RECENSIONES 2000 ( II)

José Montero Reguera, El Quijote y la crítica contemporánea (J. E. Díaz Martín); Guillermo Carnero, Estudios sobre teatro español del siglo XVIII (J. M. Serrano de la Torre); Friedrich Nietzsche, Escritos sobre retórica, introd., trad. y notas de Luis E. de Santiago Guervós (M. Parmeggiani); Carlos Blanco Aguinaga, En voz continua (R. Orellana Calvente); Domingo Ródenas de Moya, Los espejos del novelista. Modernismo y autorreferencia en la novela vanguardista española (J. M. Pons Aguilar); Javier Marías, Seré amado cuando falte (B. Martínez Iniesta); José Antonio Álvarez Amorós (ed.), Historia crítica de la novela inglesa (F. Molla Ruiz); Manuel Gahete, Casida de Trassierrra (A. Moreno Ayora); Joaquín Estefanía, Contra el pensamiento único (A. Torés García); Robert W. Jones, Gender and the Formation of Taste in Eighteenth-Century Britain (R. Miguel Alfonso); Carl Woodring, Literature: An Embattled Profession (R. Miguel Alfonso)

Publicadas en Analecta Malacitana, XXIII, 1 , 2000, págs. 355-373

 

José Montero Reguera, El Quijote y la crítica contemporánea, Centro de Estudios Cervantinos, Alcalá de Henares, 1997, 286 págs.

    El libro de J. Montero Reguera aparece con un propósito muy claro y delimitado, el de «presentar un panorama crítico que ordene y sistematice las líneas fundamentales sobre el Quijote en el período de tiempo comprendido entre 1975 y 1990». Pero además de basar su estudio en un mero criterio cronológico y temático, introduce uno más original y, a nuestro parecer, integrador, ya que se decide por abordar su estudio a través de «líneas de investigación, es decir, núcleos generales de análisis de esta obra cervantina; lo cual permitirá mostrar de manera más clara las preferencias de la crítica sobre unos u otros aspectos de nuestra novela más universal». Esto lleva al autor a rechazar tres enfoques diversos pero que coinciden en no parecer conducir a planteamientos nuevos. Así, renuncia al análisis de personajes o episodios concretos, al estudio por autores, y también a la consideración exhaustiva de las diferentes escuelas interpretativas, caminos todos que o bien se agotan en sí mismos o bien dan lugar a interpretaciones y perspectivas diferentes o contrapuestas que suelen acabar en aporías y callejones sin salida.

    El planteamiento de J. Montero Reguera, sin embargo, se ocupa de «líneas de investigación» que distan mucho de estar cerradas y marcan posibles vías para futuros estudios, a sugerir algunos de los cuales se dedica el libro oportunamente.

    Con estos presupuestos de partida, el autor se ocupa de ocho líneas de investigación, y dedica el noveno capítulo a reseñar «un grupo de manuales introductorios al Quijote publicados recientemente» que considera «útiles para comprender mejor la obra maestra cervantina». Conviene aquí decir que esos ocho capítulos proceden de modo similar, yendo de lo general, amplio y conocido (incluyendo tradicionales estudios marco cuando se considera pertinente, y aunque se encuentren más allá del coto cronológico prefijado) a lo particular, concreto y más novedoso, anotando puntualizaciones de su propia cosecha para precisar la importancia, el alcance y el acierto de estos vislumbres, pero haciéndolo siempre con prudencia y sentido de la medida crítica, ya que su designio es la utilidad. Ese dinamismo endocéntrico tiene el propósito de actuar de rampa de apoyo que proyecte al estudioso hacia dimensiones del cervantismo que el autor no recorre, ya que no es esa la intención de su libro, pero que prefigura y sugiere como camino de próximas exploraciones.

    De ese modo procede en el primer capítulo, titulado «Hacia una edición crítica del Quijote que recorre, desde su primera edición hasta las penúltimas, todos los problemas editoriales, y concluye reconociendo la necesidad de una edición definitiva de la obra de Cervantes. El panorama editorial que esboza parece pórtico de las últimas ediciones, las cuales, y dicho sea de paso, parecen, por la polémica que ha rodeado su publicación, reproducir muchos aspectos de la tradición de querellas y diferencias críticas y meto do lógicas que se viene tejiendo en tomo a la edición de la obra de Cervantes.

    El segundo capítulo se encarga de la «Historia y sociedad en el Quijote» y, remontándose a las imprescindibles obras de Américo Castro y Marcel Bataillon, recorre vislumbres de la obra desde la utopía renacentista, pasando por el materialismo histórico, la historia social y la dimensión autobiográfica, hasta la investigación de archivos históricos y la realizada sobre la indumentaria de la época, para acabar desplazando el eje de observación desde lo histórico-sociológico hasta lo literario-mítico, bajo la sospecha de que a pesar de la radical novedad de los estudios historiográficos, se corre el peligro de «una lectura reductora o simplificadora de la obra cervantina».

    También es rigurosamente novedoso el estudio del aspecto folklórico y popular del Quijote, al que dedica el tercer capítulo. Comienza dando cuenta de las sugerencias que ya hiciera Marcelino Menéndez Pelayo, y revisa todos los aspectos folklóricos que han sido recientemente estudiados: literatura popular, los cuentecillos tradicionales, los refranes y proverbios, la oralidad y el carnaval. Aquí Montero Reguera anota reservas tanto propias como de otros autores, pero señala el indudable interés de reconocer la deuda cierta de Cervantes con estas formas de la cultura.

    El protagonista del cuarto capítulo, «El Quijote y su teoría literaria», es sin duda E. C. Riley, que actúa como referencia tanto en la discusión sobre las formulaciones de teoría literaria que aparecen en el Quijote, cuyo eje es la relación de Cervantes con Aristóteles, como en las fértiles investigaciones acerca del género del Quijote. Otros aspectos contemplados por Montero son los relacionados con la verosimilitud, la tríada imitatio, inventio, admiratio y el uso por parte de Cervantes de «los textos de preceptiva literaria de la época como si fueran ficción», curioso fenómeno desentrañado por Mary Gaylord Randell. El capítulo acaba consecuentemente con estudios que parecen haber hallado uno de los secretos de la gran obra de Cervantes, la cual, según el profesor Javier Blasco, supone la «novelización de un dilema que vive todavía en la preceptiva renacentista: la necesidad de conjugar y casar teoría (la Poética de Aristóteles) y práctica (la de la realidad literaria del momento)», o, aún más radicalmente, en palabras del profesor Rey Razas: «[Cervantes] no sólo dice, sino que hace, literalmente, más aún, hace lo que dice. Eso es lo auténticamente fundamental. Ésa es la clave, que la libertad se convierte en la base de la poética cervantina [...]».

    El quinto capítulo se dedica a una forma poco frecuentada de contemplar el Quijote: desde la Estética de la Recepción. Después de ponernos al corriente de los términos fundamentales de la teoría de Ingarden, y a falta de mayores estudios sobre las funciones receptivas de un posible lector universal de la obra (conjeturable co-escritor que hubiera sido prefigurado por el arte de Cervantes), pasa a revisar la eterna polémica de si el Quijote es obra seria o cómica, haciendo aquí uso de una sabia reserva respecto de las lecturas más sesgadas, pero no por ello desatendiéndolas.

    En el sexto capítulo trata de los problemas en torno a la génesis del Quijote: cuestiones de fuentes, plan inicial cervantino y posibles variaciones posteriores (descuidos, interpolaciones), hipótesis del Ur-Quijote y del Entremés de los romances, influencia del Quijote de Avellaneda en la segunda parte y posibles elementos teatrales en la gestación de la novela. Tal vez sea éste el capítulo más abundante en sugerencias.

    El séptimo rescata un aspecto fundamental, la dimensión dialógica de la obra, hace precisiones sobre la diferencias entre diálogo, dialéctica y polifonía (Bajtin), y después enlaza la cuestión del diálogo con la de los narradores del Quijote, sobre cuyo número, origen, funciones y relaciones se esbozan desde los esquemas más sencillos (George Haley) a los más ferazmente abstrusos, como el narratológico (Genette), anotando J. Montero Reguera serias reservas propias y ajenas sobre la pertinencia de este último.

    El postrer capítulo alude a la aparición y significado de la sexualidad en el Quijote, y arranca de estudios generales sobre el erotismo en la literatura de la época, para concentrarse en dos aspectos fundamentales, aunque de disímil calado: el deseo como móvil básico dentro de la narrativa, y en particular como móvil de don Quijote, y el feminismo en la propia obra. Tanto un tema como el otro recalan en una zona trascendente a la propia novela, el psicoanálisis, sobre cuya aplicación como estrategia explicativa de las motivaciones en la obra expone el autor algunas dudas.

    Podría decirse que la voz del autor ha ido estableciendo hasta aquí un respetuoso diálogo con el lector, con el que crea cierta intimidad ponderativa desde la que ambos, de codos ante un panorama crítico amplio pero acotado, contemplan, guiados siempre y sabiamente por el primero, la topología de una zona de los estudios cervantinos, y en ella algunas corrientes de investigación que desde el horizonte de 1975 (y aún más lejos), rinden a los pies de 1990 y del autor. Sin invadir el juicio e inclinaciones del lector, pero orientándolos, J. Montero Reguera sabe llamar la atención sobre caminos iluminadores, novedosos, discutibles a veces, y sobre detalles de interés a los que acerca una mirada siempre curiosa y objetiva.

