresponderse con imágenes exactamente eróticas. No son las que traza Ficino (1986: 145-146):

 

no deja ni de noche ni de día de afligir al alma con imágenes tétricas y espantosas. Esto es lo que hemos oído decir que le sucedió a Lucrecio, filósofo epicúreo, quien, al principio atormentado por el amor y después por la locura, acabó por matarse con sus propias manos. Esto le puede suceder a aquéllos que, abusando del amor, cambian lo que es la contemplación por la concupiscencia del abrazo. Pues soportamos más fácilmente el deseo de ver que la pasión del ver y el tocar.

 

Tampoco son eróticos los efectos que anota Castiglione[18]. La ausencia construye una imagen secante, dañina, sin salida, comparable al dolor infantil por la dentición, imagen nada erótica prima facie: solo la contemplación en presencia tiene un efecto positivo y, si dura lo suficiente, puede permitir guardar una determinada imagen[19].

Cuando son realmente nulas, como se ha visto, partir de las «implicaciones» eróticas del soneto VIII para proponer una reinterpretación de otros poemas es partir de una falacia, la de que el lector «recupera esta evocación erótica cada vez que en otro poema se hace referencia exacta a la presencia, la ausencia, la visión, la memoria» (Llosa Sanz 2009: 421). ¿Qué «evocación erótica»? ¿Acaso la hay en este proceso? La propuesta, en sus propios términos, se revela atravesada de contradicciones[20]. Y de nuevo conviene insistir en el carácter negativo del soneto y de  nuevo también hay que señalar que la imaginación fantástica o fantasmática fracasa en la construcción de una imagen del cuerpo[21]. Pero incluso si se aceptara tan ligera propuesta, apenas da para allegar cuatro textos: el soneto IX, «cuando se habla del bien que se goza en la presencia»; las prendas del soneto X; el soneto III; y algunos atisbos de la égloga I.

Es posible que todavía lata una vieja confusión detrás de una construcción tan magra: claro que en la poesía de Garcilaso (como en tantísimos otros poetas) se encuentran el amor y la amada, claro que hay un deseo de gozar el bien, claro que hay enterrada una tensión sexual, pero la expresión siempre rehúye acercarse a ella, en los poemas se evitan las descripciones y, en una palabra, se huye de la exposición sexual, excepto en algún caso que reprueba Herrera. ¿Hay un erotismo de las almas[22]? ¿Hay un erotismo en el círculo de Venus? Hasta allí ascienden los cuerpos, pero al mismo tiempo, la interpretación del «mano a mano» como imagen del matrimonio («The immemorial image of marriage, in the third circle of Neoplatonic cosmos […] the last circle to which the body can ascend» [Dudley 1997: 185])[23], ¿se traduce en un erotismo expreso? Existe una opción estilística que puede preferir otros presupuestos. Es el caso la de la «obscuridad honesta», propia de los epitalamios o de la «literatura nupcial», que incide en el erotismo de una manera constatable[24]: «la ominipresencia del lecho en el relato amoroso, la suntuosa y polícroma lluvia floral, el conceptuoso paradigma de la abeja y el beso, el simbolismo lascivo de las ofrendas» (Ponce Cárdenas 2010a: 156), que con mucha frecuencia se oscurece aún más al componerse en latín. No toda esta literatura es igual y bastará recordar aquí cuánto da de sí el erotismo en el poeta recién casado que es Boscán cuando escribe su «Respuesta de Boscán a don Diego de Mendoza»: la insinuación y la reticencia son la base de un erotismo venusto que se inserta en la poética «seria» o culta o simplemente publicable[25]. Creo que el problema de fondo en la interpretación de Llosa Sanz consiste en intentar transformar la contemplación de las almas, más o menos extáticas, en la visión erótica del cuerpo (2009: 424), tarea imposible. ¿Hay erotismo sin cuerpo? ¿Un fantasma que produce dolor semejante al de la dentición es erótico? ¿Un fantasma que ni siquiera logra formar una imagen parecida a la amada? Lo más importante, con todo, es que no queda probado que el erotismo sea un elemento central en la poesía de Garcilaso, tesis que solo se puede mantener si, como en los viejos tiempos, se identifican amor y erotismo, por razones etimológicas y con frecuencia de rancia moralidad (Díez 2006a; Díez y Cortijo 2010: iv-v)[26].

Garcilaso desarrolla en su soneto VIII un lugar común del neoplatonismo, tal y como lo recoge Ficino y tal y como lo populariza el personaje de Bembo en la cuarta parte de El Cortesano. Garcilaso no parodia[27] la idea de los efectos terribles de la ausencia en el enamorado, ni propone una superación del idealismo a través de la carnalidad, pues, como recuerda Castiglione (1994: 510) «el que cree gozar la hermosura poseyendo el cuerpo donde ella mora, recibe engaño». De hecho, Garcilaso ni siquiera explora el auténtico contacto físico que supone el beso, permitido desde la óptica neoplatónica del personaje de Bembo, y se queda en la neta separación que se desprende de la presencia frente a la ausencia[28]. En el soneto VIII, además, el amante no logra formar y retener la imagen de la amada mientras está ausente[29], de modo que ese fallido intento de dibujar una imagen conlleva la búsqueda de la presencia de la amada.

