RECENSIONES 95

G. Colli, La sabiduría griega (M. Crespillo); O. García de la Fuente, Latín bíblico y latín cristiano (J. J. Noblejas Ruiz-Escribano); Expositiones Nominum Legalium I. El más antiguo libro impreso en España II (Mª A. Rosso Jiménez); Fray Martín de Córdoba, Jardín de nobles doncellas (P. Zayas López); Mª Cruz García de Enterría, Pliegos poéticos españoles de la Biblioteca Universitaria de Cracovia (S. Peláez Santamaría); J. Mondéjar, El verbo andaluz. Formas y estructuras, ed. de Pilar Carrasco, (M. Galeote); P. Montaner y R. Moyano, ¿Cómo nos comunicamos? (I. Cómitre Narváez); E. Llagostera Cuenca, La poesía erótico-amorosa en el Egipto faraónico (Mª Tª García Galán); Mª J. Porro Herrera, Mujer «sujeto» / Mujer «objeto» en la Literatura Española del Siglo de Oro (Mª J. González Castillejo); El Lazarillo de Tormes, ed. de Antonio del Pozo (E. Carrasco Rodrigo); P. Calderón de la Barca, La vida es sueño, ed. de A. Asencio Gómez (A. de la Torre Villalba); M. Molho, Mitologías. Don Juan. Segismundo (A. Aguilar); J. Cadalso, Cartas Marruecas, ed. de A. de la Torre (F. J. Sedeño Rodríguez); F. Schiller, Lo sublime, ed. de P. Aullón de Haro y J. L. del Barco (E. Gago); L. A. de Villena, El Burdel de Lord Byron (F. López Serrano); T. M. Vilarós, Galdós: invención de la mujer y poética de la sexualidad. Una lectura parcial de Fortunata y Jacinta (I. Moreno García); A. Gómez Torres, Experimentación y teoría en el teatro de Federico García Lorca (Mª Vª Utrera Torremocha); J. Esteban, Refranero anticlerical (S. Robles Carrasco); M. López López, El mito en cinco escritores de postguerra (M. Morilla Trujillo); Literatura infantil de tradición popular, coords. de P. C. Cerrillo y J. García Padrino (J. Subiri); J. A. Sánchez, Dramaturgias de la imagen (S. Medina Barrenechea); M. Asensi, Teoría de la Literatura y Literatura comparada (L. Santos Fernández); M. Baker, In Other Words. A Coursebook on Translation (M. Rodríguez Espinosa); Investigaciones filológicas anglonorteamericanas. Actas del I Congreso de Lengua y Literatura Anglonorteamericana (J. A. Perles Rochel); N. Kaye, Postmodernism and Performance (V. Fox).

Publicadas en Analecta Malacitana XVIII, 1, 1995, págs. 219-258.

 

G. Colli, La sabiduría griega (trad. de D. Mínguez Fernández), Trotta, Madrid, 1995, 477 págs.

    Casi veinte años después de que la italiana Adelphi publicara La sapienza greca, aparece el volumen i dedicado a los saberes de Dioniso, Apolo, Eleusis, Orfeo, Museo, los Hiperbóreos y los enigmas de la tradición literaria griega. La edición, bilingüe, aparece muy bien cuidada no sólo por lo que respecta a los espacios en blanco y a la generosidad —siempre de agradecer— en la creación de sus portadillas —algo tendrá que ver Trotta en este sentido—, sino sobre todo por la disposición de los criterios textuales adoptados: junto a la reproducción de los textos literarios griegos, aparecen citados al pie las fuentes filológicas más importantes sobre los pasajes referidos, acompañados además de los comentarios del propio Colli sobre cada uno de los fragmentos, esta vez al final de los textos. El libro concluye con índices de signos y abreviaturas, índices de fuentes y onomástico, además de las tablas de concordancias utilizadas respecto a la edición de Kern en el capítulo sobre Orfeo y a la edición Diels-Kranz en el correspondiente a Museo.

    La traducción española sólo tiene un gran defecto: haber optado por transliterar como Diónisos el término Dionysus en lugar de Dioniso, que parece haberse consolidado ya en castellano. Por lo demás, el texto de Colli mantiene aún la misma frescura que cuando apareció veinte años atrás. Según se sabe, Colli, el gran editor de Nietzsche (eds. Colli-Montinari), no sólo es el máximo conocedor y difusor de su obra en los tiempos modernos sino el que mejor ha asimilado la gran idea nietzscheana —por encima de cualquier otra— de que las relaciones genealógicas del saber son más importantes que el saber mismo. En tales circunstancias, no nos debe resultar extraño que dos años antes de La sapienza greca la misma editorial de Milán, Adelphi, hubiera publicado el pequeño opúsculo La nascita della filosofia, que Colli concluyó con el siguiente párrafo: «Hemos pretendido en sentido estricto ofrecer un cuadro del nacimiento de la filosofía. En el preciso momento en que nace la filosofía, nosotros la abandonamos aquí. Pero lo que nos interesaba sugerir es que lo que precede a la filosofía, el tronco para el que la tradición usa el nombre de “sabiduría” y del que sale ese vástago pronto atrofiado, es para nosotros, remotísimos descendientes —de acuerdo con una inversión paradójica de los tiempos— más vital que la propia filosofía». Quiero insistir en este aspecto: más vital que la propia filosofía es asistir a la genealogía de su nacimiento a través de las palabras de los presocráticos, de los líricos, de las laminillas órficas, etc., puesto que sólo a través de estos textos nos percatamos de que la manifestación del enigma en las palabras —sobre todo mediante la sabia utilización de la metáfora—, o la locura, o el enfrentamiento agonal surgido a través de la dialéctica primitiva, etc., permiten la aparición de una estructura de razón en la que el lógos constituyó la matriz no sólo del saber sino también de la transmisión de los saberes.

    Los textos literarios —Heródoto y los trágicos, pero sobre todo Eurípides— testimonian el culto orgiástico que, independientemente a su dualismo antitético o a su relación genealógica, Colli lo aprendió en realidad de Nietzsche. El saber de Dioniso proviene del carácter multiforme de su ser: Dioniso es vida y muerte, alegría y tristeza, éxtasis y congoja, benevolencia y crueldad, deseo y desasimiento, juego y violencia, pero también dios de luenga barba y jovencito afeminado. Dioniso es, pues, la suma de todas la contradicciones genealógicas del saber y, por lo tanto, deducimos nosotros, el sujeto per contradictione del propio saber. En cambio, el saber de Apolo no pertenece a lo que éste es en sí sino a lo que nos muestra fuera de sí. Es verdad que Apolo también se contradice: dios de las bellas formas, capaz de tocar la lira cuando se reviste de Orfeo, es, sin embargo, un dios tan cruel que siembra la muerte si maneja el arco y las flechas, esto es, se dedica a destruir apenas se pone a pensar. Pese a todo, su saber no es el saber de las contradicciones del ser, sino un saber conseguido, deducimos nosotros, per mediatione, a través de la adivinación, a través de la palabra y, por tanto, indirectamente. Como lo describe perfectamente Colli, le va bien el apelativo: Apolo el «oblicuo». En definitiva, mientras la sabiduría de Dioniso es contradictoria, la de Apolo nos enreda en la contradicción y nos envuelve en el peligro del conocimiento.

    Las fiestas del conocimiento no son otras que los misterios de Eleusis. Múltiples textos literarios, desde Homero a Píndaro o Platón, muestran que Deméter y Kore presiden unos misterios que persiguen como objetivo convertir a hombres, mujeres, griegos y esclavos en epoptos de Dioniso. Y también la poesía órfica tiene un lugar en esta epopteia. Teniendo como fudamento no sólo diversos textos literarios que van desde Píndaro y Heródoto a los trágicos y Platón, sino también el conjunto de tablillas órficas del sur de Italia —Hipona, Petelia, Farsalia, Turi, Roma, etc.—, así como otros autores literarios tardíos, Colli muestra toda una transmisión de los rituales órficos en los que la conexión órfico-dionisíaca-eleusina pone de manifiesto la importancia del conocimiento órfico —Dioniso se mira en el espejo— del juego.

    También Mnemósine enseña que debemos recuperar el origen de todos nuestros recuerdos, origen que se determina por el punto en que todavía no había comenzado el tiempo. Y Museo, que acompaña a Orfeo y es adivino como Apolo, a través de fragmentos de Pausanias, Diógenes Laercio o Harpocración, por un lado, y el legendario pueblo de los Hiperbóreos —no se olvide el origen hiperbóreo de Apolo—, desde el Pseudolongino a Teopompo, por otro, nos introducen directamente en uno de los aspectos más ricos de todo el pensamiento de Colli: la aenigmata, el desafío del enigma. El enigma de la esfinge tebana, el desafío agonal entre Mopso y Calcante que condujo a éste a la muerte por una cuestión de saber, o el enigma del final de Homero, tal como lo relata Heráclito, es sencillamente el enredo del conocimiento ejercido por Apolo: «El ansia de sobresalir y de sobrepujar a todos en el conocimiento desencadena en el ser humano una competencia despiadada, en la que no hay perdón para el perdedor». Con razón decía el joven Nietzsche que durante la modernidad el conocimiento se había erigido en el mayor enemigo del arte. Quizá esto haya sido así desde los orígenes de Occidente. Y posiblemente siga siéndolo en el porvenir.

M. Crespillo

 

O. García de la Fuente, Latín bíblico y latín cristiano, Madrid, Ediciones CEES, 1994, 588 págs.

    Este libro es más que una revisión profunda y aumentada de su primera edición: añade más de 200 páginas nuevas. Su autor nos presenta en él no sólo un estudio riguroso y sistemático de las peculiaridades del latín bíblico y cristiano, de sus coincidencias y discrepancias, sino, lo que es de gran interés, la exposición con importantes argumentos de una tesis que defiende la distinción de ambos latines, la originalidad, en todo caso, del latín bíblico y su influencia en el marco del latín cristiano y tardío. Por otra parte, el libro incluye también un manual de historia de la literatura latina cristiana y un apéndice sobre el latín bíblico y la didáctica del latín. El libro se compone además de prólogo, presentación, introducción, bibliografía, índices de palabras e índice específico de temas.

    La materia se estructura en tres bloques:

    Primera parte, el latín cristiano (págs. 27-81): se abre con una crítica a quienes consideran esta fase del latín como época de decadencia, cuando es, al contrario, la que creó todas las estructuras de la cristiandad latina y proporcionó a la lengua un caudal léxico enorme, frente al cual el de la época clásica resulta empobrecido. Una vez reconocida la existencia de una lengua especial de los cristianos, el autor acomete el análisis de la misma.

    A medida que avanzamos en el estudio de los numerosos rasgos del latín cristiano, es decir, neologismos —para los que sigue la terminología de la escuela de Nimega—, grecismos, semitismos y vulgarismos, no encontramos importantes argumentos nuevos con respecto a la edición anterior. Ahora, en cambio, precisa en multitud de ocasiones cuándo lo que tomamos por cristianismos, son en realidad biblismos y hace hincapié en cómo las peculiaridades del latín de las versiones latinas de la Biblia caracterizaron al latín cristiano. Así, sobre los hebraísmos: «Estos semitismos no son, pues, cristianismos en sentido propio, sino biblismos. Y esto es algo que hay que tener en cuenta para quitar al latín cristiano algo de la novedad que se le quiere adjudicar» (pág. 42); del término pax en cuanto cristianismo semántico: «Por tanto el latín bíblico tiene sus propias acepciones del término pax, que difieren de las específicamente cristianas» (pág. 46); acerca del fondo popular de los vulgarismos léxicos: «Pero de nuevo hay que advertir que todas las palabras citadas en este apartado aparecen por primera vez en el latín bíblico, menos... No son, por tanto, específicas del latín cristiano» (pág. 70). Los ejemplos de este tipo son abundantes. Concluye este capítulo comentando las diferentes posturas que adoptaron los autores cristianos respecto al problema de su lengua y la solución ofrecida por San Agustín.

    Segunda parte, el latín bíblico (págs. 83-316): García de la Fuente ha realizado aquí una profunda revisión aportando argumentos nuevos a la defensa de su tesis —distinción del latín bíblico y del cristiano. Se opone de este modo a la escuela de Nimega y sus partidarios, que funden ambos en el crisol del latín cristiano.

    Inicia el capítulo con un breve comentario sobre la contribución del latín bíblico y cristiano a la evolución de la lengua latina de la edad tardía. Emprende de inmediato un análisis de los textos hebreo y arameo de la Biblia y del griego del Nuevo Testamento, abordando cuestiones como la historia del texto, sus características y las repercusiones que tuvieron en el latín bíblico; prosigue con las versiones griegas del Antiguo Testamento —sobre todo la Septuaginta, de la que comenta su fecha (es curiosa la leyenda sobre su origen, en pág. 102), valor y rasgos lingüísticos que se conservan en el latín bíblico— y concluye con las arameas y latinas de la Biblia, es decir, Vetus Latina y Vulgata —destaca la literalidad de la primera, y la fidelidad pero no literalidad de la segunda, la influencia de aquélla en la producción patrística y la importancia de ésta en la formación de las lenguas, la cultura y el pensamiento occidentales—. Entre tanto, el autor responde a la cuestión sobre la existencia del latín bíblico: «Es un hecho que hacia finales del siglo IV... se reconocía universalmente la existencia de una lengua especial de la Biblia latina, que esta lengua se la sentía como algo extraño y peculiar, y que se la consideraba como lengua sagrada» (pág. 127).

    Es en el siguiente subcapítulo, el de las coincidencias y discrepancias entre el latín bíblico y el latín cristiano, donde el autor expone los argumentos decisivos para validar su tesis. Realiza un estudio al detalle de las peculiaridades del latín bíblico determinando, una por una, todas sus influencias. Comienza por el influjo semítico —con mucho el más relevante—, continúa por el griego y termina con el de la lengua popular. García de la Fuente demuestra verdaderamente conocer las tres lenguas. A lo largo de su análisis especifica cuáles son los rasgos que han pasado al latín común de los cristianos, caso del uso de quod, quia, quoniam con verbos declarativos (págs. 238-240) o bien de términos hebreos incorporados en forma latinizada (págs. 246-247); cuáles lo han hecho sólo en forma de citas bíblicas o contextos muy singulares, siendo por tanto característicos del latín de la Biblia, caso del empleo de formas finitas de verbos en sustitución de adverbios (págs. 214-222) o bien de algunos términos con significado bíblico (págs. 247-257); y cuáles existen sólo en el latín bíblico —estos argumentos son de especial importancia para la defensa de su tesis—, como pueda ser el uso de pronombres demostrativos en función de verbo copulativo (pág. 172) o el de pronombres indefinidos y  recíprocos (págs. 193-211).

    Debe notarse, desde luego, que el autor no niega el influjo de la lengua vulgar latina —en la sintaxis fundamentalmente— sobre la que se ejercen las influencias del latín de la Biblia. Además puntualiza en casos concretos cuándo determinadas construcciones vulgares se han visto favorecidas por el modelo hebreo —caso de las preposiciones compuestas (pág. 307)—, el griego —caso de las oraciones interrogativas indirectas con si (pág. 309)— o el de ambas lenguas —caso de la preposición ad con acusativo en vez de dativo, con verbos de lengua (pág. 297).

    Tercera parte, los autores cristianos (págs. 317-483): su inclusión en el libro obedece, según el autor, a una de las finalidades de su obra, como es cubrir las lagunas que presentan los manuales de historia de la literatura cuando tratan a los autores cristianos. Efectivamente, obras como la de E. J. Kenney-V. W. Clausen, A. Rostagni, M. Schanz-C. Hosius, etc. descuidan por completo esta parte tan importante de la literatura latina.

    Se inicia con un capítulo sobre los géneros literarios dependientes de la Biblia latina, examinando los nuevos, como las pasiones de los mártires, la liturgia, etc. y los antiguos con nuevo contenido. Seguidamente analiza tres obras: la carta de Clemente a los Corintios, el Pastor de Hermas y la Passio Perpetuae Felicitatis. A continuación se dispone al estudio de los autores. Éste se divide, por lo general, en cuatro partes: vida, obra, lengua y estilo. Especial atención dedica a San Agustín, de cuya obra hace un análisis pormenorizado. Un último capítulo lo consagra al período de los fundadores de la Edad Media, de entre quienes destaca a escritores y pensadores de la talla de Boecio, Casiodoro, Gregorio Magno y San Isidoro de Sevilla.

    Aparte de los tres bloques anteriores, el libro incluye un apéndice sobre el latín bíblico y la didáctica del latín (págs. 485-495); se trata de un análisis estadístico de la morfología y el léxico del latín bíblico. Por último, da una amplia bibliografía sobre el tema. Añade a la edición anterior dos tesis doctorales dirigidas por el propio autor y sus trabajos de los últimos años acerca de este mismo asunto.

    En conclusión: este libro es un estudio riguroso que demuestra con argumentos convincentes el carácter innovador del latín bíblico. En primer lugar, la afirmación de esta tesis supone una ruptura con la postura que han venido sosteniendo la escuela
de Nimega y sus seguidores, y en segundo lugar, abre nuevas expectativas para replantearse una revisión de los textos bíblicos. Ello implicaría la modificación de no pocas interpretaciones y consiguientes traducciones. Por otro lado, es también un manual de literatura latina cristiana que cubre más que satisfactoriamente los vacíos que otros presentan en el estudio de estos autores.

J. J. Noblejas Ruiz-Escribano

   

Expositiones Nominum Legalium I. El más antiguo libro impreso en España II (estudio de Romero de Lecea), Joyas bibliográficas, Madrid, MCMXXVI, I, 38 págs. y II, 118 págs., respectivamente.

    Los dos tomos de este incunable segoviano son una muestra valiosa y completa del saber por su reproducción facsímil (tomo I), referencias históricas y literarias, estudio bibliotipográfico y citas bibliográficas. Lo que hace de él un preciado trabajo para todo aquel amante de la incunobilística.

    Las Expositiones Nominum Legalium corresponden a la segunda publicación que la editorial dedica a los incunables. El primer tomo reproduce la edición facsímil del texto jurídico, basándose en el incunable de Segovia de Juan de Parix c. 1471, de gran importancia por sólo conservarse un ejemplar del original. El segundo tomo es un estudio realizado por Romero de Lecea, con importantes aportaciones para este campo de investigación. Consta este trabajo de una introducción donde el autor elogia que los «estudios sobre la imprenta en España ya no están preferentemente en manos extranjeras», gracias, en parte, al gran impulso que el V Centenario de la imprenta en España ha suscitado en este tipo de trabajos. Los tres primeros capítulos constituyen un estudio histórico y tipobibliográfico dedicado a los incunables (cap. I), incunables en España en un primer período (cap. II), características singulares del texto que califica Romero de Lecea de protoincunable (cap. III), para terminar con el estudio del Expositione (cap. IV), y una conclusión (cap. V).

    En el capítulo I hace un precioso trabajo histórico de los incunables, su definición, el nacimiento de la imprenta y sus primeros balbuceos. Se establece el primer período de incunable hispano antes de 1477 (pág. 23); llama la atención del lector por la pérdida sufrida en todo el mundo de libros viejos e incunables (del Sinodal y del Expositiones sólo conservamos un ejemplar); el estado de deterioro de algunos ejemplares como el Le Trobes y el deseo de que tantos otros arrinconados dejen sus estantes olvidados y se pongan al servicio de los investigadores. En este sentido, elogia la acción de la biblioteca segoviana que ha catalogado y clasificado muchos libros que ahora están a la mano de todo aquel que se interese por estos valiosos tesoros bibliográficos.

