RECENSIONES 96

Francisco J. Talavera Esteso, El humanista Juan de Vilches y su De uariis lusibus Sylua; María Isabel Calero Secall y Virgilio Martínez Enamorado, Málaga, ciudad de Al-Andalus; Pilar García Mouton, Lenguas y dialectos de España; José Martínez de Sousa, Diccionario de lexicografía práctica; Poesía oral sefardí (sel. int. y notas de Paloma Díaz-Mas); Antología de la poesía renacentista, (ed. de Francisco J. Sedeño); Paul Valéry Le cimetiére marin. Traduzione spagnola di Jorge Guillén (El cementerio marino). Versione italiana di Mario Tutino (Il cimitero marino), (ed. y estudio de Giuseppe E. Sansone); José L. Abellán, El filósofo Antonio Machado; Gamel Woolsey, El otro reino de la muerte; Octavio Paz, Vislumbres de la India; Emilio E. de Torre-Gracía, Proel (Santander, 1944-1950): revista de poesía / revista de compromiso (int. de José Hierro); VV. AA., Antología de Cuentos de Monteagudo; Paloma Lapuerta Amigo, La obra poética de Félix Grande; Natacha Michel, El instante persuasivo de la novela; Isabel Mª. Martínez Portilla, Dejando atrás Nentón: relato de vida de una mujer indígena desplazada; Pedro M. Hurtado Valero, Michel Foucault (Un proyecto de Ontología Histórica); Harold Bloom, El canon occidental (trad. de Damián Alou); Susan Bassnett, Comparative Literature. A Critical lntroduction; Pedro Aullón de Haro (ed.), Teoría / Crítica. Teoría de la Historia de la Literatura y el Arte; Ricardo Redoli Morales, Chisnetos y Chisnetos dedicados.

Publicadas en Analecta Malacitana XIX, 1, 1996, págs. 263-296.

 

Francisco J. Talavera Esteso, El humanista Juan de Vilches y su De uariis lusibus Sylua, Analecta Malacitana (Anejo VII), Málaga, 1995, 545 págs.

    La obra que ahora presentamos supone para su autor la culminación de varios años de trabajo dedicados a conocer en profundidad la vida y obra de un humanista de la Antequera del s. XVI. Juan de Vilches, autor casi desconocido para el gran público e incluso para muchos especialistas del tema del humanismo. De otro lado, para la revista que se ha encargado de su publicación, Analecta Malacitana, que lo ha incluido en su sección de «Anejos» con el nº VII, supone el inicio de una nueva etapa bajo la eficaz coordinación de Manuel Crespillo, llena de proyectos que ha querido dar nueva vida a una sección de la misma ya casi olvidada.

    Para su autor F. J. Talavera Esteso, Profesor del Departamento de Filología Latina de la Universidad de Málaga aunque sea la obra más ambiciosa de toda su meritoria y fructífera carrera investigadora, no supone, ni mucho menos, su primer contacto con el tema del humanismo, al que ya ha dedicado la mayor parte de su esfuerzo investigador, centrado principalmente en este «humilde» grammaticus antequerano y en el ambiente del humanismo malagueño de los ss. XVI y XVII, poblado entonces por otras muchas figuras que, como Vilches, ejercían su oficio de maestro de letras latinas en pequeños colegios de los principales municipios de la provincia y de la propia capital, dependientes de las instituciones eclesiásticas o de los Concejos municipales, y que alternaban la docencia con la afición al cultivo de la literatura latina, en consonancia con lo que a otros niveles estaba ocurriendo en Europa y España.

    De su obra anterior no queremos dejar de citar, junto a artículos que nos informan sobre el ambiente general del humanismo malagueño —«Algunos escritores neolatinos del entorno malagueño de los siglos XVI y XVII», I Simposio sobre humanismo y pervivencia del mundo clásico, Alcañiz 1990, Cádiz 1993, I, 2, págs. 1059-1070—, otros que tratan aspectos parciales de la obra del humanista Vilches —«Notas sobre el erasmismo del humanista antequerano Juan de Vilches», Revista de Estudios Antequeranos 1 (1993), 127-136—, y sobre todo Las Actas Capitulares de la Iglesia Colegial de Antequera, correspondientes a los años 1528-1544. Transcripción paleográfica (int. de F. J. Talavera Esteso), Málaga, 1993, institución a la que Vilches estuvo vinculado toda su vida y en la que ejerció su tarea docente y de la que, como secretario, fue el encargado de redactar precisamente estas mismas Actas.

    En cuanto a la obra de la que ahora hacemos la presentación, está dividida en:

    l. Una primera parte (págs. 11-93) con un estudio amplio y bien estructurado acerca de la figura de Vilches, su vida los pocos datos que de ésta se poseen—, su obra, el tipo de trabajo que desempeñó en la Colegiata antequerana y las relaciones que mantuvo con los hombres poderosos de entonces —casi todos ellos pertenecientes a la nobleza andaluza o extremeña o al Cabildo catedralicio de Málaga— y con otros intelectuales de la época —casi todos personajes vinculados a la entonces naciente Universidad de Granada o grammatici, como él, de las principales localidades de la provincia (Málaga, Ronda o Coín).

    2. La sección bibliográfica (págs. 103-116) en donde los autores y obras recogidos están ordenados alfabéticamente según la forma como el autor alude a ellos a lo largo del texto.

    3. La edición de los 78 poemas que componen el De uariis lusibus Sylua («Silva de diversos pasatiempos») con texto latino, traducción y notas (págs. 117-525). El texto latino sigue básicamente la edición que de esta obra se hizo en Sevilla en 1544 y cuyo único ejemplar conocido se conserva en la Biblioteca Nacional. La traducción, que tiene el mérito de ser la primera que se hace de esta obra y de este autor, ha intentado no sólo recoger lo más fielmente posible los contenidos del texto original, sino que ha tratado de expresarlo en un lenguaje que sea capaz de evocar al lector moderno la atmósfera particular en la que vivieron y se movieron los espíritus inquietos del humanismo español durante el reinado del emperador Carlos —objetivo éste, en nuestra opinión, plenamente conseguido—. En cuanto a las notas, éstas se dividen en notas aclaratorias al texto traducido —que, entre otras cosas, informan ampliamente sobre personajes o sucesos referidos en el texto— y cuyo destinatario no es sólo el especialista, sino también el lector medio que se acerque a esta obra; y notas al texto latino, que pretenden ser una especie de «aparato de fuentes», aunque no tengan la apariencia habitual de los excesivamente escuetos apparatus fontium tradicionales, razón por la que el autor trata de justificar, a lo largo de varias páginas, la elección del formato dado a esta sección de la obra —formato que él considera «heterodoxo»—. Al final, la búsqueda de posibles pasajes clásicos, como inspiradores de los versos de nuestro poeta, se ha centrado de modo exhaustivo, aunque no exclusivamente, en Virgilio, Horacio y Ovidio. Los pasajes así encontrados se ordenan poniendo en primer lugar aquellos que se consideran como fuentes directas. Cuando no hay certeza de que a tal pasaje de Vilches le corresponda un pasaje clásico concreto, la ordenación de éstos se hace según un criterio cronológico. Además, el autor añade pequeños comentarios a la mera referencia de una fuente, y para ello emplea abundantemente una serie de abreviaturas de fácil comprensión. Y como para valorar mejor el proceso de elaboración del verso humanístico puede ser útil conocer la posición que en el verso original ocupaba el pasaje imitado, el autor emplea de vez en cuando el signo (/) para marcar el lugar de las cesuras de los versos latinos, y la barra doble (//) para indicar el final de verso.

    4. Unos índices (págs. 527-545) para facilitar la consulta de la obra, en concreto, un índice de nombres (nombres de personajes de la época, de personajes del mundo antiguo, de nombres relacionados con la religión, la mitología o la ficción literaria y un índice geográfico) y un índice de los primeros versos.

    Proponer al lector la aventura de conocer y leer a un humanista que jamás se codeó con los grandes círculos de poder, que jamás realizó viajes entre las diversas cortes europeas y que limitó sus afanes al estrecho límite de una Colegiata en una ciudad andaluza, puede parecer cuando menos arriesgado. Sin embargo, para ese lector que del fenómeno del humanismo sólo tiene la «versión» procedente de las grandes figuras como Erasmo, Nebrija o Vives, descubrir esta nueva cara del humanismo supone, a nuestro entender, ampliar hasta límites insospechados la percepción anterior que sobre este fenómeno se tenía.

    Pues si el humanismo se hubiera limitado a ser un movimiento protagonizado por intelectuales de clase alta o que contaban con el apoyo de las clases dirigentes, sin vinculaciones con la base de la sociedad, reducido a unas pocas figuras de relieve, sin el apoyo de esos intelectuales de segunda y tercera fila, que ejercieron su labor docente en las aulas de colegios y centros de educación en condiciones casi siempre penosas —los grammatici—, podemos asegurar que el humanismo no habría dejado de ser una simple moda literaria más, sin las repercusiones que llegó a tener en Occidente.

    A estos maestros de latines de los centros urbanos medianos y pequeños correspondía la casi siempre ingrata tarea de hacer que sus alumnos asimilaran los pomposos principios del clasicismo que las figuras más señeras de la cultura de entonces «cacareaban» junto a los sitiales de reyes, emperadores y papas. Eran ellos los que, imbuidos de una verdadera admiración hacia el mundo antiguo, tenían que enseñar los rudimentos básicos de la lengua latina y de la cultura clásica a unos alumnos de extracción social diversa, que se sentían atraídos por conocer aquella extraña y muchas veces insufrible lengua casi siempre por meras razones de arribismo social, y no tanto por el sano deseo de conocer lo que habían sido los pilares de su cultura.

    Si el humanismo llegó a calar hondo en la sociedad europea de entonces se debe sobre todo a la labor callada de figuras que, como la de Juan de Vilches, iniciaron a generaciones sucesivas de jóvenes en los principios que el nuevo movimiento predicaba.

    Por eso, acercarse al humanismo desde la óptica del maestro de latines de tal o cual pueblo o centro es una empresa, por muy parcial que se quiera, necesaria, si se quiere tener una perspectiva completa del fenómeno.

    Asimismo, aunque estos autores de «segunda» apenas llegaron a paladear el sabor agridulce de la fama, pues la mayoría no vieron publicadas sus obras ni fueron conocidos más allá de los estrechos límites de sus pueblos o comarcas, leer sus obras nos demuestra el gran conocimiento que llegaron a atesorar de la lengua latina y la enorme erudición que eran capaces de desplegar.

    Centrándonos ahora sobre nuestro autor, de Vilches es muy poco lo que se sabe, siendo las fuentes principales para el conocimiento de su vida las ya mencionadas Actas capitulares, que como secretario de la Colegiata de Antequera tuvo que redactar desde las primeras sesiones conservadas (junio de 1528) hasta el 23 de diciembre de 1564, o sea, poco tiempo antes de que nuestro autor muriera; y los 78 poemas que componen su Sylua, que por tratarse muchos de ellos de poemas de circunstancias pueden no tener una gran calidad literaria, pero son de gran interés para conocer detalles y aspectos oscuros de su vida.

    Juan de Vilches era antequerano de nacimiento, aunque su familia parece que procedía de Écija. Que se sepa, nunca salió de su municipio nativo, salvo en una ocasión en que se trasladó a Sevilla para intentar la aventura de Indias, aunque no pudo embarcarse por problemas burocráticos —posiblemente por la falta de avales y cartas de recomendación—. En su ciudad se ordenó sacerdote sobre 1520, llegando a ser en 1523 notario apostólico. Sobre 1528 ya lo vemos plenamente integrado al servicio de la Iglesia Colegial de Antequera.

    Esta institución tenía ajena una escuela de gramática a la que acudían en principio los mozos de coro y los acólitos de la Colegiata. Vilches pasó a ser también maestro en esta institución a partir de la década de 1540, ejerciendo su magisterio hasta 1565 y alcanzando en ella un gran prestigio como humanista y enseñante. Según parece, el propio prestigio de Vilches y el hecho de que el conocimiento del latín era necesario para todo aquel que quería ascender en la escala socia, hizo que la Colegiata, con el apoyo económico del Concejo municipal, se viera obligada a abrir las puertas de su escuela a otros muchos jóvenes provenientes de la localidad y de los alrededores.

    Como todo buen humanista, Vilches trató de cultivar la amistad de los grandes hombres que tenían a Antequera como centro de su actividad o que acertaron a pasar por allí. Uno de los casos más notorios es el del marqués de Priego, íntimo amigo de nuestro poeta desde la infancia, con quien compartió un común interés por las letras latinas, y cuya temprana muerte en 1517 cerró a Vilches la posibilidad de medrar a su sombra —como hicieron otros muchos humanistas de menor talla que él mismo—. Contó también con notables amistades en el Cabildo catedralicio de Málaga, en concreto del vicario de la diócesis de Málaga, Bernardino Contreras, cuya amistad le sirvió seguramente para hacerse con un puesto en la Colegiata tras su frustrada aventura americana.

    Se relacionó también Vilches con personajes importantes del círculo granadino formado entonces en torno al Cabildo y a la naciente Universidad: Antonio Melendo de Torres, canónigo maestrescuela. Fernando de Gálvez, singular juez de la Chancillería, los humanistas Juan Clemente y Pedro de Mota, por los que Vilches siente un gran respeto, y que llegaron a alcanzar una posición de prestigio en el ámbito universitario también como gramáticos, etc. La amistad con ellos parece más fruto de referencias que de un contacto directo, pues Vilches, que se sepa, no fue muy dado a los viajes.

    Por último, en su círculo de amistades también se incluían algunos colegas suyos que ejercían las labores de gramáticos en otras localidades de la provincia como Luis de Linares, maestro de latines en Ronda, y un tal Sebastián de Morales, clérigo de Coín.

    La obra de Vilches, publicada en Sevilla en 1544, se compone de un poema épico, la Bernardina, en tres libros, dedicado a Bernardo de Mendoza, algunos poemas mayores y la colección de poemas que forma la Sylua. Veamos brevemente cuál es su contenido.

    En principio, un gran número de composiciones tiene la típica forma de la loa al poderoso cuya intención última es conseguir una cierta predisposición favorable de éste hacia el poeta. En todas ellas suelen repetirse los mismos lugares comunes: el poeta expresa la debilidad de su musa para emprender la ingente tarea de cantar las gestas y virtudes del poderoso, de sus familiares y antepasados; el noble es siempre digno descendiente de tan ilustres antepasados; el poeta siempre se presenta como siervo del poderoso; es frecuente la mezcla de elementos procedentes de la tradición mitológica pagana con elementos de origen cristiano. Buenos ejemplos de este tipo de composición son: los poemas 1 y 2, dedicados a Pedro de Córdoba, conde de Feria, y el 6, dedicado a Diego Lasso de Castilla. Se trata de un género de poesía habitual entre los humanistas, los cuales solían buscar el apetecido puesto de secretario de algún hombre ilustre como manera de buscarse la vida, cuando no podían ejercer funciones docentes como Vilches.

    En otros poemas la persona cantada es un alto canónigo o representante de la Iglesia. Por el 4, dedicado a Juan Tavera, arzobispo de Toledo, conocemos la afición de nuestro autor por las ruinas arqueológicas —y de modo especial por la epigrafía—, pues en él le describe al destinatario las ruinas de Singilia, cerca de Antequera. El 9 y el 10 está dedicado al más arriba aludido Bernardino Contreras, vicario de la diócesis de Málaga, con el cual le unía una amistad muy especial, fruto de los varios favores que nuestro autor debió recibir del poderoso.

    Otras composiciones demuestran el interés y preocupación de nuestro autor por los acontecimientos históricos del momento. Así el poema 16 es una Nenia por la muerte de la emperatriz Isabel. Aunque por su tema presenta conexiones con la literatura emblemática y los trenos y las laudationes memoriae, en él Vilches expresa un sentimiento sincero de dolor por la pérdida de una mujer profundamente querida por el pueblo. El mismo tema, pero en forma de epitafio, vuelve a repetirse en los poemas 17 a 20. De carácter histórico son también el 57 y e168, este último, aunque dirigido a Francisco de Torres, alude a las guerras entre el emperador Carlos y Francia, a la alianza entre franceses y turcos, etc.

    Prueba de la variedad temática de la Sylua y del carácter de entretenimiento de muchas de sus composiciones es la número 21, dedicada a una leyenda local antequerana, la Peña de los Enamorados, en donde Vilches, a diferencia de otros autores que escribieron sobre la misma, como su amigo Fabián de Nebrija, hijo de nuestro ilustre Nebrija, tomó elementos de la tradición popular.

    Otro pequeño grupo de poemas expresa su admiración por la ciudad de Granada y por el grupo de humanistas y grandes hombres vinculados con su Universidad y su Cabildo: la 22, dedicada al escritor Juan Clemente, y que es una auténtica loa a la ciudad del Genil (centrándose en sus bellezas naturales); la 39, donde ilustra el ambiente intelectual granadino (y en donde se puede comprobar que para Vilches el símbolo de toda la barbarie viene representado por la invasión árabe); la 24, dedicada al maestro de gramática de la Universidad Pedro Mota, y en donde hay una exhortación a los jóvenes andaluces para que vengan a ella a cursar sus estudios por la gran fama del maestro; la 27, dedicada a Diego Galindo, otro amigo residente en Granada, y en donde Vilches nos da datos acerca de su familia.

    Otro pequeño grupo de poemas está dedicado a colegas de profesión, grammatici como él: así el 33, 34 y 35 van dirigidos a Luis de Linares, maestrescuela de Ronda; el 51 y 52 a Sebastián Morales, maestro de Coín.

    Otro pequeño número de poemas tiene que ver con el mundo de la literatura. Así en el 58, a la vez que se ataca a un tal Gaspar y su labor como escritor, se da una cierta preceptiva literaria: hay que escribir algo con sentido y acorde con la materia que se trata, sin exceso de tropos, sin que sobre o falte alguna sílaba, que sea fiel a las reglas de la métrica, que no abunde en sinalefas ni tenga ecthlipsis. En el 49, dedicado al humanista belga Clenardo, se trata el tema de la envidia entre los escritores (asunto ya tocado en el poema 35, dedicado a su colega Luis de Linares, en que defiende la obra de este gramático de los ataques que le dirigen ciertos envidiosos, y de nuevo más tarde en el 75). Asimismo, el 38, dedicado a un tal Francisco Delgadillo, se ha puesto como ejemplo del compromiso de Vilches con el erasmismo: «En cuanto lo leí, me quedé estupefacto, me entusiasmó su buen autor, que da gloria a nuestros tiempos con su elocuencia» (vv. 11-12), y en donde parece referirse a la obra de Erasmo Ecclesiastes siue de arte praedicandi.

    A raíz de una disputa que Vilches tuvo con un tal Gaspar Zapata, que le criticaba el exceso de poemas que había dirigido a poderosos, y los pocos que había dedicado a los temas religiosos (y de la que nos informa el poema 60), nuestro autor incluyó en su Sylua una serie de poemas sobre esta temática: el 59, himno a María Magdalena, fiel exponente de la nueva religiosidad que traía el humanismo; el 61, dedicado a alabar el nombre de Jesús; el 64, loa a la Virgen María.