 

VER, DESCRIBIR, SUGERIR: CONTEXTOS

Sin duda el erotismo es y ha sido un terreno muy fértil para el empleo de imágenes, aunque «the visual history of sexuality is still being written» (Wolfthal 2010: 1). Cabe pensar que ellas permiten reconstruir un paratexto aún más amplio que el puramente literario: un contexto cultural que dibuje qué es lo honesto[30]. Las realidades que a primera vista pudieran parecer incontrovertible y universalmente eróticas necesitan un marchamo erótico que no siempre se mantiene a lo largo del tiempo. Es lo que ocurre con el desnudo[31], que no puede considerarse sin más incluido en lo que Ortega (2004: 156) llama «la sinfonía del erotismo universal». Así, el desnudo del hombre griego no es erótico pero el de la mujer sí[32]. El caso de Afrodita o el deporte de las espartanas sirven para subrayar las complejidades culturales de mostrar el desnudo o tapar el cuerpo (Iriarte y González 2008: 192 y 197), advirtiendo así contra las automáticas deducciones interpretativas. Del mismo modo, en el mundo cristiano los desnudos de Cristo no han resultado siempre fáciles de entender: «El pequeño Dios-Niño alardea de su sexo en actitudes que normalmente asociamos con la seducción femenina» (Steinberg 1989: 51). ¿Es el desnudo, masculino y femenino, una realidad erótica en la pintura y en la literatura de los Siglos de Oro? Aunque es importante considerar una valoración específica de cada caso, no cabe duda de que mostrar o describir un cuerpo desnudo es habitualmente erótico. Desde luego no es la única opción del erotismo aurisecular.

El desnudo en una imagen se diferencia mucho de la descripción y no digamos de la alusión o sugerencia de un desnudo en un texto, que casi siempre se apoya en la selección de partes del cuerpo en el mejor de los casos. Aquí más que nunca es decisivo partir de la diferenciación que separa la literatura amorosa de la netamente sexual, por más que pueda haber una raíz lejanamente común. Un cierto simbolismo más o menos sexual no parece poder competir con una exposición abierta y carnalmente explícita. Es verdad que, frente a autores más plenamente eróticos, Góngora se vale de una «honesta oscuridad», pero incluso en este caso puede apreciarse un nítido contraste con la poesía de Garcilaso:

 

En efecto, apelando a la imaginación desatada de los lectores, el momento central de la historia de amor (la unión física de Galatea con Acis) se encarna en una elipsis narrativa plena de significación literaria: la unión de los amantes no se refiere, se sugiere (Ponce Cárdenas 2009: 453-454).

 

Es obvio que no se trata de unos amores espirituales, ni del intento fallido de lograr una imagen de la amada en la imaginación del poeta, sino de una «unión física», por más que sugerida. Es más, en la canción gongorina que da título al libro de Ponce Cárdenas (2006) se trata de describir, dentro de la poética de la «obscuridad honesta», un amplexus: ¿alguna vez lo hace Garcilaso?[33] Las épocas también pagan un óbolo de valor distinto al erotismo y así los autores barrocos muestran, en general, una mayor disposición a adentrarse en esos temas, sobre todo si se comparan con los llamados primeros petrarquistas, con la excepción de Diego Hurtado de Mendoza al menos.

El contexto cultural tiene un peso decisivo en la valoración erótica de una imagen. Y dentro de él el tipo de consumo es un elemento determinante, pues si la contemplación de la imagen está restringida su valor o interpretación puede variar notablemente sobre un consumo abiertamente permitido[34]. Hay un arte (literario o no) accesible a todos y otro al que solo acuden unos pocos, por su carácter explícito (que otros considerarían quizá lascivo) y cabe suponer que debe ser interpretado correctamente o debe ser percibido con una visión o intelección convenientemente educada. La mayor accesibilidad podría explicar una falta de contenido neta y primordialmente erótico: creo que es el lugar que habita Garcilaso con otros muchos poetas. Sin embargo, un puñado de pasajes han atraído la calificación de eróticos y conviene examinarlos.

 

EROTISMOS: ACCIONES Y PROYECCIONES

En unos versos (1401-1418) de la égloga II «el poeta toledano acumuló una serie de referencias ligadas al ámbito de la poesía nupcial, dado que el pasaje canta los esponsales del duque de Alba con su prima, la hija del conde de Alba de Liste» (Ponce Cárdenas 2006: 201). En sus comentarios sobre los vv. 1415-1416 Herrera manifiesta un desagrado muy evidente, como indica Ponce, y, lo que es mucho más interesante para mí, su desconcierto ante la expresión directa del erotismo en el maestro toledano: «Esto no sé cómo lo dixo Garci Lasso, que muy ageno es de su modestia i pureza, porque deslustró mucho la limpieza i onestidad de toda esta descrición» (Herrera 2001: 889). El «baxíssimo i torpe verso en número i sentencia», el verso 1416, le da pie al sevillano para trazar toda una teoría sobre lo honesto y lo  deshonesto, en la que parece seguir las explicaciones canónicas del neoplatonismo, al menos desde Ficino («el mal del hombre es lo deshonesto, su bien lo honesto […] cuando decimos amor, entended deseo de belleza […] la utilidad del amor, el pudor, que nos aleja de lo deshonesto, y el afán, que nos alienta en las empresas honestas, proceden del amor» [1986: 14 y 17]), aunque trasladadas al sistema expresivo:

