RECENSIONES

 

SUMARIO

Mª P. López Martínez, Fragmentos papiráceos de novela griega (C. Macías Villalobos); H. Jürgen Wolf, Las Glosas Emilianenses (I. Carrasco); Mª Teresa Cáceres Lorenzo y M. Díaz Peralta, El español del siglo XVI a través de un texto erudito canario (P. López Mora); C. García Turza y J. García Turza, Una nueva visión de la lengua de Berceo a la luz de la documentación emilianense del siglo XIII (S. Peláez Santamaría); G. Haensch y R. Werner (dirs.), Nuevo diccionario de americanismos (II. Nuevo diccionario de argentinismos) (M. Calderón Campos); E. Castro Caridad, Introducción al teatro latino medieval: Textos y públicos (C. Macías Villalobos); M. Suárez Fernández, El complemento predicativo en castellano medieval (Época prealfonsí) (P. Carrasco); H. Triana y Antorveza, Léxico documentado para la historia del negro en América (siglos XV-XIX) (M. Galeote); C. Cabeza Pereiro, Las completivas de sujeto en español (F. Díaz Montesinos); M. Martín Sánchez, Diccionario del español coloquial (Dichos, modismos y locuciones populares) (M. Galeote).

Publicadas en Analecta Malacitana, XXI, , 1998, págs. 783-812.

María Paz López Martínez, Fragmentos papiráceos de novela griega, Universidad de Alicante, 1998, I-VIII, 508 págs.

    Este trabajo pretende ser una recopilación de todos los restos de papiros conservados hasta la fecha, que pueden ser catalogados con más o menos fundamento como novelescos y que no pertenecen a las obras de este género que nos han llegado completas.

    La obra comienza con una breve Introducción (págs. 1-15), dedicada a repasar las distintas ediciones de papiros novelescos existentes, a explicar las partes en que se ha dividido el trabajo y la metodología seguida en la edición del texto griego, en el aparato crítico, en la traducción y en el comentario. Finalmente, la autora justifica también las ausencias que en su edición se detectan respecto a otras anteriores.

    Prescindiendo del importante artículo de F. Garin, «I papiri d’Egitto e i romanzi Greci», SIFC 1 (1920), págs. 163-168, donde se resumía el contenido de los papiros y se daban algunas lecturas novedosas de los mismos, la primera edición completa de este tipo de fragmentos fue hecha por B. Lavagnini, Eroticorum Graecorum fragmenta papyracea, Teubner, 1922.

    De 1933 es un breve trabajo de R. M. Rattembury, «Romance: Traces of Lost Greek Novels», incluido en la obra editada por J. U. Powel, New Chapters in the History of the Greek Literature, Oxford, y en el que se repasa todo el material papiráceo reunido hasta entonces, con la edición y traducción de los pasajes más importantes de cada papiro y con la valoración e interpretación de los mismos. A pesar de su brevedad, es un trabajo muy importante por la sensatez y acierto en los juicios emitidos por este autor.

    En 1936 apareció el trabajo de F. Zimmermann, Griechische Roman-Papyri und verwandte Texte, Heidelberg, que a pesar de haberse quedado desfasado, es un referente obligatorio para todo el que se interesa por el tema. Lo más digno de elogio en este autor es su meticulosa descripción paleográfica de cada papiro y el pormenorizado comentario que le dedica. Lo más negativo es que en su afán de ser exhaustivo, trata de dar sentido completo a todos los textos que presenta, lo que le lleva a sugerir atrevidas conjeturas que acaban desfigurando el contenido de textos tan fragmentarios y a obtener conclusiones equivocadas.

    Muy distinta es la obra de R. A. Pack, The Greek and Latin Literary Texts from Greco-Roman Egypt, catálogo de papiros literarios, cuya segunda edición, de 1965, ha seguido López Martínez. Pack incluye la novela en el capítulo de los textos en prosa de autor anónimo. A partir de él, la autora se ha tenido que servir del APh, de las diferentes colecciones de papiros y de las publicaciones periódicas dedicadas a la Papirología, para rastrear las reediciones de los fragmentos con los que ya se contaba o las primeras ediciones de los nuevos.

    Para su obra la autora ha tenido también en cuenta el artículo de M. D. Reeve, «Hiatus in the Greek Novelists», CQ 21 (1971), páginas 514-539, donde el autor estudia la presencia del hiato en los autores de novelas conservadas y en los fragmentos, siguiendo para ello la edición de Pack.

    Otros trabajos importantes, más recientes, son: Il romanzo greco e i papiri, publicado por la Universidad Karlova de Praga en 1991, reúne el texto de cuatro conferencias de R. Dostálová, en las que este autor clasifica los papiros pertenecientes a novelas perdidas en tres grupos: novelas históricas, novelas de temática oriental y novelas de temática egipcia.

    De ese mismo año es el trabajo de R. Kussl, Papyrusfragmente griechischer Romane. Ausgewählte Untersuchungen, Tubinga, obra que se diferencia de la de López Martínez en que se trata de una edición más selectiva y en que se explican con más detalle las conjeturas adoptadas.

    De 1995 es la obra de S. A. Stephens y J. J. Winkler, Ancient Greek Novels: the fragments, introduction, text, translation and commentary, Princeton, University Press, que se diferencia de la que estamos comentando en que estos autores incluyen también la edición, traducción y comentario de las novelas Las maravillas increíbles de allende Tule de Antonio Diógenes y Las Babilónicas de Jámblico, conocidas básicamente por los resúmenes de Focio, así como que ellos han preferido adscribir las iotas que presenta el papiro y suscribir las que no aparecen en el original.

    La edición de López Martínez se compone de los fragmentos de 48 papiros y óstraca, agrupados en 40 capítulos. Los fragmentos han sido agrupados atendiendo al dato que parecía más seguro, la fecha del papiro. Obviamente la obra original se habría escrito antes, por lo que éste es un terminus post quem.

    En la edición del texto griego se han seguido las convenciones conocidas como sistema de Leiden, algunos de cuyos rasgos son: número de la columna en cifras romanas si hay más de una; numeración de las líneas de cinco en cinco; uso de la minúscula tras punto y mayúscula sólo para los nombres propios; iota adscrita; notación de la sigma como C; etc.

    Dato importante es que el texto de esta edición se basa en excelentes reproducciones fotográficas de los papiros.

    Por último, la autora justifica también la ausencia en su recopilación de textos incluidos en trabajos anteriores como: la novela Maravillas increíbles de allende Tule, el PTebtunis 268, perteneciente al original de la obra conocida como Bellum Troianum, atribuida a Dictis el Cretense, el PLit. Lond. 50 conocido como Fragmento erótico alejandrino, etc.

    La edición de fragmentos papiráceos de novela comprende las páginas 16 a 405. En primer lugar se da una relación de los fragmentos incluidos en esta recopilación (páginas 16-19), ordenados por el capítulo en el que se han incorporado, con el título que se le ha asignado, y la fecha del papiro. En este sentido, los papiros aquí considerados abarcan desde comienzos del siglo II a. C. (PLeid.U., con el «sueño de Nectanebo»), hasta el V-VI d. C. (PLit. Lond.198, con «el filósofo»).

    La edición de los fragmentos propiamente dichos se compone de número de capítulo —asignado según la fecha del papiro; cuando un mismo capítulo se componía de varios papiros, la fecha de referencia ha sido la del papiro más antiguo—, título asignado, descripción paleográfica del papiro (con los siguientes datos: fecha, medidas, lugar de aparición, cuando se conoce, tipo de letra, número, estado de conservación de columnas, signos diacríticos que presenta, dándose, la en último lugar los datos de la primera edición colección en la que se encuentra el original y las abreviaturas de ediciones posteriores). Viene luego el texto griego —editado según el sistema Leiden, ya comentado— y el aparato crítico; aquí se utilizan los números romanos para referirse a la columna, cuando hay más de una, y la letra asignada por los editores anteriores, cuando el papiro consistía en varios fragmentos. Las líneas del texto griego se han numerado de cinco en cinco, incluyéndose además una numeración en cursiva cada seis líneas que hay que seguir para consultar el índice de palabras griegas que se da al final. En el aparato crítico se presenta en primer lugar la lección adoptada y su autor y, a continuación, todas las lecciones propuestas. El aparato está redactado en latín, salvo algunas indicaciones importantes que se mantienen en la lengua original del autor responsable de la misma. A continuación se da la traducción, tarea difícil y arriesgada por lo fragmentario de los textos conservados, en la que la autora, según confesión propia, ha intentado respetar el uso de los tiempos por parte del original y no corregir las posibles incongruencias en la versión castellana, para que sirviera de indicio que explicara su no inclusión en el canon bizantino de novelas antiguas. Viene después el comentario, donde se ha puesto especial interés en reconstruir el tema de los distintos fragmentos, muchas veces a partir de unas cuantas palabras aisladas, algún antropónimo o topónimo, que se pueden vincular con otros fragmentos novelescos o con alguna novela conservada y que permite una reconstrucción hipotética más o menos fiable. Se ha prestado también mucha atención a los personajes, intentado determinar su posible trasfondo histórico, si eran dioses u hombres, si eran principales o secundarios, el ambiente en el que se movían, todo ello siempre que el estado de conservación del fragmento lo ha permitido. La autora también ha prestado especial interés al lenguaje utilizado, si era un fragmento narrativo, descriptivo o dialogado, si se ha utilizado la primera o la tercera persona, si el tono era más o menos elevado, qué uso se hacía del hiato, etc.

    En el comentario, López Martínez también se ha preocupado de justificar la consideración de los fragmentos como novela, la inclusión de determinadas conjeturas, o la interpretación dada a algunas expresiones. Habitualmente, la autora demuestra una gran prudencia en las propuestas que hace de reconstrucción de los textos, algo que consideramos digno de elogio.

    De la lectura de la traducción y comentario de los distintos fragmentos sacamos la conclusión de que la mayoría siguen los patrones del género: amantes, muchas veces de clase elevada, incluso reyes, que se ven obligados a separarse, presencia de pretendientes indeseados, exposiciones de niños, visiones en sueños, aparición de fantasmas, viajes por mar, tormentas, expediciones militares, banquetes, anacronismos históricos que llevan a considerar contemporáneos a personajes que vivieron en épocas muy diferentes, etc. Algunos papiros dan muestras de una cierta originalidad, temática o formal, como una especial inclinación por el humor, la sátira o incluso la obscenidad, o el uso del prosímetro.

    Tras la edición, traducción y comentario de los fragmentos, la autora incluye la Bibliografía (págs. 407-427), la relación de las colecciones de papiros y óstraca (páginas 428), unas tablas de concordancias (págs. 429-431) con las sucesivas catalogaciones que cada fragmento ha recibido a lo largo de la historia. En estas tablas, la primera columna corresponde al número asignado por López Martínez al fragmento, viene luego el nombre del papiro, el número de inventario, el número con el que aparecía en la segunda edición de Pack, la página donde empieza el estudio en la edición de Lavagnini, el número que le asignó Zimmermann, la página en la edición de Kussl, la página en la edición de Stephens y Winkler y el número otorgado por Mendoza en su traducción de los fragmentos novelescos en Gredos. Viene luego un índice de editores (págs. 432-438) que no son responsables de las primeras ediciones de los papiros; las referencias bibliográficas de las ediciones príncipes se hacen al final de la descripción paleográfica del papiro correspondiente. Por último se incluye un índice lematizado de los términos griegos contenidos en los textos estudiados (págs. 439-506). En la elaboración del índice se han seguido, entre otros, los siguientes principios: cada sustantivo o adjetivo se recoge por medio de su forma de nominativo singular, al que siguen dos puntos si el texto no presenta ningún testimonio de esta forma; dentro del lema el orden seguido es el habitual de nominativo, vocativo, acusativo, genitivo y dativo, singular y plural. Se recogen también los comparativos, superlativos y diminutivos. En los verbos se sigue el mismo procedimiento ya descrito para la aparición de los dos puntos tras la forma que encabeza el lema; las formas dentro del lema se ordenan por: voz activa (media y pasiva), tema de presente, futuro, aoristo, perfecto y pluscuamperfecto. Dentro de cada tema se indican primero las formas de indicativo, luego las de imperativo, subjuntivo, optativo, infinitivo y participio. Detrás de la forma griega aparece una serie de dos números, de los que el primero corresponde al asignado al fragmento y el segundo a la línea del texto en que se sitúa la palabra y que en el propio texto aparece en cursiva. Este sistema de numeración, que puede parecer complejo, pues distingue la numeración de línea del texto, que va de cinco en cinco, de una numeración cada seis línea marcada en cursiva para localizar la forma griega lematizada, permite sin embargo una rápida localización de los términos griegos presentes en el índice.

    Como se ha podido comprobar por la exposición que precede, estamos ante una obra claramente dirigida a especialistas, que pretende ser exhaustiva, pues recoge todos los fragmentos papiráceos de novela griega encontrados hasta ahora y admitidos como tales por la mayoría de los editores. La metodología seguida en la edición del texto griego, en el aparato crítico, en la traducción y en el comentario nos parecen científicamente intachables, y buena prueba de su pericia y conocimiento; además resaltamos su gran prudencia a la hora de hacer sugerencias sobre conjeturas textuales o temáticas, necesaria para no sacar falsas conclusiones, que podrían inducir a error al estudioso o lector que se acerque a este tipo de fragmentos.

    La utilidad de una obra de esta naturaleza viene dada porque nos permite hacernos una idea de conjunto de cómo pudieron ser esas otras novelas griegas que no han llegado a nosotros porque no fueron «aprobadas» por el canon bizantino o porque tuvieron la desgracia de sufrir los avatares del tiempo y la fortuna. Asimismo, nos permiten imaginar qué criterios se pudieron seguir a la hora de considerar digno de transmisión un relato novelesco.

    En esta magnífica edición de textos papiráceos sólo echamos en falta un estudio de conjunto de los rasgos que presentan los textos recogidos precisamente en esta «Antología». Este estudio, que no tendría por qué haber sido muy extenso, diez o doce páginas quizás, podría haberse incluido en la Introducción, y habría facilitado el acercamiento a este tipo de obras de todos aquellos interesados en la literatura clásica, y en concreto en la novela griega antigua, pues les habría dado una visión de conjunto de lo que pudo haber sido esta otra clase de novela de la que apenas conservamos algo. Tal como está, se obliga al lector a que sea él el que se haga esta idea de conjunto, bien a través de la lectura de fragmentos a veces tan llenos de lagunas que se hace difícil incluso imaginar cómo se han podido considerar novelas —a veces es sólo porque una palabra aparece en otro autor de novelas conocido o porque la secuencia de términos conservados sugieren un ambiente que es típico de las novelas que nos han llegado—, bien recurriendo a la completa bibliografía que al final se detalla. 

