RECENSIONES II

 

ÍNDICE

R. Lapesa, De Berceo a Jorge Guillén (F. Moral Cañete). J. de Mena, Laberinto de Fortuna (F. Hernández Márquez). Hans-Jörg Neuschäfer, La ética del Quijote. Función de las novelas intercaladas (J. M. Serrano de la Torre). P. Préneron Vinche, El influjo de Sade en Flaubert y Clarín (J. Aguilera García). H. von Hofmannsthal, El difícil. Comedia en tres actos (J. M. Serrano de la Torre). R. Utrera Macías, Azorín, periodismo cinematográfico (A. Cantos Pérez). F. García Lorca, Epistolario completo (C. J. Duarte). J. Mª Barrera López, La luz en la distancia (Vicente Aleixandre y Sevilla) (M. A. García García). J. Paulino Ayuso (ed.), Antología de la poesía española del siglo XX, II (1940-1980) (J. M. Serrano de la Torre). D. V. Galván, Narradoras hispanoamericanas contemporáneas de ficción corta. 1974-1989 (J. J. Labrador Herráiz). A. Carpentier, La consagración de la primavera (O. Carrascosa Tinoco).

Publicadas en Analecta Malacitana, XXII, , 1999, págs. 364-388.

Rafael Lapesa, De Berceo a Jorge Guillén, Biblioteca Románica Hispánica, Gredos, Madrid, 1997.

     El volumen que tenemos entre manos conforma un conjunto de artículos (quince, concretamente), aparecidos a lo largo de varios años en homenajes (Berceo, «Los géneros líricos...», Moratín, Juan Ramón Jiménez, Américo Castro), volúmenes colectivos («Las serranillas del Marqués de Santillana»), discursos («Sobre el mito de Narciso...», «El vivir problemático en La Celestina»), revistas (Saber Leer, 19: «El mundo de la antigua lírica...»; dicenda, 7: «Los poemas de Herrera...»; Cuenta y Razón, 28: «Marañón en la literatura española»; Ínsula, 554-555: «Jorge Guillén en torno...») y reuniones («Comentario al Capítulo V de la Segunda Parte del Quijote»). En parte puede considerarse continuación de otros tres volúmenes de similares características aparecidos en la misma Biblioteca Románica Hispánica de Gredos en los años 1967 (De la Edad Media a nuestros días), 1977 (Poetas y prosistas de ayer y de hoy) y 1988 (De Ayala a Ayala) que, como dice su autor, «vienen a ser un recorrido a saltos por la historia de la literatura española» (pág. 9).

    De Berceo a Jorge Guillén forman un conjunto con variedad de temas y de intencionalidades pero con un hilo común: vida y literatura. Lapesa se aventura en una travesía sosegada en el río de los autores y creaciones literarias hispánicas y de tramo en tramo se da un chapuzón; a veces, la inmersión es más profunda, quizá por una preocupación o gusto más personal, como es el caso del Marqués de Santillana o Juan Ramón Jiménez.

    Pero, aparte del carácter hispánico de los autores y obras estudiadas, poco tienen en común los artículos de este libro; no obstante, no es poco ese sello hispánico que ha sido núcleo de sus numerosos estudios filológicos, históricos y de crítica literaria.

    El título de cada artículo es en síntesis un adelanto de lo que a continuación desarrollará de forma más pormenorizada, por lo que el lector se hace una clara idea de su contenido. Esto, unido al carácter individualizado de cada apartado, permite una lectura desordenada o «a saltos», de los más novedosos a los más antiguos, dependiendo del estado anímico, pero no por ello menos reflexiva y provechosa.

    Se inicia el libro con un breve artículo contraste entre dos poemas sobre el tema medieval de la Mater Dolorosa: el que inicia la tradición hispana, compuesto a mediados del siglo XIII en castellano dialectal de la Rioja por Gonzalo de Berceo, Duelo que fizo la Virgen María el día de la pasión de su Fijo Jesuchristo; y otro, uno de los más tardíos, en catalán del prerrenacentista valenciano Joan Roiç de Corella a finales del XV. Dos tiempos y dos lenguas diferentes, y propósitos, condiciones ambientales y culturales, asimismo divergentes. El realismo expresivo, rayano a veces en lo vulgar, de un Berceo que parte de la tradición rogativa y que busca el efecto pleno de patetismo en el drama doloroso de una Santa María que ve en la redención una cruzada y en los justos la mesnada del Señor. En Berceo encontramos el relato completo de la pasión, muerte y resurrección de Cristo. La Oració de Roiç de Corella es más breve, «es la oración de la humanidad y del universo todo antes y después de oír el lamento de la Dolorosa, centrado en el deseo de ser enterrada con su Hijo» (pág. 18). Versos de una sobria gravedad que alterna el recuerdo de la maternidad feliz y el desgarrador presente. Tomando las palabras de Lapesa, la tensión, la nobleza y la sobriedad impregnan el poema de Roiç de Corella, anticipo de la plenitud del arte renacentista.

    Los dos artículos siguientes tienen en común la figura del Marqués de Santillana. El primero es uno de los más extensos del libro y constituye un estudio un poco más profundo de Las serranillas de don Íñigo López, desde las composiciones fragmentarias —las VII y VIII de la edición de Amador de los Ríos de 1852—, ejercicio cortesano improvisado entre varios poetas, hasta las compuestas exclusivamente por don Íñigo, que responden más a la tradición en la que «cada canción de serrana era obra de un solo autor y servía para sazonar, de regreso en la corte, el relato de un viaje» (pág. 27). Analiza Rafael Lapesa los códices donde se han encontrado completas o casi completas, el de la Biblioteca Universitaria de Salamanca, que denomina S, y que parece salió directamente del scriptorium del Marqués; y el segundo, que está en la Biblioteca Nacional y que denomina M, copia del siglo XVI. El contenido de ambos es casi igual, con algunas diferencias en las composiciones incluidas, pues lo que M llama «serranillas» o «serranas», S las llama «canciones». Lapesa intenta, a partir del códice S por considerarlo «más antiguo, fidedigno y completo» (pág. 31), establecer un texto fiel a su autor, salvo las modificaciones y modernizaciones necesarias para facilitar su lectura, con un aparato crítico suficiente y esclarecedor, que procure salvar los errores cometidos hasta ese momento, sobre todo por Amador de los Ríos, al que no ahorra críticas, autor del primer estudio importante sobre el Marqués y de la primera edición casi completa de sus obras, que en la edición y ordenación de las serranillas tomara como base el manuscrito M y otros textos. A continuación Lapesa analiza una por una las ocho serranillas que forman el conjunto, su cronología, ambiente, plano poético, desenlace. «Santillana convierte la serranilla en poesía hidalga, pero de solar conocido: ennoblece las viejas cantigas de serrana hasta hacerlas compatibles con las exigencias del gusto señorial [...] Y sobre todo hace de sus ocho obras maestras un prodigio de gracia inimitable que apresa la realidad vista y la belleza soñada envolviendo una y otra en una sonrisa maliciosamente insinuadora» (págs. 53-54).

    En el segundo artículo sobre el Marqués de Santillana, Lapesa realiza una serie de precisiones sobre un estudio anterior acerca de la Comedieta de Ponza, obra donde se aprecia la relación entre la realidad histórica y la ficción poética, influenciada por el artificio de los «plantos» clásicos que se transforma en «comedieta» para acabar con augurios felices. En la obra se mezclan elementos de la realidad política de la época con otros de la ficción del autor, que harán que la obra no vea la luz hasta casi una década después de compuesta.

    El conjunto de los siete artículos siguientes forman dos bloques: los situados en cuarto, quinto, séptimo, octavo y noveno tratan acerca de la lírica medieval y renacentista; mientras que los situados en sexto y décimo lugar son dos estudios sobre aspectos muy concretos de La Celestina y el Quijote.

    Al primer bloque pertenece «Sobre el mito de Narciso en la lírica medieval y renacentista», destacando, además de su origen ovidiano ya en las composiciones trovadorescas, su paso a la lírica, tanto medieval como renacentista, transfigurando la imagen de la fuente en el espejo y, más adelante, en los ojos que son causa y reflejo del amor, dotando al tema de una larga persistencia. En «Cartas y dezires o lamentaciones de amor: desde Santillana y Mena hasta don Diego Hurtado de Mendoza», realiza un recorrido en la evolución de este género de tipo cortesano desde los primeros conocidos en Castilla, obra de don Íñigo, entre 1435 y 1450, pasando por Juan de Mena, que depura su técnica y lo dota de un conceptismo que es el que va a influir en los poetas siguientes, hasta don Diego Hurtado de Mendoza, quien renueva su métrica adoptando los metros tradicionales (como hará también Fernando de Herrera —«Los poemas de Herrera en metros castellanos»— en su pequeño cancionero amatorio en una continuidad artística, espiritual y, a veces, efectuando una paráfrasis de Juan de Mena).

    Lapesa, en «El mundo de la antigua lírica popular hispánica», capta con breves y sencillas pinceladas el pálpito profundo de nuestras composiciones líricas populares, como estos versos captan la belleza y la gracia del paisaje: «Las ondas de la mar / ¡quán menudicas van!». Tanto a un lado como al otro del Atlántico, desde que don Ramón Menéndez Pidal escribiera La primitiva poesía lírica española (1919), el interés hacia la poesía tradicional hispana ha desembocado en numerosas y valiosas compilaciones y estudios, destacando Lapesa, acertadamente, las de Dámaso Alonso (1935), Dámaso Alonso y José Manuel Blecua (1956), José Mª Alín (1968) y la de Margit Frenk (1987), asombrosa obra por su riqueza, rigor y por el hecho de centrarse exclusivamente en lo que es lírica de tradición popular. Acierta Lapesa al expresar que «la literatura hispánica tiene la gran fortuna de poseer la doble tradición popular y culta, cuya mutua influencia ha dignificado la una y ha rejuvenecido la otra» (pág. 121).

    «Los géneros líricos del Renacimiento: la herencia cancioneresca» continúa ofreciendo una panorámica de los metros y géneros utilizados en los siglos XV y XVI, con predominio del octosílabo, metro tradicional por excelencia que pasa de los romances a gran variedad de composiciones. Aún así, la poesía cancioneresca había venido renovándose, incluyendo en su seno la influencia italiana y, particularmente, petrarquista, y teniendo especial importancia la imprenta y, con esta, los pliegos sueltos. Autores como Torres Naharro y, más tarde, los excelsos Boscán y Garcilaso van a impregnar toda su obra de esta influencia.

    Los trabajos sobre La Celestina y el Quijote tienen en común la vena vitalista que recorre ambas composiciones. De hecho, señala Lapesa que, frente al monolitismo medieval, el punto de partida de La Celestina es «una visión del universo como lucha» (pág. 99), aunque en esa lucha los personajes están tan absortos en su propio universo que ninguno es capaz de asomar la cabeza y otear a distancia el vivir humano, no son atalayas de la vida humana, «todos están inmersos en él, braceando contra las olas y arrastrados por ellas en un naufragio común» (pág. 98). Una vida conflictiva que Lapesa particulariza en los monólogos que llevan a cabo los personajes principales: «Pugna entre anhelos y temores, razón y apetencias, deberes y conveniencias egoístas» (pág. 99), que lleva a casi todos a la catástrofe o a la frustración en un caos sin aparente sentido. Apunta Lapesa que Fernando de Rojas «partícipe de las angustias por que pasaban los judíos conversos en la España de su tiempo, vio sólo que el mundo era una emboscada para una humanidad sin Redentor, entregada a fuerza ciegas [...] desde la sima de su angustia personal [...] anticipándose en más de cuatro siglos a la filosofía más desesperanzada del nuestro, descubrió por boca de Pleberio la radical soledad del hombre ante el absurdo universal» (pág. 109). El «Comentario al Capítulo v de la Segunda Parte del Quijote» es un breve trabajo puntual sobre los diálogos entre Sancho Panza y su mujer Teresa, y llama la atención, sobre todo, la «rebosante viveza y plasticidad con que se expresan los dos interlocutores y que hace de este capítulo una joya antológica del lenguaje coloquial en la literatura española» (pág. 190).