 

Consiste la onestidad de los vocablos o en el sonido o en la voz d’ ellos o en su sinificado, que nombres ai que dizen cosa onesta i se siente resonar desonestidad en la mesma voz. Pero la ocenidad i torpeza no solo no á de estar en las palabras, mas ni en la sinificación, porque siempre se á de cubrir en la oración la torpeza de las cosas, i si se cubre, como se entienda, satisfaze i agrada. En esto fue, como en todo, onestísimo i venusto Virgilio, porque ascondió con mesurado i comedido rodeo de palabras la descrición de un pensamiento desonesto (Herrera 2001: 889).

 

La desmedida reacción de Herrera ante unos versos epitalámicos dice mucho sobre la severidad del comentarista, pero también arroja luz sobre el cuidado con que se contemplan los poemas de Garcilaso. Maneja Herrera la división clásica de honesto/deshonesto, muy anterior a la de erótico/pornográfico y mucho más útil pues no esconde su raíz moral, y distingue claramente entre vocabulario y significado (lo que podría reconducirse hacia res/verba). El modelo no parece ser solo de Herrera, ya que la efectiva cobertura del contenido erótico es una técnica evasiva propia del poema culto. Ponce Cárdenas la divide en dos: la alusión y la metáfora, antes de detenerse en una interesante reflexión de Francisco de Trillo y Figueroa sobre lo «lascivo»:

 

Y, en lo lascivo, ¡quién mejor perceptuó que el mismo Autor [Virgilio]! No dijo, como el Ariosto, que de muy continuo tenían más de una lengua en la boca dejando lo demás al entender del que lee. Y aún Homero, declarándose más que Virgilio, no salió de los límites de una erudita metáfora. Dice así: «virginema soluit zonam, / haec autem grauida facta peperit». Tan lejos están los autores grandes de aquel asqueroso estilo (Ponce Cárdenas 2006: 203; sobre la «lengua» de Ariosto, cfr. Díez 2006c).

 

¿Cuál es la situación de Garcilaso? Quizá es capaz de cumplir con un difícil desideratum, pues «¿quién podría hablar de lo deshonesto honestamente?» (Ficino 1986: 208).

La mención de los pies de la égloga III de Garcilaso (vv. 93-100 y 281-283) también permitiría un contacto con uno de los temas característicos del erotismo (Díez 2003: 89-92), aunque Garcilaso se limita a nombrarlos, acompañados del  epíteto, junto a los mojados cabellos de unas ninfas. De modo semejante los cabellos aparecen mencionados en la canción IV, 101-107[35]. Sigo creyendo que estos, y otros pasajes, suponen «situaciones solo potencialmente eróticas» (Díez 2003: 91). Herrera (2001: 948) ni siquiera se plantea la cuestión, y prefiere detenerse en el asunto de la corrección literaria (estilística) cuando anota escurriendo (égloga III, 98) como «verbo indino de la hermosura de los cabellos de las Náyades», lo que incide en una suerte de rigidez estilístico-moral propia del sevillano.

Sí ha detectado la crítica, en un texto que se apoya en la amistad, muy horacianamente, que la referencia a la «concha de Venus» de la canción V es una maliciosa alusión erótica. De manera muy significativa no se le escapa a Herrera (2001: 535): «Fingen que Venus va en concha por el mar, dexando la causa principal, que no es tan onesta que la permita nuestra lengua; porque el mantenimiento d’ este género comueve el incentivo de la luxuria». Se abre así la puerta[36] para superar las limitaciones eróticas del poeta toledano a través del —según Morros— «tono juguetón y chancero en que está escrito el poema» (Garcilaso de la Vega 1995: 84). Pero el texto, a pesar de su indudable malicia, que tiñe todo el poema, ni representa la obra de Garcilaso, ni se sale de los límites expresivos que caracterizan su poesía, pues Garcilaso «llama a su poema oda, y la titula en latín para que quede claro el papel extravagante que posee en su obra, la cual se movía toda ella por la órbita italiana», y el contenido erótico se consigue «sin perder los hábitos del arte, que jamás podían faltar en Garcilaso» (Lázaro Carreter 1986: 115 y 121). Es evidente que en un poema culto como este, Garcilaso recurre a un erotismo oscuro, juguetón, dilógico y es obvio que resulta excepcional en su producción[37]. Además, puede resultar llamativo que en otro poema horaciano, la «Epístola a Boscán», cuyo tema es la amistad masculina y las quejas del viaje a Avignon, no se encuentre ninguna clase de erotismo, ni venusto ni burlesco, quizá porque el poeta se ha tropezado con «camareras feas» y este sujeto no se presta a la exploración erótica, aunque lo más interesante, en mi opinión, es que cuando Garcilaso aborda un discurso satírico o burlesco la tentación del erotismo permanece tan lejana como siempre.

