Practicantes del ingenio sexual (siglos XIII-XVII)

 

Gaspar Garrote Bernal

(ggb@uma.es)

universidad de málaga

 

Resumen

Síntesis metodológica e historiográfica para abordar el estudio del conceptismo sexual, estilo con que, entre los siglos XIII y XVII, se compuso y mantuvo la principal tradición de literatura sexual española. 

 

 

 

Abstract

Methodological and historical synthesis to approach the study of the sexual ingenious style that was composed between the 13th and 17th centuries. In that age, this style supported the main Spanish tradition of sexual literature.

 

Palabras clave

 

Literatura sexual

Literatura española medieval

Literatura española del Siglo de Oro

Ingenio

 

  

 

Key words

 

Sexual literature

Spanish medieval literature

Spanish Golden Age literature

Ingenious style

 

 

AnMal Electrónica 32 (2012)

ISSN 1697-4239

     

 

 

PRINCIPIOS METODOLÓGICOS

Durante los siglos XVIII-XX, era de la simplificación de la poética, domina en la literatura sexual el código abierto, con su adherencia a un significado único. Lo que coincide con la erección del sexual como asunto principal y no solo, según indicó Infantes, «como tema recurrente en otros textos literarios», «de sobra» los más numerosos «a lo largo y ancho de nuestra literatura». Así que «el texto unitario concebido como tal» de «la obra literaria erótica en sí misma» —monotemática y nada ambivalente, añadiría yo—, fue elevado, en momento casi inaugural de los estudios sobre las letras sexuales en España, a criterio exclusivo, y por tanto creo que dotado con patente de retroactividad, para «identificar convenientemente las obras que pertenecen por derecho propio al ámbito de la literatura erótica como tal, independientes del género retórico escogido», «al estilo del Cancionero de obras de burlas provocantes a risa» (Infantes 1989: 21-23). Más que aceptada, esta síntesis contribuye a sostener el espejismo no menos admitido de que la literatura sexual española sería práctica ceñida, con escasas excepciones, a los siglos XIX y XX, imagen que refuerza el por otra parte magnífico catálogo de Cerezo (2001).

Sin embargo, la acumulación de indagaciones sobre nuestra mudable y mutable literatura sexual, o sea, de su historia —que esquematiza la e-bibliografía de Garrote Bernal y Gallego Zarzosa (2010)— y sus plurales casos particulares, ha ido perfilando una metodología filológica cuyos útiles de interpretación, aplicados a concretas áreas de análisis (léxico, configuración retórica, recepción), han evidenciado la existencia de otros modelos distintos del monotemático; modelos al menos bitemáticos que operaron entre los siglos XIII y XVII, era de la poética compleja o del ingenio.

Durante los períodos cazurro, cancioneril y conceptista, que se sucedieron dentro de dicha era, la expresión sexual fue hermafrodita o mixta, es decir, de apertura juntamente y oclusión, pero sobre todo cerrada o de sentido doble, cuando no triple (Garrote Bernal 2010: 212-221). De ahí que el sexo compartiera espacio retórico con otros temas. Son «pocos», por caso, los entremeses áureos que emplean «un lenguaje plenamente erótico», mientras que, en «la mayoría de las piezas, es preciso prestar mucha atención al juego de las palabras para descubrir significados secretos» (Huerta Calvo 1983: 40). Secretos, claro, para nuestra era de simplificación o no ambigüedad, que nos coge con débil entrenamiento y escasos reflejos para captar sutilezas, conceptos y lo que en otro lugar (Garrote Bernal 2007: 86) he llamado conceptos al cubo.

Que la codificación de la materia sexual sea abierta, mixta o cerrada es asunto que pivota sobre los motivos literarios y, especialmente, sobre el léxico. Los «niveles de empleo» de este van desde la «delicadeza», en que «apenas es perceptible» «el contenido erótico», hasta la emisión de «términos groseros», «con frecuencia» «rechazados» «en las obras de lexicografía» y el «nivel de habla» (Alonso Hernández 1990: 13 y 15). Siendo cierta la mojigatería de los diccionarios (Moll 1976: 349-352; Conde 1996; Ruhstaller 1997), lo del habla depende del ámbito sociolingüístico en que se desempeñe: si en el «lenguaje mercantil», «abusivo» o «carnavalesco» del círculo de Celestina no hay reparos ante las designaciones sexuales abiertas (Albuixech 2001), distinto es lo que ocurre en el Diálogo de la lengua, incluso en el nivel metalingüístico, y ya no digamos si el que predica es el jesuítico Gracián: «Especialmente no se exprime la intención cuando es maliciosa y satírica» o «cuando es la equivocación atrevida y peligrosa»; entonces, «la palabra equívoca no se pronuncia, sino que se alude a ella, cuando el respeto lo pide y el entendedor es bueno» (1648: II, 57-58). Por eso, al explicar Valdés que servidor, «aliende de su propia sinificación», «tiene otra deshonesta», el buen entendedor Marcio le interrumpe: «No la digáis, que ya la sé» (1976: 140).

Imposición de silencio análoga a la del soneto quevediano «¡Ay, Floralba! Soñé que te… ¿Direlo? / Sí, pues que sueño fue: que te gozaba». Durante la momentánea interrupción, «te…», el verbo de matiz sexual es sustituido por otro formulado como duda, «¿Direlo?», que, prolongando ese callarse en la pausa de final de verso, es el mismo de Marcio: «No la digais»; sin embargo, la excusa de lo onírico permite al fin sortear el silencio en el poema de Quevedo: «te gozaba». Por tanto, el soneto a Floralba sobrepasa los límites del decoro petrarquista, aun recurriendo al eufemismo (Maurer 1990). Que gozar lo era, y «cortés», se evidencia en «¿Qué me quiere, señor? […]» (PESO 1984: 213), excelente muestra de adaptabilidad del vocabulario sexual a los diferentes registros sociolingüísticos. Aquí se gradúan cuatro para designar la acción de mantener un coito:

 

«¿Qué me quiere, señor?». «Niña, hoderte».

«Dígalo más rodado». «Cabalgarte».

«Dígalo a lo cortés». «Quiero gozarte».

«Dígamelo a lo bobo». «Merecerte».

 

Una multiplicidad diastrática que parte de lo vulgar o «liso» de joder (cfr. Montero Cartelle 2004), se desliza por lo «rodado» o coloquial (cabalgar) y lo refinado o «cortés» (gozar), y llega a lo cursi o «bobo» de merecer. Haz de posibilidades que permite la doble —al menos— codificación de tantos textos que hoy parecieran no ser sexuales. En tales mensajes de código cerrado, los grados cortés y bobo ocuparán la zona patente de la formulación, mientras que en la oculta o latente yacerán el liso y el rodado, operando como traductores o conmutadores de la zona superficial. Por el contrario, en los textos sexuales explícitos o de código abierto, solo aparecerán los dos últimos grados que acabo de mencionar.

En este soneto, la niña (vocablo marcado en la literatura satírica y burlesca para designar a una dama con escasos prejuicios o a una prostituta) acepta —«sabes declararte»— la petición formalizada con lengua vulgar, rechaza la manera cursi («¡Mal haya quien lo pide de esa suerte […]») y pregunta, retadora: «Y luego ¿qué harás?». Así que el señor tira de vocabulario explícito: «Arremangarte / y con la pija arrecha acometerte». El primer terceto reduce a dos los cuatro niveles sociolingüísticos, y bromea con ambos: el ultraformal (cortés + bobo), que resignifica sexualmente a paraíso y lo convierte en eufemismo, y el directo (liso + rodado), que sortea el tabú lingüístico (carajo, meter, coño): «“Tú sí que gozarás mi paraíso”. / “¿Qué paraíso? Yo tu coño quiero / para meterle dentro mi carajo”».

Los dos personajes han de volverse incoherentes para alcanzar el clímax… del chiste: la niña que pedía expresión directa, usa ahora la oblicua (gozar, paraíso); el señor dominaba cuatro niveles sociolingüísticos, y luego parece no entender la dilogía coyuntural de paraíso. Al final, ella se decanta por el estilo antieufemístico de su interlocutor: «“¡Qué rodado lo dices y qué liso!”»; también él, decididamente, prefiere lo coloquial: «“Calla, mi vida, calla, que me muero / por culear tiniéndote debajo”». El personaje masculino oscila entre lo ultraformal del primer cuarteto, el coloquialismo culear («Mover el culo, especialmente durante el coito» o «copular» [Cela 1988: I, 345-346]) y el vulgarismo de cierre tiniéndote. Y si no es incoherente, al menos padece peculiar sesquilingüismo: puede crear mensajes refinados (primer cuarteto), pero es incapaz, como receptor, de descodificarlos (primer terceto). O bien está ya manos a la obra, lo que exige una concentración que no se desperdicia en metalingüísticas: es que entender morir por como ‘desear’ —sentido aún actual—, implica que el coito no ha empezado; pero si opera aquí la acepción latino-medieval de morir, ‘joder’ (o ‘cabalgar, gozar, merecer’) y ‘alcanzar el orgasmo’, la pareja se encuentra ya en plena actividad sexual, y entonces por significa ‘a causa de’.

La polisemia de morir y de muerte ni fue percibida por Maurer (1990) o Alatorre (2003), ni la registró Cela (1988), y eso que sigue funcionando en expresiones como Aquí te pillo, aquí te mato, Matar a alguien a polvos o Eso está de muerte. Tampoco los mencionados autores apreciaron la de vida: con ambas dilogías jugaron Quevedo en su soneto a Floralba y tantos otros poetas áureos del sueño erótico. Sucede que a la crítica literaria, hija de la misma época de la simplificación de la poética (siglos XVIII-XX), le cuesta notar (y anotar) los pliegues de la polisemia. Que por si fuera poco remite a estados de lengua muy anteriores al nuestro.

