EL ENTENADO DE JUAN JOSÉ SAER: APUNTES SOBRE EL REVERSO DE ÍTACA, Christoph Singler, Universidad de Besançon (Publicado en Analecta Malacitana, XX, 1, 1997, págs. 95-107) 

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    ¿Quiénes fueron los colastiné? Asimilados, en el Handbook of South American Indians, a los  timbúes y quiloazas, vivían a principios del siglo XVI a orillas del Paraná, en la zona de Santa Fe. Hay quien afirma que se los exterminó durante la conquista del Río de la Plata, o sea antes de que una bula papal proclamara la racionalidad de los indios. Pero no fue cuestión de tiempo. De hecho era poco probable que se les concediera tal dignidad: eran de un nivel cultural primitivo al extremo, y por más señas, antropófagos. Dice M. Cervera en su historia de Santa Fe: «Miserias por todas partes [...]. Salvo la tierra virgen fructífera donde [los españoles] arrojan las primeras semillas de toda clase de productos agrícolas; salvo las llanuras dilatadas [...] todo es obstáculo, desamparo, muerte. Los indios sin moral, sin relaciones sociales, en luchas continuas entre sí, sin habitaciones ni pueblos aceptables...» [1]. Por ser su número matemáticamente insignificante, la Enciclopedia Argentina no se digna mencionarlos siquiera; tampoco constan en la monumental Historia de Argentina del Abad de Santillán. Sin embargo, en el artículo del Handbook mencionado, S. Lothrop señala su presencia en ciertas encomiendas en las cercanías de Santa Fe, hasta avanzado el siglo XVII [2]. Sobrevive su memoria en un poblado del mismo nombre cercano a Serodino, lugar de nacimiento de Saer.

1. Amargura del regreso

    La historia del entenado la narra un grumete —anónimo— que participó en la primera expedición que se adentrara en el Río de la Plata. Único superviviente de una tentativa de exploración por tierra, cayó en manos de esa tribu con la que viviría unos diez años antes de volver a Europa, recuperado por otra expedición que, en la novela, extermina a los colastiné. Hasta aquí, apenas unos cuantos cambios geográficos y la elisión de nombres bien conocidos por los historiadores de la conquista del Río de la Plata envuelven la aventura «verídica» de Francisco del Puerto, miembro de la expedición de Díaz de Solís, en un aura de lejanía.

    El relato no solamente borra toda traza de pintoresco que pudiera ofrecer ese caso que como otros tantos se hizo famoso en la Europa de entonces; prescindiendo de los oropeles propios de la novela histórica, le da una dimensión espiritual [3]. Arrancado el narrador a su mundo de origen durante ese lapso —que coincide con el paso a la edad adulta (démosle poco más de 15 años cuando el rapto)—, la sociedad occidental se le habrá vuelto extraña al regresar a su tierra. Dedica el resto de su vida a recordar su estadía entre los indios, con el fin no sólo de reconstruir su propio pasado, sino de elucidar al propio tiempo el misterio de los colastiné. Recuerdo cuya construcción transcurre por varias etapas: empezando por el testimonio que ofrece a cierto padre Quesada (apócrifo), y pasando por una pieza teatral escrita por él, el entenado termina redactando su autobiografía durante los últimos años de su vida, a unos 60 años de los sucesos. Y es que, dice el narrador, precisamente en el instante en que los indios lo despidieron, que «a medida que me alejaba, lo que transcurría ante mis ojos iba ganando sentido en vez de perderlo» (pág. 88) [4]. Son esas miradas las que lo «ayudan a sostener, en la noche nítida, la pluma [...]. Esas miradas, que tantos hombres han aprendido a disimular, son como el reverso que refuta, constante, la carnadura falsamente orgullosa de lo visible [...], las que desmantelan, con su pavor discreto, el lujo de la apariencia [...]. El que las ve en su insistencia desesperada [...] puede considerarse al tanto del precio de este mundo» (pág. 87). Por ello el relato del entenado no se pliega a la cronología, evocando casi a pesar suyo las vivencias que le tocaron en Europa antes de volver una vez más a la memoria de las tierras americanas.

    He aquí la perspectiva, la figura narrativa del entenado: consciente de que su razón de ser radica en el testimonio que ofrece de aquella humanidad perdida, el narrador se empeña, como si en ello se le fuera la vida, en rescatarla del olvido. Lo que supone, asimismo, que considera su propio ser como una función de tal experiencia. Recuerda que «algo en mí se plegaba, dócil, y bien hondo», a las certidumbres de sus huéspedes (pág. 148). Hasta llega a construir su propia identidad en función de la alteridad absoluta —ya que desaparecida— que representan los colastiné; suerte de identidad negativa que pone en duda lo que sus compatriotas llaman, «con solemnidad obtusa, nuestra patria» (pág. 96). Mestizado espiritualmente, el entenado se siente definitivamente instalado «entre dos mundos» (pág. 58).

    De modo que dos ejes se superponen en su narración. Por un lado, la experiencia entre los indios fundamenta y justifica el relato autobiográfico: dar testimonio de su existencia es la misión que los indios encomendaron al entenado. Por otro lado, inspirada en el pensamiento de los colastiné, que ellos no formulaban por cierto, su historia constituye también un esfuerzo por cobrar conciencia de cómo se forma el individuo, o sea de su dudosa, si no ilusoria, consistencia ante una realidad incierta.

