RECENSIONES I

 

ÍNDICE

Jesús Peláez, Metodología del Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento (C. Macías Villalobos). Álvaro Cifuentes Pérez, Nueva Antología Latina (C. Macías Villalobos). Mercedes C. García Gómez, Hombre y naturaleza. Apuntes sobre la antropología renacentista (M. Asensio Hospital). Juan de la Cueva, La muerte del rey don Sancho y reto de Zamora. Comedia del degollado (J. M. Trabado Cabado). Josephine Bregazzi, Shakespeare y el teatro renacentista inglés (J. M. Serrano de la Torre). Francisco Aguilar Piñal (ed.), Historia literaria de España en el siglo XVIII (D. Torrevejano). Isadore-Lucien Ducasse, Poesías (ed. de Á. Pariente) (C. J. Duarte). Gerardo Diego, Obras completas. Prosa: Memoria de un poeta (ed. de F. Díez de Revenga) (D. B. Cotta Lobato). Annie Bussière-Perrin, Le thèâtre de l’expiation. Regards sur lóeuvre de rupture de Juan Goytisolo (C. Valcárcel Rivera). Andrés Sánchez Robayna, La inminencia (Diarios 1980-1995) (E. J. Morales Monedero).

Publicadas en Analecta Malacitana, XXII, 2 , 1999, págs. 799-820.

Jesús Peláez, Metodología del Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento, 6, Ediciones El Almendro (Colección Estudios de Filología Neotestamentaria), Córdoba, 1996, 163 págs.

    La obra que ahora presentamos forma parte de los materiales preparatorios para la elaboración del Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento (DGENT), proyecto que arrancó en 1974, por una propuesta de la antigua «Institución San Jerónimo para la Investigación Bíblica», ahora «Asociación Bíblica Española», bajo la dirección de Juan Mateos, traductor con Luis Alonso Schökel de la Nueva Biblia Española (Madrid, 1975).

    Este libro es uno de los frutos del trabajo del grupo GASCO (Grupo de Análisis Semántico de Córdoba), creado por J. Mateos para elaborar el diccionario, del que J. Peláez forma parte.

    Objetivo fundamental del grupo desde su constitución fue familiarizarse con los textos griegos antes de elaborar ningún lema. Para ello se fueron creando algunos materiales (análisis gramatical, comentarios, una traducción anotada del Nuevo Testamento), de entre los que destaca un método de análisis actualizado según las últimas aportaciones de la Semántica, que se publicó en 1989, como nº 1 de la serie «Estudios de Filología Neotestamentaria» que dirige el propio Mateos, con el título de Método de análisis semántico aplicado al griego del Nuevo Testamento. Los principios metodológicos que entonces se dejaron simplemente esbozados han sido desarrollados y ejemplificados ampliamente por Peláez en este libro.

    Asimismo se anuncia la próxima aparición de dos obras más, también materiales preparatorios: una clasificación de los sustantivos del Nuevo Testamento por especies semánticas y un estudio de los sustantivos de la letra Alfa.

    La Metodología se compone de cinco capítulos, de los que el primero, «Diccionario y significado» (págs. 15-28), establece una tipología de los diccionarios que existen y revisa las distintas formas de entender el concepto de «significado» y cómo determinarlo.

    El capítulo segundo, «Los diccionarios de griego del Nuevo Testamento. Metodología» (págs. 29-64), analiza la metodología seguida en tres de los principales diccionarios de griego neotestamentario, a saber, el de F. Zorell, Lexicon Graecum Novi Testamenti (París, 1990); el de W. Bauer, Griechisch-deutsches Wörterbuch zu den Schriften des Neuen Testaments und der frühchristlichen Literatur (enteramente revisada, editada por K. Asland y B. Aland, Berlín / Nueva York, 61988), y el de J. P. Louw y E. A. Nida (eds.), Greek-English Lexicon of the New Testament based on Semantic Domains (2 vols., United Bible Societies, Nueva York, 1988). De todos ellos se destacan sus carencias (y que son en el fondo las que justifican la elaboración de un nuevo diccionario).

    Los capítulos tercero, «Pasos para la redacción del Diccionario Griego-Español del Nuevo Testamento basado en especies semánticas» (págs. 65-111), y cuarto, «El factor contextual: los sememas» (págs. 113-131), constituyen la parte más interesante del libro, pues en ella se resume lo fundamental del método que el grupo GASCO se propone seguir para confeccionar el DGENT. Brevemente, el método se compone de los siguientes pasos: a) clasificación de los lexemas según las especies semánticas dominantes; b) establecimiento de la fórmula semántica de los lexemas; c) desarrollo sémico de la fórmula; d) definición del lexema, y e) identificación de las diferentes acepciones contextuales o sememas. Hay que destacar que a la explicación meramente teórica acompaña una buena cantidad de ejemplos que ilustran las diferentes etapas del proceso.

    El capítulo quinto y último, «Análisis de términos afines» (págs. 133-158), se detiene a analizar cinco términos considerados normalmente como sinónimos (o casi): dh / moj, laÕj, fulh,  qnoj y patri§. Su intención es ilustrar todas las etapas del método anteriormente descrito y demostrar, mediante un análisis comparativo, que los resultados con él obtenidos son mejores que los que alcanzan los tres diccionarios antes citados en estos mismos lemas.

    El libro se cierra con un pequeño Glosario (págs. 159-163) con las definiciones de 52 términos empleados a lo largo del mismo y que son imprescindibles para comprender el alcance de la nueva metodología que se quiere aplicar.

    Pasando al análisis en profundidad del contenido de la obra, nos parece débil la justificación que se da para explicar la necesidad de un nuevo diccionario del griego del Nuevo Testamento en español: «[...] por no existir en nuestra lengua hasta el momento presente ningún diccionario dedicado a este sector de la lengua griega», por lo que «los estudiosos del Nuevo Testamento de habla hispana se ven mediatizados lingüísticamente al tener que utilizar [...] otros diccionarios bilingües en lenguas de término distintas de la nuestra» (pág. 15). Esta explicación sería convincente si se pretendiera crear una obra para un público relativamente amplio, no especialista. Sin embargo, el filólogo o estudioso que trabaja este tipo de textos suele estar habituado a manejar herramientas de consulta (y también diccionarios) en otros idiomas, sin que esto haya constituido hasta ahora ningún obstáculo serio en su trabajo. La razón última está más bien en la propia novedad del método utilizado, que permitirá cubrir las múltiples lagunas que los otros diccionarios al uso presentan. Pues como el propio autor dice: «La falta de distinción entre significado lexical y contextual puede considerarse la carencia básica de la metodología lexicográfica actual en general y, en consecuencia, también de los diversos diccionarios, grandes y pequeños, del griego del NT» (pág. 43), y ésta es precisamente una de las principales aportaciones del futuro diccionario.

    De otro lado, también es interesante la propia noción de «diccionario» y de «significado» que maneja el autor. El primero es definido como: «Libro que contiene la serie de las palabras de un idioma colocadas alfabéticamente explicando su significado, y en el caso de los diccionarios bilingües, señalando además sus equivalencias en otro idioma» (páginas 17-18). A partir de aquí, adelanta que en el DGENT, un diccionario bilingüe, se dará de cada lema, primero su definición (salvo cuando se trate de una realidad obvia) y luego su equivalencia (su traducción) con algunos términos de nuestra lengua. Esto rompe con el modo tradicional de construir un lema en estos diccionarios. Las razones que da el autor para este cambio son dos: que la palabra que se da en la lengua de destino no es el significado de la palabra origen, sino sólo un equivalente; y luego, que si se da primero la definición del término origen, se le evita al usuario el desconcierto que le supone tener que elegir, sin un referente claro, entre una lista de equivalentes.

    Respecto al significado, Peláez opina que las palabras presentan un significado lexical (de la palabra en sí), al que llama «lexema», y una serie de sentidos contextuales, a los que denomina «sememas». Esta distinción falta en la mayoría de los diccionarios, y a ello se añade el error, muy habitual, de considerar como significados de la palabra misma lo que no son sino sentidos contextuales. Asimismo, el significado de una palabra no es otra palabra sino una definición, es decir, un enunciado redactado de forma inteligible y que englobe el conjunto de sus rasgos semánticos [1]. Por último, para obtener el significado, el lexicógrafo debe reunir una adecuada muestra de contextos y analizarlos con «espíritu abierto», de forma que el sentido o los sentidos surjan por sí mismos.

    Por otra parte, el método que se propone para llegar a determinar el significado de un lema es muy complejo, por eso se entiende que una parte importante del libro se dedique a ejemplificarlo. De partida digamos que de los tres niveles de análisis posible, semiológico, semántico y semiótico, el dgent se basará en los dos primeros. Asimismo, según el esquema fijado más arriba, el primer paso a seguir es clasificar los lexemas. Esta clasificación se hará siguiendo las especies semánticas en vez de las gramaticales (las «partes de la oración»). Por «especie semántica» se entiende el conjunto de palabras que comparten el mismo rasgo semántico dominante. El autor considera que existen cinco especies semánticas, cada una de ellas representada por una sigla: Entidad (E), Atributo (A), Hecho (H), Relación (R) y Determinación (D).

    Para hacer esta clasificación hay que distribuir todo el léxico del Nuevo Testamento en especies gramaticales, determinar luego a qué especie semántica pertenece cada lexema y poder hacer así una nueva clasificación basada esta vez en las especies semánticas.

    Cuando se haya logrado situar cada lexema —Peláez, utiliza como ejemplo sólo sustantivos— en la especie semántica que le corresponde, será hora de establecer la «fórmula semántica». Por fórmula semántica se entiende el «conjunto formado por la especie o especies semánticas denotadas por un lexema más las relaciones necesariamente connotadas» (pág. 73). La fórmula resume gráficamente la estructura elemental del lexema, base de su núcleo significativo [2].

    Una vez fijada la fórmula de los lexemas, pueden reunirse los que comparten la misma fórmula, aunque esto no significa que ya haya terminado el proceso de clasificación, pues podemos encontrar juntos lexemas de muy diverso significado.

    El siguiente paso lo constituye el desarrollo sémico de la fórmula. Éste consiste en aplicar a los elementos de la fórmula las categorías semánticas de género, número (para sustantivos-entidad) y aspecto y voz (para sustantivos-hecho o verbos) [3]. De la aplicación de estas categorías a las especies semánticas Entidad y Hecho se obtienen los clasemas, es decir, ciertos semas contextuales de carácter genérico, que están presentes en todo contexto y que afectan a un cierto número de lexemas.

    Una vez desarrollada la fórmula viene la difícil tarea de delimitar el lexema, es decir, el significado lexical del lema en cuestión. En esta tarea ayuda el que el griego, en nuestro caso, es ya una lengua conocida, por lo que no se parte de cero. Además el autor añade cuatro criterios que pueden ayudar:

    1. Si un término sólo presenta una acepción, ésta puede tomarse como sentido lexical.

    2. Ante un término con varias acepciones, marcadas unas y no marcadas las otras, el lexema será la acepción no marcada.

    3. Si todas las acepciones son marcadas, el lexema se obtiene por abstracción, prescindiendo de los semas ocasionales.

    4. Cuando un término presente sentidos muy heterogéneos (debido sobre todo al sentido metafórico), se puede, o bien obtener el significado base por reducción a los semas comunes, o bien considerar a uno de ellos como la acepción primaria y las demás como casos particulares.