C. Macías Villalobos

 

Heinz Jürgen Wolf, Las Glosas Emilianenses. Versión española de Stefan Ruhstaller, Universidad de Sevilla, Secretariado de Publicaciones, 1996, 198 págs.

    La primera edición de las famosas Glosas Emilianenses se debe al maestro de la Filología española Menéndez Pidal, el cual las consideró, junto con las Glosas Silenses y otros documentos primitivos, como fuente de estudio del período de formación de la lengua española en sus Orígenes del español (1926). Las Glosas Emilianenses constituyen «la más antigua aparición escrita (por ahora) de algo que no es latín y parece castellano» [1]. Este primer testimonio romance se encuentra en el Manuscrito Emilianense n 60 de la Real Academia de la Historia, conocido por los paleógrafos desde mediados del siglo XIX pero valorado sólo desde que Gómez Moreno se diera cuenta de que presentaba unas anotaciones marginales o interlineadas que demostraban la existencia del romance como lengua escrita. En 1913 publicó la famosa glosa n 89, que es propiamente la que constituye el primer texto romance [2]. Desde entonces a esta parte, han sido muchos los estudiosos que se han pronunciado sobre las diferentes cuestiones que plantean estas primeras muestras del romance español. El contenido del códice misceláneo, que aparece sin fecha, es bien conocido y ha sido estudiado en sus diversos aspectos históricos, paleográficos y lingüísticos pero las conclusiones que se extraen, aun adoptando un mismo criterio, son en ocasiones divergentes. Uno de los problemas, aunque no sea el único, se deriva del lamentable estado del propio códice, con fragmentos ilegibles o de difícil lectura. Manuel C. Díaz y Díaz, uno de los mejores conocedores del manuscrito, llega a afirmar, con respecto a la investigación de las glosas en general, que «es mucho todavía lo que en este campo queda por descubrir y por explicar» [3].

    En 1991, se publicó una nueva edición de las Glosas Emilianenses a cargo de H. J. Wolf (Glosas Emilianenses, Helmut Buske, Hamburgo, 1991) cuya versión española, encargada por la Universidad de Sevilla a Stefan Ruhstaller, apareció en 1996 y es el objeto de la presente reseña. Contra lo que cabría esperar, no se encuentra por ninguna parte la referencia bibliográfica del texto traducido en las distintas menciones que de él hacen M. Ariza y Wolf en el Prólogo y en la Nota del autor a la edición española, respectivamente. En el período que media entre la publicación alemana, 1991, y la versión española, 1996, aparecen otras dos nuevas ediciones de las Glosas (Logroño, 1992 y Burgos, 1993), que son reseñadas brevemente por Wolf en su Nota preliminar.

    El libro consta de 6 apartados (1. «Las Glosas», 2. «Glosas romances», 3. «Edición», 4. «Índice: glosas romances», 5. «Índice de voces», 6. «Bibliografía»), precedidos del «Prólogo» y de la «Nota del autor a la edición española».

    En el apartado 1, se tratan diversas cuestiones relacionadas con el Códice Emilianense n 60, sobre las que el autor va exponiendo sus puntos de vista en contraste, a veces, con otras hipótesis: Wolf defiende, como ya había hecho Díaz y Díaz, que es más verosímil «la suposición de que la redacción de las glosas esté relacionada con manuscritos irlandeses» (pág. 63). Rectifica la opinión de Díaz y Díaz, cuya argumentación se califica de «extremadamente inconsistente» (pág. 46), sobre la cronología en la introducción de las glosas. La distinción de los cuatro tipos de anotaciones (sistema secuencial, anotaciones gramaticales, adiciones explicativas y glosas) y su disposición en el Manuscrito Emilianense, le permite concluir que «las glosas propiamente dichas, en su mayoría romances, se introdujeron, pues, en fecha relativamente temprana en el manuscrito. Al parecer sólo les preceden las adiciones con función de completar el texto» (pág. 46). Posteriormente, se añadirían las anotaciones gramaticales y el sistema secuencial de cruces y letras, por este orden. Rechaza, al igual que R. Wright, la hipótesis tradicional de la existencia de un glosario previo latino-español (págs. 52-53), hipótesis que aparece matizada en el punto 6. de sus conclusiones, en donde dice: «En la glosación (sic) pudieron influir glosarios existentes en la época, pero influirían a lo sumo de manera esporádica, y no de modo sistemático» (pág. 120). Admite la existencia de diversos glosadores: «Las glosas romances no se deben a una única mano» (pág. 59).

    El estudio lingüístico de las glosas romances, en sus diferentes niveles de análisis, ocupa el capítulo 2. En la «consideración final» (pág. 120), Wolf reconoce que «las cuestiones surgidas en torno a las Glosas Emilianenses continúan en gran medida sin resolver (sic)».

    La conclusión que extrae del análisis lingüístico es la de que «las Glosas Emilianenses han de considerarse representantes del aragonés antiguo» (pág. 110) [4]. Sin embargo, esta idea preside todo el estudio, pues desde el comienzo se da por sentada esta suposición: «[...] -it- < -KT- podría apuntar —de no haber motivo para una adscripción al aragonés— hacia un valor t’ > tj» (pág. 80, el subrayado es mío).

    Voy a señalar algunos puntos que a mi juicio necesitarían una mayor precisión o que pueden ser discutibles:

    1. En su análisis, Wolf tiene muy presente los datos de los Orígenes de Menéndez Pidal. Indica sus discrepancias sobre la explicación de algunos fenómenos, pero, a veces, no señala qué otra hipótesis sería más adecuada o en qué basa su desacuerdo. Así ocurre con el resultado quemo («con explicación insatisfactoria», pág. 78); la terminación -us del adjetivo ansiosus («un intento de explicación no muy convincente», pág. 78); el mantenimiento de la desinencia -t en las formas verbales de 3ª persona («interpretación atrevida que yo no comparto», n. 173, pág. 83).

    2. En otras ocasiones, no considero acertada la observación hecha al maestro: por ejemplo, cuando rechaza la explicación de neologismo dada por Menéndez Pidal a la forma trastorne, respecto de las otras formas atestiguadas (leuantaui, leuantai), argumenta que es «poco lograda, pues aquí se observa la evolución de la ai “arcaica” a la e, al igual que en los casos fonéticamente análogos» (pág. 94). Es evidente que cuando Menéndez Pidal habla de neologismo respecto de leuantaui, leuantai, se está refiriendo a la nueva norma del romance o a las formas del «romance nuevo» que se presentan en concurrencia con otras formas latinizantes y arcaicas en los documentos primitivos [5].

    3. En el estudio grafemático se debería de haber indicado el valor fonético-fonológico de cada una de las grafías, con lo que se habría superado la exposición atomista en la que las bases latinas que tienen una evolución conjunta aparecen disociadas (-B-, -V-, V-; -KT-, -ULT-; etc.).

    4. En el § 2.1.15. «-g- < -g-» se incluye jntellegentja junto a castigo y nafregatos que tienen un sonido diferente ya desde el mismo bajo-latín.

    5. En el § 2.1.16. «-g- < -dj-» tendría que haberse indicado también la base -ge,i-, que es la que le corresponde a uno de los ejemplos señalados: legem, junto al que tendría que haber incluido jntellegentja.

    6. Aunque Wolf duda del valor palatal o velar del sonido representado por la grafía -g- en segamus y kaigamus2.1.16.), finalmente parece concederle a dicha grafía un valor velar (§ 2.6.3.): «[...] pues es sabido que -i- / -j- se empleaban especialmente en aragonés para indicar consonantes palatalizadas» (pág. 80); «si pensamos en cadeamus > kaigamus no parece nada descaminada una evolución sedeamus > segamus» (pág. 105). Parece claro que en kaigamus lo que hay es -ig-, con independencia de que se consideren dos o una sola grafía. Además, por otra parte, la grafía -g- con valor palatal aparece también en documentos aragoneses: bagat ‘vaya’ (1062, S. J. Peña), segat ‘sea’ (1095, Sobrarbe) y de otras regiones [6].

    La posibilidad de que segamus esté relacionada con la forma del aragonés moderno siga (pág. 105) le permite a Wolf apuntar una coincidencia más entre la lengua de las Glosas y el aragonés. Sin embargo, siga remonta a otro paradigma latino vulgar.

    7. En las Glosas, como en los documentos primitivos, no existe «una diferenciación gráfica entre las africadas sorda [ts] y sonora [dz]» (pág. 81). Wolf no tiene en cuenta la posibilidad, apuntada por E. Alarcos, de que la indistinción gráfica atestiguada en la Glosas sea indicio de una indistinción fonológica o de la inexistencia de sibilantes sonoras: «[...] podría sospecharse que en su habla el escriba tampoco distinguía las sordas de las sonoras» [7].

    8. En el § 2.1.27. «z < (II) -tj-», no se puede agrupar el ejemplo de endrezaran puesto que remonta a un *DIRECTIARE.

    9. Wolf habla de la existencia en las Glosas de dos series de oclusivas intervocálicas sordas y sonoras. «Ambas series aparecen —si exceptuamos la alternancia v / b— inalteradas con respecto al étimon» (pág. 84). Deja sin explicar qué valor puede tener esa alternancia o qué sonido representa la grafía -b- de paboroso (n 107), lebando (n 108, 120), liebat (n 100).

    10. De los tres perfectos fuertes fezot, fot y uenot se hace un comentario que resulta contradictorio: «[...] la primera de ellas presenta ya la desinencia analógica; por lo demás, no obstante, puede ser considerada etimológica, al igual que las restantes (< fecit, fuit, *venuit)» (pág. 94). A mi juicio, la única forma que podría ser etimológica es fot, a partir de la forma contracta latino vulgar *fut [8].

    11. Para la adscripción dialectal aragonesa de las Glosas, Wolf contrasta los fenómenos lingüísticos de 4 áreas: Castilla, la Rioja, Navarra y Aragón «partiendo de los datos que ofrecen los documentos medievales y los dialectos modernos» (pág. 100). Creo que habría que partir de la existencia en Castilla de varias zonas lingüísticas [9]. De acuerdo con la documentación manejada por Torreblanca [10] no puede afirmarse de forma tan categórica que «las glosas no presentan ni un solo rasgo específicamente castellano» (pág. 109). La solución gráfica ll < lj, c’l, g’l, se registra en documentos de la Bureba y región central de la provincia de Burgos [11]; hay casos de it < -KT- en documentos de Oña (a. 1067), Burgos (a. 1135) y Santillana (a. 1176) [12]. Hay, además, otros rasgos documentados en la zona norteña castellana, presentes en las glosas, como pueden ser la regularidad en la representación de los diptongos procedentes de las vocales abiertas latinas, la existencia de -u final o el uso del artículo procedente del acusativo.

    12. «Las Glosas Emilianenses no son riojanas: de las 20 características citadas son, como mucho, cinco las que pueden documentarse en la Rioja» (pág. 109), es otra afirmación que admite matizaciones. Esos cinco rasgos pueden ser algunos más si no se desestimaran fenómenos presentes en las Glosas y que son propios de la Rioja, como el mantenimiento de los grupos de oclusiva más líquida, el mantenimiento de g- seguida de vocal palatal, o se admitieran como riojanas características que, según Wolf, están ausentes en la Rioja o son de aparición rara:

    a) La diptongación de o breve en contacto con palatal: «El riojano diptongaba ante yod, y hoy diptonga en loliu > luejo, hodie > huey» [13].

    b) El resultado it < -KT- se da como de aparición rara, sin embargo, Menéndez Pidal indica que en la Rioja, «la forma propiamente espontánea allí era la t, mientras que la ch era debida a influjo castellano» [14]. Para la Rioja Baja, Menéndez Pidal ofrece numerosos ejemplos de it de la primera mitad del siglo XIII.

    c) Del resultado -nd- < -NT- se indica su aparición con cierta frecuencia en Aragón y su ausencia en las tres restantes. Sin embargo, según la tesis de González Ollé, este fenómeno se da en la Rioja [15].

    d) El infinitivo fere también hay que suponerlo de la Rioja. M. Alvar documenta la forma femos (Valb.) y feches (Berceo) [16].

    La cuidada edición de las partes provistas de glosas del Emilianense 60 (capítulo 3, págs. 125-179), está basada en la edición facsimilar que patrocinó el Servicio de Publicaciones del Ministerio de Educación y Ciencia en 1977 con motivo del supuesto milenario de la lengua española. En la Notas previas (págs. 121-124), el autor da cuenta de las dificultades tipográficas que se le han planteado en su intento de reproducir fidedignamente el texto, indicando que las adiciones «no siempre se sitúan exactamente en la misma posición superpuesta al texto que en el manuscrito» (pág. 121) y que las glosas con frecuencia «han tenido que ser insertadas dentro del espacio reservado al texto propiamente dicho» (ib.). Wolf mantiene la numeración pidaliana de las glosas, aunque introduce algunos cambios: suprime la n 131 esajas (interpretada como una adición), por lo que de la glosa n 130 se pasa a la n 132. Incluye ocho nuevas glosas que tampoco alteran dicha numeración por el uso de letras añadidas al número de la glosa inmediatamente anterior (quomodo 11a, 29a, 44a, 95a, 114a; mandaot 5a; diablo 29b; dicet 79a). Corrige la glosa n 10 ueiza por fuerza. Lee meritis (n 27) y quieret (n 40) en lugar de merita y quieti, respectivamente. Elimina erratas mantenidas en el texto de Menéndez Pidal, etc.

    Esta edición es de un gran valor y utilidad para la comprensión del estudio previo y para todo tipo de consulta sobre los problemas textuales de las Glosas.

    Los tres apartados que cierra el libro son índices de carácter instrumental y bibliográfico.

    Son muchos y variados los aspectos que trata W. en este valioso estudio. A través de él, el lector se adentra en ese intrincado mundo lleno de interrogantes difíciles, en muchos casos, de aclarar. Es consciente de que «no ha podido aportar las pruebas necesarias para la dilucidación de algunos de estos puntos» (pág. 120).

NOTAS

[1] E. Alarcos, Milenario de la Lengua Española. Discurso commemorativo, Publicaciones de la Caja de Ahorros de Asturias, Oviedo, 1978.