    Siendo relato de un viaje a regiones inhóspitas habitadas por seres que encarnan por así decirlo la prehistoria mítica del hombre, la experiencia del entenado puede leerse como eco al análisis de la Odisea que Adorno y Horkheimer realizan en su Dialéctica de la razón. Muestran en su interpretación cómo, a fin de vencer las fuerzas míticas de la naturaleza (los cíclopes, Circe, los lotófagos), el héroe, al mismo tiempo que aprende a reprimir sus afectos, de hecho se somete a aquéllas para adquirir individualidad, comparable en su rigidez a las fuerzas naturales. La constitución del individuo autónomo, o sea el advenimiento de la racionalidad instrumental en que este proceso estriba, sería, pues, el resultado de la mimesis de la naturaleza, cuyas leyes el individuo admite e interioriza. Fue con y gracias a los colastiné que se formó la personalidad del entenado: «[...] yo era arcilla blanda cuando toqué esas costas de delirio, y piedra inmutable cuando las dejé...» (pág. 84). La rigidez, tanto la de los indios como la del narrador, es uno de los motivos centrales en la novela. Sin embargo, aquí el síntoma produce otro diagnóstico. Se verá que el pensamiento no formulado de los colastiné, que tanto fascina al entenado, socava el individualismo occidental, pese a que se conciban como sujetos aislados del mundo circundante: lejos de reconocer la superioridad de la naturaleza que los rodea, se ven a sí mismos —en cuanto grupo— como sostén de ésta.

    Ya el mismo anonimato del viejo testigo señala que el relato se propone como contra-modelo a la epopeya homérica. Este nuevo Ulises no regresa a su país recobrando su herencia y el lugar destacado que corresponde al héroe vencedor de las fuerzas naturales; asume su papel de paria, objeto de la curiosidad mundana. Su hostilidad hacia el entorno en que termina su vida demuestra que no hay Ítaca para él; y la narración, por precario e inasible que parezca el pasado que evoca, en vez de legitimarlas, desmiente las «apariencias» que conforman el presente de la oronda civilización hispánica en plena euforia expansionista. Para el entenado, la cueva de Polifemo se ha convertido en hogar añorado: «Ahora que soy un viejo me doy cuenta de que la certidumbre ciega de ser hombre y sólo hombre nos hermana más con la bestia que la duda constante y casi insoportable sobre nuestra propia condición» (pág. 85).

2. Memoria y sueño

    Cabe señalar, sin embargo, que el entenado nunca sabrá a ciencia cierta si la filosofía que intenta destilar es el reflejo de sus propias «rumiaciones» o trasunto del pensamiento ajeno. No está demás interrogarse sobre los azares que enfrentan a la escritura con la memoria, dadas las ambigüedades de la lengua colastiné (págs. 85 y 121-122), la poca propensión de los indios a explicaciones superfluas y las observaciones más que fragmentarias que el observador pudo hacer acerca de la comunidad indígena. En realidad, aunque en el momento en que escribe cree saber lo que esos indios esperaban de él, le consta no estar seguro en absoluto de haber entendido «el sentido exacto» de tal esperanza (pág. 79). Sospecha que va construyendo una versión falsificada en la medida en que entre la escritura y los recuerdos, aunque lo invadan una y otra vez con fuerza irreprimible, media una distancia insalvable, ya que el hecho de apuntar lo recordado distrae forzosamente de lo vivido: «[...] si lo que manda, periódica, la memoria, logra agrietar este espesor [del presente], una vez que lo que se ha filtrado va a depositarse, reseco, como escoria, en la hoja, la persistencia espesa del presente se recompone y se vuelve otra vez muda y lisa, como si ninguna imagen venida de otros parajes la hubiese atravesado» (pág. 58). Que el acto de escribir deshaga el presente pegajoso, en virtud de la persistencia de los recuerdos, no convierte lo recordado en algo palpable y duradero. Importa el acto de recordar, no el rastro material que deja en el papel.

    A ello se añade que al estar escribiendo no le es dable saber si está soñando o realmente recordando el pasado: «Recuerdos y sueños están hechos de la misma materia» (pág. 147). Es este el argumento expuesto por Roger Caillois observando que «la mémoire n’est pas immanquablement en mesure de distinguer avec certitude le souvenir du rêve et le souvenir de la réalité» [5]. Por más que el entenado le oponga unos cuantos libros que dice haber recibido de manos del padre Quesada, testigos de que su historia ha tenido efectivamente lugar —«el mundo puede dar edad y espesor» (a los sueños y recuerdos, pág. 148)—, resultan nada menos que concluyentes. A semejanza de Caillois, el entenado queda con la duda de si «esa vida... [no] ha sido, en el instante que acaba de transcurrir, una visión causada menos por la exaltación que por la somnolencia» (pág. 148).

    De ahí otro interrogante: ¿cómo cerciorarse de que, de saber que ha sucumbido al sueño en el instante que acaba de transcurrir, por corto que haya sido, el entenado no siga soñando ahora mismo, en el momento en que está escribiendo, con la ilusión de haber despertado? Acaba de apuntar que, creyendo recordar un sueño antiguo, puede que el soñador esté soñando otro nuevo en forma de recuerdo (pág. 147). Tales razonamientos parecen lo propio de la vigilia. No obstante, R. Caillois notó que justamente el sueño puede revestir todas las apariencias del razonamiento abstracto. La duda que acosa al entenado bien puede ser otro simulacro. Concluye Caillois: «[...] moins heureux que Descartes, qui, de son doute, tirait du moins la certitude de son existence, je ne puis tirer du mien une preuve suffisante que je ne rêve pas et que je ne vais pas, dans un instant, m’éveiller» [6]. Pero quizá el entenado no busque tal asidero en la mal llamada realidad que pudiese comprobar su propia identidad: en oposición a Descartes, dudar para él supone dudar de su existencia. Es decir, el hecho de estar escribiendo conlleva la duda; pero al revés, la duda no prueba ni la existencia del que duda ni mucho menos la presencia del mundo circundante.