    El «Comentario de la Elegía a las musas de Leandro Moratín» es un breve artículo, despedida lírica de su autor, donde expone una visión caótica de la España antinapoleónica, visiblemente perturbado emocionalmente, pero con un magistral ejemplo del lenguaje poético según los cánones neoclásicos, «canto de cisne del neoclasicismo español» (pág. 191) lo denomina Lapesa.

    El resto del volumen lo componen cuatro artículos, dos dedicados a dos poetas (Juan Ramón Jiménez y Jorge Guillén) y los restantes analizan las figuras de Américo Castro y Gregorio Marañón.

    Con humildad, pero marcado vitalmente por la huella de la obra juanramoniana, así se acerca Lapesa al autor de Moguer. Pero el título («El legado poético de Juan Ramón Jiménez») puede ser equívoco, pues el análisis del artículo más extenso de la serie se orienta a sorprender las huellas de las lecturas de Juan Ramón: Rubén Darío, Virgilio, Bécquer, Rosalía, Baudelaire, Verlaine y los simbolistas franceses, Francis Jammes, «el cantor de la sencillez campesina» (pág. 209), Mallarmé y, por supuesto, nuestros clásicos —Góngora, Lope, Quevedo— en los romances y canciones. Juan Ramón evoluciona hasta la esencialidad y desnudez de Diario de un poeta recién casado, como si la experiencia matrimonial le hubiera obligado a pasar una línea, la del «mundo aparente hasta el mundo esencial» (pág. 221). Lapesa realiza un recorrido en la evolución del poeta que irá desde la ingenuidad de la adolescencia al endiosamiento de su madurez, el poeta «dios silente» (pág. 227).

    «Los literatos y filólogos tienden a considerar creadores exclusivamente a quienes dan forma y vida a los hijos de su imaginación o de su sentimiento» (pág. 256). Con este aserto se adentra Lapesa en la figura y pensamiento de Gregorio Marañón, que con sus estudios que relacionan medicina con historia, literatura y vida, lleva a cabo una creación basada en la construcción filosófica y la meditación sobre el presente y el futuro de la humanidad, vivificando el pasado y penetrando la existencia de vidas personales, visión que hoy en día es válida en muchos aspectos. Como lo es también la de Américo Castro, autor, entre otros, de España en su historia. Rafael Lapesa realiza un recorrido vital, literario e ideológico del que fue su maestro y amigo.

    El último artículo del volumen lo constituye el análisis, breve, del libro de Jorge Guillén Que van a dar en la mar, título con resonancias manriqueñas, cuyo tema es «el tiempo que se resbala entre las manos y la inevitable interrogación sobre el más allá» (pág. 275). Llama la atención de Lapesa su estructura simétrica, tanto por los poemas que abren y cierran el libro, de similar extensión, como por la disposición del resto del poemario y cada una de sus secciones, en un ejercicio arquitectónico que completa la inspiración creadora.

    Con variedad, con detenimiento o rapidez, pero siempre incisivo en el detalle o en el conjunto y, sobre todo, con un lenguaje sencillo y ameno el profesor Lapesa ejerce, y nunca mejor dicho, su magisterio en este conjunto de artículos como lo hace habitualmente con todo lo que sale de su pluma. Los lectores captarán, además, el ejemplo fundamental que nos transmite, el acercarnos a las creaciones y autores de nuestra historia literaria con curiosidad y humildad, sobre todo con humildad.

F. Moral Cañete

 

Juan de Mena, Laberinto de Fortuna (ed. de Maxim Kerkhof), Castalia, Madrid, 1995.

    El poema se denomina Laberinto de Fortuna o las Trescientas. Sin embargo, en la estrofa 297, termina la obra de modo perfecto en un saludo al Rey. Por lo tanto, este título parece ser adaptado a la obra por tener casi trescientas estrofas, ya que, las veintisiete adicionales que se pueden estudiar, entre otras, en la edición de Zaragoza de 1509, no parecen ser de Mena. De todas formas, El Brocense o Menéndez Pidal coinciden en adjudicar las tres primeras coplas, de este grupo de veintisiete, a Juan de Mena, pero no las veinticuatro restantes.

    El título y los dos primeros versos de la segunda estrofa, sugieren el interés del poeta por el tema de la Fortuna. Sin embargo, la crítica ha mostrado de modo convincente que el Laberinto es un poema moral y político que, en una visión alegórica, trata de animar al monarca para que se incline de un modo más decidido del lado de D. Álvaro de Luna y ponga fin a las luchas civiles, tomando conciencia del destino de España.

    Las tres ruedas de la Fortuna son un marco para catalogar todos los personajes de la obra, y en ellas el poeta sitúa diferentes personajes del pasado y del presente, ya que los personajes venideros no pueden ser representados y llevan un velo cubriéndole el rostro para que ningún mortal pueda contemplar el futuro. Asimismo, el poeta nos coloca ante dos grupos contrapuestos que quedan enfrentados por pares positivos y negativos: D. Álvaro de Luna, la Reconquista o la poesía de Mena frente a los grandes nobles, la guerra civil, el pecado o la magia.

    La primera parte (cs. 2-62) —ya que la primera estrofa fue probablemente escrita después del resto de la obra (una dedicatoria a Juan II)— parece ser el principio de una descripción épica.

    En (cs. 63) el autor parece inclinarse definitivamente por la intención político-moral, por lo que vuelve al principio de la obra para la dedicatoria a Juan II, que es una apóstrofe, en este caso al Rey, pero que posteriormente se repetirá a seres humanos y distintas personificaciones.

    Ejemplos y comparaciones se extienden a coplas enteras constituyendo una décima parte de la obra.

    A partir de esta estrofa, cada una de las siete esferas: Luna, Mercurio, Venus, Sol (Febo), Marte, Júpiter y Saturno, con sus respectivos valores: codicia, amor virtuoso, prudencia, fortaleza, justicia y buenos gobernantes serán observadas por el poeta en cada una de las ruedas con un proceso repetitivo: ejemplos del pasado, comenzando por los positivos, y luego el presente en el mismo orden, seguidos de la apóstrofe al Rey para que apoye todo lo positivo y castigue lo negativo, definiendo al final el vicio o la virtud correspondiente.

    La visión de futuro, la exhortación para la restauración del orden político y el presagio de gran futuro para Juan II, están contemplados desde (cs. 269 a 297).

    En el Laberinto, el latinismo de Mena obedece a un intento de acotar su lectura a personas poco cultas y a un ideal estético para elevar la lengua poética a un nivel superior, ya que el poeta pensó, con gran ambición, que el castellano podía equiparase al mismo rango que el latín.

    Parece ser que la verdadera intención del autor va encaminada, no a ensalzar la figura del soberano, sino a corregir su actitud frente a la situación del país, por lo que el poeta se apoya en D. Álvaro de Luna para llamar la atención del Rey de una forma solapada, aunque sus esperanzas personales y políticas se vieron truncadas porque en 1453 cae del poder D. Álvaro de Luna y un año más tarde Juan II.

    Todo ocurrió repentinamente, ¿acaso la súbita desaparición de la Providencia —casi al final de la obra— cuando el poeta iba a interrogarla sobre las futuras glorias del Rey, pudo ser un augurio de la caída de D. Álvaro y de D. Juan?

 F. Hernández Márquez

 

Hans-Jörg Neuschäfer, La ética del Quijote. Función de las novelas intercaladas, Gredos, Madrid, 1999, 122 págs.

    Tras recordar las dos polémicas más importantes que repercuten en la interpretación sobre el Quijote que se aborda en este libro, el autor, catedrático de la Universidad de Saarbrücken, establece la base de su lectura en la hipótesis de que «Cervantes creía en la libertad del ser humano, en su facultad de regirse con autonomía y autodeterminación. Pero al mismo tiempo no dejaba de ver el peligro que conlleva el uso indebido del libre albedrío, que él llama ‘locura’ y que amenaza con aniquilar precisamente este precioso don de la libertad» (págs. 19-20). Lo que resulta aún más llamativo es que para este crítico «la gran preocupación de Cervantes parece haber sido cómo para no caer en los peligros [...] han de tenerse en consideración ciertas normas éticas y ciertas reglas de conducta personal» (pág. 20). Es decir, este autor aplica una hipótesis para solucionar los problemas que desencadena la hipótesis previa, todas ellas asentadas en las creencias posibles del novelista alcalaíno. Evidentemente, los fundamentos psicológicos en los que quiere basarse este trabajo pervierten las extemporáneas y descontextualizadas llamadas a la correcta práctica de la filología como «ciencia puesta al servicio de la obra y no supeditada al interés del filólogo y a su afán de lucimiento; humilitas es lo que requiere, no superbia» (pág. 8), a lo que añadiríamos, por su ausencia, un grado suficiente de scientia.

    Una de aquellas viejas controversias sobre el Quijote es la pertinencia narrativa de los episodios intercalados en la acción principal. Neuschäfer no sólo advierte diferencias de protagonistas y de temas, sino también de estilo, «mientras que la acción principal está escrita en estilo llano, donde prevalece la comicidad, los episodios prefieren [...] un estilo elevado y tratan, exclusivamente, de asuntos serios y, en algunos casos, hasta trágicos» (pág. 9). Bajo esta pauta de reduccionismo flagrante se hace una enumeración de los críticos cuyas posturas apoyan la pertinencia de los relatos intercalados y otra de los que piensan lo contrario. Con todo, este autor hace tabla rasa de las opiniones anteriores para, una vez introducido en la mecánica mental cervantina, colegir que «Cervantes no habría tematizado de forma tan placativa las historias intercaladas, dentro de la misma novela, si él no hubiera tenido, con ellas, una determinada intención» (págs. 11-12). De aquí se desprende el hecho definitivo de que «seguir esta pista es uno de los fines de mi libro, que parte, pues, del convencimiento de que las historias intercaladas ‘pertenecen’ a la novela» (pág. 12). Lo que ahora interesa dilucidar es «qué clase de pertinencia es y si ésta queda ya lo suficientemente definida y comprendida si [...] se demuestra, desde un punto de vista puramente formal, que las intercalaciones corresponden a las exigencias de la poética neoaristotélica que Alonso López Pinciano» (pág. 12) expone con vistas a la revalorización de la novela de entretenimiento, donde ya va implícita la desatención hacia poéticas italianistas que el mismo Cervantes considera de forma directa. Para Neuschäfer, Stegmann demuestra que Cervantes «buscaba un modelo narrativo que —siempre en consonancia con las exigencias de Pinciano— le permitiese utilizar contenidos distintos y estilos diferentes sin que se perdiese, con ello, la unidad del conjunto, y concebir las intercalaciones como una posibilidad "de enriquecer el mundo épico y su fondo ético y espiritual"» (pág. 13), como si el novelista se hubiera dedicado a realizar «un experimento con trial and error, del que salió la primera novela moderna realmente lograda» (pág. 18). Es más, entiende que en la relación de los episodios con la acción principal, «no todo es relativo o subjetivo en el Quijote» (pág. 15), y llevando esa constante que salva la composición cervantina, «es lógico suponer que se trata de algo esencial para él, de algo que, a su juicio, pertenece al campo de lo normativo e incuestionable» (pág. 15). En este sentido se formula lo ético y su función dentro del sistema escritural de Cervantes: «Cierto es que a la acción principal tampoco le falta la dimensión moral; pero su problemática, aun siendo análoga a la de las intercalaciones, no puede alcanzar, en el cómico mundo de la cotidianidad, la misma
relevancia que en las novelitas intercaladas, por la sencilla razón de que —como veremos más adelante—, en tiempos de Cervantes, lo cotidiano no admitía aún un tratamiento serio, mientras que lo serio estaba limitado a un ambiente elevado» (pág.
14). Este razonamiento produce en consecuencia la afirmación de que «los episodios añaden a la acción principal seriedad y profundidad moral; y, por el contrario, es la acción principal la que añade a los episodios credibilidad y calor humano» (pág. 15), dando pie también a rancios y superados cuestionamientos respecto a esta obra universal al plantear la relación «entre un mundo poético y un mundo materialista» (pág. 15) en el Quijote. Desde esta perspectiva, una confesión salva la configuración artística de la novela, «es verdad que Cervantes no sacrifica nunca la narración a la moralización» (pág. 17).