    Finalmente, y antes de dar paso a un nutrido y ordenado aparato bibliográfico, el libro se remansa en la contemplación de un puñado de obras introductorias a la obra cervantina, sobre las que ejerce un escrutinio tan implacable como útil, minuciosamente analítico tanto del contenido como de la forma expositiva, pero también moteado de esos guiños ponderativos que sólo tienen lugar posible en esa intimidad que a lo largo de su libro ha ido creando con nosotros.

    Si bien es problemático decir que J. Montero Reguera esté a favor de unos u otros autores, lo que sí se puede afirmar, sin ningún género de dudas, es que está de parte de Cervantes y de parte del lector, a cuyo servicio pone, en una prosa clara y significante, su profunda inteligencia del universal escritor y sus comentadores.

J. E. Díaz Martín

 

Guillermo Carnero, Estudios sobre teatro español del siglo XVIII, Prensas Universitarias de Zaragoza, 1997, 310 págs.

    Se reúnen en este libro once estudios publicados con anterioridad en actas, homenajes y revistas especializadas en un arco cronológico que abarca desde 1980 a 1994. De este último año es el ensayo que abre el volumen, «Los dogmas neoclásicos en el ámbito teatral», que a modo de pórtico introductorio y contextualizador resume pautas y criterios generales que selectivamente y de forma eminentemente práctica vienen a ser analizados en algunos de los trabajos posteriores en conexión con textos dramáticos concretos. Así, G. Carnero parte de una constatación general de carácter reivindicativo cuando afirma que «en lo que respecta al Neoclasicismo, la Historia nos ha ido desdibujando sistemáticamente la perspectiva», sobre todo por el defecto añadido de cierta tradición valorativa de origen romántico, dado que «los escritores e historiadores de la literatura del XIX nos legaron el tópico de la falta de originalidad y de calidad del siglo XVIII, repetido como dogma de fe hasta no hace mucho». Para el autor de estas indagaciones es preciso «asumir la perspectiva neoclásica» que implica la necesidad de «partir de tres dogmas básicos, previos a las reglas en las que se articula la teoría literaria del Neoclasicismo». Éstas pueden sintetizarse en: «1. Un radicalismo y una intolerancia que [...] pueden resultar sorprendentes o repugnantes, pero que se legitiman por estar basados en la tradición de la Antigüedad grecolatina, en la razón y en las exigencias de la psicología del destinatario de la literatura [...]; 2. Los neoclásicos creyeron que su época estaba llamada a realizar, entre otras, una reforma de los usos y comportamientos sociales, y a configurar un nuevo tipo de ciudadano más solidario, más cívico y más feliz —de ahí la adopción del viejo lema horaciano del enseñar deleitando— 3. En cuanto al mecanismo creativo, los neoclásicos admitieron la necesidad de las motivaciones irracionales e innatas a las que se da el nombre de inspiración; pero creyéndolas necesarias las supusieron insuficientes para producir una obra correcta sin el auxilio de una técnica, racional y adquirida por la reflexión y el estudio, y que comprendía el arte y la ciencia». Sobre estos principios, G. Carnero yergue a la ilusión o engaño teatral en «el dogma básico y esencial», y equivale «a la identificación del espectador y se opone a su distanciamiento», de forma que «el espectador se sitúe psíquicamente en le espacio imaginario sin encontrar obstáculo alguno ni en sí mismo ni en el espacio de la representación», de modo que no exista «ningún impedimento que dispare el resorte de la conciencia». Por otra parte, el complejo actancial de una obra dramática debe preceptivamente interpretar «la Imitación de la naturaleza como Imitación de la naturaleza humana en lo universal». Esto provoca una consecuencia de doble efecto: «primero de generalización y selección [...] que conduce al dogma del Decoro; segundo, de recepción y asentimiento, que conduce al de la Verosimilitud». Ésta es «requisito del receptor y, por lo tanto, del efecto didáctico del arte. Aplicada [...] al modo de ser de éstos [de los personajes], equivale al Decoro; aplicada a la representación, exige las Unidades». Finalmente, G. Carnero explica el sentido de las tres unidades aristotélicas en relación con su adaptación por el drama dieciochesco. En cuanto a la de lugar, no mencionada por Aristóteles, «los neoclásicos supusieron que la consideró implícita, por ser obvia y por venir exigida necesariamente por la Unidad de Tiempo». Respecto a la unidad de tiempo, se aprovechó el margen que permitía la norma aristotélica, aunque más se debía al peligro de «colisionar con Verosimilitud y Decoro al obligar a los personajes a evolucionar psíquicamente en tan corto espacio de tiempo [máximo de veinticuatro horas]». La de acción se sigue respetando en su íntegra unidad, que ha de ser «completa [...] y de un solo protagonista». También son traídas unas «reglas menores» que no por ello carecían de importancia, como el «no representar la violencia o la muerte en escena sino narrarla», «evitar los apartes», «dar al lenguaje claridad frente a los alambicamientos barrocos y no usar estrofas artificiosas», o «aunque la tradición preceptiva imponía cinco [actos] el peso de la costumbre española hizo a nuestros neoclásicos admitir tres e incluso dos». No deja de ser interesantes las consideraciones sobre la radicalidad en la distinción de los géneros trágico y cómico, «que no admiten entre sí híbridos» o el cotejo de ciertos aspectos y circunstancias del teatro neoclásico con las correspondientes del teatro griego, constatándose en ciertos casos vínculos más cercanos que con la misma preceptiva aristotélica.

    El segundo de estos estudios aborda «Las Memorias literarias de París y la supuesta modernidad de Ignacio de Luzán ante la ciencia y la literatura de su tiempo», «documento privilegiado del pensamiento de Luzán y el alcance de la Ilustración española», del que G. Carnero concluye que «concibe la cultura como un entramado de academias y reglamentos, y al hombre de letras y al científico como funcionarios. Carece de suficiente información sobre las cuestiones científicas y filosóficas del momento; su entusiasmo por la ciencia y el pensamiento viene lastrado por el temor ante el posible menoscabo de la ortodoxia filosófica y religiosa. No parece haber percibido la singularidad de la comedia sentimental ni puesto en duda la normativa neoclásica referente del teatro; su crítica de la inverosimilitud de la tragedia al modo grecolatino no supone un cambio de coordenadas teórica. Ignora y rechaza la novela como género». Continúa el estudio sobre «Doña María Pacheco de Ignacio García Malo y las normas de la tragedia neoclásica», donde se demuestra que realmente se contemplan tales preceptos, para dar entrada a cuatro trabajos dedicados a la obra de Gaspar Zavala y Zamora, que desde el inicial es presentado como figura merecedora de reivindicación y reconocimiento, aunque el expediente de «la presencia de Gaspar Zavala en la historia del género» no constituya en sí un argumento lo suficientemente grave. Uno de los motivos de mayor peso se justifica sobradamente en la indagación sostenida en relación con la existencia del elemento goticista en la literatura española al estudiar el texto de La holandesa, componente en nada favorecido por «la muy relativa libertad de expresión, el control del teatro (el género literario de mayor audiencia) y la escasa entidad de un pensamiento revolucionario y anticlerical». Además, «las traducciones brillaron por su ausencia, o fueron escasas, clandestinas y tardías». La dilucidación de los «Recursos y efectos escénicos en el teatro de Gaspar Zavala y Zamora», así como una enumeración de «Los temas políticos contemporáneos en el teatro de Gaspar Zavala y Zamora», cierran este pequeño ciclo. Desde una óptica primordialmente sociológica, sigue el estudio de la obra de Francisco Cabello y Mesa en los efectos que produjo en la España napoleónica como representación que inducía a la rebelión contra el poder establecido. «El teatro de Calderón como arma ideológica en el origen del Romanticismo conservador español» presenta la instrumentalización de una serie de valores puestos al servicio de intereses espúreos, se trataba en su momento, de «un enfrentamiento ideológico bajo la apariencia de una disputa literaria, porque los Böhl defendían a Calderón no como modelo literario sino como modelo ideológico con el que apuntalar la pervivencia del Antiguo Régimen». Finalmente, G. Carnero dirige sus consideraciones de orden eminentemente crítico en «Un texto desconocido de Antonio Alcalás Galiano en la polémica sobre el Romanticismo español» y «Sobre La novicia o la víctima del claustro de José María de Carnerero (Una corrección fraterna a Don Emilio Cotarelo y compañía)».

J. M. Serrano de la Torre

 

Friedrich Nietzsche, Escritos sobre retórica (introd., trad. y notas de Luis E. de Santiago Guervós), Trotta, Madrid, 2000, 230 págs.

    Por primera vez en español, se publican aquí los escritos sobre retórica que elaboró Nietzsche de 1872 a 1875. Afortunadamente estamos asistiendo en los últimos años a una proliferación de las traducciones de obras nietzschenas. Algunas han acometido con valentía la tarea de ofrecer al lector de lengua española las lecciones y los cursos que Nietzsche impartió siendo profesor de filología clásica en la Universidad de Basilea. El interés de estas lecciones es vario: nos revelan la rigurosa preparación científica de Nietzsche en el campo de la filología clásica; a través de ellas podemos concretar mejor la visión que fue elaborando Nietzsche de la antigüedad clásica, época que en su pensamiento funcionará siempre como «modelo» para someter a crítica la historia y la condición modernas; pero además, al hilo de esta tarea interpretativa, Nietzsche esboza, diseña y configura ideas y teorías estrictamente filosóficas, acerca del ser humano, la cultura, la naturaleza, el lenguaje, el conocimiento, etc. Trabajando filológicamente su pensamiento a lo largo de estos cursos, Nietzsche se irá liberando poco a poco de los esquemas conceptuales schopenhauerianos y de los ideales románticos y wagnerianos. Se atisban los desarrollos posteriores bajo otros lenguajes y otras perspectivas.

