FREUD, SU PAPÁ Y LAS MUJERES

Blas Matamoro

Instituto de Cooperación Iberoamericana

Madrid

 

    M. Krüll: Freud und sein Vater. Die Enstehung der Psychoanalyse und Freuds ungelöste Vaterbindung, Fischer, Frankfurt, 1992.

J'ai vécu habitant le secret de ma vie.

Anna de Noaille

 

1

    A veces, respecto a Freud, cabe la tentación de rehabilitar el emblema barroco que usaba Descartes: larvatus prodeo: avanzo enmascarado. Este hombre tan revelador (quiero decir: tan levantador de velos), parece ocultar, en compensación, su vida privada como si se tratase de un misterio o de algo que la posteridad no debe recibir. Tal vez, según acaba de contarlo la condesa de Noailles, toda vida privada es misteriosa para su titular y la mayor parte de sus pormenores alimenta el olvido. En esto, Freud se asemeja a cualquiera de nosotros, y viceversa.

    No obstante, hay esa pequeña diferencia llamada psicoanálisis, una disciplina basada en que el analizando revele cuanto de más íntimo puede decir de sí mismo. Es posible arriesgar la opinión de que Freud se reveló construyendo el psicoanálisis o intentando hacerlo. Dotar a los demás de ese utillaje que permite cohabitar lúcidamente con la propia intimidad, dialogar con ella y averiguar hasta dónde somos su efecto, es, quizá, la mayor confesión que alguien puede formular.

    Uno de los perfiles de Freud (adelanto que es el que más me gusta) es el de filósofo romántico, es decir, un pensador que concibe todo su discurso como una sola pero dispersa confesión, sabedor de que cualquier hombre confiesa, con la excusa de su persona, a toda la humanidad. Veo a Freud, desde joven, como necesitado de saber filosófico (insisto, en el sentido romántico: saber de sí mismo y autoconsciencia), aún cuando, quizá compulsivamente, se dirige a la medicina, revolviéndose en otro campo romántico: la antropología de la enfermedad, una reflexión sobre el hombre como animal que lleva un signo de identidad enfermizo: la carencia de algo absoluto o incolmable.

    Persuadido de que podía curar la histeria y las neurosis compulsivas, Freud se hizo médico. Pero la clínica le ocupó una parte relativamente breve de su vida. Antes y después se dedicó a la investigación, la supervisión y la teoría, a sabiendas de que teorizar es algo infinito, pues supone la autocrítica constante de la teoría y la incorporación del repertorio práctico a la reflexión teórica. Y ahí vuelve la tarea confesoria, pues Freud se alimenta de su memoria personal (lo veremos respecto a su relación con su padre) y del autoanálisis del «huésped desconocido» que aparece / se escamotea en los sueños de Sigmund Freud.

    De su psicología individual sabemos algo (no me atrevo a decir «bastante»). Era un hombre con depresiones y jaquecas regulares, con cierta angustia de muerte, a quien no faltó una definición de neurastenia (palabra hermosa por lo anticuada, pero poco freudiana). Tenía fobia a los viajes y alguna superstición numerológica: pensó morir a los 40 años, en 1896. Las ciencias exactas no eran su fuerte.

    En cualquier caso, la fobia al viaje puede señalar un temor a dejar los espacios conocidos, una tendencia a controlar, que se relaciona con su necesidad de acotar el momento de su muerte. Bueno, pero tampoco esto es demasiado agudo. Que Freud gustaba entender y que entender es controlar, resulta tópico. Más o menos como el retrato anterior.

    Más me llama la atención que aceptara no poder hacer de madre en una situación de transferencia. Dice que se sentía demasiado masculino para ello. Tal vez fuera cierto, o lo contrario: que no quería aceptar su parte materna, su parte femenina, lo cual habría estado más de acuerdo con sus teorías acerca de la bisexualidad originaria del sujeto. En todo caso, prueba que la identidad es un constructo de la cultura y que nuestros retratos están hechos de prohibiciones. Y esto sí es freudiano.

    Sin duda, la parte más atractiva del Freud confesional es el relato y la lectura de sus propios sueños. Volvemos al mundo romántico, es decir, a concebirnos como un epifenómeno de lo que soñamos. Freud corrige este postulado: nuestra identidad consiste en nuestra capacidad de contar nuestros sueños. No somos un simple dato producido por la fatalidad del inconsciente y el teatro de bolsillo que monta en la fugacidad persuasiva del sueño. Somos la consciencia narrativa de lo que hemos soñado. Y de lo que seguiremos soñando.