    La segunda controversia aludida se refiere «al debate sobre el ingenio lego, es decir sobre los conocimientos ‘teóricos’ de Cervantes y si su novela la planificó conscientemente o si sus ideas le fueron viniendo intuitivamente o si compuso el texto pieza por pieza» (pág. 17). Algo hemos comentado a este respecto y sobre esta misma concepción de la arbitrariedad compositiva del Quijote. Rebatir punto por punto las aseveraciones de este opúsculo no es objeto de este espacio, pero sí poner de manifiesto la falta de fundamentos sólidos, entre los que cabe citar la ausencia absoluta de la opinión filológica y profundamente solvente sobre estos temas de Emilio Orozco Díaz, que en su brillante dedicación al estudio de esta obra, aportó soluciones más que verosímiles desde un plano filológico de amplio espectro cultural. Casi cabría decir que la lectura de su obra ensayística cervantina, hace pocos años reeditada en Cervantes y la novelística del Barroco, Universidad de Granada, 1991, podría obviar gran parte si no toda la problemática que plantea Neuschäfer.

 J. M. Serrano de la Torre

 

Paula Préneron Vinche, El influjo de Sade en Flaubert y Clarín, Universidad de Alicante, 1996, 226 págs.

    En este estudio, que aborda las influencias del «escritor más subversivo de todos los tiempos» sobre Flaubert y Clarín, lo primero que habría que resaltar es la motivación que mueve a Paula Préneron al mismo: «Si hemos decidido analizar las huellas sadianas en estos dos escritores del siglo XIX, es porque ambos, en sus novelas más importantes, Madame Bovary y La Regenta, han querido mostrar a qué lleva el exceso romántico, mal llamado romántico, ya que es en realidad un materialismo total y absoluto. Pero Clarín lo condena, mientras Flaubert, impasible, lo muestra sin comentario». Sin duda alguna ésta es la idea básica y más reseñable de todo el libro; desde las primeras páginas hasta la conclusión se intenta demostrar las hipotéticas marcas indelebles que el autor francés dejó en Flaubert y Clarín en un sentido distinto: «Clarín, en La Regenta, y sobre todo en su segunda novela larga, Su Único Hijo, muestra el triunfo de esta concepción materialista del hombre y del universo, muestra los excesos de toda la clase, la búsqueda del placer y de la voluptuosidad, muestra la maldad abrasando el fondo del corazón humano; pero él, a diferencia de Flaubert, condena el materialismo y añora, como su Regenta, una concepción espiritual del hombre y del universo».

    Para corroborar lo anterior, la autora, a lo largo de doce capítulos flanqueados en sus dos extremos por una introducción y una conclusión, bucea en las ideas y el estilo de los tres escritores mencionados de una forma ordenada y sistemática, con gran proliferación de notas a pie de página y citando muchos textos de los mencionados autores que van respaldando su argumentación, tanto en el francés original —sin acompañarlos de su traducción correspondiente— como en castellano cuando pertenecen a Clarín.

    En los tres primeros capítulos se centra en definir las notas más importantes del universo sadiano. «Es un rebelde total y absoluto, más aún, un revolucionario que desea subvertir todos los valores sobre los cuales la sociedad en la que vive pretende fundamentarse». Para ello, propugna la negación de sistemas filosóficos, de la religión, de la familia. Lo único real es el deseo mismo de sexo y de violencia que anida en cada uno de nosotros, y que será privilegio de una clase dominante, de rancia aristocracia, que queda impune en todas sus atrocidades rodeadas de «esperma y sangre».

    En las obras de Flaubert —encuadradas del cuarto al noveno capítulo— se señala la obsesión de éste por Sade, señalada ya por los hermanos Goncourt, y manifestada a través de ideas compartidas de vacío existencial, ilusiones aristocráticas y afán desmoralizador. La violencia de la edad media y la descripción de orgías envueltas en sangre están presentes en sus obras de juventud, repitiendo escenas típicamente sadianas. Quizás Paula Préneron fuerce un poco sus argumentos al suponer una lectura de la Historie secrète d’Isabelle de Bavière de Sade por parte de Flaubert cuando todavía no se ha publicado, pero existen «publicaciones clandestinas que circulaban por todo París». Por otro lado, en Saint Julien L’Hosptalier aparecen la gula y la lujuria emparentadas a una aristocracia placenteramente perversa. Madame Bovary odia la burguesía y se da cita con León «en un lugar muy poco habitual para el amor humano, una catedral», pero lleno de morbosidad y éxtasis voluptuoso; y es justo en el lecho de muerte cuando se da cuenta de que Dios no existe para ella. Sin embargo, es en Salammbô donde «no hay una irrigation souterraine sadiana como la desvelamos en Madame Bovary, no, en Salammbô el sadismo desborda por doquier, la sangre lo inunda todo, la violencia es absoluta, el sacrilegio, las orgías y la voluptuosidad mística están omnipresentes, sin olvidar la pederastia y algo nuevo en la obra de Flaubert —que se encuentra naturalmente en la de Sade—, la antropofagia...».

    Clarín desde ese otro punto de vista ya comentado hace que su Regenta «flagele ese cuerpo suyo que la traiciona sin cesar [...], que la hace sentirse sólo y únicamente materia». El autor asturiano critica una «aristocracia que ha roto del todo con la tradición basada, de hecho, en los valores de la religión católica, pero no es la única, las restantes clases sociales, burgueses y pueblo, siguen su ejemplo y se sumergen plenamente en materialismo vigente». Ataca la decadencia del clero, la homosexualidad, incluso se burla directamente de Madame Bovary convirtiendo en «verdadero esperpento» la escena descrita de la catedral de Rouen. En Su único hijo, ni siquiera le importa a Clarín la ambientación de una época carente de valores, se limita a una denuncia directa y desgarrada de esta situación; también en esta obra establece paralelismos con Madame Bovary: la protagonista se llama también Emma y tiene un carácter parecido, sólo que para Clarín no es ni siquiera una mujer, sino una «serpiente».

    En definitiva, Paula Préneron, nos hace ver, coincidiendo con una crítica tan reconocida como Sainte-Beuve o Annie Le Brun, la gran influencia del Marqués de Sade —de su vida y obra— en Flaubert y Clarín, aunque con respuestas casi antagónicas según hablemos de uno y otro. Con la lectura de esta obra no sólo se extrae la conclusión anterior sino que, al mismo tiempo, se puede sentir el vértigo demoledor y la oscuridad perversa y desenfrenada en la que el lector se tambalea al conocer la obra del Marqués de Sade.

 J. Aguilera García

 

Hugo von Hofmannsthal, El difícil. Comedia en tres actos (trad. y notas de Carlos Schelotto; ed. y epílogo de Regula Rohland de Langbehn), Universidad de Buenos Aires, 1997, 126 págs.

    Es casi un tópico la concepción histórica que reconoce ciertas coincidencias inevitables entre una fenomenología social represiva y el florecimiento de las artes, planteamiento muy recurrido al presentar los signos contrarreformistas de nuestra etapa áurea. Pero este aserto, en cuya valoración no entramos pormenorizadamente, no siempre alcanza un correlato tan rico, sino que, en general, obedeciendo sumisamente a los valores sociales más que propiamente ideológicos, la representación artística que surge en su seno tan sólo pasa a ser reflejo fiel y servil de aquéllos. Es decir, si el arte es producto de la época en que nace, a veces puede figurarla por contraste y otras por homología; mas será en el primero de estos casos en que el arte pueda reconocerse en sí, sin agotarse en referencialidades ajenas respecto a las que se define en un segundo grado.

    Hofmannsthal vive en una época en la que los determinantes sociales asedian al resto de las circunstancias existenciales y cuyos sistemas de representación se convierten en trasunto de aquella ideología de carácter burgués. Sin embargo, su obra no va a ser arrastrada por esa tendencia mayoritaria, sino que sin rechazar su momento, lo sumariza y lo subvierte desde una base estética que sabe sustancializar el complejo ontológico en representación artística. Por estas razones, entre otras muchas que podrían aducirse de no poco peso, el acercamiento a la obra de Hofmannsthal constituye siempre un hecho plausible, feliz y hasta encomiable, calificativos de los que hay que hacer traslado a la edición que nos ocupa de la comedia El difícil, traducción que posibilita al lector hispano su lectura y, por tanto, la aproximación aludida. Son realmente escasas las traducciones al español de las obras del autor vienés, por lo que hay que reconocer el justo mérito al proyecto de investigación Literatura austríaca y literatura argentina de la Universidad de Buenos Aires en el que se inscribe la presente edición. En función de la perspectiva que nos delatan las traducciones existentes, el concepto de Hofmannsthal se ciñe, básicamente, al de escritor de cuentos, libretista y poeta menor, aunque, de otra parte, sí resulta más conocida su Carta de Lord Chandos, de lo que el lector español puede encontrar una preciosa edición en la colección de Arquitectura de la librería Yerba de Murcia.

    La etapa finisecular en que se ambienta la obra recupera precisamente un tiempo en el que su expresión se canaliza primordialmente a través de la novela, «preparada para convertirse en el arte adecuado al siglo XIX y alcanzar gran florecimiento en su naturalismo individualista», según afirmación de H. Broch en su estudio ya clásico sobre Hofmannsthal incluido en su libro Poesía e investigación [1] . Este distanciamiento de la generalidad en cuanto a la preferencia genérica podría poner en entredicho la pertinencia y la vigencia al no responder a la mentalidad de su momento histórico; sin embargo, he ahí la ejemplaridad del escritor vienés. El mismo H. Broch explica este hecho de forma magistral cuando argumenta que «si quería seguir con vida, el teatro tenía que hacer frente a tan inusitada tarea. Y lo hizo recurriendo a la sublimación. De todo el realismo y de todo el naturalismo que, en tonos románticos, le fuera ofrecido al teatro, no quedó nada, pues éste, elevado al superrealismo y supernaturalismo de una escena, antes y después grandiosamente heroica, alcanzó una nueva y, por lo tanto, más auténtica realidad. Un arte escénico de cuño regio, lo mismo antes que ahora, se apoderó de la vida burguesa, transformó la problemática burguesa en la problemática de un drama regio, la existencia burguesa en una existencia regia, devolvió sus éxitos y sus fracasos a la categoría de victorias y derrotas. Y lo hizo, pudo hacerlo y debía hacerlo porque este arte escénico estaba presidido por una intención moral y, en consecuencia, alumbraba el trasfondo moral-humano incluso allí donde tenía que presentar y representar temas burgueses y sus estructuras psicológicas» (ib., pág. 76). La novela, pese a haber conquistado cotas épicas, «persigue con medios insuficientes —esto es, los del naturalismo— un objetivo imposible de alcanzar como es el mito» (ib., pág. 89); entretanto, «tan sólo un paso más, y, mediante un nuevo recurso dialéctico, se pasa de lo auténtico por sublimación a lo operístico» (ib., pág. 77), una de las dedicaciones artísticas más importantes de Hofmannsthal.