    Curiosas son las composiciones 48 y 505 dedicadas a su alumno Juan Maldonado; la 70, dirigida a Diego y Francisco de Torres.

    En todas ellas Vilches adopta la actitud del maestro que aconseja a antiguos discípulos, algunos especialmente aventajados, a los que da consejos sobre diversos temas.

    De menor interés son: los poemas 42 y 43, sendos epitafios, uno a María de Venegas y el otro a Marta de Villanueva, en los que se percibe el estilo de los epitafios latinos que él debió conocer bien por su afición a la epigrafía: el 40, dedicado al Concejo antequerano, solicitando su ayuda frente al intrusismo de un tal Téllez, otro maestro de gramática. Este tipo de composiciones, sin finalidad literaria, era también habitual entre los humanistas.

    Muy interesante es el 76, dirigido a su íntimo amigo y compañero en la Colegiata Cristóbal Villalta, en el que le expone las razones que le llevan a querer publicar sus obras: «Quiero editarlas ahora para que así haya constancia de que he amado el trabajo [...], para que asimismo quede patente que éstos son los beneficios que obtuve de la lectura de, mis libros estudiados con gusto día y noche; para que mi gloria espolee a los maestros perezosos y a los discípulos estimule a ser diligentes; y también para que el mundo sepa que Antequera tiene ciertamente fértiles campos, y que igualmente descuella por sus ingenios» (vv. 23-30). En suma, es el deseo de fama y de dar testimonio de toda una vida entregada al estudio —que espera algún reconocimiento—, en una actitud típicamente humanista.

    Al final de esta colección se sitúa el poema 77, una curiosa alabanza al impresor de su obra, Dominico de Robertis, a la ciudad de Sevilla por acogerlo, y a otro impresor, un tal Zapata, del cual elogia la belleza de sus tipos, recomendando a los jóvenes dirigirse a él en busca de los buenos autores.

    Aunque algunos de los comportamientos exteriores de Vilches no coincidan con las marcas de identidad de lo que podríamos considerar un «verdadero humanista» —nula influencia en los círculos de poder, vida poco viajera, carácter local de su fama—, sí lo son, en cambio, ciertas actitudes íntimas que deberían ser, en última instancia, las que nos decidieran a considerar a un autor como humanista o no. Muchas de ellas se perciben por la lectura de los poemas de su Sylua: es evidente su gusto y dominio de las letras latinas —no llegó a escribir ninguna composición en castellano— y su más que sobrada erudición; confiesa que uno de los autores que explica y por los que siente más predilección es Horacio, con lo que demuestra ser un auténtico pionero, como Garcilaso, pues en España sólo ya avanzado el siglo XVI se extenderá el gusto por el estudio del gran poeta augústeo; en el terreno de su labor como enseñante sigue las recomendaciones de Nebrija de apoyar el conocimiento del latín más en el contacto directo y temprano con los textos que en un gran aparato teórico: deben ser los textos los que proporcionen a los alumnos los conocimientos gramaticales que les faltan, tras adquirir unos mínimos rudimentos; en las composiciones que dirige a sus colegas grammatici pone de manifiesto su convencimiento de que, con sus estudios, desarrollan una labor liberadora de la barbarie: es más, contrapone barbaries y Latius sermo, en una actitud típica de los humanistas; se ha insistido también en su afición por la arqueología y la epigrafía, una de las más directas formas de demostrar su admiración por el mundo clásico. Otros rasgos como su deseo de codearse con los poderosos —de donde derivan sus frecuentes loas a los mismos, no siempre sinceras—, su sueño de conseguir la fama —razón por la que publica sus obras—, sus relaciones, no siempre cordiales, con otros humanistas —sobre todo los del círculo granadino, al que íntimamente ansiaba pertenecer— o la expresión de una nueva espiritualidad en sus poemas religiosos, son otros tantos indicios que nos demuestran bien a las claras que de Juan de Vilches podemos decir que era, ante todo, un buen humanista.

    Al enorme valor de la obra como instrumento para conocer la «otra cara del humanismo» se añade el cuidado y pulcritud que se han seguido en su edición, que le dan el aspecto de un bello manual universitario, fin éste al que podría estar llamado muy bien un libro de estas características.

    Con esta obra la revista Analecta Malacitana ha iniciado una nueva singladura en el difícil mundo editorial que, de mantener la tendencia ahora iniciada, auguramos llena de dicha y ventura.

                                                                                                                                                        C. Macías Villalobos

 

María Isabel Calero Secall y Virgilio Martínez Enamorado, Málaga, ciudad de Al-Andalus, Ágora y Universidad de Málaga, 1995, 536 págs.

    Este libro sobre la topografía de la ciudad de Málaga en época islámica me parece un trabajo excelente, minucioso, pormenorizado y de verdadera calidad científica. Los autores han comprendido la importancia de la utilización de todas las fuentes para el estudio de la estructura urbana de la Málaga andalusí y han sabido ensamblar, de forma extraordinaria, las informaciones transmitidas por la documentación literaria y las obtenidas mediante la investigación arqueológica. El análisis de los textos árabes y su confrontación con los hallazgos arqueológicos han permitido a los autores mostrarnos, de forma exhaustiva, todo lo que sabemos sobre la ciudad de Málaga en su dilatada historia andalusí.

    Una cuidada metodología les ha permitido ir desgranando todos los aspectos más significativos de la estructura urbana de la ciudad. Así, cada uno de los elementos que conforman la ciudad adquieren vida y protagonismo a lo largo de las páginas de este libro: la medina, los arrabales y los barrios; la muralla y sus puertas; las numerosas mezquitas, las rábitas, la madrasa, la alcaicería, los zocos y las alhóndigas; la mar y los ríos; los puentes, el puerto y atarazanas; las murallas, la alcazaba y sus castillos; los alcázares, las necrópolis, las raudas, las huertas y las almunias. Cada elemento urbano nos traslada a la época andalusí de la ciudad malacitana y nos permite recuperar la vida urbana de la ciudad en un período de una gran trascendencia histórica.

        El contenido del libro ha quedado estructurado en diecinueve capítulos. Estos capítulos pueden dividirse en dos partes claramente diferenciadas: una primera parte comprende los tres primeros capítulos, en los que se aborda el estudio de los textos documentales que hacen referencia a la Málaga islámica, las aportaciones de la historiografía moderna sobre la Málaga islámica y la estructura urbanística de la ciudad en época islámica de acuerdo con la investigación arqueológica.

    En el primer capítulo, los autores analizan, de forma exhaustiva, las fuentes árabes que se refieren a la ciudad de Málaga. Las ordenan de forma cronológica y por géneros literarios de cada período, ofreciéndonos también los autores, sus obras y los propios textos en su versión original y con una magnífica traducción de los mismos. La traducción de los textos, incluidos con profusión a lo largo de toda la obra, es de una gran utilidad para los que desconocemos la lengua árabe. Este carácter divulgativo de los textos árabes que hacen referencia a la Málaga andalusí es la primera vez que se había realizado de forma exhaustiva, por lo que la obra adquiere una especial relevancia entre los estudiosos malagueños y entre el público en general.

    Una revisión profunda y completa de toda la ingente producción literaria de la historiografía moderna y contemporánea es la que realizan en el capítulo segundo. Se centran principalmente en las fuentes árabes y en la ciudad de Málaga y sus alrededores, no en la provincia, lo que les habría llevado a duplicar como mínimo el ya copioso repertorio bibliográfico. Todos los trabajos son revisados y analizados con espíritu crítico constructivo, procurando corregir errores repetitivos a lo largo de la historia y, en ocasiones, planteando nuevas hipótesis de trabajo.

    En el capítulo tercero los autores se centran en el tema de la urbanística medieval malagueña en época islámica y no sólo en la etapa andalusí. Málaga nunca llegó a ser una ciudad de primera categoría en el contexto de Al-Andalus, como lo fueron la califal Córdoba, la almohade Sevilla o la nazarí Granada, sin embargo, empezó a despegar a partir del siglo XII y principios del XIII y participó de todo un conjunto de características comunes con las núcleos urbanos más desarrollados, en una formación urbanística y social tan ciudadana como es la musulmana.

    La segunda parte que abarca desde el capítulo cuarto al diecinueve, es estrictamente urbanística y topográfico. De forma exhaustiva y pormenorizada, reforzada por los textos literarios y los resultados de excavaciones arqueológicas, se van analizando uno por uno todos los elementos arquitectónicos y urbanísticos que compusieron la ciudad islámica de Málaga. A todos ellos les dedican el espacio que las informaciones textuales y arqueológicas les permiten. A partir de la medina, los arrabales y los barrios, se adentran en las puertas de la ciudad para a través de ellas llegar al centro neurálgico de la ciudad, su Alhama. Se estudian después las mezquitas, las madrasas y los zocos, así corno los demás elementos arquitectónicos relacionados con el mar y los ríos, el puerto y los puentes; también se estudian las necrópolis, las almunias y las huertas, como elementos esenciales de la agricultura en la Málaga islámica. Un apartado especial le dedican a la Alcazaba y a los castillos como centros de poder y dominio militar.

    Una exhaustiva bibliografía y unos valiosísimos índices completan este magnífico libro que nos permite recuperar una parte esencial de la herencia andalusí: la Málaga musulmana que desde inicios del siglo VIII y hasta 1487 ocupó un lugar destacado en el urbanismo andalusí.

    Este trabajo sirve de complemento a la extraordinaria labor que el proyecto «El legado andalusí» está realizando por la recuperación de la herencia andalusí, de nuestras raíces islámicas, acercando al gran público las excelencias realizadas por la civilización islámica en Andalucía a través de la puesta en acción de exposiciones temáticas, de ediciones de libros y de recorridos culturales con sabor andalusí.

    Sólo me resta felicitar a los autores por este excelente trabajo y agradecer a la Editorial Ágora y a la Universidad de Málaga por haber hecho posible esta publicación, que viene a llenar un vacío documental sobre la topografía y la historia de Málaga en época islámica.

                                                                                                                                                    M. Pastor Muñoz

 

Pilar García Mouton, Lenguas y dialectos de España, Arco Libros (Col. Cuadernos de Lengua Española), Madrid, 1994, 61 págs.

    El libro que presentamos fue escrito, como indica su autora en el prólogo, para alumnos de COU y de primeros cursos de carrera. Dado el planteamiento didáctico de la obra, creemos que también puede ser una buena lectura para los alumnos extranjeros que posean un nivel de español superior, ya que el volumen propone un acercamiento llano pero científico a la realidad lingüística de España.

    Desde un planteamiento sumamente atractivo aborda tanto cuestiones de teoría lingüística general (exponiendo de manera didáctica conceptos como lengua, dialecto y habla o bilingüismo y diglosia), como temas relacionados directamente con el panorama lingüístico español, ya desde el punto de vista diacrónico (se incluye una breve historia del español), ya desde la óptica sincrónica (con la sucinta descripción de las diversas variedades del español). Desde esa última perspectiva resultan especialmente interesantes los comentarios que realiza la autora sobre las características del español en tierras catalanas, gallegas y vascas, en las que éste comparte el territorio con las correspondientes lenguas autóctonas. Las características que García Mouton apunta son breves y escuetas, pero resultan de utilidad para resaltar la especificidad del español hablado en las comunidades que poseen una lengua autóctona, cuestión apenas considerada desde los planteamientos dialectológicos clásicos.

    Al final del volumen aparece un apartado que contiene una serie de ejercicios (cuyas soluciones se adjuntan) sobre algunas de las cuestiones expuestas en la obra. Estas prácticas van encaminadas a la reflexión lingüística, bien sea a partir de cuestiones teóricas, bien a través de ejemplos prácticos extraídos de algunas de las variantes del español analizadas.

    Como apuntábamos en un principio, el marcado carácter divulgativo no desmerece al rigor científico de la obra que, a nuestro parecer, alcanza el difícil objetivo que se propone: ser una obra divulgativa con base científica. Creemos, pues, que puede ser una lectura válida para que los alumnos extranjeros profundicen en su conocimiento del español y, a la vez, entren en contacto con la realidad lingüística de nuestro país.

                                                                                                                                                        M. Casanovas Catalá

 

José Martínez de Sousa, Diccionario de lexicografía práctica, Biblograf, Barcelona, 1995, 281 págs.

    Este diccionario es el primero, como apunta el autor en el Prólogo (págs. 9 y 10), que pretende recoger y definir o explicar voces y nombres del entorno lexicográfico. Igualmente, hace alusión a la situación de la lexicografía, estableciendo una marcada diferencia entre los avances laudables de la teórica y los no tan fructíferos de la práctica. Por ello, deja claro que esta obra, que tiene su origen en el primer Curso de Postgrado de Lexicografía y Obras Enciclopédicas de la Universidad de Barcelona en el curso 92-93, surge de la necesidad de conjugar la teoría y la práctica lexicográficas. Del mismo modo, el autor nos explica que el hecho de que en este curso se hiciese explícito el atraso de la lexicografía española, así como los defectos de la académica, lo animó a escribir un libro donde pudiesen explicar algunos de los problemas que posee esta disciplina en sus aspecto práctico y la forma para solucionarlos. Su método de trabajo fue la compilación de un listado de palabras propias de esta rama lingüística a las que les dio definición y tratamiento enciclopédico. Su objetivo es claro, o al menos así lo manifiesta: «Contribuir al perfeccionamiento de nuestros diccionarios y al enriquecimiento de nuestra lexicografía» (pág. 10). Centrado exclusivamente en los planteamientos teóricos y prácticos de la lexicografía general monolingüe, utiliza como modelo el Diccionario de la lengua española de la Real Academia Española para exponer las virtudes y defectos de aquélla.

    No falta en este Diccionario, en las primeras páginas, algunas indicaciones para la perfecta comprensión de las remisiones internas. Asimismo, se presenta una lista de cuadros de gran interés: orden de colocación de las acepciones, abreviaturas de alcance geográfico, tipos y sistemas de alfabetización, símbolos fonéticos de la Revista de Filología Española (RFE) y del alfabeto fonético internacional (AFI), partes del artículo lexicográfico sobre las dimensiones de algunos diccionarios, abreviaturas de categoría gramatical y lingüística, de lenguas usadas en la etimología, de información complementaria, de nivel de uso, clasificación de los diccionarios, etc.

    En todo el diccionario predomina una amplia explicación en las entradas con ejemplificaciones que están dotadas de una gran claridad, así como un análisis pormenorizado y un juicio crítico constante; si bien, en alguna ocasión, se echa en falta algún que otro razonamiento teórico de por qué se opta por una opción lexicográfica, o se considera más correcta (véase, por ejemplo, bajo el lema entrada, el párrafo 4.4 que trata sobre el morfema de género).

    A lo largo de todo el diccionario resultan de especial interés entradas como acepción, alfabetización, artículo, bibliología lexicográfica, definición (y todas las que le siguen relacionadas con sus diferentes tipos, en especial el dedicado a la definición lingüística, o a la definición por sinónimos), descripción lingüística, diccionario (en el que se inserta un cuadro clasificatorio de todos los posibles diccionarios que existen y que después aparecen definidos y explicados con claridad, a lo que se añade, en algunos casos, una amplia bibliografía de los publicados hasta ahora). De especial relevancia es el artículo diccionario enciclopédico (donde el autor se refiere extensamente a la Enciclopedia universal ilustrada europeo-americana o Enciclopedia Espasa, como normalmente se la conoce) y enciclopedia. Véanse también los datos agrupados bajo la voz entrada, artículo muy amplio donde se plantean muchos de los problemas que ésta suscita en aquellos que se dedican al arte de componer diccionarios. Tampoco se olvida el autor de hacer un repaso a las distintas denominaciones que ésta recibe, y nos informa además que la forma entrada, que es un calco del inglés entry, no ha sido aceptada por la Academia hasta su edición del 92, pues siempre ha preferido encabezamiento, a pesar de que su definición académica nunca ha tenido mucha relación con el ámbito lexicográfico —el autor prefiere entrada o incluso lema (término utilizado por Haensch)—. De cierta importancia son también las entradas grafía y grafía lexicográfica, así como el artículo lexicografía, donde además de facilitamos su definición, dedica un apartado a su historia, otro a discernir entre si se trata de un arte, una técnica o una ciencia (nos revela que a su juicio es una técnica científica), otro sobre las entidades lexicográficas y otro sobre los principios lexicográficos fundamentales. De gran interés son también los artículos lexicografía española, especialmente en lo concerniente a la académica; el artículo material lexicográfico (donde se analiza qué debe formar parte de un diccionario y qué no, siempre en función del tipo de obra lexicográfica); la voz remisión, signos lexicográficos, el artículo suplemento (donde se habla de la necesidad de su existencia, del número de volúmenes del que suele constar, de su contenido, del número de páginas, de los criterios de selección de las voces y de la metodología que se debe seguir en su realización, así como de la selección de las entradas) y tipografía lexicográfica (especialmente desarrollado y ampliamente documentado, quizá por la labor a la que siempre se ha dedicado el que ha escrito esta obra, de hecho en la bibliografía que aparece al final del artículo, de los tres títulos citados, dos son del autor de este diccionario).

    Del inventario de entradas que constituye este diccionario también forman parte los nombres propios de importantes lexicógrafos. No faltan nombres como los de M. Alvar Ezquerra (1950), Mª. Teresa Cabré i Castellví (1947) Eduardo Chao Fernández (1821-1887), Julio Casares (1877-1964), Joan Corominas i Vigneaux (1905), Rufino José Cuervo (1944-1911), Pompeu Fabra i Poch (1868-1948), Samuel Gil Gaya (1892-1976), Günther Haensch (1923) José Mª. Iribarren (1906-1971), San Isidoro de Sevilla (alrededor de 560-636), Rafael Lapesa Melgar (1908), Luis Fernando Lara Ramos (1943), Pierre-Athanase Larousse (1817-1875). Fernando Lázaro Carreter (1923), Agusto Malaret (1879-1967), María Moliner Ruiz (1900-198l), James Augustus Henry Murray (1837-1915), Elio Antonio de Nebrija (1442-1522), Vicente Salvá Pérez (1786-1849), Manuel Seco Reymundo (1968-1974) y Walter Von Wartburg (1888-1971).

    Al final se incluye una amplia bibliografía que puede ser de mucha utilidad a cualquier curioso del tema. Igualmente, es de gran ayuda el índice alfabético sobre lexicógrafos o autores que guardan alguna relación con la lexicografía y sobre los títulos de obras citadas de carácter lexicográfico.

    En definitiva, este diccionario abre el camino para que los estudiosos de estas cuestiones busquen nuevas fórmulas que sirvan de mejora, si es que fuera posible, de esta obra que se erige como pionera.

Mª A. Castillo Carballo

Poesía oral sefardí (sel. int. y notas de Paloma Díaz-Mas), Esquío, Ferro, 1994, 124 págs.