[2] Véanse los detalles bibliográficos sobre los conocimientos del Manuscrito Emilianense n 60, en S. garcía Larragueta, Las Glosas Emilianenses. Edición y estudio, Comunidad Autónoma de la Rioja, Logroño, 1984, págs. 9-32.

[3] M. C. Díaz y Díaz, «Las glosas protohispánicas», Actas del III Congreso Internacional de Historia de la Lengua Española, Madrid, Arco / Libros, 1996, I, 633-666, pág. 666.

[4] Véase a este respecto las objeciones expuestas por G. Hilty, «La base dialectal de las Glosas Emilianenses», Travaux de Linguistique et de Philologie, 33-34, 1995-1996, págs. 151-160, y la contestación de H. J. Wolf ratificándose en su hipótesis «Las Glosas Emilianenses, otra vez», Revista de Filología Románica, XIV-1, 1997, págs. 597-604.

[5] Véase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, Espasa-Calpe, Madrid, 1950, págs. 515-545.

[6] Véase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, pág. 48.

[7] E. Alarcos, El español, lengua milenaria (y otros escritos castellanos), Valladolid, Ámbito, 1982, pág. 38.

[8] Véase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, pág. 365.

[9] Véase R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, págs. 482-483.

[10] M. Torreblanca, «Sobre la antigua frontera lingüística castellano-navarra», Journal of Hispanic Philology, 9, 1985, págs. 105-119.

[11] M. Torreblanca, loc. cit., págs. 109-110.

[12] M. Torreblanca, loc. cit., pág. 115.

[13] V. García de Diego, Dialectología española, Madrid, 21959, pág. 349.

[14] R. Menéndez Pidal, Orígenes del español, pág. 281.

[15] . González Ollé, «La sonorización de las consonantes sordas tras sonante en la Rioja. A propósito del elemento vasco en las Glosas Emilianenses», Cuadernos de Investigación Filológica, IV, 1978, págs. 113-121.

[16] M. Alvar, El dialecto riojano, México, 1969, pág. 52. En 1997, Wolf acepta como riojano este rasgo («Las Glosas Emilianenses, otra vez», pág. 600) ante la observación de G. Hilty (págs. 156-157).

I. Carrasco

 

María Teresa Cáceres Lorenzo y Marina Díaz Peralta, El español del siglo XVI a través de un texto erudito canario, Iberoamericana, Madrid, 1997, 220 págs. 

    María Teresa Cáceres Lorenzo y Marina Díaz Peralta forman parte de una generación de investigadores jóvenes que se ha sumado a la importante labor de profundizar en el estudio del español de Canarias. Sus antecedentes más directos son los frutos del proyecto de investigación dirigido desde 1993 por J. A. Samper en la Universidad de La Laguna [1].

    El objeto en el que se centra el análisis es un texto impreso en Sevilla en 1594: Los milagros de Nuestra Señora de Candelaria, crónica isleña donde historia y literatura se aúnan para narrar tanto la conquista y llegada de los castellanos como la leyenda de la aparición de la imagen de la Virgen de Candelaria. El autor, el dominico Alonso de Espinosa, hijo de castellanos viejos, nació en Alcalá de Henares (1543), se formó en Guatemala, vivió en diferentes lugares de América donde permaneció por más de veinticinco años, para terminar en su edad madura (h. 1580) residiendo en Canarias.

    El principal objetivo que las investigadoras se proponen es realizar una descripción del español del siglo XVI, aportando datos sobre el desarrollo y formación del español atlántico, e intentando detectar elementos provenientes de la norma andaluza de los que Espinosa se hubiese contagiado en América. Su aportación pretende dar la perspectiva del hablante culto.

    Tras una introducción en la que se nos sitúa en el marco socio-cultural de la Canarias del siglo XVI y se presenta al autor y su obra, tenemos el análisis lingüístico que recoge la descripción de la ortografía y signos de puntuación, los rasgos fonéticos y fonológicos, las características morfosintácticas y el estudio del léxico, en el que se aporta una acertada clasificación en grupos de léxicos especializados.

    Al tratar el análisis de la ortografía, acentuación y puntuación, las autoras fundamentan su comentario en la confrontación con los intentos normativos de los contemporáneos: Antonio de Nebrija, Antonio de Torquemada, Juan de Valdés, etc. De la descripción metódica de los rasgos ortográficos se sacan algunas conclusiones importantes, como el afán cultista que se desprende de la utilización de los grupos consonánticos (obscura, cobdicia, subtileza, subjeccion, subjetos, characteres, auctoridad, delictos, assumpcion, redempcion, blasphemia, baptizado, captiuo, sciencia, postpuso, etc.). Por otra parte, Espinosa es reflejo de los fenómenos contemporáneos de confusión de las grafías < b >, < v >, < u > para el fonema /b/ y de la alternancia del mantenimiento, omisión o aparición de la grafía < h >. En el estudio de la puntuación, se pone de relieve «la poca fijación de que gozaba en estos momentos el sistema de signos puntuarios» (pág. 37). Algo similar ocurre con la acentuación, para lo que Espinosa sigue, en gran medida, los preceptos marcados por Valdés en el Diálogo de la lengua.

    En el apartado de fonética y fonología, se constata que Los milagros de nuestra Señora de Candelaria es un texto erudito y cuidado, en el que se sigue el uso cortesano, con escasísimas concesiones a incipientes rasgos meridionales como son las confusiones de las sibilantes en los ejemplos Cecilia ‘Sicilia’, intersessión, çaragosa, y los menos significativos por ser la consonante implosiva caxcara, caxco, espelella ‘expelerla’, esperiencia, espirar, estraño y estremo, y la neutralización de /r/ y /l/ (estera ‘estela’). En cuanto a las vocales, se da el fenómeno de vacilación de timbre, en especial en las vocales átonas; ejemplos: monesterio, dispusicion, escurece ‘oscurece’, etc.

    El capítulo III es el dedicado a los aspectos de morfosintaxis. La intención aquí es «dar una visión de las peculiaridades morfosintácticas que caracterizan la obra de Fray Alonso de Espinosa como un producto de su época» (pág. 52). Destaca, entre algunos otros rasgos subrayados por las autoras en la morfología del sustantivo, el descubrimiento de huellas de la formación nominal medieval en prometimiento, mudamiento, deffensión y hazimientos ‘hechos’, y la pervivencia de estas composiciones también en el adjetivo: hazañosas, cadañeros, pestilencial, dañoso, algunas de las cuales han sido registradas en Méjico, Yucatán y Lima. Contrasta con este rasgo arcaico el hecho de que el sufijo diminutivo -ito se prefiera al tradicional -illo y que, por otra parte, se acoja una novedad del español de la época: el sufijo -ísimo.

    Entre los pronombres, se descubren numerosos casos de leísmo e incluso, más raramente, casos de laísmo, debido esto posiblemente a una imitación consciente de un uso cortesano y, por lo tanto, rasgo considerado por Espinosa prestigioso. Hay pocos ejemplos de colocación de pronombre personal átono según las normas del español de la época medieval; encontramos enclisis después de pausa fuerte y conjunción y, como en algunos ejemplos de textos de Puerto Rico. También hay enclisis en los tiempos compuestos donde el pronombre aparece pospuesto al participio e interpolado entre el auxiliar y el verbo principal, apoyándose en el participio sólo cuando el verbo auxiliar está distante.

    Se mantienen los pronombres demostrativos medievales aquesto, essotra, essotro. De igual modo, aunque con menos frecuencia, aparecen las contracciones deste, desto y el uso del pronombre demostrativo neutro lo para «reproducir un nombre bajo el concepto de predicado».

        En el pronombre relativo predomina el uso de que sobre quien. Quien se emplea conforme a su origen etimológico, o sea, siempre en singular, hasta para reproducir un antecedente en plural. En algunos casos se registra quien con antecedente de cosa. Se observan algunas interferencias de que en el campo semántico y sintáctico del relativo adverbial cuando. Más interesante es la constatación de que en este texto no hay indicios de la «despronominalización» del relativo, fenómeno que ya estaba ocurriendo en el español del siglo XVI. Aunque se halla algún caso de cual desempeñando una función impropia del relativo: «Dixole el Adelantado, que era falta de dineros, que hace acobardar los hombres. A lo qual se ofrecio el buen hombre de proueer» (pág. 68).

    El adjetivo calificativo es colocado antepuesto al sustantivo mientras que los adjuntos se encuentran en muchas ocasiones pospuestos; así ocurre con el posesivo: era Iglesia suya, alejándose en esto de lo recomendado por Valdés. Se da una duplicación de la referencia del poseedor: su rostro della. El participio dicho se usa como demostrativo y es constantemente repetido igual que en documentos del español de América de los siglos XVI y XVII.

    Cuyo presenta todas las características semánticas y sintácticas de posesión habitual, apartándose de este modo de los ejemplos descritos en textos americanos, donde los únicos casos de cuyo encontrados funcionan como simples elementos anafóricos de posesión sin antecedente. Este fenómeno aparece también en el texto de Espinosa aunque son tan pocos los ejemplos que no es considerado relevante.

    Se omite el artículo en muchos casos: en sintagmas que expresan la fecha, en frases comparativas, ante uno, una, en construcciones de sentido distributivo, etc. Extraña también que se utilice el artículo femenino precediendo a nombres que comienzan por a tónica.

    Se observa en el empleo del verbo la convivencia de rasgos arcaizantes y novedosos. Entre los arcaísmos se cuentan la metátesis de dalde ‘dadle’, la asimilación de espelella, el uso de auemos, del perfecto simple vido, vide y del imperfecto vía, vían. Espinosa se hace eco de tendencias contemporáneas al no utilizar el imperfecto de subjuntivo en -ra con la función de pluscuamperfecto de indicativo, valor predominante en textos literarios primitivos. Por otra parte, el futuro de subjuntivo había desaparecido del uso de los hablantes menos cultos y, por lo tanto, su mantenimiento en el dominico es un indicio más de la formación intelectual de Espinosa y de su pertenencia a un estrato socio-cultural alto.

    Encontramos que haber con valor transitivo y sentido de posesión se confunde ya con tener. El verbo ser comparte usos con estar en bastantes ocasiones («El moro estaua de contrario parecer») y también son frecuentes los ejemplos de ser con valor locativo: «[...] Abona que sera quatro leguas desta de Candelaria».

    Algo más interesante es el abundante uso de las formas no personales, sobre todo, del infinitivo. ‘Verbos de pensamiento + de + infinitivo’; infinitivos con un sujeto distinto al del verbo principal, siendo éste «de lengua, entendimiento o acontecimiento» (pág. 101); infinitivos preposicionales que se construyen directamente con ser para producir una perífrasis; construcciones causales de ‘hacer + infinitivo’; y una gran variedad de perífrasis como ‘osar + infinitivo’, ‘dar a + infinitivo’, ‘determinar de + infinitivo’, etc.

    El gerundio y el participio funcionan casi únicamente como núcleos de una subordinada adverbial. Destaca la construcción ‘en + gerundio’ con valor temporal; ejemplo: «[...] y en saliendo del puerto, torno de nueuo la tempestad».

    Entre los adverbios utilizados por Espinosa —aina, aca, ansi, agora—, todos ellos empleados corrientemente en el español áureo, destacan algunos ejemplos como suso, encontinente, do, anticuados en el siglo XVI.

    En lo que se refiere a los elementos de relación, lo más destacable de las conjunciones es la vacilación en el empleo de que. En Los milagros de nuestra Señora de Candelaria, tenemos ejemplos de reiteración de esta conjunción después de cada inciso, así como muestras de la omisión de que en cláusulas sustantivas. Nada de esto sorprende en el español de la época ni es únicamente característico de Espinosa.

    En el siglo XVI, el uso de la preposición a delante del sintagma de persona en los complementos estaba ya generalizado. En el dominico hallamos una tendencia a la vacilación, la usa a veces pero tanto en complemento directo de persona como de cosa («por satisfazer a su ignorancia»). Encontramos arcaísmos como dende, la confluencia de dos preposiciones en el mismo contexto: «[...] que salen de hazia la hermita», la omisión de las preposiciones de o en, y el empleo de unas preposiciones por otras: «[...] que a cualquier parte que vno se ponga».

    En el último capítulo se estudian las Peculiaridades léxicas. Se hace una división a partir de la cual se estudiará el léxico por campos semánticos: fitónimos, léxico geográfico, vocabulario marinero, médico, vestidos y zoónimos. Lógicamente las autoras prestan una atención especial a la incorporación de voces no castellanas en el vocabulario de Espinosa, buscando en ellas las peculiaridades léxicas que distinguen el habla de Canarias. Así, los guanchismos: añepa, banot, cancha, gofio, mencey, tagoror, entre algunos más. También los lusismos se consideran como un elemento distintivo en el español canario que se estaba formando en aquellos siglos, aunque no hallamos demasiados: barbusano, til, opada, viñátigo, claca, carabela, hacho, conduto. Muy significativa es la convivencia de un importante número de cultismos (ardid, computación, divorcio, ficticio, indevoción, etc.), con un rasgo popular, el uso de giros coloquiales como «hambre canina», «estar hecho torta», etc.

    No hay voces de América, aunque «se documenta gran número de términos que en este siglo se empleaban en los nuevos territorios», lo que las autoras llaman Coincidencias léxicas con América.

    En el apartado Procedimientos de adopción de nuevos términos se describen los mecanismos que utiliza Fray Alonso para incorporar vocabulario nuevo y extraño. Estos procedimientos son cuatro: la adaptación de la nueva palabra como si se tratara de una voz tradicional, la reduplicación de la voz indígena con una tradicional, la equivalencia léxica o definición, y la traducción. Los últimos permiten detectar la conciencia que el autor tiene de estar utilizando un neologismo. Estos son métodos comunes para la incorporación de nuevas voces al español del Siglo de Oro.

    Para completar el estudio del léxico, se aporta un estudio de los eufemismos y la cronología de la datación del vocabulario de Los milagros de nuestra Señora de Candelaria. Además al final del capítulo encontramos una serie de cuadros bastante útiles donde podemos ver de forma esquemática y global los datos que Cáceres Lozano y Díaz Peralta han obtenido a través del análisis del léxico.

    Tras el estudio del vocabulario, queda claro que Espinosa es exponente de un español común a todo el mundo hispano-hablante del siglo XVI, con muestras incipientes de lo que será el «proceso de configuración del español de Canarias» (pág. 208).