    La necesidad de exponer estos condicionantes revierte en una lectura correcta y eficaz de El difícil si realmente existe la voluntad de acceder a las significaciones últimas presentadas en el texto. El comportamiento relacional de los personajes se eleva al plano más superficial en representación de la mentalidad hodierna, frente a la instigación de valores intrínsecos consustanciales a la relación del individuo con la realidad, perspectiva en la que nos centramos a partir de ahora. Y es que, a lo largo de las tres fases en que se desarrolla estructuralmente la obra, asistimos, más que a la resolución de una problemática al uso, al descubrimiento y revelación de determinadas instancias en general de orden afectivo. Por tanto, Hofmannsthal procura, sirviéndose de aquellos comportamientos sociales desde su más estricto formalismo, una evolución aparente que consiste en la congregación de los personajes en determinados espacios y momentos para propiciar encuentros que van destilando lingüísticamente la autenticidad latente desde el principio. Así, los lugares en que se desarrollan los tres actos son el estudio de Hans Karl Bühl, el protagonista de la comedia, un pequeño salón en casa de los Altenwyl, y dependencias marginales y lugares de tránsito de la misma, lo que acaba dotando de una gran vivacidad a la escena. Frente al primero, en que de manera pausada se da cuenta del carácter del aristócrata y se apuntan las direcciones en que se proyectan los vínculos entre los personajes, el acto siguiente sirve para concentrarlos a todos y obligarlos a dialogar, con el fin de, en el último, dar rienda suelta, fuera ya de un espacio tan estrecho, a las intersecciones afectivas verdaderas, en cuanto aclaración del conjunto de las relaciones y el establecimiento de una trascendente, la que deviene del compromiso matrimonial de Karl Bühl y Helene Altenwyl. Esta unión se debe precisamente al reconocimiento de la analogía caracteriológica profunda entre ambos personajes, consistente en una especie de anagnórisis recíproca provocada desde la espontaneidad. Ésta es la vencedora, en oposición a la otra unión que el rumor producido por la misma sociedad y afectos más accidentales pretendían con Antoinette Hechingen, esposa de Adolf Hechingen, quien padece un enamoramiento muy al modo cortesano, y pese a que su marido es amigo del conde de Bühl. Éste es el modelo social que todos admiran, pero en su interior se debaten cuestiones decisivas. Una de las más importantes reside en la falta de conjunción entre el lenguaje y la realidad, esto es, lo que apoteósicamente significa al final el matrimonio, tan ponderado en la sociedad en que se mueve, posee un valor auténtico en el encuentro de dos posturas analógicas. Para Bühl, todos los desastres que se producen en el mundo que le ha tocado vivir se deben al desajuste entre el enunciado y la acción consecuente, pues ésta no responde a aquélla. Esto es lo que produce en más de una ocasión y siempre rotula bajo la denominación de malentendido: «[...] todo... todo es una madeja de malentendidos imposible de desenredar. ¡Ah, esos malentendidos crónicos!» (pág. 11). Se descubre aquí la causa desencadenante y efectiva que promueve todo el drama a través de Bühl, pues como se va delatando, el problema de lo inefable se cifra en el exceso de palabras, cifrándose a fin de cuentas en un problema de comunicación y, primero, de expresión, de adecuación del sujeto a su voluntad locutiva. Por eso el exceso de palabras no sólo no sirve para solucionar el problema, sino que lo incrementa en el aturdimiento de quien busca aquel primer equilibrio. La actitud distante del protagonista queda, por tanto, justificada no desde criterios sociales, como es el sentir común, sino desde la propia ontología, lo que se constituye en uno de los primeros malentendidos. Aunque Karl Bühl no presente una evolución actancial a lo largo de la obra, sí se nos da noticia de que en su historia personal se ha producido un hito que ha marcado, modificándolo, su concepto de la vida: su participación en la guerra. Como si de una experiencia catártica se tratara, Hans Karl parece estar sufriendo un estado hiperestésico que le produce una condensación y concentración de la sensibilidad ante los fenómenos del mundo. En este sentido, su capacidad de percepción se agudiza en una situación que llega a lo inexplicable —«No puedo definírtelo», llega a contestar a su hermana Crescence—, inefable, y a la vez impetuoso e incontrolable, convirtiéndose en un acto espontáneo y, en consecuencia, contrario a toda clase de hipocresía, de ahí su decisión primera de no querer asistir a la reunión en casa de los Altenwyl. Esta naturalidad, peligrosa en la sociedad a la que pertenece, es la que alaba en el payaso Furlani, y a la vez la que ridiculiza a personajes como el erudito Brücker y su advenediza admiradora Edine.

    En fin, son muchas las cuestiones y los matices de orden conceptual que podrían analizarse, aparte temas que ponen en entredicho el convencionalismo social. Así, la valoración del instante frente a la actitud reflexiva, la función del artista, el valor del conocimiento o el de la misma palabra, la falsa moralidad y las alteraciones de la conciencia, incluso el papel de los criados, a la vez que evocan un mundo desde la decadencia humana y sus posibilidades intensas de recuperación, dicen y predican sobre los valores innegables de una obra que para el lector de ahora no puede pasar desapercibida en la versión en español que nos llega desde la Universidad de Buenos Aires.

 

NOTAS

[1] H. Broch, Poesía e Investigación, Barral Editores, 1974, pág. 72.

J. M. Serrano de la Torre

 

Rafael Utrera Macías, Azorín, periodismo cinematográfico, Film Ideal-2000, Barcelona, 1998.

    Nada tan gratificante para mí, tratadista de filmoliteratura como el haber sido obsequiado por un colega en las mismas lides con una obra suya. Se trata de Rafael Utrera Macías y de su última obra en este campo: Azorín, periodismo cinematográfico. En este libro, su autor combina inteligentemente los resultados de más de dos décadas (1973-1998) de investigación fílmico-literaria; y, concretamente, el tema cine-Azorín comienza a ser tratado por Utrera en un articulito titulado «Azorín, espectador y crítico de cine» (El correo de Andalucía, Sevilla, 10 de junio de 1973, pág. 4), continuaría, entre otras muchas aportaciones con su libro Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo (cap. II, págs. 178-254, Universidad de Sevilla, 1981), y finalizaría, por el momento, con un curso de verano organizado por la Universidad Complutense en El Escorial con el título de La generación del 98 y el Cine (25-29 de agosto del 97). Las opiniones de Rafael Utrera, en esta obra, se ven refrendadas por una considerable documentación de opiniones y textos azorinianos de difícil e intrincada localización, a veces perdidos en una inmensa y dificultosa hemerografía, al igual que un exhaustivo estudio sobre La guerrilla, único guión fílmico de Azorín llevado a la pantalla por Rafael Gil en 1972. La presente obra es el resultado de una dilatada y progresiva investigación sobre Azorín y sobre una específica parcela de su dilatada obra que ponen de relieve en el Maestro agudas observaciones entre el Cine y la Literatura tales cuales se habían establecido en los orígenes de nuestro cinema.

    Los nuevos materiales que la Casa Museo de Azorín ha publicado junto a variadas recuperaciones bibliográficas permiten comprobar que la relación entre el escritor y el cinematógrafo, aunque no modificaba la investigación precedente, debía ser actualizada y considerada bajo nuevos matices temáticos y cronológicos, que es lo que Rafael Utrera nos da a conocer en esta obra suya.

    Rafael Utrera Macías es Profesor Titular de la Universidad de Sevilla con docencia en la Facultad de Ciencias de la Información, donde imparte Historia del Cine Español, Crítica Cinematográfica y Televisiva, y Cine y Literatura. Director del Equipo de Investigación en Historia del Cine Español y sus relaciones con otras artes.

    Especializado en las relaciones entre Literatura y Cinematografía Españolas, ha publicado sobre este tema los siguientes libros: Modernismo y 98 frente a Cinematógrafo (Sevilla, 1981), Escritores y Cinema en España: un acercamiento histórico (Madrid, 1985), Federico García Lorca / Cine (Sevilla, 1986), Literatura Cinematográfica-Cinematografía Literaria (Sevilla, 1987), Homenaje literario a Charlot y Memoria Cinematográfica de R. Porlán Merlo (Sevilla, 1991).

    Sobre Historia del Cine Español ha publicado, entre otras, las siguientes obras: Claudio Guerín Hill. Obra Audiovisual (Sevilla, 1991). Nuestro autor ha sido coordinador de El cortometraje andaluz en la democracia (Sevilla, 1991) y editor de Imágenes cinematográficas de Sevilla (Sevilla, 1997) y colaborador en varias obras como Azorín, cien años, Cine aquí y ahora o Cine en Andalucía.

    Sobre la docencia del cine ha publicado diversos trabajos como Cultura de la imagen o Manipulación ideológica y consumista del niño.

    Fundador de la Asociación Española de Historiadores del Cine (aehc), en cuyo VII Congreso formó parte del Comité Científico, es miembro también de la Asociación de Escritores Cinematográficos de Andalucía (asecan). En 1991 fue nombrado por el Ministerio de Cultura miembro del jurado que otorga subvenciones a guiones de largometrajes.

    Ha recibido los premios Círculo de Escritores Cinematográficos (Madrid), Film Historia (Barcelona), etc.

    Creemos que la bibliografía cinemática española estará de enhorabuena con esta última aportación de Rafael Utrera.

A. Cantos Pérez

 

Federico García Lorca, Epistolario completo (ed. de Andrew A. Anderson y Christopher Maurer), Cátedra, Madrid, 1997, 938 págs.

    La obra de este poeta genial y universal ha sido capaz de soportar el peso de su propia fama, esa costumbre desgarradora del éxito, como Luis García Montero la ha descrito.

    Como recuerda su hermano Francisco, no debemos olvidar que el joven Lorca era desde un primer momento un artista muy consciente de su labor poética y de la recepción de sus obras, un trabajador contumaz y angustiado. También Melchor Fernández Almagro recuerda cómo este joven «rinconcillista» recitaba de memoria en las jornadas de tertulia granadina, en el finisecular Café del Pasaje, ya venido en aquellos años a menos, y se resistía incluso a ver impresos sus textos en el frío papel de un libro de poemas. Dice el poeta en una carta de 1927 a su compañero de generación Jorge Guillén: «Después de todo, si yo intento publicar es por dar gusto a unos cuantos amigos, y nada más. A mí no me interesa ver muertos definitivamente mis poemas... quiero decir publicados». Eutimio Martín destaca a este respecto cómo desde 1922 inicia una actividad de conferenciante que no cesó hasta el momento del trágico asesinato, actividad pedagógica paralela a su quehacer literario, que refleja su preocupación y la búsqueda de la abolición de toda barrera entre artista y público. Por esta razón, resulta de gran interés el trabajo de investigación que han realizado en conjunto Andrew A. Anderson, amplio conocedor de la obra del poeta granadino, y Christopher Maurer, autor de la reciente edición anotada de las prosas de su juvenilia, ya que editar las cartas de un autor con tanto esmero no sólo permite hablar con una mayor seguridad acerca de su desarrollo poético-intelectual e ir trazando la accidentada historia de todos sus manuscritos, sino que es también una atractiva invitación para conocer a ese Federico real y aún desconocido para muchos, que en sus cartas familiares habla de «sus cosas» cotidianas y proyectos, la salud, el dinero, etc., aunque siempre consciente del tono y actitud que debe dar a sus amigos y a sus íntimos, pues, como ha destacado Maurer, sabe siempre cómo va a reaccionar su familia ante sus noticias. Un ejemplo de esto es la ausencia de versos, normalmente, o de dibujos, que, en cambio, decoran la correspondencia con sus amigos. En efecto, una de las deudas que la filología debía a este granadino era el estudio de su epistolario y la incorporación de este material en el maremagno bibliográfico que el interés por el poeta ha despertado, un epistolario que ha sufrido, además, las diversas vicisitudes de la historia española más reciente, actualizando una parcela difícil por el carácter emocional, que el mismo autor pedía dejar silenciada.