    No es habitual que una colección de poesía dirigida al gran público dedique alguno de sus números a la poesía oral, y aún lo es menos que preste atención a una cultura tan desconocida y llena de tópicos como la sefardí. El encargo de los responsables de la «Colección Esquío de Poesía» de realizar una antología de poesía oral sefardí fue hecho a la profesora Paloma Díaz-Mas, profunda conocedora de la literatura oral —es autora de una edición del Romancero (Crítica, Barcelona, 1994)— y especialista en literatura sefardí —como tal ha escrito diversos artículos y el libro Los sefardíes: Historia, lengua y cultura (Riopiedras, Barcelona, 1993). El volumen se divide en dos partes; en la primera, una sólida y a la vez instructiva introducción, la antóloga presenta su trabajo y explica los criterios seguidos para la selección de los textos. La antología debía cumplir, según la profesora Díaz-Mas, una doble función: por un lado, presentar una panorámica amplia de la poesía oral sefardí; por otro, y es aquí donde reside el principal valor de este trabajo, poner en circulación textos que fueran desconocidos no sólo para el público en general sino incluso para muchos estudiosos. Con este fin la antólogo (ya va a utilizar para su selección, en lugar de otras recopilaciones anteriores, diversas encuestas de campo realizadas entre 1911 y 1982 por investigadores que recogieron versiones in situ en las comunidades sefardíes.

    Para explicar los criterios de selección seguidos entre el ingente volumen de textos consultados, la profesora Díaz-Mas destruye dos de los tópicos más citados en relación con la literatura sefardí. En primer lugar, aunque es cierto que la literatura oral de los judíos, sefardíes ha sido la que ha obtenido la mayor atención de la crítica especializada, no hay que olvidar que también la literatura escrita, incluidos otros géneros literarios además de la poesía, tuvo una importante proyección en la cultura sefardí. Por tanto, los textos seleccionados no son una antología de literatura sefardí, sino una antología que queda restringida a tres subgéneros de la literatura oral: el romancero, el cancionero y las copias o complas. La distinción entre romances y canciones se basa en que mientras el romancero es poesía eminentemente narrativa, el contenido de los cancioneros es mayoritariamente lírico. Las coplas o complas son en realidad poemas cultos que han sufrido un proceso de oralización a través del tiempo. De muchos de ellos incluso se ha perdido el nombre del autor. Tampoco podemos considerar a poesía oral sefardí como de raíz exclusivamente hispana. La diáspora de finales del siglo xv fue seguida por otras oleadas que llevaron la cultura sefardí a lugares tan alejados en el espacio como el oriente europeo, el mundo norteafricano o, más recientemente, el norte de América. Por tanto, «la literatura sefardí se nos revela como el sincrético producto de un conjunto de influencias que se fueron incorporando a lo largo de los siglos, proviniendo de muy distintas procedencias: una base hispánica (de los siglos XV al XVII) y otra judía que, como dos columnas, sustentan el edificio de toda esa cultura; y como piezas de la construcción el influjo cultural islámico (turco o norteafricano), el griego y balcánico y, más , modernamente, el europeo occidental».

    La antología propiamente dicha reúne treinta y siete poemas en los que prima la heterogeneidad. Las versiones han sido recogidas en lugares tan distantes como Tánger, Sarajevo, Salónica, Jerusalén o Nueva York, y en su conjunto ejemplifican cada uno de los subgéneros de la poesía oral arriba citados. La profesora Díaz-Mas ha tenido también en cuenta —ya que el volumen está dirigido al lector habitual de poesía, no al especialista— la belleza poética de los textos. Entre los poemas seleccionados destacan una curiosa versión de la «Muerte del príncipe don Juan», el único hijo varón de los Reyes Católicos, acontecida en 1497, o sea, cinco años después de la expulsión de los judíos, y el romance titulado «Flérida», formado a partir de un romance del siglo XVI de Gil Vicente. En ambos casos los judíos sefardíes debieron aprenderlos ya en el exilio, lo que corrobora la certeza de las íntimas conexiones entre las comunidades sefardíes en la diáspora y las que quedaron en la península. No menos curioso es el romance de «El infante Arnaldos», en una versión más completa que la conservada en España. A pesar de que la narración no se interrumpe tan bruscamente como en la versión peninsular, el misterio poético queda salvaguardado gracias a la atmósfera casi onírica con que finaliza el poema. Un texto como el de «Las quejas de Jimena» certifica la pervivencia de la tradición épica hasta fechas muy cercanas, en tanto que la canción «Las tres palomas» ha pervivido en las recreaciones que en este siglo realizaron Antonio Machado o García Lorca. Incluso uno de los romances, el titulado «Mainés», es exclusivo de la tradición sefardí.

    El volumen se completa con dos secciones bibliográficas: una interesante selección bibliográfica comentada, y un listado de la bibliografía citada en la introducción y en las notas previas a cada uno de los textos editados, listado que en realidad no es sino una completa bibliografía sobre literatura oral sefardí. La profesora Díaz-Mas, sin embargo, no oculta su pesimismo acerca de futuro inmediato de una tradición conservada durante más de quinientos años, «lo que el lector encontrará en esta antología no son textos vivos, sino reliquias de lo que fue». Es más, concluye la antología, este proceso de extinción no sólo afecta a la poesía oral, sino a toda la literatura sefardí.

A. Aguilar

 

Antología de la poesía renacentista, (ed. de Francisco J. Sedeño), Ágora, Málaga, 1992, 215 págs.

    Desde que Horacio escribió «carpe diem / qua minimum credula postero» o Jorge Manrique dijera aquello de que «nuestras vidas son los ríos /que van a dar a la mar / que es el morir», la poesía —como ha dicho recientemente en una entrevista Octavio Paz— es «la verdad más secreta del ser humano». Si Horacio te invita a la vida y Manrique te recuerda la muerte, ambas manifestaciones se corresponden porque así es el hombre: ser que debe disfrutar la vida para afrontar el «accidente» de la muerte. Nacimiento, vida, muerte, sentido de la existencia, más allá, el absoluto, la nada y otros muchos interrogantes que el hombre se plantea constituyen la esencia temática de la poesía. Realidad aprehendida en una sinestesia integradora, verdad esculpida en sintagmas, paralelismo entre espíritu y palabra, nos llevan al misterio del alma humana y se constituyen en una necesidad del hombre como el amor y el pan.

    Poesía es también conocimiento de nosotros mismos al leer o escuchar un poema. La tensión está dentro del poema y es compartida por el poeta y sus lectores, y esta experiencia común nos hace vislumbrar un sentido más claro de la realidad. Ya sea tragedia, comedia o drama; novela o cuento; soneto o letrilla, el ser humano, en virtud del efecto catártico del arte de la palabra, cierra el ciclo poético y su vida, sentidos que ni el bienestar, ni el poder, ni la riqueza pueden darle.

    En el mundo en que vivimos, posar nuestros ojos en los madrigales de Gutierre de Cetina, en los sonetos de Garcilaso de la Vega, en las liras de Fray Luis de León y, en general, en los poemas de Herrera, Francisco de la Torre, Aldana, Cervantes o Santa Teresa, es entender mejor nuestro mundo, entrar en la esencia del hombre, reconocemos a nosotros mismos y preguntamos por los insondables misterios de la existencia, del amor y de la muerte como una forma de realizarnos y de dar sentido a nuestra vida. ¿Nos dicen algo los poetas del Renacimiento a los lectores de hoy?

    No sólo nos dicen, sino que su palabra eterna sonará en nuestros oídos como las voces más sinceras de nuestro siglo, puesto que estas voces bebieron primero en el manantial renacentista: el mar «contemplado» de Salinas o «recomenzado» de Juan Ramón o Guillén es evocación del «caballo desbocado» de Francisco de la Torre; si el amor es poético por excelencia, todos nuestros poetas contemporáneos se han nutrido de la mejor poesía amorosa en lengua castellana: los poemas de San Juan de la Cruz; todo el cambio ideológico de la juventud en los últimos tiempos causado por la destrucción que supone el progreso desmedido la dirige hacia un mundo natural mítico que ya no puede encontrar más que en la Arcadia de las Eglogas de Garcilaso o en el huerto que tiene «del monte en la ladera» Fray Luis de León.

    Pero la vida no es sólo reflexión, es también diversión y placer que nos cantan los madrigales de Gutierre de Cetina; es parodia y risa sana en las «berenjenas con queso» de Baltasar de Alcázar, o es letrilla picante en:

                                                                        Si osase decir mi boca

                                                                        lo que siente el alma mía,

                                                                        señora, tocar querría

                                                                        donde la camisa os toca.

    Pues bien, esta es la intención de Francisco Javier Sedeño: traernos a todos, especialmente a los jóvenes estudiantes, la mejor poesía renacentista. ¿Por qué la mejor?

    Aunque ya es un tópico consagrado, no por ello deja de ser cierto que en toda antología poética de una época, de un movimiento o de una generación suelen faltar nombres bastante representativos a veces. Recuérdese al respecto la Antología de 1932 de Gerardo Diego sobre los poetas de su generación y piénsese que en ella faltan un José Bergamín o un José María Hinojosa, por poner algunos ejemplos. Sin embargo, repasando la nómina de autores que Francisco J. Sedeño ha recogido en esta edición de la poesía renacentista, se nos antoja que las ausencias, como muy bien dice él, son las mínimas, y ello por el imperativo de «orillar en un número limitado de páginas tanto mar de versos».

    El profesor Sedeño ha hecho una brevísima introducción al Renacimiento en Europa y en España con objeto de presentar los parámetros fundamentales por los que discurre el quehacer poético de ese tiempo. Pero su brevedad no empece la riqueza de matices; los studia humanitatis o materias de estudio del hombre renacentista, la metodología basada en el comento y la imitatio, la claridad de estilo señalada por Juan de Valdés y, finalmente, el florecimiento del humanismo por principio filosófico que subyace a toda la cultura renacentista.

    En lo que respecta a España, explica F. J. Sedeño el fenómeno peculiar español estableciendo la diferenciación entre Renacimiento y Manierismo. Señala también la otra gran peculiaridad de nuestros poetas: la síntesis integradora en nuestra patria de poesía culta y poesía tradicional o la incardinación de petrarquismo y poesía de cancionero en poetas tan representativos como Fernando de Herrera y Garcilaso de la Vega.

    Otro mérito importante de esta edición lo constituye la introducción que F. J. Sedeño hace a cada poeta antologado. Con unas breves pinceladas el lector es informado de los rasgos más significativos en la vida y la obra de cada poeta, lo que permite, sin duda, que la lectura quede situada en el espacio y en el tiempo de la vida de su autor. Si a ello añadimos la bibliografía que se cita para cada uno de los poetas renacentistas, nos encontrarnos con una de las ediciones más completas y amenas del reciente mercado editorial. Su lectura será un placer para el lector porque tragedia y comedia humanas, llanto y risa, filosofía y burla de los hombres del siglo XVI en palabras insustituibles le harán conocer más profundamente el alma humana, la de antes, la de ahora y la de siempre. Por ello, aunque la llamemos poesía renacentista porque tuvo un tiempo de escritura que se corresponde con aquellos años, nos dice tantas cosas hoy, que difícilmente podremos sustraemos a su gozo y a su enseñanza en los albores del segundo milenio.

A. de la Torre Villalba

 

Paul Valéry Le cimetiére marin. Traduzione spagnola di Jorge Guillén (El cementerio marino). Versione italiana di Mario Tutino (Il cimitero marino), (ed. y estudio de Giuseppe E. Sansone), Einaudi (Serie Trilingüe), Turín, 1995, 77 págs.

    En su «Serie Trilingüe» la editorial Einaudi cumple una feliz misión: la de presentar un texto literario franqueado por dos de sus traducciones consideradas canónicas, reuniendo así en las mismas páginas un mismo texto en tres lenguas distintas. De este modo, texto original y traducciones vienen a constituir un punto de partida para reflexionar sobre el autor que se traduce, el traductor o traductores, la tarea del traductor y, claro está, la obra traducida.

    El volumen dedicado a Le cimetière marin, editado por Giuseppe Sansone, confronta el original de Valéry con el texto revisado de la traducción de Jorge Guillén. Las correcciones que Guillén realizó en 1940 a su primera versión publicada en 1929 en Revista de Occidente, XXIV, págs. 340-353 serán explicadas por Sansone, pero no vienen recogidas como variantes a pie de página (lo que probablemente hubiera restado fluidez a la lectura del texto de Guillén). Este espacio de la página viene ocupado por la excelente traducción al italiano del Cimetière realizada en endecasílabos rimados por Mario Tutino, y que sirve como complemento para el lector italiano a la versión en español. Aunque el objeto del volumen y del ensayo que lo acompaña es indagar en el laboratorio traductivo de Guillén, es una pena que no se dedique más que un par de líneas a la traducción de Tutino, que, como señala Sansone, ha sido escogida de entre las numerosas y buenas versiones que sobre el primordial texto valeriano se han realizado en Italia.

    El estudio introductorio de Sansone analiza, en primer lugar, Le cimetiére marin, y en segundo la traducción de Guillén. Sansone no se limita a analizar los artificios formales del poema, sino que los encuadra en la génesis del texto poético y de las ideas de Valéry sobre la poesía. Así, en su ensayo, Sansone se servirá tanto del propio Valéry cuanto de otros críticos que han estudiado el texto (Cohen sobre todo, y Goffis, Giaveri, Macrí, Tutino, Jarrety, Lefèvre ....), aunque eludiendo aspectos que ya han sido suficientemente tratados por dichos autores.

    Pese a no detenerse en un estudio exhaustivo de la métrica (sobradamente analizada por Macrí hace hincapié Sansone en la novedad que supuso en Le cimetière el empleo del decasílabo frente al habitual alejandrino francés, con una manifiesta voluntad italianizante, pese a que Valéry prefiriera a la movilidad del endecasílabo italiano un modelo bastante fijo, con acentos en cuarta y décima, escasos encabalgamientos y frecuentes aliteraciones. El poeta quiso imprimir a su poema un aire arcaico, al menos en lo que a disposición métrica se refiere.

    Apunta Sansone que el motivo de esta elección rítmica bien pudiera residir en que mediante el decasílabo se define más netamente la medida rítmica. Le cimetière marin se propone, antes que nada, como un equilibrado cuerpo textual estudiosamente calculado en sus proporciones. Al uso del decasílabo hay que añadir la distribución de la rima, cuya rigidez, analizada por Sansone, dota al texto de un complejo movimiento melódico, sobre todo porque la misma rima no suele repetirse a lo largo del poema. Es el gusto de Valéry hacia el juego, la estructura, la elaboración, que Sansone enlaza con el monólogo del yo que constituye Le cimetière, en el que los temas más sencillos y habituales de la vida afectiva e intelectual del poeta afloran desde la visión de la adolescencia, asociados con el mar y la luz de un cierto lugar a orillas del Mediterráneo, Séte. Le cimetière marin es, por tanto, una obra de «confesión sentimental», como ya anotaba Gustave Cohen, si bien «extremadamente velada».

    Para que parte de las veladuras del Cimetière se pierdan, Sansone efectúa un análisis de cada una de sus estrofas. Desde el inicio queda manifiesto, señala Sansone, cómo el protagonista del poema es un yo contemplativo capturado por la memoria visiva, y al mismo tiempo inmerso en la concentración existencias. Sansone va detallando cada uno de los componentes que intervienen en la configuración del poema, el mar y el cementerio (al comienzo sinónimo de serenidad, de inmovilidad), los muertos (,que representan el no ser definitivo, absoluto), el gusano, el tiempo, que tanto corre que parece estar detenido (es el lógos de Zenón de Elea)... A través de estos y otros elementos Valéry se interroga sobre el origen de la poesía, sobre la génesis del texto lírico, hasta llegar a las tres estrofas finales, que constituyen para Sansone un canto al derecho del hombre, un himno a la vida, recuperación extrema de los lugares de la muerte.

    Si la primera parte del ensayo de Sansone constituye una útil guía para leer Y comprender el texto valeriano, la segunda parte contribuye de forma clara a entender el proceso traductivo seguido por Jorge Guillén. El análisis que Sansone efectúa de las correcciones que Guillén hizo a su traducción bien puede servir de punto de partida para otros análisis de traducciones de igual entidad, por lo que es de interés no sólo para los estudiosos de Valèry y Guillén, sino también para los estudiosos de la traducción. Sansone no hace juicios de de valor sobre las modificaciones efectuadas por Guillén. Lo destacaba para él es la inclinación a la fidelidad que el traductor no abandona en ningún momento. Si son mucho más escasas las correcciones en la segunda parte del poema, eso es debido, bastante probablemente al proceso de integración del traductor en los mecanismos del texto original y a su identificación con el sistema de equivalencias textuales.

    Para Sansone es algo natural que el discurso poético de Valèry atrapara a un poeta de «línea lírica schietta e lucida, adamantina e complessa quale Jorge Guillén» (pág. 47). Se excusa Sansone por no hablar de la poesía pura y de la influencia ejercitada por el simbolismo en la escritura de Guillén, y por no detenerse en los detalles técnicos de la métrica en la traducción de Guillén. Lo que importa es explicar los criterios que Guillén ha seguido en su traducción. Sansone recuerda cómo el autor de Cántico optó por una fidelidad sólidamente anclada en el texto de partida, lo que le hizo ofrecer como equivalente del decasílabo francés nuestro endecasílabo, y renunciar a la rima para no correr el riesgo de traicionar el texto original.

    Explica Sansone que Guillén opera en tres campos fundamentales a la hora de traducir, es decir, el de las reducciones (que Guillén consigue compensar líricamente), los añadidos (escasos, y sobre todo de orden sustantival) y las sustituciones (que para Sansone son necesarias y captan plenamente la esencia del significado). Lo que Guillén busca es hacer transparentar ciertas motivaciones de economía lingüística que desvelan precisas opciones de economía poética. Sansone destaca sobre todo el cambio de puntuación entre la primera y la segunda versión (se suprimen muchas de las exclamaciones), en un intento de atenuar la carga enfática concedida en un primer momento a la versión (que sin embargo tenía muy en cuenta la situación del original). Así, las intervenciones fundamentales de Guillén se efectúan ateniéndose a un doble criterio: la mayor fidelidad al original o bien la necesidad de conferir al verso endecasílabo una marcha más melódica.

    Sansone considera que el «agile e colmo atto di poeticità» (pág. 49) que la traducción es para él viene cumplido por Guillén con plenitud, debido a la altura poética que el poeta vallisoletano posee. Tan sólo destaca el error cometido por Guillén en el verso 71 (la traducción de absence como esencia, en vez de ausencia) que se desliza tanto en la primera ;tersión como en la definitiva.

E. Morillas

 

José L. Abellán, El filósofo Antonio Machado, Pretextos, Valencia, 1995, 123 págs.

   José Luis Abellán expone a lo largo de los ocho capítulos de este libro la aceptación de la faceta menos conocida de Antonio Machado, la de filósofo. Siguiendo su trayectoria vital y estética, muestra las principales teorías del pensamiento filosófico machadiano, argumentadas con fragmentos de su poesía y prosa. Abellán defiende que la filosofía y poesía machadianas son una misma realidad: Machado poetiza filosofando y filosofa poetizando.