    Fray Alonso es un hablante culto en el que se percibe la fuerte influencia de la norma toledana y una inclinación a lo vigente en la Corte. Combina lo arcaico y lo moderno, los cultismos y los refranes, el mantenimiento de essotra junto a la preferencia por el sufijo -ito o la utilización de -ísimo. Se está dejando atrás el sistema medieval, pero el español áureo es un idioma en evolución. La conciencia lingüística del hablante es superior a la del periodo precedente; sin embargo, la herencia de la Edad Media está aún muy viva. Lo más llamativo de todos los rasgos lingüísticos comentados es la escasa aparición de meridionalismos y, en el léxico, la falta de riqueza y variedad en las peculiaridades regionales.

    En este trabajo se van extrayendo cuidadosamente datos que, aunque a veces puedan parecer poco significativos, forman un detallado y modélico análisis del que se derivan conclusiones fidedignas. Las autoras han cumplido sus objetivos, pues se logra una importante aportación sobre la modalidad del español culto canario del siglo XVI, incluyendo una considerable cantidad de datos sobre el desarrollo y formación del español atlántico. Estamos ante un estudio serio y riguroso que abrirá sin duda camino en la investigación de la Historia del Español de Canarias. Trabajos como éste que, sumado a otros estudios y esfuerzos científicos, va desvelando, aportando y dando forma a teorías a través del análisis detenido y paciente son imprescindibles para conocer mejor la evolución del español tanto insular como peninsular.

NOTA

[1] El proyecto Estudio histórico del español de Canarios se centra en la transcripción y el estudio filológico de textos notariales, parroquiales, Fondos de la Inquisición, etc., para profundizar en el conocimiento diacrónico del español insular (pág. 16, n. 5).

P. López Mora

 

Claudio García Turza y Javier García Turza, Una nueva visión de la lengua de Berceo a la luz de la documentación emilianense del siglo XIII, Universidad de La Rioja, Logroño, 1996, 233 págs.

    Siempre que queremos estudiar algún aspecto de la Edad Media, observamos que la gran mayoría de las ediciones de textos sobre esta época abarcan, normalmente, los primeros siglos medievales, escudándose sus autores en que el estudio de las centurias posteriores es más difícil de abordar debido al gran número de documentos y a las dificultades que conlleva su lectura.

    Estos dos autores tampoco han estado exentos de tales problemas. Pero el rigor y la experiencia en ambos campos que han demostrado tener, les han llevado a mostrarnos «una nueva visión» de la lengua que utilizó Gonzalo de Berceo, basándose en los estudios de algunos documentos emilianenses, así como a una «aproximación» al momento histórico que vivía el monasterio en el siglo XIII y a un «intento de responder» las causas y los motivos de los distintos documentos del archivo de la abadía de dicho monasterio.

    Para ello han dividido la obra en cinco partes: un estudio histórico, un estudio diplomático, la edición de los documentos, el estudio lingüístico y los índices. Para la realización de cada una de éstas, los autores han tenido que realizar una selección como consecuencia del alto porcentaje de manuscritos. Por tanto, sólo han estudiado los documentos del archivo de la abadía y dentro de éstos, los textos jurídicos y administrativos desarrollados en el cenobio o por sus representantes, en la época de Berceo y excluyendo los redactados en latín, ya que uno de los objetivos es el estudio del romance riojano de esta zona en el siglo XIII.

    Hasta mediados de la segunda década del siglo XIII, San Millán de la Cogolla vivió una época de esplendor que se remontaba hasta los años 60 de la centuria anterior. Pero si hay una palabra para definir la situación del monasterio en esta época, esa palabra es crisis, y las causas y consecuencias de la misma son las que podemos ver en el estudio histórico.

    Tras los enfrentamientos con los distintos órganos gubernamentales y religiosos, la reducción drástica de las donaciones y la emigración al Sur para la reconquista de Fernando III, el monasterio no supo adapatarse a las nuevas situaciones, forzando la división del dominio monástico en dos mesas, la abacial y la conventual. Tras esta separación los monjes intervienen en la gestión y dirección de la economía, pero favoreciendo, también, la tendencia a la autonomía y a dejar en entredicho el voto de pobreza con la consecuente crisis espiritual. En algunos momentos la situación era tan insostenible que el abad tuvo que despojarse de algunos de sus bienes, para que los monjes pudieran vestirse. Todo esto a cambio de unas condiciones como son las oraciones y el sufragio después de la muerte del abad.

    En la segunda parte de este trabajo se estudia el contenido diplomático de las fuentes emilianenses que han servido de base para el estudio histórico y lingüístico. Para ello, los autores han tenido en cuenta los procedimientos de expedición de documentos y las distintas tipologías documentales que se recogen en los diplomas. Las fuentes editadas proceden del Becerro III o Bulario, como comúnmente se denomina a este volumen, del Becerro Galicano y de un serie de unidades independientes. El único punto común a todas ellas es el autor de la actio, persona vinculada directamente a la comunidad monástica, que se convierte en el protagonista jurídico de la operación y que aparece como otorgante del texto y lo autentifica con la aposición de su sello. Con todas estas fuentes, los autores pretenden dar a conocer las características más sobresalientes de la escribanía emilianense, así como los procesos de edición que se seguían. No olvidemos que cualquier documento puede revelarnos información sobre su contexto social, no sólo a través de su contenido, sino también a través de su aspecto formal. Esta información puede ser válida para conocer tanto aspectos extralingüísticos como lingüísticos. Así, por ejemplo, en el plano puramente formal, si estamos ante un texto de disposición regular y constante, nos encontramos ante una muestra de un escritorio bien organizado e importante, lo que nos lleva, a su vez, a pensar que la institución que ha elaborado el texto pertenece a una sociedad bien estructurada y organizada [1].

    En la tercera parte, se nos ofrece la edición de los manuscritos tal cual. Un total de 70 escrituras a las que, en general, se les ha respetado las grafías, reproduciendo incluso aquellos errores del escribano. Las abreviaturas han sido desarrolladas, las conjeturas aparecen entre corchetes y las lecturas que aparecen en los márgenes o entre líneas se guardan entre ángulos. En cada escrito está notado el año, el tipo de documento, así como el número de folio.

    En el estudio lingüístico, los autores han cumplido el doble objetivo de realizar una caracterización rigurosa de la lengua del Valle de San Millán y ofrecer, a través de dichos documentos, una nueva visión de la lengua que Berceo utilizó en sus obras, a través de dichos documentos. Tras el pormenorizado estudio, los autores concluyen afirmando que los documentos emilianenses del siglo XIII muestran un sistema lingüístico en su mayoría castellanizado, aunque con bastantes rasgos arcaizantes y dialectalismos afines, sobre todo, a los romances orientales.

    Por otra parte, han podido analizar y valorar rigurosamente los rasgos que configuran el idiolecto riojanizante de Berceo que usaba con cierta asiduidad muchos hábitos lingüísticos propios del Valle de San Millán. Pueden servir como ejemplos de lo anteriormente reseñado la presencia de -i final en lugar de -e; ie ante /l /; la vitalidad de la apócope todavía en esta época; y por último, el uso general y arcaizante de -ss- intervocálica, como representación de /s/, dominante en el español medieval sólo hasta el siglo XII y representado por x en esta centuria.

    Todo el análisis realizado aporta elementos para las posibles ediciones críticas de la obra de Gonzalo de Berceo y demuestran la no veracidad de ciertas posturas y criterios seguidos por algunas de las ediciones críticas actuales más destacadas.

    Se cierra el libro con un quinta parte dedicada a los Índices. En ella recogen los autores un índice de antropónimos, otro de topónimos y, por último, el índice de las voces estudiadas.

    Estamos, pues, ante una obra en la que podemos desde crearnos una imagen bastante aproximada de las distintas ocupaciones, actividades, problemas y demás, de uno de los monasterios más famosos por la riqueza cultural que encierran sus documentos y en especial, para el estudio sobre el origen del español, hasta poner en duda algunas de las afirmaciones realizadas en varias famosas ediciones de la obra de nuestro insigne escritor, Gonzalo de Berceo.

NOTA

[1] F. A. Marcos Marín, Informática y Humanidades, Gredos, Madrid, 1994, pág. 309.

S. Peláez Santamaría

 

Günther Haensch y Reinhold Werner (dirs.), Nuevo diccionario de americanismos (II. Nuevo diccionario de argentinismos), Instituto Caro y Cuervo, Santafé de Bogotá, 1993, 712 págs.; (III. Nuevo diccionario de uruguayismos), Instituto Caro y Cuervo, Santafé de Bogotá, 1993, 468 págs.

    Ya en 1979, Luis Fernando Lara y Roberto Ham Chande [1]  hacían un balance de la lexicografía española. Hablaban de dos grandes tipos de diccionarios: los generales y los de regionalismos. Estos últimos recogen sólo lo diferencial de una determinada región y suelen partir de la información que ofrece el DRAE. La situación de la lexicografía española no parecía muy alentadora por aquellos años: «Los diccionarios generales no dan cabida suficiente al español de distintas regiones, y los de regionalismos no dan lugar al vocablo general o a diversas particularidades del significado de los vocablos» (págs. 9-10).

    Desde esa fecha hasta nuestros días, en lo referente a la lexicografía del español americano, dos grandes líneas de trabajo se han desarrollado: la primera, la defendida por Luis Fernando Lara, con la publicación del Diccionario del español usual en México (El Colegio de México, 1996). Se trata de un diccionario integral y social. Es decir, un diccionario que reúne el vocabulario del español que se usa en todo el país, y no solamente el que se muestra como diferente en el DRAE, y un diccionario dirigido al público mexicano general y no a filólogos. Por tanto, es un diccionario que recoge vocablos comunes a todo el mundo hispánico, voces comunes a dos o más comunidades hispanohablantes (evidentemente, una de ellas México) y palabras usuales solamente en México. Para Luis Fernando Lara, la elaboración de diccionarios dialectales no diferencialistas es el medio más adecuado de registrar la verdadera riqueza de la lengua española [2].

    La otra línea de trabajo, la «diferencialista», es la desarrollada por Günther Haensch y Reinhold Werner. Comentaremos aquí los dos últimos diccionarios publicados bajo su dirección: el Nuevo Diccionario de Americanismos. Tomo II. Nuevo Diccionario de argentinismos, coordinado por Claudio Chuchuy y Laura Hlavacka de Bouzo, Santafé de Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1993, y el Nuevo diccionario de americanismos. Tomo III. Nuevo Diccionario de uruguayismos, coordinado por Úrsula Kühl de Mones, Santafé de Bogotá, Instituto Caro y Cuervo, 1993.

    Ambos diccionarios se definen como sincrónicos (segunda mitad del XX), descriptivos (no normativos) y diferenciales (respecto del español de España). Se dirigen principalmente a lingüistas y filólogos, aunque también pueden ser útiles al público no especialista.

    Es obligado hacer algunas observaciones sobre las marcas de contrastividad empleadas:

    Con el símbolo Æ se indica que la unidad léxica no se da en el español peninsular. Estamos, pues, ante un argentinismo o un uruguayismo léxico. Tal es el caso de voces como aggiornarse ‘ponerse al día’ (en Argentina y Uruguay), macanudo ‘simpático, comprensible, solidario’ (Argentina y Uruguay), pituco ‘persona de extracción social alta y que lo muestra en su vestimenta o en su forma de conducirse’, ‘elegantemente vestido o muy bien peinado o acicalado’ (Argentina y Uruguay), patota ‘grupo de jóvenes que se divierten causando daños materiales o agrediendo a las personas en la vía pública’ (Argentina y Uruguay), etc. También están marcadas con este mismo símbolo aquellas expresiones o combinaciones léxicas inexistentes en el español de España: barras bravas ‘en el fútbol, grupo de personas que alientan y apoyan a su equipo con fanatismo y que se conducen de un modo agresivo y violento’ (Argentina y Uruguay), hacerse la rata ‘faltar un alumno a clase sin el conocimiento de sus padres’ (Argentina), etc.

    Con el símbolo Ç se marcan las unidades léxicas que tienen, en el español argentino o uruguayo, acepciones comunes con el español peninsular (acepciones, por tanto, no recogidas en el diccionario), y que tienen además acepciones propiamente argentinas o uruguayas que figuran tras la entrada. Estamos ahora ante argentinismos o uruguayismos semánticos, como los siguientes: factura ‘se usa para referirse genéricamente a productos de panadería hechos con azúcar, harina, huevo y manteca o grasa, que tienen forma de bollitos o bastoncitos y que pueden llevar dulce de leche o crema pastelera’ (Argentina y Uruguay), fecha ‘en la serie sucesiva de partidos que tienen lugar en un campeonato, día y, ocasionalmente, dos días seguidos, en que simultáneamente los equipos juegan entre sí’ (Argentina), paquetería ‘elegancia y refinamiento, especialmente en la vestimenta, en los objetos de adorno personal o en el arreglo de locales de venta al público’ (Argentina y Uruguay).

    Por último, otros argentinismos o uruguayismos semánticos están marcados con el símbolo ¹. En este caso, estamos ante unidades léxicas que sólo tienen en el español de la Argentina o del Uruguay las acepciones que figuran en el diccionario, y no las que se registran en el español peninsular. Tal es el caso de campera ‘prenda de vestir sport con cremallera o botones en la parte delantera, que cubre los brazos y el torso hasta las caderas y que se usa sobre otra ropa como abrigo’ (Argentina y Uruguay), pensionista ‘persona que vive en una pensión’ (Argentina), etcétera.

    El problema de este sistema de marcas viene dado a veces por el conocimiento del español peninsular. Por ejemplo, la voz paquetería está marcada en el diccionario de argentinismos con el símbolo Ç, por lo que se trataría de un argentinismo semántico, mientras que en el diccionario de uruguayismos se marca con el símbolo Æ , por lo que estaríamos ante un uruguayismo léxico. En el primer caso, se indica que la voz es conocida en España, aunque presenta acepciones particulares en Argentina. En el segundo caso, se indica que la palabra (no sólo su significado) es desconocida en España. El problema, pues, no está en la definición, ni en el carácter diferencial del uso de la mencionada voz, sino en el diferente conocimiento de la realidad lingüística del español peninsular.

    Por otra parte, un lector no argentino ni uruguayo echa a veces de menos algunos ejemplos que ilustren las definiciones.

    Desde una perspectiva general, estos diccionarios presentan el problema inevitable que arranca de su propia concepción. Para los españoles, el contraste con su variedad lingüística puede resultar enriquecedor, pero tal vez no lo sea tanto para los demás hispanohablantes, a quienes las marcas contrastivas empleadas pueden no decirles nada. De todas formas, prescindiendo de este detalle, no podemos dudar de que lo reflejado en ambos diccionarios obedece a la realidad lingüística de sus respectivos países.