    Las reflexiones sobre la retórica empezaron a desarrollarse tras la publicación de El nacimiento de la tragedia, en paralelo al desplazamiento de su interés por el arte y la tragedia griegas hacia la filosofía griega ¾ sobre todo en el escrito no publicado La filosofía en la época trágica de los griegos¾ , como auténtica expresión culminante del espíritu helénico. Posteriormente corrieron paralelas a las tres primeras consideraciones intempestivas. Estas lecciones señalan, pues, el final del pensamiento del Nietzsche joven y marcan la transición hacia su madurez filosófica. Las consideraciones específicamente filosóficas en torno a la retórica debían encontrar su publicación en el conocido escrito Sobre verdad y mentira en sentido extramoral, que finalmente no fue publicado. En estas lecciones hallamos amplios desarrollos de las ideas de ese escrito. La sentencia rectora pero oculta en él aflora en estas lecciones. Ella refleja la voluntad de trastocar todas nuestras convicciones, nuestra comprensión del mundo: el lenguaje es retórica.

    En estas lecciones no hallamos sólo detallados estudios sobre la retórica griega, sino también amplias reflexiones filosóficas sobre el lenguaje y el conocimiento. En ellas Nietzsche efectúa y anticipa el giro lingüístico que caracterizará la filosofía del siglo XX. El lenguaje deja de ser un instrumento auxiliar del conocimiento, que la voluntad del sujeto pudiera tomar o dejar a su antojo. Pierden sentido muchos de los problemas tradicionales, porque se consigue un radical desplazamiento de la cuestión, donde surgirán nuevas maneras de plantear problemas. La dificultad, por ejemplo, ya no será en qué medida puede el pensamiento expresarse en el lenguaje, sino de qué manera puede escapar de él. Aquí Nietzsche empieza a desarrollar la idea de que el pensamiento está preso en las redes del lenguaje. El lenguaje condiciona, determina y dirige el pensamiento, actúa en él bajo forma de «filtro», en la medida en que el lenguaje es la condición de posibilidad del pensamiento. El lenguaje no sólo limita sino posibilita el conocimiento. Si el Nietzsche posterior desarrollará esta idea centrándose en la dimensión sintáctica del lenguaje, ahora, en los comienzos, lo fundamental es su dimensión retórica. Ahora bien, la dimensión retórica no es entendida ya como el resultado de cierto uso del lenguaje entre otros, sino como su funcionamiento básico, su proceder de fondo: naturaleza trópica del lenguaje. Los tropos, en su diversidad de metáforas, metonimias, sinécdoques, analogías y símiles, constituyen la base para cualquier uso lingüístico: ordinario, artístico, filosófico y científico. La dimensión conceptual del lenguaje, en la que se generan los conceptos, las definiciones, los juicios, los razonamientos, etc., es, al contrario de lo que siempre se ha creído, un nivel «residual» y «fosilizado», acumulado en estratos, de la originaria actividad trópica del lenguaje. Sobre estos estratos se construyen las teorías filosóficas y científicas.

    Los escritos traducidos son los siguientes. La Descripción de la retórica antigua (Darstellung der antiken Rhetorik) son apuntes de curso para el semestre de verano de 1874. En la exposición de la retórica antigua, Nietzsche recorre todos sus aspectos: 1. El concepto de retórica, 2. División de la retórica y de la elocuencia, 3. Relación de la retórica con el lenguaje, 4. Pureza, claridad y conveniencia de la Elocutio, 5. El discurso característico en relación con el ornato del discurso, 6. Modificación de la pureza, 7. La expresión mediante tropos, 8. Las figuras retóricas, 9. El ritmo del discurso, 10. La doctrina de la «stasis», 11. Genera et figurae causarum, 12. Las partes del discurso forense, 13. La elocuencia deliberativa, 14. Elocuencia epidíctica, 15. La dispositio y 16. Sobre memoria y actio.

    El Compendio de la historia de la elocuencia (Abriß der Geshichte der Beredsamkeit) viene a completar y a fundamentar los aspectos teóricos que se dilucidan en la Darstellung der antiken Rhetorik, y se basó en los apuntes de curso sobre Historia de la elocuencia griega. Los estudiantes tenían que leer a los oradores griegos y romanos y Nietzsche tuvo que preparar el material. Las fuentes de este compendio son principalmente Fr. Blass y A. Westermann. Aquí, a diferencia de la Historia de la elocuencia griega, se pone de relieve el prestigio de los retóricos y su acción comprometida en el seno de la existencia en la vida de la ciudad. Aquí son los hombres los que se constituyen en heraldos de la civilización mediante el estilo de cada uno de ellos. El estilo constituye el arma y el instrumento de cada uno de estos hombres que comprometieron la fuerza de su palabra hasta extremos heroicos.

    La Historia de la Elocuencia griega (Geschichte der griechischen Beredsamkeit) son apuntes de curso para el semestre de invierno 1872-1873. En este curso trata de la historia del arte oratorio helénico y helenístico a través de los hombres y las instituciones de la historia. Nietzsche estudia los grandes nombres de la elocuencia griega, pero sobre todo los diez grandes retóricos de la antigüedad, seleccionados por el canon de Alejandría, entre los que figura Demóstenes, el más grande de todos los retóricos a los ojos de Nietzsche. Nietzsche reflexiona aquí ante todo sobre la razón de ser de la retórica en el mundo griego. Uno de los puntos claves consiste en demostrar la estrecha relación que se dio entre la esencia de la democracia y la esencia de la retórica. Lo que a Nietzsche le impresiona es el poder de la palabra, el arte que conlleva la misma lengua griega, un poder artístico y creador que además de ejercer la persuasión produce admiración. La retórica no sólo se considera útil para una buena educación, sino que su enseñanza otorgaba prestigio y refinamiento. Tampoco Nietzsche olvida conjugar magistralmente los rasgos individuales y artísticos de los retóricos con los avatares de la historia del momento, poniendo de relieve cómo ellos mismos interpretaron de una u otra manera los acontecimientos, tomando partido por aquello que consideraban que era lo mejor para su patria.

    Entre 1874 y 1878, Nietzsche tradujo el libro tercero de la Retórica de Aristóteles, y para ello elaboró una Introducción a la «Retórica» de Aristóteles (Einleitung zur «Rhetorik» des Aristoteles). En esos años, Nietzsche impartió cursos sobre el libro tercero de la Retórica de Aristóteles; por consiguiente, esa introducción recoge sus conclusiones teóricas en torno al lenguaje y a la retórica. Es el escrito más tardío, y su última elaboración es fruto ya de su pensamiento maduro, es contemporáneo de Humano, demasiado humano.

    El traductor incluye además, con gran acierto, un último apartado de «Notas sobre retórica: verano 1872 - comienzos 1873». Es una selección de los fragmentos póstumos, redactados entre el verano de 1872 y comienzos de 1873, que tratan acerca de la retórica. En ellos podemos encontrar las consecuencias filosóficas más extremas y comprobar cómo influyen en los distintos aspectos de su pensamiento.

    La traducción ha sido realizada sobre la base del texto de la reciente edición crítica de 1995 (F. Nietzsche: Werke. Kritische Gesamtausgabe. Abt. 2, Bd. 4: Vorlesungsaufzeichnungen: WS 1871/72 - WS 1874/75. Berlin: W. de Gruyter), elaborada por Fritz Bormann y Mario Carpitella, a partir de los manuscritos originales de Nietzsche. Como soporte crítico, el traductor Luis de Santiago, también ha tenido en cuenta la interpretación de los manuscritos por Anton Bierl y William M. Calder III, especialmente para el Compendio. Estos textos ofrecen ciertas dificultades a la traducción. En primer lugar, porque no se trata de textos elaborados para la publicación; por lo tanto adolecen de ese estilo brillante que caracteriza otros escritos de Nietzsche. Por otra parte, son notas que Nietzsche preparó para que le sirvieran de soporte para sus clases sobre retórica, con lo cual muchas veces nos encontramos con abreviaturas, incorrecciones en las citas, errores de transcripción del griego, sobre todo de acentuación. Algunos textos son muy complejos, por ejemplo el Compendio, puesto que en este caso se incluyen en el texto principal cuartillas sueltas que había escrito Nietzsche completando las notas de sus cuadernos. Para utilidad del lector, al margen de la traducción se ha mantenido la numeración de las páginas que corresponden a la edición crítica. Las traducciones van acompañadas de notas explicativas. Unas son de carácter histórico; otras concretan las fuentes de algunos textos. También se incluyen a pie de página las traducciones de los textos latinos. Respecto a los textos griegos, puesto que la mayor parte de ellos son citas más bien breves, se ha optado generalmente, salvo alguna excepción, por traducirlos dentro del texto principal entre corchetes.

    La traducción, en fin, es impecable, tanto por su fidelidad al original alemán, como por el estilo y la corrección de la redacción española, aspecto éste esencial en una traducción, pero que se suele descuidar; no son raras las traducciones de textos filosóficos con numerosas frases ininteligibles. Como introducción, Luis de Santiago ha antepuesto un amplio estudio sobre «El poder de la palabra: Nietzsche y la retórica». Desde un punto de vista más teórico que crítico-histórico, el traductor se profundiza admirablemente en las consecuencias del giro lingüístico que Nietzsche realiza en esta época, a través de las tesis de la naturaleza trópica del lenguaje y de la determinación lingüística de la experiencia y del pensamiento. El planteamiento nietzscheano es visto como un primer intento de superación de la metafísica, que ya desde el principio se plantea como ‘ensayo’ de exceder el lenguaje conceptual, propio del pensamiento metafísico. Luis de Santiago resalta acertadamente la aporía de este intento nietzscheano: tratar de definir la naturaleza trópica del lenguaje, cuando se está denunciando con ello mismo todo intento de definición, toda conceptualidad. Es la misma aporía con la que se enfrenta Derrida: para combatir el lenguaje de la metafísica, sólo podemos utilizar su mismo lenguaje, por lo que corremos el peligro de recaer en sus prejuicios y sus engaños. Por esta razón, Luis de Santiago habla de «deconstrucción»: también Nietzsche es consciente del peligro, también piensa él que la crítica sólo puede concebirse como una tarea interna al lenguaje conceptual metafísico, tarea encaminada a ponerle trampas, a bloquear su efectividad, a «congelarlo», como dirá en Ecce homo.