En todo caso, la exploración de la dilogía parece mucho más útil que las consideraciones fantásticas en torno al soneto VIII: ¿utiliza Garcilaso en sus poemas un vocabulario sexualmente dilógico? ¿Maneja, una vez que se han visto las posibilidades de una expresión directa del erotismo, un código cerrado? Para saberlo con todas las de la ley nos faltan, entre otras cosas, el «testigo de época, que, con sus actitudes de rechazo censor o autocensor y de aceptación imitadora, ayuda a marcar la índole sexual de los textos», así como «otro instrumento de interpretación», «el conjunto de las acepciones sexuales con que el vocabulario haya contado en cada período» (Garrote Bernal 2010: 222 y 224). Sin embargo, es posible adentrarse brillantemente en un terreno minado como lo demuestra el análisis del soneto IV, pues

 

Garcilaso pudo haber ensayado una codificación bífida de su soneto IV. Este dispondría de una lectura A patente —la que sanciona la tradición crítica, con mayor o menor acierto, con sus estratos de erudición filológica, psicologismo contrarreformista y pseudoautobiografismo positivista— y una simultánea lectura B latente, de sentido sexual y oculta para nosotros, que no para sus contemporáneos (Garrote Bernal 2011: 41).[38]

 

También Navarrete propone una lectura dilógica (1997: 133-135), aunque no emplee el término, para acercarse al soneto XI. Pero, sin discutir esa posibilidad, quiero tratar de algunos aspectos colaterales, como el hecho de que «los comentaristas no encontraron nada que objetar a este soneto» (1997: 134), o que si bien algunos términos como llorar o ninfa tienen o pueden tener un sentido claramente dilógico en la poesía erótica áurea, sería preciso documentar si lo tienen antes de 1536, tarea de momento nada fácil (Cantizano Pérez 2010). Sobre la dificultad, o mejor aún las consecuencias de esa lectura del soneto XI, se concluye que

 

si hay algo de ambigüedad erótica en el poema, solo una pequeña porción del placer se deriva de ello. No hay descripciones explícitas de actos sexuales en el poema de Garcilaso, ni sugerencias de plenitud sexual; las prostitutas fluviales, si de eso se trata, se transforman en ninfas que persiguen pasatiempos aristocráticos, e incluso no se invoca de modo específico sus cuerpos (Navarrete 1997: 134).

 

Las dudas no abandonan a Navarrete a lo largo de todo su comentario: «el potencial erótico de las dos palabras finales excede con mucho lo que procura, si basamos nuestra lectura en la simple equivalencia de ninfas y prostitutas» (1997: 135).

En la muy confusa y contradictoria tarea de fechar los poemas garcilasianos quizá podría intentarse una defensa de la tesis de que los poemas eróticos son los tardíos y que una temprana muerte le impidió al poeta dedicarse al desarrollo del tema, del mismo modo que esa inesperada muerte no le permitió preparar ordenadamente su cancionero (Prieto 1984: 65). Puede resultar interesante que Lapesa (1948: 192) feche el soneto VIII en 1535 y no porque así se sume una prueba más a su supuesto contenido erótico, sino porque así la edad de Garcilaso quedaría muy cerca de la del personaje de Bembo en El Cortesano, cuando, a sus treinta y siete años, el italiano habla del amor de los viejos.

Pero para explicar la limitación de la poesía garcilasiana en el campo del erotismo también se puede recurrir a otros factores, como la elección consciente y cultivada de otra poética, la de Virgilio y Homero (según Herrera) y no la de Ariosto y otros muchos. La tesis de Prieto de la lectura de su obra como cancionero sí que excluye el erotismo, pues es «una historia de amor» con un principio y un fin concretos (1984: 65-66). Pero incluso en estas circunstancias, todo poeta mantiene una variada paleta de registros[39], aunque la poesía de Garcilaso goce de una notable homogeneidad. Si se acepta la existencia de un erotismo, más allá del fragmento de la égloga II que tanto desagradaba a Herrera y más allá de la juguetona canción V, habrá que convenir en que no es la parte más imitada del maestro, quizá porque no fue percibida o, mucho más simplemente, porque no fue percibida así. De hecho, cuando se recurre a versos de Garcilaso en contextos inequívocamente eróticos es para marcar el contraste entre una poesía muy alejada de este fértil dominio y así producir un efecto humorístico con esta inesperada suerte de lectura, no a lo divino precisamente[40]. Por ello me sigue pareciendo válido, mientras se concretan los posibles valores dilógicos de otros poemas, que «en ese cancionero se canta un amor muy idealizado en donde no parecen tener hueco ni la sensualidad ni la explicitud que definen la poesía erótica» (Díez 2003: 86). Es cierto que en Petrarca «bajo muchos poemas late una fuerte carga de erotismo» (Navarrete 1997: 130), pero creo que en la poesía erótica, también en la hipotética de Garcilaso, es importante que esa carga se haga explícita, dilógicamente o no.