NOTAS

[1] Véase L. F. Lara y R. Ham Chande, «Base estadística del Diccionario del Español de México» en Investigaciones Lingüísticas en Lexicografía, El Colegio de México, México, págs. 5-39.

[2] Véase Luis Fernando Lara, «El Diccionario del español de México como vocabulario dialectal», en Ignacio Ahumada (ed.), Vocabularios dialectales. Revisión crítica y perspectivas, Universidad de Jaen, 1996, págs. 15-29.

M. Calderón Campos

 

Eva Castro Caridad, Introducción al teatro latino medieval: Textos y públicos, Universidad de Santiago de Compostela, 1996, 228 págs.

    Hablar de teatro, refiriéndonos a la Edad Media, exige una cierta prudencia por la gran ambigüedad que el propio término encierra y porque, si lo analizamos desde nuestra perspectiva actual, se corre el riesgo de etiquetar como «teatrales» obras que en su momento tuvieron una consideración muy diferente para sus autores y su público.

    De hecho, esto es lo que sucedió con la teoría tradicional, muy difundida por otra parte, que veía el origen del teatro moderno en ciertas ceremonias religiosas denominadas dramas litúrgicos, por el prestigio que la Iglesia tuvo en el Medievo y por la vinculación que el rito y el drama tuvieron en otras culturas mediterráneas como la griega. Sin embargo, el material literario que hemos conservado de esta época susceptible de ser catalogado como «obra dramática» es muy heterogéneo, tanto por su origen como por su función, y disperso; además, y quizás lo más importante, la «idea» de teatro es ajena en gran medida al Medievo. Y es que muchos críticos consideraban teatro cualquier composición que estuviera vinculada con ciertas festividades religiosas, que presentara estructura dialogada y una puesta en escena por muy sencilla que fuera, sin tener en cuenta qué intención animaba a los autores de estas piezas y qué entendía el público que asistía a tales «representaciones». En realidad, hoy se está de acuerdo en considerar que los primeros ejemplos de auténtico teatro se dieron en la Edad Media sólo a partir del siglo XII y fueron fruto de esfuerzos individuales como los del anónimo compilador de Fleury o de Hilario que tardaron en cuajar socialmente.

    Respecto al drama litúrgico, la crítica actual en general está de acuerdo en no considerarlo como el elemento nuclear de las manifestaciones teatrales del Medievo, sino como una expresión más de la teatralidad de aquella época, en la que convivieron tradiciones muy diversas (la litúrgica, la religiosa del drama escolar, la folklórica de las fiestas estacionales, la culta y clasicista de Rosvita, etc.). De este modo, los estudios más recientes sobre el drama litúrgico tratan de concretar los rasgos particulares de esta manifestación y entender mejor la concepción teatral que la promovió.

    En esta línea se mueve el trabajo de la profesora Castro Caridad: analizar las peculiaridades del drama litúrgico, estudiando el contexto literario y cultural del que formó parte. Para ello se va a tratar de comprender qué conciencia literaria tenía el público medieval respecto a esas composiciones, procurando no confundir «teatro» con «espectáculo» y considerando teatro, según la perspectiva academicista, únicamente aquellas formas de mímesis que priorizan el texto con ciertas cualidades estéticas sobre el espectáculo (pág. 30).

    De hecho, su estudio se estructura siguiendo los capítulos y epígrafes habituales en cualquier estudio sobre el teatro latino medieval, se analizan los mismos textos (incluyendo algunos procedentes de manifestaciones de tipo espectacular que pueden ayudar a comprender mejor los textos literarios auténticamente teatrales), sólo que sirviéndose de las interpretaciones más novedosas que permiten comprender en su auténtica dimensión el hecho teatral durante el Medievo.

    Tras la Introducción (págs. 9-30), donde plantea de modo general las distintas teorías existentes respecto al teatro medieval, y más en concreto, respecto al drama litúrgico, en el Capítulo i, «El llamado teatro latino medieval» (págs. 31-63), trata de profundizar en las ideas que el Medievo tenía sobre el teatro y pone sobre la mesa una serie de géneros que alguna vez la crítica ha querido ver como de índole teatral, pero que ni por su origen ni su función se pueden considerar piezas dramáticas.

    Se parte de la afirmación de que el teatro moderno no tiene relación genealógica directa con las manifestaciones de teatralidad medievales, cuando se reconoce que la recuperación del gran teatro clásico de la Antigüedad se produjo, entre el Renacimiento y el siglo XVIII, a partir de las tragedias de Séneca.

    La situación del teatro en el Medievo hunde sus raíces en la propia evolución del teatro en Roma. Parte de la crítica actual reconoce que el teatro romano, a diferencia del griego, ya no es literario, pues aquí el texto es una mera excusa para desarrollar el espectáculo lúdico a través de la música, la danza, el canto, la decoración y los actores. El público romano tampoco era ese público homogéneo del teatro griego, que se implicaba directamente en la obra al actuar como jueces de la misma. En Roma sólo se buscaba presentar una serie variada de recursos para divertir a un público heterogéneo y pasivo.

    En cuanto a los géneros, a partir del siglo II a. C. se puede considerar prácticamente muerto el gran teatro latino, pues entonces dejaron de escribirse comedias. El interés en época imperial por la tragedia se redujo a los círculos eruditos, mientras que el pueblo se ve atraído por los mimos y pantomimos, que priman el espectáculo sobre el texto, ya prácticamente inexistente. Por eso la crisis del teatro antiguo fue resultado de la propia evolución de los gustos de la sociedad romana, más que por la oposición del cristianismo o los desórdenes sociales ocasionados por las invasiones bárbaras.

    En la idea que el Medievo tuvo sobre el teatro clásico influyó mucho Isidoro de Sevilla con sus Etimologías (libros VIII y XVIII). Así, a partir de las afirmaciones hechas por éste, la idea más común era que una representación teatral antigua consistía en la presencia de un narrador que recitaba y cantaba el texto, mientras que los actores representaban la acción relatada mediante mímica. En cambio, en ciertos círculos eruditos sí existió una idea más precisa sobre lo que fue el teatro clásico, como parece demostrar por ejemplo la descripción que hizo Amalario de Metz de la misa como un drama. Esto nos lleva a concluir que en el Medievo no hubo una conciencia firme y general sobre el «teatro».

    Respecto al material literario, los textos latinos de índole «teatral» se han agrupado a menudo en dos categorías: el «teatro literario» y el «teatro escénico». El teatro literario engloba obras en forma dialogada que surgieron a partir de géneros poéticos de la Antigüedad clásica. La intención de sus autores fue crear obras destinadas a la lectura, no a la representación. A este grupo pertenecen los conflictus o altercationes de época carolingia, los planctus, elegías, églogas dialogadas, los diálogos de Rosvita y las comedias latinas del siglo XII. Por su parte, el teatro escénico está formado por piezas que, aunque puedan remontar a antiguas tradiciones literarias, sus autores, cuando las elaboraron, tuvieron presente el hecho de que iban a ser representadas. A este grupo pertenecen las ceremonias conectadas con el rito de los dramas litúrgicos o las piezas literarias de tradición escolar, los conocidos como ludi.

    Es cierto que en las obras del «teatro literario» hay algunas que, como las de Rosvita, demuestran un buen conocimiento del teatro clásico latino, en concreto, de las comedias de Terencio. Su estructura es dialogada, sus historias comienzan mal y terminan bien, se recurre a la comicidad y a la farsa, etc. Sin embargo, por las propias palabras de su autora se reconoce que estos diálogos dramáticos estaban destinados a su lectura pública, lo cual les niega cualquier valor como obras teatrales plenas. No obstante, como la propia profesora Castro Caridad reconoce, otras sí pudieron ser objeto de algún tipo de representación, como las Comedias elegíacas del siglo XII, aunque les resta valor el que estuvieran dirigidas a un público erudito muy minoritario y que ciertos aspectos de su forma, como la versificación (el dístico elegíaco), no sean los habituales del género dramático.

    El Capítulo II, el «Drama eclesiástico» (págs. 65-101), está dedicado a ese conjunto de composiciones que se engloban bajo la denominación de «drama litúrgico», es decir, piezas de naturaleza muy heterogénea, que tienen en común un cierto grado de vinculación con el rito y el que sus autores tuvieron en cuenta su faceta espectacular cuando las concibieron.

    A pesar del tiempo transcurrido y las inexactitudes que encierra, el punto de partida para el estudio del drama litúrgico sigue siendo la clasificación que hizo Karl Young en 1933. De modo general, este autor distinguía: a) Obras asociadas con el ciclo de Pascua (como la Visitatio Sepulchri, el Ludus Paschalis, el Peregrinus, etcétera); b) Obras asociadas al ciclo de Navidad (el Officium Pastorum, el Officium Stellae, etcétera); c) Obras basadas en el Nuevo Testamento (Suscitatio Lazari, por ejemplo); d) Obras sobre sucesos relativos a la vida de la Virgen María; e) Obras basadas en el Antiguo Testamento (Ordo de Ysaac et Rebecca); f) Obras basadas en las leyendas y milagros de San Nicolás; g) Obras de tema escatológico (Ludus de Antichristo).

    La amalgama de obras englobadas en la clasificación de Young es tal que se impone establecer algún criterio que permita emprender su estudio. Por lo pronto, es claro que se pueden distinguir dos tipos de «dramas eclesiásticos», el llamado «drama litúrgico» y el «drama escolar». Por drama litúrgico se entiende «toda composición literario-musical que formó parte de una ceremonia religiosa, pero que rebasó los límites de la dramatización simbólica de la liturgia y se aproximó, desde el punto de vista moderno, a la dramatización imitativa y mimética...» (pág. 74). Por drama escolar se entienden «las composiciones que pudieron ser ejecutadas en el templo, incluso como parte del servicio litúrgico, pero no fueron entendidas eficaces cultualmente» (pág. 76).

    A los dramas litúrgicos pertenecerían piezas como las de los conocidos ciclos de Pascua y Navidad; a los dramas escolares corresponderían las piezas basadas en el Antiguo y el Nuevo Testamento, las de los milagros de San Nicolás y las obras de los ciclos de Pascua y Navidad de los códices de Fleury y Benediktbeuern.

    En cuanto a los rasgos que definían a cada uno de estos tipos de «dramas», las del drama litúrgico fueron concebidas por sus autores —y entendidas por sus receptores— seguramente como simples ceremonias de Iglesia, pues nos han llegado a través de manuscritos litúrgicos; las denominaciones que reciben (officium, ordo) coinciden con las de otras ceremonias; la representación tenía lugar en el templo y por parte de personas del ámbito eclesiástico; su contenido es devocional y su función era ejemplificar y explicar la celebración festiva del día; sólo se podían representar en el momento preciso del calendario litúrgico y del ritual para el que fueron concebidas. Las piezas del drama escolar, en cambio, se elaboraron teniendo en cuenta no sólo la liturgia, sino también tradiciones literarias escolares y elementos espectaculares de origen popular; hacen gala de un mayor realismo que los dramas litúrgicos y de un mayor conocimiento del mundo y de la naturaleza humana para lograr una mayor verosimilitud; y no están vinculadas necesariamente con una festividad o rito específico. Pero, por encima de todo, lo que distingue más claramente al drama escolar del drama litúrgico son aspectos tales como el autor, el actor y el público: así, en los dramas escolares se reclama la autoría, mientras los dramas litúrgicos suelen ser anónimos; en sus rúbricas se emplea a veces el vocabulario técnico del teatro clásico latino (incluyendo la división en actos); estaban dirigidos a un público más variado, fundamentalmente laico; y en cuanto al espacio, los dramas escolares requerían un espacio más amplio, incluyendo a veces la simultaneidad de escenas.

    Por tanto, con el drama escolar en latín, que empezó a producirse sobre todo a partir del siglo XII, nos encontramos con las primeras manifestaciones propiamente teatrales del Medievo. Éstas fueron fruto de la actividad de ciertos eruditos que redescubrieron el teatro como un nuevo género literario y que aplicaron sus conocimientos a obras que podían formar parte de la liturgia establecida.

    En el Capítulo III, «El drama litúrgico: su relación con el rito y la sociedad» (págs. 103-131), se analizan dos aspectos fundamentales, la relación entre liturgia y teatro y la actitud de la Iglesia frente al teatro.

    Son muchas las semejanzas entre el rito y el teatro. Así, los ritos religiosos y el teatro son productos del arte del espectáculo, pues se establece una comunicación entre ejecutantes y espectadores en un espacio y tiempo determinados; en ambos junto a la expresión lingüística nos encontramos con la expresión extraverbal; ambos constituyen sistemas de signos artificiales, con la conjugación de la expresión verbal, gestual, la proveniente de la indumentaria, etc. Las diferencias más claras surgen al abordar aspectos del proceso creador como el papel del autor, del actor, el uso del espacio, etc. El simbolismo litúrgico se atiene a unas leyes cuyo punto de referencia no es la libre creatividad del autor, sino los textos bíblicos; en cambio, en el teatro el autor es el que crea su propio universo; el actor del drama litúrgico es miembro de la comunidad eclesiástica; en cuanto al espacio, la Iglesia como lugar sagrado que es tiene un valor simbólico por sí mismo, mientras que en el teatro el valor simbólico del espacio cambia cada vez que da comienzo la representación.

    En cuanto a la actitud de la Iglesia respecto al teatro, su tradicional rechazo proviene de las críticas de Tertuliano contra los espectáculos en general. Estas críticas podrían resumirse así: las representaciones son poco edificantes desde el punto de vista moral; Dios mismo prohibió el teatro por hacerse en él una imitación irreverente de su obra creadora; por último, es una manifestación de la idolatría pagana. Lo que se ataca es el espectáculo, no el teatro como género literario. Este mismo rechazo manifestaron San Isidoro y Gero de Reicherberg, que llegó a atacar el drama litúrgico como una manifestación más del desorden de su época. En cambio, Hugo de San Víctor en su tratado Didascalicon justificaba el teatro como una de las formas adecuadas de descanso tanto del cuerpo como de la mente.

    En esta dialéctica las órdenes religiosas ejercieron una notable influencia, pues los cluniacenses, por ejemplo, se manifestaron contrarios a incluir textos no bíblicos en la liturgia franco-romana, mientras los benedictinos sí lo admitieron. Esta actitud explicaría el desigual reparto de dramas litúrgicos por Europa Occidental y que en el occidente de la Península Ibérica el drama litúrgico tuviera escasa repercusión, pues aquí el rito romano entró de la mano de los cluniacenses. Una actitud permisiva también demostraron los franciscanos al final del Medievo y ello contribuyó decisivamente al desarrollo del teatro europeo.