    De manera que, a la par que siembra la incertidumbre acerca de su historia, el entenado va minando paulatinamente los cimientos de su presente. Apenas se le ofrece algún objeto, «dos o tres minutos después de su aparición» se le vuelve tan incierto, «como si hubieran transcurrido sesenta años» (pág. 58). Es lo que recuerda, «son esos otros parajes, inciertos, fantasmales, no más palpables que el aire que respiro, lo que debiera ser mi vida» (pág. 58). Habría que subrayar ese debiera: si el presente no posee mayor consistencia que lo pasado, ¿por qué darle crédito en detrimento del recuerdo? Lo verdadero no debe confundirse con la certidumbre de estar aquí, «tan frágil, que no posee, en sí, valor de prueba» (pág. 114). En este ambiente nocturno, enrarecido, en que el entenado va redactando su testimonio, flota, con todo y con ser indemostrable, como «indicio de algo imposible pero verdadero» (loc. cit.), el recuerdo de los colastiné como llamado a un existir en la duda y merced a ella.

3. Canibalismo

    No se piense que el entenado tenga como propósito, moral o apologético, el tomar la defensa de los indios, ni siquiera lo mueve algún vago sentimiento elegíaco. Siempre —vivió, cabe repetirlo, unos diez años con aquella etnia— se ha quedado como ausente tanto del mundo social como de la mentalidad indígenas. Los datos que recoge (educación, relaciones de poder, por ejemplo) son pocos, y lo esencial de su reflexión excede con mucho la observación etnográfica. Apenas si alude, en unas cuantas páginas, a la cultura material o a las instituciones sociales indígenas, sin pensar siquiera en su arte, al parecer inexistente. Tampoco traba amistad con nadie, ni menciona relación sexual alguna.

Por otra parte, su observación se atiene casi exclusivamente a lo visual (lo táctil, lo olfativo, lo auditivo vienen a apoyar la percepción visual): si bien demuestra una actitud intelectual, el que predomine lo sensitivo excluye el más leve amago de juicio moralizante. Sorprende tanto más cuanto que la primera imagen que le da la tribu es precisamente una escena de canibalismo cuyas víctimas son sus compañeros de expedición. Escena que puntualiza la transformación del cuerpo humano en carne deliciosa, pero que viene contrapunteada por el juego predilecto (el único) de los niños colastiné, que simula una y otra vez la descomposición y recomposición de una cadena perpetua. Por un lado, la necesidad de mantener la ley inmutable del cosmos, que precisa un constante restablecimiento de todos sus elementos en todo momento; de ahí la «pacatería» de los colastiné, su higiene y limpieza maniáticas, su «consideración por el prójimo, su pudor, su urbanidad de una complejidad insólita» (pág. 67). Por otro, la desmesura del festín antropófago seguido de una orgía que anualmente causa estragos en la tribu: en rigor de verdad, la disciplina requerida para preservar al grupo en un entorno hostil, deniega el deseo de comer carne humana [7]. Inconsciente, y por tanto incoercible, ese deseo aniquila una vez por año el orden humano a duras penas arrebatado al caos del que, «confusamente, como los animales» (pág. 85), los indios se saben originarios. A causa de ese retorno fatal y no por orgiástico menos doloroso, el narrador concluye que «con los años, al horror y a la repugnancia que me inspiraron al principio los fue reemplazando la compasión» (pág. 84).

    Ese festín es la única fiesta de la tribu, a la que se convida generalmente a los vecinos. Ritual pobre, en realidad sólo regido por una necesidad física, en todo caso «no premeditado» (pág. 79), y extraño en cuanto que destruye toda cohesión social. Si los colastiné comen carne humana proveniente de fuera para demostrar su propia humanidad, el mismo agasajo canibalesco les evidencia todo lo contrario (págs. 129-130). Sienten que su vida disciplinada no es más que «pura apariencia» (pág. 83). De esa oscilación entre el barniz y el trasfondo nace la duda acerca de su condición humana.

    Saer ofrece aquí la visión de un canibalismo a la vez distante y familiar respecto al pensamiento antropológico de nuestra modernidad. La filosofía de los colastiné, que ellos practican sin tener a su alcance el lenguaje adecuado para articularla en términos abstractos, remite a las tentativas de interpretar las distintas cosmovisiones amerindias, de M. León Portilla hasta Pierre Clastres (quienes, a su vez, echan mano de las categorías filosóficas de la tradición europea). Un punto común a todas estas interpretaciones es la concepción dualista, según la cual el equilibrio del universo exige que cada fenómeno tenga su complemento contrario, y en que al mundo de las apariencias corresponda un lado invisible. Recuerda la mitología azteca el que los colastiné crean ser «el núcleo resistente del mundo». La aportación de Saer consiste en que la narración ofrece la experiencia concreta del malestar existencial que acarrea esa idea primitiva. Es que los indios no dudan de la existencia del lado invisible, sino que temen la inexistencia del mundo visible (pág. 116), «compuesto de cosas corruptibles y por lo tanto efímero», según la versión que Clastres propuso del pensamiento guaraní [8]. El Uno, principio de la identidad que socava las apariencias, rige igualmente la existencia humana. Por más que el colastiné se precie de otorgar realidad a los objetos circundantes, él a su vez supedita la suya a la existencia de éstos: «[...] dependían tanto uno del otro que la confianza era imposible» (pág. 119).