Situémonos en uno de ellos: el que incluye al lapso 1499-1502, es decir, el de Celestina, obra repleta de alusiones de ingenio sexual; y recordemos un caso que, habiendo hecho correr tinta a raudales, ilustra la dificultad que un lector actual, aunque profesional, ha de vencer para, aboliendo su entrenamiento en la moderna poética de la simplicidad, hallar los dobles sentidos del complejo ingenio. En el auto XI, que cito por la edición de Botta (1994-1999), Pármeno «sospecha» del «presto conceder» de Melibea y de su «venir tan aína en todo su querer de Celestina». La interpolación de la Tragicomedia, que amplifica casi todo este parlamento, añade:

 

Pues alahé [a la fe], madre, con dulces palabras están muchas injurias vengadas. El falso boizuelo con su blando cencerrear trae las perdizes a la red. El canto de la serena engaña los simples marineros con su dulçor. Assí ésta, con su mansedumbre y concessión presta, querrá tomar una manada de nosotros a su salvo [satisfacción]. Purgará su innocencia con la honra de Calisto y con nuestra muerte. Assí como corderica mansa que mama su madre y la ajena, ella con su segurar [asegurar] tomará la vengança de Calisto en todos nosotros, de manera que, con la mucha gente que tiene, podrá caçar padres y hijos en una nidada, y tú [Celestina] estarte as rascando a tu huego, diziendo: «A salvo está el que repica».[1]

 

Para explicar la frase «El falso boezuelo con su blando cencerrar trae las perdices a la red», Severin recurrió a la manuscrita Celestina comentada (h. 1550), que la glosa como un método de caza que usaba un buey artificial, lo que corrobora un texto italiano de 1601 que incorpora un grabado ilustrativo (1980). Chocante es que Whinnom (1980), dado su entrenamiento en la detección del ingenio sexual, se perdiera en sus «two pedantic ornithological footnotes» para mostrar las variantes de perdices que hay, y su capacidad de vuelo (la res), sin mencionar siquiera el doble sentido de perdiz (el verbum). Leyendo también literalmente, Hook adujo dos textos del XV en que consta dicho método de caza (1984) y aportó documentación legal del XVI, portuguesa y española, que lo prohibía: como la expresión era corriente, cazar con falso buey debió de ser actividad conocida por los lectores de la época en España, Portugal e Italia (1985). A partir de un pasaje de Argote de Molina, Seniff (1985) extendió esa práctica venatoria a Francia y Alemania. Que había mencionado Mena en la estrofa 57 de las Coplas sobre los siete pecados capitales, que Hook cita (1985: 41) sin advertir la acumulación (buey, perdiz, cazar, natura) de conmutadores sexuales en ella.

Hook y Seniff desconocían que Fradejas Lebrero ya había explicado el lugar de Mena y coleccionado más textos afines, como uno de Muñoz Seca en La venganza de don Mendo (1980), a los que sumó otros, no solo españoles (1981: 24-26), hasta remontar la costumbre de la caza encubierta a los romanos (1994). Por fin, Fradejas Rueda (1996) ofrece la lista de textos que entre 1419 y 1918 mencionan la caza con falso buey, y añade otras muchas referencias textuales e iconográficas; sin ir más lejos, la de Autoridades, donde, s.v. boezuelo, se cita y explica el pasaje de Celestina.

En su sentido recto, claro. Para el otro hubo que esperar a que Gerli (1988) reparara en la «seemingly innocuous statment» de Pármeno, que, a pesar de todas las aclaraciones literales anteriores, «remain obscure» en lo relativo a sus «nuances and sexual innuendo». El falso buey con su cencerro resultaba una añagaza para las perdices, de la misma forma que para el lector coetáneo de Celestina las sirenas constituían un signo de engaño. Además, la frase de Pármeno encierra un doble sentido sexual, como el «[…] oyendo el esquilón / toman las aves por buey / a vuestro padre el Barón», de Muñoz Seca. Pármeno avisa de que, como las perdices, «a symbol of obsessive sexual ardor by Medieval and Renaissance audience», Calisto, cegado por la lujuria y la avaricia, puede ser distraído por la aparente buena disposición de Melibea para la cita, y bajará la guardia ante las trampas (1988: 56-58). El cazador cazado o, mejor, el buey que por la perdiz se pierde… No otro es el intento de Celestina.

Detectados los eufemismos que encubren extendidos tabúes sexuales, no resulta infrecuente que la crítica literaria se enfrente a ellos con nerviosismo y pedantería. La actitud es añeja. Si el cursi Marcio se intranquilizaba ante la palabra servidor —sociolingüísticamente análoga al merecer del soneto a Floralba—, el mismo personaje se pone pedante cuando en el Diálogo de la lengua menciona los «vocablos equívocos», que es como «llaman los latinos» a los «que tienen más de una sinificación». Presumió entonces Valdés de los «muy muchos vocablos equívocos» españoles, que permiten «la equivocación», «defecto» «en otras lenguas» y «ornamento» «en la castellana», pues con ella «se dizen muchas cosas ingeniosas muy sutiles y galanas». El italiano Marcio concedió: «los españoles tenéis excelencia en semejantes cosas» (Valdés 1976: 133 y 135).

La polisemia sustentaba, en efecto, al ingenio o sutileza: dispone Valdés larga lista, que va autorizando con coplas y anécdotas (1976: 134-140), de voces que permiten jugar del vocablo y hacen «alusión» (1976: 134 y 137). Es abundancia que podía cansar a un foráneo; Marcio, de hecho, acabó protestando: «No me plaze tanto ensartar de vocablos» (Valdés 1976: 139). Entre esos dilógicos militan —el ámbito sociolingüístico cursi o «bobo» del Diálogo no da para más— manceba, «muger moça» y «concubina», y capón, que, como «hazemos que sinifique lo que eunuco», es voz de las que «la semejanza solamente haze equívocos» (Valdés 1976: 140). También en el entremés «la polisemia se extrema, y es corriente que una palabra pueda sugerir dos o tres significados» (Huerta Calvo 1983: 40)[2].

Esta polisemia opera en el segundo de los «dos tipos» de «funcionalidad erótica»: el que usa términos de «intrínseco» «semantismo erótico» y el basado en metáforas o voces que «adquieren» un sentido sexual en un contexto dado (López Alonso 1989: 259). En realidad, son tres las clases de palabras convocadas[3]:

1) de semántica sexual: tenidas por «indecentes», suelen estar «restringidas a ciertos contextos» (futuere, cunnus);

2) de resemantización sexual coyuntural: las del «grupo» «más numeroso» y «efímero», que cobran «un nuevo sentido equívoco» en «un contexto específico»;

3) de resemantización sexual estructural: portan un «sentido secundario connotativo licencioso» (to die o morir, ‘tener un orgasmo’). En esta tercera clase se inscribe el motivo del arca y la llave, que, como estudió Juárez Blanquer (1987-1989), se centra en la vagina (arca, maleta o cofre) y la capacidad que de abrirla y cerrarla tienen el esposo (llave) y el amante (contrallave). Procedente de la poesía provenzal del siglo XII, tal motivo cruzó la lírica gallego-portuguesa del XIII, el Cancionero de Baena y textos como las dos letrillas de Góngora y de Trillo y Figueroa con el mismo estribillo, «Soy toquera y vendo tocas…». Así que diré, con terminología braudeliana, que es motivo de duración estructural, pues se prolongó durante los siglos XIII-XVII: la era del ingenio sexual.

Los textos que se basan en las clases 2) y 3) disponen «dos niveles de lectura», como en los entremeses: «el inocente —único válido para el Bobo— y el malicioso, del que participa el público» (Huerta Calvo 1983: 17). Cabe asimismo distinguir entre público coetáneo del texto y receptor actual. De hecho, Huerta Calvo separa las «voces» («las menos») que «aún conservan la acepción sexual de antaño», de otras de «muy lejano» «referente» (1983: 39). Así que, a nuestros ojos, las acepciones sexuales de este léxico o siguen operativas —y resultan patentes para el lector de hoy— o, habiendo dejado de serlo, quedan latentes[4].

Según Alonso Hernández (1990: 8 y 15-16), rigen «la formación del vocabulario erótico» la fluctuancia, que lo hace «susceptible de desplazamientos de tipo léxico, semántico, simbólico, homológico, antitético, etc.» y genera «términos eróticos nuevos», y la alusividad, que, beneficiada de que el lingüístico-sexual es «terreno no denotativo literalmente, sino metafórico en el sentido más amplio», no contradice el principio de economía, pues «cada metáfora se diferencia de sus semejantes en la magnificación de ciertos rasgos particulares». Modos de alusividad son la «metátesis anagramática» (conejos, ‘cojones’), la «contextualidad», «la única que justifica el significado erótico de algunos términos» (ovejas y cabras [dan leche], ‘cojones’[5]), y las «designaciones eufemísticas o metafóricas», que se imponen por el rechazo de las directas. Desde su sincronicismo, Alonso Hernández sostiene que la alusividad obedece a cuatro leyes de elaboración simbólica (polisemia, homología semántica, antítesis y complementariedad), que funcionan «con independencia de un contexto» (1990: 16-17). Una afirmación diacrónicamente inaceptable.

Además, pudiera ampliarse la generalización: fluctuancia y alusividad, los modos de esta y sus cuatro leyes simbólicas se atienen, si no a la «ley jeroglífica» de La pícara Justina (Garrote Bernal 2008: 221), a una ley de concentración semántica, o LCS, en virtud de la cual, «para todo contexto sexualizante, cualquier signo (estándar, modificado o inventado) tenderá a funcionar con unas escasas acepciones sexuales, normalizadas o metaforizadas» (Garrote Bernal 2010: 229)[6]. Así que la LCS permite un desborde contextual que resemantiza —coyuntural o estructuralmente— un término hacia lo sexual. Creo que es lo que explica que el tan amplio vocabulario erótico proceda de zonas que «aparentemente nada tienen que ver con el erotismo» (Alonso Hernández 1990: 7 y 11): zoológica, de los naipes, de los objetos domésticos (Huerta Calvo 1983: 41); bélica, ígnea, de los oficios y agrícola-botánica, según Alonso Hernández, que dispone las cuatro correspondientes listas de voces (1990: 13-14)[7]. Pero hay más tierras de labranza o penetración de lo sexual: religiosa, militar, jurídica… (Díez Fernández 2003: 81, 147, 265, 278, 259…).

Vamos, que siempre estamos pensando en lo mismo, frase coloquial que traduce sin notarlo la mayor de las implicaciones de la LCS. Pero quién lo diría: no todo mensaje es erótico. Leer literatura de ingenio sexual es tarea que afronta la «búsqueda de códigos secretos» (mejor: cerrados), en que «el intérprete corre el riesgo de llevar la indagación más allá de lo razonable, y de descubrir, o inventar, mucho más de lo que realmente hay» (Alonso 1996: 27). Así que, en el extremo opuesto al desborde de la LCS, hay un límite contextual: aunque «una expresión pueda tener un doble sentido», debe probarse que lo haga efectivo «en un contexto concreto» (Alonso 1996: 30-31) para no caer en sobreinterpretación.

Además de esta, ha de sortearse el riesgo opuesto, en que casi nunca se incide: la infrainterpretación que, por pudor, prejuicio ideológico o desconocimiento, han solido padecer los textos sexuales. Contra lo que dicta la estrofa 114 de su Libro («Fiz con el grand pessar esta troba caçurra; / la dueña que la oyere por ello non me aburra: / ca devriénme dezir neçio e más que bestia burra, / si de tan grand escarnio yo non trobase burla»[8]), Menéndez Pidal hace decir al Arcipreste que «no pide excusa a las dueñas» que escuchen su trova cazurra «por motivo de honestidad», sino por ser «una trova no cortesana, versificada en vulgar estribote» (1924: 162 [y 148 para esa forma métrica]). No es verdad. Sí, que «too many 19th- and 20th-c. critics have been unable to accept, or in many cases even recognize, the bawdy side of medieval literature» (Vasvari 1988: 3).