    Comienza exponiendo los diversos factores que, según él, le llevaron a hacer filosofía: el contacto con Castilla, la muerte de su esposa, los cursos que siguió en París con Bergson, la lectura de Unamuno, el reencuentro con los paisajes de la infancia andaluza y los cursos realizados en Madrid.

    Continúa describiendo y clasificando: su filosofía es asistemática y ametódica, vinculada estrechamente a la poesía, porque nace de una reflexión filosófica de la misma, de igual modo que otros filósofos reflexionan sobre la base de distintos conocimientos. Su estructura filosófica se apoya en la contraposición de las llamadas por él «lógica racional» y «lógica poética». Alude a los conceptos de homogeneidad del pensamiento y heterogeneidad del ser, lo que incluye a esta filosofía en las llamadas de la «diferencia». El fin último de la reflexión machadiana sería el tú, el otro, el apócrifo como tercera vía, resumido en la lógica de la fe poética.

    Abellán ubica cronológicamente a Machado (cap. II y III) como retrasado de la Generación del 98, aunque perteneciente a ella. Nuestro autor recoge la temática de esta generación, pero, a la vez, la ilumina con una nueva orientación hacia el futuro: es el «cantor del grupo». El momento de inserción en el 98 lo marca el período de tiempo que va desde la primera edición de Campos de Castilla, en 1912, y la segunda, en 1917, por ser éste su primer y único libro noventayochista. Entiende Abellán que esto ocurre por recibir tres impulsos fundamentales: la influencia y amistad de Unamuno, su experiencia en Soria y la lectura del libro Castilla, de Azorín. lguala su inserción y evolución en el 98 a la de Valle.

    Machado sufre un período de transición entre 1926 y 1932: antes era un autor modernista, individualista; después se busca a sí mismo a través de una poesía social y localista, folklorista, donde se compromete con el problema español. Hace entonces lo que había querido siempre: escribir para el pueblo. Es ahora cuando colabora con su hermano en obras dramáticas de corte folklórico. Como obra de transición recoge Nuevas Canciones, cuya primera edición de 1924 fue varias veces completada. El culmen de este período lo constituiría su producción de prosas políticas y filosóficas: Juan de Mairena, Desde el mirador de la guerra, Los complementarios, etc.

    En el capítulo IV queda constancia de la obra de los principales poetas «elegidos» por Machado para expresar su pensamiento, a saber: Juan de Mairena y Abel Martín. Sus obras son analizadas y comentadas.

    A lo largo de los capítulos V, VI y VIII se siguen dando detalles de la filosofía machadiana. Los estudiosos la acusan de confusa; a veces, incluso, de contradictoria, lo que se explica por la tardía incorporación del autor a la misma. Abellán está de acuerdo con esto, pero no acepta que en sus escritos filosóficos resida el punto de partida para comprender profundamente sus prosas filosóficas. Rebate así a Sánchez Barbudo, quien las toma como punto de inicio para su investigación. El origen de su filosofía se halla del solus ipse (aunque él nunca lo reconociese); la meta de sus teorías es el panteísmo del ser, donde mi yo y el tuyo y todos los seres son la manifestación del gran Todo universal. Abellán afirma que se adelantó a muchos insignes filósofos de nuestro tiempo. Encuentra en sus todas reminiscencias kantianas, así como leibnizianas.

    A través de un dios panteísta, unificador de todos los hombres, se llega a la no individualización, a poetizar en grupo, pero con una sola vo. Ésta es la lírica comunista. Machado defiende el comunismo como unificador: es, dice, la auténtica y recta interpretación del cristianismo. Cristo es el hijo del hombre, que se hizo Dios para redimir los pecados de la divinidad; su Cristo tiene sentido del humor y odia el latín, es un Cristo para escépticos que volverá cuando le hayamos perdido del todo el respeto.

    Ya en esta lírica comunista se encuentra su admiración hacia Rusia: ellos sí entendieron bien el cristianismo.

    Por medio del cristianismo llegamos a la otredad de lo uno, a la heterogeneidad del ser, base de su teoría de lo apócrifo. El mundo es un apócrifo porque ha inventado su verdad; sus amantes Leonor y Guiomar serían también apócrifas. Esta teoría sirve para llegar a comprenderse uno mismo, pero también para hacer una utopía del mundo, una transformación de la realidad.

    En el último capítulo recoge su canto al pueblo, depositario del saber. Abellán hace aquí un repaso a lo ya aportado sobre el autor tanto estética como filosóficamente.

    La obra recoge, en suma, las tendencias filosóficas de Machado, perdiéndose en reiteraciones de los principales focos de interés, pero sin entrar en demasiadas profundidades. El título, El filósofo Antonio Machado, deja abiertas múltiples posibilidades no exploradas a fondo, aunque, eso sí, ayuda al neófito a acercarse un poco a esta faceta casi desconocida de nuestro autor.

S. Medina Barrenechea

 

Gamel Woolsey, El otro reino de la muerte, Ágora, Málaga, 1994, 182 págs.

    El otro reino de la muerte es una novela autobiográfica en la que su autora, Gamel Woolsey, narra las impresiones y vivencias que tuvo en Málaga en el transcurso de los primeros momentos de la guerra civil española (1936-1939). Es, pues, un claro ejemplo de la importancia que tienen las fuentes literarias en el análisis de la Historia. La ficción narrativa y la realidad están íntimamente ligadas: «El novelista es, en verdad, un testigo privilegiado de las realidades humanas; [...] observa tan profunda y agudamente como el científico social el tejido de las relaciones a toda escala: las relaciones personales, amistosas, amorosas; los vínculos y los conflictos de una clase con otra; los lazos que unen y las diferencias que separan a unas de otras colectividades; los sedimentos de las tradiciones históricas y los embriones del porvenir» (Morroe Berger. La novela y las ciencias sociales. Mundos reales e imaginarios, FCE, México, 1979). Si ello es así, con más razón podemos tener en cuenta el interés que ofrece el (género de la autobiografía para los historiadores. Como señala Marjorie Grice-Hutchinson en su presentación del libro de su amiga Gamel, ésta «capta fielmente el ambiente de nerviosismo que reinaba en Málaga [...]. Constituye, por lo tanto, un documento fidedigno de aquella época» (pág. 9). La minuciosa descripción de personas, escenarios y situaciones así lo revela.

    Lógicamente la visión de la autora sobre los acontecimientos que vivió / sufrió, su percepción de la realidad cotidiana que la rodeaba, no deja de estar influenciada por su carácter y su nacionalidad —inglesa—, pero ello no le impidió escribir unas páginas en las que se entremezclan la ternura, la delicadeza y la dureza en la narración de ciertas escenas. El propio título del libro —tomado de una obra del poeta inglés T. S. Eliot— es indicativo del dramatismo de la situación provocada por la Guerra Civil. La tristeza invade a Gamel Woolsey (1985-1968), esposa del hispanista inglés Gerald Brenan, cuando rememora unos hechos que experimentó en la etapa que pasó en su casa de Churriana. Pese a los tópicos que emplea al referirse a la manera de ser de los españoles, su amor por éstos le hace adoptar una actitud tranquila pero enérgica de rechazo a la guerra y al horror que conlleva, y de solidaridad hacia sus semejantes, particularmente en el caso de perseguidos por uno de los dos bandos contendientes, sin importarle a cuál de ellos pertenecieran. Como escribió Gamel en una carta a su amigo Lewelyn Powys, este libro «no es sólo una historia de la Guerra Civil sino también de mi corazón» (pág. 9). Su detallado relato nos sumerge desde el primer capítulo en un ambiente tenso en el que el conflicto bélico estaba latente. Los instantes previos a la guerra son los de la lucha de clases y la revolución de la izquierda. Pese a cierta dosis de superioridad de que hace gala la autora, su sensibilidad la lleva a preocuparse con amargura por las duras condiciones de vida y trabajo de los obreros y a criticar las posturas revanchistas. Su ciudadanía inglesa le permite, sin duda, una facilidad de movimientos de la que de otro modo no, hubiera dispuesto, así como una percepción más fresca y espontánea de la vida cotidiana en aquel entonces. Los capítulos IV y V, dedicados a reflejar la influencia de la radio como arma de propaganda y medio de conexión con el exterior y el ambiente de la ciudad de Málaga (destrucción, incendios, locura, miedo), prueban la habilidad de G. Woolsey en la descripción de tipos y lugares.

    La decisión de los Brenan de permanecer en Málaga y, no huir como otros extranjeros sirve a Gamel para dar a conocer la posición adoptada por la colonia inglesa —para la que la guerra supuso sólo un «fastidio» que «interrumpía sus vacaciones en la época de los baños precisamente. No vi ninguna señal en ellos que denotara que algo de extraordinaria importancia le estaba ocurriendo al pueblo español ... » (págs. 73-74)- y ofrecer al lector, asimismo, su opinión sobre la guerra civil e ideologías como el anarquismo, que, aunque un tanto esquemática, recoge a la perfección sensaciones como el temor, el odio, la ilusión, el optimismo, la frustración y el pesimismo, especialmente con ocasión de los bombardeos aéreos. Ello se advierte también en los capítulos dedicados a la ayuda prestada por el matrimonio Brenan a la familia de Carlos Crooke, de ideología conservadora, a la que refugió en su casa y ayudó a salir del país, y a la solidaridad demostrada por Gamel y Gerald hacia Juan, el panadero del pueblo, afiliado a Acción Católica —el partido de José Mª. Gil Robles—, y finalmente asesinado. Aspectos como el papel de la prensa y de los corresponsales de guerra, las atrocidades ocurridas y los relatos fantasiosos y exagerados —Gamel los llama «pornografía de la violencia»—, las relaciones amorosas y la adaptación de la población a la difícil cotidianeidad (comida, transporte, etc.) son abordados por la autora con tanta precisión como serenidad y, en ocasiones, humor. Finalmente, en el epílogo, se narra la marcha de los Brenan a Gibraltar, pues decidieron irse de España hasta el término de la guerra, y el desinterés y la desinformación que había en Gibraltar con respecto a la misma.

    Este libro —editado en conmemoración del I Centenario del nacimiento de Gerald Brenan con motivo de los actos organizados por el Ayuntamiento de Málaga— es, en suma, una biografía colectiva además de individual, un relato amargo, melancólico y lúcido, que recupera una de las etapas más dramáticas de nuestra Historia Contemporánea, y lo hace desde el equilibrio, la firmeza y la esperanza. Aquellos años quedaron atrás en el tiempo, pero no en el recuerdo de quienes los vivieron o los pueden rememorar ahora gracias a las páginas escritas entonces por Gamel Woolsey.

Mª J. González Castillejo

 

Octavio Paz, Vislumbres de la India, Seix Barral, Barcelona, 1995, 221 págs.

    La India, dice Octavio Paz, hace una pregunta a todo aquel que la visita. Este libro, aunque roza la autobiografía, es una introducción a sus tentativas por responder a esa pregunta. No es un libro de memorias, sino un ensayo.

    Vislumbres de la India es una obra unitaria en la que su autor recapitula no sólo su período de residencia continuada en dicho país, en el que fue embajador desde 1962 hasta 1968 y sus viajes anteriores y posteriores a él, sino también la huella cultural, artística, política y filosófica que la India ha dejado en su vivencia. Reveladores capítulos autobiográficos abren y cierran el volumen. Las primeras impresiones ante una realidad insólita, su estancia en Bombay y Delhi, su acercamiento al arte de la India, la música, la danza, la comida y la fascinación ante un mundo apenas entrevisto, vislumbrado tanto en su aprendizaje como en su reflexión. Este mundo se refleja en la obra y rápidamente se disipa, son instantes percibidos entre la luz y la sombra, «porque el exceso de realidad se vuelve irrealidad». En otros capítulos analiza la complejidad nacional, religiosa e histórica de la India. Es un libro descriptivo y analítico, también narrativo. El autor se acerca al tema de la India con la mirada sorprendida del poeta y la pluma insaciable del crítico. Pero él mismo advierte que no es un libro para especialistas porque es producto del amor y no del saber. Sin embargo, emerge ante el lector una realidad global establecida desde la lucidez: su mirada occidental acepta que la evidencia a veces no sea más que un espejismo.

    Lo primero que sorprende de la India es su diversidad hecha de violentos contrastes: modernidad y arcaísmos, lujo y pobreza, sensualidad y ascetismo. Es una inmensa caldera, un hervidero donde se yuxtaponen, mezclan y confunden religiones, castas, lenguas y, en definitiva, culturas, visiones totales y contrapuestas del mundo. Ya en ensayos anteriores como Claude Lévi-Strauss o el nuevo festín de Esopo, La llama doble o Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, Octavio Paz apuntaba su interés sobre temas que aquí de nuevo desarrolla. Uno de ellos es el misterio del origen y la supervivencia de las castas. Tema complejo, avalado por una inmensa bibliografía y que establece serios interrogantes como una especialidad de la sociología y la antropología. Las castas constituyen un fenómeno singular «que no es explicable sino dentro y desde la visión hindú del mundo y de los hombres». La casta constituye una realidad social: familia, lengua, profesión, territorio. Es una ideología: una religión y una mitología. Para un occidental el individuo es el elemento primordial que forma la familia como unidad básica. En la India la unidad es la casta. El signo distintivo de la casta es una noción religiosa, pero son grupos gobernados por un consejo que cumple una función política de autogobierno. En ella, la realidad primordial es la colectiva, un círculo que encierra al individuo: se nace, se vive y se muere en una casta. «Se dice que la existencia de las castas y su ideología estática es una de las causas de la pobreza y la miseria de milllones de hindúes». Las teorías, como se ha dicho anteriormente, son muy diversas, pro, en definitiva es un realidad que supone un reto para el pensamiento occidental. La opinión de Octavio Paz al respecto es clara: la sociedad moderna con su exaltación del individuo va creando seres solitarios que forman al mismo tiempo una masa homogénea, no crea la igualdad, sino la uniformidad. Por tanto, el sistema de las castas nos repele por su absoluta extrañeza.

    Otro de los temas que desarrolla, establece la que quizás sea la peculiaridad mas notable de la India: la coexistencia del islam y el hinduismo, el monoteismo más extremo y riguroso frente la politeísmo más rico y matizado: «En el primero, la teología es simple y estricta ; en el hinduismo, la variedad de sectas y doctrinas provoca mareo». Esta convivencia a través de los siglos no es más que una larga rivalidad resuelta con frecuencia en encuentros sangrientos. En algunos movimientos a lo largo de la historia ha existido el germen para la posible unión de las dos comunidades y el nacimiento de una nueva India, pero todos han fracasado.

    No menos peculiar es la unión entre erotismo y religión. Una intensa devoción religiosa unida a una también intensa sensualidad. Hay una diferencia con la erótica en occidente. A veces ésta se convierte en un conjunto de infracciones y violaciones, Bataille afirmaba que le erotismo es esencialmente transgresión. El arte erótico hindú lo desmiente. El erotismo no es un código, sino un abanico que muestra en su continuo desplegarse todas las gamas del placer. En la poesía sánscrita la mayoría de los poemas son eróticos. Un monje budista ha seleccionado una de las antologías. En los santuarios abundan las figuras eróticas y algunos templos pueden verse como manuales de posiciones sexuales, «Kamasutras esculpidos», dice Octavio Paz. Pero «la unión entre erotismo y religión, aunque menos intensa y explícita que en la India, es también un rasgo de la literatura hispánica de los siglos XVI y XVII: la religiosidad más ferviente y severa mezclada a un exaltado sensualismo». Recordemos a los místicos españoles: la poesía de San Juan de la Cruz o la prosa de Santa Teresa. Juana Inés de la Cruz es también un ejemplo valioso y, ya en época contemporánea, con importantes matizaciones, podemos añadir la poesía del cordobés Pablo García Baena. Tampoco debe olvidarse para fortalecer esta pecularidad de la religiosidad en la India que un antecedente filósofico del sufismo está en el pensamiento del español Ibn arabi (1165-1240), que predicó la unión con dios a través de sus creaciones. En su poderoso pensamiento del español hay también un exaltado erotismo e influyó en la obra de grandes poetas místicos de la India, como Tukaram y Kabir.

    Todos estos temas constituyen interrogantes que subyacen en la primera gran interrogación que establece la India. Un diálogo que el autor desarrolla con su habitual prosa ágil y lúcida, concisa y diáfana. Incluso en pasajes de mayor peso filológico como lo lleno y lo vacío imprescindible para acercarse a la sensibilidad de los habitantes de este pueblo singular y plural. Se añaden en los capítulos dedicados a su vivencia personal, enumeraciones de los lugares que visitó, Madrás, Mahabalipuran, Madurai, Tanjore, Chindambaram entre otros nombres mencionados como si fuesen talismanes que al ser frotados reviven imágenes, rostros, paisajes y momentos, mostrando que su educación india no fue meramente libresca. Su influencia puede encontrarse en sus creaciones poéticas, sus escritos en prosa y en su vida misma.

    El autor es consciente de las lagunas de este ensayo; por ejemplo, apenas habla de la literatura y sobre todo de los dos grandes poemas épicos, el Mahabharata y el Ramaya. Tampoco se ocupa de los cuentos ni de las fábulas, pero es que el asunto, por su inmensidad y variedad, es rebelde a la síntesis. Además esos temas están fuera de sus intenciones. Con este libro Octavio Paz reafirma sus dotes de ensayista enriquecido la temática con su erudición y la sólida perspectiva de quien ha vivido los acontecimientos contemporáneos más importantes de la India. Ciertamente el lector vislumbra la extrañeza y la singularidad de un pueblo subyugado bajo las trampas del tiempo. Nos acercamos a «un proyecto de nación». La pregunta sigue abierta.

Mª T. García Galán

 

Emilio E. de Torre-Gracía, Proel (Santander, 1944-1950): revista de poesía / revista de compromiso (int. de José Hierro), Verbum, Madrid, 1994, 375 págs.

    El trabajo de Torre-Gracia, profesor de Lenguas y Literaturas Romances en Nueva York, es una bella pero breve —como él mismo se excusa por cuestiones obvias de espacio— antología poética de lo que supuso Proel para los artistas y lectores de nuestra sufrida postguerra, que tanto se alarga. Recoge la vida de esta revista, que va desde abril de 1944 a septiembre de 1945, como primera etapa, y desde la primavera de 1946 hasta el último número que aparecería durante la primavera y el estío de 1950, ya para la segunda época.

    Resume lo que fue el horizonte literario de aquellos escritores, en las palabras de su introducción, el poeta José Hierro, superviviente de aquella generación, «la quinta del 42», que unía a los también poetas y santanderienses Julio Maruri y José Luis Hidalgo, cuya temprana muerte a los veintiocho años marcará las pautas a seguir por sus compañeros: su sinceridad, el antieclecticismo... Góngora, poeta de la «inmensa minoría», había influido a los del 27, Garcilaso, ese soldado-amante, a los del 36, y, por último, Quevedo, el poeta de las letrillas satírico-burlescas, a la generación del 45, los escritores de postguerra.