    De ese «círculo vicioso» (pág. 120) no hay escapatoria; los hombres no logran darse un status que los exima definitivamente de la corrupción de toda cosa. Nacida de la desesperación existencial (más prosaicamente, del instinto de conservación), habría una tentativa confusa por acceder a lo humano. Sin embargo, ésta se ve contrariada por el instinto animal, obscuro deseo de reincorporarse a la cadena ininterrumpida de lo indistinto, de ser «agua dentro del agua», según Georges Bataille en su Teoría de la religión [9]. Desde las primeras páginas, Bataille subraya la nostalgia por la inmanencia (lo indistinto): «Je ne sais quoi de doux, de secret et de douloureux prolonge dans ces ténèbres animales l’intimité de la lueur qui veille en nous» (págs. 30-31). Más adelante, define esa intimidad como el sentimiento de la continuidad entre el hombre y el mundo, el sujeto y el objeto (pág. 59).

    Bataille construye una historia de la sensibilidad religiosa cuyo motor sería la búsqueda de esa intimidad perdida. La fabricación del útil origina la creación del espacio profano merced a la existencia de un objeto nuevo, separado del continuum del mundo; asimismo, si el sujeto se define así como función de la objetivación del mundo, se convierte a su vez en objeto dentro del espacio profano. El precio que paga por ello es bastante elevado: una vez roto su vínculo original con el mundo, éste se le va convirtiendo en el reino mítico de lo invisible (el Uno), acechando «l’ordre réel» construido por el sujeto [10]. Enfocado el objeto en la duración, es decir en función de su finalidad (pág. 62), la muerte, negación del carácter duradero de toda cosa, no tiene cabida en el nuevo orden de las cosas: «[...] la mort révèle la vie dans sa plénitude et fait sombrer l’ordre réel... [qui] rejette moins la négation de la réalité qu’est la mort que l’affirmation de la vie intime dont la violence sans mesure est pour la stabilité des choses un danger» (págs. 63-64). Es esta irrupción de la muerte como negación del espacio profano que temen los colastiné. «Au moment où un élément se dérobe à son exigence, il n’y a pas une entité mise en défaut et qui souffre: cette entité, l’ordre réel, s’est en une fois dissipée toute entière» (pág. 64). Basta ver hasta qué punto aborrecen la guerra aunque fuera sólo por estropear ésta unos cuantos enseres domésticos; cada elemento por más nimio que sea no sólo pertenece al orden real sino que lo sustenta. Esta idea explica el esmero que ponen en fabricar, con gestos precisos y rápidos, sus objetos (pág. 84).

    De tal modo, la fascinación por la inmanencia, que representa la muerte, sólo encuentra solución en la fiesta, definida como mecanismo que permite rebasar los límites impuestos por la racionalidad instrumental. El retorno se cumple momentáneamente en el sacrificio ritual, que libera, o simula liberar, la víctima (que puede ser humana) de su carácter utilitario.

    Hasta aquí la reflexión de Bataille. Tal vez lo que diferencia su reflexión de la de Saer radica no tanto en las categorías que se emplean en El entenado, sino en que el filósofo francés concibe su teoría como una suerte de fenomenología de un espíritu puro, transcendental, en que a cada etapa de la formación intelectual corresponde una etapa en la organización social (de modo clásico, el pensamiento mítico es propio de las sociedades arcaicas). Si bien afirma que «les premiers hommes étaient plus près que nous de l’animal; ils le distinguaient peut-être d’eux-mêmes, mais non sans un doute mêlé de terreur et de nostalgie» (pág. 47), su argumentación sólo introduce la nostalgia de la inmanencia perdida cuando ya la sociedad ha alcanzado cierta complejidad. Ahora bien, Saer propone sencillamente la posibilidad de que los colastiné se nieguen a la evolución, o la elevación del sujeto hacia su autonomía, debido a una vivencia espiritual, y no por culpa de algún ominoso pensamiento mítico.

    En el relato del entenado no figura el vocabulario religioso [11]. Mientras que en la obra de Bataille el pensamiento mítico acaba creando un mundo de espíritus y finalmente un Ser Supremo, el lado invisible del mundo colastiné recibe el nombre de la Nada, a la cual los indios oponen su esfuerzo por hacer perdurar las cosas. Si así es, ¿existe realmente la nostalgia de la intimidad? Para los colastiné, «intimidad» equivale a decir destrucción. Sobre todo, el retorno se realiza a nivel nada simbólico: son conscientes de que se concreta en el acto de comer carne humana. Ahora bien, su antropofagia se originó en el anhelo de sentirse al abrigo del continuo desgaste del mundo que los rodea: «De esa carne que devoraban [...] iban sacando [...] su propio ser endeble y pasajero» (pág. 129). Antes, en tiempos remotos cuando todavía no formaban un grupo distinto de los demás, supone el entenado, practicaban el canibalismo dentro de la misma tribu, aterrorizados por la experiencia de la Nada. Esa experiencia hizo que más tarde abandonaran el endocanibalismo: quien es comido, o puede ser comido, forma parte del «exterior improbable». Para sentirse como hombres verdaderos, tenían por tanto que ingerir a otros hombres, que de ahí en adelante dejaron de ser verdaderos para convertirse virtualmente en cosas perecederas, objetos del «mundo improbable».