    En el cuarto y último Capítulo, «Tipos y contenidos de los dramas litúrgicos» (págs. 133-215), se hace un detallado repaso por todos los géneros del llamado «drama litúrgico», analizando sus rasgos temáticos y formales a través de los principales ejemplos conservados.

    La primera y más difundida manifestación del drama litúrgico es el texto del Quem queritis, pieza musical relacionada con el ciclo pascual, que recrea el diálogo entre el ángel y las mujeres que iban a visitar el sepulcro en la madrugada del Domingo de Pascua. La crítica sigue sin ponerse de acuerdo sobre su función primigenia —si fue un tropo, un canto procesional de entrada a la misa o el texto nuclear de la Visitatio Sepulchri— y su lugar de origen. Respecto a su función, una teoría muy novedosa es la de Johann Drumbl que cree que el Quem queritis no nació como texto, sino como una ceremonia interna del coro, extraña a la liturgia oficial establecida por el rito franco-romano para las celebraciones del día de Pascua. En cuanto a su lugar de origen, hoy se tiende a situar en la zona norte de Francia o en las tierras del Rin. Drumbl incluso concreta más: el monasterio de Fleury y en torno al 930.

   La Visitatio Sepulchri, que forma parte también del ciclo de Pascua, se articula en torno a cuatro secuencias: la venida de las mujeres a la tumba de Jesús, la aparición del ángel, el discurso del ángel anunciando la Resurrección y la partida de las mujeres para transmitir el mensaje. La Visitatio fue una ceremonia optativa de la parte final del oficio de Maitines del Domingo de Pascua. Al núcleo primitivo, formado por el diálogo del Quem queritis, se le fueron agregando otras escenas como la de Cristo con apariencia de hortelano y la del unguentarius o perfumista que enriquecieron la faceta espectacular de estas piezas.

    Del ciclo de Pascua también formaban parte el Ludus y la Passio. Bajo la denominación de Ludus paschalis, que es una creación moderna, se engloban una serie de piezas que relatan la visita al sepulcro, como escena central, a la que se pueden ir agregando otras con nuevos personajes. Sus fuentes no tenían por qué ser necesariamente bíblicas. La Passio se centra en la Crucifixión de Jesús, aunque es difícil determinar su origen. Parece que el origen de estas piezas está relacionado con el interés que a partir de los siglos XI y XII despertó el dolor y la angustia de Cristo durante su Pasión, que llevó a representarlo iconográficamente en la imagen del crucificado muerto en la cruz y con los signos evidentes de sufrimiento que todos conocemos. Su lugar de origen habría sido el monasterio de Montecasino en el sur de Italia, que mantenía desde hacía siglos una relación fluida y constante con la Iglesia de Bizancio, donde el tema del sufrimiento de Cristo había sido tratado ya desde antiguo.

    Dentro del ciclo de Pascua también se han incluido las prosas, los planctus y el canto de la Sibila, que deberían estudiarse más en el capítulo de la lírica religiosa medieval que en el teatro. El incluirlas aquí se debe a que en su performance estas piezas alcanzaron en ocasiones una gran espectacularidad, a que se empleó la estructura dialógica en sus estrofas y a los frecuentes desplazamientos por el templo de sus ejecutantes. De entre todas estas composiciones queremos destacar el Planctus Mariae, que refleja los sentimientos de la Virgen María al pie de la cruz. Su desarrollo a partir del siglo XII se debe al progresivo interés que sintió la Iglesia hacia la figura de María. El género Planctus está integrado por piezas muy diversas que sólo tienen en común el contenido.

    El ciclo pascual se cerraba con el Peregrinus, pieza que recreaba la aparición de Cristo resucitado a los dos discípulos que iban camino de la aldea de Emaús. Su representación tenía lugar el Lunes de Pascua durante el oficio de Vísperas.

    El éxito de las ceremonias que celebraban la Resurrección de Cristo llevaron a la creación de obras similares en las fiestas más importantes del ciclo litúrgico de la Navidad. Estas piezas se localizaron sobre todo en los días de Navidad y Epifanía. Pero frente al carácter casi universal de las obras del ciclo pascual, las del ciclo navideño fueron ceremonias particulares de escasa repercusión. La primera imitación que se hizo fue un Quem queritis in presepe sobre el modelo del Quem queritis in sepulchro. Relacionado con el oficio de Maitines del día de Navidad surgió el drama litúrgico del Officium Pastorum, que recreaba el anuncio del nacimiento de Cristo hecho por los ángeles a los pastores y la posterior adoración de éstos ante el pesebre. Esta ceremonia no llegó a cuajar porque había otras ceremonias y otros textos que ya anteriormente habían desarrollado el motivo central del drama. El Ordo Profetarum se centra en el anuncio de la venida del Mesías por parte de los profetas. Las tres piezas que se conservan son elaboraciones literarias que se inspiraron en el famoso sermón de Maitines Contra Iudaeos del obispo cartaginés Quodvultdeus, de los siglos V-VI. A este mismo ciclo pertenecieron el llamado Canto de la Sibila, que anunciaba la segunda venida de Cristo en el día del Juicio Final, y el Ordo Stellae, que pertenece al día 6 de enero, día de la Epifanía, en el que se conmemoraba el anuncio del nacimiento del Mesías a los gentiles por medio de una estrella que guió a tres sabios de Oriente hasta Belén para ofrecer sus dones al recién nacido y adorarle como a Dios.

    El libro se cierra con la Bibliografía (págs. 217-228).

    La obra de la profesora Castro Caridad parte del rechazo a la teoría evolucionista tradicional que pretendía ver el germen del teatro occidental en los dramas litúrgicos en lengua latina, los cuales tras una lenta transformación, por agregación de nuevos elementos de origen profano y popular, habrían acabado dando el drama secularizado en lengua vernácula. Luego se centra en el drama litúrgico, visto como una más de las múltiples manifestaciones de la teatralidad del Medievo, y utilizando un criterio reduccionista, considera teatro sólo aquellas composiciones que priorizan el texto con ciertos valores estéticos sobre la representación, teniendo en cuenta además la intención de sus autores a la hora de escribirlas y la conciencia literaria de su público, y tomando en consideración las aportaciones más novedosas de la crítica. De este modo se llega a la conclusión de que las únicas piezas que se compusieron con clara conciencia dramática fueron escritas a partir del siglo XII, pertenecen al llamado drama escolar en latín y fueron fruto de la labor de autores individuales.

    Finalmente, uno de los aspectos más meritorios de este libro es que a pesar de la carga de erudición que encierra, su autora ha tenido muy presente el interés que el tema podía tener para un público medio, no especialista. De ahí que la exposición esté hecha de un modo claro y ameno; los epígrafes son los mismos que se podrían encontrar en cualquier manual de teatro medieval; prácticamente todos los fragmentos que incluye en latín aparecen acompañados de su correspondiente traducción; a veces se detiene a explicar aspectos colaterales al tema para facilitar la comprensión del mismo —por ejemplo, cuando se definen los conceptos de «elemento», «tropo» y «canto procesional» (págs. 142-145)—; no se abusa de las notas a pie de página, etc. En suma, hay un perfecto equilibrio entre investigación y divulgación, algo digno de elogio.

C. Macías Villalobos

 

Mercedes Suárez Fernández, El complemento predicativo en castellano medieval (Época prealfonsí), Verba, Anejo 42, Universidad de Santiago de Compostela, 1997, 249 págs.

    Con esta nueva aportación al estudio de la sintaxis histórica llevada a cabo en la Universidad de Santiago, se va completando paulatinamente el estudio del campo de la estructura de la cláusula en el castellano medieval; empeño en el que están destacando los proyectos de investigación llevados a cabo en el Departamento de Filología Española de dicha Universidad. En este caso, el trabajo se dedica a una de las funciones que mayor riqueza y complejidad presentan en el español medieval, la de predicativo, abordado en la diacronía del período «prealfonsí», esto es, entre 1140 y 1250 y seleccionando dentro de este corte sincrónico cinco textos, que, salvo el Poema de Mio Cid, pertenecen al llamado Mester de Clerecía. Aun con la dificultad que puede entrañar, de entrada, el análisis de la obra en verso para el estudio de una función determinada, no obstante, la autora —que no cree que se puedan dar alteraciones estructurales que cambien la construcción de los verbos, por ejemplo— acepta el riesgo que supone ceñirse únicamente a la obra en verso, para comprobar después qué diferencias significativas pueden encontrarse respecto de la obra en prosa, en el empleo de esa función. Diferencias que la autora ha podido verificar que existen, por ejemplo contrastando el comportamiento de los verbos denominativos en el corpus que ella analiza con los de la Primera Crónica General de España, investigados por Meilán García (pág. 177). Esta postura, así como la afirmación de que el estudio de la lengua literaria se revela «al menos en una primera aproximación, como la fuente de información más adecuada» (pág. 10), nos parecen poco justificadas y un tanto arriesgadas (vid. la importancia que para la historia de la lengua tienen los documentos no literarios en J. Mondéjar, «Lingüística e Historia», RSEL, 10, 1, 1980, 1-49, pág. 27; o la atención que para el Diccionario Histórico de la Lengua Española representa la documentación llamada no literaria, a pesar de que podamos encontrar seguidores de la orientación predominantemente estética entre los que se dedican a la Historia de nuestra lengua). Y es que si los fines que se persiguen son diversos: la lengua prosística de los documentos busca claridad y precisión informativa; la literaria, finalidad estética, los recursos expresivos en buena medida habrán de serlo también.

    El estudio se aborda desde una perspectiva funcionalista para «determinar la relevancia o irrelevancia de esta función en la sintaxis de una determinada etapa de la lengua, así como las características que la definen e identifican frente a otras funciones clausales» (pág. 9).

    El punto de partida, imprescindible para la precisión terminológica y conceptual, es aclarar la diferencia existente entre predicación y atribución (capítulo primero). No convencen a la autora ni los criterios formales de la perspectiva funcionalista, ni los semánticos de la gramática tradicional, establecidos para diferenciar verbos atributivos y predicativos, pues, en su opinión, no se justifica la clasificación de oraciones atributivas y predicativas. Por ello, considera con razón, por el criterio de claridad que tal postura aporta, que el planteamiento más adecuado es el que prescinde de la división de los verbos en dos clases (predicativos y copulativos), para dar explicación y también solución a buena parte de los problemas que esta dualidad ha generado, y, siguiendo a Gutiérrez, considera que «toda oración es desde el punto de vista sintáctico, “predicativa”» (pág. 28). Las características específicas de ser y estar habrá que buscarlas, como en cualquier otro verbo, en sus particularidades funcionales, y, por lo tanto, desde esta óptica, desaparece la oposición entre predicado verbal / predicado nominal (pág. 35). Propone el uso del término ‘predicativo’ sobre el de ‘atributo’ para hacer referencia a «una función sintáctica desempeñada por una expresión que es portadora de una predicación consistente en alguna nota, propiedad o rasgo que caracteriza el referente de otra expresión que también tiene una función en la cláusula en una relación temporal determinada por el verbo de la cláusula» (pág. 36), pero prefiere emplear la etiqueta de ‘verbos atributivos’ para los verbos que exigen un predicativo en sus esquemas (pág. 37), frente a los que también lo pueden admitir, pero no lo exigen.

    El capítulo segundo se dedica al estudio del complemento predicativo referido al sujeto y el tercero, al complemento predicativo del complemento directo, observando las diferencias importantes en relación con la misma función referida al sujeto, y no sólo por la mayor complejidad que el esquema del complemento directo implica sino también «por las características de los segmentos que pueden ocupar dicho espacio» [funcional] (pág. 156). Observa en el análisis, además, el predominio absoluto de la frase adjetiva para desempeñar la función de predicativo del sujeto, sobre la frase nominal u otras construcciones; estructura que no destaca en el caso del predicativo referido al complemento directo, función a la que, por otra parte, le concede carácter autónomo, frente a los que lo consideran un complemento directo complejo. Señala igualmente la autora los motivos pragmáticos como justificación de la presencia del predicativo en los casos en que éste no es exigido por el verbo, ya que también le corresponde la función informativa o de foco (págs. 218 y sigs.). Por último, las conclusiones cierran este minucioso y bien elaborado estudio, en el que la autora aporta abundantes conocimientos sobre la materia, con reseñas a veces críticas de lo ya publicado sobre esta función y lo que comporta. Sus análisis de los ejemplos medievales son finos y acertados, además de claros y científicos. Discrepo de su interpretación como adverbio de la forma mas del verso 1233 del PMC, porque puede también interpretarse como conjunción adversativa (pág. 45). Del mismo modo, la nota aclaratoria de la expresión «pora en braços» del verso 3449 que según indica «significa ‘mujeres legítimas’» (pág. 159, nº 7), no creo que sea totalmente ajustada, ya que esta forma de expresión, empleada para hacer referencia a la posesión de la mujer legítima, tiene un significado contextual en el que participa el verbo aver o tener del verso, verbo éste dltimo que en las ediciones de Menéndez Pidal y Marcos Marín aparece corregido: «las tener» por «las dos». Es también valiosa su clasificación semántica de los verbos que llevan en sus esquemas un predicativo, tanto referido al sujeto como al complemento directo, ya que de ella se desprende que hay distintos niveles de exigencia de la mencionada función, desde los verbos como ser, en los que el predicativo es el centro semántico, hasta llegar a otros verbos que lo exigen dadas sus características semánticas (pág. 231).

    En el aspecto puramente formal resulta complicada la forma en que están numerados los epígrafes y subepígrafes: 2.1.1.1.1.1.2.1.1. (pág. 86), por ejemplo.

P. Carrasco

 

Humberto Triana y Antorveza, Léxico documentado para la historia del negro en América (siglos XV-XIX), Tomo I: Estudio Preliminar, Instituto Caro y Cuervo, Biblioteca «Ezequiel Uricoechea», Santafé de Bogotá, 1997, 440 págs.