Tras haber sido burlado por su tercero y la mujer que deseaba, el Arcipreste se venga de ambos con este poema (Libro, 115-120), al que Morros reconoce sus «connotaciones sexuales», aunque las rebaja: son «mucho menos importantes que las que la crítica se ha obstinado en reconocer y buscar» (2003: 72). Tachando de «disparatadas» las lecturas sexuales del pasaje, Morros solo entiende con sentido litúrgico «a mi dio rumiar salvado, / él comió el pan más duz» (118cd), pues pan y salvado portaban un sentido simbólico en la tradición patrológica (2003: 75 y 77). ¿Y comer? Estamos ante palabras con tres acepciones: literal, religiosa y sexual; pero, infrainterpretando, Morros prioriza la segunda, a la que subordina la tercera. Así queda el pasaje adoctrinador de suyo: frente al animalizante salvado-rumiar, el humano pan-comer (2003: 78-80). Pero los textos medievales que aduce el mismo crítico (2003: 81-83) asociaban el trigo, el pan y el salvado al sexo y a la medicina que tenía efectos sobre él[9]. PESO define salvado, ‘semen’, en «Deje que vacíe el salvado / para volver a cerner» (1984: 143). Y hacia 1535 usó la voz Castillejo («que valen más sus salvados / que toda vuestra harina») en un contexto de ingenio sexual del Diálogo entre el autor y su pluma, 89-90, que en su momento me pasó desapercibido (Garrote Bernal 2008: 214).

¿Qué autoriza a perder de vista en el Arcipreste su mandato de que «la manera del libro entiéndela sotil», derivado de la naturaleza bífida de «saber bien e mal» y del «dezir encobierto e doñeguil» (65bc)? ¿O por qué obviar que Juan Ruiz insiste en la plural lectura de su «pequeño libro de testo»?: «la glosa / non creo que es chica, ante es bien grand prosa, / que sobre cada fabla se entiende otra cosa / sin la que se alega en la razón fermosa». En esta estrofa 1631, quizá quiso el Arcipreste «prevenir a su público para que esté atento a las múltiples connotaciones humorísticas y escabrosas de su fabla» (Vasvari 1983: 299). Lejos de seguir esas y otras («ca tú entenderás uno e el libro dize ál» [986d]) instrucciones del autor, Morros llega a atribuir a Ferrán García, «mensajero» —y no alcahuete— del Arcipreste, «un intelecto místico» (2003: 76).

Por su parte, Damiani, dijérase que situándose no en la teoría de los mundos posibles, sino en la del mundo al revés, sostiene que La Lozana andaluza «no es un simple desfile de escenas pornográficas», pues «posee, bajo su aparente aspecto licencioso, una tesis, un mensaje moral» que subraya tanto «la inminente destrucción de Roma» como «la palinodia de su protagonista»: de este «su verdadero significado» «podría […] extraviarnos» «una primera y superficial lectura» (1970: 246-247).

Revisemos un par de infrainterpretaciones más, donde no intervienen los prejuicios, como en las anteriores, sino la falta de competencia léxica y en motivos eróticos. El cardenal-arzobispo de Toledo, Pedro González de Mendoza (1428-1494), «decía, por los clérigos, que el linaje donde no había corona, que nunca medraba» (Santa Cruz 1574: 131). Según Cabañas, este «ingenioso juego de palabras» pivota sobre el signo corona, ‘tonsura’ y ‘dinero’, con lo que el apotegma sostendría «irónicamente» que, «para prosperar, todos los linajes necesitan tener […] ‘dinero o clérigos’ en la familia». Sin embargo, opera aquí un potenciador que se apoya en un significado más de corona, ‘cabeza del pene circunciso’ (McGrady 1984: 86, 89 y 106), y en el bisémico medrar, ‘crecer’ y ‘tener una erección’ (Garrote Bernal 2008: 213 y 217). Sostiene entonces el cardenal, en el tercer nivel de este concepto al cubo, que la de los eclesiásticos, eunucos por el voto de castidad, es familia que no aumenta o estamento resistente a la erección. Postulado ahora emergente que no tiene por qué reducir, claro, la ironía.

La broma se amplía tres apotegmas después: «A un clérigo pobre que se llamaba Rávago, diciéndole el Cardenal Silíceo: Levantaos. (Que estaba hincado de rodillas.) Respondió: ¡Oh qué buen levante de tierra, si viniese un poniente!» (Santa Cruz 1574: 132). Para Cabañas, poniente «sugiere» «un significado de ‘benefactor, protector’ (el que pone o concede merced, cargo o beneficio)», por lo que el clérigo pronuncia «una petición descarada, aunque ingeniosa». Sin duda es ingeniosa y descarada, pero por contener un mensaje sexual latente que, jugando con los términos marítimos y geográficos levante y poniente, evidencia la polisemia de levantar, verbo pronunciado por el cardenal y con el que, indicando también ‘tener una erección’ (PESO 1984: 127 y 242), ya había retozado La Lozana andaluza: «sabido por Diomedes a qué sabía su señora […] pasando él en Levante […]» (Delicado 20112: 103). Concatenando conmutadores, tierra añade su significado de ‘vulva’ (Cela 1988: II, 844) y Rávago muestra que no puede ser nombre accesorio o aleatorio, pues proporciona la clave principal de esta conmutación: la que, relativa a rabo, ‘culo’, originó falsas segmentaciones morfológicas como las coleccionadas en PESO (1984: 251-252): arrabal, Fuenterrabía, rabadán, Rabanal y Rávena. De modo que levantar, tierra y Rávago potencian en tan breve frase a poniente, que adquiere resignificación coyuntural: ‘el que penetra’. Rávago, homosexual —lo revela su nombre— e «hincado de rodillas», piensa en voz alta en la postura que ofrece, con su tierra bien dispuesta o alzada, e incluso se imagina a quien le regalara por detrás («¡Oh qué buen levante de tierra, si viniese un poniente!»), dada la orden que, formulada nada menos que por el cardenal («levantaos», o sea, «tened una erección»), deberán acatar los presentes.

Por tantas infrainterpretaciones como las cuatro mencionadas, cabe considerar no como un peligro a la sobreinterpretación, sino como un provisional método de puesta a prueba del texto y las hipótesis interpretativas que le conciernan (Garrote Bernal 2008: 219-220; 2010: 213 [n. 7], 217-218, 222 y 230).

En cuanto a los supuestos códigos secretos, no pudieron serlo para los sucesivos contemporáneos. En todo caso, lo serán para nosotros, como asienta Bubnova:

 

El solitario y hedonista «placer del texto» del que pueden disfrutar los lectores de nuestro tiempo en realidad implica […] un alto nivel de competencia profesional, por las dificultades que presenta el texto, y hace un interesante contraste con el júbilo carnavalesco en que probablemente el texto se integraba (1995: 23, n. 21).

 

En efecto, de haber sido secretos sus códigos, las obras de ingenio sexual no hubieran sido construidas para su transmisión, ni sus modos retóricos, sus tópicos y sus expresiones habrían sido imitados nada menos que durante cinco siglos. La tradicionalidad repele el secreto. Es lógico pensar que las «metaphors» sexuales, por ejemplo, «cannot be based on a private code of associations so farfetched and personal that the audience cannot decipher them» (Vasvari 1988: 8). Así es: para los coetáneos, sabedores de las claves, tales mensajes iban cifrados nada secretamente, aunque sí de manera sutil: es palabra de Juan Ruiz («la manera del libro entiéndela sotil» [65b]), que recurre incansable en los textos de esta clase. Cuando Valdés define tocar, que «es lo mesmo que tangere, y que pertinere [‘concernir’], y sinifica también ataviarse la cabeça», autoriza con un pasaje de ingenio sexual múltiple o conceptismo al cubo: «un fraile en tres palabras aludió sutilmente» a sus «tres sinificaciones, y fue assí que, demandándole una monja le diesse una toca, él respondió: Quando toque a m[í] tocaros, con más que esso os serviré» (Valdés 1976: 135)[10]. Y ya sabemos que servir contaba con otra acepción «deshonesta» (1976: 140).

Acabamos de sorprender en plena faena a un testigo de época, concepto operativo que es un personaje (o un texto) con que validar hipótesis de código sexual cerrado: comentaristas, lexicógrafos, censores, amanuenses y autores de nuevas obras muestran de modos diversos las maneras en que se recibieron los textos en su contemporaneidad (Garrote Bernal 2008: 219-220 y 225-228; 2010: 222-223). Así, son guías en este asunto Gracián (1648: II, 57-58) cuando resume un chiste para podar su carácter obsceno (Garrote Bernal 2008: 229) o la actitud de los moralistas contra el teatro y otros espectáculos áureos tenidos por lascivos (Huerta Calvo 1983: 5-7).

Al dar «respuesta […] atrauesada» a cierta pregunta de Gómez Manrique (2003: 254 y 259) sobre «sy ovo reyes primero / que caualleros ouiese», Pedro Guillén (1413-h. 1475) actúa como testigo que desvela —velando— la doble intención de Manrique («Soys en todo tanto diestro / qu’en la verga de Jesé / al que toma algún siniestro / sabéys tornar a la fe»), delata el modo en que se recibía la poesía de engeño sexual y sintetiza su poética (vv. 5-12), que se despliega

 

con lengua tanto despierta,

tan sotil y engeñosa,

qu’en materia muy cubierta

declara testos e glosa.

Proçede con tan gran tiento,

en metros, muy eleuada,

que desfaçe el argumento

descubriendo la çelada.

 

Mostrando con la glosa los pliegues del texto —palabras que ya hemos visto emplear a Juan Ruiz— o censurándolo o imitándolo, los testigos de época entendían lo inscrito en un argumento cuyo nivel superficial o no sexual se deshace al evidenciarse la trampa o celada tejida mediante código de ingenio sexual.

En singular lo digo: código. Es que solo había uno: el que fue elaborándose, repitiéndose y expandiéndose a partir de la designación eufemística de lo relativo al sexo. Designación empujada por dos potentes fuerzas: por una parte, la interdicción o «coacción externa ou psicolóxica» (Montero Cartelle 2004: 628 y n. 3) y el tabú, que operan —no solo en las culturas católica y española— contra el sexo y su dimensión pública; por otra, la capacidad polisémica de las lenguas naturales, cuya sistémica dependencia del contexto o adaptación a él será, si bien se mira, un rasgo derivado de la variabilidad evolutiva de la especie hablante. El tabú postula el eufemismo, y este se ve favorecido por la polisemia. (Otra forma de contemplar las implicaciones de la LCS.) En la cultura cristiana y española, tal axioma —¿cuasi universal?— se hizo carne histórico-literaria en el ingenio cazurro (siglos XIII-XIV), el ingenio cancioneril (siglos XIV-XVI) y el ingenio conceptista (siglos XVI-XVII): el luengo discurrir de una poética trifásica orientada con frecuencia a decir públicamente del sexo… Por supuesto, sin decirlo.