    Por cierto, la periodicidad y la forma ritualizada del festín dejan traslucir que la tribu ha entrado en una fase que ella misma considera superior en relación con aquella etapa legendaria. Del endocanibalismo se pasó al exocanibalismo que a su vez señala una incipiente conciencia de sí. Queda, sin embargo, frágil porque sólo desvía, sin poder evacuarlo, el primitivo deseo hacia un objeto exterior. Al observarlos, el entenado nota en ellos un terrible sentimiento de derrota —aunque no de culpa— al terminar su fiesta. Lógica contradictoria de la antropofagia en que el mismo mal se propone como remedio: para constituirse en sujeto aislado, «nítido, más entero» (pág. 129), el antropófago recurre, a su vez, a la violencia del mundo. Recuérdese la interdependencia entre sujeto y objeto ya que se construyen mutuamente. Mientras los hombres estén dentro de la cadena de la violencia, seguirán siendo los agentes de la destrucción que acecha el orden que han impuesto al mundo. De ahí que no puedan tener confianza en él: la nada que les hace dudar de la existencia del universo visible, la encuentran en el fondo de sí mismos.

4. Desmesura (subjetividad / individualidad)

    Cierto es que, con la experiencia de la Nada, nació la subjetividad que se manifiesta en el empeño de construir un mundo duradero. Ya se puede afirmar que los colastiné, «no obstante provenir también ellos de ese exterior improbable, habían accedido, no sin trabajo, a un nivel nuevo en el que, aun cuando los pies chapalearan todavía en el barro original, la cabeza, ya liberada, flotaba en el aire limpio de lo verdadero» (pág. 129) [12].

    Contrasta con este esbozo de libertad el placer manifiesto que encuentran en el consumo de carne humana, tal como lo describió Clastres en su Chronique des Indiens Guyaki [13]. A pesar de que el endocanibalismo guayakí responde a la necesidad de ahuyentar los espíritus de los muertos que amenazan con alojarse en el cuerpo de los vivos, sobresale el deleite irreprimible que experimentan al comer la carne de sus muertos [14]. El placer, ¿sería causa del ritual, que a su vez buscaría un semblante de legitimación por la necesidad de protegerse contra los espíritus infaustos? Sostienen los colastiné idéntico debate entre atavismo y ritual. Con esa notable salvedad de que ellos se han percatado de la ineficiencia de su proceder. No solamente sienten con el correr del tiempo que la seguridad que sacan de la carne ajena se va desmoronando (pág. 129). Por debajo de esta incertidumbre creciente hay algo más, un obscuro presentimiento que atañe precisamente a su posición en el mundo, su supremacía respecto del mundo invisible.

    Al asumir su misión de testigo, como todos los Defghi indígenas que anualmente asisten a la fiesta, el entenado va adoptando implícitamente la cosmovisión indígena. Tropieza en este afán con la idea de individualidad, que es la suya. Desde su punto de vista, los indios se comportan todos de manera estereotipada, rechazando cualquier muestra de alegría: «No querían reconocer su propio goce. No les gustaba que algo, demoliendo sus fortificaciones, les gustara» (pág. 142). A ello opone la conducta de un hombre distinto, «dispuesto a abandonarse, a dejarse moldear, dócil, por el vaivén de los días, sin empecinarse en forjar una imagen de sí mismo ni negarse a admitir el ritmo de la contingencia [...]. Yo adivinaba [en ese personaje] una especie de originalidad, de sentimiento personal» (loc. cit.). Pero se equivoca con él: éste también se abandona a la orgía, a pesar de un semblante de resistencia inicial, que no es sino «un desafío descabellado, una forma de delirio y de desmesura» (pág. 146). De hecho, prolonga un instante la actitud colectiva de los colastiné el tiempo que dura el intervalo entre dos fiestas.

    Todo indica que los indios hacen un esfuerzo enorme por seguir comiendo a pesar de la repugnancia que los va ganando bastante pronto, como si fuera una obligación el convencerse de su inutilidad y al propio tiempo una manera de confesar su animalidad. En el mismo acto que debe afirmar su superioridad como hombres verdaderos, los indios expresan la duda sobre su propia humanidad. En cambio, la identidad individual, al negar la ósmosis original entre sujeto y objeto, no es sino desmesura. Signo de soberbia, la individualidad vendría a ser la negación de la intimidad que la tribu, es la conclusión que se impone, intenta renovar a través de la fiesta. Al mencionar un grupo vecino cuyos miembros ambicionan exactamente lo contrario de los colastiné, es decir, ser comido por otros, el entenado escribe: «Era querer no ser de un modo desmedido» (pág. 128). El que a lo largo del año rechacen todo placer por más nimio que sea y su revés, el gozo animal que se condensa en la antropofagia, son las dos caras de la misma medalla: la desmedida ambición de constituirse en individuo autónomo. Ahora bien, la aparente flexibilidad que manifiesta aquel hombre respecto a los azares de la vida es correlativa con el hecho de que parece negarse a participar de la inmanencia. Los términos que el entenado emplea para caracterizarlo señalan que se deja moldear por las fuerzas naturales, las cuales tendría interiorizadas a ejemplo del Ulises adorniano.