    Si el lexema lo hemos definido como el significado principal, todos aquellos sentidos contextuales, obtenidos por la introducción de un cambio en la definición por influjo del contexto, son los «sememas» o acepciones.

    Aplicando el proceso descrito a un diccionario bilingüe, está claro que hecha la definición del lexema luego habrá que dar una lista de términos equivalentes en la lengua destino que supondrán la «traducción» efectiva del lema.

    En la metodología que explicamos, el proceso sólo se termina cuando, obtenida la definición del lexema, se examinan de nuevo los diferentes contextos para ver si el significado propuesto en la definición es válido en todos los contextos, o bien si es necesario distinguir diversos sememas, de los que habría que dar al mismo tiempo su definición y traducciones equivalentes.

    De este modo se pone de relieve la importancia del contexto para la formación de nuevos sememas. Asimismo se explica el modo de obtener nuevos significados a partir del contexto, algo que los diccionarios no suelen hacer, pues se limitan a dar la acepción, a indicar el contexto, pero sin advertir de qué modo influye en la misma.

    En resumen, en el tratamiento de un término estaremos ante sememas diferentes cuando se produzca un cambio de definición (que corresponde a un cambio de fórmula sémica), o bien cuando, sin variar de fórmula, se cambian algunos semas en su desarrollo sémico.

    A pesar de su complejidad —y prolijidad—, los resultados obtenidos son muy precisos, pues, entre otras cosas, el método propuesto parte de un análisis exhaustivo de todos y cada uno de los contextos, algo que no siempre se hace. Buena muestra de esos resultados es el resumen que se ofrece del análisis de una serie de términos afines (págs. 153-158).

    En fin, aquí hemos tratado de condensar en sus líneas fundamentales el método que se pretende aplicar al futuro DGENT. Ya hemos reconocido la exhaustividad y precisión del mismo. El único peligro real que vemos es el posible «subjetivismo» a la hora de aplicar a los lexemas las especies semánticas y la fijación de la fórmula sémica en cada caso, algo que sin duda podría producir diferencias de matiz según el intérprete. Asimismo se requiere una gran atención a la hora de fijar la definición de los distintos lexemas, pues ha de procurar abarcar todos los semas que se obtengan del análisis contextual. No obstante, al ser un método que está en plena fase de elaboración y maduración, conforme se aplique a grupos de palabras cada vez más amplios —de momento sólo sustantivos—, se verá si exige algún retoque. De momento, desde aquí no podemos por menos que animar al autor y su grupo a que prosigan el camino emprendido, seguros de que los resultados hasta ahora alumbrados son muy prometedores.

 

NOTAS:

[1] Esto justifica que el futuro DGENT dé en cada lema, primero la definición y luego una lista de palabras equivalentes.

[2] Para representar la fórmula se utilizan las siglas de las distintas especies semánticas implicadas en cada caso.

[3] Desde un punto de vista semántico el género viene constituido por la oposición inanimado / animado; el número, por el par individual / no individual (o colectivo); el aspecto, por el par estaticidad / dinamicidad, y la voz, por la oposición agentividad / no agentividad.

C. Macías Villalobos

 

Álvaro Cifuentes Pérez, Nueva Antología Latina, 3, Ediciones Laberinto (Colección Hermes), Madrid, 1998, 208 págs.

    En pocas ocasiones apelativos como los de «novedoso» o «innovador» están tan justificados como en el caso de la obra que ahora presentamos. En esta Nueva Antología Latina, el profesor Cifuentes Pérez, siguiendo los planteamientos del nuevo Bachillerato LOGSE, pone a disposición del profesorado de lenguas clásicas una amplia selección de textos latinos que, sin olvidar algunos de los autores más «canónicos», habituales en este tipo de obras, hace especial hincapié en textos generalmente ausentes de una antología de estas características, en particular los del latín bíblico y medieval, y algunas curiosas manifestaciones del latín de nuestro tiempo.

    La obra se abre con un prólogo de Beatriz Antón, profesora de la Universidad de Valladolid, quien pone de relieve que al ofrecer reunidos textos pertenecientes a un arco temporal tan dilatado, «se le brinda al estudiante la posibilidad de conocer el fenómeno de la evolución lingüística del latín, de percibir su continuidad a través del tiempo y de descubrir su vigencia en contenidos cercanos a la vida y en su entorno cotidiano» (pág. 9).

    Los textos se agrupan en ocho grandes categorías:

    1. Aforismos y expresiones latinas (págs. 13-28), distribuidos según un criterio temático: amor-amistad, ciencias naturales, comida, derecho-justicia, etc.

    2. Textos latinos bíblicos (págs. 29-43), pertenecientes al Nuevo Testamento y a los Evangelios Apócrifos y centrados en la figura de Jesucristo.

    3. Textos latinos musicados (págs. 45-82), con muestras de la magnífica lírica religiosa medieval, como la famosa secuencia Dies irae, dies illa, y de la lírica profana, como los Carmina Burana, así como de algunos curiosos ejemplos de canciones de Elvis Presley vertidas al latín por los profesores finlandeses Jukka ‘Doctor’ Ammondt y Teivas Oksala.

    4. Poetas latinos traducidos por poetas españoles (págs. 83-123), donde se recogen el famoso Beatus ille de Horacio y la traducción que del mismo hizo Fray Luis de León, su «Vida retirada»; varios poemas de Catulo y las traducciones correspondientes realizadas por dos poetas contemporáneos, Luis A. de Villena y Aníbal Núñez; un poema de Propercio con la traducción de Aníbal Núñez; varias fábulas de Fedro y la versión libre de Samaniego; por último, algunos epigramas de Marcial y la recreación poética que a partir de los mismos hizo Quevedo.

    5. Inscripciones latinas (págs. 125-133), que contiene una inscripción del acueducto de Segovia, dos inscripciones madrileñas modernas y un epitafio de la iglesia de la Magdalena de Valladolid.

    6. Miscelánea (págs. 135-144), donde se incluye desde el origen del nombre de las notas musicales hasta recetas culinarias sacadas del De re coquinaria de Apicio.

    7. El latín de nuestro tiempo (págs. 145-165), que contiene un ejemplo de «textos humorísticos» procedente de la desaparecida revista Palaestra Latina, que publicaba todos sus artículos y colaboraciones en latín; varios ejemplos de cómo es posible adaptar el léxico latino para algo tan moderno como la retransmisión de acontecimientos deportivos, en concreto un partido de fútbol o una etapa del Tour de Francia (hechos por León M. Sansegundo y Féliz Sánchez Vallejo); y un ejemplo del latín de la Iglesia católica procedente de un documento del Concilio Vaticano II.

    8. Zoonimia, fitonimia y toponimia de España (págs. 167-188) y un pequeño apéndice de términos técnicos de origen griego (págs. 189-205).

    Al final de cada sección se incluyen actividades y una pequeña bibliografía básica que sirve de ampliación y orientación a los textos y contenidos ofrecidos en la obra.

    Como podemos comprobar, no falta prácticamente nada. Respecto a los clásicos, nos parece muy acertado el criterio adoptado por el profesor Cifuentes Pérez de ofrecer juntos el texto latino de tres poetas de la altura de Horacio, Catulo y Propercio y la correspondiente traducción española de un poeta clásico como Fray Luis de León, para Horacio, y de dos poetas contemporáneos, Luis A. de Villena y Aníbal Núñez, para Catulo y Propercio. Para alumnos que se inician en el difícil arte de la traducción, es muy ilustrativo comprobar cómo otros han adaptado el texto latino que ellos tienen delante y que a su vez han debido traducir también. Además les ayuda a comprender que hay muchas formas de verter a nuestra lengua un texto escrito en otra, todas ellas igualmente factibles. En la parte dedicada a los textos bíblicos, no se incluyen ejemplos del Antiguo Testamento, primero por las lógicas razones de espacio y, luego, porque el criterio de selección seguido ha sido ofrecer textos vinculados con la figura de Cristo, elemento clave para comprender la impronta que dejó el Cristianismo en nuestra civilización.

    Nos parece espléndida la parte consagrada a los textos latinos escritos en nuestra época, pues al darles a nuestros alumnos ejemplos de uso del latín para algo tan cotidiano como una retransmisión deportiva, primero se acaba con la idea de que ésta es una lengua muerta y por tanto inútil, y en segundo lugar, les puede servir para comprender que en tiempos pasados, mucho después de la desaparición de Roma, el latín fue la lengua de cultura en Europa, la que tenían que aprender todos aquellos que querían ocupar un puesto de relieve en la vida pública de un país. Y para dejarlos sin argumentos, podemos añadirles que incluso en Internet no faltan websites donde se sigue utilizando, entre otros, http:// www. yle. fi / fbc / latini / recitatio.html, que contiene el texto de las noticias de actualidad que una radio finlandesa emite varias horas a la semana, y http:// www.uky.edu / ArtsSciences / Classics / retiarius, revista electrónica íntegramente compuesta en latín y alojada en el servidor de la Universidad de Kentucky.

    De otro lado, particularmente útil consideramos el apartado dedicado a la zoonimia, fitonimia y toponimia españolas, donde se recoge una amplia muestra de términos latinos que se siguen empleando en la actualidad en estos terrenos y que el alumno suele estudiar en otras materias de la ESO y el Bachillerato sin saber nada acerca de su origen.

    Con todo esto creemos que el autor consigue cumplir tres de sus objetivos principales. En primer lugar, al incluir textos que abarcan prácticamente todos los períodos de la lengua latina, con múltiples variantes del mismo código lingüístico (el latín bíblico, el científico, etcétera), se da al alumno una visión nueva de lo que fue la cultura latina, extraordinariamente rica y variada, algo que es difícil lograr si nos reducimos a los ya consabidos «clásicos». En segundo lugar, se transmite una imagen del latín «como algo vivo y no artificioso confiriendo a ésta pleno sentido» (pág. 11). Por último, se logra que «el alumno conecte ‘cordialmente’ con los textos latinos para que aprenda la lengua latina arropado por significados, mensajes, valores, y no como lengua fosilizada» (loc. cit.).

    Aspecto fundamental de esta Antología es el de las actividades. Entre ellas, la primera suele ser casi siempre la traducción y lectura crítica del texto latino ofrecido en cada apartado. Esta labor debe ser realizada en todos los casos por los alumnos, correspondiendo al profesor la tarea de elegir los textos que tendrán que realizarse y de dar las explicaciones pertinentes, como el mismo autor nos dice: «En función del nivel de conocimiento de los alumnos a los que se dirige, del período escolar, del momento de la clase, es el profesor el que seleccionará unos textos u otros y realizará las explicaciones oportunas» (pág. 12).

De otro lado, como este material está concebido más como apoyo a la enseñanza del latín que como sustituto de los manuales al uso, un aspecto fundamental es el de la didáctica. A este capítulo se dedica otro volumen, la Guía del profesor de la Nueva Antología Latina, que se anuncia en la pág. 207 como título nº 4 de la «Colección Hermes».

    En suma, por todo lo dicho, podemos afirmar que nos encontramos ante una obra que por su planteamiento y realización y por sus propuestas programáticas realmente rompe moldes, pues supone una apuesta decidida y valiente por la necesaria e inaplazable renovación del modo de enfocar la enseñanza de nuestra materia en los niveles de Secundaria.

C. Macías Villalobos

 

Mercedes C. García Gómez, Hombre y naturaleza. Apuntes sobre la antropología renacentista, Universidad de Alicante, 1996, 236 págs.