    La presente edición de las letras del poeta, que recoge 513 cartas, postales y telegramas —el corpus epistolar conocido hasta el momento, de las que 112 son presentadas por primera vez—, publicada por Cátedra dentro de su colección de «crítica y estudios literarios», arranca hace ya más de medio siglo, cuando comenzó la recopilación y ordenación de las cartas de García Lorca en una ardua y colectiva labor investigadora, poco después de la triste fecha de 1936, en plena guerra e, incluso, desde el exilio de algunos (Guillermo de Torre, Rafael Santos Torroella, Jorge Guillén, Arturo del Hoyo, Gallego Morell, Mario Hernández, Piero Menarini, André Belamich, Miguel García Posada, Rafael Martínez Nadal o Ian Gibson, entre otros, han hecho posible, poco a poco, que estas cartas hayan ido viendo la luz, estableciendo una cronología firme en la que pueden basarse los siguientes trabajos sobre Federico García Lorca).

    Los editores de este Epistolario completo dividen su trabajo en dos partes bien diferenciadas, además de anotar, a modo de apéndice, la procedencia de las cartas, los perfiles biográficos de los destinatarios, una cronología de las obras del poeta mencionadas en sus cartas —que se convierte en una herramienta de estudio fundamental— y, por supuesto, una rica y extensa bibliografía final sobre el tema. El «Libro I», al cuidado de Christopher Maurer, recoge la correspondencia que tenemos desde 1910 a 1926, los años de Impresiones y paisajes o El maleficio de la mariposa, obras juveniles aún, a la vez que se estudia el proceso de la historia editorial de todas estas abundantes cartas del poeta; el «Libro II», al cuidado de Andrew A. Anderson, recoge la correspondencia de los años 1927 a 1936, la etapa de madurez del autor —un autor célebre, cada vez con menos tiempo para escribir—; es el momento de la trilogía de la tierra, de obras como Poeta en Nueva York o El público.

    Como observan Anderson y Maurer, en los distintos prólogos a cada parte de su edición, Lorca no era un «profesional» de las cartas y su inmensa humanidad y el calor del momento terminaban por vencer el efecto «helador» que conlleva, en apariencia, el género, y es entonces cuando nos encontramos no con el poeta ni el hombre de teatro, sino con Federico, el hombre real. A la luz de estos textos se «perfila y redondea por primera vez la relación de Federico con su familia», sobre todo con su madre, figura tan importante en la vida del poeta, cuya comprensión y amor le ayudan a llevar su estancia lejos de la casa familiar granadina tanto en Madrid como Barcelona, Nueva York, Argentina o Montevideo, animándole constantemente. Celoso de su intimidad —«yo hablo siempre igual y esta carta lleva versos míos inéditos, sentimientos de amigo y de hombre que no quisiera divulgar. Quiero y retequiero mi intimidad»; «guarda bien esta carta»; «no leas mis cartas a nadie, pues carta que se lee es intimidad que se rompe», etc.—, concibe la correspondencia como fragmentos de una vida que pasa, donde como él mismo declara tajantemente, «los detallitos de la vida íntima carecen de importancia». Podemos establecer grupos de destinatarios predilectos por el poeta: éstos son los casos, por ejemplo, de Sebastiá Gash o Salvador Dalí —interesantísima la correspondencia con ellos para conocer mejor tanto sus inquietudes estéticas como su concepción de la literatura—, pero también Zalamea, Morla Lynch, Fernández Almagro o Guillén, entre otros compañeros de generación y amigos, como Pepín Bello, Gerardo Diego, etc.

    Definitivamente, es sin duda un excelente y atractivo trabajo investigador que los estudiosos de García Lorca veníamos echando de menos. Como más arriba he escrito, el conocimiento de un epistolario es una pieza muy importante para la comprensión del carácter de un literato —los ejemplos abundan si pensamos en los estudios que los epistolarios han suscitado en casos como el de Santa Teresa o Lamartine, Goethe, Unamuno, Kafka, Van Gogh, Brecht o el reciente caso del también amigo del poeta, Manuel Azaña, con la publicación final de sus diarios, etc.—; mayor aún es, si cabe, en el caso del paradójico Federico, tan reivindicado siempre por todos pero a veces increíblemente olvidado. Por todo ello, este epistolario, tan esperado, se revela como un regalo literario de alto contenido humano que demuestra, una vez más, que sobre García Lorca hay todavía mucho que decir.

C. J. Duarte

 

José María Barrera López, La luz en la distancia (Vicente Aleixandre y Sevilla), Excmo. Ayuntamiento de Sevilla (Col. Biblioteca de Temas Sevillanos), 1998, 214 págs.

    Siguiendo al Unamuno atenazado por el sentimiento trágico de la vida, no hay más que el spinozista perseverar de cada cosa en su propio ser, lo que arroja la esencia actual de la cosa misma. La voluntad y el esfuerzo por no morirse nunca constituyen la esencia del hombre. Y del poeta también, podría afirmarse. Ser inmortal, igual como hombre que como poeta, porque a decir de Unamuno poeta y filósofo son lo mismo y si un filósofo no es un hombre es todo menos un filósofo. Por supuesto, la «inmortalidad» resulta una categoría con demasiado lastre de individualismo romántico, de conciencia angustiada. (Ningún poeta confesaría hoy en su sano juicio escribir con el rostro vuelto a la posteridad, por simple prurito de perpetuación). Pero una vez muerto, ¿quién persevera en la poesía del poeta? «Morir es olvidar palabras», llega a escribir el último Aleixandre. Y la duda radica en si hoy se insiste lo suficiente en la poesía aleixandrina, en el ser de Aleixandre como poeta. Ya que ha transcurrido su centenario, la verdad sea dicha, sin demasiados acontecimientos editoriales, como tal vez hubiera sido de esperar en un Noventayocho por otra parte tan pródigo en celebraciones, actos, congresos y palabras volanderas. Desgraciadamente, en el caso concreto de Aleixandre, cuyo nacimiento ha sido conmemorado junto al de dos de sus compañeros de generación, Dámaso Alonso y Lorca, hemos tenido que contentarnos con poca sustancia escrita. No se trata de hacer un inventario exhaustivo, pero merece la pena referirse a la edición conmemorativa de alguno de sus libros, como Poemas de la consumación, y a los preceptivos trabajos que se le han tributado desde publicaciones especializadas (los números homenaje de Litoral, de Revista de Occidente y del Boletín de la Fundación Federico García Lorca) o destinadas a un público más amplio (el número de ABC literario). Se ha dejado notar la falta, sobre todo, de un trabajo individual o de conjunto que aclarase el estado de los estudios aleixandrinos, pasados veinte años de la concesión del Nobel, que abriese unas necesitadas nuevas vías de lectura y análisis o que se cuestionase el silencio y olvido —son términos empleados con razón por los incondicionales de la figura y la obra del autor— que últimamente han cercado una producción poética que parecía incuestionable hasta ayer mismo, o incuestionablemente canónica por decir mejor. No obstante, aún más se han echado de menos unas obras completas largamente esperadas. Hubieran significado el reconocimiento más cabal que puede rendírsele a un poeta que ha cumplido cien años. Si bien no todo se resume en este balance flagrantemente escaso: en el umbral del centenario, el profesor Morelli nos ha ofrecido una zona importante de la correspondencia de Aleixandre; Duque Amusco ha editado un volumen de prosa aleixandrina, publicando por vez primera fuera de las obras completas del autor textos bien significativos (los de carácter metapoético o de autoexégesis, por ejemplo); a la vez, se ha reeditado el clásico estudio sobre la poesía aleixandrina —«aventura hacia el conocimiento»— del profesor José Olivio Jiménez y, por su parte, José María Barrera López ha abordado las relaciones literarias y vitales del poeta con la ciudad de Sevilla.

    No es el primer libro que busca las conexiones del Veintisiete con Andalucía, incluso del Veintisiete con Sevilla, como han hecho recientemente Rogelio Reyes y Francisco Narbona. Barrera López, al investigar la relación de Aleixandre con la ciudad que le vio nacer, en la línea de un ensayo anterior dedicado a Diego y Sevilla, viene a sumarse a una clase de estudios —recordemos los del desaparecido José Luis Cano o A. Gómez Yebra— que ya pusieron al descubierto la importancia de otra ciudad andaluza, Málaga, en la vida y la poesía aleixandrinas. Una y otra ciudad, en distinto grado, se hallan ligadas a la infancia del poeta, del que podría decirse que fue un «andaluz desterrado en Castilla», como se definió a sí mismo el también sevillano Luis Cernuda. No existe ninguna «intención localista», asegura el autor de la monografía, lo que sin duda resulta de agradecer siempre frente a los voceros de un sevillanismo estrecho, capitalizante del andalucismo, con frecuencia disfrazado de universalidad. Más bien, se trata de presentar un «preliminar esfuerzo de sistematización» de las «relaciones humanas y estéticas que marcaron la vivencia andaluza (sevillana) del poeta» (pág. 16). Y este programa mínimo se cumple con creces. Los vínculos de Aleixandre con su lugar natal son entendidos de forma amplísima y así se ilustra el tema propuesto destacando sus numerosas publicaciones en revistas sevillanas, la adhesión a éste u otro proyecto literario ideado en la ciudad o los lazos epistolares y de amistad con personajes de la misma. Curiosamente, a la hora de señalar los maestros del joven Aleixandre, se da más importancia y espacio a Machado que a Juan Ramón Jiménez. Sin embargo, si los del Veintisiete en general, incluido Aleixandre, mostraron en todo momento sus respetos por «el gran don Antonio» —como lo llamó Guillén—, lo cierto es que fueron en sus comienzos más juanramonianos que machadianos. Por lo que se refiere a Aleixandre, no hay más que leer a este propósito sus composiciones juveniles recogidas en lo que se conoce como Álbum. Otras veces la vivencia sevillana del poeta se estira hasta el extremo de resaltar que el abuelo materno de Aleixandre conoció a Bécquer durante una estancia en Sevilla, lo que dio pie a uno de los Nuevos encuentros. Todo ello participa de un gran interés, pero realmente hubiera sido fructífero dedicarle un hueco a lo que podría llamarse la «lógica poética» de Sevilla en Aleixandre. Descubriríamos entonces que su visión se fundamenta en el símbolo de la luz (distanciada, en efecto, y en este sentido el título dado a su libro por Barrera López no puede ser más oportuno). Aleixandre se refiere en varias ocasiones a la luminosidad de Sevilla: a su «permanente luz» alude en carta de 1951 a la revista sevillana Aljibe (pág. 185); y en otro texto exquisito («A Ixbiliah. El verano en Sevilla», de 1957), el símbolo de la luz se ha transfigurado en fuego estival: «La ciudad se duerme en toda su hipérbole maravillosa de luz, hasta el arrasamiento en el descanso devastador. Sevilla en la siesta de agosto es la Sevilla exasperada en la quietud vibrante y agotadora» (pág. 186). Se abre a partir de aquí una vía de elucidación jugosa: la luz sevillana, como la luz platónica que anega tantos poemas de Sombra del paraíso, debe relacionarse con la fascinación que experimentaron algunos poetas del Veintisiete por el sur y por Andalucía, una atracción que rebasa los límites del costumbrismo y del pintoresquismo románticos. Porque se trata justamente de una «estilización del andalucismo» con una función muy precisa en el contexto ideológico de la «generación», como explica muy bien Juan Carlos Rodríguez en su libro La norma literaria. Basta remitir, por otra parte, a la atinada presentación que Luis García Montero lleva a cabo del andalucismo lorquiano —y lo mismo vale para el andalucismo albertiano— en su edición del Poema del cante jondo. Si bien, paradójicamente, el sur y Andalucía funcionan con calidad romántica en Aleixandre y Cernuda, como imagen del paraíso perdido y la lejanía del origen. La lectura de Andalucía como vestigio paradisíaco se halla fácilmente en la «Divagación sobre la Andalucia romántica» de Cernuda. Pero es que en Ocnos y, otra vez, en Sombra del paraíso, sur, infancia y paraíso son la misma cosa. Sólo que las dos ciudades, Sevilla para Cernuda y Málaga para Aleixandre, se han hecho aquí sustancia de poesía y no tanto sustancia poética en sí misma, aunque también. Por supuesto, si se apura esta otra vía, más atenta a la geografía poética que a la geografía externa, comparativamente Sevilla tiene menos peso en Aleixandre que su «ciudad del paraíso»; como reconoce en «Luis Cernuda deja Sevilla», de Los encuentros, «Sevilla para mí fue el relámpago de mi nacimiento» (pág. 157). De aquí que siempre matizase, a la vez, que su nacimiento fue sevillano pero su primera infancia (hasta los once años que marcha a Madrid) malagueña. Y esta presencia originaria del sur, como único territorio donde podía habitar el «ser» tras las sacudidas que impuso la historia, sí que condicionó una zona importantísima de la producción poética aleixandrina.