El código nada secreto que comparten Juan Ruiz y Juan de Salinas —por citar dos nombres situados hacia el principio y hacia el final de ese proceso— se rige por la LCS y por reglas lógico-sintácticas que, tras detectar y explotar analogías entre el sexo y otros componentes del mundo y su expresión (primera fase del concepto), combinan, en un espacio retórico generalmente reducido, ciertas unidades léxicas dentro de un molde sintáctico sobrecargado simultáneamente por, al menos, un sentido patente y otro que subyace latente, y que con harta frecuencia es de índole sexual (segunda fase del concepto). Así que vayamos por partes.

Como se nota en La pícara Justina o en el Diálogo entre el autor y su pluma de Castillejo, vertebra en el ingenio sexual el discurrir de conceptos un mecanismo de operaciones algorítmicas que, partiendo de un algoritmo primitivo (AP) y mediante reglas lógico-sintácticas de combinación (RLS), va generando algoritmos derivados (AD)[11]. A tal disposición retórica responde la estratégica posición de cierre, que, al confirmar el que durante el proceso lector ha ido siendo progresivo descubrimiento de la celada de codificación bífida, invita a la relectura de comprobación, según se aprecia en los casos de Variedad de sonetos que trae Garrote Bernal (2010: 210, 212, 219, 222, 224, 231 y 233-234).

El trato con la singular manera que estos textos tienen de ocupar el cercado retórico, ha permitido desarrollar ciertas hipótesis generales de interpretación. La de Allaigre y Cotrait (1979: 37; Garrote Bernal 2008: 226) predice que, en un espacio textual reducido, una amplia recurrencia de términos de doble sentido (o conmutadores) es indicio de codificación de ingenio sexual. Siendo la ocupación retórica del espacio el fruto de tácticas ensayadas y aprendidas en toda estrategia literaria, con esta hipótesis concuerda un comentario de Alonso: «parece improbable que tantas expresiones ambiguas hayan coincidido por pura casualidad en un poema» (1996: 31). Así sucede en la mencionada trova cazurra del Arcipreste. Vasvari, que la lee desde la semántica estructural[12], aduce pasajes con términos que cobran un «efímero» «sentido equívoco» sexual en sus respectivos contextos (1983: 302-303) y revisa las dobleces de el clavo echar, que alude a la Crucifixión y significa ‘fornicar’ (cfr. también Vasvari 1999: 141), panadera, que tenía «una mala reputación de mujer ligera y de alcahueta», horno, trigo, rumiar, salvado, compañero, tomar senda, carrera, conejo o pan (Vasvari 1983), palabra esta cuyo doble sentido sexual ha de reconocer Blecua (en Ruiz 1992: 39). En el poema se agolpan además comer, traidor, medrar y caza.

Por su parte, la hipótesis de incoherencia técnico-textual (Garrote Bernal 2008: 221 y 2010: 217) predice que el anómalo funcionamiento sintáctico-semántico del mensaje patente indica, además de ocasional impericia técnica, una intención de expresar, mediante simultaneidad conceptista, otros «segundos significados» sexuales latentes, que «no se articulan de forma completamente coherente». Es lo que Alonso llama «falta de rigor» que «no es rara en la literatura erótica» (1996: 33 y 31), pues, técnica conceptista en mano y como «en todo juego de ingenio, el verdadero discurso está no en lo que se dice, y que es patentemente absurdo, sino en lo que se insinúa, en un decir sin decir, en un significar a dos luces» (Blanco 2006: 20). Algunos pasajes de los poemas cancioneriles que examina Alonso son «chocantes» «si se toman en su sentido literal», como «la caballería […] que se queja por carga de menos, o la que no se hunde en el lodo porque no tiene cebada»; en «no seré de las çagueras, / ende más si me frotáys / con mandil» (Manrique 2003: 320 [vv. 44-46]), «no se ve por qué una mula ha de ir más deprisa al frotarla con el mandil», pero «la relación entre frotar y no ser de las çagueras adquiere sentido si se aplica al plano erótico: la mujer, fría y vejezuela, recobra así su vigor, lo mismo que con las espuelas» invocadas en los vv. 25-28 (Alonso 1996: 29-30).

Lo anómalo, absurdo o chocante con que se dispone el mensaje de ingenio sexual es el resultado del forzamiento simultaneísta que el concepto opera sobre el molde sintáctico-semántico. Y también del intento de resaltar la presencia de un conmutador: toda palabra o expresión que permite el intercambio entre los planos literal y latente dentro de un mensaje. Este instrumento jakobsoniano, que rescataron Allaigre y Cotrait (1979: 30, n. 6), resulta clave en el estudio del ingenio sexual (Garrote Bernal 2008: 228 y 2010: 214 y 230).

Así que el investigador no ha de buscar códigos secretos, sino un conmutador que inicia la relevante acumulación de otros en un espacio retórico reducido. Pongamos los sonetos IV y XXVI de Garcilaso, donde se acumulan tierra (o lugar), bien, esperanza, fuerza, romper, monte y ver, conmutadores sexualizantes que además se sitúan en prácticamente las mismas posiciones del que Herrera llamó «perpetuo i pequeño espacio» del soneto (1580: 268): el raquítico —y por eso mismo semánticamente potenciador— lugar retórico que comparten ambos poemas (Garrote Bernal 2011: 47). Otro caso: comprendida la «identificación» mula, ‘pene’, ya se pueden «analizar varias expresiones» de «Creedme, señor Gonçalo…», de Gómez Manrique, quien ahí tira con extrañeza de «términos como mamar, sudor, y el caer tengo por uso (vv. 9, 16 y 36)» (Alonso 1996: 29 y 31). En el fondo, el texto construido mediante ingenio sexual funciona a la vez como mensaje bífido y como código de sí mismo (Garrote Bernal 2010: 217, 221, 223, 226 y 228).

La caza de conmutadores es un medio intratextual de detectar en el pasado mensajes de ingenio sexual. Otro método es la comparación entre la obra analizada y un previamente seleccionado grupo de control textual (Garrote Bernal 2010: 219-220). Hay tres tipos de estos grupos:

1) Textos con vocabulario sexual explícito. Por situarse en el centro cronológico del período comprendido entre los siglos XIII y XVII, La Lozana andaluza y, poco antes, los contextos en verso y prosa de la Carajicomedia, brindan excelente base para preparar un diccionario histórico de términos sexuales coyunturales y estructurales, que será la piedra Rosetta con que confrontar en el futuro nuevas obras sujetas a análisis. Fuentes para tal diccionario son, entre otras aportaciones de la lexicografía, de la historia de la literatura y de las ediciones con pertinente anotación o con glosario, el «Vocabulario» de PESO (1984: 329-354), el diccionario de Cela (1988), el «Ensayo de un vocabulario erótico de los entremeses del Siglo de Oro» de Huerta Calvo (1983: 39-68), el «Glosario de términos equívocos» de Vasvari (1983: 317-324) o el «Apéndice II. Vocabulario» de McGrady (1984: 105-108)[13].

2) Textos de probado doble sentido. «Mis ojos no verán luz…», que tanto llevo empleada como ilustración de metodología, «puede funcionar simultáneamente» en «varios niveles» que «no se excluyen mutuamente», pues con ella refiere el Arcipreste un episodio «lleno de series de juegos verbales sacrílegos y obscenos, ingeniosamente tejidos alrededor de palabras claves polisémicas» (Vasvari 1983: 305-306) o conmutadores. Allí, con «pessar» y «burla», canta Juan Ruiz el «grand escarnio» al que le ha sometido Ferrán García, quien, lejos de cumplir el encargo de tercería ante la panadera Cruz, se «comió la vïanda» (Libro, 113). Ruiz «convierte el nombre de la sagrada Reliquia en el de la amada» y, «en paranomasia con él», le da «dos oficios que la presentan como una prostituta»: cruzada, en referencia a las «soldaderas que acompañaban a los cruzados a Tierra Santa», y panadera, oficio de mujeres «que solían trabajar por la noche en locales abovedados» (Morros 2003: 73). Según Vasvari, el Arcipreste juega con cuatro campos semánticos (el engaño, lo alimenticio-venatorio, lo erótico y lo litúrgico), entre los cuales son «términos de transferencia» —es decir, conmutadores— voces como conejo y pan (1983: 309). Detectado el pasaje de doble codificación (Libro, 114-122), cabe emplearlo como grupo de control textual con el resto del Libro, para buscar en él recurrencias de los conmutadores y para comprobar si funcionan con significados sexuales en los diversos contextos. Así, Vasvari (1983: 308-309) persigue el conejo de este episodio en lugares como correr la liebre, por donde se llega a corrida la cierva (Libro, 486 y 524).

3) Textos que con seguridad no estén codificados en doble sentido sexual. Es el tipo más próximo al concepto de grupo de control que maneja la práctica experimental médica y científica. En las «estrenas» de Gómez Manrique (2003: 298-299 y 301) a la Condesa de Castañeda, que alaban «vuestra uirtud», o a la de Paredes, «Señora muy virtuosa», no puede operar el signo virtud, ‘pene’, por referido a sendas mujeres. Establecido ese grupo de control, podrá contrastarse con los seis poemas que Manrique y sus respectivos replicantes dilatan en torno a tal signo y otros conmutadores, hasta llegar al «miña virtud» (v. 15) de otra respuesta de Manrique (2003: 212-220 y 232).

 

ESBOZO DE PANORAMA HISTÓRICO TRIFÁSICO

En 1275, Giraldo Riquier «ensalza la costumbre de España que distingue bajo nombres diversos los segreres, los juglares, los remedadores, los cazurros, los bufones y otros», y señala que los cazurros son «hombres faltos de buen porte, que dicen versos sin argumento, que por calles y plazas ejercitan vilmente su vil repertorio, sin regla ninguna, ganando un mal salario en vida deshonrada», de modo que cazurría «era toda gracia disparatada e inconveniente, sea pesada o chabacana, sea escabrosa o deshonesta» (Menéndez Pidal 1924: 161-162). Dicha tradición constituyó «una corriente multiforme» que, mediante una «sabia combinación de palabras hábilmente escogidas», esconde «bajo el significado inmediato de un texto toda una red alusiva sutilmente tejida, de carácter erótico en el caso del Buen Amor», sin necesidad de que cada escrito presente una «estratificación sistemática», de modo que «el segundo sentido tan pronto desaparece como abunda» (Allaigre y Cotrait 1979: 27 y 43). Es a lo que apuntaría la expresión de Riquier versos sin argumento. En cuanto al vil repertorio que el mismo denunció, Castillejo, dos siglos después de Juan Ruiz, tirará del signo cargar, ‘follar’, en «Macho falso, gruñidor…», lo que recobra la congruencia perdida —«No parece natural que una caballería se queje de llevar pocos bultos» (Alonso 1996: 32)— de sus versos sin argumento.