    Su «fracaso», es decir su muerte al cabo de la fiesta, traza la frontera que separa al sujeto del individuo autónomo. La ausencia entre los indios del temor a la muerte deja suponer, con Bataille, que no se asimilan todavía al mundo de las cosas: «[...] l’homme n’est pas, comme on pourrait le croire, une chose parce qu’il a peur. Il n’aurait pas d’angoisse s’il n’était l’individu (la chose), et c’est essentiellement d’être un individu qui alimente son angoisse» (pág. 70). Por otra parte, la rigidez epidérmica que los indios oponen a las fuerzas de la naturaleza no es la misma que Adorno atribuye a Ulises: no han llegado a escamotear el instinto animal de conservación detrás de la razón utilitaria que legitima sus leyes inmutables para vencer la naturaleza con sus propias armas. Si la «lucecita» interior que el entenado busca en los colastiné está prendida, no por ello se conciben como seres autónomos. Por más que a lo largo del año intenten «ser de un modo desmedido» (organizando el mundo de acuerdo con la racionalidad utilitaria), la comida antropófaga y la orgía subsiguiente los devuelven a sus orígenes. Antes que narración colectiva ritualizada, constituyen la vivencia renovada de su humanidad precaria, implicando el rechazo de la desmesura (en términos de los antiguos, la hybris) del individuo moderno. Saer se aleja de Bataille en un punto clave: la fiesta colastiné no es en absoluto un simulacro, ni tampoco tiene carácter utilitario alguno tal como se da en el ritual de una sociedad compuesta de individuos.

5. Perspectiva exterior

    Siendo hijo de la civilización española, ¿cómo puede ser que el entenado adopte el punto de vista de quienes él llama «ganado humano» (pág. 85)? A pesar de que nunca se integra a la tribu, con el tiempo va compartiendo sus vivencias, adoptando, desde las primeras líneas, el «nosotros». Desde ese ángulo está escrito su relato.

    Lo que retiene es que asumen los indios su «inacabamiento», que apela a la mirada exterior (como el entenado renace con la mirada «sonriente, casi irónica [...] y menos humana» del padre Quesada, págs. 98-99). La práctica antropófaga actual los mantiene en la dependencia del exterior. Para convencerse de ser ellos sujetos libres de la contingencia, se han creado una suerte de infrahombre. Pero aquello no solamente no basta, sino que es un subterfugio demasiado transparente. El problema está en que la certeza de su existencia no les puede venir de sus propios actos. Por ello les es necesario un testigo, o sea la «perspectiva exterior». Entiéndase que el cometido del observador extranjero no es confirmarles llanamente su condición de hombres verdaderos. Antes que nada, los testigos o Defghi —supervivientes (y como tales, infrahombres también) de las cacerías que organizan contra los vecinos— presencian la escena primordial del hundimiento en el pantano original, ante el que destaca la hazaña de elevarse por encima de la oscuridad (págs. 132-135). De alguna manera admiten la necesidad de que otro sujeto, que así se convierte en el único garante posible de su existencia, más acá de su superioridad, los recuerde. Una vez más la lógica de esos salvajes recuerda lo que escribe Bataille: «[...] nous ne nous connaissons distinctement et clairement que le jour où nous nous apercevons du dehors comme un autre» (pág. 41).

    Según el entenado, esta abertura hacia el exterior no existe en Occidente, cuanto menos en un país que pretende constituirse en imperio universal. Según Bataille, todo imperio se somete «dès l’abord au primat de l’ordre réel [...]. Toute présence autour de lui s’ordonne par rapport à lui [...]. Ce n’est plus une chose au sens où les choses s’insèrent dans l’ordre qui leur appartient, c’est l’ordre des choses lui-même et c’est une chose universelle» (pág. 89). Por ello, cuando es rescatado por otra expedición, al entenado se le antoja que «para el oficial, la idea de que los indios pudiesen tener un punto de vista propio sobre esos planes parecía inconcebible» (pág. 94). Con la salvedad del padre Quesada, que intenta una búsqueda del otro aunque su visión sea bastante edulcorada, paradisíaca (debida en parte a que el entenado evita abordar con él ciertos aspectos de la cultura colastiné), el hombre occidental se condena al ensimismamiento (al reencontrarse con los conquistadores, el entenado cree ver a «aborígenes con la cabeza invertida», pág. 90). Al exterminar a la tribu, sacrifican los españoles toda posibilidad de confirmar su existencia a través de la mirada que les devuelve el otro. En palabras del entenado: «Puede decirse que, desde que los indios fueron destruidos, el universo entero se ha quedado derivando en la nada. Si ese universo tan poco seguro tenía, para existir, algún fundamento, ese fundamento eran, justamente, los indios, que, entre tanta incertidumbre, eran lo que se asemejaba más a lo cierto» (pág. 125). Es éste el significado del epígrafe sacado de Heródoto: después de su destrucción, «viene el desierto total».

6. Intemperie

    Ya se dijo, su mismo papel de testigo hace que el entenado complete y dé constancia a la cosmovisión indígena. La escritura no sólo pretende dar testimonio fidedigno. Da cabida a la ansiedad de los colastiné por perdurar entre las cosas visibles. El resultado, la letra impresa en el libro, que no su contenido, aspira a ser el garante de su existencia. De aquí que se plantee al entenado el problema esencial de que la presencia del texto no otorga de por sí veracidad al testimonio. Puede que cuanto va apuntando sea producto de la «somnolencia». La duda persiste; sin embargo, confirma otra vez la filosofía que el entenado cree haber aprendido durante su vida con la tribu: la única certeza ante la precaria existencia del lado visible del mundo es la duda. En contra del cálculo de los colastiné, el testimonio no otorga necesariamente solidez a su ser. Muy por el contrario, si es que ser humano es posible, su verdad radica en su «esencia pastosa» (su pertenencia a lo indistinto).