    Pero Barrera López ha preferido, según decíamos, sistematizar los datos de una relación más exterior, biográfica, literaria y de textos, demasiado laterales en algunos casos con respecto al tema propuesto. Una sucinta introducción sobre la trayectoria poética del autor (págs. 17-27), frecuentemente sustentada en declaraciones de fe estética o de signo autocrítico, insiste en los caminos de aproximación a la produción aleixandrina hechos norma común: tres etapas poéticas cuyo desarrollo se hace equivaler con el proceso hegeliano de la tesis, la antítesis y la síntesis (Bousoño introdujo largos años atrás este planteamiento en su clásica —y todavía hoy indispensable— monografía sobre Aleixandre, y fue seguido en este punto concreto, sin ir más lejos, por Rozas y Torres Nebrera en su trabajo conjunto sobre el Veintisiete). Aun así, quizá convenga oponerle alguna salvedad a estas páginas iniciales. Primeramente, el «no reconocerse» de Aleixandre en su vida exterior —«me hicieron hacerme abogado»—, según se constata en la autobiografía redactada para la famosa antología de Diego (1932), no puede confundirse con el «reconocerse» en los demás que inaugura Historia del corazón (1954). Su no reconocerse viene dado por un poso de rebeldía y un surrealismo vagamente anárquico en general, fuertemente subversivo en diversos poemas, que recuerdan no poco la actitud inconformista de Luis Cernuda ya en esa misma antología. De otra parte, el reconocerse en los otros, que se fragua al calor de la filosofía fenomenológica de Ortega y Gasset (como anotó Bousoño) y la lección moral de Machado para toda la postguerra poética, tiene que ver con un cambio estructural en las poéticas aleixandrinas, que pasan de la homogeneidad a la heterogeneidad del ser, del Uno al Otro; de ahí surgen dos categorías básicas, reconocimiento y comunicación, que se hallan a mucha distancia del «Yo soy [sic] otro» de Rimbaud (pág. 17), autor muy presente, por el contrario y como es sabido, en los poemas en prosa del convulso Pasión de la tierra (1935). De igual modo, supone una reducción encasillar a Aleixandre en la «estética onírica» (pág. 19) o surrealista de la generación, junto a Hinojosa, Prados o Cernuda y frente a la tendencia «clasicista y popularista» de otra parte del grupo: la inconveniencia es real, porque Aleixandre también participó de la tendencia clasicista, del culto a Góngora, antes de encarrilarse por los raíles del surrealismo, aquel «trampolín» en busca de mayor libertad expresiva al que aludió Cernuda. Si, en el caso de Aleixandre, no se puede hablar en propiedad de una «etapa simbolista y ultraísta-creacionista», sino de flecos de las poéticas anteriores y de incursiones ligeras en las poéticas de nuestra primera vanguardia, sí que aparece clara en él una etapa —si está permitido hablar de etapas— de poesía pura. Otro tanto vale para el Cernuda de Perfil del aire. Desde el ángulo contrario, los popularistas como Lorca y Alberti también atraviesan una fase surrealista. Nos llevaría muy lejos, además, la discusión acerca de la ruptura que marca el mencionado Pasión de la tierra con lo que aquí se llama la «tradición crepuscular» (pág. 21), o acerca del concepto de «evolución» (pág. 24), que sirve para hilvanar desde siempre las diferentes ideologías poéticas del autor.

    No obstante, Barrera López vuelca su mejor esfuerzo en otros menesteres y terrenos. Y así nos pone pormenorizadamente al tanto de la infancia —entre sevillana y malagueña— del poeta, de su nacimiento —cuya acta se transcribe íntegramente—, de su juventud y primeros estudios, o de sus lecturas de Machado (págs. 27-45). Se aducen, a la vez, varios testimonios de autores que, o bien detectan en el origen sevillano del poeta «la raíz espiritual de su plenitud cósmica», pese a que la ciudad no ha tenido sitio en su «gran creación» (Ruiz-Copete), o bien presentan como «signo inequívoco de sevillanismo» una serie de valores (sabiduría implícita, falta de adhesión a las cosas externas) que afectan a la condición y al carácter de sus habitantes (R. Reyes). Sin embargo, así rozamos peligrosamente la psicología de los pueblos y la discutidísma teoría de Ortega sobre Andalucía. Más interés, quizás por algo menos lábil, suscita el apartado que pone de relieve la conexión del joven Aleixandre con las revistas sevillanas de vanguardia, como Grecia, donde publicó un poema bajo seudónimo, y con los escritores ultraístas como Cansinos Asséns, Lasso de la Vega, Garfias o Adriano del Valle (págs. 45-50). Sin embargo, nadie puede dudar de lo adyacente de este capítulo, pues las conexiones, más ficticias que reales, siempre «indirectas», tratan de hacerse efectivas a partir de una serie de notas personales que José Luis Cano incluye en su cuaderno de conversaciones con Aleixandre. Cosa distinta es la participación en la revista Mediodía y la amistad con «los mediodías», ya dentro del ámbito de publicaciones propio del Veintisiete. Las colaboraciones aleixandrinas en la revista, que son tres, se sitúan en la línea de poesía pura que cristaliza en Ámbito (1928). De hecho, la prosa «Noche: órbita política», su primera colaboración, por la tematización de un doble crepúsculo urbano en términos geométricos y de forma, encaja en las coordenadas de pureza poética en las que se mueve Aleixandre en el año 27; de modo que, como aclara Duque Amusco, no constituye un texto de transición —a decir de Musacchio, la estudiosa de la revista sevillana— entre Ámbito y Pasión de la tierra. Este poema en prosa, complemento de «Noche: ronda y síntesis», otro texto publicado en Verso y prosa también en 1927, debe ser puesto en relación con el ideario estético, deshumanizado y gongorino, desplegado en «Mundo poético» (1928). Además, Barrera López da cuenta de las otras dos colaboraciones, esta vez firmadas con el nombre de J. M. García Briz, que no es un apócrifo sino un amigo al que le había dedicado Aleixandre un poema en Verso y prosa y que quiso ver su firma al pie de unos poemas del autor; Aleixandre destinó dos textos, excluidos de Ámbito, a dar cumplimiento a este deseo peregrino. Ya la anécdota fue perfectamente desentrañada por Duque Amusco. Y ahora Barrera López publica una carta inédita, fechada en 1928, de Aleixandre a Rafael Porlán, donde todo se aclara de nuevo: Aleixandre presenta a García Briz como un poeta inédito que despunta en el árbol de la nueva poética, en un momento en que «los demás géneros parecen algo olvidados y casi toda la savia se agolpa en esta hora en la rama de la lírica» (pág. 57). Si se piensa que Aleixandre habla de sí mismo y de su poesía, se trata de un detalle curioso: alguna vez se declaró un poeta «esencialmente lírico» y ya se sabe que Salinas llegaría a hablar del signo lírico de la literatura española del siglo XX.

    Sigue a todo esto el relato de la actitud que mostró Aleixandre ante el tricentenario gongorino. Ausente, por imposición física, de los actos celebrados en el Ateneo de Sevilla, sí que escribe un imponente soneto, de homenaje al cordobés, que ve la luz en las páginas de la murciana Verso y prosa. Desde luego, el soneto, aparte su carácter celebrador, sirve de legitimación práctica de la estética pura del primer libro del poeta. Uno de los «mediodías», Porlán, destaca lo «poético en sí» del lenguaje de Ámbito, su valor sustantivo, derivado del empleo de «elementos muy simples», sin dejar de darle importancia al problema de la «oscuridad», tan de moda con motivo de la «fiesta» gongorina. Porlán recuerda a aquel Mallarmé para quien la poesía no se hace con ideas, sino con palabras, explicando que la oscuridad reside en la sucesión de vocablos que por sí misma trata de infundir cualidades poéticas al mundo físico; claro, por el contrario, es el lenguaje que concibe la palabra como algo distinto a un ornamento. La nueva poesía, incluida la de Aleixandre, se caracteriza por la «administración del sentimiento», por ponerse en guardia ante los excesos de la sensibilidad romántica (págs. 60-63). Por otra parte, Barrera López recurre al archivo epistolar de Porlán, dando a conocer algunas cartas inéditas, lo que nos permite pulsar el entusiasmo del autor de La destrucción o el amor ante el homenaje a Bécquer que proyectaba la revista Mediodía y el proceso de composición de Pasión de la tierra. Y en las cartas inéditas que Aleixandre dirige al secretario de Mediodía, lo más destacable es la constante preocupación por la transcripción correcta de los originales, las llamadas de atención sobre la escrupulosa vigilancia de los redactores (págs. 206-214). Menor atractivo presentan los intercambios con otros «mediodías» como Romero Murube o Laffón. Un capítulo posterior aborda la amistad con Villalón, Sánchez Mejías y Cernuda (págs. 69-78). Queda constancia suficiente de los lazos, personales y poéticos, de Aleixandre con Cernuda, pero son relegados a la sombra algunos momentos y peripecias en que la amistad sufrió una crisis. Verdad es que se menciona el desgraciado affaire con el Dámaso Alonso crítico de la generación, que provocó la conocida protesta del sevillano en airada carta abierta, asunto en que Aleixandre se solidariza inequívocamente con aquél. Se recuerda, asimismo, la devolución desde México de un ejemplar de las obras completas aleixandrinas. Pero además, según ha puesto de relieve Luis Antonio de Villena, el autor de La realidad y el deseo no gustó de verse rodeado por la multitud, tal y como se le retrata en «Luis Cernuda, en la ciudad», prosa de la serie Evocaciones y pareceres.

    Los dos bloques finales de la introducción se dedican a la «postguerra sevillana» y a los homenajes que recibe el Nobel desde Sevilla en 1977. En el primero, Barrera López lleva a cabo una labor de rastreo de trabajos sobre la poesía aleixandrina, y de referencias al poeta, publicados en la prensa sevillana. Se cita aquella parte del discurso de ingreso en la rae —destinado a reflexionar sobre el amor en la poesía española— en que Aleixandre se refiere a Bécquer y se le da resonancia oportuna, con acopio de material de hemeroteca, a la única visita que realiza el poeta a Sevilla, a finales de 1950 y con ocasión de un lectura poética comentada. No obstante, resalta un dato entre todos: la publicación en la revista hispalense Estudios Americanos (1951) de un trabajo autocrítico, «Dos poemas y un comentario», después recogido en las obras completas, que todavía hoy sigue ofreciendo claves de interpretación de primerísima mano para la poesía de Aleixandre. Son reproducidos, asimismo, amplios fragmentos de cartas aleixandrinas de salutación, como las dirigidas a las revistas Aljibe e Ixbiliah, ya mencionadas, o de adhesión, como ocurre con el curso de joven poesía andaluza organizado en la Universidad de Sevilla en 1958 por el profesor López Estrada. Esta última carta da fe de la convicción aleixandrina por entonces en el valor comunicativo de la poesía. Y la introducción se cierra con minuciosos datos sobre la repercusión del Nobel a Aleixandre en la prensa y las letras sevillanas, las consiguientes actividades de reconocimiento emprendidas por diversas instituciones y por revistas como Zéjel y Cal.