    El extenso volumen que reseñamos aquí constituye una contribución introductoria de H. Triana y Antorveza a su ambiciosa obra sobre el vocabulario histórico del negro en América desde el siglo XV hasta el siglo XIX, que irá publicándose en la Biblioteca «Ezequiel Uricoechea» del I.C.C. en varias entregas. Al conmemorarse el medio milenio del Descubrimiento, este investigador colombiano se ha propuesto «contribuir a facilitar y reconocer el aporte biológico, psicológico, social, cultural y económico del negro, como tercera raíz de América» (pág. 13). Tras las consideraciones preliminares, los capítulos segundo y tercero del libro están dedicados al afronegrismo en España y América (págs. 23-77), concretamente a las siguientes cuestiones: la trata de esclavos negros, los testimonios literarios referidos al negro en la literatura hispanoamericana (con citas de Cervantes, Agustín de Rojas, Mateo Alemán, Vélez de Guevara, el Lazarillo de Tormes, Góngora, Lope de Vega, Quevedo, Quiñones de Benavente y otros), y los primeros negros en la conquista y colonización americana (Estebanillo y Juan Garrido). No obstante, tenemos que convenir con el autor en la necesidad de esclarecer documentalmente —hasta donde sea posible— el papel nada secundario del negro en el Descubrimiento y colonización de América, pues muchos textos preñados de noticias siguen sin ser consultados en los anaqueles de los archivos.

    Desde una perspectiva historicolingüística, los negroafricanos influyeron en el español de América porque junto con su religión, cultura o tradiciones llevaban su propia modalidad de lengua hablada, algunos de cuyos rasgos lingüísticos «se engarzaron no sólo en la lengua castellana sino también, seguramente, en las lenguas de los naturales» (págs. 78-79). En la Península Ibérica se habían producido anteriormente contactos interlingüísticos con los hablantes de lenguas africanas, aunque nunca en el grado ni con los caracteres que tiñeron la situación colonial en los nuevos territorios a los que fueron transportados los esclavos negros. Por Cartagena de Indias entraron en la primera mitad del siglo XVII más de un millón de negros, según Triana, cuya importancia sociodemográfica provocó problemas habituales de intercomunicación lingüística, sobre todo entre los esclavos y los médicos, que no podían entenderse, o con los jesuitas que se proponían evangelizarlos. Los propios negroafricanos se agruparon, en ocasiones, en logias que crearon su propia jerga o lenguaje secreto, como la de los ñáñigos o arrastrados cubanos —creada en 1836—, por la que se interesó H. Schuchardt.

    A los esfuerzos precursores por recopilar en un diccionario los afronegrismos, tanto del agustino fray María Peñalver como de Domingo del Monte —cuyos materiales desaparecieron— vienen a sumarse los de Esteban Pichardo, quien publicó en 1836 el Diccionario Provincial de Vozes cubanas, y los de Rufino J. Cuervo, que reconoció en sus Apuntaciones críticas sobre el lenguaje bogotano la difusión americana de palabras tomadas de las lenguas negroafricanas. Con posterioridad, se han ocupado de los afronegrismos Marco Fidel Suárez, Constantino Suárez El Españolito, Fernando Ortiz —autor de un Glosario de afronegrismos, La Habana, 1924—, Manuel Álvarez Nazario —a quien se debe El elemento afronegroide en el español de Puerto Rico, 1961— y muchos otros, a los que ahora se une H. Triana y Antorveza, el autor de esta obra que reseñamos, a quien le asalta la preocupación por la transcripción de los términos afroamericanos. Sin duda, ni la castellanización ni la adopción de la grafía del término en su lengua originaria resuelven la dificultad de cómo transcribirlos. De la solución que se adopte puede depender que «tal aporte lexicográfico» afroamericano resulte comprensible o ambiguo para quienes no sean especialistas (pág. 116).

    El capítulo V de este Estudio Preliminar se ocupa de los caracteres, hechos y noticias del complejo encuentro cultural y étnico entre negros e indígenas americanos. El mestizaje entre ambos grupos sociales produjo un nuevo tipo de mestizo, el zambo o zambaigo, hijo de negro e india. Algunos grupos de descendientes de negros e indios presentan actualmente especial interés humano y científico, se trata en opinión de H. Triana de los miskitos, remanecientes de indígenas bawinka mezclados con negros cimarrones y europeos, y de los garífunas o caribes negros, cruce racial entre indios caribes y negros que llegaron hacia 1625 a las Antillas. De estas dos agrupaciones, interesa especialmente, a nuestro juicio, la situación sociolingüística que viven actualmente.

    De la esclavitud de los negros, de su abolición, del reconocimiento de sus derechos y de la lucha antiesclavista también se ocupa detenidamente el autor (pág. 140 y sigs.), al tiempo que aporta los testimonios de teólogos y juristas que defendieron los derechos humanos de los negros (Bartolomé Frías de Albornoz, fray Tomás de Mercado, fray Alonso de Montúfar, el jesuita Alonso de Sandoval y otros). Además, se reúnen testimonios de escritores, que, sin ser juristas ni teólogos, se preocuparon por la libertad del negro: F. de Quevedo, F. Sánchez Barbero, Manuel José Quintana, J. J. Fernández de Lizardi y F. Acuña de Figueroa, junto a los autores cubanos de novelas antiesclavistas, al uruguayo Adolfo Berro y al colombiano Rafael Pombo. Por último, encontramos un análisis de la cuestión social de los esclavos en España durante el siglo XIX y de la Sociedad Abolicionista Española, cuyas campañas surtieron efecto ejemplar en Cuba y en Puerto Rico. Tras la abolición de la esclavitud, distintos escritores se ocuparon de los afroamericanos (historia, costumbres, vida, lengua, etc.): J. Isaacs, E. Palacios, J. A. Saco, J. J. Ortiz, S. Sanfuentes, M. Mª Madiedo y J. Hernández (págs. 213-300).

    En la línea del realismo, la literatura costumbrista peruana recreó el personaje del negro y su forma de hablar para dar un toque de exotismo, de colorido. En el teatro, se introdujeron graciosos y bufones negros. Se citan aquí los ejemplos de Felipe Pardo (1806-1868), quien llegó a satirizar la integración social del negro libre en Perú; y de Manuel Atanasio Fuentes (1820-1890), para quien los negros no sabían vivir en libertad y no estaban preparados para ser hombres libres. Su poema La libertad constituye «todo un memorial de agravios contra el negro libre, quien a su vez, albergaba rencores contra el hombre blanco» (págs. 305-306). Concluye el capítulo VI con la rememoración de algunos hechos ocurridos en el XIX, con la finalidad de reimplantar la esclavitud en América y el caso particular de las luchas paraguayas entre bandos contrarios de negros.

    Volviendo de nuevo al asunto principal de la investigación, la influencia del habla de los negros en el español de América debido al contacto de las lenguas negro-africanas con el castellano, se esboza la situación sociolingüística que históricamente ha contribuido a la pervivencia de elementos lingüísticos afronegros en el español de América. El aprendizaje del español, como factor unificador, produjo una distinción social entre los esclavos: negros bozales (recién llegados al Continente, no sabían el idioma de los amos), negros ladinos (hablaban bastante bien la lengua) y negros chontales (empleaban incorrectamente el español). Con el tiempo, «la lengua y habla del negro tuvo que particularizarse [...] en determinadas regiones y épocas, por razón de la situación social en que se encontraban sus hablantes y, en no pocos casos, a causa del aislamiento que enfrentaron numerosas comunidades afroamericanas que las alejó de la cultura oficial dominante [...] en varios lugares el afroamericano llegó a hablar un castellano muy cercano al habla popular de los criollos y mestizos, aunque salpicado de afronegrismos y definido socialmente» (pág. 323). Entre las influencias históricas, sociales y culturales que conformaron el habla española de los negros, Triana y Antorveza considera las siguientes: a) la convivencia con «marineros y gente de mar», b) con «traficantes y comerciantes de negros», c) la «incidencia del cristianismo», d) la «esclavitud y marginalidad social», e) el contacto con el «habla popular y lenguaje de los pícaros, de la briba y de la mala vida» y f) el «andalucismo». Destaca, asimismo, la asimilación entre los negros afroamericanos del romance como forma poética popular tradicional, cuya pervivencia actual ha entrado en crisis irremediable. Más testimonios del habla de los negros se han encontrado en los catecismos dirigidos a negros bozales (siglo XVIII), en los textos literarios, tanto dramáticos (Lope de Rueda, Lope de Vega y otros autores) como líricos del Siglo de Oro; en villancicos españoles del XVII y en la literatura colonial hispanoamericana.

    En el penúltimo capítulo, referido a la presencia del afroamericano en la creación cultural, el autor del estudio recuerda a cuatro grandes autores de la literatura afrohispanoamericana (José Vasconcelos, Gabriel de la Concepción Valdés, Juan Francisco Manzano y Candelario Obeso) y la reivindicación periodística del siglo XIX, entre negros y mulatos, en torno a la causa del negro y la defensa de sus derechos. Por último, se destaca la aportación del negro dentro de la creación literaria popular (canciones infantiles, del trabajo, políticas, refranes, cuentos, leyendas, corridos, etc.), muchas de cuyas manifestaciones y piezas fueron recopiladas por escritores folkloristas.

    Para concluir, el capítulo IX y último nos presenta el estado de la cuestión en el análisis del criollo palenquero del Palenque de San Basilio, peculiar islote afroamericano a unos 79 kms. de Cartagena de Indias, cuya comunidad negra surgió de unos esclavos cimarrones que han empleado ancestralmente esa modalidad lingüística, «el único criollo —a juicio de Patiño Rosselli— de base léxica estrictamente española que ha sobrevivido, [...] en el mundo sólo encontramos otro vernáculo criollo-español en las Filipinas, llamado chabacano» (pág. 429). Las lenguas criollas americanas despertaron el interés del sabio romanista H. Schuchardt, quien se puso en contacto epistolar con Rufino J. Cuervo para recabar mayor información sobre las formas dialectales del español que emplearan los negros.

    En estos años finales de nuestro siglo, tras los pasos del maestro de la filología colombiana y española, R. J. Cuervo, y tras los de H. Schuchardt, el lingüista de Graz, Humberto Triana y Antorveza ha querido llenar un gran vacío en el estudio de las culturas afroamericanas. Por ello ha colocado la primera piedra de un magno edificio lexicográfico que permitirá conocer de manera exhaustiva y documentada la historia de la «tercera raíz» o «rostro negro» de América.

M. Galeote

 

Carmen Cabeza Pereiro, Las completivas de sujeto en español, Universidad de Santiago de Compostela (Col. Lalia, Series Maior 4), 1997, 192 págs.

    C. Cabeza Pereiro realiza en este libro, cuya primera versión fue presentada como tesis doctoral, un análisis de las cláusulas que tienen en la posición argumental de sujeto otra cláusula introducida por la conjunción que. Los materiales que sirven de base al estudio están tomados de las más de 160.000 cláusulas analizadas y almacenadas en la base de datos sintácticos (BDS) elaborada a partir del «Archivo de textos hispánicos de la Universidad de Santiago» (ARTHUS). De todas las construcciones cuyo predicado responde al criterio de aceptar, dentro de diferentes configuraciones de funciones sintácticas, una cláusula como sujeto, no estudia ni los esquemas SUJ-PRED-SUPL y SUJ-PRED-CADV, por el número escaso de ejemplos registrado en el corpus, ni todos los casos de construcciones pronominales —interpretables como pasivas reflejas o como impersonales—, por tratarse de construcciones derivadas.

    Como método de trabajo, adopta la autora una perspectiva funcional en la línea de los estudios realizados sobre la «estructura de la cláusula» en el Departamento de Filología Española de la mencionada Universidad. En lo concerniente al tema objeto de estudio, considera que los esquemas funcionales son moldes formales propios de cada lengua particular, por medio de los que se expresan determinados contenidos (‘la realización de una acción o un proceso’) o se selecciona determinada estrategia discursiva. Esta visión implica el carácter intralingüístico de las funciones sintácticas, sin que esto obste para admitir la existencia de ciertos principios icónicos en los procesos de codificación sintáctica. Para la delimitación de las categorías lingüísticas sigue los principios de la Teoría de Prototipos: rechaza que la adscripción de un objeto a una categoría descanse en la existencia de condiciones necesarias y suficientes, y, por tanto, postula que ni las categorías son homogéneas ni los límites entre ellas, nítidos.

    Dos partes pueden distinguirse en este estudio. La primera (caps. 1, 2 y 3) está dedicada a construir el marco teórico para el análisis de las completivas de sujeto en español: las características sintácticas de los sujetos en español, la referencia de las frases nominales y de los argumentos en forma de cláusula, y el estudio de la presuposición como factor que explica el que las completivas se gramaticalicen como sujetos con algunos predicados. En la segunda parte estudia los distintos esquemas que pueden presentar una cláusula completiva en función sujeto.

    C. Cabeza Pereiro parte de una concepción multifactorial de la función sujeto, siguiendo los trabajos de Keenan y los tipologistas. Lo define como ‘la entidad relacional de carácter abstracto que se manifiesta en la expresión por medio de las marcas sustanciales de concordancia, caso y orden’. Tales marcas ni son rasgos «definitorios» de la función ni tienen el mismo rango («la concordancia con el predicado se presenta como el factor más relevante»); consecuentemente, no todas las secuencias que funcionan como sujeto están caracterizadas de igual modo. Las cláusulas en función sujeto son sujetos no prototípicos, pues responden sólo parcialmente a las propiedades concomitantes con la subjetividad; además, las construcciones con completiva de sujeto pueden confundirse con las impersonales, dado el orden habitual de este tipo de construcciones: VS.

    Este comportamiento se explica por el hecho de que desde el punto de vista comunicativo es importante distinguir entre el hablante y el oyente, o entre el hablante y cualquier otro objeto del mundo. De ahí que la gramática privilegie las distinciones que implican a seres animados (y en particular al hablante y al oyente), mientras que deja indeterminados los contornos de los procesos verbales que actúan como argumentos de predicados. Por eso el sujeto se presenta con tantos más atributos propios de la función cuanto más alto esté en la escala de animación. Las unidades que con mayor facilidad son sujetos remiten a entidades del mundo que reúnen las condiciones idóneas para ejecutar acciones.

    Tradicionalmente, las cláusulas completivas han sido también denominadas subordinadas sustantivas. Esta vinculación de las cláusulas completivas con la clase de palabra sustantivo le lleva a plantearse si la referencia de las cláusulas completivas, similar a la de otras unidades ‘nominales’ más simples, repercute en un comportamiento sintáctico por parte de las cláusulas semejante al de esas unidades nominales. Tras reseñar las tipologías de objetos de referencia propuestas por Lyons y por Vendler, y tras comentar el modelo de estructura de cláusula de Dik con el fin de distinguir entre eventos y hechos, afirma que, ciertamente, las cláusulas completivas comparten con las frases nominales la propiedad de referir a entidades del mundo; pero desempeñan esta función discursiva de una manera secundaria, tanto porque mantienen su carácter predicativo, cuanto porque su capacidad de referir procede justamente de su condición de argumentos: dependen de un predicado de un determinado tipo (capaz de introducir un evento o una proposición) y precisan de una marca especial de subordinación (la conjunción).