 

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NOTAS

[1] Por sorprendente que pueda parecer, aún se emplea la moderna pero ya vieja, moral e inútil pareja de «erotismo/pornografía» (Díez 2006a y 2006c; Díez y Cortijo 2010).

[2] Mendoza sí está en Cerezo (2001) y Garcilaso no (cfr. Díez 2003: 96-104). Tampoco aparece Garcilaso en los cancioneros que se editan en el siglo XIX: Peratoner (1866) se abre con Diego Hurtado de Mendoza y el nombre de Garcilaso no se recoge ni una sola vez entre sus 588 páginas. En el extenso índice de Martín (2008: 249-258) no se  menciona a Garcilaso (como tampoco a Boscán), aunque sí se nombran autores como Hurtado de Mendoza, fray Melchor de la Serna, Góngora o Quevedo, bien es verdad que dentro de un preciso marco: «the representation of unorthodox and eroticized figures […] scholarship must, therefore, advance in those areas of sexuality and eroticism in literature that have been largely ignored, misrepresented, or deprecated by certain sectors of criticism and literary historiography» (Martín 2008: xii y 171).

[3] «Parece mejor recurrir a explicaciones literarias, como hace Gargano, quien estudia el soneto como una integración de tópicos de la lírica amorosa: el de la mirada de amor y el de la correspondencia entre cuerpo y alma (al que añade la disputa entre dos bellas partes del cuerpo de la amada)» (Garcilaso de la Vega 1995: 398). La interpretación de Gargano se dirige «a sostenere che con de vuestra hermosura el duro encuentro il poeta intenda quello con la mano e non già con il seno, como si è generalmente inteso» (1988a: 40).

[4] Ya Azara vio «conjeturas» en algunos comentarios anteriores (Gallego Morell 1972[2]: 668).

[5] «Mas hablando de la hermosura de que nosotros agora tratamos, la cual es solamente aquella que parece en los cuerpos, y en especial en los rostros humanos, y mueve aquel ardiente deseo que llamamos amor» (Castiglione 1994: 509).

[6] «Works riveted on sexuality and eroticism —that is, the depiction of the physical aspects of sexual passion and love» (Martín 2008: xii).

[7] Aunque Carrizo Rueda (1992: 389) considera que en la oda latina I se «describen el furor de Cibeles, longeva madre de dioses, cuando se lanza enloquecida en busca de Atis, a través de una selva que también vibra exaltada por la fuerza de aquella pasión irrefrenable», creo que es un tema tópico (el de la oda III en otras ediciones), que Morros enuncia así: «la fuerza del amor que domina todo el universo, incluso a los propios dioses. Este tipo de juegos mitológicos se encuentran frecuentemente en la poesía neolatina» (Garcilaso de la Vega 1995: 256). Por otro lado Garcilaso se mantiene en la poética venusta incluso en los momentos más ruidosos: cumque ignes penitus viscera permeent […] / ingentique sonat voce nemus virens / cunctorumque simul fera / insanum rabies pectus agit (vv. 44 y 51-53).

[8] En contraste con otros poetas de los Siglos de Oro, solo se recoge a Garcilaso en uno de los cancioneros de Peratoner, aunque en unas condiciones muy precisas, pues «las Flores llevan a su extremo el paroxismo mezclador, pues junto a composiciones que serán canónicas de Garcilaso y Cetina, se amontonan los poemas divertidos y eróticos» (Díez 2010: 312).

[9] «El amor considera el disfrute de la belleza como su fin. Y ésa pertenece solo a la mente, al ver y al oír. El amor, entonces, se limita a estos tres. Y el apetito que sigue a los otros sentidos no se llama amor, sino deseo libidinoso y rabia […]. Por lo que el deseo del coito, esto es la unión carnal, y el amor no son los mismos movimientos, sino que aparecen como contrarios» (Ficino 1986: 15-16).

[10] «Si a la voluptuosa, descendemos súbitamente de la mirada a la concupiscencia del tacto […]. Por tanto, todo amor comienza por la vista. Pero el amor del hombre contemplativo asciende desde la vista a la mente. El del voluptuoso desciende de la vista al tacto […]. La vista es un medio entre la mente y el tacto» (Ficino 1986: 141-142 y 151). Por eso la expresión moderna contacto erótico no es la más indicada para referirse al proceso del enamoramiento por la vista en el siglo XVI: «el poeta plantea la posibilidad de un contacto erótico mediante el sentido de la vista, proceso en el que la fantasía juega un papel clave en la búsqueda constante del encuentro amoroso» (Llosa 2009: 413).

[11] «Que así como es imposible oír nosotros con el paladar o oler con los oídos, así también lo es gozar la hermosura con el sentido del tacto y satisfacer con él a los deseos movidos por ella en nuestras almas, y que solamente se puede gozar con el sentido del ver» (Castiglione 1994: 521-522); además «estos dos sentidos», vista y oído, «tienen poco de lo corporal y son ministros de la razón» (Castiglione 1994: 522).