    Según es habitual en la editorial Trotta, la edición es muy esmerada: se han cuidado especialmente los textos griegos y la tipografía resulta siempre clarificadora y elegante. En conclusión, el libro interesa tanto al especialista en filosofía, como al especialista en los estudios clásicos; pero también ¾ como no podía ser de otro modo tratándose de Nietzsche¾ al lector simplemente interesado en aplicar el pensamiento a las cuestiones vitales de peso. Con este libro, Luis de Santiago aporta la voz viva de Nietzsche al debate contemporáneo sobre la superación de la metafísica y la crisis de la razón; que no es poco, si se piensa que, examinados atentamente, son debates suscitados por él mismo y por su enorme influjo en el siglo XX.

M. Parmeggiani

 

Carlos Blanco Aguinaga, En voz continua, Alfaguara, Madrid, 1997, 198 págs.

    C. Blanco Aguinaga encabeza su novela con dos citas que nos pueden ayudar a entender el significado de este libro. La primera de ellas pertenece al Diario íntimo de Emilio Prados: «Si yo escribiera una novela en la que el principal personaje fuera yo mismo...». Este deseo del poeta que no llegó a realizar en vida es cumplido por Blanco Aguinaga al transformar su voz en la de Prados, tomando como punto de partida datos de su biografía o de su diario, según afirma antes de comenzar la novela. Estos datos biográficos funcionan como hilo conductor de la narración, que arranca desde antes del nacimiento del poeta. Hace un recorrido por su infancia y adolescencia entre Málaga y los montes, resaltando el papel de su familia y de su amigo Antonio —que tanto le ayudó a percibir el mundo—, su paso por la Residencia de Estudiantes y la relación con los poetas de la Generación del 27, sus visitas al extranjero, la enfermedad, las experiencias de amor y desengaño, la necesidad de escribir poesía, la lucha por ayudar a los necesitados, la guerra y, finalmente, el exilio desde donde, formando parte de la ficción narrativa, redacta estas memorias.

    Contar la historia pasada no es algo que esté separado del momento presente en que narra; todo lo contrario, ambos tiempos están ligados porque hablar del pasado es un pretexto para «decirse a sí mismo», para reinventarse «a partir de la más leve de las memorias con la mayor coherencia posible». ¿Y por qué esa imperante necesidad de reinventar su vida?

En primer lugar, el propio narrador lo justifica en varias ocasiones: «Empecé hace un mes la prosa de esta narración porque quería que se entendiera mi poesía, que se supiera de mí». Ante la creencia de haber vivido una historia incomprendida, intenta explicar cómo cada experiencia de vida, cada modo de percibir la realidad iba forjando esa rica y compleja personalidad: «Lo que pretendo es aclarar, aclararme, ya que sé que, incluso a los pocos buenos lectores que tengo, les parezco contradictorio y difícil».

    En segundo lugar, le atormenta la idea de muerte cercana que, de tanto mencionarla, «se ha convertido en tema» y trata de buscar un lenguaje «para entender que podemos vencerla». Para no morir hay que «desvivirse escribiendo», «vivir en la otredad» que puede ser salirse de uno mismo y quedarse en las palabras. De ahí que, la segunda cita que encabeza el libro sea: «Palabra: sombra de vida». Las palabras escritas son como la proyección de una vida; entendemos y conocemos una existencia, sobre todo si es oscura, por lo que haya quedado escrito. Uno mismo ha de ser el instrumento para fijarse en el tiempo, teniendo en cuenta que no basta con recordar que se ha vivido (además, la memoria sola recuerda, pero también devora, trastocando impresiones o vivencias), sino que es necesario, sobre todo, algo fuerte que se agarre al tiempo y que continúe en otras memorias. Eso es sólo la palabra escrita, la palabra en el tiempo, como afirmaba Antonio Machado, también maestro de Prados. El lector es necesario para que la palabra escrita siga viva y para salvarlo de la muerte. Por ello el narrador hace participar directamente al lector: «No sé si tú que me lees...», «supongo que quien me esté leyendo...», «¡Búscame aquí, lector, encuéntrame! Sálvame de la muerte».

    La obra, memoria a punto de terminar, es identificada con la vida misma; resultan inseparables, y así, el final de ambas ha de coincidir en la muerte. Por eso hablaba de «desvivirse» contando su vida, «parece lógico que una vida termine cuando acabamos de contarla [...] ¿no será que todo relato se cierra sólo con la muerte?». El final de la novela es un punto final a la vida contada como memoria de ficción, pero sigue su curso, se queda una puerta abierta, una voz que continúa en la realidad más tangible, porque la palabra permanece aquí y puede poner en movimiento la memoria del poeta en el momento en que sea leída. Esa voz «discontinua» de Emilio Prados por ese trazo en blanco que el silencio marcó entre su muerte y la memoria del recuerdo, ha sido llenada, completada, por Blanco Aguinaga que, fundiéndose con el poeta, ha trasladado su voz al lector: «Silencio de voz continua en ti, lector que me escribes».

R. Orellana Calvente

Domingo Ródenas de Moya, Los espejos del novelista. Modernismo y autorreferencia en la novela vanguardista española, Península, Barcelona, 1998, 287 págs.

    Ródenas de Moya ha centrado hasta ahora su labor investigadora en aspectos relacionados con la narrativa vanguardista española. En 1997 publicaba Proceder a sabiendas: antología de la narrativa de vanguardia española, 1923-1936 y, actualmente, está trabajando en la edición de El profesor inútil de Benjamín Jarnés, y de Mentira desnuda: ensayos de literatura contemporánea de Antonio Marichalar. También tiene publicada una selección de Essais de Montaigne titulada Un libro de buena fe (1998).

    Los espejos del novelista representa la concepción teórica que da explicación y sostiene el interés de este autor por un período de la narrativa española el cual, hasta el presente, ha estado especialmente desatendido en virtud de razones básicamente coyunturales. Ródenas de Moya, con esta obra, abandona los planteamientos reduccionistas de la narratología y de la filología histórico-literaria, para embarcarse en un proyecto más abarcador y comprensivo en el estudio de lo que fue la narrativa española de la primera mitad de este siglo. Con este propósito, el autor cree necesario acudir a un enfoque comparatista capaz de dar razón del lugar que ocupa la producción española novelística en el marco europeo y, por lo demás, no desdeña acudir a otros ámbitos de investigación (tales como la sociología, filosofía, historia, antropología, etc.) que ayuden a dar cuenta del fenómeno a estudiar.

    En la obra se podrían diferenciar dos grandes partes: una primera en la cual se plantean los grandes problemas conceptuales, y en la que el autor hace una propuesta que ofrece como clave de lectura a fin de entender la época a que se refiere. Esta primera parte teórica abarcaría la Introducción, el capítulo 1 («Un anillo hermenéutico: modernismo y vanguardia») y el capítulo 2 («Esperanza y decepción de una novela nueva»). La segunda parte se aplica al análisis de la obra de dos novelistas, Benjamín Jarnés y Antonio Espina y, así mismo, da cuenta en términos prácticos del apartado teórico expuesto en los capítulos anteriores. Esta segunda parte correspondería a los capítulos 3 y 4 («Benjamín Jarnés: el impuro integralismo» y «Antonio Espina: el filo del arte nuevo»).

    En la Introducción, Ródenas de Moya expone el propósito que le ha llevado a escribir el libro y los conceptos fundamentales que desarrollará. Este libro obedece al plan de examinar sólo un aspecto de la novela nueva (así es como denominará a la novela vanguardista española), y este aspecto es el de la autorreferencia. Ródenas parte de que es necesario un replanteamiento del concepto de Modernismo porque es «cada vez más evidente que hubo distintos modernismos, todos emparentados por un mínimo común denominador estético e ideológico, y no una sola entidad omniabarcadora que recubriera como un colosal invernadero todo el arte occidental» (pág. 13). El estudio de esta diversidad de modernismos es lo que conduce a tener en cuenta, como punto de engarce de todos ellos, el fenómeno de la autorreferencia. En tal sentido le va a ser de especial utilidad el concepto de dominante de Jakobson (elemento focal de una obra de arte que garantiza la cohesión de la estructura, de una escuela o movimiento, en definitiva, de un todo) para justificar la importancia que tiene la autorreferencia, así como para elaborar su peculiar concepción de Modernismo.