    El libro de Mercedes Caridad García Gómez es trabajo que se desgaja de su labor investigadora en torno a la figura de Miguel Sabuco, autor «que vivió hacia la segunda mitad del siglo XVI en Alcaraz, donde ejerció probablemente de boticario» cuya obra Nueva filosofía de la naturaleza del hombre, no cono-cida ni alcanzada de los grandes filósofos antiguos; la cual mejora la vida y la salud humana fue publicada en 1587 y dedicada a Felipe II. Está estructurada en forma de diálogo y consta de varios tratados y coloquios donde el autor expone sus ideas sobre filosofía y medicina principalmente.

    Se trata en este nuevo trabajo de considerar un aspecto de la antropología renacentista, a saber, cómo fue entendida la relación del hombre con la naturaleza por parte de algunos pensadores españoles de la época. Miguel Sabuco será el exponente sobre el que se vertebra la investigación, pues en él se encuentran reflejados los temas y problemas de este binomio. La autora a lo largo del trabajo no dejará de cotejarlo con otros autores contemporáneos, tanto españoles como europeos. De este entrecruzar textos surge la imagen reticular que se percibe: líneas de conexión junto a otras de ruptura o distanciamiento. Se resitúa y amplía la visión del Renacimiento español con este acercamiento a algunos «menores». Lejos de generalizaciones o simplificaciones se nos ofrecen distintas perspectivas, diferentes concepciones, un panorama de la época lleno de matices y formas.

    Fundamentalmente, la autora recrea la tensión naturalismo / espiritualismo. Éste rebaja el valor de la naturaleza; el naturalismo a-firma la naturaleza y la vida. Una tendencia subraya la peculiaridad humana en su sentido más excelso y espiritual y la otra hará hincapié en la vinculación del hombre a la naturaleza, en su relación y dependencia respecto a ella. M. C. García Gómez muestra que en el Renacimiento español conviven estas diferentes apreciaciones. Son dos tipos de actitud que incluso están presentes en un mismo autor.

    El volumen se estructura en cuatro capítulos. En el primero de ellos titulado «El mundo renacentista» la autora trata de aquilatar los rasgos propios del Renacimiento y para ello se vale de las apreciaciones de una cantidad considerable de historiadores estudiosos del tema. Se abordan cuestiones como la relación existente entre Edad Media y Renacimiento; si el Renacimiento español es diferente al europeo; si el humanismo renacentista tuvo o no una significación filosófica o, por el contrario, fue un programa educativo cultural; o los rasgos de continuidad con la tradición junto con los de novedad que presenta la medicina española renacentista. En el segundo, «La antropología renacentista», se focalizan sus caracteres generales y se atiende a la relación del hombre y la naturaleza; al grado de intensidad del «naturalismo» de M. Sabuco; a la idea de la dignidad del hombre; al concepto de hombre entendido como «microcosmos»; a la visión sabuceana de entender la estructura del universo y las diferencias entre naturaleza humana y mundo animal. El tema fundamental de la tensión naturalismo / espiritualismo se ilustra mediante el problema de «La libertad del hombre» en torno al que gira el tercer capítulo de este volumen. Libertad de acción o de elección; libertad frente a la Astrología o la Medicina. En el cuarto y último capítulo, «La felicidad humana», se analiza el pensamiento ético, religioso y social de Sabuco.

    M. C. García Gómez logra componer una rica y matizada imagen del pensamiento antropológico renacentista. La brillantez de la autora radica en haber realizado un estudio vinculado estrechamente a los textos de la época tan abundante en perspectivas y tan denso en datos.

M. Asensio Hospital

 

Juan de la Cueva, La muerte del rey don Sancho y reto de Zamora. Comedia del degollado (ed. de J. Matas Caballero), Universidad de León, 1997, 309 págs.

    Una vez más Juan Matas tiene el acierto de obsequiar al mundo de la filología con una edición que, como era de esperar, colma las expectativas del lector más exigente. Uno de los primeros aciertos reside ya en la elección del propio autor. Juan de la Cueva, pese a los trabajos de José Cebrián y la ya clásica monografía de José María Reyes, sigue siendo un autor un tanto olvidado sobre todo en lo que respecta a su producción dramática pues si bien se puede acceder al Viaje de Sannio o las Églogas, la faceta teatral sólo es conocida a través de sus obras El infamador y Los siete infantes de Lara. Así las cosas, el hecho de que se editen dos comedias a las que no se tiene un fácil acceso ofrece de por sí un profundo interés.

    A pesar de lo dicho, hay que notar la generosidad con que el editor se entrega al estudio del teatro de Juan de la Cueva. Su extensa e intensa introducción, nada menos que 143 páginas, no sólo se centra en las dos obras que se editan sino que supera con creces la categoría de mero estudio introductorio resultante de una puesta al día bibliográfica para conformar una monografía absolutamente necesaria en los estudios sobre el teatro áureo.

    Pasando ya al terreno de los logros, resulta muy operativa la división de la obra de Cueva establecida por Juan Matas. Visto lo inútil de una separación que atienda a los aristotélicos conceptos de tragedia y comedia, se opta por una división temática que se estructura en torno a la historia y al amor, verdaderos ejes en torno a los cuales gira la producción teatral de Juan de la Cueva. Esto resulta de no poco interés, pues tal división condiciona el estudio introductorio.

    A juzgar por las palabras de Matas, la faceta histórica resulta, si cabe, más atractiva que la amorosa por cuanto que supone ya un anticipo de determinados rasgos que cobrarán carta de naturaleza con la «comedia nueva». La adaptación del romancero a las tablas, tal y como sucede en El cerco de Zamora o en Los siete infantes de Lara, constituye un logro para nada desdeñable a la vez que supone una estrategia perfecta para despertar el interés del público al recrearse determinados sucesos que eran ya conocidos. Tal y como señala el editor, tiene asimismo la ventaja de permitir el tratamiento de determinados temas de su tiempo que son proyectados en otra circunstancia histórica.

    De igual manera sobresale el teatro histórico sobre el amoroso en la caracterización de los personajes. Mientras que dentro del ámbito amoroso los personajes acaban por responder a unas necesidades arquetípicas dictadas por el enredo argumental (los tipos que concurren en el teatro de Cueva serán, en esencia, los mismos que habitarán la comedia del XVII: galán, dama, viejo enamorado, criados, alcahuetas, padres, etc.), el personaje histórico no participa de unos rasgos tan convencionales. A pesar de que la técnica dramática resulta muy primitiva y que todos ellos arrastren una dificultad casi insalvable (la imperiosa necesidad de responder a los planteamientos didácticos que van en detrimento de su propia individualidad para convertirse en portavoces de la ideología del autor), hay que advertir una mayor profundización en los abismos psicológicos. En última instancia, sin embargo, como bien señala Juan Matas, también las funciones de los personajes del teatro histórico remiten a un grupo muy reducido de variantes: rey, traidor, libertador (págs. 51-52) que no es otra cosa que la transposición histórica de la clásica configuración protagonista / antagonista que deriva en un planteamiento ciertamente maniqueo. Sin duda alguna, esta división en las funciones de los personajes conlleva una traba no pequeña a la hora de intentar caracterizar a los personajes en su singularidad: «Las actuaciones de los personajes del teatro de Cueva surgen, en gran medida, de la necesidad del autor de conducirlos a situaciones límite que faciliten la construcción de su discurso ético o político y, por lo tanto, evidencian que los personajes están condenados a no alcanzar ni categoría de personas ni verdad dramática» (pág. 53).

    Lejos de ofrecer una síntesis general sobre el teatro de Cueva, su editor se adentra en detalles que dan medida de la minuciosidad del trabajo emprendido. Puede verse en este sentido los paralelos estructurales entre La libertad de Roma por Mucio Cévola y La libertad de España por Bernardo del Carpio (págs. 20-22) o la escueta y sugerente nota (nota 18, pág. 21) en donde se indican relaciones entre las obras de El tutor y El viejo enamorado que poseen la virtud de presentar ulteriores perspectivas de estudio.

    Penetrantes son también los juicios sobre los fallos constructivos del teatro de Cueva que también están relatados de forma justificada y teniendo siempre en cuenta los textos. Así podría destacarse el análisis de La constancia de Arcelina en donde se aprecia claramente uno de los defectos en la construcción dramática: la imposición de la ideología sobre el plano estético («la doctrina moral, lejos de proceder de la acción dramática de la obra, viene impuesta ex nihilo desde la propia consciencia del autor», pág. 33). La resulta de todo esto se sintetiza muy bien en una frase que podría figurar a modo de resumen de la poética dramática del sevillano: «La desintegración entre los planos formal e ideológico» (págs. 34-35).

    En el apartado de la técnica teatral se destaca la consabida reducción de las cinco jor-nadas a cuatro así como la excesiva dependencia de la palabra, consecuencia lógica de los fines excesivamente moralizantes. Igualmente subraya Juan Matas el poco aprovechamiento de los monólogos y apartes. Sin embargo, me ha resultado especialmente interesante el análisis de las funciones que desempeña el disfraz en El tutor y en La cons-tancia de Arcelina y sus posibles relaciones con la poética del entremés (pág. 37 y sigs.). Desde este punto de vista sería interesante intentar comparar la funcionalidad del elemento pastoril en La constancia de Arcelina con una obra como La casa de los celos de Cervantes, en donde se yuxtaponen el mundo heroico de Ariosto con la tradición pastoril. Incluso apurando más, si cabe, los paralelismos también podría ofrecer una buena perspectiva la comparación de las dos acciones que tienen lugar en esta obra cervantina y en El degollado (tema del amor y tema de la amistad), ruptura de la unidad de acción suficientemente bien diferenciada por Matas con respecto a la comedia de Lope (pág. 110).

    También en el apartado métrico se establecen las frecuencias de uso de las estrofas más utilizadas: estancia, terceto, doble redondilla y octava. Son varios los rasgos que ofrecen interés: a) la tendencia a iniciar cada jornada con un monólogo escrito en octavas que, por otra parte, son usadas de forma abusiva en el transcurso de las distintas obras cayendo así en una monotonía que acusa el lastre de una forma métrica tan poco propicia al dinamismo escénico; b) la imposibilidad de una codificación de los distintos metros conforme a las situaciones en las que aparecen, hecho éste que Lope intentó llevar a cabo en su Arte nuevo; c) personalmente ha despertado mi atención que en el inventario métrico ofrecido por Matas no aparezca el soneto que ya Cervantes usa, si no de forma acusada, sí significativa en obras tempranas como la ya mencionada La casa de los celos y que posteriormente Lope utilizará como metro especialmente indicado para el monólogo. Ofrecía así una permeabilización lírica de la obra dramática a la vez que se contribuía a una mayor perfección del retrato sentimental del personaje, puesto que de esta forma el público tenía acceso a los laberintos emocionales que escindían al personaje en dolorosas disyuntivas.