[12] «La visión interior que propiciaba la imaginación —más que la realidad empírica del objeto amado— era el lugar donde, en realidad, se fraguaba el amor […]. Fue, con todo, el pensamiento neoplatónico renacentista el que precisó y espiritualizó sobremanera el papel de la imaginación a la hora de producir el sentimiento amoroso» (García Gibert 1997: 19 y 20; la cursiva es mía). Con toda propiedad comenta Morros del soneto VIII de Garcilaso que «el poeta describe la alteración que produce en él la presencia de la amada y el dolor que le causa la ausencia; para ello se sirve de conceptos de la medicina y la filosofía antiguas, aplicados al enamoramiento ya por los representantes del dolce stil nuovo» (Garcilaso de la Vega 1995: 22; la cursiva es mía).

[13] «Suele suceder también a menudo que el amante desea transferirse en la persona amada. Y no sin razón, pues ciertamente desea y se esfuerza por convertirse de hombre en Dios» (Ficino 1986: 37).

[14] Son estas: «Cuando en vos pienso, en alta fantasía / m’arrebato i, ausente, me presento; / i crece, contemplánd’os, mi alegría / donde vuestra belleza represento; / las partes con que siente l’alma mía, / enlazada en mortal ayuntamiento, / i recibe’n figuras conocidas / al sentido las cosas ofrecidas. // Aunqu’en honda tiniebla sepultado / i estó en grave silencio i ascondido, / casi en perpetua vela del cuidado / se m’adormecen, i en el bien crecido / d’esta memoria con amor formado / se vencen, i allí todo suspendido / el espíritu os halla, i tanto veo / cuando pide l’Amor i mi desseo» (Herrera 2001: 336-337); son los vv. 17-32, con variantes en Herrera (1985: 576).

[15] Así Ficino expone que «en nosotros, evidentemente, hay tres partes: alma, espíritu (spiritus) y cuerpo. El alma y el cuerpo, de naturaleza muy diferente entre sí, se unen por el espíritu (spiritus) intermedio, que es un cierto vapor muy tenue y transparente, generado por el calor del corazón de la parte más sutil de la sangre» (1986: 134; la cursiva es mía).

[16] «L’anadiplosi, per dirla con Herrera, presente/ausente divide, difatti, drasticamente il sonetto in quartine e terzine, secondo una dicotomia semantica che, ne termini di nostro discorso, possiamo senza dubbio ridurre a visio/cogitatio o, si se preferisce, senso esterno/senso interno. Il sonetto, in questo modo, combina i due antichi topoi della lirica amorosa: quello della fisica dello sguardo dagli occhi femminili al cuore maschile con quello de vagheggiamento dell’immagine interiore» (Gargano 1988b: 207).

[17] La presencia (o visio) está, muy en el estilo de Garcilaso, limitada desde el mismo primer verso pues se trata de una «vista pura i ecelente», lo que alude a la superioridad del sentido de la vista (Heiple 1994: 240). Por otro lado, la imaginación amorosa que estudia Navarrete no solo significativamente se conecta con sueños eróticos, sino que incluso en este tipo de textos el erotismo procede de otra fuente, pues en su mayoría «no tienen que ver con la imaginación amorosa en sí, sino con sus efectos fisiológicos, la excitación vista desde fuera por alguien que reconoce que es un sueño» (Navarrete 2006: 78).

[18] «Y de tal manera los mueve, que andan por estender y enviar a su gozo los espíritus; mas ellos, hallando los pasos cerrados, hállanse sin salida y porfían cuanto más pueden por salir y, así encerrados no hacen sino dar mil espoladas al alma, y con sus aguijones desasosiéganla y apasiónanla gravemente, como acaece a los niños cuando les empiezan a salir los dientes. Y de aquí proceden las lágrimas, los sospiros, las cuitas, y los tormentos de los enamorados» (Castiglione 1994: 526).

[19] Tanto que solo hay un único remedio para los males de la ausencia: «así que por huir el tormento desta ausencia y gozar sin ninguna pasión la hermosura, conviene que el cortesano, ayudado de la razón, enderece totalmente su deseo a la hermosura sola sin dexalle tocar en el cuerpo nada y cuanto más pueda la contemple en ella misma simple y pura; y dentro en la imaginación la forme separada de toda materia y formándola así la haga amiga y familiar de su alma, y allí la goce y consigo la tenga días y noches en todo tiempo y lugar sin miedo de jamás perdella, acordándose siempre que el cuerpo es cosa muy diferente de la hermosura y que no solamente no le acrecienta, mas que le apoca su perfición» (Castiglione 1994: 527).