    En el capítulo II Romero de Lecea dedica su atención a caracterizar la imprenta española en sus primeros pasos, centrándose en tres ciudades: Segovia, Barcelona y Valencia, que marcarán el primer período incunable anterior a 1477. El autor percibe, pues, dos etapas en la historia de la imprenta, una anterior a 1477, y otra posterior, con rasgos característicos y distintos a la primera, pero no contrarios. Defiende la tesis de la influencia romana en los alemanes que vinieron a España; así, aunque el invento vio la luz en Alemania, fue Italia su difusora. Trataremos de simplificar las características que singularizan este primer período, de clara influencia romana:

    1º Tipografía italiana o redonda que desplaza la grafía gótica (excepciones La Bula de Rodrigo de Borja y Manipulus Iuratum).

    El autor establece dos grandes grupos de obras:

    a) Jurídicas y Teológicas: editadas en Segovia (tipógrafo: Juan de Parix).

    b) Gramaticales y prácticas de lectura (influencia humanística): Barcelona (tipógrafo: Enrique Botel de Sajonia) y Valencia (es confuso el panorama de la imprenta).

    La singularidad de la imprenta segoviana desplaza la tesis de Haebler que consideraba que las obras jurídicas estaban impresas en Toulouse (Francia) y, como muestra una cita de García-Gallo, hay un interés peculiar por este tipo de obras que parte del obispo Juan Árias Dávila. Es sólo en un período posterior cuando este tipo de textos se imprimen en el extranjero y es por sus eficaces vías de difusión a través del continente europeo.

    En Valencia y Barcelona se imprimen textos clásicos en latín de acuerdo con el interés humanístico de la época.

    2º Los colofones o dísticos y versos en las imprentas españolas son copiados o transplantados de las italianas. Ilustra Romero de Lecea esta exposición con textos pertenecientes a los incunables.

    El autor termina el capítulo señalando las causas del enmudecimiento de las distintas imprentas:

    a) Segovia: Juan de Parix se traslada a Italia, temeroso de la Inquisición: (De Confesione, obra de Osma, era tachada de herética).

    b) Barcelona: dificultades financieras, según se desprende de documentos jurídicos y notariales.

    c) Valencia: no se sabe si a causa de epidemias o razones económicas o políticas obligan a la desaparición de los talleres.

    Habrá que esperar a un segundo período donde brotarán nuevas expectativas para la imprenta española.

    Una vez que el autor nos ha situado en la España de las primeras manifestaciones impresas, da paso al estudio del incunable Expositiones Nominum Legalium (cap. III) y de todo contexto histórico-literario en el que se desenvuelve. El texto —«arcaico, tosco, de equivocada dicción y errónea ortografía» (pág. 65)— es considerado protoincunable por su impresión cercana al manuscrito original. Así, Romero de Lecea va tejiendo una serie de conjeturas —bien documentadas— en torno a la cuestión de cómo un texto tan defectuoso habría sido elegido para ser impreso.

    El autor llega a la conclusión de que confluyen una serie de factores: probar el invento recién llegado a Segovia, el hecho de ser un texto corto y por su contenido jurídico tan solícito por el arzobispo para el Estudio General, fundado por él para la formación del clero.

    El autor trata de prescribir las causas de los defectos fonéticos:

    1º Copistas no cultos.

    2º Castellanización de ortografía latina.

    3º Audición errónea de la palabra.

    Completa este capítulo esencialmente de interés lingüístico con la comparación de los tres incunables más antiguos: Commentaria, Sinodal, Expositiones, y destaca la singularidad de Expositiones y lo proclama como el más antiguo impreso en España. El autor reivindica este privilegio con un detenido examen de las fechas de impresión de los tres incunables, el uso de la «g» gótica y la llegada en 1471 de su impresor.

    Después de este ordenado y minucioso estudio de la situación de la imprenta en España y de sus incunables segovianos, Romero de Lecea destaca en el capítulo IV la intención del estudio que ha llevado a cabo, que no es sino la de un amante de los albores de la cultura escrita: salvar de todos los daños posibles estas joyas bibliográficas y transmitir su honda preocupación por la conservación de códices, incunables y libros preciosos que hoy gracias al esfuerzo de muchos se encuentran en un lugar adecuado de la biblioteca catedralicia segoviana.

    Se centra en el Exposition, remitiendo a su poseedor Árias Dávila, cuyo escudo heráldico aparece en la primera página del manuscrito. Romero de Lecea, fecundo conocedor de la obra del obispo segoviano, da noticia de libros que existieron por referencia de la biblioteca catedralicia y que hoy se hayan mutilados. Cita las obras que manejó y se imprimieron en el taller del alemán Juan de Parix, de incalculable valor histórico, lingüístico y literario.

    Romero, como inquieto investigador, no pasa por alto una breve pero fructífera referencia al Scrutinium Scripturarum de Pablo de Santa María, impreso en Roma, y que conoció el impresor segoviano.

    En la conclusión reafirma brevemente los argumentos que ha ido desarrollando a través de los capítulos y proclamando «la vetustez y arcaísmo» (pág. 99) del impreso que lo alza como primer libro impreso en España.

    A pesar de la abundancia de citas, referencias y nociones, tanto de historia, paleografía y fonética como de literatura, la claridad de la exposición hace que en algunos momentos parezca que el lector pasea por los talleres españoles del s. XV y se sensibilice con estos documentos del que el Expositum es sólo un ejemplo.

    Es un trabajo erudito y minucioso en el que Romero de Lecea da sus pinceladas personales al elogiar tanto a la bibliografía extranjera —Reichling, Bradshaw, Holtrop, Haebler [...]— como a García-Gallo y a los catalogadores segovianos: Manuel de Castro Alonso y Cristino Valverde del Barrio y al mostrar su entusiasmo porque libros viejos y manuscritos dejen de ser ya desconocidos para la Humanidad.

Mª A. Rosso Jiménez

 

Fray Martín de Córdoba, Jardín de nobles doncellas, Joyas bibliográficas, Madrid, 1953, 159 págs.

    La obra que presentamos a continuación es la primera reedición moderna del libro Jardín de nobles doncellas de Fray Martín de Córdoba, de la Orden de San Agustín, facsímil impreso en 1953 con una introducción del padre agustino Félix García, bajo la dirección de Justo García Moreno. Tuvo una tirada de 250 ejemplares, realizada en papel de hilo verdujado. Este facsímil reproduce la segunda edición del libro realizada en 1542 sobre un ejemplar rarísimo, que está en la Biblioteca Nacional, R. 9, 717, escrito en cuarto, en letra gótica. Hay otras dos impresiones más: una es de 1500, anterior a ésta, realizada en los talleres de Juan de Burgos; otra es posterior a 1542. El motivo de la presente reedición fue la conmemoración del centenario del nacimiento de la Reina Católica.

    Esta obra de Fray Martín de Córdoba está dirigida a la Reina Isabel I, la Reina Católica, concebida como un tratado didáctico para su educación en la virtud y moral cristiana durante los años de su juventud y para su formación como futura Reina de España, encargada al padre agustiniano por la propia doña Isabel de Portugal, la Reina viuda, madre de doña Isabel, por lo que tiene un mayor interés histórico para el estudioso en particular y para cualquier persona en general que sienta curiosidad por conocer las circunstancias históricas y la formación que moldearon el fuerte carácter de esta Reina.

    El proemio fue escrito tras la muerte de don Alfonso, hermano de doña Isabel, ocurrida en 1468 (pág. 7), pero la obra debió de escribirse con anterioridad. Doña Isabel la recibió ya siendo Infanta y antes de su casamiento en Octubre de 1469.

    En cuanto a la presentación, este facsímil de 1953 consta de dos partes principales: una «Introducción» paginada en números romanos (desde la pág. XI hasta la pág. XL), en letra gótica y dividida a su vez en varios apartados, y la segunda edición conocida de Jardín de nobles doncellas de Fray Martín de Córdoba.

    En el apartado primero de la «Introducción» (I, págs XI a XIX), el padre agustino Félix García hace un comentario sobre las circunstancias históricas que rodearon a doña Isabel y que motivaron la escritura del tratado.

    El apartado segundo (II, pág. XIX a XXVI) está dedicado a la figura del autor, Fray Martín de Córdoba, denominado «varón de señalada virtud y autoridad entre sus coetáneos» (pág. XX), persona muy respetada en las Cortes de don Juan II y de Enrique IV, que predicó contra la desmesura y la ambición que reinaba en ella en aquellos momentos.

    El apartado tercero (III, págs XXVI a XXXII) habla de las obras de Fray Martín. La única que se imprimió en su tiempo es ésta. Ha sido conocida con varias intitulaciones que aparecen mencionadas en la pág. xxx de la «Introducción». Es muy interesante este dato desde el punto de vista del conocimiento literario de la obra porque demuestra que aunque el texto no se volvió a imprimir después de 1542 y el motivo de su escritura fue muy específico, no se quedó en el cumplimiento de dichos márgenes sino que fue punto de referencia obligada durante mucho tiempo dentro de su género, sufriendo el título original cambios posteriores. Las tres ediciones de que se tiene noticia traen el título de Jardín de Nobles Doncellas aunque el título que prevaleció después fue Vergel de Nobles Doncellas.

    El apartado cuarto de la «Introducción» (IV, págs. XXXIII a XL) trata sobre esta obra de Fray Martín en particular y el círculo literario al que pertenece. Se enmarca dentro de un género didáctico-moralizante femenino, muy en boga en dichas Cortes de don Juan II y Enrique IV, que tuvo una vertiente de carácter vituperante y denigrante de la mujer, y otra, con un número menos copioso de obras, en la que se hace alabanza reiterada y glorificación de la figura femenina a la que pertenece esta obra. A lo largo de la historia de la evolución literaria la mujer ha sido foco radiador de la inspiración y el trabajo literario. Satirizada, pero también ensalzada como un dechado de virtudes, ha sido desde Señora a cuyos pies se postra el fiel vasallo amador (en la relación amorosa-feudalizante medieval) hasta el Ser más bello de la Creación Divina en el Renacimiento posterior. Este tratado prerrenacentista se encuentra en un punto intermedio de esta línea de evolución continua. Fray Martín no entró en las disquisiciones que se sucedieron a favor o en contra de la figura femenina. Se mantuvo por encima, plasmando en su obra las virtudes y consejos morales y cristianos que debe cumplir una mujer, máxime una Reina. Y en eso estriba su originalidad: plantea cuál es el lugar que ocupa la mujer, su propio espacio en el hogar, pero a la vez afirma que con la adecuada formación y sabiduría el hogar de una mujer puede ser toda una nación, como es el caso de doña Isabel.

    En cuanto a esta reedición, que aparece tras la «Introducción», también está impresa en letra gótica; con numeración paginal árabe (119 págs.), consta de la portada real del libro (pág. 3), el título original (pág. 5), un proemio (págs. 7 a 9) y el texto. En el proemio se hace referencia a las virtudes de doña Isabel como capullo floral que va a desarrollarse en poco tiempo con la adecuada educación. Asimismo comenta cómo algunos ven mal que un pueblo esté regido por una mujer, y que el gobernante debe ser más sabio que los demás porque debe conducirse a sí mismo, a su casa y a su pueblo. También lamenta la pérdida de don Alfonso, hermano de doña Isabel.

    El libro, Jardín de Nobles Doncellas, consta de tres partes, subdividido a su vez en capítulos. En el primer apartado (cap. I, pág. 10 hasta cap. XI, pág. 40) siguiendo la doctrina tradicional, expone con claridad y detalle la formación y generación del hombre y la mujer y toda la problemática relacionada con ella.

    En la «Segunda parte deste Tractado» (cap. I, pág. 43 hasta cap. X, pág. 77) examina las condiciones temperamentales de la mujer, sus actitudes para el bien (son vergonzosas, piadosas y obsequiosas), pero también sus malas actitudes (intemperadas, parleras y porfiosas). En el capítulo V, pág. 59: «Comiença de las condiciones que han de haber las nobles doncellas que sean dignas de ser reinas; y pártelas y da orden cómo dirá dellas, y muéstrales prímero el temor de Díos», qué tiene que cumplir una doncella para ser una buena reina. De esta manera se dirige directamente al asunto de la educación de doña Isabel para su futuro cargo: «Condiciones, que algunas sean buenas con respecto a Dios; otras por respecto de sí misma, y otras por respecto del pueblo que rige» (pág. 59). El tono que utiliza es más elevado, moral y transcendental que en el apartado anterior porque el tema así lo exige.

    «La tercera parte deste líbro» (cap. I, pág. 81 hasta el cap. X, pág. 111) son normas dirigidas a las jóvenes de cómo deben componer su vida y darse al estudio de las artes liberales, de los oficios, industrias y artesanías. Ensalza la castidad, la virginidad; se ensaña contra los adornos corporales, anticipando el tono represivo y censorio de La Perfecta Casada de León Hebreo y La Conversión de Magdalena del Padre Malón de Chaide.

    El libro se cierra con un colofón de la edición original (pág. 112) y una tabla de capítulos (pág. 113). La reedición de 1953 añade un índice general y otro colofón, manteniendo siempre el formato de escritura impresa del siglo XVI, por lo que es muy interesante para el estudioso que quiera conocerla y adentrarse en ella: la acerca a nuestro tiempo, para que se pueda leer la obra directamente tal y como fue escrita. Fray Martín de Córdoba es uno de los grandes maestros de la lengua española; tanto es así que esta obra suya está incluida en el Diccionario de Autoridades por su maestría en la utilización del idioma, su riqueza léxica, por la construcción firme y lograda, la sintaxis suelta, el uso de giros y expresiones tanto familiares como latinistas. También es muy interesante su observación y su pintura de caracteres y costumbres de la sociedad española del siglo XVI, en particular de la sociedad cortesana. Así que es una joya de nuestra literatura. Que ustedes disfruten con su lectura.

P. Zayas López

 

Mª Cruz García de Enterría, Pliegos poéticos españoles de la Biblioteca Universitaria de Cracovia, Joyas Bibliográficas, Madrid, 1975, 103 págs. + pliegos.

   Carlos Romero de Lecea adelanta, al introducir el libro, que el estudio de los pliegos españoles de Cracovia vino dado por «un hecho algo realmente afortunado»: en 1973 se celebra en Varsovia y Cracovia el VIII Congreso Internacional de Bibliofilia. Este acto ayuda a conocer manuscritos que se encuentran en ambas ciudades y entre los que se hallan los pliegos sueltos de la Universidad de Cracovia.

    Según el Diccionario de la Real Academia Española (DRAE), la bibliofilia se define como la ‘pasión por los libros, y especialmente por los raros y curiosos’. Es esta «pasión» la que ha ayudado a la recuperación de los pliegos sueltos que aquí se presentan.

    La bibliofilia, en ocasiones, puede conducir a la privación del conocimiento de obras de bastante interés y de gran importancia. Por ejemplo, en épocas en las que el saber estaba restringido a un número limitado de personas, este hábito estaba mucho más extendido. Buena prueba de ello pueden ser los scriptoria medievales, en los que frailes, como los benedictinos, se encargaban de recopilar todo el saber antiguo en obras que, la mayoría de las veces, no servían para enseñar, pues no existían la voluntad y el interés necesarios para ello, sino para el deleite personal del copista o para mantener y conservar conocimientos, aunque fuese en un rincón oscuro y perdido: su mera custodia suponía un gran orgullo y un gran privilegio. Sin embargo, también puede ayudar a la recuperación de textos de gran valía que, de no ser por una anterior pasión, no se tendría conocimiento de ellos actualmente. Éste es el caso que nos ocupa.

    La obra que se presenta aquí, es un estudio de los Pliegos poéticos de la Bibliofilia Universitaria de Cracovia, realizado por María Cruz García de Enterría y editado en Madrid por Joyas Bibliográficas en 1975, una serie conmemorativa dirigida por Carlos Romero de Lecea. Junto al estudio aparece la reproducción facsímil de los pliegos sueltos de Granada.

    La autora comienza su estudio con una descripción sobre la situación de los pliegos sueltos españoles en las bibliotecas extranjeras; el porqué de la emigración de todos esos textos; quiénes fueron sus «manos conductoras»; y, por último, en qué situación se encontraban los pliegos de Cracovia.

    Muchos textos bibliográficos españoles han sufrido una gran emigración a las bibliotecas extranjeras. La razón o razones de esta ausencia en nuestras bibliotecas son casi desconocidas. Sin embargo, las causas que motivaron el viaje de estas colecciones al extranjero sí son más conocidas: muchos de estos textos salieron de España a causa de «una venta limpia y desinteresadamente en manos de un viajero» que se los llevaban como recuerdo de su viaje.

    Entre estos viajeros se encuentra el obispo polaco Piotr Dunin Wolsk, que viajó a España en varias ocasiones, se hizo con una colección de pliegos —los de Granada— y que, tras su muerte, los donó a la Biblioteca Jagiellonska de Cracovia. Los pliegos se encuentran en un tomo, encuadernados en pergamino simple, de 25 pliegos, escritos en letra gótica e impresos en Granada entre 1566 y 1573.

    Seguidamente se realiza un recorrido sobre la Granada de las revueltas moriscas, de sus imprentas, del impresor de estos pliegos —Hugo de Mena— y de sus características tipográficas. El francés Hugo de Mena fue un impresor de cierta relevancia en Granada y que optó por la impresión de «cosas de poco valor», porque, según él mismo reconoce, la literatura de cordel a la larga era un buen negocio. Es por eso por lo que sigue el ejemplo de otros impresores, como es el caso de Timoneda.

    En tercer lugar, se comenta la situación de la poesía de cordel y los autores de los pliegos granadinos, que en su mayoría son andaluces o afincados en Andalucía. Algunos de ellos son: Timoneda, Anaya, Gaspar de la Cintera, Bartolomé de Flores, Cristóbal Gómez y Francisco de Velasco.

    Corren unos años en los que hay un gran desorden entre lo culto y lo popular, pero se empieza ya a atisbar el gusto de los lectores por lo popular. La razón está en que la poesía de cordel pone de manifiesto un mundo muy cercano al autor; aparecen pinceladas de carácter local; y, por último, responde a la demanda de un público envuelto en una situación vital muy determinada: la revuelta de los moriscos del reino de Granada bajo el reinado de Felipe II.

    Este estado de hechos hace que Granada, además de utilizar este tipo de poesía para su deleite personal, se sirva de ella también como elemento propagandístico: se necesitaban cristianos viejos de otras regiones para ayudar en la repoblación de sus territorios. Debido a ello, algunos pliegos, como el XIX («Las partidas de la muy noble y gran ciudad de Granada»), hacen una verdadera apología de la ciudad.

    Como consecuencia de todo lo anterior, esta colección de pliegos granadinos utiliza unos temas en consonancia con la situación política, social y cultural de Granada y de sus zonas colindantes. Según la autora del estudio, los pliegos se pueden organizar en cinco grupos, atendiendo a los temas que en ellos se tratan: poesía de frontera, romances históricos y carolingios, de tema novelesco y amoroso, pliegos morales y religiosos y, por último, de obras de burlas, entretenimiento y satíricas.

    Termina el estudio de Mª Cruz García de Enterría con una breve descripción bibliográfica de los pliegos y con un índice de los autores de los mísmos.

ºLa obra se acompaña con la reproducción facsímil de los pliegos sueltos de Granada, siguiendo el orden de la colección de Cracovia y el que le dio su comprador en el año 1573, Piotr Dunin Wolski.

    Se presenta de esta forma un nuevo tesoro de la literatura hispánica y un nuevo trabajo de investigación que puede animar a todos aquellos amantes de la bibliofilia a no decaer ante el «más difícil todavía», que se suele presentar en este campo de la filología y sacar a la luz joyas literarias que han permanecido, a veces durante siglos, olvidadas en algún estante polvoriento.

S. Peláez Santamaría

 

J. Mondéjar, El verbo andaluz. Formas y estructuras (ed. de Pilar Carrasco), Málaga, Ágora (Col. Ágora Universidad), 1994, 265 págs.