Sin aceptar las dataciones de 1330 y 1343 para el Libro del Arcipreste de Hita[14] y situando su composición hacia 1322, Pérez López lo compara con la Vida de San Ildefonso (h. 1302), también surgida en la órbita de la escuela catedralicia de Toledo. La de Juan Ruiz es «obra compleja (averroísta, goliárdica, paródica, de burlas), en la que el autor rechaza el ascetismo y el celibato de los clérigos y les pierde el respeto a las jerarquías eclesiásticas» (2002: 281-283). El silogismo aristotélico de las coplas 71-76, «viciado cazurramente», es la base de la «dialéctica socarrona y paradójica» que «permeará toda la obra», tras ser anunciada en 45b por el «avré algunas burlas aquí a enxerir» (Torres-Alcalá 1992: 344). Un rasgo de humor que muy asociado quedará al ingenio sexual de los siglos XIII-XVII. Lo volverá a explicitar, por ejemplo, el prólogo en prosa de Castillejo al Diálogo entre el autor y su pluma: «la materia de que trata, de sí es desabrida, y por eso mezclé con ella las burletas y refranes que a la mano me vinieron» (1573: 18-19).

Análogamente, Juan Ruiz presenta materias desabridas o, como expone Torres-Alcalá, «toca problemas» agudos en los siglos XII y XIII: «la oposición entre las leyes naturales y las divinas», «el libre albedrío frente al poder determinista de las estrellas» (Libro, 152), los amores bueno y loco[15], el celibato sacerdotal, «la preponderancia que había adquirido el llamado aristotelismo radical o heterodoxo que, dialécticamente manipulado, acabó con un naturalismo fálico» y la «doctrina de la doble verdad», filosófica y teológica. El «protagonista-moralista» del Libro pretende «justificar filosóficamente» «la lujuria del clero», pero esto «no concuerda con la moral cristiana» que, como da «la espalda a las leyes naturales», «carece de argumento filosófico»; en tal «callejón sin salida, no queda más remedio que aceptar la realidad pragmática», y Ruiz, «sin salida posible del laberinto», mantiene una «actitud escéptica y cínica» hacia «sus propios argumentos», lo que resulta en la esencial «ambivalencia» del Libro y su tono humorístico: «Actitud goliárdica que sin negar se ríe de todo», también porque el humor se fundamenta en «la contradicción e inconsecuencia» (1992: 345-348).

Esa ambivalencia cuadra con el complejo binomio formado por el narrador (un intelectual, pero cazurro) y el protagonista (un clérigo, pero mujeriego) del Libro del Arcipreste. Dos personajes que comparten y a la vez oponen esos cuatro rasgos. Tanto peso soporta esta superestructura como las microestructuras sintácticas y narrativas que sin cesar conducen los replegados conceptos del ingenio sexual. La suma de toda esa carga pudiera llamarse ambigüedad, tipo de expresión que conlleva un excesivo gasto de energía interpretativa, y que seguramente hizo morir de éxito (Garrote Bernal 2008: 225), pero ya en el siglo XVIII, a esta poética.

Si la apertura del Libro de Alexandre oponía clerecía a juglaría, y alabando aquella vituperaba esta, el Libro del Arcipreste de Hita, 895-896, asimila juglaría y cazurría, ambas rechazadas por el (rey) león, pues «el cazurro no era juglar para en corte» (Menéndez Pidal 1924: 163): «Estava ý el burro, fezieron d’él joglar; / como estava bien gordo, començó a retoçar, / su atanbor taniendo, bien alto a rebuznar: / al león y a los otros querialos atronar. // Con las sus caçurrías el león fue sañudo»: «sentiós por escarnido el león del orejudo». Pasaje cuyas cazurrías cifran los conmutadores tañer, tambor y uno que comporta la típica incoherencia, retozar: ¿el burro juglar retoza porque era muy gordo?

Como el león de esta fábula, Alfonso X expulsó de su corte a los poetas cazurros, al menos en el plano legal. Las Partidas son un magnífico testigo de época sobre las voces viles et desapuestas de la cazurría:

 

Et las palabras que se dicen sobre razones feas et sin pro, que non son fermosas nin apuestas al que las fabla, nin otrosi el que las oye non podrie tomar buen castigo [‘enseñanza moral’] nin buen consejo, son además et llámanlas cazurras, porque son viles et desapuestas et non deben seer dichas ante homes buenos (cit. por Menéndez Pidal 1924: 162; la aclaración entre corchetes es mía).

 

También la Iglesia del siglo XIII censuró la cazurría, y hasta don Amor amonestó al Arcipreste: «Non uses con vellacos nin seas peleador, / non quieras ser caçurro nin seas escarnidor» (557). Es que Ruiz fue «un clérigo agoliardado, doneador alegre, “que sabe los instrumentos e todas juglerías”» y que practicó el «arte juglaresco» en «gran parte o todo lo que nos queda del incompleto Libro de Buen Amor» (Menéndez Pidal 1924: 142-143). Se confesó en la estrofa 1514:

 

Cantares fiz algunos, de los que dizen los çiegos,

e para escolares que andan nocherniegos,

e para otros muchos por puertas andariegos,

caçurros e de bulras: no cabrian en diez pliegos.

 

Como en Libro, 114 (cfr. supra), en otra ocasión afirma el Arcipreste haber compuesto cantares cazurros como colofón a una aventura. En ambas pide disculpas a las mujeres y apunta a la mezcla de bromas y veras, habitual en la práctica de la cazurría. Indicios son estos de su forma de recepción, admitida con humor por las dueñas o mujeres maduras en general, pero que había que adecuar a las refinadas de la corte o dueñas señoras. Hable el Libro, 947-948, quitando importancia a estas tontadas:

 

De toda [esta] lazeria e de todo este coxixo [‘penar’]

fiz cantares caçurros de quanto mal me dixo;

non fuyan d’ello las dueñas nin los tengan por lixo [‘sucio’],

ca nunca los oyó dueña que d’ellos mucho non rixo.

A vós, dueñas señoras, por vuestra cortesía,

demándovos perdón, que sabed que no querría

aver saña de vos, ca de pesar morría:

consentid entre los sesos una tal bavoquía [‘tontería’].

 

Así que la recepción de la cazurría era menos proclive a la educación cortesana (cortesía), donde pudiera provocar la saña de las damas, del mismo modo que el león la había recibido sañudo, según hemos visto en el Libro, 896a. Por eso se cierra así el pasaje: «el oïdor cortés tenga presto el perdón» (949d). De lo mojigato que era: ya comprobamos al principio de estas páginas que cortés era también un tipo de eufemismo. Decía que con esto se clausura el fragmento, aunque Menéndez Pidal entendió que aquí el poeta «anuncia sus cantares cazurros» —lo que acepta Blecua (ed. Ruiz 1992: 229, n. 947a)—, que «no se hallan hoy en el libro, acaso por excesivamente libres» o por haber sido «muchísimos» «excluídos de su colección» «por el Arcipreste mismo», «porque los juzgó poesía de circunstancias, sin valor literario, o porque los creyó demasiado inconvenientes» (1924: 163).

Hasta reconocer el Libro del Arcipreste como «pseudo-autobiografía erótica» (Vasvari 1997: 1563), el camino ha sido largo: al en principio minoritario parecer de Green —«el buen amor, que no es otro que el plazer de amiga, el placer de la conquista amorosa» (1964: 79)—, se han ido sumando las aportaciones de Reynal (1982, 1988 y 1991) y los estudios sobre episodios concretos del itinerario de ingenio sexual de Juan Ruiz: la parodia sacro-erótica (Libro, 372-387) de las horas canónicas, muy bien analizada por Simonatti (2008); la disputa entre don Carnal y doña Cuaresma (1067-1224), perfilada según lo subversivo y obsceno de la fiesta del carnaval, y donde opera la transferencia erótica de los campos semánticos de la comida, la batalla y la carnicería (Márquez Villanueva 1987)[16]; la monja doña Garoza (1332-1507) y la «Cántica de los clérigos de Talavera» (1690-1709), pasajes relacionados por el rechazo del celibato (Márquez Villanueva 2004). El motor dilógico de otros episodios ha emergido gracias a la constante y concienzuda investigación de Vasvari: la disputa entre el ribaldo romano y el sabio griego (Libro, 46-63); la dueña cuerda (77-104); la Cruz cruzada (114-122); el brioso hijo del molinero (189-197); Pitas Pajas (474-487); la onomástica genital en el lance de don Melón y doña Endrina (653-999); la vieja enfrentada con el Arcipreste (945-949); las serranas (950-1042)[17]

Con razón expresó Sepúlveda su «asombro ante los comentarios de las principales ediciones» del Libro del Arcipreste de Hita, que «no aluden siquiera al evidente significado erótico» de tantas de sus coplas (2001: 296, n. 44). Sea el siguiente caso: «Yo, Johan Ruiz, el sobredicho açipreste de Hita» (575a), invoca a doña Venus, quien le aconseja constancia para triunfar en el amor, pues «non ha muger en el mundo, nin grande nin moçuela, / que trabajo e serviçio non la traya al espuela», y por tanto «el omne mucho cavando la grand peña acuesta» (612-613). Sin tener en cuenta el pasaje (607-645) de ars ovidiano pleno de dobleces en que se inserta este fragmento, Blecua (en Ruiz 1992: 156) parafrasea no la traiga a la espuela como «no la espolee» (612c). Pero el aserto del Arcipreste se basa en la anfibología sexual de trabajo, servicio, espuela y cavar; tras lo cual expone una serie de exempla que ilustran la peculiar doctrina: el «marinero» que no debe temer el mar embravecido, pues de lo contrario «nunca en la mar entrarié con su nave ferrada» (614c); el comprador que consigue un producto más barato y se «lieva la merchandía por el buen corredor» (615d); «el can que mucho lame» y «sin dubda sangre saca», y «el conejo», que «por maña doñea a la vaca» (616), lo que resulta extraño si no advirtiéramos que ahí salta la liebre (forzada) de la poética del ingenio sexual. En conclusión: «A la muela pesada de la peña mayor / maestría e arte la arrancan mejor» (617ab). Como si el Arcipreste no hubiese practicado la inestable poética del engeño, Blecua (en Ruiz 1992: 157) parafrasea solo sentidos literales: «por medio de un buen intermediario» (615), «domina, corteja a la vaca» o como mucho, con el Correas citado por Morreale, «empreña a la vaca» (616), y «La muela del molino gira, por arte, con ligereza» (617).