    La introducción se completa con una bibliografía de interés (págs. 115-123), donde coexisten algunas obras críticas básicas para el conocimiento de la poesía aleixandrina con otros títulos más menudos, de relativa utilidad. Resulta obligado, sin embargo, destacar el esfuerzo de actualización y de puesta al día, con la inclusión de trabajos que ha visto la luz en el año del centenario. Y finalmente, la antología de textos —denominada quizás con cierta impropiedad «obra sevillana» de Aleixandre (pág. 125)— recoge una selección de colaboraciones publicadas en la prensa y las revistas de la ciudad, así como textos relacionados con ella, y un epistolario inédito del poeta con los escritores de Mediodía (una carta a Romero Murube y seis a Rafael Porlán). Barrera López, en la presentación del volumen, señala que en un futuro próximo será completada esta visión inicial de las relaciones humanas y estéticas de Aleixandre con la ciudad de Sevilla. Y su buen hacer será bienvenido entre quienes, de un modo u otro, consideran necesario perseverar en la poesía del poeta.

M. A. García García

 

José Paulino Ayuso (ed.), Antología de la poesía española del siglo XX, II (1940-1980), Castalia, Madrid, 1998, 699 páginas.

    Con este libro se cierra el proyecto globalizador iniciado en el volumen primero sobre el estudio y antologización de la poesía española de nuestro siglo, claro está, hasta donde una perspectiva seria puede garantizar unos mínimos de rigor crítico, de ahí la limitación a los años ochenta. La investigación relativa a los aconteceres poéticos y artísticos en general de la más absoluta inmediatez y vigencia implica un gran esfuerzo objetivador no siempre sancionado por el tiempo, mas en todo momento merecedor del favor del pionero. Así, uno de los primeros escollos se encuentra en la selección de autores cuando «la crítica no ha depurado aún este proceso» (pág. 69) y ni siquiera se ha llegado a «recabar el acuerdo acerca de los poetas que pueden ser considerados esenciales o indispensables» (pág. 69). De ahí que esta antología «debe todavía ser valorada como un proyecto o una aportación a un proyecto futuro» (pág. 69), pese a los procedimiento objetivos que la fundamentan.

    La antología inicia su andadura «con los autores que comienzan a publicar —y no sólo a escribir— en los años treinta» (pág. 9) en una ordenación cronológica que llega hasta los poetas de los ochenta, período considerado «sin quiebras violentas, aunque con inflexiones de importancia que dependen del cambio histórico, del agotamiento de las fórmulas poéticas y de las necesarias alternativas en la relación entre realidad y texto poético» (pág. 9). Para su análisis, el editor recurre a la taxonomía tradicional, «dos fases esenciales, con tres momentos o ciclos menores en ellas» (pág. 9): «la inmediata posguerra» (pág. 10), cuya expresión abandera «el movimiento denominado ‘poesía social’» (pág. 10); el «momento de la evolución y transformación de las estructuras económicas, sociales y culturales del país y se concreta en una serie de rectificaciones» (pág. 10) indentificadas con una actitud crítica, y ya en los años setenta, el período de la «emancipación» (pág. 10), de una poesía «autorreflexiva» (pág. 10). A la vez se tienen en cuenta aspectos fundamentales, como la «integración [...] de tendencias diferentes o de grupos constituidos y de poetas aislados, las fechas a veces alejadas con que poetas coetáneos se incorporan a la publicación y, finalmente, la lejana, pero nunca del todo desoída labor de los poetas exiliados» (pág. 10); como «los cambios que los poetas ya conocidos y afirmados experimentan en su obra» (pág. 10), o como el fenómeno de ciertas «tendencias que forman grupos y que durante unos años se sitúan en el centro del sistema literario y [...] dominan los mecanismos institucionales» (pág. 11).

    Sobre el principio general de que «cada cambio en este período ha venido acompañado por una revisión de la herencia recibida» (pág. 11), Ayuso denomina a la primera fase «La poesía situada en el tiempo», reconociéndola en el período comprendido entre 1939 y 1959, ciclo inicial en el que hay que distinguir «dos momentos interiores» (pág. 11). En el primero «constatamos la presencia de cuatro ámbitos en que pueden incluirse los poetas: los jóvenes del 36 que siguen en España y alcanzan su madurez [hermanos Panero, Vivanco, Ridruejo y Rosales]; la aparición y consolidación de una poesía ‘existencial’, testimonio del desgarro personal [...] [Gabriel Celaya, Blas de Otero, José Mª Valverde, José Luis Hidalgo, Rafael Morales, Carmen Conde, Victoriano Crémer, Vicente Gaos, Carlos Bousoño, Eugenio de Nora, Leopoldo de Luis, Pablo García Baena, más libros de Alberti, Salinas, Prados, Aleixandre, Alonso, Cernuda, León Felipe y Pedro Garfias]; la formulación de una poética clasicista [...] [Salinas, Guillén, Rosales, Bleiberg, Panero, Vivanco, Miguel Hernández, García Nieto, Alberti, Cernuda, Altolaguirre]; y los intentos marginales de recuperación de la vanguardia [Carlos Edmundo de Ory, Eduardo Chicharro, Silvano Sernesi, Miguel Labordeta, Juan Eduardo Cirlot, Grupo Cántico]» (págs. 11-12). Una vez rehabilitada la poesía, según Ayuso, se sucede la segunda etapa marcada por el compromiso y el testimonio, apareciendo dos poéticas distintas, «de tono existencial y de tono social. De ellas, esta última se haría hegemónica, por percibirse como respuesta más directa al tiempo histórico y su miseria» (pág. 27). Dentro de esta última se dan tres tendencias: «la que presenta la perspectiva existencial, centrada en las cuestiones últimas (soledad, desarraigo, tiempo, muerte) con vuelo a veces intelectual y metafísico (Gaos, Bousoño); la que se presenta con una atención concreta e inmediata a la realidad social y común [...] (Morales); la que establece una proyección más militante y activa desde la realidad social y frente a la situación política (Celaya, Nora, Otero)» (pág. 29).

    La segunda fase comprende desde 1960 a 1980, y la primera década se caracteriza en cuanto «Poesía crítica de la experiencia» (pág. 39). Aquí cobran protagonismo Ángel González, Caballero Bonald, Valente, Barral, Gil de Biedma, Claudio Rodríguez, Francisco Brines, Fernando Quiñones, Aquilino Duque, Manuel Mantero, Julia Uceda, Julio Mariscal, Mª Victoria Atencia y César Simón. La década siguiente viene señalada por «el arranque ab initio de la poesía de su alvéolo social, sustituido por una relación más vital y cósmica con el entorno, y la atención al lenguaje mediante efectos enriquecedores de la composición, que permiten asimilarlos a tendencias neobarrocas, neorrománticas, manieristas, etcétera» (pág. 50). Son sus representantes principales para esta antología Félix Grande, Joaquín Marco, Ángel García López, Diego Jesús Jiménez, Jesús Hilario Tundidor, Ana Mª Navales, Rafael Soto Vergés, Joaquín Benito de Lucas, Antonio Hernández, Antonio Martínez Sarrión, Clara Janés, José Mª Álvarez, Juan Luis Panero, Luis Alberto de Cuenca, Antonio Carvajal, José Miguel Ullán, Félix de Azúa, Pere Gimferrer, Antonio Colinas, Luis Antonio de Villena, Guillermo Carnero y Jaime Siles.

J. M. Serrano de la Torre

 

Delia V. Galván, Narradoras hispanoamericanas contemporáneas de ficción corta. 1974-1989, Universidad Autónoma de Querétaro, 1997, 203 págs.

    La literatura hispanoamericana, desamordazada al fin de los totalitarismos tanto ideólogicos y sociales como de los religiosos y genéricos, emerge airosa y democrática para alzarse contra el pensamiento unitario esgrimiendo sus mejores alegatos contra la represión y la censura. Había mucho que decir y no se podía quedar nada en el tintero. Junto a las grandes obras de Asturias, Ciro Alegría, Cortázar, Roa Bastos, Bryce Echenique y el inevitable García Márquez, sólo por nombrar a unos cuantos que nos sirvan de marco para esta reseña, se oyen también las voces de un centenar de mujeres que pluma en mano van desmenuzando el vivir cotidiano de la realidad americana o, por encima de la inmediata realidad, llegan a la creación imaginativa que pasará del realismo al realismo mágico y alcanzará la ciencia ficción. Este sorprendente florecimiento, rica contribución de las narradoras hispanoamericanas, estaba necesitado de una exégesis fina que naciera de un profundo conocimiento de los textos, de un amplio dominio de las teorías literarias y de una mente clara que fuera desentrañando los secretos de cada cuento, de cada narración, a la vez que tratara una muestra lo suficientemente completa como para poder sacar conclusiones amplias: «La gran variedad de tópicos y estrategias narrativas de diecisiete autoras de ocho países, observados en más de cincuenta cuentos, autoriza a sus personajes y a sus autoras como representativas de lo que en lo privado, lo social, lo cultural y lo literario ocurre en sus sociedades» [1].

    Además, para poder redondear la labor crítica, quien se lanzara a explorar estos complejos relatos, retazos del pensar y del vivir de las naciones hispanas, debería contar con un exhaustivo conocimiento de la amplia bibliografía sobre el tema que le permitiera seleccionar entre la farfolla que puebla cientos de revistas y actas de congresos, y espigar así las obras que han aportado serias contribuciones al campo de la narrativa y, en concreto, de la narrativa femenina de la última hornada. En estas narradoras, «en ellas —afirma D. Galván— es evidente la especificidad de sus experiencias que las guiarán para volverse agentes más efectivas de su propia existencia» (pág. 17).

    D. Galván acaba de publicar un interesante libro en el que recoge ocho ensayos en los que «observa, desde una variedad de perspectivas, algunas de las estrategias narrativas que usan veintiuna autoras que escriben en Argentina, Colombia, Costa Rica, Ecuador, Estados Unidos, México, Puerto Rico y Uruguay». D. Galván marca los perímetros de sus ensayos entre 1974 y 1989, fechas en que fueron publicadas las narraciones.

    D. Galván lleva doce años dedicada al estudio de la narrativa femenina, desde 1985 cuando en la prestigiosa revista Deslinde publicó su ensayo sobre las «madres e hijas perseguidas». Pero ha sido con una serie de estudios (1987, 1988, 1990, 1990, 1992) sobre Elena Garro, cuya muerte lamentamos estos días, que complementan el libro publicado por la Universidad Autónoma de Querétaro en 1988, donde D. Galván ha afinado su pluma y ha adquirido un rico caudal de conocimientos con los que ha sido capaz de abordar la problemática de otras autoras como Marta Lynch (1990), Ana Lydia Vega (1993), Orietta Lozano (1994) y Alicia Yánez Cossío (1996). Todos estos estudios parciales y concretos sobre distintas escritoras tenían que cristalizar en visiones de conjunto, y D. Galván publica en 1996 un artículo en el que aborda la problemática de la teoría, crítica y práctica en la narrativa femenina breve de Hispanoamerica entre los años 1975 y 1990. Es con esta síntesis y más en concreto en el artículo «Quince años de narración de mujeres hispanoamericanas» [2] donde hallamos la semilla de este libro al que nos vamos acercando. Pero antes de entrar en harina era preciso establecer la autoridad de D. Galván y poder distinguir el trigo de la paja, diferenciar la labor exegética seria y bien llevada de D. Galván de tantos y tantos ensayos apresurados como inundan cada día, con mediocridad descarada, páginas y páginas de libros y revistas. D. Galván es hoy una autoridad en la materia, como ha quedado comprobado en sus estudios más recientes y como queda comprobado en el libro de marras. Una vez asentado el principio de autoridad, ahora podremos adentrarnos en los ensayos de D. Galván con la convicción de que sus opiniones son valiosas y, por lo tanto, echan luz, esclarecen los textos y aportan nuevos ángulos de visión a los cuentos escritos por mujeres hispanas. En dos palabras: son útiles.