    La esperada reedición de El verbo andaluz (Madrid, CSIC, 1970), galardonado con el Premio de Investigación «Antonio de Nebrija» (1959) y agotado desde hace más de una década, proporciona a los investigadores jóvenes una herramienta, no sólo «todavía útil» como afirma el autor en nota preliminar, sino imprescindible en la investigación dialectal andaluza. Se convierte, además, en el complemento actualizado de la Dialectología Andaluza. Estudios: Historia, Fonética, Fonología, Lexicología, Metodología, Onomasiología y Comentario filológico, que publicó el Prof. Mondéjar en 1991 (Granada, Ed. Don Quijote). Debe reconocerse que esta primera monografía sobre el verbo andaluz, tiene el valor de haberse convertido en modelo para otros trabajos desde el momento de su aparición. No obstante, la precariedad en la que se encuentra la investigación científica en este terreno queda de manifiesto con una simple consulta de la Bibliografía sistemática y cronológica de las hablas andaluzas (Granada, Ed. Don Quijote, 1989, cap. XIII: Morfología, págs. 71-73) de J. Mondéjar: sólo se citan seis artículos y El verbo andaluz hasta 1989, año en el que se edita este útil ensayo de recopilación bibliográfica sobre las hablas andaluzas (cuyo germen está en el primer capítulo de El verbo andaluz: «Comentario bibliográfico», págs. 31-44). Han aparecido algunos estudios —cuya enumeración no procede— como el Habla de Sevilla y hablas americanas, Sociolingüística Andaluza, 5 (Universidad de Sevilla, 1990) coordinado por P. Carbonero, donde se recogen varias colaboraciones en torno a los aspectos verbales de las hablas andaluzas, concretamente del habla culta sevillana. Además, hay otras publicaciones que prescinden en su análisis sobre morfología dialectal andaluza de las conclusiones obtenidas por Mondéjar en su investigación sobre El verbo andaluz. Por eso, con esta nueva edición que reseñamos, los futuros proyectos sobre morfología histórica o sincrónica de las hablas andaluzas, podrán refrendar o revisar, en su caso, los resultados a los que llegó Mondéjar en relación con el polimorfismo, la fonología y la morfología verbales, así como sus consideraciones sobre áreas y límites geográfico-lingüísticos en Andalucía.

    Puede afirmarse que esta monografía dialectal, por méritos propios, no ha perdido actualidad desde su primera redacción y se distingue de otras por haber sentado los cimientos para el estudio científico del español meridional, esto es, para «la continuación del trabajo —dicho con palabras del propio J. Mondéjar— a partir del estado en que se encuentre el asunto que se investigue, con objeto de no descubrir nuevamente el Mediterráneo» (Bibliografía sistemática y cronológica de las hablas andaluzas, op. cit., pág. 13).

    Cuando A. Sawoff se ocupaba en 1977, como homenaje científico a Hugo Schuchardt, de la «historia y el estado actual de los estudios del dialecto andaluz» desde aquel trabajo pionero «Die Cantes Flamencos» (1881), lamentaba no haber tenido conocimiento antes de El verbo andaluz. En ese artículo [«Hugo Schuchardt: Un siglo de estudios de lingüística andaluza», en Schuchardt-Symposium (Graz, 1977), Wien, 1980, págs. 193-218] elogió de esta «importante obra» la interpretación del polimorfismo del sistema verbal andaluz; «la clara presentación de las dos Andalucías lingüísticas, la occidental y la oriental», el rico caudal de paradigmas verbales y, sobre todo, el «comentario bibliográfico de los estudios andaluces hasta la fecha de su presentación como tesis doctoral en 1959, a sabiendas del cual, posiblemente no hubiera emprendido [...] esta tarea». En este sentido, conviene subrayar que el libro de Mondéjar se completa con un pequeño atlas, confeccionado con materiales del cuestionario para el Atlas Lingüístico y Etnográfico de Andalucía (Universidad de Granada-CSIC, 1961-1973), que se integró en el volumen VI: «Morfología verbal», m. 1764-1819 y «Formas tónicas y átonas de los pronombres personales», m. 1820-1823.

    Por tanto, el presente estudio permite que muchas cuestiones de las que se analizan puedan ser revisadas actualmente con nuevos datos; por ejemplo, el polimorfismo del sistema verbal del español en Andalucía. Es importante no sólo la documentación de un determinado hecho morfológico, sino su vitalidad actual y las sustituciones pronominales en uso, con la determinación precisa del nivel sociolingüístico donde se emplea. Si es posible representar el modelo del sistema consonántico del «andaluz sociolingüísticamente ínfimo» (lrl, 514b, §7. 2. 5.), también será necesario explicar el funcionamiento actual de las formas verbales del español en Andalucía, con una orientación sociolingüística, atendiendo especialmente a los niveles de estructuración lingüística en relación con la procedencia social de los hablantes. Precisamos, asimismo, el estudio detenido de las desinencias del sistema verbal, tanto en ámbitos rurales andaluces como urbanos, a pesar de que la diferenciación morfosintáctica de las hablas andaluzas respecto del español estándar —lo indicaba Mondéjar (1992)— tiene menor relieve que las diferencias en la pronunciación: «No ha de extrañar que, proporcionalmente, el espacio dedicado a los hechos de morfología y sintaxis andaluces sea mucho menor que el utilizado en la exposición de los más destacados de la fonología, porque [...] la estructura morfosintáctica permanece sustancialmente inalterada» («Spanisch: Areallinguistik II. Andalusisch/Áreas lingüísticas II. Andalucía», en G. Holtus et al. (eds.), Lexikon der Romanistischen Linguistik, VI, 1, Tübingen, Max Niemeyer Verlag, 1992, 515b, § 8. 1.).

    De El verbo andaluz debe destacarse especialmente la contribución que representa para la cartografía lingüística andaluza, pues la selección de mapas que se han incorporado en él tienen un valor incalculable por cuanto muestran los hechos morfológicos y su área de localización geográfica. Así, a partir de la superposición de límites dialectales internos, Mondéjar comprueba un hecho llamativo: el entrecruzamiento de «las isoglosas fundamentales de caracterización lingüística andaluza» (lrl, 518a, § 10. 1.) en el Centro geográfico de la Andalucía lingüística, en la zona donde concurren los límites provinciales de Sevilla, Málaga, Córdoba, Granada y Jaén. Estas isoglosas andaluzas que confluyen en la comarca señalada, junto con muchas otras, nos permiten sostener la denominación de «hablas andaluzas», defendida por Mondéjar, frente a otros investigadores que argumentan en favor de la existencia de un «dialecto andaluz». Por tanto, a pesar del título de El verbo andaluz, su autor prefiere la denominación hablas andaluzas —basta un repaso al título de sus últimas publicaciones—, que responde mejor a la heterogénea realidad lingüística andaluza, en el terreno de la morfología o en cualquier otro.

    Felizmente, las erratas de la primera edición han sido corregidas, sobre todo las que afectaban a los paradigmas verbales transcritos, que impedían la consulta fiable. Desde el punto de vista estrictamente tipográfico, también el libro ha ganado con una presentación mejorada, especialmente en la leyenda de cada mapa del Apéndice (págs. 201-265), objeto de un minucioso «Comentario cartográfico» (págs. 141-170).

M. Galeote

 

P. Montaner y R. Moyano, ¿Cómo nos comunicamos?, Alhambra Longman (Col. Nueva Breda), Madrid, 1995, 176 págs.

    El concepto de lenguaje como medio de comunicación y fundamento social es el objeto de este manual de vulgarización que hace un repaso de los sistemas de comunicación desde la comunicación interpersonal hasta la comunicación de masas. Debido a la extensión del tema, los aspectos puramente informativos son muy generales, y hemos echado en falta un tratamiento más riguroso y pormenorizado. Sin embargo, aunque presente a veces poco rigor científico, el manual aporta nociones básicas sobre el proceso comunicativo e invita a una reflexión crítica acerca de los sistemas de comunicación social actuales. Mediante ejercicios, actividades y sugerencias bibliográficas, se dota al lector con los elementos necesarios para que pueda organizar su propia reflexión acerca del tema, se comprometa críticamente con los contenidos del libro y desarrolle su capacidad comunicativa.

    ¿Cómo nos comunicamos? se subdivide en seis partes, empezando por un análisis del proceso comunicativo y de los distintos elementos que lo integran: emisor, receptor, mensaje, contexto, código y canal. Según la intención primaria del emisor, el mensaje desempeña una función emotiva, conativa, fática, referencial, poética o metalingüística. El capítulo siguiente está dedicado a los sistemas de comunicación de los animales. En su mayoría, son sistemas innatos y se limitan a transmitir mensajes afectivos (estado de ánimo, hambre, miedo, deseo de contacto sexual, etc.). En cuanto a la comunicación humana, ésta constituye la parte más densa del libro: los autores hacen especial hincapié en la ventaja selectiva que posee el hombre y que le permite utilizar el lenguaje sin borrar otras formas de expresión (gesto, olor corporal, contactos directos...) a la vez que desarrolla formas culturales de comunicación (indumentaria, exhibición de objetos, etc.). Pero el hombre es fundamentalmente un animal social, y es precisamente en el contexto social donde manifiesta su competencia comunicativa. La conducta humana es una conducta comunicativa que adquiere todas sus posibilidades en el marco de la sociedad. El hombre es sujeto de comunicación, parte activa del proceso de construcción de relaciones sociales y no un mero receptor de mensajes. La descripción de los sistemas de transmisión comunicativa ocupa un espacio importante en la obra. Para ello, se dedica el último capítulo al análisis de los diversos tipos de mensajes (informativos, de opinión, persuasivos o de entretenimiento) presentes en los medios de comunicación social. La prensa y sus dificultades para alcanzar la objetividad informativa, la radio y la inmediatez de sus mensajes auditivos, la televisión como paradigma de los mass media y la publicidad como manipulación del lenguaje para inducir al consumo. La obra tiene el mérito de no caer en la divagación teórica y de plantear preguntas al lector con el fin de que éste identifique, analice y clasifique los diversos sistemas de comunicación animales y humanos, que reconozca los elementos constitutivos de los mensajes, su función y sus límites, que relacione la evolución de las distintas especies vivas con el desarrollo de determinadas habilidades comunicativas, que descubra el papel del lenguaje verbal en la evolución del hombre, que relativice el uso de la palabra en un contexto más amplio de recursos comunicativos, que tome conciencia de la realidad comunicativa del gesto, la mirada, la manera de vestir, que reconozca y analice los diferentes tipos de mensajes que difunden los medios de comunicación social, que se acostumbre a recibir de forma activa y crítica los mensajes que le alcanzan a través de estos medios, que descubra, por ejemplo, los mensajes publicitarios y propagandísticos que subyacen encubiertos tras lo que aparenta ser un mensaje informativo o de entretenimiento, que conozca las innovaciones técnicas que configurarán las comunicaciones del futuro, que practique el autocontrol frente a los medios de comunicación de masas, y que en función de todo ello mejore su capacidad comunicativa, sus relaciones de intercambio social en un mundo plagado de mensajes.

I. Cómitre Narváez

 

E. Llagostera Cuenca, La poesía erótico-amorosa en el Egipto faraónico, Colección Esquío de poesía, Ferrol, 1995, 151 págs.

    Es un pequeño milagro editorial, de esos que a veces ocurren, el tener entre las manos un volumen con algunos de los poemas de amor de los que han sobrevivido de una civilización que perduró en el Antiguo Egipto durante más de 3.000 años. Es una antología con la que poder deleitarse en el escalofrío que deviene ante lo remoto. La mayoría de los poemas aquí reunidos pertenecen al Imperio Nuevo (1650-1085 a. C.), último periodo de esplendor de esta singular civilización.

    Esta obra es muy valiosa no sólo por la dificultad que supone reunir unos poemas que se encuentran repartidos por varios museos y colecciones privadas en todo el mundo, poemas escritos sobre papiros y ostracones en su mayoría, y en grafía hierática, sino también por acercarnos a ese estremecimiento tan lejano, a esa fastuosidad perdida, versos que manifiestan sentimientos tan arcaicos y nebulosos como actuales. Además, el libro contiene una doble versión, la castellana, por Esteban Llagostera Cuenca, egiptólogo y conocedor de disciplinas tan diversas como Prehistoria, Biología, Astronomía y Música, y la version galega, por Xesus Rábade Paredes.

    Gran parte de las peculiaridades que encontramos en la literatura galante egipcia pueden apreciarse tambien en las imágenes que se conservan del arte de esta cultura. Aunque se intenta expresar el atractivo erótico de la mujer, la astucia de la seducción, los celos, el adulterio o la prostitución, todo está envuelto en una enigmática contención, la expresión de los deseos está subordinada al trazo de la elegancia. A veces esas emociones, esa omnipresencia del poder erótico son difíciles de captar por un observador profano. Hay que sumergirse, para descubrir lo esencial, en ese rasgo principal de la poesía amorosa egipcia: la sutileza.

    En esta literatrura se describía el amor como «una fuente de alegría y de goce, un elixir de larga vida» o como «un rincón del paraíso celestial en la tierra». El amor, el erotismo y la sexualidad, tenían, no cabe duda, un lugar prioritario en esta civilización milenaria. Como proponen los versos: jamás debe renunciarse al amor. Así, conocer la relación hombre-mujer en el Antiguo Egipto es indispensable para comprender el sentido de los poemas, una relación que se desarrollaba desde la igualdad y en la que incluso la mujer llegaba a tener un trato de favor. En la estatuaria y en la decoración de las tumbas se representa a una mujer que actúa libremente, independiente de la voluntad del hombre. Esa igualdad entre los sexos era natural en Egipto y se aprecia, por ejemplo, en la índole de los contratos matrimoniales. En los versos de amor puede advertirse también ese constante respeto mutuo del que hacen gala los amantes.

    Por otra parte, aunque la libertad de expresión de los sentiminetos y deseos amorosos en esta sociedad no estaba mal vista, aflora en los poemas cierta norma de conducta, reglas de comportamiento social formuladas por algunos filósofos y sacerdotes. Pero esos «textos sapienciales» están exentos de la rigidez y del peso moralista que imperan en otras culturas. Los poemas están escritos en un lenguaje sencillo, aunque también se establecen juegos de palabras y dobles sentidos. Se trata de una poesía romántica, idílica, a veces ingenua, otras satírica, y muy a menudo erótica y graciosa. En ella podemos pasar de la simplicidad más conmovedora al deseo o a la exhortación tenebrosa, pero la candidez del amor puede impregnar incluso los versos más oscuros. Éstos, al enlazarse, establecen un largo quejido, un lamento ante los avatares del tiempo, las circunstancias familiares o el destino. También un canto de alabanza o una sinuosa provocación, pero nunca usan expresiones duras o palabras obscenas.

    Los temas, muy variados, proponen ya los asiduos de la literatura amorosa de épocas posteriores —el tiempo ha cambiado poco las desdichas de los amantes—; no obstante, la imaginería egipcia se detiene en aquellos detalles que fijan sutilmente el erotismo: el amante, mientras piensa en la amada, se distrae con la naturaleza; las muchachas abandonan sus labores para propiciar los escarceos amorosos con los jóvenes; una amante se excusa por no peinar adecuadamente sus cabellos; una mujer enamorada le ofrece todo a su compañero, hasta la vida. Otros poemas se recrean en las travesuras que unen a los amantes o establecen la amargura de la vida en contraste con la dulzura del amor. También encontramos la oposición de los padres ante los amoríos de sus hijas o bien hallamos al narrador y al protagonista en un prostíbulo. Uno de los textos establece una armoniosa conversación entre árboles frutales, todos quieren prestar mejor servicio a su dueña, pero todos conocen sus secretos amorosos.

    Parece ser que los poemas no fueron escritos por el escriba que los copió, sino que se trataban de encargos, pero a veces se descubre que éstos añadían un colofón al final del poema. En el libro se respetan estos comentarios, pero resulta curioso cómo, en ocasiones, estos añadidos del escriba —irónicos, humorísticos y alejados de toda sutileza— rompen el clímax del poema. En la traducción, lógicamente, los poemas han perdido la rima, la voz poética suele pertenecer a una tercera persona y algunos de ellos carecen de título.

    Mención especial merece la presentación del volumen. Las notas aportan datos históricos de interés, aclaran situaciones ambiguas y fijan una serie de objetos y hábitos cargados de contenido erótico en esta época faraónica. Las ilustraciones, imágenes extraídas de las tumbas o jeroglífico, que acompañan a cada poema ayudan a ambientar la belleza y sensualidad del Antiguo Egipto.

    El libro es una joya por el cuidado en sus detalles y por rescatar una valiosa herencia de la poesía lírica. El lector puede revivir aquellas pasiones entre el deleite y el asombro, versos que en un silencio de milenios aguardan su lectura. El nombre del escriba se perdió en el tiempo, pero gracias a él perdura lo esencial: el estremecimiento.

Mª Tª García Galán

 

Mª J. Porro Herrera, Mujer «sujeto» / Mujer «objeto» en la Literatura Española del Siglo de Oro, Atenea-Universidad de Málaga, 1995, 175 págs.

    Pese a la cada vez más numerosa bibliografía existente en España sobre mujer y/o feminismo, siempre es bien recibida toda nueva aportación que, desde una u otra disciplina científica, profundice en el tema de las relaciones de género u ofrezca una visión no androcéntrica de la sociedad y la cultura. Y ello porque es muy largo el camino que las mujeres hemos de recorrer para compensar tantos siglos de marginación, silencio y olvido.

    Tomar la palabra es, sin duda, la clave para acallar el silencio y olvidar los olvidos. Dar la palabra es, asimismo, el primer paso de todo peregrinaje iniciático en busca de existencias ajenas, reales y ficticias, que nos han sido negadas a través del paso del tiempo. En este sentido, recuperar para el presente y el futuro algunas voces del pasado, conocidas en mayor o menor medida, y hacerlo desde una perspectiva no sexista, es el objetivo que se propuso Mª Josefa Porro Herrera —profesora de Literatura en la Universidad de Córdoba e integrante del Aula de Estudios del Género de dicha Universidad— al escribir su libro Mujer «sujeto»/mujer «objeto» en la Literatura española del Siglo de Oro, ganador en 1994 de la v edición del «Premio de Investigación Victoria Kent», convocado anualmente por el Seminario de Estudios Interdisciplinarios de la Mujer de la Universidad de Málaga.

    Una vez superados los debates iniciales sobre la ausencia o presencia de las mujeres en el proceso histórico o en las manifestaciones literarias de todas las culturas, se hacía necesario ahondar en el estudio de esa presencia y poner de relieve los matices y contradicciones existentes. Es por ello que Mª Josefa Porro analiza el papel de la mujer en la Literatura Española del Siglo de Oro desde una doble vertiente: la mujer activa (sujeto), que escribe y lee, y la mujer percibida (objeto) por autores/as y lectores/as. Heterodoxias y ortodoxias, transgresiones y subversiones de valores impuestos desde el poder —masculino—, tópicos y estereotipos femeninos, discurren por las páginas de este sugerente libro, magníficamente prologado por Danièle Bussy Genevois, profesora de la Universidad de París VIII.

    El esfuerzo realizado por la autora, al abarcar su trabajo un amplio período cronológico —desde el descubrimiento de Indias hasta fines del s. XVII— y utilizar una variada gama de fuentes (literarias, actas procesales, relaciones notariales), así como una rica y diversa bibliografía, que le dan un carácter erudito, se ve recompensado por el éxito obtenido al indagar en un terreno tan estudiado como el Siglo de Oro basándose en criterios interpretativos nuevos.