    En aquel aire enrarecido, postbélico, en aquellas turbulentas aguas, azotadas por la censura, como nos recuerda J. L. Cano o Lechner entre otros, Proel fue la nave que reunió a tantos náufragos, el faro de Malta que les llevaría a tierra finne. Desde Juventud a Garcilaso, la revista madrileña de la llamada «juventud creadora», desde Cisneros a Espadaña y sus jóvenes poetas comprometidos de León, aquellos neoclasicistas de Cántico, el escapismo, Proel estuvo abierta para todos. Nunca fue manipulada como herramienta política, paradójicamente, y, desde su «libertad», se dedicaron al arte para, así, encontrar al individuo. Cantaron al amor, la religiosidad, la muerte, la soledad, la añoranza y la juventud, la patria que había que reconstruir y el papel del poeta en ella, adelantándose cinco años, en 1945, al triunfo de la poesía social en 1950, y formando un grupo unido de escritores con ideas claras.

    Desde el Romanticismo, enlazaron los proelistas con las preocupaciones sociales y pasaron del «yo» al plural «nosotros» en busca de un humanismo o existencialismo vital y recíproco. Con un año de vida, la revista seguía con sus planteamientos, sinceridad y laboriosidad, sin encasillamientos en «ismos». Fueron ganando fama y colaboradores como Carmen Conde, Gerardo Diego, Carlos Bousoño, Ricardo Gullón, Eugenio D'Ors, Vicente Aleixandre, Manuel Machado, José María Pemán, Cela y Miguel Hernández, entre otros muchos... La perfección de la revista en su primera etapa fue el número dieciocho, del año 1945: el homenaje que dedicaron a Quevedo, guía y ética del grupo, y con el cual comienza la segunda época.

    En ésta hay ya un cambio. Proel, dirigida desde el principio por Pedro Gómez Cantolla, deja de ser una revista de poesía para abrirse aún más, y se convierte en revista cultural. El cine, la filosofía, la crítica de libros, las literaturas extranjeras, etc., encuentran un lugar entre las páginas de Proel con secciones que, ahora, toman mayor importancia, como la que ya iniciara Hidalgo, «Nuestra opinión», o «Antología», desde donde se hacían traducciones de autores como Valéry, Faulkner... Ildefonso-Manuel Gil criticó el empobrecimiento del teatro, como también Pedro Caba la falta de personajes de carácter, recordando el teatro de Lorca y Casona; Zúñiga trataba también la situación del cine, etc. Sin embargo, pese al gran número de colaboraciones, la muerte, finalmente, la dispersión y la ausencia acabaron con la revista, además del alto coste de la publicación.

    En el número seis de la segunda etapa, en el año 1950, defendían los proelistas el arte abstracto, desafiando a la dictadura, e, incluso, promovieron exposiciones artísticas e introdujeron las teorías de Sartre. El compromiso continuaba, pero en un tono más apagado; la censura vigilaba y los artículos se publicaban contrapuestos. Proel pedía rehumanización, técnica, compromiso social, realidad, actualidad y sencillez: el hombre social debía «actuar» y el arte, para ellos, era un buen vehículo de comunicación.

    De esta manera, Proel fue una puerta abierta, un puente, en mi opinión, hacia Europa y la cultura, tan contraria a la política del momento. Desde los jóvenes y suaves versos de los primeros números, tan influenciados por el garcilasismo imperante, hasta la última etapa, marcada por un compromiso más activo, la evolución de estos escritores está patente entre las páginas de esta obra a medida que vamos leyendo. El soneto «Combate», por ejemplo, de Carlos Salomón (pág. 154), entre el amor y la insatisfacción existencialista, o la silva «Ciudades amenazadas» de Julio Maruri (pág. 159), o «La caminata» de Marcelo Arroita-Jáuregui (pág. 230), etc., son muestras de la estética poética de este grupo artístico, que quizás haya estado marginado, olvidado hasta ahora en los textos didácticos de nuestras aulas.

C. J. Duarte

 

Paloma Lapuerta Amigo, La obra poética de Félix Grande, Verbum, Madrid, 1994, 291 págs.

    La irrupción de los poetas novísimos, no sin estruendo y alharacas, en el panorama poético español pareció significar un nuevo punto de partida para la poesía escrita con posterioridad a la finalización de la guerra civil. Los nuevos poetas, altivos y arrogantes, creyeron hacer tabla rasa de la lírica imperante hasta entonces. La noción de ruptura, explicitada en el mismo prólogo por Castellet, se impuso, en un principio, como verdad incuestionable. Pronto llegaron las rectificaciones. Los mismos poetas del 70 comenzaron a señalar los débitos a una parte de la poesía anterior. Primero al grupo cordobés de la revista Cántico, más tarde a muchos otros poetas; entre ellos, según Carnero, Rosales, Gaos, Hierro, Álvarez Ortega, el Bousoño posterior a mil novecientos sesenta y dos, Brines, Claudio Rodríguez... Pero esta deuda no acaba aquí. Fuera de tópicos y estereotipos, repetidos con profusión por la crítica más apresurada acerca de la poesía social, comienza a imponerse una rigurosa revisión de muchas otras voces.

    Es en este contexto donde debe situarse La obra poética de Félix Grande, de Paloma Lapuerta. El volumen es un ambicioso ensayo que, además de realizar un recorrido casi exhaustivo por la obra del poeta extremeño, apunta que muchos de los recursos utilizados por los poetas novísimos —la utilización de citas extraídas de los medios de comunicación de masas, el «pastiche», las constantes alusiones a mitos personales o la libertad formal— ya estaban en la obra de Grande.

    El libro se estructura en tres partes. En la primera, titulada «Félix Grande en sus coordenadas literarias e históricas», y partiendo de] modernismo, se hace una revisión de la poesía española durante el presente siglo. Se incide, sobre todo, en la etapa de la postguerra y en los primeros setenta. Paloma Lapuerta relaciona la obra de Grande con la de los poetas de la segunda generación de postguerra. Así, el poeta extremeño, en sus primeros libros, participa del proceso de rehumanización de la poesía española a través de la influencia de Machado y Vallejo; también de la liberación del yo, puesto que en él —y por ello resulta imprescindible el apartado de biografía e historia— la realidad es observada a través del filtro que constituye su propia experiencia vital; a partir del cultivo de la poesía social o crítica se llegará a la inquietud existencias y, más tarde, al tema amoroso o erótico.

    Una vez situado el poeta en su contexto histórico-literario, la segunda parte se dedica al «estudio diacrónico de la obra poética de Félix Grande». Para ello la autora parte del estudio de Biografia —en la edición de 1986—, volumen que recoge los siete poemarios publicados por el poeta hasta la fecha: Taranto (1961), Las piedras (1964), Música amenazada (1966), Blanco Spirituals (1967), Puedo escribir los versos más tristes esta noche (1971), Las rubáiyàtas de Horacio Martín (1978) y La noria (1986).

    Ya desde su primera obra, Taranto, en puridad un pastiche de la obra de Vallejo, se destaca la manipulación a que se somete el lenguaje a través del neologismo y el acertado uso de expresiones coloquiales con una finalidad humorística. Tras Las piedras, una personal interpretación de la temporalidad machadiana, y Música amenazada, se llega a la íntima ligazón entre la temática social y la existencial de Blanco Spirituals. Un poemario que siendo el más rupturista desde el punto de vista formal, es también, paradójicamente, el más social. Con Puedo escribir los versos más tristes esta noche se inicia un viaje iniciático al centro del «yo» que se romperá en Las Rubáiyàtas de Horacio Martín —libro ya de plena madurez— con la recurrencia, a la manera de Machado, Pessoa e incluso de cierto sector de la poesía más reciente, al heterónimo. Es también un poemario donde el poeta, siguiendo una larga tradición de cultura hedonística, se rebela contra todo factor coercitivo del placer. Por último, en La noria, veinticuatro poemas de tema diverso, vuelve a recurriese de nuevo a la intertextualidad.

    Pero es quizás en la última parte del libro, el «Estudio sincrónico de la obra poética de Félix Grande», donde mejor se evidencia la modernidad del poeta. Paloma Lapuerta pasa a considerar el lenguaje poético de Félix Grande de una manera global y sistemática. Ello le permite señalar las constantes expresivas que se detectan en el conjunto de su obra y que marcan las pautas de su estilo. Así, se investigan el léxico, las desviaciones semánticas, la métrica y la visión lírica.

    El léxico, analizado en cinco áreas distintas —temporalidad, sentimientos, ideología, cultura, cotidianeidad-cuerpo-afectividad y sociedad-, se corresponde con los tres grandes temas de su poesía: tiempo, injusticia social y amor. El estudio de las desviaciones semánticas, demuestra, en apretado examen, la riqueza imaginística y verbal del poeta; al tiempo que el análisis estadístico de las frecuencias métricas manifiesta, frente al tópico de poesía «desaliñada» con que se tilda reiteradamente a la poesía social, su dominio técnico.

    Las diversas técnicas utilizadas por Grande para ocultar o disfrazar el «yo» han ido asomándose a lo largo del trabajo, pero es en su última sección, la visión lírica, donde Paloma Lapuerta da las claves a estos intentos de encubrimiento: la búsqueda constante de la alteridad. Mimesis, personificación, perspectiva múltiple, ironía, puesta en escena, no son más que formas distintas de esa búsqueda. No puede olvidarse que uno de los presupuestos comunes entre los poetas del setenta fue, según el mismo Vázquez Montalbán, la relativización del sujeto poético.

    Nos encontramos, por tanto, ante un estudio sistemático de la obra de un poeta más que significativo en esta segunda mitad de siglo. Y, paralelamente, con una nueva y necesaria rectificación de los tópicos y estereotipos más manidos, y socorridos, de la reciente crítica literaria.

A. Aguilar

 

Natacha Michel, El instante persuasivo de la novela, Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1995, 247 págs.

    «La escritura no es reparadora» sostiene Natacha Michel en su reciente obra El instante persuasivo de la novela (editorial Ágora, Málaga, 1995, traducción de María José Jiménez Tomé), introduciendo así un principio de división que la separa de Julia Kristeva o de Umberto Eco, que según ha declarado escribe «para matar los demonios». No existe catarsis novelesca. Y puede añadirse: el libro no tiene destinatario. Dos tesis decisivas, a través de las cuales se configura un nuevo espacio de inscripción para la pregunta: ¿por qué escribir? De todos modos, en opinión de la autora, la «escritura» como categoría y en su uso actual está obsoleta. A este respecto, una de las aportaciones más notables del presente ensayo es la crítica de la problemática de la escritura y de lo textual que con Maurice Blanchot y el grupo TEL QUEL ha sido hegemónica durante largos años. Para Natacha Michel la literatura es Antígona, o dicho en otros términos: el ámbito en donde se articulan acción y verdad. La novela de la «segunda modernidad», y muy especialmente en la práctica de esta autora, postula la ficción pero es ajena a cualquier totalidad imaginaria, evita la centración en el yo —se enfatizará el «yo es odioso» como la directriz de acuerdo mínimo— y apuesta por la prescripción de lo instituyente antes que por el ejercicio de la deconstrucción, es «prosa», no «escritura», o para expresarle en el lenguaje de Pascal: es movimiento y tensión entre dos infinitos, que ahora se configuran en dos musas: la musa íntima y la musa épica. Lejos de la escuela de la voz, en la que el escritor canta su propio malestar, su desdicha personal, y de la que Marguerite Duras sería su más claro exponente, y lejos igualmente de cualquier concesión a la intriga, Natacha Michel afirma la irreductibilidad de la lengua como lugar por excelencia de la invención novelesca, afirma la lengua como sujeto, como «principio de sujeto y de subjetivación». Frente a la novela del «pensador» —no del filósofo— al estilo de Kundera, Natacha Michel reivindica la prosa novelesca, indisociable del pensamiento «en interioridad». Frente al trabajo sobre ilusión y realidad propone el trabajo sobre ficción y lenguaje, articulado por consiguiente con las verdades, «pues la ficción es el modo bajo el cual la prosa tiene una verdad como destino».

    Lo que data la novedad de este importante libro puede concretarse además en los siguientes puntos: una genealogía de la novela que introduce una nueva periodización del género apoyada fundamentalmente, si la circunscribimos a nuestro siglo, en las categorías de «primera modernidad» y «segunda modernidad», una teoría de los procedimientos novelescos, un análisis de las vanguardias, un estudio sobre la metáfora y diferentes intervenciones en torno a temas tan acuciantes como la ética de la literatura o la «escritura femenina», una aproximación a la obra de Madame de La Fayette y de Colette, y apuntes más breves pero igualmente fulgurantes sobre Blanchot, Calvino, Céline, Conrad, Desnos, Duras, Giraudoux, Gómez de la Serna, Góngora, Kundera, Lowry, Malraux, Michon, Perec, Queneau o Rousseau.

    Natacha Michel es escritora y filósofa. Ioci commence (Gallimard, 1973) su primera novela, se despliega a partir del imperativo del comienzo, de la decisión del comienzo. En La Chine Européennne (Gallimard, 1975) encontramos una novela revolucionaria, en todos los sentidos del término, no una descripción de la revolución, una novela revolucionaria entre otras razones porque hablaba de una actividad política vinculada con la insurrección. En Contre M. A. Macciocchi (Potemkine, 1976), un texto militante que se inscribe en las luchas ideológicas de los años 70, se denuncia precisamente la corriente ideológica conocida como «sexo-fascismo». Le répos de Penthésilée (Gallimard, 1980) es sin duda una obra maestra de la literatura contemporánea. Se trata de una novela épica en la que se aborda la cuestión del amor y la renovación de la política en Francia, una novela que sin recurrir al cliché de la guerra de sexos encara desde el pensamiento la contradicción hombres / mujeres en sus aspectos más relevantes: contradicción sexual, intelectual, material, afectiva y política, constituyendo en cierta manera una apuesta metafórico a favor de una nueva civilización que comienza a construirse sobre el paisaje ficticio de una Europa devastada. Impostures et séparations (Seuil, 1986) vuelve a incidir sobre el tema del amor en una línea marcadamente crítica con la posición de Proust al respecto. Simultáneamente se persigue demostrar, mediante el artificio de las nueve novelas cortas que componen el libro y en las que se prodigan las impostoras y las separaciones, que la novela no es una fábrica de ilusiones sino de verdades. Canapé Est-Ouest (Seuil, 1989) es una obra que transita entre dos encuestas, un libro para dos viajes. El primero, que transcurre en los Estados Unidos, concluye con estas desconcertantes palabras: «Pero quizás, Estados Unidos, es el país del que, a pesar de las apariencias, nada viene». Viajamos del oeste hacia el este, para encontrar allí el movimiento polaco y analizar el papel de Solidaridad, la problemática de las fábricas o la cuestión nacional. Canapé Est-Ouest es también un ensayo en el que prolifera el humanismo de la novela, en los instantes, en los detalles o en las semblanzas, como la magistral semblanza que se nos ofrece de Paul Auster. Le jour où le temps a attendu son heure (Seuil, 1990) sugiere, como diría Yannis Ritsos, que esta hora singular es nuestra hora plural. Libro del doble, de la muerte, de la memoria y de la evaluación. ¿También del amor? Necesariamente. Téngase en cuenta que —y es una de las tesis de Natacha Michel— el amor constituye, desde Madame de La Fayette, la sustancia, el tema o la materia de la novela francesa. L'Hexaméron (Seuil, 1990) es una obra colectiva, el trazado de un Génesis en el que Natacha Michel se ocupa del cuarto día de la creación. En Le Rameau subtil. Prosatrices françaises entre 1364 et 1954 (Hatier, 1993), ensayo escrito en colaboración con Martine de Rougemont, aborda, además de cuestiones históricas de la literatura, el problema de la «escritura femenina». No hay prosa femenina sino únicamente «una dimensión literaria que es mujer», y que remite a la temporalidad. Ciel éteint (Seuil, 1995), su última novela, afronta entre otros desafíos el siguiente: decir hoy lo profundo «de la prosa gritando las imágenes y las metáforas sin las cuales la prosa seguiría siendo blanca».

    El efecto sobre el lector del arte sorprendente de Natacha Michel puede tal vez resumirse en una de las fórmulas que ha utilizado Alain Badiou para pensar la obra de esta gran escritora: «El estupor de la indiscernible».

    Natacha Michel ha aportado también importantes y valiosos enfoques en el ámbito de la temática teatral que han hecho época, por ejemplo su estudio sobre La Gaviota de Chejov, o el que consagró al autor de teatro. Por último, es preciso recordar su faceta de traductora. Ha traducido a César Vallejo ya Djuna Barnes, seguramente porque se trata de dos escritores metafóricos, y la metáfora para Natacha Michel es la conciencia de la lengua, a la vez principio de ruptura y principio de sujeto.

    Una obra, en suma, la de Natacha Michel, que en la presente coyuntura del «napalm del espíritu» irrumpe como pensamiento afirmativo y no sólo bajo el signo de lo importante sino también bajo el signo de lo nuevo.

E. Araúxo

 

VV. AA., Antología de Cuentos de Monteagudo, Universidad de Murcia, 1994. 206 págs.

    Los cuentos de esta antología vieron su primera publicación en la revista Monteagudo, fundada en la Universidad de Murcia por Mariano Baquero Goyanes. El libro recopila una selección de textos (treinta y ocho en concreto) de autores. épocas y estilos diferentes.

    Aun así, casi todos los relatos responden a las características más definidas del cuento literario español de nuestro siglo: brevedad, ingenio, sentido poético... En efecto. hay en esta antología cuentos muy breves de los que se puede destacar el territorio común por el que se mueven los personajes: el mundo social. En este espacio, el espejo del buen sentido es la naturaleza. Los personajes son producto de ese mundo y se definen a partir de él y no a partir de sí mismos. Es un hecho exterior a sus vidas, pero íntimamente ligado a la civilización a la que pertenecen. A estos personajes se les disparan los fantasmas que están agazapados detrás de sus cómodas existencias.

    Muchos relatos progresan entre reflexiones y miedos que los protagonistas han ido gestando a escondidas. De entre todos, el miedo a la muerte gana la partida. Estos cuentos, que tienen de fondo el obsesivo recuerdo de la muerte, presentan la idea del acabamiento con toda la fuerza y tristeza de su puntualidad. Algunos personajes se rebelan y aparece el milagro.

    Otro tema recurrente es el de la escritura, la creación, el acto de escribir. Muchos de los protagonistas son escritores o pretenden serlo, y parte del relato contempla como motivo fundamental la reflexión sobre la escritura, una operación consciente que ejerce el escritor como meditación sobre su propia esencia, sobre su identidad.

    Los relatos se mueven entre lo real y lo ficticio. Hay una ambición por mostrar o explicar la realidad exterior junto al mundo interior de los personajes. Aliado de estas propuestas realistas, aparecen también cuentos especialmente dialogados que reproducen el plurilingüismo social: el discurso del hombre de la calle, del camarero, de la prostituta, etc.

    Otro aspecto significativo que presentan muchos de los cuentos es la explicación del complejo mundo de las relaciones interpersonales. Cabría destacar tres temas recurrentes: la imposibilidad de la comunicación, la complejidad de las relaciones amorosas y sexuales —y, generalmente, la insatisfacción que de ellas se deriva—, y el sentido oculto de los comportamientos que subyace en todo tipo de relación.