    No dejan de ser acertadas las páginas que se le dedican a la «representación y construcción dramática» (págs. 63-68) en donde se rebaten parcialmente las tesis sostenidas por Wardropper y Cebrián que pasan por ver el teatro de Cueva como un producto destinado esencialmente a la lectura. Juan Matas propone, en cambio, la posibilidad de que este teatro naciese con la doble vocación de lectura y puesta en escena. Se logra con ello a mi juicio superar la posible paradoja de que la obra dramática de Cueva, concebida para la lectura, consiguiera ser representada en su totalidad. La pobreza dramática sobre las que los anteriores estudiosos habían cimentado sus hipótesis podrían ser explicadas por el carácter un tanto primitivo de la técnica teatral en tiempos de Juan de la Cueva. Todo ello se ve perfectamente complementado por un cuadro sinóptico en donde se detallan las principales ideas poéticas que Cueva posee sobre el teatro y que plasma en su Ejemplar poético, obra escrita tiempo después y que en ocasiones supone una reelaboración teórica que a la luz de la propuesta de Lope parece contradecir en ocasiones su propia práctica escénica. Tampoco falta, por supuesto, una pequeña cala sintética de las relaciones entre el quehacer dramático de Cueva y la comedia nueva de Lope (págs. 73-77) que supone una buena puesta al día de todo lo que se ha escrito sobre el tema, y que sirve tanto al lector especializado como al profano de guía para situar adecuadamente el valor de la obra de Cueva en función de lo que va a acontecer en el siglo XVII.

    El estudio introductorio se complementa con un detallado análisis de las dos obras que se editan. Con ello se corrobora la profunda coherencia de un sistema dramático, el de Juan de la Cueva, que se mueve en esa difícil frontera entre la tradición del Renacimiento y la convulsión del Barroco. Un análisis detallado del argumento así como una descripción exhaustiva del uso de los distintos cauces métricos y técnicas dramáticas, acompañado todo ello de un copiosa información documental sobre las fuentes argumentales, son la seña que identifica el colofón que supone el análisis concreto de las obras editadas.

    Con respecto a la edición en sí me gustaría destacar lo exquisito de las notas que, lejos de conformar una barrera de erudición las más de las veces infranqueable para el lector medio, contribuyen a una perfecta comprensión del texto. No se descuida ninguno de los planos; las cuestiones lexicográficas, literarias e históricas son perfectamente aclaradas a pie de página. Ni siquiera se descuida los problemas escenográficos que ocasionaría una hipotética representación [1].

    Se podría seguir con la relación de las numerosas excelencias que atesora la edición que aquí me ocupa. El balance final es claramente positivo. La espléndida introducción no sólo consiste en un buen resumen de la crítica sobre Cueva sino que además acepta como reto el hecho de revisar las aportaciones del sevillano a la evolución del teatro áureo. En todo momento Matas sabe esquivar el panegírico infundado de quien se estudia. En numerosas ocasiones la valoración del editor se atreve a señalar los fallos constructivos y defectos que acechan la obra de Cueva. No sólo es un ejercicio de sinceridad sino que una vez más se pone de manifiesto la finura crítica de quien está experimentado en tales lidias. A la hora de revisar la bibliografía se sabe separar la paja del grano demostrando así una buena capacidad de selección y espíritu crítico. En resumen puede decirse que Juan Matas ha sabido acrisolar su sabiduría sobre el tema que ya ha demostrado en anteriores publicaciones y que espera continuidad en futuras ediciones sobre la obra del dramaturgo sevillano que acaben por sacar del olvido a un autor especialmente interesante por vivir en época de transición.

 

NOTAS:

[1] Véase la extensa nota de la página 197, en donde se ofrecen hipótesis sobre la representación del duelo entre D. Diego y los distintos hijos de Arias Gonzalo en La muerte del rey don Sancho; lo mismo sucede con la nota de la página 155 en donde se resalta la doble perspectiva con que debe representarse el encuentro entre el Cid y los guardas de la muralla de Zamora.

J. M. Trabado Cabado

 

Josephine Bregazzi, Shakespeare y el teatro renacentista inglés, Alianza, Madrid, 1999, 239 págs.

    A lo largo de los nueve capítulos que componen este libro, J. Bregazzi presenta el amplio panorama del drama inglés comprendido entre los años «1576, fecha de la construcción del primer teatro comercial en Inglaterra, hasta 1642, la del cierre de los teatros por orden de la dictadura puritana», período que abarca factualmente «las últimas décadas del reinado de Isabel I, el de su sucesor Jacobo I y el del malogrado hijo de éste, Carlos I». Se parte, por tanto, de la peculiar significación de la época renacentista para la sociedad y cultura inglesas, tanto en su vertiente cronológica como propiamente artística, si la contrastamos con su homóloga continental. Y frente a la interpretación más ortodoxa y cada vez más superada de explicar el teatro renacentista inglés por reinados, «prefiero considerar el teatro de esta época como un continuum o evolución de unas formas en base a [sic] otras anteriores, y a su adaptación a los desconcertantes cambios de la sociedad inglesa de entonces», rechazando al mismo tiempo la visión del género dramático sometida al ciclo vital de un organismo vivo, como también ha querido explicarse. Bregazzi inicia su exposición desde la convicción sobre el teatro inglés de esta época de que «su naturaleza fundamentalmente dialéctica, que lo convierte en quizá el primer foro público inglés en el que se brindaba al espectador la oportunidad de reflexionar sobre los grandes debates del momento», sin olvidar en modo alguno el entorno circunstancial de índole no sólo literaria y artística, sino también social y política, «pues sólo relacionándolas [las obras dramáticas] con su entorno pueden esclarecerse sus diferentes niveles de significado». En cualquier caso, desde el más escrupuloso respeto a la complejidad del fenómeno teatral, «mi enfoque es invariablemente el de contemplar las obras como representación más que como mera lectura».

    Conforme confiesa el título, la consideración del teatro shakesperiano constituye el punto central del conjunto explanativo, ocupando las secciones cuarta, quinta y sexta. Preceden capítulos contextualizadores que sirven a una mayor intelección del drama de la época en su conjunto, y especialmente del shakespereano por constituir el más alto exponente del mismo. En este sentido, quedan expuestos los condicionantes sociales que afectan tanto al género como al público, o incluso se atiende la configuración del teatro como espacio físico en Londres, a los actores y dramaturgos. La vigencia del teatro renacentista inglés queda constatada desde que sigue «hablándonos hoy día de los grandes conflictos de la sociedad humana», pese a que su marco recepcional era mucho más amplio, «el teatro del Renacimiento inglés entusiasmaba a un amplio espectro de la sociedad, desde la aristocracia [...] hasta los humildes aprendices londinenses, cuyos patronos protestaban ruidosamente por el absentismo causado por su afición al teatro», sin que se librara de su asistencia mercaderes y comerciantes, «incluso el sector delincuente». La razón de esta heterogeneidad respecto al fenómeno teatral responde, en una estrecha consideración de su vertiente eminentemente social, a la actitud que pliega estos momentos, «la época que nos concierte aquí [...] puede —y creo, debe— considerarse como el tránsito de un sistema a otro, el punto crucial en el que el absolutismo ya comienza su decadencia, y en el que las nuevas alternativas emergentes aún no han podido fraguarse ni ponerse en práctica». Por tanto, hay que reconocer ya «la gradual erosión de la antigua estructura de clases sociales», lo que provocará «una movilidad social en ambas direcciones hasta entonces desconocida», dando lugar «a un proceso de transgresión de barreras sociales». Esta nueva situación político-económica forzó ciertos comportamientos sociales, como «la libre elección de compañero, tema que el teatro de la época articula una y otra vez», además de provocar un fuerte éxodo rural; otras circunstancias vinieron a desencadenarse, referidas al campo religioso y a las nuevas perspectivas intelectuales y vitales introducidas por el conocimiento humanístico y el proporcionado por «las novedades geográficas y antropológicas». Desde estas premisas, Bregazzi rescata las obras de Kyd y Marlowe como pioneras en la asimilación y recreación dramática de esta nueva casuística que combina circunstancias hodiernas con otras genéricas de más amplia tradición. A ambos se debe «el haber refinado la forma, el verso y los personajes del género trágico inglés, preparando así el camino hacia su apogeo en Shakespeare y prefigurando el tenebroso mundo de la tragedia jacobina». El segundo, en especial, destaca en su «fascinación por los múltiples aspectos del poder», pero también en el tratamiento «de la liberación personal de restricciones ideológicas», unido «al concepto renacentista del hombre como criatura de infinitas posibilidades». Otros rasgos que individualizan la obra de Marlowe para el teatro inglés lo constituyen «el ritmo enérgico del verso [...]; el uso constante de formas continuas del verbo inglés [...]; el frecuente uso de vocablos con significados de movimiento hacia arriba, o palabras dimensionales [...]; las recurrentes figuras retóricas de la hipérbole y el antropomorfismo», todas destrezas poéticas que en nada ensombrece sus cualidades meramente dramáticas, pues Marlowe «aprovecha todos los niveles de actuación del teatro isabelino». En este ámbito, «es de destacar en las obras su despliegue de un ritual, el que iconiza los intentos de sus protagonistas de imponer su voluntad sobre el universo animado e incontrolable de su entorno, o para evocar un orden establecido que éstos subvierten de forma violenta»; aunque también son destacar «los espectaculares efectos visuales que abundan en sus obras».