    En el capítulo I («La mujer “sujeto” literario») se desarrolla el tema de las mujeres creadoras, aquellas que, mediante la escritura, transgredieron la cultura de la obediencia y actuaron como agentes de desorden, enfrentándose a la Inquisición y a las pautas de conducta establecidas, como Santa Teresa de Jesús, Sor Juana Inés de la Cruz, María de Zayas, Sor Mª Jesús de Agreda, Beatriz Galindo «La Latina», Isabel de Villena, Magdalena de la Cruz, María Cazalla, Leonor de la Cueva y Silva y otras de menos renombre que aparecieron en los repertorios bibliográficos de esa época. La rebeldía frente a la concepción de la fe vigente y al modelo de feminidad impuesto se proyecta en sus obras tanto en el tratamiento de ciertos temas (lo judío como rechazo al cristianismo dominante en Santa Teresa; la naturalidad con que María de Zayas aborda el tema erótico, denuncia la misoginia de la sociedad de entonces y reivindica la igualdad de hombres y mujeres y el derecho de éstas a la educación), como en la constatación de su preparación intelectual (Sor Juana Inés pudo disponer de biblioteca propia en su convento, en el que encontró protección contra las ataduras del matrimonio y libertad para escribir). Así pues, debido a que el status de estas escritoras no coincidía con la vida cotidiana de las mujeres de su tiempo, «la libertad o el atrevimiento de ciertas voces femeninas cobran a la luz de los siglos un innegable valor de modernidad» (Prólogo, pág. 14). Ello se evidencia en la redacción de autobiografías, especialmente cuando el hecho de haber sido aconsejadas por el confesor no impedía la resistencia y/o desobediencia hacia el discurso de la sumisión de la mujer: Sor Juana defendió en su obra el derecho de las mujeres a leer y a escribir. «El peligro que comportaban las mujeres escritoras radicaba en el acceso a la “voz” que les sacaba de su espacio privado, lo que en la mayoría de los casos equivalía a una no-existencia, y las introducía en el espacio público, lugar a todas luces inconveniente según los usos sociales y los consejos de los moralistas» (págs. 55-56).

    Entre las recomendaciones de los paladines de la moral figuraban la de que las mujeres que leyeran tuviesen en cuenta las limitaciones impuestas por las costumbres y los confesores (prohibición de leer libros de amor y de combates). Al hilo de esto Mª Josefa Porro analiza la figura de la lectora que, como es fácil imaginar, predominaba en el estamento religioso y en la burguesía, y era combatida por quienes recelaban de la ilustración de la mujer, siempre que ésta no sirviese como apoyo de la instrucción religiosa (lectura de vidas de santos, devocionarios y libros sobre matrimonio). Aunque la autora no plantea la relación lectora/lectura, señala que el hábito de leer no pudo ser evitado por los legisladores y moralistas, y menos aún el de la lectura colectiva en voz alta del que participaban mujeres analfabetas, y apunta que el conjunto de mujeres anónimas de estos siglos no eran consumidoras autónomas de lectura, pues cuando leían se supeditaban a los textos que les proporcionaban padres o maridos (libros piadosos y de entretenimiento).

    El capitulo II («La mujer, “objeto” literario») propone en primer lugar un rápido recorrido por las distintas corrientes literanas de la época, en las que la mujer aparece retratada en actitudes arquetípicas y estereotipadas, pues la mayoría de los autores eran hombres. Si la corriente polémica idealiza a la mujer, la neoplatónica la convierte en objeto de deseo, aunque subli-mándola por medio de un lenguaje cortés y obviando los conflictos psicológicos, y el humanismo cristiano la sigue tratando como objeto, pero dándole una dimensión más real (sometimiento final a los convencionalismos del matrimonio pese a la existencia de reivindicaciones como el derecho a la educación de la mujer).

    En este último capítulo se estudia en segundo lugar la influencia del espacio en la conformación de tipos femeninos en el teatro. En el espacio privado las mujeres se nos presentan sometidas a padres, esposos y hermanos, exigiéndoseles ser fieles, trabajadoras, honestas, virtuosas y baluartes de la cohesión familiar y, por tanto, social, hasta el punto de castigar duramente —incluso con la muerte— las trans-gresiones (pérdida de la virginidad, adulterio). En la esfera pública se desenvuelven pícaras, busconas, brujas y alcahuetas, a las cuales se critica por no mantenerse en el ámbito de lo público, reprochándoseles su avaricia, desvergüenza, tozudez o charlatanería. Por otra parte, la ruptura de fronteras entre lo privado y lo público se refleja en la presencia de mujeres que se disfrazan de hombres por diversos motivos: amor, venganza, deseos de estudiar, huir de peligros, defender la patria... Según la autora, el recurso al disfraz supone una denuncia de la misoginia y una transgresión de los límites impuestos a las mujeres, que intentan de ese modo conseguir en el espacio privado lo que las normas de comportamiento que rigen en el mismo impiden. La autora indica a continuación otras rupturas que se advierten en la literatura: la «bachillera» y la bandolera o guerrera. La satirización y ridiculización de que son objeto ambos tipos (las bachilleras son feas y las guerreras, hombrunas) nos remite una vez más a la misoginia imperante. Por último, se resalta la negación que del cuerpo femenino se hace en la literatura de la época. Así, a las caricaturizaciones negativas de Quevedo —debidas a la identificación belleza/virtud, fealdad/mala conducta— hay que añadir el valor meramente simbólico y referencial que tienen la mayoría de las descripciones de la mujer, lo que las convierte en «objetos». «Ello se explica por la tradición humanística europea que de un lado consideraba el cuerpo femenino como metáfora y de otro lo interpretaba desde la óptica de la posesión, o de Dios, o del marido, con lo que cualquier descripción holgaba, y sólo cuando la mujer transgredía las relaciones de pertenencia y pasaba al ámbito de lo reprobado —la prostituta, la cómica, la monstruo, la monja iluminada, la poseída por el demonio o la bruja hechicera— y sólo entonces la literatura permitía descubrir un cuerpo emplumado, lacerado, semidesnudo o incitante, descrito desde la perspectiva de un realismo racional donde la estética de lo feo —físico o moral— quedaba suficientemente justificada (pág. 147).

    A lo largo de las páginas de este libro ha quedado de relieve, pues, la presencia de las mujeres en la literatura española del Siglo de Oro en un doble plano: el de la transformación de sus vivencias y creencias en creación y el de la visión que sobre ellas tenían los/as autores/as de entonces. Con su aportación Mª J. Porro ha contribuido, sin duda, a acortar el camino que otras/os com-pañeras/os han de seguir recorriendo.

Mª J. González Castillejo

 

El Lazarillo de Tormes (ed. de Antonio del Pozo), Ágora, Málaga, 1993, 137 págs.

    Este volumen de la malagueña editorial Ágora hace el octavo de la colección del mismo nombre que, bajo la dirección de Manuel Rodríguez, tiene el propósito de difundir, especialmente entre el público estudiantil, textos fundamentales de nuestros clásicos en ediciones pulcras y asequibles para efectuar un primer acercamiento serio a las obras centrales de nuestro pasado cultural. La presente edición del Lazarillo, a cargo del profesor del Pozo, cumple con creces el objetivo con que fue concebida la colección.

    Desde este punto de vista, la introducción se plantea articulada en torno a siete núcleos temáticos que compendian aproximadamente el conjunto de cuestiones inmediatas que suscita el texto a los estudiosos. En primer lugar, el editor describe de manera sumaria el panorama general del marco histórico en que se genera la obra, poniendo especialmente de relieve los rasgos diferenciales de la sociedad española de la época respecto de la europea y que, en cierto modo, determinan su peculiaridad cultural, y entre estos rasgos subraya especialmente el papel ejercido por las corrientes intolerantes en la configuración del perfil sociocultural del período.

    A continuación, pasa a tratar del estado de la lengua castellana del siglo XVI poniendo especial énfasis, en lo que se refiere al plano fonológico, en el carácter conservador de la lengua del Lazarillo así como su encaje estilístico en el marco del humanismo renacentista.

    En las páginas siguientes revisa el estado actual de las investigaciones relativas tanto a la cuestión de las diferentes ediciones como a la fecha posible de composición; en cuanto a la primera cuestión, conviene con la crítica reciente en suponer la existencia de una previa y desconocida editio princeps de la que derivarían las de Burgos, Alcalá y Amberes, mientras que concluye en datar en torno a 1550-1552 la fecha de la composición, lo que no parece fuera de lugar si consideramos que los últimos estudios tienden a relativizar como ideas comunes del esprit du siècle las referencias temporales del texto que antes se interpretaron al pie de la letra.

    Más adelante, se ocupa del controvertido tema de la autoría y de las diversas atribuciones (algunas de ellas peregrinas) por las que ha ido pasando la obra a lo largo de los siglos desde la inicial del Jerónimo Juan de Ortega hasta las más cercanas de Pedro de Rúa y Hernán Núñez de Toledo, sin que en realidad pueda afirmarse con certeza ninguna de ellas; más aún, ni siquiera la filiación ideológica que señala el editor puede sostenerse ante la ausencia de datos documentales fidedignos, por lo que es preciso concluir que no existe ninguna prueba definitiva ni aun sobre el hecho de que pudiera tratarse de un converso, como señala del Monte.

    Posteriormente, pasa a exponer el profesor del Pozo las razones que abonan la adscripción de la obra al género de la novela picaresca para, luego, desarrollar el análisis de la estructura y de los personajes del texto; señala como determinantes estructurales el planteamiento epistolar y el carácter autobiográfico, de amplia tradición literaria, y vincula la diferente tipología de los personajes con la línea temporal del relato que, construido como un largo flash back, se organiza modularmente de manera que el último de los módulos que lo componen funciona como un auténtico módulo de formación profesional que culminaría el proceso de aprendizaje del protagonista.

    La introducción termina ocupándose de los principales rasgos lingüísticos de la obra en el plano fonológico, morfosintáctico y léxico así como de su estilo, que representaría el modelo humanista que combina la naturalidad y viveza expresiva con la huella del sustrato de la tradición retórica renacentista.

    De acuerdo con el criterio general, el editor sigue el texto de la edición de Burgos de 1554, con ligeras modificaciones ortográficas, e interpola, además, las adiciones de la de Alcalá en los tratados I, V y VII. Los vocablos, expresiones o referencias que pudieran dificultar la comprensión del lector contemporáneo se explican en las notas a pie de página con la suficiente claridad y funcionalidad e, incluso, en el caso de voces como vara, cámara, mesón de la Solana y otras, atendiendo también a criterios de relación con la actualidad.

    De todo ello se deduce que la edición que reseñamos se ajusta con toda propiedad al planteamiento y objetivos propuestos por el editor: la divulgación, no exenta de rigor, de un texto clásico de nuestras letras que, hasta hace bien poco, todavía era inverosímilmente anatemizado por algunos sectores de opinión.

E. Carrasco Rodrigo

 

P. Calderón de la Barca, La vida es sueño (ed. de A. Asencio Gómez), Ágora, Málaga, 1993, 183 págs.

    Cita Antonio Asencio varias de las ediciones más recientes de este drama de Calderón (Juventud, Cátedra, Planeta, Alhambra...) que, dicho sea para no faltar a la verdad, han venido a cumplir un papel fundamental respecto de la aproximación e interpretación de esta alegoría calderoniana. Ediciones que, por otra parte, han servido para configurar el texto definitivo y, que, finalmente, han llenado un hueco importante en el conocimiento del teatro español del barroco por parte de profesores y estudiantes universitarios.

    No obstante, hacía falta una edición que acercara a los más jóvenes al teatro barroco y a la obra más universal de Calderón. Era necesario que, al margen de cuestiones fi-lológicas profundas y de disquisiciones sobre los diferentes manuscritos, se reprodujera La vida es sueño para un público no especializado, y entre ese público están los jóvenes estudiantes de Bachillerato y de Secundaria.

    Pues bien, creo que esta edición de Antonio Asencio Gómez viene a cubrir tal necesidad, y ello por las siguientes razones:

    En primer lugar, procede a una localización cronológica y biográfica del drama que permite al lector profano situar la obra en sus coordenadas correspondientes: contexto histórico de los últimos Austrias, el período artístico y cultural del Barroco europeo y español, la biografía de Calderón y, finalmente, su producción literaria. Y todo esto de un modo tan sutil y encadenado que el lector llega casi inadvertidamente a las puertas de la interpretación del drama con un bagaje de conocimientos previos que le son de enorme utilidad respecto de su propia interpretación. Es más, Antonio Asencio adelanta elementos del significado de la obra a propósito del análisis de los rasgos del Barroco español y ello prepara convenientemente al lector en orden a una interpretación personal propia: la cita de los más representativos estudios y de las diferentes interpretaciones de los pasajes más oscuros son claro ejemplo de lo que venimos diciendo.

    En segundo lugar, llama la atención el método ciertamente científico con que Antonio Asencio se acerca al texto: los dos momentos fundamentales del quehacer crítico cuales son la construcción del corpus de datos por medio de un análisis exhaustivo, y después la correspondiente interpretación de esos datos. Así organiza el corpus en los siete apartados siguientes:

    I. Las dos acciones.

    II. Temas.

    III. Subtemas y motivos.

    IV. Acción secundaria. La restauración del honor de Rosaura.

    V. Un último tema: Clarín.

    VI. Esquema temático.

    VII. Personajes.

    En tanto que la interpretación, siempre difícil, de los datos del análisis la realiza a través de estos puntos:

    VIII. La fuerza del «libre albedrío», frente al hado.

    IX. Realidad y apariencia: la vida como sueño.

    X. La relación padre-hijo: la educación del príncipe.

    XI. El vencimiento de sí mismo.

    XII. Una última cuestión.

    XIII. Símbolos en La vida es sueño.

    Como se ha podido comprobar, la exégesis es muy completa y, sobre todo, enormemente enriquecedora como para iniciar la lectura de la obra, si bien, tal como advierte Antonio Asencio, siempre deja al lector la última palabra y declara que no quiere «hurtar el placer de descifrar los sentidos ocultos bajo las metáforas y los símbolos que habitan todos los ámbitos de La vida es sueño».

    Finalmente, la tercera causa por la que creemos que esta edición atiende a las necesidades antes mencionadas y llena un importante vacío en las lecturas de los estudiantes más jóvenes y del público en general es la minuciosidad y precisión de las notas a pie de página. No hay figura retórica, término filológico ni recurso literario que pase por alto Antonio Asencio con objeto de que el lector desentrañe los «sentidos ocultos» de la obra. Y, por supuesto, no se le escapan las variantes léxicas, los cambios semánticos, las diversas significaciones de un mismo término, las transformaciones gramaticales (la gramática calderoniana) y, en general, todo aquello que pueda colaborar a una mejor comprensión del texto de Calderón. De esta forma el lector se familiariza con términos como quiasmo, epanadiplosis, metáfora, poliptoton, oxímoron, retruécano, perífrasis, hipérbaton, paronomasia, correlación, interrogación retórica, imagen, juegos de palabras... o llega a conocer las referencias mitológicas tan importantes en el siglo de oro y relativas a Faetonte, Hipógrifo, Minotauro, Titanes, Palas, Dédalo, Flora, Atlante, etc. Esto es, toda una labor de difusión cultural a través del disfrute de la lectura de una obra de acción y de introspección filosófica.

    En fin, como decía al principio, esta edición era necesaria para que el público no especializado y los estudiantes de Secundaria tuvieran un acceso ordenado y fácil a las grandes obras del Barroco español. Esperamos que el ejemplo cunda, que proliferen estas ediciones y que la lectura empiece a recobrar el lugar fundamental que ha perdido. Si bien las causas de este descenso de la lectura están en la proliferación de otros medios, una de aquellas podría ser el poco atractivo que para el público en general han tenido las ediciones de obras literarias sólo para entendidos.

 

A. de la Torre Villalba

M. Molho, Mitologías. Don Juan. Segismundo, Madrid, Siglo XXI, 1993, 263 págs.

    El hispanista francés Maurice Molho (autor, entre otros trabajos, de Sistemática del verbo español, Madrid, Gredos, 1977; Semántica y poética: Góngora y Quevedo, Barcelona, Crítica, 1977; Romans picaresques espagnoles, Pléiade, 1968; etc.) ha reunido en Mitologías. Don Juan. Segismundo una serie de estudios publicados con anterioridad en forma de artículos y que tienen como denominador común enfocar el tema mitológico subyacente en las figuras de Don Juan y Segismundo desde perspectivas diversas y complementarias.

    Como nos advierte el mismo Molho en el Prefacio que abre el volumen, este libro «debe leerse como un homenaje a la teoría mitológica de Lévi-Strauss, que ha sabido llevar el análisis de los mitos a su verdadero terreno, que es el lingüístico». Parte el autor, por tanto, de la premisa de considerar a Don Juan y Segismundo no como creaciones literarias sino como mitos.

    La estructura mítica de Don Juan se analiza a través de una serie de Don Juanes dramáticos —El Burlador de Sevilla y Convidado de piedra de Tirso de Molina, Dom Juan ou le festín de Pierre de Moliére, Il dissoluto punito ossia il Don Giovanni de Mozart-Da Ponte, Don Juan de Pushkin, Don Juan Tenorio de José Zorrilla, la parodia cómico-burlesca Don Juan Notorio de Ambrosio el de la Carabina, Las galas del difunto de Valle-Inclán, y Don Juan o el amor de la geometría del suizo Max Frish— que comprende un amplísimo arco geográfico-temporal.

    De entre esta diversidad de máscaras tras la que se esconde —y eso es lo que va a intentar demostrar el hispanista francés— un mismo Don Juan, va a ser el Burlador de Tirso de Molina —aunque Molho dude de esta atribución y considere esta comedia como de autor anónimo— la figura a la que se dedique la mayor parte del trabajo investigador. Esfuerzo que en la mayoría de las ocasiones, y sin que se haga nada por ocultarlo, está más cerca del estudio antropológico e incluso psicológico que del específicamente literario.

    Aunque la comedia atribuida a Tirso, escrita entre 1615 y 1630, es la primera en que se desarrolla de forma dramática la figura de Don Juan, apunta Molho que en una pasquinata romana de 1556 existe ya una mención de un tal «don Giovanni» que quitó su flor a tantas doncellas sin embargo santamente inocentes. Por tanto, es necesario decantarse primero por una de estas dos posibilidades: o bien el Don Juan de Tirso es el origen del mito e impondría su estructura a todas sus derivaciones o imitaciones posteriores, o bien la estructura mítica del Don Juan preexistía al Don Juan de Tirso y condicionó su formación.

    Para el hispanista francés el Burlador es representativo de un estado original del mito, ya que «nos hallamos en presencia de un esquema mitológico muy antiguo que se encuentra en otros países: la civilización, es decir, la institución de relaciones normalizadas entre las personas, no sobreviene sino después de la eliminación o de la sumisión de los poderes ctónicos», poderes que, con toda claridad, están simbolizados por Don Juan. O, dicho de otra manera, el mito de don Juan no es otro que el de los orígenes de la monogamia.

    Este discurso, el triunfo de la norma frente a todo aquel que se atreve a conculcarla, va a ir matizándose a través de los distintos estudios que Molho dedica a cada uno de los Don Juanes elegidos entre los innumerables ejemplos que nos ofrece la literatura dramática universal, desde la salvaguarda de la estructura familiar en el primer Burlador o en el Tenorio romántico hasta la derrota de una idea perversa de la libertad a manos de la Razón en el Don Giovanni de Mozart-Da Ponte.

    Una vez establecido y estructurado el mito —Molho señala la importancia del carácter dramático en la propia conformación mítica—, sólo queda la parodia o su síntesis. El Don Juan Notorio, publicado bajo seudónimo en 1874 (durante la primera República), no es sino la recuperación de un mito caduco que, ya sin valor, no puede sobrevivir sino bajo la forma de la parodia. Es el mismo caso del «Juanito Ventolera» valleinclanesco, aunque en esta ocasión nos encontremos ante una parodia sutil, múltiple y pluritextual. El caso más extremo es el Don Juan de Max Frish, que en esencia significaría, siempre según el hispanista francés, que el destino del personaje es el de permanecer ligado al mito.