[20] «Si bien es cierto que la imagen recordada no es casi nunca explícita o descrita —otro aspecto del canon petrarquista— y que la amada es auténticamente un fantasma por lo invisible de su cuerpo ante el lector, esa imagen —a la que cada lector puede ponerle el rostro de la perfección canónica— queda subyacente en todos los poemas en los que se alude al dolor provocado por la ausencia o por la no correspondencia, ya que al mismo tiempo que hay referencia al dolor o la melancolía, se alude también al deseo y a la necesidad de ver la presencia física que genera el fantasma» (Llosa Sanz 2009: 420; la cursiva es mía).

[21] Es verdad que el fracaso de trascender la belleza concreta en universal podría apuntar a un quedarse con lo sensible, aunque hay dos problemas: el tono doliente del soneto en la ausencia, frente al espíritu positivo de la presencia, y, por otro lado «el amante del citado soneto no ha seguido el proceso paralelo de imaginación-contemplación y precisa ver de nuevo al amado: se ha alienado, pero no se ha transformado en él» (Serés 1996: 204; la cursiva es mía). ¿No está diciendo el soneto que la voz poética no soporta la ausencia?

[22] «De hecho, el encuentro trascendido (depurado) no es del alma de los amantes con Dios, sino del alma de un hombre con la de una mujer» (Llosa Sanz 2009: 423; la cursiva es mía).

[23] En el mismo Garcilaso, égloga II, 1328-1330, se documenta otro uso: «Miraba otra figura d’un mancebo, / el cual venia con Febo mano a mano, / al modo cortesano» (1995: 201).

[24] «Estas canciones cortesanas, en su afán por hacernos imaginar y envidiar, con paradójica simpatía, la dicha de los esposos, cobran una entonación inspirada y patética» (Blanco 2007: 203).

[25] «Nosotros seguiremos sus pisadas, / digo yo y mi muger nos andaremos, / tratando allí las cosas namoradas. / A do corra algún río nos iremos, / y a la sombra d’alguna verde haya, / a do’stemos mejor, nos sentaremos. / Tenderm’á allí la halda de su saya, / y en regalos d’amor avrá porfía / cuál de’ntrambos hará más alta raya [...] / pasaremos la noche dulcemente, / hasta venir al tiempo que la gana / del dormir toma al hombre comúnmente. / Lo que de’ste tiempo a la mañana / pasare, pase agora sin contarse, / pues no cura mi pluma de ser vana. / Basta saber que dos que tanto amarse / pudieron, no podrán hallar momento / en que puedan dexar siempre d’holgarse» (Boscán 1999: 359-374, vv. 247-255 y 337-345; la cursiva es mía). Me ocupo del texto en el libro que ultimo sobre la llamada epístola horaciana.

[26] En el otro extremo se hallan las lecturas que evitan detenerse incluso en los más sobresalientes aspectos del texto erótico: así lo subraya la perplejidad de Jesús Sepúlveda ante el silencio sobre el erotismo en los editores del Libro del arcipreste o la «infrainterpretación» que sufre la Lozana, como dice Garrote Bernal (2010: 213, n. 7).

[27] Hurtado de Mendoza (2007: 148) sí se ríe de la idea de centro de la filosofía renacentista (que Ficino recoge en el capítulo 3 del segundo libro) en el soneto XXVI.

[28] El beso que propone «no es lícito» «en el amor vicioso», «pero el enamorado que ama tiniendo la razón por fundamento, conoce que, aunque la boca sea parte del cuerpo, todavía por ella salen las palabras que son mensajeras del alma […] besándola no por mover a deseo deshonesto alguno […] que cada cuerpo de entrambos queda con dos almas y una sola compuesta de las dos rige casi dos cuerpos. Y por eso el beso se puede más aína decir ayuntamiento de alma que de cuerpo […] por esta causa todos los enamorados castos desean el beso como un ayuntamiento espiritual» (Castiglione 1994: 524).

[29] «Si leemos atentamente comprobaremos cómo el poeta intenta imaginársela impulsando los espíritus para que transporten la imagen a la memoria y a la fantasía […] pero no lo logra (v. 14)» (Serés 1994: 216). «Sin embargo, para el ojo y para el espíritu (spiritus) que como espejos reciben las imágenes del mismo estando presente el cuerpo, y la pierden cuando está ausente, es necesaria la presencia permanente del cuerpo hermoso para que por su luz empiecen a brillar de una manera continua, se calienten y deleiten. Así pues, también aquéllos, a causa de su indigencia, exigen la presencia del cuerpo, y el alma, condescendiente con ellos la mayoría de las veces, se ve obligada a desearla» (Ficino 1986: 135).

[30] También Ponce Cárdenas (2009: 451) se apoya en lo iconográfico para estudiar a Góngora, pues «algunas explicaciones se han sustentado en la evidentia de algunos documentos iconográficos (frescos, lienzos, emblemas, …), que tanto pueden hacer por la reconstrucción simbólica de ciertos códigos perdidos de aquel tiempo».

[31] «Aunque el desnudo en sí mismo, como indicó con su buen sentido británico Clark [1956] en un libro muy clásico y muy controvertido, lleva implícito un estímulo de carácter sexual que actúa a un nivel consciente o inconsciente en el espectador, la historia y la antropología han demostrado sobradamente que éste es un campo en el que los estímulos y sus respuestas están sometidos a un proceso continuo de variación dependiendo de factores históricos y culturales; es decir, que las fórmulas susceptibles de despertar la libido pueden cambiar notablemente de unas épocas y de unas sociedades a otras» (Portús 1998: 15).