    Los cuentos de la antología tienen una dicción elegante, un estilo compensado y, sobre todo, una gran originalidad. La primera intención era la de reunir una serie de cuentos que mostrara una diversidad de narrativas y temas diferentes. y esto se consigue con la Antología de cuentos de Monteagudo, un libro que se puede leer con el caprichoso timón que uno quiera. Ahí está, sin duda, la gracia de este libro, para gozo de lectores y de sensibles gustadores del género.

S. Robles Carrasco

 

Isabel Mª. Martínez Portilla, Dejando atrás Nentón: relato de vida de una mujer indígena desplazada, Atenea- Universidad de Málaga 1994, 190 págs.

    Dejando atrás Nentón: Relato de vida de una mujer indígena desplazada es mucho más que un libro de Antropología. Es una llamada de atención sobre un tema que, como señala su autora, Isabel Mª. Martínez Portilla, suscita interés a menudo a través de campañas aisladas, organizadas de manera puntual en momentos críticos o de mayor tensión: el problema de los refugiados de países enfrentados a conflictos bélicos o a regímenes dictatoriales. La obra es, ante todo, un canto a la solidaridad y la amistad, una reflexión sobre valores en decadencia en una sociedad basada en los principios, de competitividad y desigualdad, en la que el miedo al recuerdo y al dolor anula la capacidad de reacción de una población demasiado acostumbrada al horror y la injusticia televisados. Los dramas humanos y las guerras más recientes desplazan a los menos actuales de las páginas de periódicos y de las imágenes transmitidas en los telediarios. Quizás esto es lo que ha ocurrido con América Latina y, en concreto, con Guatemala, que mantiene en 1995 uno de los movimientos más antiguos de la zona, junto a Colombia.

    Una aldea de Guatemala, Nentón, es el punto de partida de esta obra, ganadora en 1993 del «IV Premio de Investigación Victoria Kent», convocado anualmente por el Seminario de Estudios Interdisciplinarios de la Mujer de la Universidad de Málaga. Allí vivió Magdalena Tomás —una mujer indígena de la etnia K'anjobal, originaria del Departamento de Huehuetenango, al noroeste de Guatemala-, la protagonista de este libro o, más bien, la coautora del mismo, pues es a través de sus palabras, de su memoria, como conocemos su historia, que es, a la vez, la de millones de seres desarraigados, obligados por la fuerza de las armas a huir de su pasado y luchar en otro país por un presente y un futuro inciertos y plagados de obstáculos. El golpe de estado de Efraín Ríos Montt en 1982, tras el cual se autoproclamó presidente del gobierno de Guaternala, marcó el inicio de una larga serie de matanzas de comunidades indígenas, a las que el Ejército masacró para eliminar los apoyos sociales con que contaba la guerrilla. Familias enteras se vieron en la necesidad de abandonarlo todo y refugiarse en países vecinos, como México, de larga tradición en la acogida de exiliados políticos. La familia de Magdalena fue una de ellas. Sus ocho años de vida en campamentos en Chiapas, expuestos a las continuas incursiones de las tropas guatemaltecas, son un ejemplo de fuerza interior y de lucha por la supervivencia. Su testimonio es buena prueba de ello. Su voz es también una demostración palpable de la importancia que han adquirido las fuentes orales para analizar la realidad social y denunciarla para transformarla. La entrevista que Isabel Martínez realizó a Magdalena, tras haber iniciado con ella una profunda relación de amistad en el campamento al que acudió para conocer las condiciones de vida de los refugiados y llevar a cabo su Tesis Doctoral, es una magnífica muestra de lo que decimos.

    El nivel de identificación y comunicación alcanzado entre la entrevistadora y la entrevistada ha sido fundamental para lograr un resultado exitoso, desde la indispensable subjetividad y toma de postura favorable a los refugiados que adopta Isabel, en la búsqueda de un conocimiento científico más justo y auténtico que recupere a los olvidados de la Historia, a los sin voz, y sirva para concienciar acerca de la necesidad «de contribuir a desterrar del mundo aquellos prejuicios que impiden la mutua comprensión entre los seres humanos; contribuir a una convivencia pacífica ya la búsqueda de un mundo mejor para todos» (Prólogo, pág. II, por Pilar Sanchís Ochoa, profesora de Antropología de la Universidad de Sevilla). «Nací en un lugar que se llama San Rafael, en una aldea que se llama “La Chulá”, pero no recuerdo el día. Luego allí crecí y como somos muchos, mi mamá fue muy pobre y éramos once». Con estas palabras inicia Magdalena el relato de su vida, una vida que ha girado en torno a dos sentimientos, el miedo y la fe. El primero de ellos no puede sorprender si tenemos en cuenta las situaciones dolorosas a las que tuvo que hacer frente desde el momento de su huida a México, principalmente el asesinato de su marido por los militares guatemaltecos.

    El segundo deriva de sus fuertes convicciones religiosas, sus ansias de vivir y su responsabilidad hacia sus hijos, que la llevó más adelante a emigrar a Estados Unidos para conseguir estabilidad laboral y económica (se hizo cargo del cuidado de una casa). A través de sus recuerdos vamos conociendo sus relaciones con los demás miembros de los distintos asentamientos en los que estuvo, los trabajos que desempeñó, su vida matrimonial, sus desvelos por sus hijos y las dificultades que hubo de afrontar al cruzar la frontera de Estados Unidos sin tener su documentación en regla y expuesta, como tantos/as otros/as, a tener problemas con la «Migra»(agentes de los Servicios de Migración de EE.UU.) y con los desaprensivos que se aprovechaban de la situación de indefensión de quienes dejaban todo atrás para iniciar un nuevo camino. Aun sin tener una clara con- ciencia feminista y vocación política —como la Premio Nobel de la Paz Rigoberta Menchú, de la que se reeditó recientemente su biografía, escrita por Elizabeth Burgos, o las líderes de las Comunidades de Población en Resistencia en la Sierra de Guatemala—, Magdalena rompió moldes: se hizo cargo de su familia al enviudar, fue la primera mujer catequista de su comunidad y presidenta de la Sociedad de Costura que se constituyó en uno de los lugares en que se refugió en México («La Gloria» ).Quisiéramos que nuestras últimas palabras fueran de aliento hacia quienes trabajan en las organizaciones no gubernamentales en favor de los marginados y hacia el pueblo guatemalteco, que el de noviembre de 1995 ha de afrontar unas elecciones y que contempla tal vez con cierto escepticismo las conversaciones o negociaciones de paz que mantienen los representantes de la guerrilla (Unidad Revolucionaria Nacional Guatemalteca, URNA) y los del gobierno para poner fin al largo proceso de violencia que viene padeciendo. En nuestra opinión, películas como La hija del puna —de los cineastas suecos Yulf Hultberg y Asa Faringer. que analiza la situación de los refugiados guatemaltecos en Chiapas— o libros como el que reseñamos pueden contribuir al avance de la paz o, al menos, a evitar que todo lo que Magdalena y tantos compatriotas suyos sufrieron en el olvido. Sin duda, la memoria es la Historia.

Mª. J. González Castillejo

 

Pedro M. Hurtado Valero, Michel Foucault (Un proyecto de Ontología Histórica), Ágora (Col. Hybris), Málaga, 1994, 266 págs.

    Al morir Michel Foucault en 1984, deja, tras de sí la herencia de una obra intrigante y anómala que tanto provoca pasiones como condenas. Ahora, más de una década después de su muerte, todavía se mantiene fresca y de absoluta actualidad. Prueba de ello es la atención de que sigue siendo objeto por parte de las editoriales. En 1994 aparecen las biografías de Didier Eribon, David Macey y James Miller, y el Dits et écrits de Gallimard, entre otros. y en este mismo año aparece también en España el libro que nos ocupa. Al final de su trayectoria intelectual Foucault afirma que su principal objetivo ha sido «componer una historia de los modos de objetivación que transforman a los seres humanos en sujeto» («El sujeto y el poder» en El orden del discurso, 1982, pág. 14), y apunta a ese sujeto como el fundamento de todo su .trabajo. Éste es el testimonio que Pedro M. Hurtado Valero toma en cuenta a la hora de elaborar su estudio. Sigue el proyecto del autor de revisar el grueso de su obra, la ontología histórica, si bien aquí se trata primordialmente la figura del sujeto, lo que no obsta para que albergue entre sus páginas la variedad temática que despliega el filósofo de Poitier. La nueva glosa de Foucault ha separado, con su esfuerzo metodológico, dos vertientes en su creación ontológica: un primer desenmascaramiento del sujeto presente con su revelación como vacío y, como consecuencia, la visualización de la posibilidad de otras formas de ser más allá de la que conocemos. Una Ontología del Presente y una Ontología del Porvenir. Foucault pretende desentrañar lo que se esconde tras las leyes y fundamentos de nuestra cultura, tras ese sujeto, ese yo de hoy. Parte de la opinión de que diferentes épocas están determinadas por distintas estructuras de pensamiento o epistemes. Toda episteme posee de tal modo a los individuos que la habitan que les impide comprender el trasfondo epistemológico de otras épocas, y tienden a interpretarlas desde su sistema de pensamiento con las consiguientes alteraciones. Es la imposibilidad de conocimiento histórico objetivo de estirpe nietzscheana. Por eso Foucault decide escribir la historia no desde la verdad, que inevitablemente será la verdad de su episteme; reflexiona sobre el esquema verdad-mentira y opera desde los límites de la cultura, no desde el centro, llevando a cabo una descentralización de orden postestructuralista. Pensando en nuestra actual concepción del hombre, el estado, la sexualidad, etcétera, como en simulacros, invenciones o máscaras, busca, con la historia, demostrar la existencia de otras formas de ser anteriores a las vigentes.

    En su deambular histórico aísla distintas epistemes, las investiga y ejemplifica, y al hacerlo, son inevitablemente cotejadas con la actual, con lo que descubrimos que los principios de nuestra cultura no tienen el carácter transhistórico y universal que pensábamos, sino que su naturaleza es histórica y temporal. Su estrategia nos hace salir de nuestra visión limitada al facilitar la comprensión de otras estructuras y considerar la nuestra como una más. Nuestro presente aparece entonces a la vista como un cúmulo de funciones y constructos que asumimos como incuestionables. En su recorrido atiende a aspectos de la más diversa índole: Historia de la locura en la época clásica (1961), Las palabras y las cosas: una arqueología de las ciencias humanas (1966), Historia de la Sexualidad (1976), etc. Pero lo que quizás resulta más atractivo y también más criticado de la filosofía de Foucault es su proyección de futuro, que en este libro aparece como una segunda parte con el título de Ontología del Porvenir. Al desvelar el entramado del presente y el vacío sobre el que se sustenta, obra también una ruptura que posibilita el salto hacia un afuera de la clausura establecida. Permite —hace lícita— una transgresión de los límites que nos contienen.

    El sueño de Foucault busca una apertura al futuro, a la diferencia, una salida al afuera, a lo otro, que implica un abandono del propio ser. Subyace a toda la obra de Foucault la intención de abrir nuevos caminos para escapar la reclusión, una apuesta por la creación, una eterna metamorfosis, un acto lúdico in-terminable. Retoma la identificación baudelaireana entre vida y arte en su visión estética del ser, pero desde un esteticismo no gratuito, sino transgresor y activista. En este proceso la escritura es reclamada como elemento de modificación, una nueva escritura de lo impesado, de lo inimaginable. una escritura que, revelando las contradicciones de la topología discursiva, transgreda sus límites y saltea un ámbito real. Es un acto ilocutivo a la vez que perlocutivo, en la terminología de Austin. Foucault rescata en la historia de la literatura varios nombres que han llevado a cabo estetipo de discurso (Heidegger, Mallarmé, Bataille, etc.). El propio Foucault participa de él, sus textos son ejemplificadores en sí mismos. Como dice Jean Baudrillard, «en una palabra, el discurso de Foucault es el espejo de los poderes que describe» (Oublier Foucault, 1977, pág. 9).

    Lógicamente esta filosofía ha sido tildada de nihilista, dado que desmantela los dispositivos humanos y políticos actuales para prometer una alternativa que en último momento deja en suspenso. Pero el decir foucaultiano no adelanta nada de esa futura experiencia del afuera porque no puede hacerlo. Foucault, conocedor del riesgo que entraña toda afirmación e identificación, se niega a legitimar una nueva estructura que haría resurgir la verdad y el absolutismo ya desterrados, y da paso en su teoría a una modalidad del eterno retorno en un diferir constante del ser de sí mismo: «[...] Nada es más arrogante que pretender dar la ley a los otros. Mi modo de no ser el mismo es, por definición, la parte más singular de lo que soy» ( «pour une morale de l'inconfort», pág. 82).

    Que aquello que el discurso foucaultiano despliega sea cierto o no, ya no tiene importancia, porque ha reducido a la nada lo que enfrentaba la verdad a la mentira. Permanece ajeno a ambas. El mismo Foucault dice de su obra que es ficción, mostrando la total indiferencia a toda crítica esgrimida desde un fun-damento que él ha convertido en caduco. Toda escritura es ficción, en eso la suya no se diferencia de las demás. Es más, es el discurso —según Deleuze— el que produce, y no reproduce, lo exterior a él. Como dice Blanchot en su emotivo libro Michel Foucault tel que je J 'imagine (1986), este autor debe leerse sin prejuicios y sin pasiones (pág. 70), es decir, siendo fiel a su lenguaje, que es un canto a la infidelidad. Hay que comprender a Foucault más allá del presente que socava, pero también más allá de Foucault mismo, en un paso más de la imparable cadena abierta. El libro de Pedro M. Hurtado Valero guarda una estructura limpia y simétrica. En él demuestra una gran admiración por el maestro, pero no es un incondicional: sale en su defensa ante algunos comentarios mordaces, pero no duda en reflejar, sin saña, las contradicciones que encuentra. Quiere colocar la figura de Foucault en el lugar que le corresponde y evitar interpretaciones vanales o tendenciosas, lo que resulta un estimable propósito en un momento en que resulta fácil encontrar su nombre en el apartado de esoterismo de las enciclopedias. Por consiguiente, explica la obra foucaultiana dando preferencia a un cometido pedagógico que, quizás, a veces resulte algo redundante. Su otro fin es adoctrinar en la actitud de Foucault (en el sueño foucaultiano), predicando incluso con el ejemplo. En resumen, una buena introducción a este filósofo, no siempre asequible. Un libro para movernos del falso estado de comodidad y seguridad que nos deslumbra, y reflexionar en la línea que un iluminado como Foucault nos propone.

L. Santos Fernández

 

Harold Bloom, El canon occidental (trad. de Damián Alou), Anagrama, Barcelona, 1995, 590 págs.

    Tan sólo unas semanas después de aparecer en España la traducción del enfant terrible de la crítica norteamericana, levantó ya las voces de nuestros críticos y literatos. Los suplementos culturales de las revistas bailanal son del fenómeno de masas que ha supuesto la publicación de este libro en EE. UU. Pero todo este revuelo no obedece más que a un montaje comercial cuyas consecuencias en poco afectan al crítico literario. The western canon es un libro escrito por y para el gran público y no se libra de las exigencias comerciales del marketing a pesar de estar firmada por un eminente profesor de Yale. No se trata de una obra académica, aunque la academia se torne en el transcurso muy presente.

    En toda esta algarabía crítica parecemos ser víctimas de una ilusión mediática, de una artimaña publicitaria dentro de un meditado proyecto. Una ofensiva como la de Bloom a finales del siglo XX y en un momento de «resentimiento crítico» —¿por qué no?—, como él lo llama, no es en absoluto valiente como ya se oye decir; tanto Bloom como sus editores tenían la polémica garantizada e iban sobre seguro en la persecución del escándalo esperado con esta premeditada obra. Una lista de 26 autores recogidos de entre toda prolífica tradición occidental, con ausencia, inconcebibles, con el amplio protagonismo; obras norteamericanas y de las escritas en lengua inglesa con sus gritos de acusación y sus invectivas a lo que él llama los «resentidos», (feministas, marxistas, lacanianos, neohistoricistas, deconstruccionistas y semióticos) y a los seguidores y practicantes de lo «políticamente correcto». En la que a este último tema respecta, nuestros críticos coinciden en que es un asunto que nos toca muy de lejos al ser fenómeno principalmente norteamericano, por tanto no representa un problema en nuestro país. Aparte, hay que mencionar la indignación de muchos por la malparada literatura, en lengua castellana en el canon, y principalmente la española, lo que igualmente se desestima si se piensa en el carácter de 1a obra, que, además está escrita para provocar un efecto en las instituciones académicas norteamericanas.

    La tan controvertida lista es la carnaza del anzuelo que nos tienden Bloom y sus editores. Detrás —también se ha dicho ya— están todos los buenos propósitos de Bloom por devolver la dignidad a los estudios literarios su tremendo amor por la tradición poética, el miedo ante su olvido o devaluación, una nueva arremetida contra sus «enemigos» intelectuales, etc.

    Salto al margen de toda cuestión o planteamiento concerniente a la evaluación o valoración del canon que Bloom propone, mucho menos en comparación con ninguna otra lista propia o pretendidamente categórica, pues de eso precisamente se trata. Lo que me parece más digno de atención no es el canon concreto que elabora Bloom, sino el hecho de su defensa y uso del canon. ¿Qué significa eso en la crítica y teoría literaria del momento?

    El concepto del canon es de origen eclesiástico y reunía los libros que se consideraban sagrados en oposición a los apócrifos. Su utilización laica como lista o catálogo de autores literarios data de mitad del siglo XVIII. El canon era en nuestros días una cuestión olvidada y caduca hasta que fue rescatada por Bloom. La vuelta del crítico a lo canónico corresponde a una preocupación que parte de un sencillo cálculo: la superabundancia de lo escrito así como la renovada oferta editorial supone un volumen no abarcable de lectura en la vida entera de un lector. La pragmática solución de Bloom es la elaboración de esta lista que recogerá lo más exquisito e indispensable de lo escrito —como él dice— «desde Dante hasta Beckett». La selección de un canon por cualquier crítico, con intención de objetividad, constituiría una desfachatez y una arrogancia a la vez que una auténtica temeridad, pues la selección del canon no es asunto de los críticos. Pero Bloom lo reconoce, lo que confirma como acto quijotesco y como estrategia su utilización del canon:

 

¿Qué utilidad puede tener el que un crítico, a estas alturas de la tradición, catalogue el canon occidental tal como él lo ve? (pág. 533).

Nadie posee autoridad para decirnos lo que es el canon occidental, desde luego no desde 1800 hasta el día de hoy. No es, no, puede ser, exactamente la lista que yo doy, ni la que pueda dar ningún otro. Si así fuera, eso convertiría dicha lista en un mero fetiche, en una mercancía más (pág. 48).

La verdad más profunda en relación con la formación del canon laico es que los res-ponsables de esa formación no son los críticos ni los académicos, por no hablar de los políticos (pág. 530).