    La autorreferencia puede concernir a cualquier discurso, pero cobra singular intensidad en el texto literario. Ahora bien, el concepto de Metaficción, explica el autor, es aquel que reflejará mejor, por su «indudable virtualidad denotativa» (pág. 14), ese procedimiento de construcción, lectura o interpretación de cualquier obra de arte verbal que hace de sí misma un objeto de referencia. Ródenas de Moya es consciente de que la autorreferencialidad literaria no es un hecho limitable al siglo XX: «La raíz de la autoconsciencia moderna se retrotrae hasta el pensamiento idealista alemán de finales del siglo XVIII, pero en el siglo XX estalla en una explosión desconcertante de lucidez epistemológica. El arte se hace consciente de su propia historia y de su complexión institucional, así como el movedizo estatuto ontológico de su verdad; la ciencia admite el condicionamiento que sobre el objeto observado ejerce el proceso de observación y lo incorpora a sus exploraciones y resultados; la filosofía se hace cuestión de sus protocolos y de la base reflexiva en la que se apoya la cognición» (pág. 16) De aquí parte toda la elaboración teórica de Ródenas de Moya. Cabe entender, de este modo, que en el modernismo naturalmente tiene lugar dicha autorreferencialidad, y la manera en que se dé tendrá sus peculiaridades. Esto obedece, por una parte, a la problematización de las relaciones entre la ficción y la realidad a través del sujeto cognoscente, «auténtico protagonista de la novela europea del primertercio de siglo» (pág. 17). Por otra, la autorreferencia de la novela modernista se especificaría mediante «la indeterminación epistemológica que la Modernidad ha ocasionado en el sujeto con el ensanchamiento del entorno perceptible gracias a sus innumerables novedades técnicas [...], científicas y filosóficas [...], y sociales» (pág. 17).

    El capítulo 1, «Un anillo hermenéutico: Modernismo y vanguardia», se abre dando por sentado que Modernismo y Postmodernismo son períodos cerrados y, por tanto, susceptibles de ser estudiados como tales. En su concepción de Modernismo, que, digámoslo ya, engloba tanto el modernismo como la vanguardia, se hace necesario definir previamente qué es la Modernidad. Para ello, Ródenas la considerará desde tres perspectivas: modernidad histórica que tiene su origen en la aparición de las obras de Montaigne, Francis Bacon, Descartes y Thomas Hobbes. La modernidad filosófica que se retrotrae a la Ilustración y su mito de la historia como un movimiento ininterrumpido hacia la emancipación humana. Ya en el programa kantiano de una razón autoconsciente absoluta estaba sistematizada la subjetividad autorreflexiva. La auto-frustración, índole de la Modernidad, se la verá inseparable del modo de pensar actual, ya sea asumiéndola o rechazándola. Tal es el caso de Lyotard, Albert Wellmer, Daniel Bell o Habermas, que Ródenas de Moya traerá a colación. Se centrará, con una cierta adhesión, en el optimismo del tratamiento habermasiano de la Modernidad, con el fin de mostrar la vigencia y el vigor que la utopía trascendental de la Modernidad conserva en la reflexión filosófica actual. La tercera perspectiva, la modernidad estética, tiene mucho que ver con la filosófica y se localiza en la mitad del siglo XIX con Baudelaire. Según Ródenas de Moya, no es esta modernidad la que habría de producir las vanguardias, sino la histórica (pág. 38). Es el potencial utópico de la Ilustración, hecho trizas en 1914, lo que hace posible entender la modernidad estética y la subordinación de las vanguardias, así como la intensificación de la autorreferencia. Será esta tercera modernidad la que haya de entenderse como Modernismo. Ahora bien, todo esto, naturalmente, representa un conjunto de matizaciones posibles, de referencias discutibles más o menos. En lo que hoy parece existir un claro acuerdo es en el antes y el después kantiano respecto de la modernidad. Lo que no sea fundar la modernidad convencionalmente en Kant, no dejará de ser, por activa o por pasiva, la acumulación de una buena cantidad de problemas.

    Un recorrido por los distintos estudios sobre el Modernismo deja patente «la existencia de dos Modernisms, uno estricto, circunscrito al primer tercio de siglo, y uno amplio, correlato de la modernidad estética...» (pág. 44). Ródenas de Moya sigue a Juan Ramón Jiménez, Federico de Onís, Rafael Ferreres, Ivan Schulmann y Ricardo Gullón en su amplia concepción de Modernismo. Es necesario tener en cuenta que existen directas razones terminológicas que acaban por expandir su contenido más allá de la propia terminología, y a estas razones corresponde el hecho de que en el mundo anglosajón Modernism equivale a vanguardia en el continente europeo. Este hecho, sea como fuere, no es trivial en sus repercusiones. Los autores citados entienden el Modernismo como una actitud general ante el modelo artístico hegemónico del siglo XIX que, además, da cuenta de la honda metamorfosis sufrida por los modos de representación de la experiencia humana desde finales del siglo XIX y durante las primeras cuatro décadas del siglo XX (págs. 45-49). ¿No participan estos autores del efecto terminológico anglosajón de procedencia norteamericana? El hecho es que es así, para ellos, modernismo y vanguardia serían dos diversas concreciones de un mismo Modernismo. El primero es concebido «como un conjunto de técnicas y estrategias de composición artística definibles en cada una de las artes, y también como una peculiar ética estética compartida por autores de tradiciones e idiomas distintos» (pág. 56). La vanguardia, sin embargo, en la concepción de Ródenas de Moya saldrá peor parada. Se produce una trivialización que no hace justicia a lo que realmente fue la vanguardia histórica, si no en todos sus casos, sí en algunos tan dignos como los del Futurismo o el Creacionismo. En las páginas de este libro encontramos denominaciones de vanguardia tales como «parodia de la modernidad consciente y deliberada [...]; parodia en el orden de lo gesticulatorio efímero, no de lo textual perdurable» (pág. 64), o «león domesticado que se exhibe en el museo o en el salón burgués a guisa de trofeo obtenido en el proceso de legitimación capitalista, un león espectral que sólo funciona como significante de sí mismo» (pág. 64). A lo largo de la obra, el crítico presenta los rasgos distintivos de estas dos especificidades. Sigue a Umberto Eco en su concepción de autor-experimental y la aplica al autor-modernista, que se definiría como aquel que tiene voluntad de hacerse aceptar, a diferencia del vanguardista que explícitamente traza una ruptura queriendo ofender socialmente a las instituciones. El autor modernista construye un lector modelo que con el tiempo se convertirá en empírico. La vanguardia critica el carácter institucional del arte, lo que, en el fondo, supone una autocrítica, «pues se realiza desde el interior de esa institución y, en este sentido, es una operación autorreferencial» (pág. 65). Esto lleva a concluir a Ródenas que toda autorreferencialidad tiene un funcionamiento fugitivo: muestra cómo en ésta siempre subsiste un punto de ceguera que afecta a la propia actividad autorreferencial. La autocrítica sólo puede desenmascararse desde fuera. El autor ve, además, que «la disimilitud entre modernismo y vanguardia es la de dos empresas con fines opuestos. El del modernismo, reorientar la institución del arte y la literatura por medio del refuerzo de su autonomía, lo que se logra con la renovación de los códigos que regulaban la producción y recepción del arte realista. El de la vanguardia, demoler dicha institución como responsable del hiato entre las cosas y las ideas» (págs. 64-65). Parece que la dimensión social del arte confunde a Ródenas de Moya y no le deja ver otros aspectos más importantes, como puede ser el de la teoría poética, que constituyen la verdadera razón de ser de ese mismo arte y que, en el caso de la vanguardia, son de especial relevancia para su definición y operatividad inmediata, de realización programática. De la vanguardia dirá también Ródenas que su columna vertebral fue la hipoteca del presente por el futuro. Según él, la vanguardia tenía puesta la fe en un orden social nuevo, distinto del que estaba en vigor, sin ser consciente, al dedicar todas sus fuerzas a conseguirlo, de la paradoja que podía conllevar: «Si el presente no existe sino en función del porvenir, potencialidad de futuro, el flujo de la Historia se detiene y la empresa vanguardista se deshistoriza: lo nuevo no adviene» (pág. 68). Por el contrario —nos dice— los modernistas sí tuvieron conciencia de la temporalidad.

    Creo que un estudio tan abarcador y ambicioso como el que se realiza en Los espejos del novelista, debería haber escapado a la comprensión de la vanguardia sólo desde su dimensión política, que es lo que aquí se hace, viéndose abocado a eludir la compleja realidad teórica y artística de la misma. No cabe para este autor la posibilidad de homologar vanguardia y Modernismo basándose en que existen conexiones reales e intrincadas entre modernismo y vanguardia, tal y como lo han presentado en sus estudios Ricardo Quinones, Fokkema e Ibsch. Se echa en falta en este trabajo sobre la construcción artística modernista y vanguardista una consideración de la vanguardia como proceso de desubjetivización (no se puede olvidar que Marinetti ya en sus primeros manifiestos aboga por la supresión del yo, abolire), que evitaría concepciones tan poco productivas como la que propone Ródenas al meter en el mismo cajón del Modernismo al modernismo y a la vanguardia.

    Ródenas de Moya definirá el código literario modernista siguiendo la propuesta de Fokkema, que entiende el término código «como la particular selección que una reducida comunidad semiótica realiza del amplio repertorio de opciones lingüísticas y literarias, una selección en laque se distinguen componentes sintácticos, semánticos y pragmáticos» (pág. 77). El mundo académico relevará a esta microcomunidad semiótica y fraguará el canon literario. Fundamentalmente, será operativo, para verla producción concreta de un autor o un texto singular, el ver la pragmática del código modernista. Detrás de esta apreciación está, una vez más, la influencia de Habermas.