    La vida es sueño, a diferencia del primer Don Juan, es una comedia de autor y fecha conocidos. Para Maurice Molho, no estamos ya ante el nacimiento de un mito sino frente a un «discurso autónomo fundado en un zurcido de mitemas» preexistentes ya con anterioridad a la obra calderoniana. Entre ellos se destaca el del horóscopo que profetiza que el príncipe heredero se opondrá a su padre usurpándole el poder, la encarcelación del príncipe por orden del rey y la realización del oráculo. Aunque La vida es sueño se inspira originariamente en una adaptación cristiana de la leyenda de Buda —la historia de Balaam y Josafat atribuida a San Juan Damasceno—, Molho piensa que la configuración dramática del texto y el análisis psicológico del rey Basilio y del príncipe Segismundo están en realidad mucho más cerca del Edipo Rey de Sófocles.

    La riqueza de las fuentes consultadas por el hispanista francés y la hondura de su análisis —no exenta de ingeniosísimas observaciones, como la interpretación que realiza de las anécdotas contadas por Merimée acerca de la tradición donjuanesca existente ya en Sevilla en el primer tercio del siglo xix— suponen un valor añadido para un puntual conocimiento, que va más allá de lo estrictamente literario, de dos de los mitos hispanos que más fortuna han tenido fuera de nuestras fronteras, ya que «Don Juan, Segismundo, se han propuesto al pensamiento europeo para permitirle acceder a planteamientos inéditos de problemas antiguos, que, de ahora en adelante, deberán concebirse a partir de ideaciones nuevas».

A. Aguilar

 

J. Cadalso, Cartas Marruecas (ed. de A. de la Torre), Ágora, Málaga, 1993, 257 págs.

    A mediados de 1993 ha aparecido, en la Editorial Ágora de Málaga, la edición crítica de las Cartas Marruecas de José Cadalso, obra del último tercio del siglo XVIII que, precisamente por el injusto olvido filológico de este período, ha sido preterida en ocasiones.

    El editor del libro, Antonio de la Torre Villalba, divide su amplia y documentada introducción en seis apartados. En el primero de ellos —titulado «El tiempo de Cadalso»— el profesor de la Torre describe con todo lujo de detalles cómo el siglo XVIII es una época desconocida de nuestra historia, especialmente desde el punto de vista artístico y cómo el espíritu ilustrado representa el deseo de conectar con los valores e ideas de la cultura europea, así como la revisión crítica de los planteamientos religiosos y políticos de los siglos anteriores; de ahí que a este período se le denomine «siglo heterodoxo». Desarrolla en el mismo epígrafe los elementos sociopolíticos del Despotismo Ilustrado. Se estudian las características de la literatura del siglo y de las Instituciones, que son los instrumentos de la difusión de la misma y que le confieren un carácter de cultura dirigida.

    En el segundo y tercer apartados se completa lo anterior con un apunte biográfico y un estructurado y genérico análisis de la producción literaria del autor. José Cadalso cultivó diferentes géneros literarios siempre con un acentuado carácter crítico. Su obra Cartas Marruecas es la expresión de una conciencia que no sólo refleja críticamente la sociedad española del setecientos, sino que también muestra una gran voluntad artística. En la cuarta parte, se traza la guía de lectura del texto desde una perspectiva formal-vitalista, matizando su voluntad de estilo, reseñando el carácter marcadamente autobiográfico de la obra y pergeñando el pensamiento de José Cadalso. El estudio aborda la fecha de composición, sus versiones manuscritas e impresas, el género epistolar, las fuentes, los personajes, los temas (el concepto de hombre de bien, el carácter nacional, la decadencia española, la visión social de la nobleza hereditaria, la fama póstuma, la corrupción estilística), el estilo y la atención crítica recibida. Con ello cumple magistralmente la doble finalidad funcional de esta colección: rigor científico orientado fundamentalmente a los estudiantes universitarios de literatura y eficacia didáctica para el público en general, y sobre todo, para los alumnos de enseñanzas medias. Aunque en este caso, el segundo objetivo amplía el receptor por la seriedad del primero. El profesor de la Torre analiza pormenorizadamente las Cartas Marruecas como expresión del didactismo y criticismo que domina todo el período ilustrado y como voluntad de reforma política y social.

    En la quinta parte se especifican los criterios de edición. De la Torre contrasta los cuatro manuscritos que se conservan y basa su edición en el cotejo de las respectivas de Glendinning, Rogelio Reyes y Joaquín Arce, pero estableciendo un aparato crítico pensado para su principal receptor. Así, aclara los aspectos léxicos, histórico-culturales y literarios. Cabe destacar, por último, la selección bibliográfica, tan útil como minuciosa.

    La edición de la obra incluye, además de las noventa cartas, la «Introducción» de Cadalso, la «Nota» y la «Protesta literaria del editor de las Cartas Marruecas». Lo primero destacable es la simetría de la disposición tipográfica que existe entre caja, versales y versalitas, que cumplen una perfecta función apelativa que incita aún más a la lectura. Además, una cuidadísima edición textual que nos trae en los albores del siglo XXI una voz que recuerda la esperanza regeneracionista española en el bienestar y el europeísmo; una evidente fe en el progreso bajo el dominio de la razón. Por ello, su lectura tiene plena vigencia, independientemente de su ideología, amenidad y riqueza prosística.

    En definitiva, concluye el autor de la edición en la cuarta de cubierta: «La intelectualidad europea actual parece arrepentida de su incondicional apoyo al relativismo e irracionalidad de la época postmoderna y, aunque algunos de sus miembros dan por perdida la batalla, empiezan a descubrir que la permanencia de la democracia y el respeto a la individualidad dentro del marco social están siendo atacados desde todos los frentes: fundamentalismos, racismos, nacionalismos radicales». Nosotros nos hacemos eco de las palabras de Coleridge en el sentido de que en Occidente todo consiste en ser platónico o aristotélico y agradecemos la lectura de las Cartas Marruecas que ofrece el profesor de la Torre por las reminiscencias de la epístola horaciana. Ago gratias.

F. J. Sedeño Rodríguez

 

F. Schiller, Lo sublime (ed. de P. Aullón de Haro y J. L. del Barco), Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1992.

    Pedro Aullón de Haro realiza una extensa introducción para esta edición de la obra del escritor alemán Friedrich Schiller, Lo Sublime, compuesta por dos ensayos, «De Lo Sublime» y «Sobre Lo Sublime». Aullón de Haro se centra en el movimiento romanticista y en la evolución histórica del concepto «sublime». El Romanticismo altera completamente la visión que se tenía del arte convirtiendo al hombre en el principio de la creación artística, como productor de la obra y como «yo sujeto». El regreso que posteriormente se produce al racionalismo exagerado marca definitivamente la línea del pensamiento moderno: implica el olvido y la marginación de la imaginación, el interés único por lo medible, el intento de dar sentido al mundo entero por medio de la razón. Fuera del Romanticismo no existe más que mimesis de la naturaleza y de las normas; el hombre se aparta de su interior y concentra toda la atención en la realidad exterior. Y todo esto, frente a la creación del mundo por parte del artista, tal y como él lo ve y lo siente, como se refleja en su propio espíritu, sin menospreciar en ningún momento lo valioso que esa realidad contiene en cuanto materialización útil para el sentimento creador.

    En el epígrafe «La evolución constructiva de la categoría de Lo Sublime en el pensamiento estético moderno», Aullón de Haro hace un estudio de los diferentes grupos que analizan el concepto y las aportaciones de distintos pensadores. Al hablar del empirismo inglés, destaca a escritores como Addison, de clara formación clasicista, que desarrolla el concepto de «grandeza» como equivalente a «sublime», o Burke (La indagación filosófica sobre el origen de nuestras ideas acerca de Lo Sublime y Lo Bello, 1757). Es especialmente interesante la concepción de «fealdad» como oposición a la belleza, pero no como desproporción o inadecuación. Habla a continuación del idealismo alemán que parte con la obra de Kant, quien ya distingue entre «lo sublime matemático» y «lo sublime dinámico»; Hegel y la necesidad de diferenciar entre belleza y sublimidad; Schopenhauer, que señala dos condiciones indispensables para que nazca el sentimiento estético: el conocimiento del objeto como idea y la autoconciencia del sujeto que conoce. Alude a otros autores tales como Vischer, Zimmermann, Hartmann, si bien sus trabajos tuvieron menos trascendencia. Nietszche sería e1 único que añadiría algo nuevo al concepto.

    La última fase de esta evolución constitutiva de la categoría es aquella en la que destaca reflexiones como las de Theodor Lipps (Los fundamentos de la Estética, 1903-1906), y su crítica hacia algunos aspectos de la exposición kantiana. Para Aullón de Haro es una necesidad continuar el estudio del concepto de Lo Sublime hasta llegar a la composición de una estructura o sistema válido y equilibrado: serviría para entender el curso de los acontecimientos pasados y para formular una sólida base de cara al futuro en lo que a evolución teórica se refiere. Quizás podría servir también para salvar al arte de esa trivialización en la que se ve inmerso, para dar una nueva orientación al momento en que vivimos. Pero ésta es una visión particular de Aullón de Haro.

    Para Friedrich Schiller sólo el hombre moralmente fornido es completamente libre, se convierte en algo superior a la naturaleza, se eleva y pasa a ser autónomo: la cultura como «pulsión libidinal» que conduce al individuo hacia la libertad. Existen dos tendencias en él, racional y sensible, que se unen a otra, la tendencia estética, la cual hace de Lo Bello la fuerza liberadora: nos trae sin cuidado que exista Lo Bello, Lo Bueno... pero se exige que aquello que exista, lo sea. El hombre es un ser «deseante», un ser que se ve inminente y continuamente atraído por la belleza.

    Lo Sublime se presenta de dos formas posibles: como sacudida violenta o como estado placentero, de júbilo. En él no encajan perfectamente la razón y la sensibilidad como ocurre en el caso de Lo Bello, sino que más bien se oponen, siendo esta opo-sición la que da lugar a la sublimidad, sentimiento por el cual el hombre llega a conocer los propios límites: el individuo se descubre como ser inteligente y superior. La belleza, afirma Schiller, se hunde en la ceguera: es un sentimiento que ha de culminar forzosamente en Lo Sublime. Lo Bello merece la admiración del hombre, pero es Lo Sublime lo que evoca al ser interno (II. Sobre Lo Sublime). Sublime es aquel objeto que nos obliga a elevarnos moralmente, elevarnos para superar la dependencia física real que tenemos de la Naturaleza, para vencer la amenaza física que supone. Lo Sublime es el reconocimiento de dos facetas del hombre, la de súbdito y la de soberano, ya que como seres sensibles estamos controlados por una fuerza mayor, pero como seres racionales somos invencibles. Son dos «genios» dentro del ser. Uno nos conduce a través del mundo de los sentidos; es éste el que reconoce Lo Bello, el que nos eleva dentro de nuestra naturaleza sensible. El otro es aquel que, fuera de lo material, nos ayuda a salvar el «abismo», la limitación que nos impone el ser hombres. Por este último llegamos a Lo Sublime y es el que nos da la libertad por medio de la razón.

    Schiller distingue entre Lo Sublime Teórico y Lo Sublime Práctico: Lo Sublime Teórico consiste en que la Naturaleza aparece como objeto de nuestro conocimiento y se opone al instinto de representación, instinto por el cual el hombre se ve impulsado a conocer, evitando todas aquellas trabas que la Naturaleza le interpone. Un objeto es «teóricamente sublime» cuando implica la idea de infinitud, es decir, cuando tiende al infinito. Lo Sublime Práctico se opone firmemente a las condiciones de nuestra existencia y al instinto de autoconservación. Un objeto es «prácticamente sublime» cuando conlleva la idea de amenaza, cuando llega a producir «temor»: el temor nos mantiene en una posición consciente y controlada, dueños de la razón; diferente es el «terror», pues cuando el ser se encuentra aterrorizado pierde el control sobre sus sentidos y la razón queda anulada. No es posible en tal estado llegar a Lo Sublime.

    Según Schiller, la muerte tiene un carácter «sublime» que desaparecería si se asi-milase la idea de inmortalidad; la divinidad es teóricamente sublime desde el momento en que consideramos que puede disponer acerca de nuestra existencia, mientras que no sería prácticamente sublime, ya que negamos la posibilidad de que influya sobre la voluntad. Son necesarias tres condiciones para alcanzar Lo Sublime: un poder físico objetivo, una inferioridad natural de nuestro ser sensible y una superioridad del ser natural. Sí es posible experimentar en un mismo objeto Lo Bello y Lo Sublime.

    Introduce la idea de Lo Patéticamente Sublime, aquello que tiene carácter terrible para el hombre, aquello que muestra su violencia y la exterioriza, lo que amenaza al individuo. Para que aparezca, se necesita una representación viva del sufrimiento y una prueba de resistencia frente a él, siendo ésta la que pondrá de nuevo de manifiesto la superioridad moral del hombre, esencia y origen de Lo Sublime. Es Contemplativamente Sublime aquello que, aun siendo terrible y amenazador, queda lejos de nosotros y es la propia imaginación la que le concede ese carácter a la imagen. Conceptos simples como «deber», «tiempo», «necesidad»... se transforman en «sublimes» cuando se consideran opuestos al instinto de conservación o cuando la razón los aplica a sus leyes.

E. Gago

 

L. A. de Villena, El burdel de Lord Byron, Planeta, Barcelona, 1995, 231 págs.

    Uno de los más fructíferos aspectos del pensamiento contemporáneo ha sido el de descubrir en la realidad, con su infinita riqueza de matices, un fértil ámbito de contrastes y paradojas. A la conciencia moderna no le incomodan las contradicciones —las que no se resuelven— ni huye de la antinomia, y considera la oposición de contrarios una circunstancia nada ociosa para lo que entendemos como progreso. El hombre actual acepta de forma natural ese estado de cosas, mas no suele reparar en lo sustancioso que aún resulta contemplar un paisaje del que percibimos su actualidad, pero que nos oculta su origen, los inicios, esos espacios románticos de la complejidad que conforman la primera pieza del mosaico presente.

    No fue Byron una figura que renovara el campo artístico —seguía la tradición de Pope— ni tampoco su poesía es excesivamente profunda, si como tal pensamos en Wordsworth o Coleridge; sin embargo, nadie duda de que, ahora y en su tiempo, su imagen es un paradigma, el patrón de una actitud original. Ha sido su vida —y no su obra— la que se ha erigido en un arquetipo romántico, en un ejemplo de los comienzos de esa nueva sensibilidad, heredera de Rousseau y del Sturm und Drang alemán, de esa nueva perceptividad a la que las obras literarias de los poetas de más altura, los «poetas-fuertes» de Bloom, se adaptarán, y no al contrario.

    A pesar de que el título de la obra podría hacernos pensar en un contenido limitado al carácter rijoso del poeta —también relatado y de sobra conocido—, lo cierto es que lo que el libro de Villena nos muestra son los rasgos más sobresalientes del alma romántica, de esa flamante sensualidad que recorre la alborada del siglo XIX europeo. Con un truncado carácter narrativo, sólo amagado por las cavilaciones de la amiga del Lord, y una elemental estructura novelística —es prácticamente un monólogo—, en El burdel se da cita lo más vívido de la galería del romanticismo, lo más esencial de las condiciones naturales del hombre que habían sido férreamente reconducidas a los límites de la razón durante el siglo anterior. Es, al fin, el relato de quien ha advertido en un hombre lo más franco de su existencia.

    De resultas de esa franqueza surgen las manifestaciones contradictorias que Byron expresa acerca del amor y el deseo. Su corazón romántico («la metáfora edulcorada» de Barthes) acoge a un huésped divino: el amor hacia todo, un apetito de totalidad, una fuerza casi mística que se convierte en «las alas de fuego» de Novalis, pero que, a su vez, «es un sentimiento casi imposible» (pág. 53), porque él era «representante de otro amor y otro tiempo» (pág. 63). Es una suerte de radicalidad contra cualquier atisbo de conformismo sentimental. Y no hay tregua posible, ni en el amor ni en el deseo. La gloria del hombre —dirá Hölderlin— es que nada le basta nunca; «el pecado de labelleza es querer más belleza», apunta Byron (pág. 22). Se trata de una tesitura de trágica imposibilidad, de una conmoción sensual que expone al personaje al pairo de las indecisiones y los dilemas, pero que es la forma misma de su existencia.

    Como consecuencia, un comportamiento determinado del poeta (valdría más decir «indeterminado»). Margaret Brown, su amiga, repara: «los estados de ánimo del lord eran muy vacilantes, como si su yo se fragmentara en muchos poliedros que eran, apabullantemente, él mismo» (págs. 75-76). Un permanente conflicto al que no es ajena la situación de la humanidad, porque Byron, al igual que los poetas de su generación, establecía la dignidad como parte esencial del hombre, de todos los hombres. Sus excéntricas manifestaciones demuestran su particular manera de acusar a la sociedad de la hipocresía y el dolor que la asisten. Frente a la esperanza de Shelley, «Byron habla de la imperfección del mundo, de su derrota» ( pág. 108).

    La visión de la descarnada realidad del mundo provocará en el vate inglés un sentimiento de aflicción y de daño físico, una especie de delirio místico que, en la óptica romántica, se interpretaba como síntoma de una personalidad genial («la ganancia secundaria de la enfermedad» de Freud). A. de Paz ha señalado en este sentido que «la idea de que el origen del arte había que buscarlo en la enfermedad, en la invalidez física, y en la excitación nerviososa, procede claramente del romanticismo». Así, el relato de la prostituta está plagado de referencias a las patologías byronianas y a los «desvaríos» quiméricos del poeta. Quiméricos pero sinceros, sin artificio ni farsa, porque «aunque eran muchas sus caras, siempre fue fiel a dos sentimientos: el amor profundo a la libertad y el odio a las poses» (pág. 210).

    La obra de Luis Antonio de Villena se convierte, pues, en un documento —pleno de lirismo— de una época difícil, pero que contiene los principios más bellos: los sueños y las esperanzas de los comienzos. Una época, al fin, en la que el arte imitó a la vida... o no.

F. López Serrano

 

T. M. Vilarós, Galdós: invención de la mujer y poética de la sexualidad. Una lectura parcial de Fortunata y Jacinta, Siglo XXI, Madrid, 1995, 174 págs.

    La reciente crítica literaria dedicada a Galdós se ha visto enriquecida en los últimos años por las aportaciones de la nueva corriente académica feminista originada en los Estados Unidos como consecuencia de las peculiaridades socioculturales del hispanismo americano. A la tradicional mirada masculina de la crítica galdosiana, en la que encontrábamos un abanico de orientaciones que iban de lo social de Blanco Aguinaga a lo estilístico y estructural que encabezó Ricardo Gullón, pasando por el historicismo de Casalduero, Montesinos o Peter Bly, y los análisis textuales de Stephen Gilman o Germán Gullón, se han sumado en el pasado reciente los nombres de Carmen Bravo-Villasante, Marina Mayoral o Agnes Moncy Gullón, como los más veteranos, y posteriormente los de Alicia Andreu, Lisa P. Conde, Lou Charnon-Deutsch, Hazel Gold, Stephanie Sieburth o Catherine Jagoe entre otros. Sus estudios han estado marcados por una lectura que ha querido ser divergente, deconstructiva y de cruce frente a la voluntad totalizadora, constructiva y de argumentación lineal que ha caracterizado la visión tradicional masculina. La nueva crítica de mujeres reivindica para los textos de Galdós una visión «transcultural» y «transtemporal» que permita abrir en cada estudio parcial las puertas a los múltiples enfoques y acercamientos a la obra literaria: el historicismo, el psicoanálisis, la orientación marxista o el propio discurso feminista.

    El reciente libro de Teresa M. Vilarós, profesora de literatura y cine español en Duke University (EE.UU.), quiere llenar el hueco del corpus crítico galdosiano en torno a la representación de la mujer y su proceso de ficcionalización particular en su obra más compleja, Fortunata y Jacinta. Nos propone la autora una revisión de la novela como un texto donde interseccionan o chocan dos voces o discursos: la invención masculina del texto y el propio cuerpo textual que se conforma como una entidad específicamente femenina. Para esta concepción de la mujer construida desde lo masculino se fija una lectura destinada a resaltar las conexiones históricas, económicas y psicosexuales que se entrelazan en lo que es considerado el centro explícitamente femenino y el eje alrededor del cual gira la trama textual: la maternidad.