    Para empezar, anotemos el acierto de D. Galván al seleccionar con inteligencia los botones de muestra que abrocharán esta túnica hecha con retazos de la cuentística hispanoamericana. La guía un criterio comprensivo que la ha llevado de Argentina a Puerto Rico, de Estados Unidos a Ecuador, pasando por México, Colombia y Uruguay, al que se ha sumado otro acertado criterio selectivo: cada escritora completará un capítulo de esta historia literaria. La maestría de D. Galván ha hecho, además, que cada narración brinde un tema, o unos temas, distintos con lo que se enriquece todavía más el contenido de esta colección de ensayos. Es, por lo tanto, un libro pensado con buen juicio, fruto de la claridad de ideas necesaria para no perderse entre lo que es puramente literario y lo que no llega a ser más que garrulería.

    Llama la atención el cuidado que D. Galván ha puesto al enfrentarse a las dispares y a veces contradictorias líneas del pensamiento que conllevan las diferentes teorías feministas. Con acierto y discreción, D. Galván adopta un acercamiento ecléctico con el que se separa de la corriente teórica francesa, rompe y rasga en sus métodos: «Lejos de rechazar la tradición, como lo hacen muchos estudios, aquí se toma lo que el canon tiene de recuperable, para su reciclaje» (Narradoras, pág. 13). D. Galván se remonta a sor Juana Inés de la Cruz, y, descendiendo por las haldas de las escritoras hispanoamericanas de las últimas centurias, entronca en la tradición femenina de las modernas escritoras que buscan nuevos horizontes para la cuentísica de sus respectivos países. A cada cual, lo suyo; pero sin olvidarse nunca del contexto general que se extiende desde los populosos barrios a las llanuras patagónicas.

    D. Galván comienza tu tratado con una sustanciosa introducción (págs. 13-34) en la que pone de manifiesto la ruptura, por fin, del silencio al que estaba sometida la literatura escrita por mujeres; llama la atención sobre la necesidad de que aumenten los estudios «que descubran y saquen a la superficie lo que sigue oculto, que además de la estética tomen en cuenta disciplinas fuera de la literatura, que sobrepasen los límites de clase, raza, generación y geografía, que se enfoque en la especificidad de los contextos» (pág. 25); hace una síntesis de la situación actual del estudio de la literatura de mujeres en Hispanoamérica para centrarse después en cada una de las piezas que después comentará con amplitud.

    El primer ensayo «Resistencia ante la vejez» está dedicado a la obra de la argentina Marta Lynch No te duermas, no me dejes (págs. 35-52), volumen con 22 relatos en los que la autora aborda el «tópico de la edad de los personajes [femininos], con énfasis en la segunda mitad de su vida».

    El segundo análisis se centra en la disquisición «género literario / género femenino» (págs. 53-72) en la obra Oh gloria inmarcesible, de Albalucía Ángel, colombiana, recorrido impresionista y dinámico que da pie a D. Galván para contrastar el canon con el «género femenino», a la vez que «Ángel intenta otras formas de comunicación, entra y sale de la ficción, subvierte los géneros, y hace trabajar al lector» (págs. 70-71).

    El tercer capítulo lo dedica D. Galván al estudio de las subversiones y transformaciones en Una pasión prohibida de la escritora uruguaya Cristina Peri Rossi, volumen con 20 narraciones breves publicado en Barcelona en 1986 (págs. 73-92). «En la narrativa enjuiciadora de Peri Rossi —escribe D. Galván—, las subversiones humorísticas, irónicas, satíricas, sarcásticas, burlescas, así como las expresadas con recursos simbólicos, metonímicos, alegóricos, metafísicos, fragmentarios, múltiples... ofrecen al lector la oportunidad de identificar y oponer pilares de resistencia a situaciones opresivas de índole diversa, porque ha sido testigo de la producción de un discurso renovado y resistente» (pág. 88). Añade D. Galván que Peri Rossi posee una rica pluma que le permite encontrar las palabras que dan los matices y tiene la maestría para hallar la forma de presentar la realidad de la que la imaginación forma parte (pág. 90).

    «Ciencia, ficción, utopías y distopías» son los temas que aborda D. Galván al vérselas con la obra de Alicia Yánez Cossío El beso y otras fricciones, publicada en Ecuador en 1975 (págs. 93-114). «Su combinación de elementos de realismo postmoderno con la fantasía y la ciencia ficción en estas narraciones, tiene como resultado enfrentar a los lectores a una desfamiliarización de lo cotidiano que permite poner en duda sus estructuras mentales habituales» (pág. 93).

    El quinto ensayo de la obra de D. Galván está dedicado a la reflexión entre el «desplazamiento entre diferentes realidades» en la obra de Rima de Vallbona Cosecha de pecadores (1988, págs. 115-136). D. Galván concluye que «la autora posee la experiencia y conoce el valor que tiene la técnica narrativa para expresar la enajenación humana, la necesidad de justicia, la lucha por lograr sentimientos como el amor... y el anhelo de un mundo justo» (pág. 133).

    La obra Pasión de historia (1987) de la escritora puertorriqueña Ana Lydia Vega sirve a D. Galván para analizar el «Sincretismo cultural múltiple en estructura policíaca» (págs. 137-158). Vega, aprovechándose de sus buenos conocimientos del género policíaco, y aunando su dominio del leguaje popular, con su humor agudo y su espontaneidad, e intencionados anglicismos, llega a componer «narraciones detectivescas socialmente conscientes» (pág. 145).

    En el capítulo séptimo, D. Galván estudia la fortaleza, desarrollo femenino y postmodernidad en los personajes de Silvia Molina en su obra Dicen que me case yo, publicada en México en 1989 (págs. 159-182). El título sale de la antigua lírica popular hispana, y, como recuerda D. Galván, lo dignificó Gil Vicente. Corre paralelo a otros de la tradición popular antigua, como «Si el marido ha de mandarme / no quiero, no, casarme», y aquel otro que pasó a la imprenta en 1550: «No quiero ser casada / sino libre enamorada». «Fortaleza, desarrollo, independencia de pensamiento [...] es decir, los personajes aparecen caracterizados como capaces de cuestionar el papel que desempeñan en sus vidas» (pág. 159). D. Galván resalta que el estilo de Molina es «equilibrado, accesible, sencillo, estimulante; de tono íntimo; es coloquial, sincero y fresco» (pág. 161).

    El último capítulo del libro lo dedica D. Galván a comentar algunos cuentos de algunas escritoras chicanas (págs. 183-203). Destaca tres modalidades importantes: evasión, toma de conciencia y resistencia y da una noticia socio-histórica de la literatura chicana, y apunta cómo las personas de origen mexicano «se enfrentan a situaciones culturales, legales, raciales, de diferencia de clase, impuestas desde fuera, ante las cuales siguen resistiendo a pesar de su grado de asimilación a la cultura dominante» (pág. 183). Defiende que la literatura chicana, ya sea escrita en inglés, en castellano o en una combinación de ambas lenguas, «tiene una gramática, una estructura y un vocabulario que se mezclan, con lo que añaden un característico elemento estilístico» (pág. 184). Defiende también D. Galván que «los ‘dialectos regionales’ son la representación de una realidad cotidiana [...] con posibilidad de formar una lengua propia que sea aceptada en el futuro» (pág. 185). Traza después D. Galván una semblanza histórico-literaria feminista que comienza por los años 1920 y llega hasta nuestros días. «Los cuentos observados aquí señalan un proceso temático que marca un ciclo que va de la muerte y la locura a una independencia y toma de poder modestos, pasando por las experiencias negativas de inmigración, deportación, alienación, segregación, racismo, rechazo, ignorancia, evasión, soledad, pobreza, opresión, victimización y violencia» (pág. 188).

    Delia Galván ha reunido ocho ensayos que esclarecen una gran variedad de temas, técnicas y estilos de la narrativa femenina hispanoamericana. Cada capítulo se cierra con una precisa y acertada bibliografía que la autora incorpora a sus disquisiciones con rigor muy de aplaudir. Su exégesis, sincera y bien expuesta, será de notable utilidad para los estudiosos. Con esta obra la crítica del género gana una buena exégesis salida de la pluma de una autoridad en temas literarios femeninos.

 

NOTAS

[1] D. Galván, «Quince años de narración de mujeres hispanoamericas, 1975-1990», Cuadernos de ALDEEU, 11, 1995, págs. 17-24.

[2] Cuadernos de ALDEEU, 11.

J. J. Labrador Herráiz

 

Alejo Carpentier, La consagración de la primavera (ed. de Julio Rodríguez Puértolas), Castalia, Madrid, 1998.

    Esta edición de La consagración de la primavera, que se suma a las cinco ya existentes en España (dos de ellas agotadas), se compone de las siguientes partes: un detenido estudio biográfico y crítico (págs. 9-70), una noticia bibliográfica de los diferentes escritos carpenterianos (págs. 71-74), una bibliografía selecta que llega hasta 1997 y cuenta con doscientos cuarenta y cinco títulos (págs. 75-78) y, tras una nota previa (pág. 89) en la que el editor expone con brevedad el criterio seguido en la anotación de la novela, la obra de Alejo Carpentier. A ello se suma, a modo de apéndice, el texto incluido por el escritor para la contraportada de la primera edición de la novela (págs. 767-768), así como el índice de las seis láminas que se encuentran repartidas por el libro.

    El estudio que sirve de introducción se divide en dos apartados: Alejo Carpentier, Vida y obra y La consagración de la primavera. El primero de ellos comienza con una contextualización histórica que parte del hoy tan renombrado 1898 para enmarcar el nacimiento, en 1904, de Alejo Carpentier. Rodríguez Puértolas realiza un repaso biográfico a la par del crecimiento de su producción, estableciendo además algunas coincidencias y analogías existentes entre su vida y lo que podemos leer en su obra (por ejemplo, la madre de Alejo nació en Bakú, como la protagonista de La consagración de la primavera) y recogiendo impresiones de Carpentier sobre España.

    A continuación, trata distintas materias cuya aclaración resulta necesaria para contextualizar la obra carpenteriana y en realidad la mayor parte de la novelística hispanoamericana contemporánea: los supuestos culturales de América Latina, la teoría de los contextos (contextos raciales, económicos, religiosos, lingüísticos, etc.), la teoría de lo real maravilloso (tan traída y llevada por la crítica, cuando no por los mismos creadores), la teoría de la novela como épica, el barroco como estilo literario latinoamericano (idea fundamental para comprender parte de la estética literaria hispanoamericana y a menudo asumida de manera más profunda por universidades norteamericanas que españolas, a pesar del idioma común) y el concepto de la Historia.

    El segundo bloque del estudio, La consagración de la primavera, define esta novela como la «más ambiciosa y revolucionaria», consistiendo en «una auténtica enciclopedia [...] de los primeros sesenta años del siglo XX» (pág. 38). La gestación y escritura de la obra dura desde 1964 hasta 1978, fecha de su primera edición. Durante ella, recordándonos en cierta manera a Galdós, Carpentier hará uso de todo tipo de documentos para conferir verosimilitud a su obra, como demuestra Rodríguez Puértolas a partir de los textos por él exhumados en la Biblioteca Nacional de Cuba. Se trata de una obra amplia, de gran densidad, cuyo continuo juego intertextual asemejaría su anotación, nos dice el crítico, a la de aquellas ediciones del Quijote en las que las notas superan en ocasiones al texto.

    El análisis de la música, las artes figurativas (hasta 109 artistas distintos cuenta Julio Rodríguez en la obra); la ciudad en la novela; la, aunque discutida, evidente presencia de lo real maravilloso en La consagración de la primavera; la épica a través de la individualización, resaltando a los personajes más significativos, y el concepto de revolución en la obra, completan la introducción.

O. Carrascosa Tinoco