    El argumento principal de Ródenas de Moya es el de que «los dos factores distintivos de la literatura modernista son (a) la incertidumbre epistemológica y (b) la autorreflexión metalingüística y metaficcional» (pág. 82). Como ya se ha dicho, el ensimismamiento de la literatura se asocia con el sentido de crisis que acompaña al artistamodernista; la ficción autorreferencial aparece como una réplica al apartamiento que había sufrido el arte respecto al mundo de la vida, ficción autorreferencial que, al romper precisamente la ilusión de verdad, lo que hace es recordar su realidad. La autoconsciencia del creador no supone un rechazo de su entorno sino un modo indirecto de abordarlo, como constructo intersubjetivo que es. Ródenas critica que, en los estudios sobre el Modernismo, no se haya tenido en cuenta el caso español que, además, revela una distinción con respecto a la novelística europea: la explicitud de sus estrategias autorreflexivas supone una perturbación de la estructura lógico-semántica; se fuerza el divorcio entre la enunciación y lo enunciado; hay, finalmente, una acuciante conciencia de la vida como ficción y, en esto, ha sabido el autor ver muy bien una clara relación con el Barroco. Dedicará, además, un amplio espacio a presentar el modo de funcionamiento de la metaficción en la novela modernista. Dice que «la novela modernista no suele dar en metaficciones sistemáticas y su dimensión reflexiva se manifiesta al interpolar en el texto segmentos referenciales, narrativos o argumentativos, en los que revela la autoconsciencia ontológica del personaje o en los que se relata una transgresión metaléptica» (pág. 102). Del modo de funcionamiento de la metaficción modernista no se puede deducir que se tratase de un acceso de autismo, sino que se trata de una superación de las limitaciones que imponía un código periclitado, así como una preeminencia de la vida y una conciencia individual. Concluye el capítulo con que «la enseñanza que puede proporcionar la ficción literaria autorreferencial no puede ser sino enseñanza sobre la ficción de la realidad» (pág. 112).

    En el capítulo 2, «Esperanza y decepción de una novela nueva», se examina la problemática que surgió en la época para dar nombre a una creación literaria que se apartaba de los patrones que imponía el concepto clásico de novela (la acción y la aventura es lo que se privilegia). En las nuevas producciones hay un predominio de la técnica discursiva sobre la temática. Se recogen las ideas que sobre la novela expusieron Espina, Marichalar, Ortega y Jarnés. Ródenas piensa con Jarnés que parte de la depauperación que sufre la novela se debe al ámbito de la «galaxia pombiana y humorística» que llevará a primar el humor, sinónimo de deformación, sobre la gracia, asimilable a la formación. Se presenta todo un ambiente de crisis, fruto de las escasas posibilidades que ofrece la novela nueva, aunque con un cierto optimismo: «En efecto, la fase constructiva o posvanguardista que siguió al derribo del código realista no contó con auténticos constructores, y en esa apreciación estuvo de acuerdo Benjamín Jarnés, probablemente el único constructor indiscutible del período» (págs. 140-141). A este nombre sumará el de Espina, Francisco Ayala, Rosa Chacel, Mario Verdaguer y Mauricio Bacarisse. A Jarnés y a Espina dedicará Ródenas los dos siguientes capítulos, analizando las novelas Paula y Paulita (1929) y Teoría del zumbel (1930) del primero, y Luna de copas (1929) del segundo.

    Domingo Ródenas de Moya ha escrito un libro importante que hacía falta en el ámbito de los estudios hispánicos de la novelística, ambicioso, superador de muchas rémoras, pero con algunas concepciones muy discutibles, sobre todo la de incluir dentro de un mismo marbete el modernismo y la vanguardia. Dicha concepción debería estar superada a estas alturas, cuando ya existen estudios tan acertados y específicos sobre la vanguardia histórica.

J. M. Pons Aguilar

Javier Marías, Seré amado cuando falte, Alfaguara, Madrid, 1999, 364 págs.

    Desde que la prensa se inventó, no han faltado escritores que se asomen a las páginas de opinión de los diarios o suplementos dominicales para expresar sus puntos de vista sobre cualquier aspecto de nuestra realidad social. Sus artículos ofrecen un fresco crítico de la sociedad con una visión más profunda y sosegada que la del redactor-articulista, quien por imperativo profesional tiene que comentar la realidad muchas veces apresuradamente y siempre con poca perspectiva. También es costumbre inveterada de los escritores articulistas (o de sus editores) agrupar sus artículos en colecciones, que abarcan uno o varios años de colaboración en un periódico determinado, con el fin de que el lector disponga de ellos en su conjunto.

    El libro que reseñamos corresponde a la quinta colección de artículos de Javier Marías, uno de los mejores narradores españoles del momento, como prueban sus novelas Corazón tan blanco (1993), Mañana en la batalla piensa en mí (1994) y Negra espalda del tiempo (1997), entre otras. Esta entrega de artículos, que viene a ser una prolongación literal de Mano de sombra (1997), según afirma el propio autor, cierra un ciclo iniciado con Pasiones pasadas.

    La obra está compuesta por ciento cuatro artículos de temática variada, ordenados cronológicamente desde el 1-XII-96 al 22-XI-98, según fueron apareciendo semanalmente en el suplemento El Semanal, que acompaña cada domingo a los periódicos del grupo El Correo. El título Seré amado cuando falte («una cita de Shakespeare», según afirma el autor en la Nota previa) lo toma Javier Marías, como es su costumbre, de un artículo incluido en el volumen.

    El factor que da coherencia a los textos de Seré amado cuando falte reside fundamentalmente en el carácter social (en el sentido más extenso de la palabra) de los asuntos tratados, vistos desde una perspectiva liberal (en su acepción más castiza española) y juzgados con rigor, no exento a veces de una chispa de ironía y buen humor. Por sus páginas pasa toda la realidad social, a través de temas de política nacional o internacional («Vida vieja», «La machada»), de la vida ordinaria de cualquier ciudadano («El inminente lunes», «Noches tantálicas»), de los aconteceres diarios («Escrupulosos racistas», «De la hipocresía e imbecilidad mundiales») o del uso de la lengua («Cuyo estólido piafar», «Don y daño de lenguas»).

    Esta colección habría resultado más interesante si el autor o el editor hubiera incluido en ella sólo los artículos que no pierden vigencia con el paso del tiempo, desechando aquellos, cuya valía depende de la actualidad de la noticia que comenta. En este tipo de obras no es bueno utilizar el criterio de totalidad frente al de selectividad.

B. Martínez Iniesta

 

José Antonio Álvarez Amorós (ed.), Historia crítica de la novela inglesa, Ediciones Colegio de España, Salamanca, 1998, 327 págs.

    Aunque la literatura inglesa, en sus diversas formas, es materia académica en casi todas las universidades de nuestro país, existen relativamente muy pocos libros como éste, dedicados a ofrecer estudios panorámicos sobre su desarrollo a la par que críticos. El volumen editado por José A. Álvarez tiene esta utilidad didáctica primera, aunque no es la única. Se trata de un manual que contribuye a dar a conocer y a ofrecer una visión crítica sobre tres siglos de novela británica, una obra cuyo público no debería limitarse únicamente al ámbito académico, pues goza de una amplitud y accesibilidad dignas de una audiencia mucho más amplia. Para ello, su coordinador ha reunido a expertos en cada uno de los períodos que corresponden a los distintos capítulos y ha construido un libro a la vez informativo y formativo.

    La colección se abre con un capítulo de Isabel Medrano dedicado a los orígenes de la novela inglesa entre 1660 y 1760, en la que se tratan en detalle no sólo la aparición de las primeras obras narrativas extensas en Gran Bretaña, sino su afinidad con las normas sociales y los principios del gusto la época. Al mismo tiempo que se tratan los autores esenciales, se ofrecen al lector numerosas consideraciones sobre el papel de otros escritores y escritoras de menor difusión durante los siglos XVII y XVIII y su interacción artístico-literaria con aquéllos. A la par que se estudia la obra de Swift, Defoe o Sterne, también se da buena cuenta de la importancia de Aphra Behn o Delarivier Manley para el público tanto culto como popular.

    Tras esta apertura, Román Álvarez pasa a ocuparse de las dos formas novelísticas dominantes entre 1760 y 1840, la novela gótica y la novela histórica, que ocupan el período romántico hasta alcanzar la Era Victoriana y que también tradicionalmente han sido objeto de escasa atención académica. En este capítulo se desarrolla un análisis paralelo de los recursos imaginativos y fantásticos de la primera variedad, de un lado, y los más realistas y tradicionales, de otro. Así, se construye dialécticamente la historia de un período que se mueve entre dos polos casi opuestos de la creación literaria, pero siempre sin olvidar el componente político de ambos.

    En su capítulo, Pilar Hidalgo da cuenta de la Era Victoriana, para lo cual hilvana la historia de lo que F. R. Leavis denominó «gran tradición» de la novela inglesa. Tras situar con gran precisión la novela dentro del marco social de su época, se traza el desarrollo de esta tradición atendiendo a sus grandes figuras (Eliot, Gaskell, Dickens, Thackeray, las hermanas Brönte...) y la evolución de sus respectivas obras. Pilar Hidalgo focaliza su contribución sobre los recursos temáticos y estilísticos mediante los cuales cada uno de los integrantes de esta generación dio vía libre a su grado de disconformidad respecto a las condiciones históricas de su época. De este modo, se tiende a clarificar la siempre controvertida aseveración de que los novelistas victorianos eran implícitamente cómplices del conservadurismo e intolerancia de su momento.

    Para estudiar el intermedio entre tradición y modernidad, José Carnero se encarga de los últimos novelistas del siglo XIX y de la desviación de sus obras hacia procedimientos de las vanguardias. Su objeto es la obra de los escritores (tales como Conrad, Butler, Hardy o Forster) que se mostraron abiertamente insatisfechos tanto con los procedimientos composicionales del realismo como con la supuesta aquiescencia de sus predecesores en materia social. Son aquellos para quienes la regeneración cultural había de pasar necesariamente por una renovación del género novelístico, en el cual se va a reflejar con insistencia el agnosticismo y pesimismo reinantes entre los intelectuales del momento.