    Sentada la base de que «actualmente, Shakespeare está rabiosamente de moda», Bregazzi, entrando en el estudio particular de la obra teatral shakespereana, afirma que las aproximadamente treinta y ocho obras atribuibles con certeza a Shakespeare «abarcan prácticamente todos los géneros dramáticos entonces en boga» y que en todos «supera en mucho a cualquiera de sus contemporáneos más especializados en un género determinado», y pese a la mezcla genérica mezclada en todas ellas «dividiremos este estudio del canon entre los tres géneros de comedia, tragedia y obras históricas, puesto que a mi juicio ilustra más claramente la evolución del dramaturgo en el tiempo». Así, comienza por la exposición de la comedia, en la que distingue «cuatro fases claramante diferenciadas»: «la primera, que abarcará sus primeros ensayos en el género, consiste en comedias muy del modelo de la Nueva Comedia latina, como Two Gentlemen of Verona, The Comedy of Errors, The Taming of the Shrew y Love’s Labour’s Lost, y quizá A Misdummer Night’s Dream; en un segundo grupo podremos incluir aquellas obras que propenden a la tragedia y cuyo final dista bastante del happy ending que una comedia supuestamente debe tener: The Merchant of Venice, Measure for Measure y All’s Well that Ends Well; luego vienen aquellas en las que predomina una preocupación por actitudes más realistas: As You Like It, Twelfth Night, y Much Ado About Nothing; finalmente, las llamadas ‘romances’, en las que predominan la fantasía y lo surreal: The Tempest, Pericles, The Winter’s Tale y Cimbeline». De todas éstas, «hay un consenso general acerca de que As You Like It (ca. 1600) y Twelfth Night (1602) representan la cumbre de la obra cómica de Shakespeare». Las fuentes de las que se surte todo este conjunto dramático parte de la novella italiana, de Plauto y Terencio y sus adaptaciones al inglés de Lyly y Peele, inspirador de una «creciente destreza en la delineación de personajes, en la manipulación de varios hilos de argumento a la vez, en un progresivo control del ritmo dramático y en la alternación de distintos tipos de escenas para crear contrastes de estado de ánimo, impacto teatral, suspense o entre personajes de diferente procedencia social». En cuanto a los llamados «romances», «las obras que componen este grupo pertenecen a muy diversos géneros dramáticos», y se caracterizan por «la experimentación escenográfica [...]; los efectos especiales [...]; las tempestades en el mar y los naufragios [...]; el horror jacobino [...]; la yuxtaposición de extremos opuestos [...]. En todos estos recursos escénicos, se puede también percibir ese gusto por lo grotesco tan característico del teatro barroco, y que iba a alcanzar su expresión más abierta en Jonson y Webster». El capítulo quinto contiene el tratamiento de la tragedia shakesperiana, «salta a la vista el ingente volumen dedicado a los análisis, interpretaciones y críticas de las tragedias». Con todo, es fundamental la precisión metodológica aducida por la autora al aclarar que «ninguna de las escuelas críticas citadas arriba [crítica humanista, nueva crítica, análisis político, crítica marxista, feminismo] comparte la misma concepción del género trágico que los autores y críticos contemporáneos de Shakespeare». En este sentido, la tragedia shakespeareana se desarrolla en función de dos criterios básicos: «Su poder a la vez estremecedor y desenmascarador, y su objetivo fundamentalmente didáctico». Y en relación con el contexto epocal en que se da la tragedia renacentista ingles, ésta «articula con más agudeza que cualquier otro género ese mundo en proceso de cambio del momento, un mundo en estado de flujo entre el pasar de un sistema ya obsolescente y el emerger de un nuevo orden, con su resultante y constante confrontación de fuerzas antagónicas, y su constante fluctuar entre el ‘lo-que-pudiera-ser’» y el ‘lo-que-es’ o el ‘lo-que-fue’». Constatando ciertas ideas de K. Ryan sobre la tragedia de Shakespeare, Bregazzi afirma que «lo que más dolorosamente se pone de manifiesto en esta pugna trágica entre deseo privado y ‘deber’ público, entre el yo de la intimidad y el que tiene que actuar ante la sociedad, es lo que pudiera haber sido, lo que pudiera haber hecho el individuo, si la naturaleza de su entorno hubiera sido muy otra, más justa, más tolerante o más equitativa». El desarrollo de este conflicto «tiene su locus más apropiado y más expresivo en la esfera del amor» y afecta especialmente a: Romeo and Juliet, Troilus and Cressida, Othello y Antony and Cleopatra. Por otra parte, la ruptura de la integridad del personaje probo por definición en la tragedia se convierte en rasgo común en las tres tragedias romanas: Titus Andronicus, Julius Caesar y Coriolanus, donde «Shakespeare explora más abiertamente el tema político de la disparidad entre un sistema arcaizante, incongruente en un contexto que ha cambiado, las fuerzas del cambio que erosionan el poder absoluto, y dentro de él, el dilema del individuo que lucha por mantenerse fiel a unos valores que ya no le pueden servir». Finalmente, las cuatro cumbres de la tragedia shakespereana (Hamlet, Macbeth, Othello y King Lear) obedecen a unas mismas pautas escriturales, de forma que todas «comienzan con una parecida quiebra de alguno de los vínculos creados por el tejido social y político». Pero incluso en ellas, la pluralidad genérica tiene lugar, «las cuatro despliegan de nuevo una serie de temas y recursos dramáticos que se encuentran en la comedia, en las de más tragedias y también en la obra histórica». «Las cuatro obras utilizan la metáfora básica de las relaciones familiares para explorar el contexto más amplio de la sociedad contemporánea [...]. En todas ellas, se da prioridad al modo privilegiado del soliloquio y al verso sobre la prosa. Y en todas ellas la comicidad se utiliza para brindar un contrapunto irónico a la gravedad de los hechos trágicos». Pero también son fundamentales las diferencias que las individualizan, «cada uno de sus textos constituye una arquitectura discursiva claramente diferenciada de las demás, que propaga sus ‘mensajes’ mediante un tejido metafórico idiosincrático e inconfundible, cuyas implicaciones e insinuaciones exigen, por su carácter reiterativo y extensivo, una respuesta interpretativa del espectador / lector».

    Tras un breve análisis de las tragedias pertenecientes al llamado ciclo histórico shakespereano, el volumen acaba exponiendo en los dos últimos capítulos la proyección del teatro inglés desde su establecimiento paradigmático por el de Avon. Uno se dedica a John Webster y otro a Middleton y Ford. Se cierra así un estudio que demuestra en toda su estructuración un esquema coherente en el que el protagonista lo constituye el mismo teatro inglés del Renacimiento. Desde esta perspectiva, y sin que el referente acabe siendo solapado por figura alguna —pues sería muy fácil dejarse llevar por la de Shakespeare— la exposición concede a cada autor, según su obra, el espacio que realmente merece en función de esa contextualización social y artística. Por tanto Shakespeare y el teatro renacentista inglés se presenta como un manual útil para el conocimiento introductorio de este teatro, quizás el más importante en toda su expresión dramática y uno de los de más peso en el mundo artístico occidental. Tal vez por esta ambición aprehensiva en muchos aspectos no muestre la profundidad explicativa deseada, como puede ser la cuestión aristotélica en la poética del teatro isabelino, y por extensión, se echa de menos la presencia de las premisas y variables genéricas que definen este drama.

J. M. Serrano de la Torre

 

Francisco Aguilar Piñal (ed.), Historia literaria de España en el siglo XVIII, Trotta, Madrid, 1996, 1.157 págs.

    Este libro responde al Proyecto de investigación emprendido por el Consejo Superior de Investigaciones Científicas dentro del Programa sectorial de Promoción general del conocimiento, y trata de ser, ante todo, un estudio de conjunto sobre la vida editorial de la España ilustrada.

    Esta historia de la literatura española en el siglo XVIII tiene el mérito de ser uno de los primeros libros que tratan de abordar amplia y detalladamente la realidad literaria de un siglo, tan poco estudiado con el debido calado crítico, como es nuestro siglo XVIII, período que a modo de bisagra entre Siglo de Oro y el advenimiento de la Modernidad se ha ido convirtiendo en el gran desconocido, incluso dentro de los estudios universitarios. Conviene entonces señalar la pertinencia de una obra como la que aquí nos ocupa, en la que se ofrece al lector un amplio espectro de datos que, dispuestos sobre el continuum diacrónico, permiten conocer y valorar la realidad ‘literaria’ del siglo ilustrado español.

    Una de las premisas mayores que dan sentido a este trabajo es la de tratar de rescatar el origen etimológico de la palabra «literatura». Todavía en el siglo XVIII el hecho literario no se circunscribía exclusivamente a las obras de creación, ya que rebasando el marco estético, ‘lo literario’ incluía «todos los conocimientos humanos», tal como lo comprendía el Padre Andrés, autor de la famosa obra Origen, progresos y estado actual de toda la Literatura. El literato era, pues, el «hombre de letras», consideración que nos permite establecer una relación de estrecha reciprocidad entre ‘historia literaria’ y ‘cultura escrita’ a través del hilo conductor de la sucesión cronológica de los ‘hechos literarios’, en definitiva, de la historia, del marchamo de época y de la evolución diacrónica.

    Es precisamente este presupuesto el que da identidad al libro que ahora nos ocupa. Se trata, en última y primera instancia, de crear una historia ‘global’ del fenómeno literario tal y como empezó a practicarse en la época, en 1713 con la Histoire Litteraire de la France, y en 1766 con el ambicioso proyecto de Pedro y Rafael Rodríguez Mohedano, Historia literaria de España.

    Valgan estas significativas palabras del profesor Aguilar Piñal en la presentación de la obra como declaración de intenciones: «El enfoque me parece novedoso y desde luego útil para conocer con más datos y más amplia perspectiva la significación cultural de nuestro siglo XVIII y de su producción bibliográfica, sin desdeñar las obras de menor categoría o proyección histórica».

    El proyecto del volumen es por lo tanto ambicioso, ya que trata de extender su marco de análisis a todo un siglo, sin dejar por ello de ser preciso en sus observaciones y prolijo en los datos, tratando de exponer el orbe ‘literario’ en toda su amplitud.

    Además de los diferentes estudios monográficos, el libro ofrece un índice de contenidos, una presentación del proyecto y una introducción general en la que se exponen algunas ideas generales necesarias para acceder a la ‘literatura’ del referido siglo, y un índice onomástico que cierra la obra. En las páginas introductorias Francisco Aguilar Piñal nos habla de la realidad editorial del dieciocho como una «literatura controlada» que hubo de someterse a una doble censura, la gubernativa y la inquisitorial; realidad que llevaría a Jovellanos a escribir: «La época presente, si bien es libre para meditar y escribir, no lo es todavía para publicar». Esta época, durante la cual se publica en tres ocasiones por la Inquisición española el Índice de los libros prohibidos, es valorada por el autor de estas páginas introductorias como la consecuencia de un cambio ‘axiológico’, determinado en gran medida por un giro producido en la interpretación filosófica. Ahora bien, la Ilustración española, alejada de las ‘luces’ inglesas o francesas (puesto que no necesitaba más ‘luz’ que la de su propia fe), se muestra heterogénea en sus ideas y creencias, con un poder político y una sociedad temerosa de llevar hasta sus límites las conquistas que se venían produciendo en el resto de Europa.

    De este modo sintetiza el autor la realidad del siglo XVIII español: «Muy simplistamente podría hablarse de convivencia tensa entre el peso del Barroco decadente y los débiles cimientos de la Ilustración emergente, con predominio del uno en la primera mitad del siglo, y de la otra en la segunda».

    El volumen se compone de dos partes: la primera llamada «Literatura de creación», compuesta por estudios delimitados genéricamente, y una segunda parte compuesta por el análisis de las obras a la que se llamará «Literatura de erudición», y donde tendrán cabida obras escritas a propósito de, o relacionadas con la teoría literaria, la historiografía, la religión, la teoría musical, etc... Ante esta división el lector puede apreciar un cierto anacronismo.

    En cuanto al equilibrio interior de la obra, no siempre parece lograrse, puesto que hay capítulos que se ciñen a la exposición histórica del hecho literario, mientras que otros se ocupan también de la problematización de la identidad de géneros.

    En este sentido, la intención de unidad en los criterios empleados parece no sostenerse cuando se aplican a casos concretos. Sirva como ejemplo el estudio de M. Fabbri, «Literatura de viajes», en el que aparece, en primer lugar, una reflexión acerca de la receptividad del género, para seguir clasificando las obras dependiendo del lugar en el que se desarrollan: «El viaje interior», «El espejo europeo» y «La atracción americana». Mas hay que destacar que el estudio de Fabbri nos ofrece el dato de ubicación de cada una de las obras aparecidas en su estudio; ya se trate de ediciones recientes, ya de manuscritos, si la obra no ha sido editada. Pero no es este el caso más frecuente, ya que en la mayor parte de las monografías comentadas no se ofrece esta información.

    Concluyamos reconociendo la conveniencia de un proyecto capaz de dar forma y orden a la vastedad de todo un siglo, en momentos en los que los estudios filológicos parecen apegarse al detalle de la anécdota; toca ahora dirigir la mirada a aquellos lugares oscuros en los que cierta hermenéutica de problematización deberá tomar el relevo a las exposiciones descriptivistas que pueden recorrerse en la obra comentada.

D. Torrevejano

 

Isidore-Lucien Ducasse, Poesías (ed. de Á. Pariente), Renacimiento, Sevilla, 1998, 111 págs.