    Hasta en su escritura, pues, el entenado propone un caso inédito de lo que suele llamarse el mestizaje. Siempre se invoca a las grandes civilizaciones prehispánicas a su respecto. He aquí un intento de elucidar el enigma de una cultura auténticamente «salvaje»; no sólo fue víctima de un genocidio, sino también silenciada por el discurso al fin y al cabo apologético y complaciente del «mestizaje», tolerado, si no ensalzado, como encuentro entre dos mundos altamente civilizados. Siendo ambos imperios militaristas, dicho sea de paso, los colastiné no podrían menos de compadecerlos (pág. 115, sobre los pueblos guerreros) [15]. En lo que atañe al pensamiento europeo, la duda cósmica que los atenaza representa el reverso exacto de la angustia existencial tal como se sobrelleva con cierta facilidad de este lado del mar: «[...] es, sin duda alguna, mil veces preferible que sea uno y no el mundo lo que vacila [...]. Los indios no tenían ese consuelo» (pág. 126).

    Con todo, cabe recordar que la filosofía expuesta por el entenado es interpretación suya de la vida de los colastiné. El narrador queda solo con su pensamiento, fruto de muchos años de reflexión solitaria. Lo separa de los indios la formulación de lo que queda confinado al inconsciente colectivo, elaboración que hace resaltar la pobreza de las soluciones prácticas que dan a su malestar existencial. El hecho de rechazar a la sociedad hegemónica no quiere decir que el entenado sueñe con cierta Arcadia imaginaria. La ejemplaridad de los colastiné estriba en que ilustran «la imposibilidad del ser humano» [16] sin poder o querer sublimar su miseria congénita. Los mantiene a una distancia insalvable el que no admitan, al igual que los españoles, que el testigo de su existencia tenga un punto de vista independiente de sus planes (pág. 132): todo en ellos parece condenado al «inacabamiento», esbozo de desarrollos virtuales pero frustrados por la conquista. En vez de cúmulo de grandezas opuestas, aquí el «mestizaje» supone romper con dos provincias igualmente pobres por no abrirse a la perspectiva exterior.

    El relato culmina con la evocación de un eclipse lunar, confirmación suprema de la duda cósmica. Porque es la luz del astro nocturno la que con su «compañía» da ilusoria presencia a los seres humanos, no el sol «cegador» y «desdeñoso», que con su brillo crudo muestra la «persistencia injustificada» (pág. 152) de las cosas visibles (y, por tanto, del ser humano que las constituye). Invitando «a la negación general de los individuos como tales» [17], la ascensión del planeta diurno acompaña a la muerte de aquel hombre aparentemente más individualizado. En ese paisaje desierto e inmenso que no deja rastro de la presencia humana y cuyos ríos huelen «a origen» de nunca acabar (pág. 23), toda la lucha por la existencia es un esfuerzo febril por dar espesor y crédito a la «variedad engañosa» del mundo visible. El eclipse lunar, que «espesaba las siluetas de los indios que iban confundiéndose más y más con la negrura» vuelve a darles la certidumbre de su engaño, «el color justo de nuestra patria» (págs. 154-155).

    Según Saer, al entrecruzar la verdad y la falsedad, la ficción se pone «al margen de lo verificable [...] la afirmación y la negación le son igualmente ajenas, y su especie tiene más afinidades con el objeto que con el discurso [...]. A causa de este aspecto principalísimo del relato ficticio, y también de su resolución práctica, de la posición singular de su autor entre los imperativos de un saber objetivo y las turbulencias de la subjetividad, podemos definir de un modo global la ficción como una antropología especulativa» [18]. Situado entre sueño y memoria ancestral de la condición humana, el relato del entenado prefigura esta nueva visión de lo que es el quehacer de la ficción: sumergirse en la «turbulencia» de la supuesta realidad objetiva.

 

NOTAS

[1] M. M. Cervera: Historia de la cd. y provincia de Santa Fe, Santa Fe, 1907, pág. 93.

[2] S. Lothrop, Handbook of South American Indians, Vol. 1, Washington, 1948. Véase también su Indians of Parana Delta, Argentina, Anals of the New York Academy of Sciences, Nueva York, 1932. Mi análisis de los colastiné se apoya también en El río sin orillas, Buenos Aires-Madrid, Alianza, 1991. En este tratado imaginario (subtítulo del libro) Saer brinda una síntesis de los acontecimientos actuales sobre los habitantes prehispánicos del litoral argentino, síntesis de sus investigaciones realizadas, por lo demás, años después de escribir El entenado.

[3] En una reseña publicada en Punto de Vista nº 20, mayo de 1984, M. T. Gramuglio evocó la relación que establece esta obra entre «relato y filosofía». Trataré en lo que sigue de vincular la reflexión de Saer principalmente con ideas de la Escuela de Frankfurt y con la Teoría de la religión de G. Bataille. No se pretende abarcar el pensamiento de Saer en todas sus ramificaciones.

[4] Las indicaciones de página puestas entre paréntesis remiten a la edición de Folio Ed., México, 1983.