    Ya en nuestro siglo, José A. Álvarez se ocupa del tan complejo como fructífero período de las vanguardias históricas. Tomando como ejes fundamentales las obras de Henry James y James Joyce —gran precursor y gran maestro— traza el desarrollo de la novela de la primera mitad de nuestro siglo, tanto de la de orientación experimental como la de más fuerte compromiso sociopolítico. Éste es probablemente el período en el que con más claridad puede contemplarse la polarización entre la tendencia experimental y la realista, que para algunos es constante en la historia de la novela inglesa desde sus orígenes.

    Para finalizar el recorrido, aunque naturalmente sin la distancia ni la perspectiva global de que pueden disfrutar los demás ensayos, por tratarse de una era todavía inconclusa, Fernando Galván se ocupa de la ingente producción de la novela contemporánea. Un ligero vistazo al capítulo dará al lector idea de la profusión y variedad de la novela postmoderna, tanto por parte de autores de vocación más realista como por aquellos que se inclinan hacia la composición metaficcional. De entre ambos grupos, y esto es interesante y casi desconocido en los manuales al uso que solemos manejar, también se dedica un espacio generoso a grupos de autores tradicionalmente apartados del canon tradicional, tales como mujeres o escritores étnicos. Así, el cierre que proporciona este capítulo lleva consigo implícitamente la constitución abierta que ha alcanzado la ficción en nuestros días.

    En conjunto, y ya desde un punto de vista más formal, cabe destacar sobre todo la precisión de los ensayos, pues su terminología crítica son del todo acertados. Baste recordar, por ejemplo, cómo la novela de comienzos de nuestro siglo se designa muy apropiadamente como «novela de vanguardias», algo que parecerá obvio a filólogos hispanistas, pero que para los de orientación anglosajona resultará algo inusual, ya que nosotros tendemos a utilizar inadecuadamente el término «novela modernista». Este éste tan sólo un ejemplo de la implícita vocación normativa de la obra, y por lo cual la Historia crítica de la novela inglesa debería en justicia convertirse en manual de uso muy recomendable, y no sólo para los estudiantes de la materia, sino también para todo aquel que quiera acercarse a esa parte de la producción literaria británica. Con ella, podremos entender el presente de la novela inglesa a través de un recorrido por todo su pasado.

F. Molla Ruiz

 

Manuel Gahete, Casida de Trassierra, Cajasur, Córdoba, 1999, 45 págs.

    Es Manuel Gahete Jurado un poeta de reconocido prestigio no solo dentro de Andalucía sino también en el contexto general de la lírica española, como lo demuestran el hecho de llevar más de una década escribiendo poemarios de indudable calidad y el mérito de haber conseguido en 1999 el X Premio Nacional de Poesía San Juan de la Cruz, otorgado por su libro La región encendida. A su preocupación lírica (fundamentalmente de poeta pero también de antólogo y de traductor) habría, además, que añadir la científica (recuérdese, por ejemplo, el estudio crítico editado en 1998, La oscuridad luminosa: Góngora, Lorca y Aleixandre) y la de articulista literario (actividad de la que da cumplida fe el reciente conjunto de prosas titulado Después del paraíso). Ahora bien, el estro poético de Gahete, su vibración lírica, está presente con toda claridad en cualquiera de sus producciones literarias: «Para mí —ha afirmado en una entrevista—, la literatura es un gran género, entonces no se puede exactamente dividir si se hace poesía o se hacen otras cosas».

    En Gahete la preocupación por el mundo clásico es incesante, y la cercanía estilística y humanístico-cultural con el insigne Luis de Góngora es innegable aunque sólo se piense en dos ejemplos: su poemario Glosa contemporánea a Góngora, de 1992, y su trabajo crítico antes citado sobre Góngora y los dos poetas del 27. Son sólo dos casos que Manuel Gahete acaba de ampliar al publicar —como número 45 de la colección cordobesa «Los cuadernos de Sandua»— este último que quiere ser un libro «A la memoria viva de don Luis de Góngora». Comprueba ya el lector, a partir de tan escueta dedicatoria, que el libro que acaba de abrir es un homenaje inmenso, cordial, renovado a la figura omnipresente de aquel cordobés universal. El autor de Casida de Trassierra, sobre todo en la primera parte de este poemario, no oculta su intento de construir un mundo conceptual y lingüístico con trabazón y perfección gongorina; aspiración que sin duda alcanza tanto en la forma, los recursos y el estilo (aparición de algún soneto de ensamblaje barroco, empleo constante de endecasílabos, de estrofas asilvadas, de paradojas y de léxico cultista) como en la intención temática de cada poema. El primero de éstos (obsérvese que de fondo siempre queda Góngora, de cuya Soledad Primera se entresacan fragmentos a modo de «entradillas») es un canto al amor herido y lacerado, un triste lamento con reminiscencias de mitos gongorinos (Polifemo, Galatea, Acis). El siguiente se configura como una desbordante prosopografía cuya intención (hacer un retrato poético de Góngora) demuestra la agudeza verbal, la capacidad para el análisis psicológico, el constante acierto descriptivo de Gahete, siempre sensible y culto, invariable admirador del vate culterano, ante el que reconoce: «En tu voz la palabra sabe a ciencia, / cíngulo que desata si vincula, / posesión que en su entrega nos despoja»; y ante el que despliega también, hábilmente, el procedimiento de la intertextualidad, ya remitiendo a Cervantes («Éste que veis aquí, de frente amplia») ya a otros inmortales poetas como Bécquer (cuyo eco resuena en «la dulce historia del amor que pasa»), como M. Hernández («A las veredas dulces de la exedra de humo / vendremos a ocultarnos») o como R. Molina («a bebernos el alma de Córdoba a raudales / ebrios de vino claro [...]»). El poema v trasluce además un vivo deseo de diálogo con el poeta de las Soledades, una reconocible admiración transmutada en rendición amorosa: «Ven a saberme labio de tus besos, / guadamecí donde mi humilde nombre / con el metal de fuego de tu nombre / funda el vitral litúrgico del alba».

    Es conveniente observar, con todo, que los poemas de la segunda y tercera parte son más autobiográficos y menos literarios. Las vivencias y los recuerdos del autor emergen envueltos en oportunas perífrasis y en veladas alusiones, como cuando identifica a sus padres con «el soberbio volcán de un varón tierno / y una mujer fundida en rojo bronce». A partir de ahora el cómputo se hace algo más heterogéneo y el ritmo más rápido, como queriendo traslucir los momentos de reflexión emotiva que se suceden, los intentos de un creador por explicarse los motivos germinales de su poesía (el hombre, la naturaleza, el amor...), sin dudar de que ésta «podría ser el acto de fe más poderoso / para creer de nuevo en esta vieja y siempre nueva vida». El lector advertirá que este sesgo autobiográfico, esta expresión de recalcitrante experiencia íntima o de anécdota narrada, continúan asimismo en los poemas de la última parte (Góngora nuevamente de fondo, con su Fábula de Polifemo y Galatea), en la cual los sentimientos se inflaman de belleza, de esperanza y de amor, y sin duda porque éste es la forma más humana de vencer al miedo el poeta lo proclama en un punto trascendente, en los dos últimos versos que ponen fin al libro: «Anúnciame en silencio que amando somos hombres / y nada hay más distante del amor que la muerte».

    A partir de la constante y multiforme presencia de Góngora, perceptible en todo el libro («Así te reconozco, / río caudal del alma y la palabra donde tantos afluentes han bebido»), es Manuel Gahete el que infunde un estilo tan personal a estos versos que, después de leerlos, descubrimos en ellos un conjunto de aspectos que definen su expresión inconfundible: la sonoridad y el embellecimiento del lenguaje, la fijación de un vocabulario propio (característico ya por tantos vocablos: luz, lumbre, terne, embarbascado, yáculo...), la defensa de unos ideales que persiguen perfeccionar y exaltar los sentimientos positivos. Tras la lectura, en nuestro intelecto queda flotando una dulce armonía con los sentidos, una aquiescente paz con el lenguaje, una aspiración impulsiva e irrenunciable a la compresión del mundo y a la belleza.

A. Moreno Ayora

 

Joaquín Estefanía, Contra el pensamiento único, Taurus, Madrid, 1997, 345 págs.

    Este libro de Joaquín Estefanía arranca de unas páginas de opinión del diario El País que trataban sobre lo políticamente correcto. De tal procedencia asimila algunas observaciones para marcar el contexto además de la necesidad de profundizar en el fenómeno del pensamiento único. El momento de lo políticamente correcto se teorizó en EEUU como «una perversa culminación del proceso de discriminación positiva [...], cuyo objetivo era facilitar el acceso a un puesto laboral [...] preferentemente a negros». Por otro lado, acontecimientos como la caída del muro de Berlín y el resquebrajamiento cuando no disolución del socialismo real ha permitido sin duda la eclosión de ese pensamiento único. En España a juicio del autor, es el pensamiento único y no el multiculturalismo o discriminación positiva, esto es, los valores del liberalismo económico con un movimiento de extrema precisión: el mercado es el que gobierna y el gobierno quien administra lo que dicta el mercado. En este sentido, el historiador Alain Touraine, prologa este libro entendiendo que la importancia del debate proviene fundamentalmente de que el neoliberalismo se estructura a partir de una observación justa pero transformándola en una afirmación falsa. Establece para ello una triple interrogación: ¿Cuál es la naturaleza de la tendencia a destruir los controles sociales de la economía? ¿Suele hablarse de un nuevo tipo de sociedad? ¿Los mercados no controlados llevan al aumento de producción y bienestar?