    Analizada la referencia a partir de los tipos de entidades referidas por las frases y las cláusulas, deduce que los objetos que tienen dimensiones son aludidos sólo por frases, mientras que las entidades de orden superior lo son por frases o por cláusulas. Aunque no pueda justificarse una generalización según la cual la diferencia de uso entre las frases nominales y las cláusulas en posición argumental se basaría en una distinción semántica entre eventos y proposiciones, pueden observarse ciertos indicios de una correlación entre la expresión de entidades de segundo orden por medio de frases, y de la referencia a entidades de tercer orden a través de cláusulas con «que».

    Una vez examinadas la función sujeto y la referencia de las frases nominales y de las cláusulas en posición argumental, aborda en el tercer capítulo un fenómeno de carácter discursivo que viene a explicar, para los predicados de afección al menos, el hecho de que las completivas se gramaticalicen como sujetos: la presuposición. En efecto, los verbos de «afección» responden a las características del modo (subjuntivo), orden (posibilidad de anteponerse al predicado) y posible introducción de la completiva por medio de la frase «el hecho de» o el artículo «el». Estas propiedades, supuestamente relacionadas con la factividad, las cumplen también otros verbos; de ahí que los límites de los verbos factivos sean borrosos. Aunque dichos verbos no se limitan a la construcción con cláusula de sujeto y CIND, fuera del ámbito de los predicados de afección las pruebas para determinar la factividad son menos seguras. En consecuencia, puede afirmarse que «los predicados de afección que aceptan el esquema SUJ-PRED-CIND (donde el sujeto puede ser una cláusula) […] son prototípicamente factivos», ya que «reúnen todas las propiedades estructurales asociadas con la factividad y, por otro lado, sus sujetos clausales admiten una lectura presuposicional» (pág. 79). La consideración del contenido proposicional de la subordinada como una asunción de fondo a partir de la cual se afirma algo explica su gramaticalización como sujeto, «en la medida en que al concebirse como algo previo al proceso psíquico puede ser su origen» (pág. 80). Este esquema se usa también para la expresión de otros procesos de interpretación similar (donde parte de la información se presupone y otra parte se afirma).

    Como ya se ha dicho, la segunda parte de este estudio está dedicada a los distintos esquemas que pueden presentar una cláusula completiva en función sujeto: SUJ-PRED-CIND (cap. 4); SUJ-PRED-CDIR (cap. 5); las construcciones copulativas (cap. 6) y las construcciones existenciales-presentativas (cap. 7) con cláusula de sujeto. En el análisis de tales esquemas atiende a las características semánticas y sintácticas de los distintos esquemas, así como las distintas unidades (frases nominales, cláusulas, infinitivos…) que pueden desempeñar la función sujeto.

    Basándose en el estudio de M. Vázquez Rozas sobre El complemento indirecto en español, explica los esquemas SUJ-PRED-CIND y SUJ-PRED-CDIR como una desviación del prototipo transitivo (el primero) o como una cláusula de baja transitividad (el segundo). En efecto, definida la transitividad como noción multifactorial (Hopper y Thompson), habrá desviaciones del prototipo transitivo que tengan que ver unas con las características del argumento a (el sujeto de las construcciones transitivas), otras con las del argumento o (el objeto de las construcciones transitivas) y otras con el predicado. Como consecuencia de ellas, pueden producirse modificaciones en la estructura de la cláusula tales, que pueden o bien suponer una reorganización en la estructura de la cláusula, o bien afectar sólo a un participante o a la forma del predicado.

    Las cláusulas de esquema SUJ-PRED-CIND constituyen una desviación del prototipo transitivo. Su carácter marcado radica en ser predicados [+ estativos], con un argumento A que no controla el proceso, y con el «elemento O más alto en animación que el elemento A». Responden a este esquema tres tipos de predicados: los predicados de «afección» (modelo: gustar), los predicados asertivos parecer y constar y los predicados de «asociación» (modelo: tocar). Aunque los sujetos de estos esquemas son periféricos, establece matices dentro de la no prototipicidad: las cláusulas en función de sujeto con los predicados de afección son menos periféricos, en cuanto que presentan más atributos del Proto-Agente, que las cláusulas de los otros dos tipos de predicados.

    Por su parte, las cláusulas de esquema SUJ-PRED-CDIR (poco frecuentes con cláusula completiva o de infinitivo en función sujeto) implican una disminución de la transitividad puesto que las cláusulas completivas de sujeto se alejan del prototipo de agente y, además, presentan o un o no individualizado con fuerte vinculación con el verbo (dar + nombre, hacer + nombre, valer y merecer + frase nominal, tener en predicados complejos) o un O no afectado (suponer, significar, contener…).

    Los dos últimos capítulos están dedicados a los esquemas SUJ-PRED-CIND-PRTVO y SUJETO-PRED-PRTVO (construcciones copulativas), y a los esquemas SUJ-PRED (construcciones existenciales-presentativas).

    En el capítulo sexto examina la validez de la distinción entre ecuación y adscripción para el análisis de las construcciones copulativas con una cláusula completiva por sujeto y revisa la clasificación semántica de los adjetivos. Propone que con el verbo ser los esquemas pueden ser biargumentales (ecuación) o monoargumentales (adscripción), mientras que con los demás verbos copulativos sólo pueden ser monoargumentales. En este caso, cuando el adjetivo es el núcleo semántico del predicado, es el que selecciona el tipo de complemementación clausal (bien con la forma verbal en indicativo, bien con el verbo en subjuntivo o infinitivo), a pesar de que «ninguna de las propuestas que conocemos para el español alcanza a explicar adecuadamente la actuación de los atributos adjetivales cuando el sujeto es una completiva o una cláusula de infinitivo» (pág. 165).

    La función de las cláusulas existenciales-presentativas es introducir por primera vez un nuevo participante (predicados que rigen un único argumento). Éste suele aparecer en posición postverbal y se resiste a tomar las marcas características del sujeto.

    Como la propia autora señala en el prólogo, este libro no agota el tema del estatus gramatical de las completivas de sujeto. Con todo, supone una contribución muy valiosa al tema objeto de análisis, ajustándose en su desarrollo a la metodología funcional seguida en la Universidad de Santiago.

F. Díaz Montesinos

 

Manuel Martín Sánchez, Diccionario del español coloquial (Dichos, modismos y locuciones populares), Tellus, Madrid, 1997, 453 págs.

    Este diccionario de Martín Sánchez que nos ocupa se caracteriza por un controvertido prurito enciclopédico. Se desprende del Prólogo (págs. 7-8) que a su autor lo guía el empeño de reunir el mayor número posibles de expresiones idiomáticas, de refranes o de locuciones. Suponemos —no se indica expresamente— que las fuentes de que se sirvió el autor al escoger las entradas del diccionario habrán sido muy diferentes. No pueden haberle bastado el DRAE, el Tesoro de Covarrubias y el Vocabulario de refranes de Correas. Además, hay otras fuentes y obras cuya indicación bibliográfica —incompleta— figura ocasionalmente en las entradas. Valgan como botón de muestra unos cuantos ejemplos, el Diccionario de argot español, de L. Besses se cita s.v. coco («hacer cocos»); F. Álvarez, Formulario universal o Guía práctica del médico, s.v. aceite («caro como aceite de Aparicio»); el Génesis, s.v. Adán («estar hecho, ser un Adán»); el Éxodo, s.v. becerro («adorar el becerro de oro»); Antonio de Valbuena, Ripios vulgares y Bastús, La sabiduría de las Naciones, s.v. biblia («ser algo la biblia en verso, o la biblia en pasta»; s.v. corregir la biblia); las Metamorfosis de Ovidio, s.v. brazo («estar en brazos de Morfeo»); el Diccionario Enciclopédico de la Guerra, s.v. capona («vivir de Capona»); Muñoz Seca, La Caraba, s.v. caraba («ser algo la caraba»); Montoto, Personajes, personas y personillas, s.v. carabina; Rodrigo Caro, Días geniales y lúdicos, s.v. pies («poner pies en la pared»); el Diccionario de Autoridades y la Introducción a la lexicografía moderna de Cejador [ sic] , s.v. portante («tomar el portante»), etc. Hay una referencia a Beinhauer, sin indicación de la obra a la que alude, s.v. jota («ni jota»), donde se indica erróneamente que en griego existe la letra jota «la más pequeña del alfabeto».

    Martín Sánchez no ha explicitado la diferencia entre «dichos», «modismos» y «locuciones populares», ni su concepción de «español coloquial». No obstante, el lector que se acerque a esta extensa obra lexicográfica, o que la maneje con detenimiento, comprobará que la redacción de las entradas es irregular. Bajo el lexema de la entrada hay una o varias expresiones, cuyo sentido se aclara o explica, pero en numerosas ocasiones hay información irrelevante e improcedente, respecto del significado y uso del dicho o locución. Un ejemplo, al azar, nos servirá para apoyar esta afirmación: s.v. cuco («ser un cuco») se lee: «El cuco o cuclillo es un ave del orden de las trepadoras, muy común, de patas cortas, cola negra con pintas blancas, alas pardas y plumaje color ceniza. Su canto es el característico Cu-cu. Pone sus huevos en los nidos de otros pájaros de menor tamaño que él, herrerillos, hurracas [sic] , etc. El huevo es incubado por los pájaros propietarios del nido y una vez nacido el cuco, de mayor tamaño que los otros polluelos, echa a éstos del nido quedándose solo y siendo alimentado hasta que puede volar y huye. Existe una copla que recoge esta costumbre del cuco y que dice así: Soy de la opinión del cuco, / pájaro que nunca anida: / pone el huevo en nido ajeno / y otro pájaro lo cuida». Esta información sobre las costumbres, el hábitat, etc. del cuco es irrelevante para ser incluida en una entrada de este tipo de diccionarios, a nuestro juicio. Otro ejemplo más es el largo excurso del autor sobre la vestimenta de las prostitutas en las ordenanzas medievales, s.v. pico («andar o irse de picos pardos»), desde los tiempos de Alfonso X a las Ordenanzas sevillanas del siglo XVI. En cambio, no se nos informa de que el término pico ‘pene’ es un taco impronunciable en algunos países de Hispanoamérica, como Chile, que puede hacer sonrojar a quien lo diga ignorando su carácter de palabra tabú, prohibida y malsonante. En realidad es un ejemplo de lo que los chilenos llaman garabatos ‘tacos’.

    Se recogen, asimismo, como expresiones del español coloquial algunas que son indudablemente latinas: coitus interruptus (s.v. coitus), ex abrupto, in extremis, statu quo, stricto sensu o in albis, por ejemplo. Tampoco puede aceptarse que en español actual y coloquial «estar a gusto» y «ponerse a gusto» signifiquen ‘estar drogado o drogarse’. Nos parece realmente dudoso que pertenezcan a la jerga de los drogadictos, como se afirma s.v. gusto («estar, ponerse, a gusto»). Por último, Martín Sánchez ha incluido una expresión en desuso, si bien fue general en otro tiempo: «ser, o parecer, un Fúcar» (s.v. fúcar). Curiosamente, en esta entrada el autor nos ofrece una referencia bibliográfica de carácter historicoeconómico: «Es muy conocido el libro de Ramón Carande, Carlos V y sus banqueros» [sic] .

    Al mismo tiempo, si las expresiones idiomáticas resultan tan difíciles de emplear con acierto por un extranjero o alumno que aprende el español como lengua extranjera, esto se debe al uso figurado o metafórico con que se emplean. Por ello, «estar pelado» (vid. s.v. pelar) equivale a ‘estar sin dinero’ o a «no tener ni gorda» (vid. s.v. gorda). Sin embargo, no hay indicación alguna en el Diccionario del español coloquial para que el lector pueda asociar —si las desconoce— ambas expresiones. Ni siquiera en el Índice temático (págs. 395-453), dentro del subconjunto de expresiones relativas al dinero (abundancia, escasez), aparecen tales expresiones juntas y al lado de «estar sin blanca», «estar sin chapa», «no tener ni gorda», «estar con una mano atrás y otra delante», «no tener un real», «no tener dónde caerse muerto», «estar a dos velas», etc.

    Sin embargo, nos parece aún más significativo que s.v. putada («hacer una putada a alguien») se incluya otra expresión equivalente «hacerle una faena a alguien», que no está recogida en el Diccionario ni s.v. faena ni s.v. hacer. Hay que evitar, pues, estas definiciones cíclicas que no ayudan a esclarecer el valor de la expresión.

    Observamos también que las indicaciones sobre el uso de tales dichos o modismos escasean. Hubiera hecho falta incluir observaciones de carácter pragmático, estilístico y sociolingüístico, para que quien consulte el diccionario sepa más precisamente cómo se pueden insertar en el habla cotidiana, coloquial y común, tan gran caudal de expresiones idiomáticas. El estudiante de español precisa diccionarios de uso que contengan específicamente las normas para el uso acertado, correcto y apropiado, de tales expresiones figuradas. Martín Sánchez ha realizado un descomunal esfuerzo en el acopio de tanto material —de heterogéneo valor, desde el punto de vista histórico y sincrónico, indudablemente—, pero éste será la base que le permitirá en el futuro, prescindiendo de tanta información enciclopédica redundante, añadir las indicaciones de uso, para que el Diccionario del español coloquial pueda hacer justo honor a su nombre.

    Por último, para terminar la reseña de este Diccionario, faltan algunas entradas usuales hoy en día —aunque ya la obra es voluminosa—: por ejemplo, podrían haberse incluido s.v. perejil: «por correr del perejil, le nació en la frente»; s.v. perro: «ser un perro o ser muy perro»; s.v. perrilla, «no tener una perrilla» ‘no tener dinero’, «costar tres perrillas» ‘ser muy barato’, «no valer tres perrillas» ‘tener poca salud’; s.v. perita, «ser perita algo» ‘ser excelente’ (expresión frecuentísima en Málaga).

    En fin, baste con estas consideraciones críticas, al hilo de la lectura de este Diccionario del español coloquial, cuyo valor intrínseco está por encima de estas minucias lexicográficas señaladas, que no menoscaban en nada su valía. Es una obra extensa, minuciosamente elaborada, susceptible de mejorarse como todo, y que demuestra la capacidad de su autor para salir airoso en la interpretación de la mayoría de las expresiones idiomáticas catalogadas y analizadas.

M. Galeote