    La novela, que aparece analizada tras el prisma de la diferencia sexual, tiene aquí una lectura freudiano-lacaniana y socioeconómica al mismo tiempo, porque la historia de relaciones y transacciones económicas y comerciales que constituyen el entrelazado argumental de la obra está directamente relacionada con la búsqueda de una identidad intuida por parte de las dos protagonistas y que verá finalmente la luz en forma de hijo. En un sistema económico basado en la producción, en el que la mujer suele quedar integrada como productora de hijos, como madre, la esterilidad de Jacinta la hará quedar desprovista de valor de cambio en el negocio del matrimonio. La búsqueda de un pequeño Santa Cruz, que se materializa en la compra del Pituso, quiere solucionar la ausencia angustiosa del hijo y de la propia identidad. Fortunata, en cambio, aparece desde el inicio como un objeto al que todos los personajes masculinos de la novela quieren moldear desde la fantasía, el deseo, el inconsciente y la sexualidad. Su primera aparición en la huevería de la Cava de San Miguel ofreciendo un huevo a Juanito Santa Cruz, ampliamente comentada por la crítica, la colocaría desde el inicio, según Teresa M. Vilarós, en el escenario de lo femenino, lo embrionario, lo anterior y lo primitivo. Su ciclo vital terminará en el mismo lugar, donde Fortunata planea dar a luz a su segundo hijo. Su representación, por tanto, quedará establecida como la de la madre por excelencia, la madre inconscientemente percibida como culpable por el hombre y a la que se le niega la ascendencia (no conocemos su origen ni apellidos) y la descendencia (su hijo es devuelto al ámbito paterno) si no es dentro del sistema de administración masculino.

    El intercambio de regalos en la novela es analizado también con detenimiento. En los dos momentos emblemáticos, el ofrecimiento del huevo crudo que Fortunata hace a Juanito al inicio de la novela rememorando a la Eva bíblica y el ofrecimiento de Juanín Santa Cruz a Jacinta al final de la misma, el regalo se presenta como símbolo y materialización de la propia entrega femenina. Los hombres de la novela, representantes del mundo masculino de la economía de valores de cambio, no entenderán ni podrán aceptar el sistema de intercambio netamente femenino que Fortunata representa. Frente a ello, no sólo las relaciones entre Fortunata y Juanito estarán marcadas por el dinero, sino también las relaciones entre ésta y doña Lupe, personaje con claros rasgos masculinos en su representación, quien considera el ingreso de la protagonista en la familia Rubín como una adquisición. Maxi, por su parte, también querrá comprar a Fortunata rompiendo la hucha de sus ahorros, pues para él representa la oportunidad de proyectar su potencial masculino, cifrado claramente en lo económico. Lejos de la generosidad y del regalo, la usura y avaricia masculinas, caracterizadas en la preocupación por el dinero, la descendencia y la posesión de la mujer, engendrarán la destrucción de Fortunata.

    Termina la autora su «lectura parcial» de la novela con un interesante análisis psicoanalítico de la protagonista a partir de dos personajes descritos con rasgos masculinos: Mauricia la Dura y Guillermina Pacheco, figuras tradicionalmente asociadas para la crítica galdosiana. Si Mauricia queda interpretada como el «ello» de Fortunata, un «ello» exigente, primario y asocial, que no conoce ni instituciones ni leyes, Guillermina encarna el «superyo» patriarcal y autoritario, representante de la administración social organizada. Ambos, «ello» y «superyo», tendrán atrapada a una Fortunata en busca de su identidad, de su yo.

    Estamos ante una interesante interpretación personal y «parcial» del texto galdosiano a partir de las teorías freudianas, pues por simple constatación cronológica Galdós no podía conocer los escritos de Freud. Hacer dialogar a ambos y establecer sus puntos de intersección tiene como objeto descubrir lo oculto, lo velado, lo entrevisto de las mujeres galdosianas. Más allá de esta propuesta interpretativa, Teresa M. Vilarós plantea también, aunque de forma muy lateral, la espinosa cuestión del compromiso social de Galdós con respecto al feminismo. La ambigüedad de su posición al respecto, a partir de su obra y sus datos biográficos, hace difícil la afirmación de la autora de la necesidad de aceptar una progresiva concienciación feminista de Galdós. A partir de la utilización del concepto de «escrivivir» de Julián Ríos, desde el cual quedan fusionadas e identificadas la vida y la escritura, la autora hace correlativos el evidente interés que despierta en Galdós la mujer con una postura vital comprometida con sus problemas sociales en la España de finales de siglo. Teresa M. Vilarós olvida aquí el distanciamiento propio del autor moderno con su obra y el hecho de que la representación artística de lo femenino es un lugar común en toda la novela realista occidental y se encuadra más fácilmente dentro de los límites del positivismo decimonónico y con mayor dificultad dentro de los postulados ideológicos del feminismo contemporáneo.

    En cualquier caso, esta «lectura que quiere ser privada y modesta» nos alumbra nuevas perspectivas y matices de la inagotable novela cumbre de Galdós al revisar la representación de la mujer galdosiana a finales del siglo XIX con los ojos lúcidos e inquietos de una mujer de finales del XX.

I. Moreno García

 

A. Gómez Torres, Experimentación y teoría en el teatro de Federico García Lorca, Arguval, Málaga, 1995, 261 págs.

    En Experimentación y teoría en el teatro de Federico García Lorca la profesora Ana Gómez Torres recorre el teatro de García Lorca centrándose en los aspectos básicos de su teoría dramática, a los que atiende especialmente en su etapa más hermética y complicada, que representan dramas experimentales como Así que pasen cinco años, Comedia sin título o El público. No obstante, la profundidad de su análisis exige también que sean tratados todos aquellos textos que aportan alguna luz sobre la teoría teatral del escritor granadino y su particular cosmovisión poética. Ana Gómez Torres no sólo explicita los presupuestos teóricos de la dramaturgia lorquiana, tanto de la poética interna como de la externa, sino que se detiene cuando es necesario en los textos, interpretados siempre con solidez y sistematicidad. La completa bibliografía manejada, así como sus sugerentes y lúcidas opiniones sobre obras tan oscuras y controvertidas, son muestras del rigor científico de su estudio.

    En el primer capítulo, «La búsqueda de una nueva teoría teatral», se afirma, contra la opinión generalizada de la crítica, que García Lorca otorgó al hecho teatral una importancia fundamental desde los orígenes de su actividad creadora, preocupándose por hallar una nueva formulación de lo dramático, en correspondencia con distintas corrientes renovadoras españolas y europeas. El fin último era que el teatro se impusiera al público y no al contrario, para lo cual el dramaturgo recurrió a una estrategia cifrada en conseguir primero una autoridad teatral, a través de un teatro convencional, y después mostrar su verdadero teatro, basado en el experimentalismo. Este doble juego constituye, en opinión de la autora, la «médula de la filosofía teatral lorquiana». El nuevo «teatro del porvenir» pretende sacar a escena los tabúes y sacudir las conciencias para lograr un efecto catártico. En esta línea, y con el deseo de abolir la mímesis realista, las primeras tentativas se concretan en la indagación en áreas marginales de géneros teatrales y en la concepción del teatro como «comunicación entre actor y público». El desafío al público se observa formalmente, por ejemplo, en el procedimiento del prólogo, recuperado de la antigua convención dramática y convertido en recurso fundamental para invitar al receptor a reaccionar críticamente, implicándolo en el rito teatral, caso de Comedia sin título y de La zapatera prodigiosa, por ejemplo. El estudio del prólogo lleva a la profesora Gómez Torres a una conclusión de extraordinario interés respecto a la compleja estructura de El público: el «Solo del Pastor Bobo», erróneamente colocado entre los cuadros quinto y sexto en todas las ediciones existentes, es, en realidad, un introito de raíz clásica que debe situarse como obertura, afirmación que se apoya en un serio estudio de las intertextualidades lorquianas y de la propia tradición teatral española.

    En «El teatro imposible hecho posible», A. Gómez Torres se detiene en la insólita audacia de El público, que iría más allá de las tentativas innovadoras españolas. Como la obra más experimental de García Lorca, supone una verdadera revolución dramática, por deconstruir, junto con los preceptos clásicos, el género literario que representa, produciéndose «una confusión carnavalesca de elementos autorreferenciales» y una inversión de las jerarquías, que se aprecia, por ejemplo, en la confusión entre autoría, público y personajes, y que desencadena la dispersión, la «pluralidad de planos dialógicos». Con la myse en abyme metateatral, la teoría explicitada en El público, «lejos de provocar una transparencia tranquilizadora, encierra al receptor en los pliegues del discurso, en su ausencia de conclusiones». Disintiendo de una parte de la crítica, Ana Gómez Torres descarta que El público sea un hecho aislado; al contrario, defiende que la dirección «imposible» del teatro lorquiano está presente desde sus primeros escritos.

    El capítulo tercero, «El teatro bajo la arena», pasa a detallar los problemas más específicos de El público. Los escritos y declaraciones de Lorca muestran que la misión del arte dramático sería la de presentar la verdadera realidad, preocupación central de toda su producción que se acentúa en El público. El teatro bajo la arena, frente al teatro al aire libre, es un reto a la expresión de la verdad. El público formula «casi un tratado sobre teoría y praxis dramática». Desde su mismo título, delata su enfoque metadramático, unido a una metafísica de la existencia que se liga al problema de la verdad y la identidad. Los juegos de planos, del teatro dentro del teatro, contribuyen a acentuar la cuestión de la autenticidad personal buscada por unos personajes inmersos en un carrusel de puntos de vista, donde se conjugan tiempos y perspectivas, dados por niveles que se «refractan y reflejan entre sí, de manera que se evita el referente de los hechos, presentados sólo mediante metáforas dramáticas y una constante simbolización de los personajes».

    En «Metamorfosis, máscaras, vacío», la profesora Gómez Torres se detiene principalmente en dos recursos característicos del teatro bajo la arena: la abolición de la linealidad temporal y la ruptura dramática del principio de identidad, procedimientos presentes en toda la creación lorquiana, caso por ejemplo de Poeta en Nueva York, Romancero gitano, Yerma, Bodas de sangre, Así que pasen cinco años, etc., aunque en El público «la violencia de la fragmentación va más allá: se quiebra la sucesión cronológica y el sujeto estalla en una constelación de imágenes pasadas, presentes y posibles». La negación del principium individuationis alcanzaría su máximo exponente en «Ruina romana» y su heraclitiano proceso de las metamorfosis, que se justifica desde el miedo de los personajes ante la verdad última de su vacío, de ahí la tiranía de la máscara, único medio de integración social, y la necesidad de sacarla a escena para destruir la pasividad del espectador. La ruptura monolítica del personaje, en consonancia con el teatro contemporáneo, supone la abolición de la mímesis clásica, estudiada detenidamente junto con otros recursos estructurales y escénicos.

    En el capítulo quinto, «Conciencia de teatralidad», se ahonda en la dimensión metateatral de El público. El concepto de metateatro es tratado en sus distintas implicaciones. Según Ana Gómez Torres, aún no se ha reconocido en su justa extensión hasta qué punto todo el teatro lorquiano es metadramático, como se aprecia, por ejemplo, en la teatralización de sus personajes, aspecto que, junto a otros elementos metateatrales, provoca que texto, representación y recepción formen «un conjunto dinámico en el que los distintos niveles se interpenetran hasta confundir sus fronteras». El recurso del teatro en el teatro, ya presente en otros textos, es empleado de modo original en El público, pues Romeo y Julieta permanece siempre fuera del escenario y el espectador tiene acceso a dicha obra de modo indirecto. El concepto de vida-teatro se relaciona con la herencia del Barroco, especialmente con la cosmovisión alegórica de los autos sacramentales calderonianos, muy cercanos a la configuración de la acción en El público como proyección mental del protagonista y a su visión de los personajes como ideas morales.

    El proceso de escritura de El público, expuesto en «Texto y contexto», se aborda teniendo en cuenta todos los datos, noticias y documentos existentes. La profesora rastrea las versiones anteriores y posteriores al único manuscrito que hoy se posee, dando cuenta de la complicada transmisión textual del drama y de las lecturas que Lorca hizo de él a sus amigos. Establecidas las distintas versiones, se detiene en el manuscrito autógrafo conservado, al parecer uno de los primeros borradores de 1930, editado en 1976, hace ver la necesidad del cambio de la escena del Pastor Bobo, y explica acertadamente la «falta» del cuadro cuarto en la obra como un rasgo de intencionado vanguardismo, paralelamente a lo que ocurre en Así que pasen cinco años. La distribución experimental en cuadros, y no actos, favorecería el fragmentarismo, que rompe con la linealidad y supone por parte del receptor una actividad organizadora. Ante la coherencia del manuscrito, sumamente trabajado, Ana Gómez Torres concluye que El público puede considerarse dentro del teatro «inacabado» de Lorca, pero en el mismo sentido que Así que pasen cinco años o La casa de Bernalda Alba, que tampoco llegaron a ser estrenadas en vida del dramaturgo.

    El capítulo séptimo, «La “lógica poética” de El público», está centrado en un aspecto básico en todo texto dramático: la puesta en escena. El público, según Gómez Torres, lejos de ser un drama «irrepresentable», ha demostrado «una enorme riqueza de posibilidades escénicas en sus distintas representaciones». En este sentido, la confluencia de varias artes en la obra hace de ella un ejemplo de teatro total, en el que la polifonía informativa, en palabras de Barthes, contribuye a la coherencia artística. La autora estudia concienzudamente los diferentes códigos extralingüísticos, destacando cómo los decorados «funcionan en todo momento como simbolizadores de ideas abstractas o claves para la solución de enigmas». La estrategia escénica y estructural se asocia principalmente con la estética barroca, el Surrealismo, el Expresionismo y el «pirandellismo». Se otorga a la estética expresionista un papel fundamental, pues El público comparte con ella «una perspectiva marcada por la voluntad de penetrar en la verdad esencial y de dar voz a la atormentada vida del espíritu», de ahí la importancia de la máscara, símbolo clave del Expresionismo. En cuanto al debatido problema del Surrealismo, El público no es considerado como un drama estrictamente surrealista, ya que Lorca siempre enfrentó el hecho poético «desde su propio orden», y en consonancia con su «lógica poética», como se manifiesta al profundizar en sus ajustadas y calculadas claves textuales. Así, frente a la crítica que ve en El público una obra indescifrable, Gómez Torres argumenta que en ella «se condensa y potencia el lenguaje simbólico de Lorca, susceptible de ser desentrañado a pesar de su rica polivalencia».

    Los caracteres de El público se enfocan principalmente desde la perspectiva de su función y como símbolos sobre los que se sustenta la especulación teórica teatral en «Función simbólica de los personajes». Éstos son entendidos como «entidades esenciales que sólo tienen realidad como proyecciones de un escenario mental», como sucede en ciertas obras desde el teatro medieval al expresionista, y especialmente en los autos sacramentales. Al no tener nombres propios, son seres arquetípicos, de desdibujada y múltiple identidad, facetas de un mismo individuo. Así, por ejemplo, los Caballos se interpretan como fuerza erótica y objetivación de los deseos del Director; aunque también son clave en el desarrollo de la acción y en la estructura del texto, al funcionar a la manera de un coro trágico. Uno de los elementos dramáticos generadores de acción viene dado por el conflicto interno del Director y su evolución ideológica hacia el desenmascaramiento, a lo que contribuye otro personaje de capital importancia: el Hombre 1, cuya autenticidad lo convierte en mártir. Los Hombres 2 y 3 representan distintas gradaciones con respecto al problema de la hipocresía social y de la actitud hacia el amor. En torno a este último tema, son esclarecedoras las interpretaciones del Emperador, del Prestidigitador o de Elena y Julieta, por ejemplo.

    Como se afirma en «Revolución de la materia dramática: la parábola del amor», el concepto del erotismo expuesto en El público «es parte de toda una cosmovisión en lucha contra los dogmatismos». La consideración del amor como sacrificio lleva al autor a construir un evangelio laico de la pasión amorosa. El cuadro quinto desarrolla, en esta línea, una liturgia y un sacrificio, una representación donde el teatro se convierte en rito, con un paralelismo claro entre la figura de Cristo y el Hombre 1. Las referencias evangélicas del cuadro quinto, estudiadas por Menarini, son ampliadas por Gómez Torres al resto del drama. La dinámica amorosa lorquiana, que reúne los dos sentidos de passio, como sufrimiento y amor exaltado, se relaciona con la concepción erótica petrarquista, presente en la obra también a través del concepto de lucha amorosa y por el anhelo constante de los personajes de un amor perfecto. Así, el Hombre 1 encarna una idea del amor cercana a la pureza clásica, de carácter apolíneo, contrapuesto a la vertiente dionisíaca del Emperador y el Hombre 3 o a la más convencional del Prestidigitador. En general, la moral amorosa defendida en El público se expone a partir de un fundamento filosófico centrado en la idea del amor como fruto del azar, como fuerza irracional que no depende de la voluntad propia. Las formas, las apariencias, son, en el fondo, arbitrarias, de ahí las continuas metamorfosis de los protagonistas, causadas por sus deseos de una fusión que se revela imposible. La utopía de ser uno, de encontrar a uno, expresión perfecta del amor, que Gómez Torres conecta con acierto con el mito narrado por Aristófanes en el Banquete de Platón, adquiere dimensiones míticas bajo la forma del pez luna, símbolo con el que se reafirma la desolada visión lorquiana del erotismo, desgarradora en El público, donde el amor deriva finalmente «en desengaño de la existencia en el gran teatro del mundo: de su inconsistencia, sus máscaras, su vacío».

    En el marco de los estudios lorquianos, Experimentación y teoría en el teatro de Federico García Lorca supone, desde luego, una aportación de extraordinario interés, tanto por la perspectiva teórica adoptada, como por la profundidad crítica con que se tratan los dramas experimentales lorquianos, de considerable dificultad y hermetismo.

Mª Vª Utrera Torremocha

 

J. Esteban, Refranero anticlerical, Ediciones Vosa, Madrid, 1994, 132 págs.

    El refrán es un dicho agudo y sentencioso de uso común que tiene un gran arraigo en nuestro país. Muchos son los refranes, como amplia es la temática que pueden abordar. Todo refrán lleva intrínseco el tono burlón con que se dice, lo cual nos conduce a la ironía y de aquí al realismo satírico, porque los refranes no son una literatura gratuita, sino una interpretación del mundo, una ética y una doctrina. Los refranes son sentencias extraídas de la propia experiencia del pueblo que los promulga, idea con la que las doctrinas erasmistas estaban de acuerdo, pues defendían el saber natural del vulgo.

    Nuestro país posee un refranero rico y muy abundante que entronca con la literatura propagandística de los siglos XI y XII, cuando los juglares con su maravilloso oficio enseñaban y contaban a nuestros antepasados las hazañas y batallas de tantos héroes o la vida de los santos.

    José Esteban ha extraído una sabrosísima recopilación con más de 800 refranes que tienen algo en común: su anticlericalismo. Esta recopilación está precedida también de un enjundioso estudio sobre otras colecciones de refranes anticlericales, muy comunes desde los siglos xvi y xvii, aunque es evidente que los refranes se literaturizaron oralmente desde mucho antes. No tiene esta compilación de José Esteban un afán anticlerical, como muy bien aclara en su introducción. No obstante, nos acerca a una tradición muy arraigada. El anticlericalismo de nuestros refranes muestra un antagonismo de lucha de clases: el materialismo pulula por casi todas las sentencias. Estos refranes tienen un singular poder evocador que fustiga al clero, y a la falsa piedad, es decir, a la beatería.