    El misterio fascinante, y extraño, que rodea la figura de Lautréamont, el eterno joven Isidore-Lucien Ducasse, que nace en Montevideo en 1846, continúa siendo un desafío tanto para los especialistas como los lectores que se enfrentan a su inimitable estilo. Su propia biografía —aún escasa y desconocida, en gran parte inventada o sospechada— y sus escritos marcan un caso de verdadera personalidad individual, un hito a tener en cuenta dentro de la dimensión de las siempre apasionantes letras impresas que no ha dejado, ni dejará, de atraer a aquellos que buscan el riesgo, la aventura, en la evasión de una muchas veces cruel realidad, continuamente tediosa, junto a los instantes que los textos y la literatura nos ofrecen como últimos «paraísos artificiales». Buena prueba de su actualidad, a la que el Surrealismo contribuiría sin duda dentro de sus reivindicaciones y su proyecto renovador de la vida y la realidad a través de lo maravilloso cotidiano, está, sin duda alguna, en la herencia cultural que Ducasse, o su apócrifo alter ego en la personalidad ficticia y literaria tomada de una novela de Sue —«Lautréamont» es un buen joven que se va hundiendo en el vicio y la oscuridad— con la que es más conocido, legaba a la posteridad: su leyenda del «adolescente satánico». El conde de Lautréamont efectivamente viene a ser ese «ángel oscuro» necesario para inaugurar el horizonte de las artes del fin de siglo, marco de la guerra nunca acabada que enfrenta lo nuevo y lo viejo, escenario de revoluciones y crisis sociales, un hijo espiritual de Baudelaire y Rimbaud —a quien no llega a conocer— o del mismo Apollinaire, el espíritu perturbador e intranquilo, pues, de todas las estéticas de la modernidad que el siglo XX sucesivamente ha traído consigo.

    La edición que nos ofrece Ángel Pariente, conocedor de la vanguardia y autor también de un importante Diccionario temático del Surrealismo, supone un interesante esfuerzo, por tanto, ya que nos ofrece la lectura de la obra más desconocida quizá del montevideano, sus Poesías, vertidas ahora sobre una buena y ágil traducción española que nos facilitará algo más el conocimiento y comprensión de una estética de rabiante textura moderna, a la vez de significar una continuación de la labor de expiación surrealista que, en España, ya los hermanos Gómez de la Serna practican en 1925 si recordamos la edición de Biblioteca Nueva. En este sentido, Pariente ofrece algo más del autor, ya que, como sus biógrafos reafirman, sabemos bastante poco de su paso y sus huellas en la historia, algo de lo que parece que él mismo se preocupó (su promesa, uno de los aforismos de sus Poesías, «je ne laisserais pas de memoires», es un rasgo común que une a los exponentes del decadentismo finisecular: Sade, Axel, Des Esseintes...): que el tiempo no nos legara nada suyo, pues hasta ese punto había renegado de la humanidad. Sin embargo, la fascinación tanto por su figura como por su obra, crece devotamente desde su muerte, sobre todo su errante vida —no ajena de provocaciones tampoco—, apenas veinticuatro años fueron suficientes para aprovechar escritura, experiencias y lecturas nocturnas —Sófocles, Milton, Dante, Rabelais, Shakespeare, Shelley, Byron, Gautier o Balzac y la novela negra están presentes en sus obras—, como podemos comprobar si conversamos calladamente con estas cuidadas páginas.

    Lautréamont debe su fama al deslumbrador trabajo de su obra, también inacabada, Les Chants de Maldoror —«lava líquida», según Bloy; «un torrente de confesiones corrosivas alimentado por tres siglos de mala conciencia literaria», según Cracq, entre otros comentaristas—, cuya primera edición, firmada con tres asteriscos únicamente, se publicó por cuenta propia en 1869 y tan solo un año más tarde el editor no se atrevía ya a distribuir el libro temeroso de la censura. La escasez de información y la mala suerte parecen aliadas de Ducasse, ese joven de aspecto melancólico en su flaqueza, encorvado, pálido y silencioso, como recordaba un octogenario Lèspes, contemporáneo suyo y compañero de estudios. Tan sólo un pequeño periódico hacía eco de tal publicación con una nota sobre la obra firmada por «Épistémon» en 1868, el también extraño y poco conocido periodista Alfred Sircos, quien había escrito en La Jeunesse sobre Maldoror que se trataba de un libro que «arroja nuestro espíritu en un estupor profundo», un trabajo, por tanto, de una «salvaje rareza» para su tiempo. Toda «una epopeya del mal», efectivamente, que cultiva ese gusto por lo satánico y la transgresión que traen siempre los fines de siglos (Georges Bataille, en La literatura y el mal, dijo, refiriéndose a su tiempo, ser una generación tumultuosa donde «la literatura se ahogaba en sus límites»).

    Desde 1885 la figura de Lautréamont ha sido defendida y buscada como tal genio del siglo XX, sin embargo. En este sentido, uno de los primeros es el poeta Iwan Gilkin con su llamada de atención sobre lo que consideraba una obra esencial sin duda. Algo más tarde León Bloy iniciaría una campaña en favor de Los cantos pero ya en estos años no se sabe con exactitud si el autor estaría muerto —lo que había ocurrido años antes— o si se trataba de un loco. Tampoco nadie recordaba entonces una pequeña edición, los dos cuadernos impresos por Balitout, las Poesías, que el autor sí firmó con su verdadero nombre y de nuevo por cuenta propia en 1870, que Remy de Gourmont encontró en la Biblioteca Nacional de París, de donde Breton y Soupault rescataron también parte de su historia impresa.

    La labor de recuperación que inició el Surrealismo con la obra de Ducasse, y el interés por el autor, es algo palpable en la estética del movimiento de los sueños, presente en sus manifiestos literarios: en el Primer Manifiesto de 1924 el conde de Lautréamont era citado como ejemplo de autor surrealista junto al mismo Breton o Aragon y, ya, en el Segundo Manifiesto, 1930, Breton usa la palabra «profeta» para referirse una vez más al controvertido conde, cuyas lecturas, por peligrosas a la moral habitual, precisamente recomendaban.

    Las poesías aquí recuperadas también por Pariente fueron dos opúsculos, tal y como decíamos, publicados por cuenta propia en 1870, cercana ya la muerte de su escritor; «fragmentos de prosa encendida», tal y como dice Luis Antonio de Villena, aforismos a veces crípticos en los que la desesperación es sustituta de la esperanza (el mismo Ducasse lo dice así en la dedicatoria que abre el primer cuadernillo: «Je remplace la mélancolie par le courage»). Aparentemente son un ataque a toda la literatura del momento, un momento que hemos llamado Romanticismo, el Malditismo, desde el mismo Byron y las peregrinaciones de su Childe-Harold hasta nuestro Zorrilla. Parece que Lautréamont planteara una «vuelta al orden» desesperada, el arrepentido legado de un practicante de esa nueva religión que trae la modernidad. Según Pariente, «poesía de quien se sabe fundador de una estirpe que ensalza la derrota, enseña a sus seguidores el sentido de la Belleza y, como un sarcasmo, aconseja una difícil, triste y absurda comprensión de la justicia». En estos extraños y contradictorios textos esconde el joven Ducasse-Lautréamont la oscuridad de unos símbolos ambiguos, un tumulto de poesía libre, en efecto, «silabeo» que desordena y rechaza ser el medio de expresión de un lenguaje vulgar, poesía que viene a ser «actividad del espíritu» como ente totalizador, pues en este sentido —escribe el propio autor— «nada está dicho».

    Encontramos en estas Poesías lo que parece un inacabado, finalmente, esfuerzo por navegar hacia otras orillas, otra forma de poesía, una poesía de caracteres más afirmativos en los que no parece continuar el descenso practicado en Los cantos, parece pues no haber relación alguna con su trabajo anterior. Sin embargo, el autor no abandona aquí tampoco una autocrítica, muchas veces ironía de «nuestras épocas tísicas» —las Poesías vienen a ser la reflexión sobre la transgresión y sus leyes, como exponía en Los cantos toda una apología de lo oscuro, según resuena el aforismo de Blake: «El verdadero poeta está siempre del lado del diablo»—, algo de lo que ya había dado Maldoror cuenta y que quizá es el camino a esa nueva concepción de la poesía, esa «geometría por excelencia», a decir de Ducasse lejos del Bien y el Mal, todo un proyecto truncado, inacabado pues, como la misma vida moderna, siempre fija al presente, ecléctica de pasado y futuro.

    Unas poesías que se han venido considerando, y publicando, como una continuación de los famosos cantos, desde 1868 —ahora una excelente edición bilingüe—, de lo que fue para su autor una obra en marcha, obra que deja incompleta la prematura muerte del joven montevideano, quien sigue siendo hoy, para nosotros, todo un desconocido, un poeta más dentro del Malditismo romántico, o mejor dicho postromántico, que une al conde de Lautréamont con Baudelaire por su satanismo y con Rimbaud por su «alquimia del verbo», pero también con otros provocadores, autores visionarios de la talla de Byron, Góngora o Shakespeare; un anarquista de las artes que revolucionó las letras francesas y, con ellas, toda la concepción de la poesía y las artes en general en la vertiginosa Europa de los istmos.

C. J. Duarte

 

Gerardo Diego, Obras completas. Prosa: Memoria de un poeta (ed. de F. Díez de Revenga), IV-V, Alfaguara, Madrid, 1997, 816 + 802 págs.

    Nos hallamos aquí ante los tomos IV y V de la colección que la editorial Alfaguara prepara con las obras completas de Gerardo Diego. Quizás sea en estos volúmenes donde nos encontremos con la cara más inusitada del genial vate santanderino, puesto que lo que aquí se recoge son los textos (en su mayoría breves) que el autor destinó a la prensa, a la radio, a la televisión y a congresos y conferencias. Francisco Díez de Revenga es quien se encarga de reunir y dar orden al ingente material (más de 3.500 originales) que se guarda en los archivos familiares del poeta. Como afirma en la introducción Díez de Revenga, «la obra en prosa de Gerardo Diego es la gran desconocida de toda su producción literaria. Hasta ahora la podíamos leer, no sin dificultad, dispersa en unos pocos libros y en un número asombroso de artículos de prensa y radio, escritos a lo largo de más de sesenta años».

    Las fuentes de las que recopila todo este material son artículos de prensa, artículos para la radio y la televisión, textos publicados de conferencias y discursos, textos inéditos de conferencias y originales cuyo destino no puede precisarse; y finalmente textos correspondientes a pintura y pintores, del libro 28 pintores españoles contemporáneos vistos por un poeta (Ibérico Europea de Ediciones, Madrid, 1975).

    Muchos son los temas tocados por Gerardo Diego, tan diversos como los propios intereses del poeta; son sobre todo los recuerdos autobiográficos los que nutren la mayoría de su obra prosística, pero también tienen cabida temas de interés general como la literatura, la música, el arte, sobre todo la pintura, la tauromaquia, la religión, el léxico, la enseñanza, los viajes y temas de actualidad. Partiendo de esta diversidad, Díez de Revenga organiza los textos en una división que recoge la variedad de los temas que interesaron a nuestro poeta, y otorga a cada sección un título que representa fielmente el contenido de los artículos seleccionados; he aquí los títulos: El valor de los recuerdos, La crónica de cada día, La pintura, los pintores, De tauromaquia, toros y toreros, La vida espiritual, La lengua: palabras y cosas, y Enseñar literatura.

    El valor de los recuerdos es el título del artículo que da nombre a la sección más extensa de estos volúmenes, y en él Gerardo Diego nos da su personal visión de la historia y el recuerdo: «Los recuerdos —dice el poeta—, mis recuerdos de lo que he visto, escuchado y sentido constituyen para mí la única historia verdadera. De cuanto queda fuera de mis límites no me fío en absoluto». La mayoría de estos artículos recoge momentos aislados de su pasado vistos con sencillez y simpatía; algunos de estos momentos fueron reflejados en forma de poema en la memoria literaria del poeta. Los recuerdos infantiles son tratados en artículos tan hermosos como «El tranvía»; las fiestas populares hallan su eco en «El cordero pascual»; también son evocados personajes de su infancia pertenecientes al ámbito familiar o al círculo de maestros y profesores que se encargaron de su educación, como don Narciso Alonso Cortés; sus problemas de docente son tratados con vividez en el artículo «Poeta y profesor». Múltiples aspectos de la vida cotidiana aparecen reflejados en estos artículos: el auge del fútbol, los avatares de escritor, sus escarceos como actor, el imparable crecimiento de su biblioteca. También hay lugar para la evocación de paisajes, e incluso para el análisis de los progresos técnicos de la humanidad, como en «Máquina de escribir». El paso del tiempo preside todo este conjunto de artículos, y numerosas veces aparece tratado de forma explícita en textos como «Almanaque» o en los que evocan la memoria de algunos escritores de la generación del 98.