    Y si no son los críticos los encargados de la elección del canon, ¿qué o quién lo es? Bloom responde: «los escritores». Los propios escritores, artistas y compositores determinan los cánones, tendiendo puentes entre poderosos precursores y poderosas sucesores (pág. 530).Y es que, para Bloom, la historia de la lite-ratura es un angustioso diálogo entre poetas, o entre poemas, que se comunican en el desprecio del tiempo y la distancia y que se reclaman mutuamente: el novicio requiere del precursor y de su influencia para aprender la necesidad y naturaleza de su propia poesía; y el precursor necesita a su sucesor para que lo engendre —en conceptualización muy psicoanalítica—, para que lo confirme como modelo y lo lance a la inmortalidad, al canon. Pero entre el antiguo y el nuevo poeta se da una relación de amor-odio: su simbiosis acarrea también u duelo, en el que uno de los dos ha de destacarse se sobre el otro, es la inevitable selección. Todos estos planteamientos están en consonancia con la elaboración teórica que elabora en su libro La angustia de las influencias (1973). A grandes rasgos, se puede decir que para Bloom las mejores obras están determinadas por la angustia. Todo escritor al enfrentarse a sus antecesores y maestros siente la angustia de la plenitud de la tradición, y es coartado por ella ante la imposibilidad de innovar. A la horade escribir, el nuevo escritor debe cargar con toda la influencia y malinterpretar la para crear algo nuevo. Su defensa de una concepción agonística de la tradición literaria, que comprende la literatura como competencia y su historia como lucha encarnizada entre los contrincantes escritores por la inmortalidad, también contribuye a la defensa del canon. El canon es, pues, el garante, el mítico filtro de la vida eterna sólo prometido a unos pocos, y de ahí la feroz competencia y la angustia de los escritores. No es para menos. Al final es la muerte una vez más la que nos ocupa; según el profesor de Yale, la aspiración al canon está gobernada por el miedo a la muerte, y el deseo de esa forma de inmortalidad que es la memoria. Hablamos de la muerte, pues, en un doble sentido: de la mortalidad del lector como demanda del canon, y de la mortalidad del escritor como motor de la lucha por el canon que garantice su supervivencia literaria. En cuanto al criterio para la valoración de las obras y su aceptación o no en el canon, Bloom propone indistintamente la extrañeza, la estética o la superación de la tradición; pero a lo que otorga más protagonismo es a la estética. Y aquí está lo que encuentro verdaderamente polémico y arriesgado de este libro. Ya se hace antes al constatar la necesidad de una selección entre los mejores escritos, la ineludible cita con la pregunta y el dictamen «¿más qué, menos qué, igual a?». Ahora, al traer a colación la estética, vuelve a hacerlo, esta vez con los lectores. La estética es inexplicable, intransmisible; por lo tanto, sólo aquellos que de una forma natural posean una «sensibilidad estética» serán los apropiados para realizar tareas propias del crítico o tendrán el «derecho» o la capacidad de leer valorando en su medida el objeto artístico:

En la práctica, el valor estético puede reconocerse o experimentarse, pero no puede transmitirse a aquellos que son incapaces de captar sus sensaciones y percepciones (pág. 26).

    En una palabra, el arte es elitista, la literatura es elitista. Con esto Bloom echa por tierra los más postmodernistas y bien intencionados propósitos críticos en una época en que reina el democratismo: artístico y la cultura de masas, y en que cualquier paso en otra direcciones censurado y reprimido por «castrante». Pero la hazaña de Bloom no es tal, no deja de ser un retroceso a posturas más conservacionistas que en nada adelanta futuros derroteros de la crítica o la teoría: Es sólo un acto más de nostalgia por la pérdida de autoridad del crítico. Su uso de los valores, listas y fórmulas, y sus exacerbadas críticas a neohistoricistas o deconstruccionistas son síntomas de una visión anticuada que anhela la seguridad y reclama la vuelta a una normalidad que ya no puede ser posible, al menos con esos mismos patrones. Es un noble deseo, sin duda, el querer desnudar la crítica de ideología y devolverla a su inmanencia y a la estética que le es propia. Lo que ya no está tan claro es en que para ello haya que volver a antiguas comprensiones de esta palabra. En este sentido, parecen mucho más convincentes y adecuadas las actuales propuestas de Jauss o de Vattimo.

    Un canon en esta época es algo intempestivo. Ya nadie nos dice a los lectores qué hay que leer ni que es mejor o peor, ahora el canon personal y só1o determinable tras la lectura. Por eso debería entenderse éste como el canon personal de Harold Bloom. El libro, ignorando ya toda esta temática, es una magnífica galería de autores que hará las delicias de cualquier amante de la lectura. La suspicacia y maestría del crítico del romanticismo se exhibe en apasionantes páginas donde se olvida cualquier polémica.

L. Santos Fernández

 

Susan Bassnett, Comparative Literature. A Critical lntroduction, Blackwell, Oxford, 1994, 183 págs.

    Susan Bassnett está considerada en estos momentos como una figura destacada en el panorama académico británico e internacional. Su libro Translation Studies, Routledge, 1980, ha sido una obra pionera en el establecimiento de una metodología propia en el campo de la traductología. En la actualidad además de su labor como conferenciante e1autora, dirige una conocida colección de en-sayos centrados en el campo de la traducción e imparte docencia en el Departamento de Literatura Comparada de la Universidad de Warwick. Este centro, siguiendo una orientación culturalista y en oposición a otras metodologías de carácter más lingüístico como podrían ser los trabajos de Hatim y Mason, se ha convertido en uno de los lugares más prestigiosos del mundo por lo que se refiere a los estudios de traducción

    En la primera sección del libro se parte del convencimiento de que el concepto tradicional de literatura comparada se encuentra en franca decadencia, aunque, por otra parte, parece ser que los estudios comparativos atraviesan un nuevo renacimiento a través de otras disciplinas. En opinión de Basnett hasta hace muy poco tiempo la literatura comparada se limitaba a establecer relaciones de igualdad y desigualdad entre autores y literaturas nacionales. De esta forma se construían cánones literarios donde unos autores y textos se consideraban de mayor calidad que otros, a la vez que se establecía que unas culturas eran más prestigiosas que otras. Sin embargo, no se hablaba de las implicaciones ideológicas de aquel tipo de clasificaciones jerárquicas. En los últimos años se ha desarrollado una serie de campos de investigación que presentan profundas conexiones con lo que anteriormente se entendía por literatura comparada y que han venido a revitalizar la disciplina. En concreto, Bassnett se refiere a literaturas postcoloniales, los estudios literarios en estados donde coexisten diferentes literaturas nacionales, los estudios de la mujer y, sobre todo, los estudios de traducción.

    En el capítulo tercero se dedica a estudiar el peculiar desarrollo que el término «literatura comparada» ha tenido en las Islas Británicas. Para la autora, una serie de lenguas y dialectos nacionales con sus correspondientes producciones literarias, marginados a causa de la imposición del canon de literatura inglesa, esperan ser estudiados. Estos trabajos de investigación podrían resultar muy interesantes en nuestro propio país, si nos propusiéramos observar cómo ha evolucionado el antiguo canon centralizado y castellanizado de la literatura española —en un momento en que las comunidades autónomas ya han empezado a implantar diferentes programas de enseñanza en sus respectivos territorios— y, en consecuencia, analizar las implicaciones político culturales que se desprenden de los esteorotipos culturales propugnados por las nuevas autoridades. Durante muchas décadas en Europa los departamentos de literatura relegaron el estudio de las literaturas no europeas al campo de la antropología. Por otra parte, en África los programas que seguían sus universidades explicaban el canon literario europeo. En los últimos años la literatura afroamericana, del Caribe y de ciertos países africanos, ha atravesado un período muy fértil de expansión, que se ha manifestado en un reconocimiento mundial en forma de premios de gran reputación. Paradójicamente, todo este movimiento nacionalista de redefinición de la historia de la literatura se produce en unas circunstancias que nos recuerdan los orígenes de los estudios literarios comparados en la Europa estable de comienzos de siglo y en los Estados Unidos, que empezaban a constituirse como potencia. Precisamente en un momento en que esta disciplina atraviesa un período de crisis y decadencia en Occidente, el crecimiento de la conciencia nacional en países como Brasil, China, India, los países africanos y minorías lingüísticas como los chicanos, les ha llevado a desafiar el legado colonial que recibieron o sufren para desarrollar un nuevo concepto de literatura comparada. El capítulo quinto trata de otro de los nuevos campos que ha desarrollado la literatura comparada. Utilizando una metodología derivada de los estudios de género y los estudios políticos, se rastrean los estereotipos culturales reproducidos en los diarios, cartas, traducciones, mapas y demás documentos elaborados por viajeros. Es muy ilustrativo el apartado en el que se rastrea la imagen de Is-landia, como locus mítico en diversas tradiciones literarias. En esta ocasión, la autora nos recuerda que el trabajo de investigación no debería reducirse a comparar los documentos, sino a profundizar en las razones ideológicas que motivaron el viaje y la elaboración de dichos escritos. Otra dirección hacia la que la literatura comparada camina es la de los estudios de la los que crean escuela, puesto que supone un excelente ejemplo de pedagogía científica, ,en la mejor tradición anglosajona, que por sí solo podría ser leído como un ensayo independiente. Mientras la mayoría de este tipo de trabajos la mitología griega o de la tradición judeocristiana, Bassnett selecciona en este caso la evolución del papel de la reina Ginebra en las diferentes recreaciones literarias que se han realizado del ciclo artúrico. Como es sabido, la literatura universal —y en concreto la ingles— ha reinterpretado hasta la saciedad el mito de la corte de Avalón, donde el reinado ideal de Arturo se ve ensombrecido por la relación adúltera que mantienen su esposa y su mejor amigo, el noble caballero de la tabla redonda, Lancelot. Este capítulo recorre la suerte de la hermosa reina a través de varias obras, con brillantes conclusiones para el estudio del papel de la mujer en la historia de la literatura. Las fuentes de investigación son variadas: Chrètien de Troyes en la época de amor cortés, Sir Thomas Mallory durante el ascenso a la corona inglesa por parte de la dinastíaTudor, el poeta Tennyson en el contexto de la mujer victoriana, William Morris y las curiosas implicaciones artísticas que este tema tuvoen relación a su esposa ya otros miembros del grupo prerrafaelista, hasta llegar a algunas obras de ficción del presente siglo. El libro concluye describiendo las estrechas relaciones que existen en estos momentos entre la literatura comparada y los estudios de traducción, a partir de que éstos durante la década de los setenta y los ochenta, se convirtieran en una disciplina académica por derecho propio con innumerables asociaciones profesionales, revistas, producción editorial y gran proliferación de investigaciones postdoctorales. Bassnett parte de la tradicional relación que existía entre ambas disciplinas en la que el texto traducido era considerado un subproducto de inferior categoría al original, con el se suponía debía trabajar siempre el comparatista. A continuación se divide el desarrollo de los estudios de traducción en tres fases. La primera se inicia de la mano de investigadores como Itamar Evan-Zohar y Gideon Toury, con la teoría de los polisistemas literarios. En ésta se subraya la relevancia de la actividad traductológica en el desarrollo de literaturas nacionales que están empezando a constituirse o que atraviesan por períodos de franca decadencia. En la segunda fase se superan conceptos prefjjados por la lingüística estructural, como son la noción de equivalencia absoluta, así como la superioridad e inferioridad entre textos originales y traducidos, para estudiar determinados instrumentos de trabajo del traductor como los prólogos, cartas, declaraciones, sus relaciones con las editoriales, etc. Y, por último, la tercera fase empezaría hacia la mitad de la década de los ochenta. Bassnett la define como una fase postestructuralista en la quela traducción se contempla como un proceso de manipulación textual donde desaparecen los dogmas de fidelidad a un texto origen (TO).Se mencionan nombres fundamentales como los de Theo Hermans, André Lefevere, JoseLambert y la propia autora, así como las aportaciones de Jacques Derrida, que bautizan al texto traducido como un nuevo original que ha empezado una nueva existencia en un contexto cultural diferente. Finalmente, introduce otras dos teorías que describen la traducción en términos de metáfora violenta, a diferencia de los que la contemplan como una actividad servil, reivindicándola como una empresa política de reescritura en la que se transgreden viejos esquemas de dominación colonial y patriarcal. En primer lugar se refiere a los teóricos del concepto canibalístico de traducción: Haraldo y Augusto de Campos. Los teóricos del modernismo brasileño defendieron su cultura, no como una imitación servil de la europea sino como una literatura que había fagocitado los modelos culturales coloniales para producir algo completamente diferente. Partiendo de este modelo, la traducción es una empresa transcultural de dirección dual. Es un proceso físico en el que se devora, se vampiriza el texto origen (TO), como si fuera una transfusión de sangre. La segunda metáfora viene de la mano de la teoría feminista de la traducción en la que se empezó a trabajar en Canadá en la segunda mitad de la década de los ochenta. Para Nicole Ward-Jouve y Barbara, Godard, el proceso traductológico ocurriría, en un espacio interactivo situado entre dos polos que han sido denominados masculino y femenino. Su concepción metafórica establece que el texto origen (TO) es masculino y dominante, mientras que el texto meta (TM) es femenino y dominado. Por otra parte, otros miembros de la escuela canadiense reclaman su derecho a enriquecer el texto original. Para el lector interesado en completar el esquema esbozado por Bassnett, este último año ha aparecido en el mercado editorial un ensayo de Lawrence Venuti titulado The Translators Invisibility, Routledge, 1995, donde se desarrollan extensamente las nociones de extranjerización y domesticación en 1a historia de la traducción, con sus implicaciones políticas y literarias. Por su parte, GideonToury, en Descriptive Translation Studies and Beyond, Jonh Benjamins, 1995, nos ofrece sus últimas aportaciones a la teoría de los polisistemas. La conclusi6n es tajante al final del capítulo. Los estudios de traducción se han convertido en una disciplina principal de la que la literatura comparada es subsidiaria. Desde una perspectiva occidental, la literatura comparada debe replantear sus relaciones con los estudios de traducción.

    Quisiéramos terminar esta reseña con algunas consideraciones que se derivan de las implicaciones de situar conceptos ideológicos en el centro del debate literario. y sobre las que convendría reflexionar urgentemente. Si examinamos cómo ha evolucionado la suerte de ciertos autores como Juan Boscán, Emilia Pardo Bazán, José Echegaray, Carmen Laforet o José Mª. Gironella a lo largo de la historia de la literatura española, se podría fácilmente llegar a la conclusión de que incluso los cánones literarios llamados tradicionales han sido permeables a diversas interpretaciones. ¿Podrían, en determinadas circunstancias, estos estudios inspirados por un espíritu neohegeliano enmascarar artefactos ideológicos tan falsos como los que dicen combatir? ¿Hasta qué punto no se está apuntalando un contracanon literario basado en unas concepciones igualmente ideol6gicas?¿Se ha convertido el concepto de calidad literaria en otro estereotipo cultural prohibido?

M. Rodríguez Espinosa

 

Pedro Aullón de Haro (ed.), Teoría / Crítica. Teoría de la Historia de la Literatura y el Arte, Seminario de Teoría de la Literatura y Literatura Contemporánea de la Universidad de Alicante, 1994, 361 págs.

    Hallándonos en el final de un siglo que tan rico legado nos deja, y —por si fuera poco— a la salida de un milenio, la labor de la Historia no resulta precisamente baldía. Todo período, al acercarse su fin, hace balance del tramo que se cierra y en esta tarea, no cabe duda la memoria es reclamada como inexcusable testigo. La Historia finisecular debería además reconocerse como parte integrante de la Cultura y en relación con las demás ciencias. Habrá de elucidarse cómo queda engarzada la historia particular en la galaxia de historias particulares y éstas, a su vez, en la aún mayor de la Cultura en general. La investigación historiográfica de este siglo ha demostrado la relación y la influencia que ejercen las demás actividades humanas sobre la escritura de la Historia. Debe, pues, ser manifiestamente consciente de esta influencia que sobre ella ejercen y —cómo no— que también ejerce ella. Debe estar abierta al entorno que la rodea en cada momento. Para ello tendrá que embarcarse en una aventura interdisciplinar donde no ignore su pertenencia a un conjunto.

    Otro punto importante a tener en cuenta es la actualización del estudio. Toda aportación histórica debe estar bien anclada en su época y hacer honor al momento intelectual, científico y vital que ocupa: De otra forma no tendría sentido la continua reescritura de que es objeto la Historia. Es inadmisible que la Historia del Arte o de la Literatura escrita desde la presente atalaya, a la hora de analizar el que hacer artístico y poético de los últimos años, no tengan en cuenta la Teoría o pensamiento crítico que ha surgido en torno a éste. Pero, por desgracia, eso es lo acostumbrado. La obra aquí tratada emprende esta digna, tarea de la reflexión histórica. La publicación periódica TEORÍA/CRÍTICA, cuyo primer volumen está dedicado; a la Teoría de la Historia de la Literatura y el Arte, nace con intenciones de apertura e interdisciplinariedad.

    Se compone de una serie de artículos de distintos autores que tratan de diferentes parcelas del Arte y la Literatura. Los trece colaboradores que intervienen profesores de Historia, Arte, Filosofía o Literatura en diversas Universidades, tanto españolas como extranjeras— han seguido un proyecto común —con sus lógicas divergencias que comprende una síntesis de la pasada evolución dela Historiografía de cada materia y sus previsiones para el futuro; a veces en forma de propuesta con vistas al proyecto de una nueva Historiografía. Algunos enumeran líneas de investigación descuidadas o con una urgente necesidad de indagación. El volumen consta de dos grupos de artículos, uno sobre la Literatura y otro sobre el Arte, además de monografías sobre la Filosofía y la Estética. Se dedica un mayor número de capítulos a la Literatura con estudios más específicos y amplios, mientras que se vuelve más sucinto respecto al Arte. Pero esto no es de extrañar, ya que la iniciativa proviene de un Seminario de Teoría Literaria. En lo tocante a la Literatura, las delimitaciones del objeto de estudio se hacen a partir de unidades culturales que, si bien en continuo cuestionamiento, ya han sido definidas por la Historiografía Occidental. El propio editor se lamenta en el Prefacio de la ausencia de otras civilizaciones, así como de otras zonas de la geografía europea y de una monografía sobre el historicismo, lo que justifica aludiendo a la unidad y coherencia de la obra. El volumen es inaugurado —así como clausurado— por Pedro Aullón de Haro, Profesor de Teoría Literaria de la Universidad de Alicante y editor de esta revista. En el primer capítulo hace unas reflexiones sobre el concepto de la Literatura y el Arte que sirve como presentación del panorama actual de la materia. Aunque no olvida recoger algunas de las más modernas teorías que han contribuido a este campo, no siempre les concede crédito, pues las culpa de la decadencia presente de los estudios historiográficos. Destaca la urgente necesidad de elaborar una renovada Historia Literaria y Artística en un momento tan receptivo como es éste. Incluso eleva al-gunas propuestas a tener en cuenta en la planificación de la nueva Historia. Este ambicioso proyecto tendrá su prolongación en el último capítulo del libro, a cargo del mismo autor, que expondrá ya una Teoría para un Sistema de Historia de la Literatura con una base retórica. Se trata de la exposición teórica de una construcción historiográfica ya llevada a la práctica. El sistema, de carácter estructural, pretende dar solución a muchos de los obstáculos hallados por los distintos autores de la obra. Es abierto y orgánico, considera diferentes planos del objeto y su proyección sobre la totalidad; propone la unidad literaria de la Civilización como la más adecuada frente a la dicotomía «universal-nacional». Sin duda, la Historiografía está necesitada de una mayor cooperación con la Teoría y Crítica literarias, puesto que el distanciamiento entre ambas no beneficia a ninguna. Su recíproco aislamiento sólo les reporta limitación y reduccionismo. En este sentido, el proyecto resulta oportuno, ya que viene a demandar, sino a definir el rumbo de futuras elaboraciones metodológicas que; habrán de aunar Historiografía y Teoría.