No advierte, por tanto, de toda la serie de conmutadores desplegados (mar, entrar, corredor, can, lamer, sangre, conejo, doñear, moler), en la que ahora solo destaco la singular nave ferrada: sintagma que Blecua explica (en Ruiz 1992: 157 y 520) como «reforzada con hierro» o, siguiendo a Morreale, «simplemente ‘nave’», porque, según él, «no parece que» nave ferrada «aquí pueda significar ‘anclada’, de ferrar». Pero el pasaje tira (marinero-nave, comprador y corredor-mercancía[18]) del viejo tópico sexual de los oficios y sus instrumentos (Garrote Bernal 2008: 218), de donde nave y remo(s), ‘pene’: el amante asustadizo no penetrará en el mar, ‘coño’ (PESO 1984: 214 y 284), si tiene parada o ferrada su barca, que es lo que le ha pasado hasta ahora, según Venus, al Arcipreste. Poco después recurre una imagen semejante: «vo a fablar con la dueña […] / Púsome el marinero aína en la mar fonda, / dexóme solo e señero, sin remos, con la brava onda» (650). Además, ferrada se asociaba a otro signo sexualizante, el de maleta, ‘vagina’, que consta en la cantiga de doble sentido «Maria Peres, a nossa cruzada…» (h. 1260), de Pero da Ponte, sátira contra esa prostituta soldadera (Juárez Blanquer 1987-1989: 672-673; Morros 2003: 93), cuyo verso 9 se refiere a que María ya no tiene su «maeta ferrada»: la vagina cerrada con el hierro de llave y candado, es decir, sin usar.

Durante los siglos XV-XVII, la tradición cazurra pervivirá metamorfoseada en la práctica sostenida de codificar mensajes de doble (o más) y simultánea significación, práctica apoyada en un inestable vocabulario ambivalente que apunta casi siempre al sexo con humor.

Fueron numerosos los poemas cancioneriles del XV que se codificaron en un doble sentido sexual (Whinnom 1968-1969 y 1982; MacPherson 1985) que explotó la polisemia de la voz pasión (Tillier 1985) o construyó el «motivo» «obsceno» de «la cabalgadura hambrienta o de malas mañas», presente en los «chistes sexuales» de «Creedme, señor Gonçalo…», de Gómez Manrique; «No sé por dónde empeçar…», de Narváez (Cancionero general de 1554); «Macho falso, gruñidor…» y «Mandad, señor bachiller…», de Castillejo, tradición en que «palabras y expresiones se mantienen con tenacidad de un poema a otro», como la caza de liebres o dar cebada (Alonso 1996: 32-33).

Pero, además de encriptado, el léxico sexual fluyó abiertamente por la poesía cancioneril: así, hacia 1425-1430, en el Cancionero de Baena (Urbán Fernández y López Quero 2001). Y un siglo después, en 1519, en la Carajicomedia, localizada en «el precoz Cancionero de obras de burlas, probablemente el primero de los impresos en Europa en incluir poemas ‛eróticos’ con un sentido unitario» (Cerezo 2001: 22)[19].

Baena echó su cuarto a espadas en la práctica del ingenio sexual con su Recuesta de Juan Alfonso contra Ferrán Manuel, que citaré por Alonso (2003: 25-31) y que ambos poetas conducen, mediante codificación bífida, en «Respuestas» consecutivas de arte mayor castellano. Baena caracteriza a Ferrán, «en todas las artes maestro bastante», como «sotil, dominante, / que saca las cosas fondo del abismo». Siendo «purífico, casto», «lindo fidalgo» y «gentil emperante», es el mejor consejero, y por eso «le fago pregunta»: «ver mi amiga e nunca fablalla, / o siempre fablalla e nunca miralla, / de qué’l faga d’esto me dad consonante». El casto Ferrán Manuel contesta por el mismo tenor: a Baena —«ardid e constante», «sabio profundo, que por silogismo / penetra los centros del círculo estante» y «digno de alta e rica planeta»— le responde que prefiere ver, en vez de hablar, a la amante o amiga: «veyéndola siempre, podrá conquistalla / el vuestro gracioso e lindo semblante».

En esta cerrada correspondencia de pregunta y respuesta, elogios mutuos y mantenimiento de los consonantes, solo disuena que Ferrán presente a Baena como «bañado de agua de santo bautismo» (v. 2), lo que apunta a la necesidad del converso de mostrarse como más cristiano que nadie. La sorpresa de esta hipérbole fuerza a releer la intervención inicial de Baena; se comprueba entonces que se lo había buscado: por «ser disputante» y por llamar a su interlocutor «gentil emperante» (vv. 8 y 9), lo que ahora hace estallar la mina retardada: gentil es ‘de noble casta’, pero también ‘idólatra’ (Covarrubias 1611: 636 [s.v. gentiles hombres y gentiles]). Así que los dos se han acusado de no cristianos… al menos, si no consideramos que en La Lozana andaluza opera el signo gentil, ‘puta’ (Díez Fernández 2003: 80). Actuando como conmutador (sexual o no), gentil es marca metarretórica que avisa de que estamos ante una disputa que será conducida por lo velado o sotil.

Revelador resulta así que, en sus dos primeras intervenciones (vv. 6 y 1), Baena llame a Ferrán «lindo fidalgo», lo que destaca de rebote que este se había referido al «lindo semblante» (v. 12) de su interlocutor. Tal reiteración de lindo subraya su carácter de conmutador. Además de ‘hermoso, bello, perfecto’ y de ‘bueno, primoroso’, significaba ‘hombre afeminado’, matiz entonces peyorativo del que informan Covarrubias (1611: 768) y Autoridades; este, por cierto, exhibiendo un curioso pasaje del Soldado Píndaro, II, 7, con mula y todo. Se explica que lindo, bien andado ya el siglo XVI, necesitara de sustituto eufemístico, lo cual no aprobaba Herrera: «¿Quién es tan bárbaro i rústico de ingenio que huya el trato d’ esta lición, lindo, que ninguna es más linda, más bella […]?». Cuando el Prete Jacopín se extrañe de que en Andalucía haya quien quiera desterrar esa voz, recibirá esta contestación: «Yo i otros muchos conocimos un hombre dotíssimo en esta tierra […] que condenava» lindo, aunque «no ai para qué traer exemplo de Fray Luis de Granada» (Herrera 1580: 343 y n. 4).

Entrados ya en materia, Baena prescinde en su segunda intervención de los que eran superficiales elogios, y acusa a su contendiente de formación musulmana: «en la luna menguante / leístes poetas, según que sofismo [‘entiendo’]». Por eso le recomienda la lectura cristiana «del alto poeta rectórico Dante», que lo sacará de su error[20]. E invoca a Ferrán como «gentil cavalgante» (v. 9): el recurrente gentil se asocia ya no a emperante, ‘el que domina todos los saberes’, sino a un cabalgante, ‘el que cabalga’, incongruente con el argumento superficial hasta ahora sostenido; por tanto, un candidato a conmutador que avisa del doble sentido sexual de la serie, sobre el que habían puesto en alerta lindo y los dos verbos de la pregunta inicial, ver y hablar, tema al que regresa Baena: «que nunca se vence por mucho otealla, / ninguna fermossa, sin ser demandante». Vamos, que es mejor, para vencer (remitiendo al motivo de la batalla sexual) a la mujer hermosa, hablar con ella (demandante) que estar viéndola (otealla), aunque sea mucho.

Ferrán Manuel contesta desde el tópico de la falsa humildad: «De todas las ciencias seyendo distante», «non sé poetría nin sé algurismo: / deciplo [‘discípulo’] só simple, pessado, ignorante». Pero enseguida contradice, en el plano literal, esa protesta de humildad:

 

Mas porque mi obra triunfe adelante,

catad [‘pensad’] que si abro mi rica maleta,

por arte profunda, sotil e muy reta

a vuestro argumento seré reprobante.

 

Se acumulan aquí los eufemismos sexuales: obra, ‘coito’ (PESO 1984: 132; Cela 1988: II, 671), abrir y maleta, estos dos de notable variabilidad polisémica[21]. Todo lo cual permite una doble lectura, ya no del argumento patente, sino del latente: dependiendo del anterior casto, ahora revelado como irónico, Ferrán se presenta como frecuentador de prostitutas (abrir1 + maleta1); o bien, si derivando de lindo, como homosexual pasivo (abrir2 + maleta2). En ambos casos, extiende, sutil, el sentido sexual que latía desde el principio de la serie y tiñe coyunturalmente a un vocabulario anexo: arte, profundo y recto. De rebote, el verso concernido, «arte profunda, sotil e muy reta», recupera vocablos de Baena sobre Ferrán («sotil, dominante», «saca las cosas fondo del abismo», «en todas las artes maestro») y de este sobre aquel («sabio profundo»), y puede proponer la conmutación sexual coyuntural de tales palabras.

En su segunda finida, Ferrán Manuel insiste: «Que vista de amor es causa mediante / para cualquiera fermosa cobralla, / e todo lo ál es arte contralla, / según los actores Vergillo e De ‘mante» (vv. 9-12), lo que se mantiene en el nuevo campo de referencias que Baena acababa de introducir (vencer a la dama), aunque pasando de la guerra a la caza de amor: cobrar a la hermosa. Y desmintiendo su presunta formación musulmana, Ferrán cita a dos autores: Ovidio por un Arte de amar tan apreciado por Juan Ruiz, y Virgilio, seguramente por la leyenda medieval en que una mujer lo dejó colgado cuando trataba de alcanzar su balcón: un ejemplo de lujuria en el Libro del Arcipreste de Hita, 261, y un término de comparación burlesca en la copla XXI de la Carajicomedia (Anónimo 1519: 53).

En la tercera y última «Replicación», Baena, también con humildad («encima non só tan gigante»), reta a Ferrán ya no con las letras, sino con las armas: «sabed, don bravo elefante», «que cota cachada e fina careta / tengo buscada con que vos espante». Aquí el conmutador es el sintagma formado por bravo —que alude a la excitación sexual[22]— y elefante, que evoca la gran trompa o pene de su oponente. Ferrán Manuel acusa entonces a Baena de hijo de bruja («En sino esforçado e muy abundante / nascistes, amigo, de gran esorcismo») y se mofa de sus habilidades militar y sexual: «e non siento moro en el paganismo / que vuestra espada cruel non quebrante», donde la ambivalencia sexual pivota sobre espada, pues Baena no es caballero, sino simple letrado que lleva las cuentas de la corte: «ca siempre enfengistes de muy batallante / en obra de armas valiente, perfecta, / con escribanías e tinta bien prieta / sumando las rentas del año passante». Estos batallante y obra de armas se manejan con sentido sexual[23]; menos evidentes resultan hoy escribanía y tinta como eufemismos de coito y semen (Pérez Ortega 2007; Garrote Bernal 2008: 211 y 215-216), sustituciones que explican la finida:

 

Por tanto, vos cumple de ser platicante

en esta ciencia e non olvidalla,

mas cúmplevos mucho la vista aclaralla

ca siempre vos nota por mal devisante.