    Los refranes muestran el estado de ánimo de los españoles, la sabiduría popular bajo el llamado Antiguo Régimen, es decir, en el siglo XVI y principios del XVII. Nos advierte el recopilador que todos los refranes no son de la misma época y que la mayoría de ellos son el resultado de refranes anteriores. El anticlericalismo o denuncia de los vicios de gente de sotana en los refranes podría compararse con otros muchos testimonios de la época que nos hablan de la corrupción de nuestros frailes o clérigos.

    En definitiva, este pequeño libro tan interesante nos acerca a una época y a un modo de vida de una singularidad indudable. Es ahí donde radica el acierto de esta preciosista recopilación. Y ya que de refranes venimos hablando, nada mejor que terminar con un viejo entremés que nos avisa sobre ellos: Advertid que los refranes/con tiento se han de mascar:/porque no viniendo a pelo/hacen mucho regoldar.

S. Robles Carrasco

 

M. López López, El mito en cinco escritores de postguerra, Verbum, Madrid, 1992, 394 págs.

    La narrativa española de postguerra ha suscitado desde siempre la atención de la crítica. Los criterios que se tuvieron en cuenta a la hora de dividirla en décadas, o el intento de aunar varios aspectos con el fin de demostrar que la novela era el medio para cambiar la sociedad, produjeron que aquéllos fuesen irreconciliables entre sí.

    El presente estudio, distribuido en seis partes, pretende iluminar cómo lo mítico o lo arquetípico tienen un lugar dentro del análisis temático y formal de la narrativa española de postguerra. Para ello, fija su atención en cinco autores representativos del momento: Rafael Sánchez Ferlosio, Juan Benet, Gonzalo Torrente Ballester, Álvaro Cunqueiro y Antonio Prieto. Los presupuestos teóricos, desarrollados en el capítulo introductorio, los aplica a las novelas aparecidas en el período 1942-1975. A ello suma, de manera muy acertada, la concepción que cada autor tiene sobre la literatura.

    Para conectar el mito con la obra literaria recurre a la definición aristotélica de mythos y lexis, junto a otros conceptos teóricos usados por la crítica literaria que, a mi juicio, precisan la máxima atención del lector: lo mítico y la desmitificación, el arquetipo y el prototipo, etc. A su vez, demuestra cómo la indisoluble unión poiesis-mito dentro del discurso narrativo supera, en ocasiones, la historia dentro del mundo ficticio. La obra de Mariano López, densa y hermética en numerosas ocasiones, muestra al lector el mundo enigmático del mito a través de cinco novelistas de postguerra. El estudio responde claramente a un esquema concebido de modo geométrico, en el que se exponen las ideas generales del trabajo de manera introductoria, para seguir con un análisis temático-estructural de cada autor.

    El mito que cada escritor engendra y da a luz se convierte en imagen recurrente. Así, por ejemplo, Sánchez Ferlosio consigue en Alfanhuí y en El Jarama un final empírico, gracias a una miticidad parcial. Resulta muy acertado el análisis minucioso de las distintas isotopías presentes en el discurso de El Jarama, en especial, la de los toros. El antimito, el personaje desmitificado consigue así ser auténtico. Esto se distancia, por ejemplo, al tratar El testimonio de Yarfoz.

    El estudio de la novelística de Juan Benet es abordado en su conjunto. El escritor intenta recuperar lo no vivido a través de la literatura y es esto lo que lo distancia de Sánchez Ferlosio (aunque existen semejanzas a nivel profundo que la crítica no ha visto entre ambos). Es interesante en Benet la concepción del mito temporal o pluscuamfuturo. A ello se suma el viaje, verdadero mito que aparece en Volverás a Región o en Nunca llegarás a nada. Establece, asimismo, interesantes ideas acerca de la dialéctica entre historia y discurso. Circularidad, memoria y tiempo perdido (algo común en la novela española de los ochenta) son elementos funcionales de sus novelas. Mito que aúna un origen nunca vivido y siempre perdido.

    De Gonzalo Torrente Ballester es significativa la unión de los niveles mítico y discursivo, histórico y metanarrativo. En La saga/fuga de J. B. coinciden los dos planos: el real, de naturaleza verbal, y el del texto o mítico. Exhaustivo e interesante es el estudio de La isla de los jacintos cortados, donde establece las diferencias fundamentales entre el hecho histórico y el ficticio.

    Si Torrente Ballester sitúa el mito descompuesto frente a la realidad, Álvaro Cunqueiro une a esto los sueños. En Las crónicas del Sochantre o en Merlín y familia, los difuntos son entes ficticios, son una amalgama de memoria y ficción. O en Un hombre que se parecía a Orestes, el autor defiende que la propia ficción del personaje no pretende imitar la realidad, sino que quiere convertirse en verdadera ficción y, así, en auténtico mito.

    Antonio Prieto proyecta, junto al texto mítico, el esquema epistolar. Así, en Carta sin tiempo, un personaje difunto hace siglos que es capaz de transmitir su palabra y su expresividad. En Secretum, se consigue la inmortalidad del ser humano, gracias a un descubrimiento científico. Aquí el mito y lo ficticio son reflejo de una conquista del hombre. Existe también un intento de recuperar el tiempo perdido, si bien lo único que permanece es, por encima de todo, la palabra.

    El manual desvela de manera interesante el estudio del mito como estructura que posee toda obra literaria. Uno de sus tantos aciertos consiste en presentar los conceptos, principios y métodos de la teoría del mito, que útiles en la novela española de postguerra, resultan igualmente provechosos en la novela contemporánea. Productivo porque aborda algunas unidades constitutivas, cuya relación da la estructura del mito en cada novelista. Siguiendo las líneas de Villegas y otros esquemas, su autor aporta una nueva visión y original enfoque a la tradicional novela de postguerra. Manual imprescindible para establecer conexiones con la cultura, la sociedad y la historia del momento en que nacen arquetipos literarios. Su punto de vista innovador hace que el ensayo de Mariano López sea original. Sus interesantes propuestas lo convierten en punto de obligada referencia, no sólo para el lector que quiera comprender la novela española de postguerra en profundidad, sino para quien busque respuestas a la fascinación que provoca nuestra novelística actual.

    En definitiva, un manual exquisito, en el que ningún reparo puede ponerse. Obra enriquecedora en contenidos por moverse entre lo inventado y lo auténtico, entre la ficción y la realidad histórica. Importante porque en definitiva, su autor, al igual que los escritores analizados, poseen el goce, el placer, el disfrute de no tener que justificar la verdad o falsedad de lo que dicen.

M. Morilla Trujillo

 

Literatura infantil de tradición popular (coords. de P. C. Cerrillo y J. García Padrino), Servicio de Publicaciones de la Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 1993, 113 págs.

    Este libro es el fruto de uno de los Cursos de Verano organizado por la Universidad de Castilla-La Mancha en la provincia de Cuenca que, dedicado a la Literatura Infantil, tuvo como tema y objeto de estudio principal la relación de este tipo de Literatura con la Tradición Popular. Por quinto año consecutivo —y debido al gran interés suscitado hasta el momento— los organizadores decidieron dedicar otro de sus encuentros a la literatura infantil. En éste los participantes se han encargado, entre otras líneas de investigación, de explorar las raíces europeas de la literatura infantil, la unión de literatura y folklore en la lírica popular infantil, la significación de la narrativa folklórica en el mundo de la infancia o el aprovechamiento didáctico que se puede hacer del Cancionero Infantil en las escuelas. El objetivo final de este encuentro es común: salvar un folklore infantil que corre el riesgo de perderse entre los avances tecnológicos y los modernos enemigos de la lectura.

    La serie de ponencias —nueve en total— recogidas en el libro están expuestas por profesores que, con independencia de su labor en el aula, intentan transmitir y avivar el espíritu investigador de los estudiantes de cualquier especialidad de Magisterio —a quienes va dirigido preferentemente este libro— e incluso de los futuros licenciados en Filología Hispánica. Cada una de ellas analiza una o varias características de la tradición oral infantil: «Los arquetipos del cuento popular», de Antonio Rodríguez Almodóvar; «Las raíces europeas del folklore infantil» y «Desarrollo integral del niño y poética de tradición oral», de Mª Dolores González Gil; «El juego tradicional en la literatura y el arte», de Ana Pelegrín; «Juegos infantiles y escénicos de corte tradicional», de Arturo Medina; «Literatura y folklore en la lírica popular infantil» y «Sobre el aprovechamiento didáctico del cancionero infantil», de Pedro C. Cerrillo; «La narrativa folklórica en el mundo infantil», de Pilar Gómez Couso, y «¿Son infantiles los cuentos populares?», de Jaime García Padrino. El conjunto de tan distintas líneas de investigación participa de la intención de profundizar en el conocimiento de la génesis de nuestro folklore infantil. Este conocimiento, debidamente asimilado, servirá para frenar el olvido que está sufriendo —de manera más acuciante en las grandes urbes— la tradición oral. A maestros y profesores corresponde utilizar el folklore infantil, como herramienta e instrumento de enseñanza, dentro del aula. De esta forma se devolverá a quienes realmente pertenece: los niños. Es interesante destacar la práctica unanimidad de los ponentes a la hora de señalar la escasa atención que investigadores y filólogos han mostrado generalmente a la literatura tradicional y al folklore infantil, cuando no puede perderse de vista que literatura y folklore son dos materias que van indisolublemente unidas. Es más, el universo de la literatura tradicional tiene una variedad y riqueza difícilmente acotable.

    El profesor Arturo Medina subraya la importancia que tienen los juegos en el desarrollo cognitivo del niño, utilizando una serie de agrupaciones y subdivisiones de juegos escénicos de corte tradicional. El niño, que en sus juegos imita situaciones adultas y que utiliza un lenguaje tropológico, no cuenta con un público, como ocurre en el teatro auténtico, pero, sin embargo, vive sus juegos con la misma verdad que el adulto su propia vida. La profesora Pilar Gómez Couso señala el destacado papel que el cuento puede desempeñar en el aula. El mensaje del cuento sirve como elemento integrador entre el niño y el mundo. A través de su discurso los niños aprenden a enfrentarse a la vida y a reflexionar sobre su propia cotidianeidad. La profesora María Dolores Gil defiende, sobre todo, la capacidad pedagógica del folklore infantil. Su uso en el aula se convierte, por tanto, en imprescindible para adecuar la literatura, según la edad del niño, a cada fase de aprendizaje. Por último, es necesario destacar la voluntad de los ponentes de unir tradición y progreso, ya que el progreso no es otra cosa que la asimilación de la herencia. Por ello «la tradición popular no es una historia anecdótica, sino una necesidad, un valor esencial de la vida humana».

J. Subiri

 

J. A. Sánchez, Dramaturgias de la imagen, Universidad de Castilla-La Mancha (Col. Monografías nº 16), Cuenca, 1994, 145 págs.

    Comienza José A. Sánchez su obra presentando la problemática de la herencia no asumida por el teatro. Determinadas formas del teatro burgués de mediados del XIX están íntimamente ligadas al concepto mismo de «teatro»; el creador escénico contemporáneo a veces ha de justificar sus propuestas ante un público y crítica que ignora que los procedimientos que está empleando datan de hace más de cien años. El autor cree necesaria la reconstrucción cronológica de la historia de la dramaturgia contemporánea, partiendo del agotamiento del teatro burgués. Continúa indagando en los orígenes de la tragedia y comentando la Poética de Aristóteles, que somete lo escénico a lo poético y elimina el contexto sociológico, con lo que su reconstrucción del nacimiento de la tragedia sería artificial.

    El teatro naturalista, dice J. A. Sánchez, es el primero en representar fielmente el texto; es en este momento cuando estalla la crisis entre teatro y drama moderno. Los autores no pueden expresarse como quisieran, supeditados a fórmulas dramáticas, y surgen entonces movimientos alternativos o restauradores del mismo. Las fracasadas revoluciones románticas llevaron a estos autores a tomar partido por un comunismo estético. Así, Wagner pretendía, según Sánchez, recuperar el modelo de arte griego, el arte colectivo que no separaba los géneros. Continuando en esta línea, las palabras son abolidas, pues van dirigidas al intelecto, que sólo percibe la apariencia exterior de las emociones anímicas. Se trata de escribir directamente en el escenario, prescindiendo de partituras previas. Este método es seguido por artistas plásticos más o menos relacionados con el expresionismo, no así por otros autores como Stanislavski, quien convierte el drama en obra literaria más que escénica. Para Sánchez se produce un desplazamiento de lo orgánico a lo arquitectónico, a la unión en escena de los diversos lenguajes artísticos. Como movimiento contrario al organicista, propone el destructivista, teniendo como resultado una serie de materiales inorgánicos que se montan en forma de artefactos. La obra se hace mucho más breve, lo que exige otra estructura que permita varias composiciones en una sola velada. Simultaneidad de medios, mezcla de lenguajes, es lo que propugna la vanguardia europea.

    Continúa Sánchez mostrando cómo con el surrealismo, a consecuencia de variar el objeto de atención, se incorporan a la escena nuevos elementos como el collage y distintos procedimientos cinematográficos; antes se renunciaba a lo dramático para explorar el interior de la conciencia; ahora lo que interesa es la zona animal del ser humano, el lado onírico, inconsciente, sombrío. Tras la guerra se detendría todo lo anterior. Se retoman esquemas escénicos que se creían ya superados. La investigación empezada sobre el lenguaje, en su dimensión plástica y sonora, por los expresionistas y surrealistas es continuada. Se trata de encontrar otras formas de significación, no evidentes, que vayan más allá del libro. Desaparece nuevamente la palabra, en favor del cuerpo. En los 50 interesa el elemento cultural del arte. En Estados Unidos surgen los «happening», que son como «ritos contemporáneos», creando una «dramaturgia de uso».

    Derivado del anterior surge el «Fluxus», que sustituye el objetivo estético por el social, suprime la obra de arte y su mercado, y propugna la «escultura social» o el concepto ampliado de arte.

    Sigue el estudio con Brecht y lo que se toma de él en los 60: la componente épica, sus recursos narrativos, el extrañamiento, la introducción en la obra de canciones, imágenes, la desvergüenza ante el plagio, la dialéctica con el espectador. Recoge a continuación el autor varias tendencias: el teatro documental alemán, que pretende recuperar el teatro como foro; el Living Theatre, defensor de un «teatro dentro del teatro»: es el «Teatro de la crueldad»; los preceptos de Grotowski, quien, en los 70, sostiene que hacer teatro es hacer «el acto total»; el Tercer Teatro, que utiliza el lenguaje de la experiencia, más allá de la palabra y de la imagen; el Teatro Radical, que sustenta la idea del teatro como modo de vida y la integración de los medios en torno al actor, que vive la situación.

    Más allá de lo gestual, en los 60, más allá de los límites del arte, estallaría una revolución por las estrategias reteatralizantes, después de la cual habría un relajamiento y una vuelta a la interioridad de los procesos creativos, un retorno a la imagen densa y distante. Se recogen las teorías de Kantor, que propone la autonomía del teatro; de Müller, quien renuncia a la forma y parte del ritmo para hacer un texto; de Bausch, que compone coreografías a partir de palabras; de Wilson, quien contempla el acontecimiento escénico como realidad; de Foreman, para quien el objeto del teatro es la representación del hombre; del Wooster Group, que retoma la importancia del texto como un elemento más. El autor se introduce ya en los 80, cuando se produce una pérdida de la realidad propiciada por la televisión, como ocurriera a principios de siglo con la fotografía o el cine. Los movimientos teatrales relevantes, relacionados con el Mickery Theatre de Amsterdam, investigan el sistema de los media y su relación con la experiencia personal, así como su obstaculización de la comunicación. Detalla los presupuestos de Jesurun; de Els Comediants y su «dramaturgia de situaciones». Define la ambigüedad de la representación dentro de la representación, de lo real/ficticio. Analiza la soledad imperante, que conduce a los monólogos o performances. En Europa recoge los influjos de Nueva York: los espectáculos entre danza, instalación y teatro, con esquemas dramáticos rítmicos: Arena Teatro, La Fura dels Baus, Jean Fabre; el interés por la ópera contemporánea para unir los diversos medios en una oposición «orden/caos»; las «dramaturgias internacionales», fruto de creadores con criterios de programación y producción; la mezcla de ritmo, música, plástica, teatro-danza; y el problema de la distribución, lo que lleva a hacer teatro para la propia comunidad, retomando la idea del XVIII .

    En definitiva, el autor ofrece un panorama global de las diversas etapas de la dramaturgia desde el abandono del teatro burgués hasta nuestros días, centrándose en los principales sustentadores de cada una de ellas a través de un análisis escénico de sus principales obras, tomando como paradigma las tendencias tanto europeas como norteamericanas. Defiende la tesis de que los nuevos procedimientos de hibridación escénica tienen su germen en el Romanticismo, con la caída del drama burgués y del teatro sustentado por el texto. El resultado es un jugoso estudio de la historia de la dramaturgia bastante exhaustivo y muy bien documentado.

S. Medina Barrenechea

 

M. Asensi, Teoría de la Literatura y Literatura comparada, Síntesis, Madrid, 1995, 284 págs.

    De unos años a esta parte, la cuestión de los límites que separan las diferentes disciplinas humanísticas es un tema que preocupa a muchos. Esto no es de extrañar, con la irrupción de los llamados «discursos límites», difícilmente atribuibles a ningún campo sin menoscabo de los otros, que se mueven en la indecibilidad y participan de los diferentes géneros sin pertenecer a ninguno.

    Este libro se inserta en esa problemática tan actual de los límites discursivos. En este caso se trata de la frontera entre la Literatura y la Filosofía, pero también de la relación que las une. En definitiva del espacio que media entre ellas, ámbito que tanto puede unir como separar. El autor, el profesor Manuel Asensi, ya se ha planteado este tema con anterioridad en su artículo «Crítica límite/el límite de la crítica», publicado en Teoría literaria y Deconstrucción (1990). J. H. Miller escribe en The critic as host (1977): «El nihilismo se ha hecho a sí mismo en el interior de la casa de la metafísica occidental. El nihilismo es el fantasma latente encriptado en el interior de cualquier expresión del sistema logocéntrico» (pág. 218). Esta frase viene a ilustrar el pensamiento del autor de Literatura y Filosofía. Los «discursos límites» no están desligados de la tradición anterior a ellos, sino que están comprendidos en ella como su oposición, como un germen latente en la Historia que ha ido minando la estabilidad de la relación entre estas dos disciplinas. Así, el profesor Asensi marca un recorrido por la configuración de este fondo, para alcanzar una mayor comprensión de los fundamentos y antecedentes del estado actual. Y asistimos a un estudio de las obras más representativas, tanto literarias como filosóficas, así como a la variedad de modalidades que ha adoptado su relación.

    Asensi sigue un orden cronológico y comienza con la partición que se inaugura en la Grecia clásica. La distribución más tradicional asigna a la Literatura la categoría de ficción e identifica a la Filosofía como abanderada de la verdad. Este reparto de papeles perpetuará durante siglos y la separación entre ambas será indiscutible. Tal separación perderá su nitidez con pensadores como Kant o Hegel. El antiguo concepto de realidad se desvanece y, con él, el de ficción, pues ambos se sustentaban mutuamente. El mundo no es el que era. Ya no hay confianza en la percepción ni en los sentidos. Esto tendrá sus repercusiones en la Literatura y en su definición. Desde el momento en que se suspende la oposición ficción/realidad, se produce una hendedura en la distinción Literatura/Filosofía. Las letras, igual que la metafísica, serán entendidas como medio que desvela o hace accesible una idea superior.

    El autor atribuye a Kant una interesante aportación: la apertura de una doble vía de desarrollo, por una parte, agudiza la interiorización y expresividad, ensalzando al individuo. El arte como subjetividad: este camino conducirá al Romanticismo de Iena. Por otra, la figura del sujeto desaparece —perpetuando la crítica de Kant a la identidad— y lleva a un vacío que traerá consigo la autorreflexividad del arte. Esta segunda opción es la que dará lugar a las formas nihilistas o existencialistas, donde las letras y el pensamiento se alían para mostrar el sinsentido de la vida. En cualquier caso, se pasaría de un concepto mecanicista —en el que la Literatura reproduce la realidad— a una noción constructivista, para la que la representación implica también una aportación o creación.