    Manuel Garrido Palazón se encarga del capítulo dedicado a la Romanística. Hace un recorrido lineal y evolutivo por los modelos de historización; desde los de origen humanista hasta los positivistas, hermenéuticos y filológicos del siglo XIX, recorrido que bien puede ser extrapolable a toda la producción historiográfica de estas épocas y a todas las variedades literarias tratadas en este libro. Con la llegada del Romanticismo; la Historia literaria se institucionaliza y se eleva al rango de disciplina académica. Es entonces cuando se fija la :polaridad entre la Historia Literaria Nacional. con base en el Historicismo alemán, y la Unidad Romántica. de corte universal y comparativo.

    El artículo sobre la Literatura Eslava de Jesús García Gabaldón propone una perspectiva integrada de la investigación para el futuro. Ante todo, plantea la necesidad de una teoría de la Cultura como base para las ciencias humanas, en una idílica línea de desarrollo intercultural, interdisciplinar, globalizador y sintético. No niega, sin embargo, el derecho a una historia inmanente de formas literarias sino que, en contra de todo dogmatismo, exige que se autorreconozca como parte de la historia cultural no aislada. y se mantenga flexible, y dispuesta a conexiones con otros sistemas. Esta orientación está en la misma línea que; desde los años sesenta. se practica en la eslavística, donde se tiende a una Teoría de la Cultura como ciencia orgánica de la humanidad. La Cultura, de la que forma parte la Historia, será entendida como totalidad de diversos lenguajes interdependientes. Esta actitud parece la respuesta más equilibrada y adecuada en el momento presente al dilema nacional-cultural, y es aplicable a todos los casos. Tal oposición coincide con el propósito de Efraín Kristal de construir una futura Historiografía de la Literatura Hispanoamericana.

    La Historiografía de la Música tiene profundas implicaciones en los fines nacionalistas. Fue la última expresión artística en historiarse, lo que no ocurrió hasta principio del siglo XIX, aunque ya en la antigüedad era tratada teóricamente. C. Dahlhaus en 1977 levanta la voz contra este estado de cosas propone encaminar la historiografía y estudios musicales hacia los derroteros de la estética de la recepción. Pero la apertura real del prolongado aislamiento no tiene lugar hasta la presente década con las historiografías alternativas del postestructuralismo, cuyo ejemplo más conocido es el de la crítica feminista. Juan José Carreras, autor del capítulo no parece especialmente inclinado a aceptarlas. En cambio, anima a recuperar los valores nacionalistas en la elaboración de futuros estudios que investiguen la función de lo nacional en la música y su historiografía.

    La monografía dedicada a la Historiografía literaria clásica corre a cargo de José Joaquín Caerols. Además de relatar el trayecto de la historiografía clásica desde el Romanticismo hasta nuestros días. lleva a cabo un estudio de la concepción de la Historia en la Antigüedad.

    Ricardo Miguel Alfonso atiende la Literatura en la lengua inglesa. El carácter general de la historiografía anglosajona es pragmático y empirista. Surge con el Neoclasicismo y no destaca por sus aportaciones metodológicas, que suele importar de otros países. De hecho las iniciativas en el terreno de la Historiografía literaria parecen haber partido con frecuencia de necesidades exteriores a la Literatura: nacionalistas, moralizantes, sociológicas, etc., que la han condi-cionado y sesgado. Cuenta, sin embargo. con figuras de la relevancia de H. Taine. T. S. Eliot o F. R. Leavis. Dedica un último apartado a la Historiografía Norteamericana. que carece aún de una auténtica tradición continuada y que es suplantada por creaciones de teoría crítica.

    Gebhard Rusch forma parte del grupo NIKOL de Ciencia Empírica de la Literatura, en la Universidad de Siegen. En su artículo se extiende en la explicación de las teorías sistémicas que han invadido la teoría e historia de la Literatura alemana en las últimas décadas. José Luis del Barco repasa ordenadamente la formación del concepto de Historia de la Filosofía, comenzando por Aristóteles, y la azarosa vida que ha llevado en la pluma de los grandes pensadores. Define como necesidad urgente de esta disciplina su unificación por el establecimiento de un objeto único y preciso.

    En el estado actual de la metodología, Javier Portús señala la indeterminación de los límites que separan la Historia del Arte de la Historia de la Cultura y cómo un mismo objeto es estudiado desde diversos enfoques. Pronostica una inclinación de la investigación a la Antropología y la Hermenéutica, y una provechamiento de elementos de otras disciplinas humanísticas. Desde la realización de las primeras Historias del cine, allá por los años treinta, se distingue un predominante clasicismo en tales obras, que son ajenas a la problemática de otras Historiografías. A partir de los años cuarenta, y con la intrusión de las técnicas de la novela moderna y el psicologismo, se inicia una nueva etapa cinematográfica que tardará, no obstante, en alcanzar a su Historiografía. Vicente Sánchez-Biosca hace una aproximación a la producción recogida en estos años, en la que se va abandonando la quimera de las Historias Universales, a la vez que se de-fine y defiende la identidad de un Lenguaje cinematográfico. José Manuel Costa Abad denuncia la acomodación a categorías ajenas a que ha sido forzada la Historia literaria; cómo se la ha adecuado a priori; a categorías procedentes de otras historiografías. Como ejemplo trae a colación el caso de Hegel: la aplicación de su dialéctica a la Poética ha reportado consecuencias negativas. Hace una revisión de las categorías teóricas que ha empleado la Historia de la Literatura para su formulación. Confirmada la utilización —en la comprensión de la historicidad literaria— de categorías generales de la interpretación histórica, reclama el análisis de las posibilidades de éstas en dicho campo. En las teorías literarias del siglo XX se ha dado una reacción contra las pautas fundamentales del historicismo y se ha intentado basar los estudios en lo específico de la evolución literaria. Según el autor, esto correspondería a una Poética Histórica que requeriría un cambio de paradigma en la práctica histórica.

    Bajo el título «La Historiografía de la Estética (Entre la clausura y la dispersión)»,Vicente Jarque muestra la historia de una asignatura caracterizada por su inestabilidad e imprecisión. Su propuesta consiste en fundar una nueva Historiografía de la experiencia estética.

    Hasta aquí la revisión de un libro que ilustra en alguna medida las tendencias de los historiadores actuales del Arte y la Literatura. Las nuevas propuestas rompen con la Historia tal como había sido concebida hasta ahora: abren las puertas a una forma de conocimiento «histórico» (entre comillas) que se multiplica en posibilidades y acaba con el cerco que había aprisionado a la anterior historia. En este sentido resulta altamente ejemplificadora la declaración de J. Derrida: «Por otra parte, ningún concepto lo es en sí mismo, y por consiguiente no es en sí metafísico, fuera de todo trabajo textual en el que se inscribe. Esto explica que, formulando reservas al respecto del concepto “metafísico”, de Historia, me sirva muy a menudo de la palabra “historia” para reinscribir el alcance y producir otro concepto u otra cadena conceptual de la “historia”». En resumen, la obra cumple favorablemente su cometido de informar sobre esta temática de actualidad, tanto de su pasado como de su presente. La decisión de compartimentar las disciplinas, tratadas en subgrupos, y de elegir distintos autores para cada una de esas parcelas se hace con el propósito de dar una visión más vasta y equilibrada. La exposición de múltiples ópticas evita condicionar la interpretación del lector y la distorsión que provocaría un solo criterio. La iniciativa de la edición resulta muy recomendable para este tipo de estudios en que se conjuga una disparidad de objetos y orientaciones. Es ejemplificador en cuanto a las futuras trayectorias que marcan los participantes. En definitiva, una obra que va con su tiempo, partidaria de una interdisciplinariedad, renovación y apertura. Es un elemento apropiado como punto de referencia para toda actividad intelectual relacionada con la Historia del Arte y la Literatura que se plantee hoy en día.

L Santos Fernández

 

Ricardo Redoli Morales, Chisnetos y Chisnetos dedicados, Málaga, 1996, 87 y 95 págs., respectivamente.

    Dos obras que llaman la atención, de entrada, por su difícil catalogación. Son obras de creación en la medida en que el autor se compromete con una forma que le es propia, en su empeño por transmitirnos figuraciones originales. También lo es de recreación por cuanto la materia sobre la que se apoya procede de fuentes populares —anónimas, a pesar de su voluntad de establecer filiaciones inmediatas— a las que dota de la naturaleza textual sin por ello olvidar su carácter oral. y también, aunque este carácter resulte menos apreciable a un lector apresurado, constituyen auténticos ejercicios de estilo en los que Redoli lleva a cabo un proceso de reflexión práctico tanto acerca de las formas utilizadas —los sonetos— como de la sustancia de su escritura —el humor—. Bueno será decirlo desde el principio: en primer lugar, son obras que no dejan indiferente y que, una vez apreciadas, motivan una reflexión acerca de su originalidad y de la audacia de su planteamiento, en segundo.

    Se trata de la transposición, en forma de sonetos, de chistes populares, la que da lugar al neologismo de chisneto. El propio autor vincula su línea narrativa a las de los fabliaux, pero insiste acerca de la originalidad de una forma expresiva que sistematiza, más allá de lo que puede ser considerado un simple divertimento académico, en su definición.—«Chisneto. (De chiste y soneto), m. Composición jocosa, basada en un chiste popular o chascarrillo, escrita en versos endecasílabos siguiendo la estructura, tradicional del soneto y en la que es frecuente la inclusión de varios de ellos, formando parte de la historia que cuenta».

    Más adelante me referiré a los mohínes que pueden hacerse ante una lectura tan desconcertante por principio. A este conjunto de cienchisnetos (4 en la primera obra, 54 en la segunda), podría reprochársele cierta escasez temática que probablemente responde a la propia de la comicidad del chiste actual. y quizás pueda cuestionarse la pertinencia de esos fragmentos del Libro de los buenos hechos que el autor adapta— a manera de autobiografía— en las solapas de ambas obras; con más vigor y frescura en la primera que en la segunda. Lo mismo cabe decir acerca de alguna «Introducción» o de las «Dedicatorias», que sacrifican una orientación general al anecdotario o al localismo: también ellas acaban formando parte de la obra, deben ser consideradas y no creo que añadan valor al conjunto.

    Pero el carácter de la obra reposa sobre otros elementos y los criterios que permiten apreciarlas tienen mucho más que ver con la imposición estilística, la contrainte, que el autor adopta para enfrentarse con el texto. Se trata de una contrainte en cualquier caso muy exigente y que va más allá del mero virtuo-sismo, de la mera técnica de quien sabe extraer efectos de escritura de su dominio lírico. Es la fusión de dos campos aparentemente muy distintos lo que crea ese escenario original que no es ni uno ni otro. No es solo el campo de la composición de sonetos. forma especialmente difícil por la rigidez de sus normas y por la condensaci6n narrativa que exige con su riqueza de encabalgamientos, con la soltura de lo dialogal o con la rapidez y el ingenio de sus cierres, de los estrambotes,de sus pointes, pero es todo ello. Tampoco es exclusivamente el de un humor que subvierte la realidad aparente, que encamina hacia lo absurdo y acaba desarticulando los esquemas de razón, pero también nos encontrarnos en esa irrealización de lo real. Ambas dimensiones existen —se pueden apreciar por separado, si se quiere— pero la clave de esta original escritura radica en la dialéctica entre la conciencia de la alternancia de ambos códigos, con reglas propias de cada uno, que hasta podrían ser consideradas contradictorias —y su no conciencia, su confusión.

    Existen ejemplos abundantes en la literatura satírica, en la paródica y en la burlesca en las formas epigramáticas o en los textos de salón, de sumisión a unas formas fijas como vehículo burlón. A menudo se sentirá el lector próximo, como queda apuntado, al espíritu de los fabliaux y la historia de la literatura también nos ilustra acerca de búsquedas de dificultades varias que hacían apreciar los textos en razón del ingenio con el que tales dificultades eran vencidas. Pues bien, en los chisnetos nos encontramos ante retos que el autor ha aumentado a voluntad. Ha escogido el soneto como forma culminante de la expresión poética, y son sonetos de factura intachable en los que aparece toda la gama derecursos estilísticos. Ha escogido el humor como carácter general tanto del estímulo como del efecto buscado, y no hay ninguno que, como mínimo, no haga aparecer la sonrisa, llegando algunos hasta la carcajada —se cumple a la perfección ese postulado de Bergson—según el cual la comicidad del lenguaje responde a la propia de las situaciones enfrentadas y ambas se relacionan con la comicidad de los caracteres de los personajes traídos a colación—-. Por otra parte, el punto de partida son chistes de carácter oral, muy dependientes por ello de efectos retóricos de variado signo, pero con el denominador común de lo popular y, a menudo, del habla andaluza: su lectura, sin embargo, acierta a dar una impresión de oralidad que mantiene la frescura de lo espontáneo, apoyándose sobre juegos diversos: estilo directo, apóstrofes, repeticiones, inversiones, cortes... Lo cual aún tiene más mérito si se tiene en cuenta otra mezcla, cuando menos atrevida: entre una forma poética noble y un conjunto argumental extraído de lo popular. Pero, sobre todo, el autor se ha comprometido con la validez general de su propuesta, alejándose de lo que no es sino entretenimiento creativo para elaborar una forma expresiva original y propia cuya audacia queda justificada por la brillantez del resultado.

    El efecto producido en el lector, en primer lugar —no podía ser de otra manera— es ambivalente: la lectura de cada composición en cadena a la de la siguiente. Pero, al mismo tiempo, se siente la necesidad de espaciarlas, de reservar la recreación de una atmósfera tan al margen de la norma para el momento en que dicha atmósfera se haya diluido. En otras palabras, la tentación de leer el conjunto de chisnetos uno tras otro, hasta el final, se ve frenada por el deseo de saborearlos espaciadamente, entendiendo que tan estimulante o más que el proceso de aceleración que busca anticipar es el placer de la recreación como trayecto. En uno u otro caso, el lector ve colmadas sus expectativas. El estilista, por su parte, no puede sino admirarse ante la gama de técnicas utilizadas. Del mismo modo que un rimador no es un poeta —y debe insistirse en ello aun a costa de desvanecer muchas ilusiones—, estas adaptaciones tan aparentemente ligeras —no hay nada más complejo y difícil de aparentar, en arte, que la sencillez—,precisan una maestría del lenguaje poético, un dominio en la dosificación de efectos o en la conducción controlada del texto en pugna con la attente, y evidencian la práctica y la imaginación de quien sí lo es. Pero también ilustran acerca de la formación de quien sabe crear entre el humor y la ironía, de quien saca partido a las formas primarias ya las formas inteligentes del ingenio. El crítico es un lector, y también suele ser un estilista. El crítico sabe atrincherarse en antecedentes que le autorizan y en ejemplos que quizás le evoquen algo próximo pero, claro está, con este matiz, y con aquel otro también, en tal o cual caso. Muchos críticos acaban detestando las sorpresas. Pero no hay peor crítico que el que enmascara sus perplejidades con mohínes de desconsideración hacia mestizajes genéricos, ante heterodoxias, por productivas que puedan resultar. El crítico que reacciona ante una forma o un lenguaje que le sacude por su originalidad debe dar cuenta de ello si es honesto y, entre otras tareas más, explorar las claves de lo que él entiende como original. Pues bien, ese crítico ideal se verá obligado a reconocer el mérito del autor y el alcance de la propuesta. Y, al margen de su aceptación o su rechazo —cada cual es muy libre de disfrutar o de amargarse—, deberá recordar la expresión francesa: Oui, c'était simple, mais il fallait y penser:..

    Dos últimos apuntes que quizás se presten a reflexión: el primero de ellos referido a lo que podría denominarse «el lenguaje del chiste». La pobreza comunicativa que se está haciendo general en nuestros días ha acabado afectando también a las formas del chiste oral. Al margen de los regionalismos —que constituyen una clave nada desdeñable de humor, pero que sitúo fuera de este argumento— una serie de fórmulas fijadas —a menudo incorrectas desde el punto de vista de la sintaxis—, de conectores frecuentemente insufribles, han empobrecido extraordinariamente una transmisión que siempre se había re-velado rica y sorprendentemente fresca. No creo necesario aportar ejemplos: los chistosos que habitualmente nos ofrecen los medios de comunicación se caricaturizan ellos mismos. Pues bien, los chisnetos —y esto es mérito indudable de su autor— ofrecen una riqueza y variedad que componen un espléndido universo del lenguaje. Lo cual quizás pueda ser considerado secundario por algunos, pero resulta de capital importancia para quienes hacen de la expresión —oral o escrita— una especial fuente de placer. La última reflexión viene dada por la contraportada del primer volumen. En ella aparece la versión francesa —obra de A.Bensoussan— de uno de los chisnetos, y no de uno cualquiera sino del primero de ellos, «La beata aquejada de picores». Una versión magistral, respetuosa con el original e ingeniosa en la translación, que respeta el ritmo, el tono y la forma. y que obliga a meditar tanto acerca del carácter universal de las va-riantes de humor que realmente merecen ese nombre, como de la pertinencia de las propuestas del autor, de su capacidad para verlas recogidas en otro idioma, de su valor inteligente y humano, en suma. Cualquier traductor conoce las dificultades de versión de la comicidad lingüística y esa criba que se establece entre lo que puede y lo que no puede ser transmitido. Un humor local frecuentemente no lo es, y seguramente responde a otros criterios. Una comicidad que puede proyectarse sobre otro idioma garantiza, además de la maestría del traductor, la solidez discurso cómico. Y, en este sentido, los chisnetos han superado cómodamente esa prueba última. Como señala el autor, «la risa es privativa del hombre, el bostezo, de todos los animales». No hay motivo para el bostezo en esobras: serán, por ello; desaconsejadas para los animales. Sí lo hay, en cambio, para toda esa variedad de sonrisas y de risas que componen la demostración de la inteligencia y hay inteligencia más refinada que la que sabe crear o interiorizar el placer textual. Su transmisión ya es expresión inteligente; su creación impone universos que, cuando aportan el humor y una original vía de acceso a él, se nos incorporan y anulan el prosaísmo de lo lógico, de lo útil, de lo eficaz... Estos chisnetos son recomendables para quien se sienta menos lógico que el azar y menos absurdo que la razón.

J. Ignacio Vázquez.