 

Este cierre del argumento referido a la pregunta inicial concluye que a Baena le corresponde aclarar su vista. Es que, al no ejercitar la espada en obra de armas —no tener relaciones sexuales con mujeres—, se contenta con la masturbación, indicio de la cual era ni más ni menos que la ceguera: ese ser mal devisante. El prejuicio, introducido en la literatura médica por el suizo Tissot en 1758 (Perdiguero Gil y González de Pablo 1990) y asentado en la batería de argumentos de la represión moralista moderna (Vázquez García y Seoane Cegarra 2004: 845-846), es muy anterior a ella. Como que procede de los Problemata Aristotelis (Martos 2008: 155). En todo caso, ya sabemos por qué Baena prefería hablar, y no ver, a la dama.

Miembros de la promoción posterior a Baena y Ferrán, Gómez Manrique (1412-1490) y unos amigos compusieron poemas de ingenio sexual, piezas que proliferan en la poesía de debate y satírica de este autor (2003: 177-280 y 319-348). Se queja Manrique en «Por quanto la oçiosidad…» (2003: 177-179) de que sus «locos amores» le «fazen desatentar [‘turbarse o desvariar’]» (vv. 17-20). Así «trastornado», se dirige a quien podrá enmendar sus «errores»: Bocanegra, «aquel que tanto entiende / en est’arte» (vv. 8-16). Establecido de tal modo la relación retórica con el tipo de debate sostenido por Baena y Ferrán, Manrique la refuerza al afirmar que «me veo / en vna pena comigo», por lo que solo se plantea preguntas (vv. 33-35), como la que traslada a Bocanegra sobre «quál es» «de estas cosas la mejor» (vv. 22-23):

 

Syendo vos enamorado

de dama muy virtuosa,

en estremidad fermosa,

por quien fuésedes penado,

fablarla sin esperar

de nunca jamás la ver,

o verla syn la poder

en vuestra vida fablar (vv. 24-31).

 

Francisco Bocanegra, doncel de Juan II en 1441 (Manrique 2003: 179-181 y n. 9), se presenta como enamorado, y por tanto «nin por oçio me fallé / tocado de mal pensar» (vv. 7-8), aunque tiene sus ratos tristes: «Entre mý mesmo peleo / munchas vegadas comigo» (vv. 33-34). Y responde:

 

Sy amor contra mi grado

me da vida trabajosa,

syn cobrar dama graçiosa

de qu’esté muncho pagado,

yo más la quiero mirar,

qu’es causa de más plazer,

que fablarla syn aver

su vista para folgar (vv. 25-32).

 

Bocanegra termina animando a Manrique a «que, si non estades çiego / según vos, señor, vsáys, / voto a Dios que deçendáys / mil damas de su sosiego» (vv. 37-40). La pregunta de Manrique y la respuesta de Bocanegra tratan, pues, dos temas: la soledad ociosa del yo poético y —como en Baena y Ferrán— si da «más plazer» hablar o ver a la dama. Bajo ambos late una temática sexual referida al sexo a uno de la masturbación —es de suponer que en la soledad del argumento patente—, donde funcionan el anuncio de los conmutadores loco amor (v. 19) y error (vv. 11, 16 y 18), la falsa segmentación morfológica desa-tentar (v. 20), vna pena comigo (v. 34) y, desde luego, el estar ciego; en cuanto al sexo a dos del coito, lo sugiere el verbo hablar.

Como estudió Alonso, cierta tradición cancioneril se centraba en «una caballería» para satirizar «la pobreza, la avaricia, o la hipocresía de su dueño», como cuando Mena trata «sobre un macho que compró de un Arcipreste»; pero en «Creedme, señor Gonçalo…» (Gómez Manrique 2003: 319-321), «el término mula», como «jaca, rocín, y otros análogos», ofrecía «doble sentido sexual», pues aludía a veces «al pene» y otras «a la mujer» (Alonso 1996: 29)[24]. En «Pues que los mis duros fados…» (Manrique 2003: 322-326), en que «un rocín cuenta sus desventuras», «sólo una estrofa», «De cura que me tenía…», le «parece ambigua» a Alonso, pues ahí saltan unas liebres («más liebres en mí contadas / él mató»[25]) que van «muchas veces asociadas a los conejos», así que es una «presencia» «sospechosa», sobre todo a la vista de «un poema de Quirós, “en nombre de su caballo”, donde el animal cuenta también su vida» (vv. 20-24): «Yo serví en la caça al conde / y al gobernador la maça, / y sin manta ni almohaça / jamás liebre se me esconde / en una haça», donde sin manta ni almohaça subraya «el contraste entre los cuidados que el animal recibía en casa del gobernador, y su forma de vida con el conde», aclaración algo «superflua» que «parece destinada a introducir la palabra almohaza, de claro contenido sexual» (Alonso 1996: 31).

En «Si por la çiençia se puede ganar…», 17-24, Diego del Castillo construye un enigma erótico para preguntar a Manrique (2003: 237-239):

 

¿Quién son aquellas feroçes conpañas,

pregunto, si puedo, discreto señor,

qu’en sus pequeñuelas y pobres cabañas

fatigan sus cuerpos syn punto d’amor,

y non disistiendo del grato sudor

nos dan por engaño muy dulçe seruiçio,

y por gualardón de un tal benefiçio

consiente justiçia quemar lo mejor?

 

La cuestión dispersa, en breve espacio, varios conmutadores que avisan del doble sentido sexual buscado: feroces compañas, sudor, dulce servicio, galardón, beneficio y justicia; pero, como era habitual en el género del enigma erótico (cfr. McGrady 1984), la respuesta de Manrique —«sy yo non soy mal ynterpretador»— solo atiende al significado no sexual: «Abejas las nombran en nuestras Españas» (2003: 240).

El sevillano Pero Guillén, nacido en 1413, formula asimismo ante el «maestro» Manrique (2003: 249-251) un enigma: «Sy el comienço de la cosa / es mayor que su meytat» (vv. 1-2). Y le pide:

 

Mostradme por escritura

de qué se engendra virtud:

sy es obra de natura

o curso que nos procura

la perfeta beatitud. (vv. 5-9)

 

El resto de la pregunta se conduce insertando en un lenguaje escolástico conmutadores como apetitos, pasyones, trasmutaçión, refrigerio (‘consuelo, alivio’), dar, cantidad y calidad, deleytes y obras (vv. 10-29). Y termina (vv. 30-36):

 

y aquellos tres enemigos

continuamente guerrean,

sy d’esta crüel batalla

es posyble nos saluemos

con las armas de Misalla,

e con el medio que falla

quien pasa por los estremos.

 

En el nivel patente, la virtud se alcanza hallando el justo medio o superando a sus tres enemigos (mundo, demonio y carne) y a los vicios situados en los extremos; pero la conmutación latente incluye virtud, ‘pene’; los tres enemigos (la virtud y los testículos); la cruel batalla (recuérdese el «vuestra espada cruel» de Ferrán Manuel), el guerrear, las armas (estado de erección) y todas las medidas («el comienço de la cosa / es mayor que su meytat», «el medio que falla quien pasa por los estremos») que aluden a la trasmutaçión del pene o virtud, en sus momentos de flacidez, erección y de nuevo flacidez[26]. Sin perder comba, la respuesta de Manrique (2003: 251-252) funciona desde la conmutación de la guerra y de otro ámbito que ya vimos en Juan Ruiz: la húmeda navegación. Leamos rápido otra mínima referencia a ella. Como Baena eligió a Ferrán porque «saca las cosas fondo del abismo», un cierto Guevara prefiere a Manrique porque es «de grand esfuerço minero» y también «claro luzero» «de virtud». Y desde la misma postura de modestia que Baena y Ferrán adoptaron, Guevara —no dando puntada metapoética sin ristra de conmutadores o hilo ambivalente— sostiene:

 

mas no sé tomar el remo

ni bogar por la fondura

de sentençia tan escura.

En esta mar que se vierte,

dos peligros son dolor:

el primer peligro, amor,

y el segundo, mal de muerte.

(Manrique 2003: 242 [vv. 7-13])

 

En 1458, y en combate, había muerto el joven y arrojado Garcilaso de la Vega, «pariente de los Manrique y del padre del poeta homónimo del siglo XVI», y por quien compuso Gómez Manrique (2003: 349-361), sobrino del marqués de Santillana y tío de Jorge Manrique, la Defunzión del noble cavallero Garcilasso de la Vega (Deyermond 1987: 93-95 y 100-101). Así las cosas, pareciera que la poesía castellana fuera por entonces asunto de (una) familia. Lo que importa: Garcilaso (1498-1536) mamó una determinada práctica poética enraizada en una tradición y una historia. Pero acostumbrados por la historiografía de los tres últimos siglos a contemplarlo en perenne estado de petrarquismo neoplatónico, habíamos olvidado que él «y sus coetáneos, más si eran nobles, no se veían a sí mismos centralmente como poetas. Ante todo se debían a su linaje, a su rey […] y a los valores nobiliarios de caballero, guerrero y cortesano» (Herraiz de Tresca 2008: 32). En ese modelo, la poesía era cauce de integración en los círculos del poder. En los que había que saber codificar en doble sentido ante los demás, que, cómplices, lo valoraban como dominio de la técnica y la educación precisas para medrar o al menos mantenerse en la corte. Quiero decir que no cabe perder de vista las raíces cancioneriles de Garcilaso, y por tanto su práctica de un ingenio bífido del que es muestra el soneto IV (Garrote Bernal 2011: 31-49). En cuanto a la vista del VIII, que Llosa Sanz (2009) ha leído como erótico desde el neoplatonismo, convendría revisar versos de la tradición cancioneril como los de Bocanegra que ya he citado supra: «yo más la quiero mirar, / qu’es causa de más plazer».

En todo caso, me parece que «A doña Mencía de la Cerda, que le dio una red y díjole que aquello había hilado aquel día» (Garcilaso de la Vega 1995: 15) evidencia esa práctica cancioneril de un ingenio sexual:

 

De la red y del hilado

hemos de tomar, señora,

que echéis de vos en un hora

todo el trabajo pasado;

y si el vuestro se ha de dar

a los que se pasearen,

lo que por vos trabajaren

¿dónde lo pensáis echar?

 

Junto a la trama de esta copla VI se halla la burla obscena sobre el motivo de Penélope y su «paciencia»: «¿No tiene la señora por vïanda / el tejer, a su gusto muy amarga, / y así está todo el tiempo que podía / tejiendo y destejiendo noche y día?» (Hurtado de Mendoza 2007: 153). Acumulados en breve espacio, según lo habitual, los conmutadores dar y tomar, trabajar y trabajo, echar y pasear completan en el poema de Garcilaso a la red y el hilado del título y el primer verso, que remiten a una serie léxica de doble sentido, de la que formaban parte hilar, ‘copular’ e hilo, ‘pene’ (PESO 1984: 131, 133-136, 235 y 264); también, al motivo folklórico universal de una metafórica trama de lujuria, que se prolonga en la tradición oral moderna, en las agujas, los puntos, el hilado y las madejas de Celestina, y en usos semejantes de La Lozana andaluza y Shakespeare (Costa Fontes 1984 y 1985). Texto coetáneo de Garcilaso, La Lozana abunda en la serie (hilo, tela, telar, trama, bordar, hilar, labrar, tejer, tramar, urdir…) que aludía a significados como ‘coito’ y ‘copular’: «lozana.- […] no se halla lino a comprar, aunque el hombre quiera hilar por no estar ociosa, que querría ordir unos manteles por no andar a pedir prestados cada día» (Delicado 2011[2]: 296, n. 885)[27].