    «Cualquier tema de la vida diaria, de la actualidad» entra en esta sección de La crónica de cada día. Trata aquí Gerardo Diego costumbres sociales como los congresos, la Academia o el Nobel; amigos o personas que copan la actualidad por algún motivo; la naturaleza, el paisaje, la vida urbana, los inventos, la poesía frente al progreso, temas literarios, artísticos, musicales, cinematográficos, deportes (tratados desde un punto de vista diferente del de la crónica deportiva), los medios de comunicación... todo ello recordado en orden a conservar la memoria de una actualidad de cara al futuro.

    El siguiente grupo de artículos aparece bajo el título La pintura, los pintores. Con una gran calidad de observador y crítico, G. Diego pasa revista a numerosos pintores de su tiempo; a todos los conoció, menos a Picasso y a Regoyos. Incluso se editó un libro sobre 28 de estos pintores, entre los que se hallan Zuloaga, Rafael Zabaleta, Juan Gris, Vázquez Díaz o Gutiérrez Solana, por poner algunos ejemplos. También fijó su atención G. Diego en poetas pintores como Jáuregui o Bécquer.

    Otra sección es la titulada De tauromaquia, toros y toreros, fiesta de la que fue gran conocedor y aficionado. En estos artículos utiliza un lenguaje sin tecnicismos, asequible a todos. Realizó semblanzas humanas de los toreros que conoció, como Sánchez Mejías, Manolete y Rafael el Gallo, su torero más admirado. Gustaba nuestro poeta de relacionar literatura y toros; por ello habla de los poetas que trataron este tema en su obra, como Manuel Machado, Nicolás Fernández de Moratín, Lorca, Rilke y Zorrilla. Asimismo, compara la tauromaquia con otras artes, tales como la pintura, la escultura, la danza, la tragedia. Por otra parte, se refleja tanto la preocupación del poeta por el casticismo en la conservación de las suertes como la presencia de las fiestas en otros países como Francia o los pertenecientes al área hispanoamericana.

    Otra sección es la que podemos englobar bajo el título de La vida espiritual, en la que nos encontramos con la faceta de católico convencido de nuestro poeta; gran parte de sus reflexiones parten de poemas propios o de otros poetas como Unamuno, Gabriela Mistral, César Vallejo o Aldana. De todas las fiestas cristianas, la Navidad es la que se halla mejor representada, al igual que la Semana Santa, en la que recuerda a Villaespesa, a Manuel y Antonio Machado y a Lorca, y en la que no se olvida de hablar de la personal y plástica visión que Andalucía ofrece de la fiesta. Otro tema que tiene cabida en estos artículos es la Virgen María, de la que el poeta fue entusiasta devoto. Lógicamente, en esta sección G. Diego no podía olvidar a santos poetas como San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Jesús.

    En la sección La lengua: palabras y cosas G. Diego demuestra su preocupación por el mal uso de nuestro idioma. No como autoridad, sino como humilde usuario, el poeta defiende el rigor y el casticismo, critica lacras del lenguaje de hoy como el exceso de sufijación, los neologismos mal utilizados. Asimismo, defiende la libertad creadora del poeta sobre el lenguaje, y en un divertido artículo titulado «Sobre la pronunciación de ‘Mozart’» realiza un divertido paseo por la manera de pronunciar ciertos nombres extranjeros.

    No podemos olvidar que el asesoramiento de G. Diego fue requerido en cuestiones de educación por el Ministerio competente; ello es muestra de que era una autoridad en el tema de Enseñar literatura, que es el título de la última sección. Aquí encontramos ideas interesantes sobre el comentario de textos e ideas bastante modernas sobre la enseñanza: propugna un contacto directo con los escritores, y otorga la máxima importancia a aspectos como el hablar y el escribir bien; cree conveniente el aprendizaje de idiomas como el griego y el latín, así como la tarea de la traducción, y afirma que es necesario conocer la obra completa de los escritores para establecer con ellos una comunión más profunda. En el espacio anecdótico, G. Diego cuenta algunas de las pifias cometidas por los alumnos en los exámenes; así ocurre en «Extraño homenaje», en el que un alumno hace un disparatado resumen del Don Álvaro del duque de Rivas.

    Esta edición, aparte del incuestionable valor que adquiere por la publicación de numerosos artículos inéditos del poeta santanderino, nos ofrece la oportunidad de conocer una faceta casi desconocida de su fecunda e ingente obra, al mismo tiempo que nos permite apreciar la considerable calidad de su prosa. Por último, nos facilita las pautas para emprender una lectura contextualizada y, si queremos, glosada, de algunos de sus poemas más importantes.

D. B. Cotta Lobato

 

Annie Bussière-Perrin, Le thèâtre de l’expiation. Regards sur lóeuvre de rupture de Juan Goytisolo, Éditions du cers, Universidad de Montpellier, 1998, 341 págs.

    Desde Señas de identidad (1966) a Las semanas del jardín (1997), Juan Goytisolo (1930) ha ido tejiendo un riguroso e innovador espacio literario que constituye una de las obras más fértiles y originales de la literatura en lengua española. En ella, la ficción se erige como exorcismo verbal de los fantasmas de la identidad perdida y sólo reconstituida mediante un alambicado proceso personal de imaginación y escritura en libertad. La radical destrucción creadora de Goytisolo destaca, además, por su ejemplar compromiso ético con las personas y las culturas más débiles y oprimidas, por su crítica del autoritarismo de cualquier signo ideológico y por su reivindicación de la diferencia y la tolerancia más allá de los angostos márgenes mentales de las sociedades tecnocráticas del siglo que ahora acaba. Por otra parte, caracteriza a Goytisolo, como autor de neovanguardia, una permanente indagación creativa acerca de los límites de la escritura, de la lectura y de la composición literaria, concebida como espacio híbrido y de disolución de la autoría narrativa en una trama personal, en una escritura vivida. En última instancia, se trata de una resta implacable en busca de un centro vital y de una esencia literaria, que se radican en una condensación poética propia de la escritura mística, y en un distanciamiento irónico de la materia escrita y de todos los componentes inherentes a su génesis, transmisión y recepción crítica y lectora. Parece, en efecto, como si la escritura ‘fagocitara’, reproduciéndolas a su vez a modo de galería de grotescos espejismos rotos, las lecturas y escrituras engendradas por ellas mismas. De esa manera, las obras de Goytisolo alertan y, en cierto modo, conjuran, contra uno de los males de la crítica de nuestro tiempo: la hiperinflación y arbitrariedad interesada de juicios críticos, periodísticos y académicos, manifiestamente incapaces de valorar en su justa medida las obras señeras de la literatura moderna. Estamos, por tanto, ante una radical ósmosis entre realización e interpretación, que conlleva una redefinición lúdica y paródica de la distinción entre escritura y crítica, lo cual conduce a una escritura lúcidamente teórica y crítica, conquistada más allá de la estrecha y convencional definición de texto y género novelesco.

    Por paradójico que pueda parecer, sucede, sin embargo, que los estudios críticos sobre la narrativa española contemporánea, apenas si han arraigado en España. Lo que predomina es una serie de compilaciones de marcado sesgo historicista y de escasa o nula entidad teórica. No es de extrañar, a la vista de ese magro panorama crítico, que la obra de Goytisolo no haya sido comprendida, valorada ni reconocida hasta hoy día en España en su justa medida, a pesar de las notables —y excepcionales— contribuciones de críticos como Pere Gimferrer, Andrés Sánchez Robayna, Manuel Ruiz Lagos, José Manuel Martín Morán y Jesús García Gabaldón, entre otros. No obstante, se ha de reconocer que los estudios fundamentales sobre la narrativa de Juan Goytisolo, se han escrito, al igual que su propia obra, fuera de España. Tal es el caso de los trabajos de Christian Meerts, Linda Gould Levine, Abigail Lee Six y este último de Annie Bussière Perrin, que ahora nos ocupa.

    Basándose en los conceptos de culpa y de ruptura, Annie Bussière Perrin, catedrática de literatura española en la Universidad de Montpellier, aborda una reconstrucción crítica de la obra de madurez de Juan Goytisolo, desde Reivindicación del conde don Julián (1970) hasta El sitio de los sitios (1995). El enfoque, sumamente original, parte de una perspectiva crítica híbrida e innovadora que íntegra semiología barthesiana, psicoanálisis freudiano y sociocrítica bajtiniana. A juicio de la profesora Bussière-Perrin: «Une profonde culpabilité traverse l’oeuvre de l’écri-vain marqué par son éducation judéo-chrétienne dans une famille bourgeoise et une Espagne franquiste. À partir de Reivindicación del conde Don Julián, le discours impérialiste hispanique vecteur de cette culpabilité est inversé comme un gant; désormais, l’écriture se donnera pour objectif d’expier la fautee, non pas celle dont l’accuse le régime maís celle de ses ancêtres lointains du xvie siècle qui ont prononcé l’expulsion, et de ceux plus proches qui, au XIXe siècle, ont reproduit à Cuba le geste d’exclusion en maintenant les noirs dans le statut d’esclaves, enfin sa propre faute de jeune bourgeois élevé dans le respect des ‘valeurs éternelles’ et que son appartenance sociale contribue à séparer du peuple des désherités, c’est ainsi que l’écrivain entend substituer à l’exclusion des hérétiques l’inclusion des parias dans une unité perdue et retrouvé».

    El trabajo se divide en dos partes («Le théâtre de l’Inquisition» y «L’écriture de la voie unitive»), que abordan respectivamente lo que su autora llama «l’écriture expiatoire» y «l’écriture unitive», y se cierra con una bibliografía selectiva y una serie de extractos de Makbara, Las virtudes del pájaro solitario y Juan sin tierra que constituyen los apéndices fínales. A lo largo de más de trescientas páginas, Annie Bussière-Perrin reconstruye y analiza las claves temáticas de ese largo viaje iniciático emprendido por Juan Goytisolo a través de la escritura en busca de la unidad. Primero centra su atención en la mirada ‘inquisitorial’, en los ritos y ceremonias expiatorias y en los paisajes urbanos que jalonan las obras de madurez de Juan Goytisolo. Para la hispanista francesa, Las virtudes del pájaro solitario (1988) es el texto inaugural de la «escritura de la vía unitiva», considerada por ella como erótico-mística, en la medida en que subvierte, a través del ojo carnavalesco de la imaginación, el sacrificio expiatorio, propio del auto de fe inquisitorial, en una fusión de escritura y sexualidad, cuerpo y texto. El poeta alcanza así una nueva contemplación de sí mismo en una unión mística, que transforma el dolor en placer, el sacrificio en fiesta carnavalesca, fusión amorosa con el cuerpo del amado, el infierno en jardín de las delicias.

    En suma, estamos ante una contribución importante que ilumina con sutileza y rigor aspectos oscuros de la creación imaginaria tan asombrosa como penetrante de la trayectoria literaria de Juan Goytisolo.