[5] R. Caillois, L’incertitude qui vient des rêves, Gallimard, París, 1956, pág. 34.

[6] R. Caillois, loc. cit., pág. 79.

[7] La represión del instinto, según La dialéctica de la razón, diferencia al Yo del animal.

[8] P. Clastres, «De l’Un sans le Multiple», en La société contre l’Etat, Minuit, París, 1974.

[9] G. Bataille, Teoría de la religión, Gallimard (Col. Tel), París, 1989, pág. 38.

[10] De acuerdo con la razón instrumental el mundo fenomenal no será más que una acumulación de «cosas» de las que el individuo forma parte. Bataille habla, en esta primera fase de un proceso largo y complejo, de «confusión»: «Si je tente de saisir ce que désigne ma pensée au moment où elle prend le monde pour objet, une fois déjouée l’absurdité du monde comme objet séparé, comme chose analogue à l’outil fabriqué, ce monde demeure en moi comme cette continuité du dedans au dehors, du dehors au dedans [...] je ne puis en effet prêter à la subjectivité la limite du moi ou des mois humains [...] parce que, n’ayant pu la limiter à moi-même, je ne puis la limiter d’aucune façon» (G. Bataille, loc. cit., pág. 43).

[11] Saer parece seguir a los cronistas consabidos como Staden cuando el entenado afirma que los indios no «adoran nada» (pág. 66). Es posible, ya que la frase implica un doble sentido: ese nada «los gobernaba a pesar de ellos» (loc. cit.). Pero el hecho de respetar en algunos aspectos las crónicas no supone que se trate de una «parodia». Por el contrario, Saer toma muy en serio este dato. Con razón J. Monteleone rechaza el cliché de la crítica intertextualista en su «Eclipse del sentido», Lateinamerika-Studien nº 29, Vervuert, Frankfurt, 1991. Las fuentes que podrían rastrearse —trampa que la crítica raras veces siquiera intenta evitar, pues se la tiende ella misma— son innumerables. Sólo mencionaré las ilustraciones (de la Florida) del libro de Lhéry.

[12] El entenado confirma la tesis de M. Sahlins de que «the cultural truth of cannibalism is the true beginning of a historical wisdom». Véase «Raw Women, cooked Men and other “Great Things” of the Fidji Islands», en P. Brown y D. Tuzin (eds.), The Ethnography of Cannibalism, Soc. for Psychological Anthropology, Washington, 1983, págs. 72-93.

[13] P. Clastres, Chronique des Indiens Guyaki, Plon, París, 1972, pág. 261: «Ce serait peu de dire qu’ils appréciaient la chair humaine, ils en raffolaient [...]. Eë gatu, expliquaient-ils, c’est très doux, meilleur encore que la viande cochon sauvage [...]. Mais, par-dessus tout, il y a la graisse. Un homme, c’est plus gras que n’importe quel animal de la forêt; entre la peau et la masse musculaire, il y a toujours une couche épaisse de kyra, et ça, c’est vraiment bon».

[14] P. Clastres, Chronique, loc. cit., pág. 278.

[15] Véase G. Bataille, op.cit., págs. 79-80: «La guerre détermine le développement de l’individu au-delà de l’individu-chose dans l’individualité glorieuse du guerrier... [Celui-ci] introduit [...] l’ordre divin dans la catégorie de l’individu (qui d’une façon fondamentale exprime l’ordre des choses) [...]. Ainsi sa force est-elle pour une part une force de mentir».

[16] G. Bataille, loc. cit., pág. 72.

[17] G. Bataille, loc. cit.

[18] «La noción de ficción», Punto de Vista, nº 40, julio-sept. 1991, pág. 3.

 

RESUMEN PARA REPERTORIOS BIBLIOGRÁFICOS

TÍTULO: EL ENTENADO DE JUAN JOSÉ SAER: APUNTES SOBRE EL REVERSO DE ÍTACA

AUTOR: Christoph Singler

LUGAR: Universidad de Besançon

TÍTULO DE LA REVISTA: Analecta Malacitana, XX, 1, 1997

RESUMEN: Estudio de la obra con base en las teorías de la Escuela de Frankfurt y de G. Bataille sobre la función de la fiesta. Aquí no se atribuye un carácter utilitario al ritual antropófago: éste más bien actualiza la duda que aqueja a los colastiné acerca de su humanidad. Esta ficción representa un mestizaje inédito en cuanto su modelo es el pensamiento de una tribu cuya cultura material apenas corresponde al neolítico

ABSTRACT: Study on the novel based on the theories of the Frankfort School and Bataille’s theories upon feast. But instead of giving an utilitarian interpretation of cannibalistic ritual, Saer states that it actualizes the doubts cannibals have about their own humanity. By taking for model the ideas of a tribal culture with merely neolithic level the fiction offers an unusual case of cross-cultural contact

NOTAS: Interpretación de El entenado basada en categorías filosóficas

DESCRIPTORES: Novela histórica / Antropofagia / Formación del individuo / Fiesta / Memoria / Mestizaje

KEY-WORDS: Historic novel / Cannibalism / Constitution of the individual / Feast / Memory / Cross-cultural contact

IDENTIFICADORES: Adorno / Bataille / Caillois / Clastres / Conquista / Horkheimer / Odisea / Quesada

TOPÓNIMOS: Argentina / Santa Fe / Ítaca / Arcadia

PERÍODO HISTÓRICO: Siglo XVI