    Después se introduce la ciencia en este panorama, y se recuperan el realismo y la confianza perdida. Pero las repeticiones nunca son idénticas y el pensamiento se ha dejado afectar por tantos años de idealismo. La Literatura es nuevamente relegada a la mimesis y se desconfía de ella o, más bien, se la teme. La filosofía también se encuentra enfrentada a este positivismo científico. Ya en este siglo, continúa Asensi, la trayectoria que marcan estas mentalidades prácticas exime definitivamente a la Literatura de cualquier obligación con lo racional y coherente. Ahora podrá gozar impunemente de un grado de libertad nunca antes experimentado. La Literatura lo puede decir todo. Ya no será el medio de transmisión, el reflejo, el desvío, la fantasmagoría, siempre con la atención puesta más allá de sí misma, subordinada e inferior a su alterego, la Filosofía. Gozará del peligro y del privilegio de la intrascendencia y la indeterminación. La Literatura se ha desprendido por fin de las críticas dirigidas a ella desde la Filosofía en nombre de la razón. Las Vanguardias, las nuevas técnicas narrativas, el nihilismo, etc., serían consecuencia de esta desposesión. El arte —como era entendido anteriormente— ha muerto, se ha desfigurado hasta ser irreconocible.

    A la vez, al poder la Literatura acoger todo en su seno, transgrede sus fronteras e invade terrenos ajenos, desfiguración que atañe por igual a la Filosofía. Se tiende entonces a una totalidad en la que se agrupan los diferentes discursos con sus divergencias internas. Esta crisis, que envuelve todos los registros, invertirá la función de los márgenes y actuará como puente de acercamiento e intrusión en otros espacios.

    Se señala igualmente cómo lo que había caracterizado a un lenguaje poético frente a otro lógico era la Retórica. Ésta subvertía el significado y podía conducir a error. La Filosofía desterraba de sí la metaforicidad, amparada por sus pretensiones de rigor y cientificidad (no hay más que ver el proyecto de Carnap de forjar un lenguaje lógico-simbólico). Pero se descubre que la retoricidad es patrimonio de todo lenguaje y contamina todo lo que se dice. Ya no será la metáfora la que marque el contorno literario. Entra también en otros dominios —por ejemplo, en la exuberancia de Heidegger o en las obras deconstruccionistas—, que con ello entrarán en crisis de identidad. Se llega incluso a identificar como metafórico el proceso de significación, basándose en la arbitrariedad que une el significado al significante.

    Y así se llega al momento actual. La pregunta por el marco se hace prioritaria y entra en debate. La inestabilidad que provoca esta situación desespera a algunos y abre a otros, más valientes, un haz de posibilidades. Se aboga por la interdisciplinariedad.

    Una mayor toma de conciencia de los escritores derivaría en un enunciado más de acuerdo con su contenido. La obra de Jacques Derrida, última parada de este itinerario, plantea serias dificultades a la hora de su clasificación en un registro determinado. El propio escritor expresa su rechazo a ser encuadrado en cualquier género. Predica, pues, con el ejemplo, poniendo en práctica sus ideas en el texto.

    Como se especifica en el prólogo, no se trata de una Historia de la relación Literatura/Filosofía, ni hay pretensiones de exhaustividad. Se ha llevado a cabo una selección de los momentos y obras que han supuesto un cambio en el entendimiento de esa vecindad (Platón y Aristóteles, Cervantes, Hegel, Valéry, Marx, Heidegger, Proust, etcétera). El autor ha organizado este libro —muy acertadamente— «como un diálogo, discusión o ruptura entre textos considerados como “filosóficos” y textos considerados como “literarios”» (pág. 10).

    Este trabajo atestigua la variabilidad de unos conceptos y unas fronteras que manejamos con demasiada tranquilidad, y demuestra que cualquier definición de estas disciplinas es siempre parcial. Análisis textuales de obras filosóficas, posiciones metafísicas en la Poesía, incursiones de la retórica en la Filosofia, todo ello confluye para evidenciar «lo profunda y delicada que deviene la relación Literatura/Filosofía [...], la absoluta transformabilidad y desfigurabilidad de esos dos términos, hasta el punto de que su significado y su posición dependen completamente del contexto en el que actúan» (pág. 124).

    Aunque contiene excelentes estudios literarios, como es el caso del apartado que dedica a Cervantes, se detiene más en las exposiciones filosóficas y en general les da un mayor protagonismo. Se echa en falta una mayor presencia de la literatura, aunque privilegia las iniciativas de esta última como anticipadoras de futuras posiciones. También se le podría objetar que la selección resulta algo caprichosa y poco justificada, lo que hace pensar que, de ser otras las obras tratadas, la dirección argumental o la perspectiva ofrecida habrían variado. ¿Hasta qué punto la fiabilidad de la perspectiva histórica propuesta por el autor se vería afectada por la sustitución de las obras elegidas por otras?

L. Santos Fernández

 

M. Baker, In Other Words. A Coursebook on Translation, Routledge, Londres, 1992, 304 págs.

    En una sociedad tan competitiva como la nuestra y donde el prestigio de una profesión se reconoce en muchos casos a través de un título universitario era evidente que la traducción presentaba la necesidad de una formación teórica y práctica en el campo universitario. En este sentido la obra de Baker, profesora de la Universidad de Birmingham, directora de proyectos de COBUILD database y en la actualidad editora de una nueva revista de traducción llamada The Translator, pretende estudiar aquellas áreas en las que la lingüística, sobre todo en aspectos relacionados con el análisis de texto y la pragmática, puedan ser una ayuda para la formación de los traductores.

    El libro sigue una organización jerárquica a lo largo de sus capítulos. Empieza en el nivel de la palabra para terminar estudiando la complejidad del texto en diferentes situaciones comunicativas, teniendo en cuenta factores como la recepción y el contexto cultural. En este punto se aparta de otros autores con obras similares como fueron Snell-Hornby (Translation Studies: an Integrated Approach, 1988) y el análisis del proceso de traducción realizado por Hatim y Mason (Discourse and the Translator, 1990) cuyo enfoque empezaba en el texto para ir paulatinamente llegando al signo. Baker justifica esta decisión desde un punto de vista pedagógico. De esta forma el curso es más fácil de seguir para aquellos que no tengan una sólida formación en lingüística.

    Cada capítulo consta de una introducción teórica, para a continuación entablar una discusión sobre los principales problemas con los que el proceso de la traducción se puede encontrar en ese punto concreto, así como las soluciones dadas en determinados casos por traductores profesionales. Se justifica el hecho de que la lengua origen (LO) de la mayoría de los ejemplos sea el inglés debido a que es la lengua más traducida en el mundo. Sin embargo, las lenguas terminales (LT) incluyen lenguas no europeas como el árabe, japonés y chino. En opinión de la autora, los traductores de lenguas no europeas utilizan una serie de estrategias que pueden ser útiles e interesantes para los traductores europeos. Para aquellos lectores no familiarizados con estas lenguas se utiliza la técnica denominada backtranslation, es decir, tomar un texto (original o traducido) escrito en una lengua con la cual el lector no está familiarizado y traducirlo literalmente al inglés. Resulta un recurso muy útil a la hora de destacar determinados aspectos estructurales y significativos de una lengua determinada que no dominemos, y ya ha sido utilizado con anterioridad, entre otros, por Larson en La Traducción basada en el significado (1989), dentro del campo de la traducción poética, con el nombre de retrotraducción.

    El segundo capítulo se centra en el problema de la falta de equivalencia en la traducción de la palabra. Mona Baker ofrece una lista de los ejemplos más comunes entre determinadas lenguas y los problemas que plantean a los traductores profesionales. Su posición, muy parecida a la de Vázquez-Ayora en su libro Introducción a la Traductología (1977), es que en una traducción no es posible ni deseable reproducir cada aspecto del significado de todas las palabras. Es necesario transmitir el significado de las palabras principales para que la traducción fluya con naturalidad facilitando la comprensión y el desarrollo del texto.

    La traducción de las colocaciones, expresiones idiomáticas y las frases hechas se tratan en el tercer capítulo, y en el cuarto se desarrolla la problemática que suscita la equivalencia gramatical. Especialmente ilustrativa resulta la gran cantidad de información que se aporta referente al número, género, persona y tiempos verbales de lenguas poco conocidas para un europeo. En el aspecto concreto de la traducción de la voz pasiva y dada su importancia en determinados lenguajes científicos y técnicos, podría haber resultado muy interesante estudiar textos donde la estructura inglesa se hubiera impuesto a soluciones propias de las lenguas término. El papel jugado por el orden de las palabras en la estructuración de un texto y su papel a la hora de controlar o tergiversar el flujo informativo se analiza en el capítulo quinto. Este último concepto va relacionado con la forma en que las palabras se combinan u ordenan para expresar un determinado contenido. En opinión de Baker, el principal problema para el traductor surge cuando se está trabajando con lenguas de prioridades diferentes por lo que se refiere al orden de las palabras en una oración.

    El capítulo sexto se centra en los problemas derivados de la cohesión textual. Para el estudio de este particular problema se recurre al modelo desarrollado por Halliday y Hasan (1976) en el que se identifican los cinco principales mecanismos de cohesión como son la referencia, la sustitución, la elipsis, la conjunción y la cohesión léxica. Los procesos de traducción quedan contemplados como el trasvase de una red de relaciones léxicas en la que la importancia de las palabras quedará determinada por su función y relevancia en el texto. Sin embargo, tanto en este capítulo como en el anterior, se echa en falta una mayor claridad en las ejemplificaciones.

    El último capítulo está dedicado al campo de la equivalencia pragmática. Para ello elige dos aspectos relevantes para comprender la forma en la que partes del discurso están relacionadas unas con otras. El primero es el de la coherencia. La autora deja a un lado las conocidas polémicas sobre si el significado de un texto es una propiedad del propio texto o de la situación comunicativa que éste propicia. Para Mona Baker, en el campo de la traducción, y en este sentido sigue las indicaciones de Snell-Hornby (1988), las dificultades que surgen no dependerán tanto del texto origen (TO), sino del significado que adquiera un texto traducido para los lectores, como miembros de otra cultura, junto con el conocimiento, juicio y percepción que hayan desarrollado a partir de ese texto. El segundo aspecto es el de la implicatura, en la que sigue la definición de Grice (1975). Para ello analiza cómo el contexto en el que un determinado discurso se produce genera una serie de pistas sin las cuales determinadas implicaciones no podrían ser inferidas. Los ejemplos más interesantes son aquellos que hacen referencias a la traducción de convenciones lingüísticas de una determinada comunidad, o aquellos otros en los que un traductor fracasa en su intento de reconocer el contexto cultural de la lengua origen (LO), o al traspasarlo a la lengua meta (LM) no encuentra un referente adecuado y siente la necesidad de explicarlo. Éste es el caso de una traducción inglesa de un texto francés que, al intentar acercar el nombre de Arsenio Lupin al contexto cultural británico, lo identifica con Boris Karloff en una explicación entre paréntesis.

M. Rodríguez Espinosa

 

Investigaciones filológicas anglonorteamericanas. Actas del I Congreso de Lengua y Literatura Anglonorteamericana, Universidad de Castilla-La Mancha, Cuenca, 1994, 542 págs.

    Nada más ilustrativo, si se quiere comprobar la gran diversidad y productividad de los Departamentos de Filología y Lenguas Modernas, que las Actas de un Congreso. Las que ahora publica la Universidad de Castilla-La Mancha vienen a plasmar las conferencias, mesas redondas y comunicaciones de unos profesionales que, desde sus distintas áreas, contribuyen a asentar una investigación filológica centrada tanto en el análisis de la lengua inglesa como en las producciones literarias anglonorteamericanas.

    La voluntad de los organizadores del Congreso fue el de abrir sus puertas al mayor número posible de investigadores, por lo que la diversidad de los trabajos publicados es, posiblemente, una de sus características fundamentales. No obstante, la labor de organización y selección llevada a cabo por la coordinadora de las Actas, Lucía Mora González, hace que su valor como obra de referencia sea incuestionable. La organización del volumen en cinco secciones, «Conferencias Magistrales», «Lengua Inglesa», «Inglés para Fines Específicos» (E.S.P.), «Literatura Norteamericana» y «Literatura Inglesa», hace que el investigador interesado en una área concreta encuentre el trabajo deseado con facilidad.

    Es, posiblemente, la primera sección, no ordenada en áreas, la que produce mayor sorpresa al lector, al alternar artículos de análisis literario con una defensa de la retórica inglesa en los ejercicios de escritura de los estudiantes españoles de Filología Inglesa. No obstante, la calidad manifiesta de los trabajos, en los que Ana Antón Pacheco nos ofrece una visión panorámica del Teatro Americano y Británico desde 1970 hasta 1990, en los que Mª Lozano Mantecón nos hace una meditada crítica, desde presupuestos teóricos postmodernistas, del discurso feminista ginecéntrico y, finalmente, Paul Rollinson nos advierte del peligroso olvido al que está sometida la enseñanza del «writing» en la Universidad española, palía cualquier confusión inicial.

    En la sección de «Lengua Inglesa» cohabitan estudios de traducción con distintas disciplinas lingüísticas: lexicografía, fonología, semántica, sintaxis y análisis del discurso. Aunque el número de los estudios dedicados a la traducción supera al de los trabajos presentados en otras disciplinas, destaca, por su originalidad, el trabajo realizado por Vicente López Folgado en su análisis discursivo de los aspectos textuales de las introducciones a tratados de carácter académico.

    En lo referente a la sección de inglés para fines específicos la investigación sobre didáctica de la Lengua Inglesa se amplía a campos tan olvidados como la ingeniería marítima o agrónoma. No falta tampoco una retrospectiva de cómo se enseñaba el inglés cien años atrás, ni propuestas de práctica de las cuatro destrezas a tener en cuenta en la enseñanza de la Lengua Inglesa: la lectura, la escritura, la audición y la producción oral.

    En la sección de «Literatura norteamericana», la más escueta del volumen, destaca, por su profusión, el análisis de la obra de escritores afroamericanos tales como Ralph Ellison o Zona Neale Hurston. Aitor Ibarrola analiza el proceso de formación de la identidad en la Autobiografía de Malcolm X y el Invisible Man de Ralph Ellison para demostrar cómo el yo de los narradores acaba abrazando la doctrina emersoniana del «sé fiel a ti mismo». Dos de las comunicaciones de esta sección analizan obras de la novelista y antropóloga Zora Neale Hurston y ambas ponen de relieve el viaje a la tradición vernácula que supone la lectura de esta escritora afroamericana.

    Con mayor número de aportaciones, la sección dedicada a la «Literatura Inglesa» cierra esas Actas. La diversidad de los trabajos, en lo referente a los distintos períodos literarios, es digna de mención: desde Shakespeare hasta el siglo XX. No faltan análisis de subgéneros olvidados, como el que hace Miguel Martínez López, de la literatura utópica, ni estudios temáticos como la actuación detectivesca de las profesoras feministas en el mundo de la ficción.

    Un atractivo añadido al volumen es la participación en el Congreso que dio origen a estas Actas de tres ponentes de la Universidad de Málaga. Gloria Corpas Pastor, profesora de la Sección de Traducción e Interpretación, presentó su comunicación sobre el «Almacenamiento de Estructuras Léxicas en Nativos Ingleses». Por otro lado, el profesor José Ramón Díaz analizó la versión cinematográfica de Kenneth Branagh del Henry V de Shakespeare y Sofía Muñoz hizo lo propio con la aparición del personaje de Sophia en el Tom Jones de Fielding. Las aportaciones de los profesores de esta Universidad, una de las más nutridas, destacan por su calidad y profundidad de análisis y constituyen una buena muestra de la investigación que se desarrolla en ella.

J. A. Perles Rochel

N. Kaye, Postmodernism and Performance, MacMillan, Londres, 1994, 180 págs.

    Postmodernism and Performance begins as do many of the great number of books on postmodern culture —with an author’s explanation of the term «postmodern». Kaye places his study of postmodern theatre in the context of the larger debate regarding the nature of the modern and postmodern. His emphasis is on the dialogue about aesthetics as opposed to politics or social sciences. This volume is a useful introduction for a reader whose knowledge of postmodern works is largely in a non-performance or non-theatre context. It may also be enlightening for those who already attend «postmodern» performances in theatre and dance, and who wish to know more of the history or theory behind some experimental or nontraditional trends. Not surprisingly, the implications of postmodernism in the performance arts have been far-reaching, since a «decentered», often nontraditional aesthetics can be explored and exploited uniquely in performance and on the stage.

    Drawing on Lyotard’s definitions of the postmodern, Kaye limits what is called the postmodern to what is unstable, subversive, and transgressive (19). Kaye points out the willfully experimental and interdisciplinary nature of postmodern theatre, dance, music, and visual arts (3). He examines theatre most thoroughly but also choreography; in both cases, he looks at primarily American artists.

    In making his observations, the author relies not just on critical readings but on interviews and meticulous research. This gives the work a highly readable, journalistic tone. (The reader can imagine Willem Dafoe dripping glycerine into his eyes to elicit crying during a performance with the Wooster Group.) Postmodernism and Performance combines narrative details with criticism, with an emphasis on the explanation of links between art forms and the influence of key figures as well as of important works of criticism. It offers a lucid introduction to postmodern trends in performance art and experimental theatre and delineates the criticial controversies that have influenced both the production and dialogue about postmodern performative works. Artists or groups whose works are closely analyzed include Allan Kaprow, George Brecht, Robert Dunn, the Wooster Group, Karen Finley, and Yvonne Rainer.

    A play each by Richard Foreman, Robert Wilson, and Michael Kirby receives extensive coverage. These plays are nonconventional (or conventional) in varying degrees, but each present their plays on a conventional stage. Kate thoroughly introduces each play and shows how they change the form of traditional theatre in various ways. Foreman uses (among many other devices) false starts and multiple narratives in Pandering to the Masses. Kirby, in First Signs of Decadence, uses a realistic style offset with rules that determine entrances, exits, lighting, music, and other elements of performance. Kirby’s Deafman Glance offers a fragmented narrative acted at a slow motion pace. Kaye describes the three plays in detail and demonstrates how each disrupts traditional theatrical forms and structures. Each play resists a single interpretation, a trait that Kaye finds typical of postmodern theatre.

    In addition to theatre, the author also discusses dance, in depth, devoting two of six chapters to it. Modern choreographers such as Isadora Duncan, Martha Graham, and Louis Horst rejected the classical dance movement vocabulary in favor of new forms of expression. There was an emphasis on expression of, to use Graham’s terms, an «interior landscape» (73). Postmodern dance departs from the modernists’ notion of dance as an autonomous work of art. Emphasis rather is on movement, the dancer, and chance.

    Kaye highlights the interdisciplinary nature of postmodern art forms in his discussion of how composer/writer John Cage’s chance procedures have influenced many choreographers. Kaye stresses that similar methods amongst artists do not necessarily result from motivational affinities. He documents how Cage’s work, which is characterized by an overturning of hierarchies, was informed by his interest in Buddhism. Cage’s conception of music, with its involvement of the environment of musical production «explicitly attacks the notion of the autonomy of the work of art», Kaye writes. However, Judson’s Robert Dunn, who was profoundly influenced by Cage’s methods, had different reasons for employing chance procedures, namely, providing performers with a release from confining definitions of dance.

    Practitioners might be tempted to question inclusions or exclusions. For example, a reader with an interest in literary modernism or postmodernism might wonder why Kaye quotes Richard Foreman on his writing process and his «continual beginning again», without a mention of Gertrude Stein (51). But Kaye limits his choices because he must, and despite his statement that the book is not a survey, in the end, his selections highlight works that share thematic concerns. These include an exploration of racism, homophobia, sexism, and elitism, themes that have preoccupied many «mainstream» as well as «experimental» artists for the last three decades.

V. Fox