Para oponerlo a Garcilaso, la historiografía sí ha mantenido a Cristóbal de Castillejo (h. 1489-1550) dentro del modelo cancioneril. Consta que quien sostuvo entre 1530 y 1539 correspondencia con Pietro Aretino (Reyes Cano 2000: 213-215), practicó una poesía sexual de código abierto (Díez Fernández 2003: 184-191 y 263-265) que frecuenta los motivos del sueño erótico (Beccaria Lago 1989) y de los baños (Alonso 2006). Como era de esperar, Castillejo no descuidó el código cerrado: según ordenaba el tópico de la cabalgadura anfibia, en «Macho falso, gruñidor…» «se repiten palabras ambiguas, como maleta y cargar» (Alonso 1996: 32); y «Mandad, señor bachiller…», sobre «la jaca de un converso, llena de malas mañas», juega con la ambigüedad de bien mordida, garganta y jaca y recurre a otros motivos de esta tradición, como los bocados «y el rechinar de los dientes», expresiones que «fueron entendidas como chistes que, al igual que tantos equívocos obscenos, los poetas no se cansaron de repetir desde el siglo XV hasta el XVII» (Alonso 1996: 33). Por su parte, en el Diálogo entre el autor y su pluma (h. 1535) se las ingenia Castillejo para mantener constante un doble sentido, desde la clave pluma, ‘objeto escriptuario’ y ‘pene’ (Garrote Bernal 2008), en cuya trama no se descuida la isotopía de mano.

Entre los siglos XVI y XVII, numerosos poetas militaron en la vasta tendencia del ingenio conceptista: un Sebastián de Horozco (1510-1580) cuyo Cancionero incluye poemas de preguntas, respuestas y dobles sentidos (Díez Fernández 2003: 104-114 y 267-274)[28]; el fray Luis de la oda VII (Haley 1990); el autor de los Cuarenta enigmas en lengua española (París, 1581-1582), editados y estudiados por McGrady (1984); Juan de Salinas, tan interesado en los enigmas eróticos (Díez Fernández 2003: 206-213, 277-280 y 315-316)… Los cancioneros manuscritos (PESO 1984; Schatzmann 2003 y 2006) hicieron circular —además del «discurso licencioso» de «tono cómico» y «tema abiertamente sexual» de la «corriente alternativa» al petrarquismo (Quintero 1994: 235-236)— este proceder bífido, tal la Variedad de sonetos recopilada por Toledo y Godoy en 1627 (Garrote Bernal 2010). En prosa, La Lozana andaluza o la Floresta española de Melchor de Santa Cruz (1574) acompañarán a narradores sucesivos, como Cervantes o el de La pícara Justina, que en 1605 aplicó el conceptismo sexual a la nueva y exitosa estructura de la narrativa picaresca. Se ha planteando la posibilidad de que el autor de Justina y Cervantes hubieran leído a Delicado: «Si esto es factible, la lectura de López de Úbeda transforma el escenificado erotismo lozanesco en puro conceptismo y acrobacia verbal, los cuales por lo demás tampoco faltan en Delicado» (Bubnova 1995: 25-26)

Debieron de ser, pues, cientos los autores que, con sus poemas, relatos, entremeses y tantas otras muestras de moldes y géneros dispares, contribuyeron a asentar, en una parte que progresivamente contemplamos como no menor de la literatura española medieval y áurea, esta costumbre de compleja poética que, haciendo como que no decía, no dejó de referirse al sexo.

 

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NOTAS

[1] Entre corchetes, las anotaciones de Botta.

[2] Dando a entender —quizá por fundamentarse nada más que en PESO— que, como «ofrece al mismo tiempo el mensaje cifrado y el código descifrador», la poesía erótica áurea es solo explícita, Huerta Calvo añade ahí que «el entremés sólo proporciona el primero dando por supuesto el segundo», lo que provoca «un plausible efecto de sorpresa teatral, con los subsiguientes guiños» «a un público cómplice», aunque también se trataba de «no sobrepasar el canon de lo lícito en un espectáculo público», «expuesto por ello a la condena censora».

[3] Conjugo mis tres denominaciones, que he formulado en cursiva, con las descripciones y los ejemplos de Vasvari (1983: 301-302).

[4] Garrote Bernal (2008: 211-228 y 2010: 218-219, 221, 223-224 y 230-236).

[5] Para cabras y cabrillas, cfr. Pedrosa (2000: 52-59).

[6] Sobre la LCS, cfr. Garrote Bernal (2008: 211 y 2010: 225-229).

[7] A propósito del romance de Lope de Vega «Hortelano era Belardo…», Alonso Hernández enlista voces sexualizadas procedentes de la botánica (1990: 9-11).

[8] Ruiz (1992: 39). Citaré siempre, aunque no vuelva a indicarlo, por esta edición de Blecua, cuyas aclaraciones a veces incluiré entre corchetes.

[9] Excepto en una canción tradicional publicada en 1605, «no hay demasiadas referencias literarias al salvado», que algunos han identificado aquí con la masturbación, de la que, condenada en la Edad Media por razones morales y sanitarias, «tampoco se sabe demasiado» (Morros 2003: 80-81 y n. 27). Sobre el onanismo, cfr. infra, a propósito de Baena, Ferrán Manuel, Gómez Manrique y el quedarse ciego. Aún se condena en el nada mojigato Arte de putear, I, 88-91: «[…] Con modos feos / y horrendos sacia el uno con vil mano / el brutal apetito a sus deseos; / no es falso por no público este crimen» (Moratín 1995: 127).

[10] Corrijo el mi tocaros que trae la edición del Diálogo de la lengua que manejo. La cursiva de sutilmente es mía.

[11] Cfr. Garrote Bernal (2008: 209-211 y 217-219 [AP], 209 y 221-222 [AD], 222-225 y 228-229 [RLS]).

[12] Cfr. el clarificador cuadro de Vasvari (1983: 310-311).

[13] Bibliografía para una consideración histórica del léxico sexual hay en Garrote Bernal y Gallego Zarzosa (2010: 267-268, núms. 48-65).

[14] Afín a la restauración de la intención sexual de Juan Ruiz es el abandono de la rotulación facticia Libro de buen amor, con que Menéndez Pidal bautizó la obra en 1898, y la recuperación del título más ajustado al cauce del poema (Prieto 1980), que además fue empleado en el siglo XV (cfr. las entradas cronológicas «h. 1415» y «1446-1449» de Deyermond 2004).

[15] De modo creo que anacrónico, Eisenberg (1996) sostiene que el Libro, temprana y continuamente censurado, contrapone el amor heterosexual —que se halla tras la denominación buen amor— al homosexual, al que apunta el concepto de loco amor.

[16] Cfr. también, sobre este episodio, Vasvari (1991), quien ya había estudiado (1984) el uso de la conjunción latina quoniam con el significado paródico de ‘coño’ en la procesión de don Carnal y el Amor, y en la «Cántica de los clérigos de Talavera».

[17] Vasvari (1983, 1988, 1990, 1992, 1995 y 1997) y su trabajo de síntesis (1999). Agradezco a la profesora Louise Vasvari que me enviara parte de ese valioso material. En cuanto a la onomástica genital, cfr. también Nodar Manso (1989).

[18] En el Diálogo de la lengua, Valdés define corredor como «el que corre» y «lo que acá dezís loja», italiano loggia o ‘galería’, y «también a lo que dezís sensale» o agente de negocios (1976: 139). Creo que, en otro caso de conceptismo al cubo, Juan Ruiz usa la voz en los dos últimos sentidos (asociados a la compra del sexo en la lonja de la prostitución y a la intermediación de la tercería), a la vez que en el sexualizante derivado de correr(se).

[19] Sobre el Cancionero de obras de burlas provocantes a risa y la Carajicomedia, cfr. Díez Fernández (2003: 77-84). De esta última hay una excelente edición debida a Alonso (Anónimo 1519).

[20] Baena construye un concepto basado en errar, ‘equivocarse’ y ‘vagar’: «e luego veredes que andades errante [‘equivocado’] / assí como anda [‘vaga’] estrella cometa / cuando recursa al sol que someta / sus rayos distintos por ser igualante» (vv. 5-8), que es en lo que se equivoca el cometa errante.

[21] Cfr.: abrir[1], ‘penetrar’ (PESO 1984: 263; Cela 1988: I, 4); abrir[2], ‘aprestarse la mujer al coito’ (PESO 1984: 40 y 155; Cela 1988: I, 4); maleta1, ‘prostituta’ (Cela 1988: II, 608); maleta2, ‘vagina’ (Juárez Blanquer 1987-1989: 672-673).

[22] «A toda cosa brava grand uso la amansa: / la çierva montesina mucho corrida cansa, / caçador que la sigue tómala cuando es cansa» (Libro del Arcipreste de Hita, 524ac).

[23] Cfr. PESO para batalla, ‘coito’ (1984: 36, 38, 153 y 191) y armar, ‘tener una erección’ (1984: 191, 225, 286, 293 y 296).

[24] A las certeras conclusiones de Alonso (1996: 29-31) cabe añadir que en ese poema se detectan más conmutadores: comer (v. 7), camino (v. 42), trabajar (v. 12) o trabajo (v. 49).

[25] Para el sentido sexual de matar, cfr. supra.

[26] Las armas de Misalla convocan, según Vidal González, a M. Valerio Mesala, «cónsul romano», referencia que no veo que venga a cuento ni siquiera del argumento patente o filosófico.

[27] Otros lugares: «la madre quiso mostrarle texer, el cual oficio no se le dio ansí como el hordir y tramar»; «vuestra hermosura hallara ajuar cosido y sorzido […] mas querría él que supiésedes labrar»; «porque vea vuestra merced cómo es dotada de hermosura, quiero que pase aquí abajo su telar y verála cómo teje»; «lavandera.- […] dos mujeres […] que beben más que hilan»; «terencia.- […] Di a hilar y hame costado los ojos de la cara […] / lozana.- Señora, no’s maravilléis, que cada tela quiere trama» (Delicado 20112: 96, y n. 37; 99 y nn. 58-59; 101 y n. 66 [con bibliografía]; 131 y n. 263; 234 y n. 730).

[28] Díez Fernández traza la nómina de poetas sexuales del XVI (2003: 150-151), y en su pionero y fundamental libro estudia a muchos de los áureos. Para lo que enseguida sintetizo sobre la literatura sexual del Siglo de Oro, un buen punto de partida es el que ofrece Profeti (1992).