C. Valcárcel Rivera

 

Andrés Sánchez Robayna, La inminencia (Diarios, 1980-1995), FCE, Madrid, 1996, 314 págs.

    Nos presenta Sánchez Robayna una incursión dentro del ámbito de la escritura diarística que genera, como es tradicional en este tipo de escritos, unas características especialmente sui generis. En el prólogo, no sin denotar cierta pose estética, el autor se revela como iniciado a la escritura de «unas notas cuyo significado ignoraba yo del todo», según sus palabras, y que nos llevan por el camino misterioso e ignoto del aenigma, que nos traslada a la cita con que abre el libro. Un secreto que nos conduce al origen mismo de la creación artística y, sobre todo, al significado de la relación arte / vida. No se nos van a desvelar respuestas contundentes, sino más bien una sucesión y reiteración de las cuestiones fundamentales y ontológicas del ser humano, siempre desde la perspectiva apolínea que adopta el poeta.

    Estos escritos, ahora reunidos, han venido publicándose de forma parcial en algunas revistas españolas e hispanoamericanas. Además se editó un cuaderno admonitorio de estas páginas, titulado Nikki, cuyo título, como explica el autor, hace referencia a «la idea japonesa del nikki: diario. El diario como anotaciones muy rápidas, levedad, memorial ligero contra el tiempo, con el tiempo». Tenemos, así, un guiño a la interrelación de culturas literarias, aunque, fundamentalmente, se inserte dentro de la tradición occidental que ha transportado en su amplio bagaje toda una trayectoria múltiple, en cuanto a su abordamiento, de los memoriales. Desde los hypomnémata griegos a los comentarii vitae latinos, pasando por el curso vital de la literatura universal de todos los tiempos. Un extenso panorama si tenemos en cuenta que, bajo sus innumerables vestiduras, los diarios, memorias, cuadernos, etc., han sido un hábito muy utilizado por casi todos los creadores. El autor se ocupa de citarnos, en variadas ocasiones, sus referencias más filiales, tales como: Canetti, Kafka, Rilke, Mann, Jünger, Ortega, Sartre, Bernardo Soares —trasunto de Pessoa— y sobre todo, un omnipresente y recurrente Lezama Lima que le sirve de habitual báculo en sus reflexiones. Al lector no se le escaparán tampoco otras reminiscencias igualmente clarividentes, que aparecen conforme se va destilando la esencia de los escritos de Sánchez Robayna. Así podemos recordar a santa Teresa de Jesús, san Agustín, Herman Hesse y otros, que cada cual podrá ir descubriendo y a los que el autor va rescatando a lo largo del texto como avalistas de su tarea.

    Dentro de ese marco, se nos ofrece un amplio espectro de las experiencias vitales del poeta y del hombre reflejado en las quince partes —una por cada año— en que se di-vide el texto, más un aclaratorio prólogo. En cada «capítulo-anuario» va desgranando el autor sucesivamente los meses, con la flexibilidad de no incluir la totalidad de la docena en cada capítulo, evitando uno o algunos de ellos (excepto en el correspondiente a 1987, que aparece completo). Esta permisividad ya viene dada al presentar cada mes como un cúmulo de acontecimientos, aunque, paradójicamente, se refiere a ellos con expresiones tales como «ayer por la mañana, días atrás...», referencias temporales engañosas que no nos llevan a la cronología exacta de los hechos. Esta sucesión de acontecimientos no calendados es una licencia que permite al escritor una mayor libertad creativa en la línea narrativa pero que, por otro lado —y es un hecho que el mismo autor admite en el prólogo— remite a un tamizado de la materia original.

    En este punto, queda ya en entredicho la catalogación del escrito como diarios: por un lado no se ciñe formalmente a lo que se entiende por tal, y por otro, el hecho de que, transcurridos tres lustros desde su inicio, su recreación lleva a una reconstrucción «infiel», literaria si se quiere, de los recuerdos allí reflejados. Por todo ello, nos inclinamos más por la denominación de memorias o como el propio Sánchez Robayna admite: «[...] un Memorial, en fin, ante la ‘ausencia de tiempo’ y, simultáneamente, un movimiento de la soledad hacia la comunión con el tiempo». Una aseveración que nos reafirma en la utilización, conscientemente estética, de esa duda sobre la esencia y significación de estos escritos, a los que alude repetidamente el autor a través del texto y por tanto del tiempo. De ahí que el título vaya presidido por otro concepto —cuya significación detallaremos más adelante—, que relega la palabra Diarios a un segundo plano acotado tras los paréntesis.

    Tras señalar esa articulación basada en capítulos o anuarios, se reconoce cómo el comienzo de determinados párrafos arranca con las primeras palabras (hasta tres) en mayúsculas. Cuando esto ocurre, el fragmento en cuestión plantea un nudo temático distinto de los demás inmediatamente cercanos (anteriores y posteriores, ya que, a lo largo del texto y de los años, los temas suelen resurgir nuevamente). No obstante, en algunas ocasiones se encadenan varias de esas fracciones consecutivamente, la primera de las cuales se ciñe a las anomalías ortográficas señaladas y las subsiguientes mantienen la norma general. Como enlace aparece un elemento tipográfico, el asterisco; en este caso, el tema se mantiene en esencia pero se presenta cincelado con matices que diferencian sutilmente los parágrafos entre sí.

    Tras estas puntualizaciones y después de tener una visión general de la disposición de la obra, se nos presenta con fúlgido resplandor el título elegido por el autor, que categoriza desde su púlpito la esencia de la materia tratada en el libro: «La inminencia», que implica una cierta amenaza o augurio de algo que está pronto a suceder. Y que para el autor es: «[...] la espera, no siempre paciente, de ese momento en que el dibujo aparecerá con nitidez, tras lo oscuro, sobre la hoja o la arena o el aire». Una inminencia que implica una inevitable expectativa, ya que esa declaración de principios, que presupone la definición dada por el escritor, queda relegada exclusivamente a eso, a mera propuesta que no ha de cumplirse, al mantenimiento del enigma como motor de la creación. De la creación poética en su caso: «La poesía es una expectativa» nos dice, no una revelación.

    Partiendo de esa expectativa y de «la ausencia de tiempo», que el autor imbrica formalmente presentando un diario no calendado, nos encontramos con un auténtico collage donde se entrecruzan «vida cotidiana, reflexión, lecturas». Un lienzo salpicado de referencias culturales múltiples, que son asumidas con una visión caleidoscópica de la realidad. Una realidad fundida con la materia poética que aparece como una constante en todos y cada uno de los elementos que conforman el tapiz tejido por el autor. Desde los acontecimientos políticos e históricos más puntuales hasta leves retazos de la vida familiar, pasando por un continuo ir y venir de sus Canarias a los más variados destinos (con una especial atracción por Centroeuropa) y por las más diversas razones: conferencias, homenajes, vacaciones, encuentros...

    Sólo en algunos momentos se permite el autor hacer un alto en el camino para pincelar ciertos paisajes relacionados con el mar principalmente (una presencia natural para un isleño y símbolo del tiempo, por ende) y, sobre todo, con los elementos cambiantes de una meteorología turbulenta. Una referencia, a nuestro modo de ver, al cambio constante, a la metamorfosis que conlleva la esencia del tiempo, de la vida por extensión; al nivel de los sentidos y del espíritu. Llama igualmente la atención la prolija rememoranza de los más diversos e insignes autores de la cultura universal. Valga como muestra: desde los ro-mánticos alemanes, con Goethe al frente, a los clásicos italianos (Dante, Bocaccio); desde los contemporáneos españoles, a las cumbres de los siglos áureos; pasando por Proust, Eliot, los simbolistas franceses, Leopardi, Pound, Nabokov, Yeats, Novalis..., en cuanto a la Literatura. Platón, Heráclito, Bacon, Hölderlin, Heidegger, Nietzsche, María Zambrano..., en cuanto al pensamiento. Más todo un largo elenco de personalidades del resto de las facetas artísticas.

    Contrasta, por otro lado, que las referencias a amigos, allegados, en general, y a su familia más directa, en particular, aparezcan enmascaradas tras las siglas de sus nombres, en un intento quizá de preservar una cierta intimidad; o de evitar ese «aire de famille» que menciona en el prólogo; o de conseguir con esa innominación ocultar el reflejo del alma que, según dice la simbología, representa el nombre de las personas. No obstante, no resulta demasiado difícil descubir algunas identidades envueltas en una crisálida de evidentes transparencias. Asimismo destaca la pasión y la especial atención que presta a las artes plásticas en general, con habituales referencias y reflexiones sobre autores, obras y géneros. Asistencia a exposiciones en diversos lugares del mundo. Además de pequeñas incursiones en otros campos de la cultura: la filosofía, la música, la escultura, la arquitectura, el cine; el Arte con mayúscula. En definitiva, se nos descubre un Sánchez Robayna de enorme cultura, políglota, traductor, melómano, lector empedernido, trabajador incansable, viajero incombustible y sobre todo poeta. Su «ars poética» impregna todos los resquicios de sus pasiones subsidiarias, y de sus vivencias personales incluso, y eso queda patente, sin duda, en esta reelaboración de esa potencia del alma que es la memoria.

    Esa inminencia que nos anunciaba se transforma, por tanto, en una inmensa inquietud por los principales ámbitos del saber humanístico. Una inquietud que parece convertirse, por momentos, en ansiedad, adquiriendo un ritmo desasosegado que implica al lector. Una alteración provocada tanto por la condensación cultural como por la acumulación de acontecimientos que nace de esa especial estructuración del texto, al evitar el día a día, el ordo naturalis que mantiene al hombre dentro de los límites de la cordura. El autor se testimonia como un peregrino del tiempo; un heredero del tiempo circular, tan al gusto de Borges, a quien también tiene en su recuerdo. Deudor del eterno retorno nietzschiano; un continuo devenir que le lleva a concebir la idea del no-tiempo, del tiempo inasible: «Un círculo se cierra. En medio de otro círculo, aún en formación. El tiempo se sueña como espacio —como un espacio curvo, circular. En su interior también el hombre sueña». En su permanente cuestación sobre el fin definitivo de estos escritos, el autor metaforiza la pregunta última, que es también la genésica sobre el origen mismo de lo humano: el hombre en cuanto memoria, el reflejo de esa memoria en la escritura, la escritura en su origen como imagen, como signo (ilustrándolo gráficamente al subrayar el legado del hombre de Altamira —en una visita relatada en estas páginas— o las huellas de las gaviotas en la arena que rememoran el inicio de una simbología que devendría en una forma de comunicación escrita).

    Se encontrará el lector, en definitiva, ante un cuaderno de trabajo, o de campo, o de bitácora, como queramos denominarlo, pero un cuaderno literario al fin. Una cuidadosa imagen formal y escrita del enigma del tiempo y de la memoria. Un relato alegórico del reloj de arena que no cesa de escanciar, en cada giro, su contenido en el espacio vacío, y cuya materia es inaprensible al escurrirse inevitable-mente entre los dedos inmemoriados del hombre, que trata de retenerla bajo la forma del alegato memorístico. La huella indeleble de una experiencia de vida en comunión constante con el Arte. No deberían faltarnos más entregas, tan sustanciosas como la presente, de un ciclo que consideramos el inicio de un nuevo «círculo» dentro del espacio creativo-vivencial del autor, y por el que quedamos expectantes... Con la venia de Cronos.

E. J. Morales Monedero