[32] «La desnudez masculina se revela tanto más significativa cuanto que la identificación entre feminidad y atuendo es omnipresente [..]. Los aderezos textiles inherentes a la representación de la feminidad cifran los valores propios de una existencia que transcurre en el aislado hogar y al abrigo de la intemperie, compensando en forma de segunda piel la coraza subcutánea de los músculos que conforman la virtuosidad masculina» (Iriarte y González 2008: 183-184 y 191).

[33] «El tratamiento elegante del erotismo, tal como se desarrolla en la descripción de los amantes en el tálamo […] los códigos de la obscuridad honesta que rigen el momento más sensual del poema se asientan en dos tradiciones lascivas de rancio abolengo y próspera fortuna: la muerte como imagen que acota la cumbre del placer y el léxico marcial propio de la descriptio amplexus» (Ponce Cárdenas 2006: 326).

[34] La comparación entre las colecciones de pintura y las colecciones de textos eróticos arroja una distancia que ejemplifica la que va de la Sala Reservada del Museo del Prado a los infiernos de las bibliotecas que más tarde serán públicas o a las colecciones privadas que son más difíciles de ver y de valorar. El problema, además, es el de la frecuentación y la visibilidad. Es interesante tanto la exclusión de pintores españoles en la Sala Reservada del Museo del Prado («con la sola excepción de algunas copias presumiblemente realizadas por Mazo» [Portús 1998: 16]), como la limitación de una mirada que no se puede ofrecer a todos, pues son «unas pinturas condenadas a la reclusión por lascivas» (Portús 1998: 24).

[35] En Lapesa (1948: 80) aparecen junto con los vv. 61-63 sobre los ojos: «Son estas las dos únicas ocasiones en que la poesía garcilasiana anterior a 1533 alude a la belleza física de la mujer amada: dos suaves notas de luz y color en una obra de vigorosa crudeza; y las dos muestran el sello de Petrarca».

[36] Morros también sospecha de la concha, que puede ser el motivo renacentista, «pero podría tener otra interpretación más maliciosa, basada en el sentido erótico de la palabra concha (símbolo del órgano sexual femenino) y favorecida por el modelo imitado, Horacio, Odas, I, viii, quien atribuye la debilidad de Sibaris a su ardentísimo amor con Lidia (la debilidad e Mario podría imputarse a una causa similar; pero, dado el desdén de Violante, el amor que lo debilita solo puede ser de pensamiento)» (Garcilaso de la Vega 1995: 87; cfr. Navarrete 1997: 141-145). La vinculación con la «ambivalencia del conceptismo sexual de los cancioneros del XV era asunto ligado al ingenio tanto como al buen humor» y «cuando salió del reduccionismo temático y tonal del petrarquismo, Garcilaso dio muestras de ese sentido del humor, canalizado desde el molde horacianista: el par de referencias eróticas en la canción V» (Garrote Bernal 2011: 49; la cursiva es mía).

[37] «Tras la broma de la concha, y justamente atraída por ella, entra en el poema, como una chanza cultísima, la oda de Horacio a Lidia [… Mario] está “enconchado”, pero solo con el pensamiento y el deseo […] hay una socarronería latente en todo el poema que no creo haya sido bien percibida […] con ese animus iocandi […] el Renacimiento poseía también esa faceta jovial y festiva» (Lázaro Carreter 1986: 121 y 125; la cursiva es mía). Lázaro se detiene en la dilogía de flor (1986: 125), aunque cree que «ni de lejos se llega a eso» en Garcilaso, a las «audacias libidinosas» de Pontano (1986: 126).

[38] Compárese con el comentario de Navarrete (1997: 138-140), quien, a diferencia de los otros sonetos que estudia, no percibe una carga erótica en este.

[39] «En ocasiones, dije, lo garcilasiano que se recoge es, como en Petrarca, su piacevolezza, acorde con la sprezzatura cortesana, mientras que en otras se parte de su gravità para adentramientos espirituales, y en otras se conducen núcleos temáticos como las églogas a otros predios» (Prieto 1984: 91).

[40] Garrote Bernal (2010: 210) en el primer soneto que comenta del Cancionero antequerano señala muy acertadamente que «el poema se aleja del habitual tono burlesco de la poesía sexual áurea y del compromiso de excitar al lector» aunque su tema no es el de un erotismo venusto (como se comprueba con la simple lectura de los dos primeros versos: «El que tiene mujer moza y hermosa / ¿qué busca en casa y con mujer ajena?»). Lo interesante ahora, al menos para mí, es que este soneto erótico, ni burlesco ni venusto, acude a un aprovechamiento garcilasiano para su octavo verso, que, insertado en este contexto, se carga de un erotismo nada garcilasiano («Es una Venus, es una sirena, / una blanca azucena y fresca rosa» [vv. 7-8]).