    Joaquín Estefanía responde a estas cuestiones con una rigurosa argumentación y añade de paso, como tarea urgente del marxismo, la recuperación de una dimensión crítica. No podríamos restar interés a algunos de los ochenta y dos artículos que conforman el libro, puesto que además cumplen la función de acreditar y fundamentar unitariamente un proceso analítico ante una realidad, el pensamiento único, y unas hipótesis de resolución, a partir de las consecuencias generadas por esa misma manifestación. Sin embargo, son especialmente llamativos los dedicados al paro, al tratado de la Unión Europea en Maastricht, al espeluznante testimonio de la cotidianeidad, especialmente los que abordan el fin del trabajo como rasgo diferenciador de este fin de siglo, o los capítulos de gran intensidad que giran en tomo a los escenarios ideológicos, a temas tan concretos como Mayo del 68, la americanización de Europa, el aumento del racismo y del llamado fascismo dulce que basado inicialmente en la guerra fría y la amenaza atómica es hoy un fascismo de calle o consuetudinario, el paradigma de los símbolos políticos concentrados en las figuras de Tony Blair y Lionel Jospin o el concepto de bienestar. Precisamente en relación a este último concepto de welfare el autor traza un recorrido histórico que desemboca a considerarlo como núcleo de la cultura europea, aunque con cierto peligro. En efecto, Joaquín Estefanía considera que cuando la política prima sus principios sobre lo que acontece, fracasa. Por tanto, hay que considerar cuantas limitaciones se den y proponer su actualización, de lo contrario sería caer en la ideología como representación falsa de la realidad. Una circunstancia, que por extensión entraría en conflicto con una de las tesis del libro: el rechazo a los fundamentalismos y la convicción de que las utopías globalizadoras, entre las que se incluye el pensamiento único, han pasado.

    Las declaraciones del dirigente socialista Michel Rocard, ponen en evidencia los objetivos de un sistema que ahonda en el perfil de la desigualdad y del doble discurso: «La derecha propone una Europa económicamente poderosa, basada en nuestra tecnología, la protección social del sureste asiático y los salarios de América Latina».

    Frente a esta visión que participa del predominio de lo económico sobre lo político, se elaboran unos rasgos que muestran en cierta medida la sumisión del intelectual. Joaquín Estefanía recurre a una bibliografía tan extensa como indispensable, de la que entresacamos algunos títulos: El horror económico de Viviane Forrester que sin lugar a dudas ha conmovido el mundo del pensamiento. Repensar la izquierda. Evolución ideológica del socialismo en la España actual de Antonio García Santesmases, hace hincapié en la mitificación de la sociedad civil frente al Estado, pero además plantea con una franca exactitud cuál es el lugar del socialismo, si se trata de un modelo de sociedad distinto o si únicamente acepta el existente con algunas reformas y cambios. En esta misma línea, la obra del eminente filósofo italiano Nometo Babbio es indiscutible al considerar la vigencia absoluta de la actitud ser de izquierdas o de derechas. No pueden olvidarse los aportes críticos del director de Le Monde diplomatique, Ignacio Ramonet, que apuntan, del mismo modo que Joaquín Estefanía, a la exigencia de acabar con el populismo, la demagogia y la simplicidad para retomar el discurso de la complejidad, para recuperar el puesto del intelectual en el debate y terminar con el silencio de estos últimos años.

A. Torés García

 

Robert W. Jones, Gender and the Formation of Taste in Eighteenth-Century Britain, Cambridge University Press, Cambridge, 1998, 268 págs.

    Aunque el siglo XVIII británico parece estar disfrutando de una especie de renacimiento en lo que se refiere a análisis de su estética visual y literaria, es obvio que no todo lo que se publica tiene la misma calidad. La razón de esta irregularidad no yace solamente en la natural disposición teórica y cultural de quien escribe en cada caso, sino también en el tamaño del objeto a estudiar. Quiero decir con ello que la producción teórico-estética del llamado «largo siglo XVIII» en Gran Bretaña es tan ingente que es necesario conocer muchos más textos, ya sean extensos o breves, que los que suelen encontrarse citados en los estudios modernos. Y es que la producción teórica de la época no se limita solamente a Pope, Addison, Hume, Hutcheson, Burke o Johnson, sino que incluye nombres tan injustamente olvidados como Lord Kames, John Baillie, Richard Hurd, Alexander Gerard, John Upton, James Usher o John Dennis. Hay que recordarlos a todos, y a otros más todavía, si se quiere tratar de agotar mínimanente el objeto.

La obra de Robert Jones que reseñamos tiene virtudes y deficiencias en el sentido mencionado anteriormente. Entre las virtudes destacaremos el tener presente a algunos de los nombres mencionados, con lo que se remedia —aunque sólo sea parcialmente— la amnesia de otras obras (recuerdo sobre todo otra obra publicada por la misma editorial en 1997: Laura Runge, Gender and Language in British Literary Criticism, 1660-1790). Jones sí ha recorrido una lista bien nutrida de fuentes primarias, algunas de ellas rescatadas del desconocimiento o del olvido, en busca de las líneas de representación del género que condicionan la percepción de las relaciones sociales entre hombres y mujeres y su reflejo en la estética del momento, tal es su convicción teórica. Para ello, Jones se sumerge en los textos sobre los que se articulan esas líneas, tanto en las artes visuales como literarias, y busca referencias lingüísticas y pragmáticas que apoyen la tesis de que la estética del siglo XVIII descansa en gran medida sobre una incomprensión hacia la posición inferior de la mujer en el complejo social.

    Hay que decir que ahí reside también su principal defecto, y es que, a pesar de que el conocimiento histórico confirme o no sus teorías, el autor ha buscado únicamente aquellas fuentes primarias donde están explícitamente presentes tales marcas. Resulta extraño, por ejemplo, que en su itinerario Jones llegue a olvidar —ya que, al menos, no cita directamente— a autoras de la talla de Eliza Haywood, de reconocido prestigio en su tiempo por ser la fundadora del Female Spectator (contrapartida a la publicación de Addison). ¿No será porque, a pesar de tratarse de una autora de fama reconocida, nunca postuló explícitamente las diferencias entre ambos sexos, ni les otorgó la importancia que otros les dieron, al menos en materia de educación estética? Igualmente anecdóticas son las referencias a la obra de Elizabeth Montagu, otra figura de relevancia, y de ideas semejantes a la anterior en estas cuestiones. Me pregunto si no ha sucumbido aquí el objeto a las presiones y necesidades del estudio crítico. ¿No se ha perdido la esencia en el estudio de los ejemplos? Quizá sea algo aventurado, pero tengo la impresión que la visión femenina desbarataría la tesis principal (valiosa por otros motivos). En mi opinión, el remedio a esa pérdida lo proporcionaría la historia de las ideas.

R. Miguel Alfonso

 

Carl Woodring, Literature: An Embattled Profession, Columbia University Press, Nueva York, 1999, 220 págs.

    Ya son muchísimos los libros y artículos que se han publicado en el mundo anglosajón sobre el multiculturalismo, la corrección política y las llamadas «guerras culturales» (culture wars). Puede decirse que hoy día estos temas se han erigido en los tópicos preferidos de la universidad angloparlante, cuya influencia se ha extendido a toda Europa, pues la reforma de elementos académicos tales como el canon literario o la didáctica literaria es hoy uno de los asuntos que más presiones ejercen sobre la universidad. En este sentido, puede decirse que hoy son las condiciones externas de la literatura quienes han desplazado al objeto en sí, pasando a convertirse en la el motivo investigador y fuente económica de innumerables publicaciones y reuniones internacionales. Es, en definitiva, la moda de esta temporada.

    La obra de Carl Woodring es una de las numerosas dedicadas al conflicto de interpretaciones que rodea a las humanidades en Estados Unidos. Escrito desde la dilatadísima experiencia de una de las figuras más respetadas en los estudios sobre el siglo XIX, Literature: An Embattled Profession es exactamente un análisis de lo que su título anuncia: la batalla campal desatada en las universidades norteamericanas en torno a la naturaleza y utilidad (sobre todo ésta última) de la literatura y su estudio. Para ello, Woodring atiende a tres factores esenciales: la creciente atención al método particular, y no a la visión global, en la crítica literaria; la insuficiente formación histórica y humanística de alumnos y parte del profesorado; y la incapacidad de muchos críticos de reputación a escribir de manera medianamente inteligible (no sólo para el alumno, sino para el público no académico), con la consiguiente desconexión radical entre la universidad y el mundo que la circunda. Así, el libro, que recorre los cambios producidos en ese ámbito desde los comienzos de la carrera de Woodring allá por los años cuarenta (tiempos del dominio de los new critics) hasta hoy, y en él se presta especial atención no sólo a teorías literarias de moderna creación (feminismo, poscolonialismo, neohistoricismo) y su influencia en la reestructuración de los textos canónicos, sino también al impacto de las nuevas tecnologías sobre los estudios académicos (culpables estas últimas, según el autor, de buena parte de la incompetencia cultural del alumnado).

    Así pues, la perspectiva general que se ofrece es poco alentadora, ya que, como afirma el autor, la situación «amenaza con hacer verdad aquella frase de William James según la cual su hermano [el novelista Henry James] era capaz de hacer cualquier cosa con una historia, excepto contarla» (págs. 72-73). En una universidad masificada, los medios están sustituyendo a los resultados, incluso a los más básicos y generales. Y aunque el análisis no es exactamente riguroso, quizá haríamos bien en tomar buena nota para no ir contagiándonos.

 

R. Miguel Alfonso