    Hay sueños que Freud comparte con el vecino de enfrente. Por ejemplo, las escenas eróticas con su hija Matilde, de nueve años. Prefiero otros rescates (son tres), pequeñas obras maestras de la alegoría confesional. Uno es el sueño de la madre ausente. Sigmund, niño (es la edad del personaje onírico, pero Freud tiene 41 años cuando evoca la historia, en 1897) llora porque falta su madre. Su hermano Philipp le muestra una maleta vacía: allí tampoco está.

    Había, en tiempos, el juego infantil de «la madre encerrada». Freud descubre su angustioso reverso: no hay madre encerrada, somos sujetos porque nuestra madre ha desaparecido y no volverá a recuperarse. Está encerrada pero por una cautela simbólica: el tabú. Y tan simbólica que casi todos nuestros signos surgirán de esa ausencia que es, al tiempo, un encierro..

    Otro sueño: Freud sube una escalera y se encuentra con una mujer que le cierra el paso. Se siente paralizado, pero, a la vez, gozoso y sexualmente excitado. La mujer se exhibe y lo traba, le fija un límite y designa un más allá prohibido. Y todo esto provoca un resultado placentero. La mujer eleva y detiene la elevación en un determinado punto de la altura, definiendo lo deseable. Más allá, subsiste lo que no se puede franquear.

    Tercer sueño: en 1900, Freud sueña que debe atravesar un puente construido sobre un estanque. En alemán, puente es Brücke y éste es el apellido del neurólogo con quien trabajó Freud de joven. Es decir, que debe apoyarse en su maestro para llegar a la otra orilla, donde hay una cabaña que da a un abismo. Un guía lo conduce hasta ella, junto a la cual duermen dos hombres gigantescos. El guía condena las ventanas con unas tablas. Por el puente, detrás de Freud, pasa una muchacha seguida por un cortejo de indios o gitanos. Freud siente las piernas hinchadas y se despierta con un sentimiento de horror.

    La mujer del sueño anterior definía un espacio inabordable. En cambio, en este sueño, el nombre del maestro sirve de puente. La sabiduría, asociada a lo masculino, vale como vínculo y lleva a un espacio abrigado (dos guardianes, choza cerrada) que protege de los peligros reinantes en ese lugar resbaladizo y vertiginoso. Ahora, la mujer lo sigue. La sabiduría vale como conducción y pone al hombre al frente de la tropa.

    Hay, si se quiere, un espacio cortado (las dos orillas separadas por el estanque) que se suelda por la aparición del maestro-puente. La ciencia rellena el agujero de la castración, podría decirse. El maestro compensa de la amenaza paterna. La ciencia inventada por el hijo equilibra la promesa de castigo al niño que se atreve a buscar a la madre encerrada.

    No menos íntima es la información que Freud nos ha dejado respecto a su propia vida sexual. Recuerda la conducta continente que propugnaba el cristianismo primitivo, a partir de San Pablo. Una moral en que todas las energías corporales se tornaban espíritu y se concentraban en el saber. El matiz es que Freud (romántico, de nuevo) intenta averiguar qué significan estas energías que surgen como signos de un cuerpo sexuado y vuelven al cuerpo reconvertidas en lenguaje.

    Freud pareció heredar la moral ortodoxa judía que propugnaba una conducta sexual abstinente antes del matrimonio como método de higiene «natural». Prostitutas y masturbación se convierten en causas de neurastenia y neurosis de angustia. Otras formas de sexualidad ni siquiera se mencionan. Buena para el corazón y para la calma sexual, la nicotina es compañera recomendable.

    El sexo es sólo un elemento del matrimonio, y tampoco constante. Es aconsejable que marido y mujer se alejen de vez en cuando (él sale de excursión, no ella). De hecho, Freud dejó de tener comercio sexual con su mujer tras el nacimiento de su hija Ana. Algún biógrafo sostiene que Freud era el amante de su cuñada Minna, hermana soltera de la esposa y que vivía en la misma casa. La verdad es que el detalle viene al pelo para la novela, pero no debemos confiar demasiado en chismes y suposiciones. Que los digan los personajes, mientras dudamos..

    Hay, como se ve, un cierto juego de aproximación y alejamiento, que se magnifica en las frecuentes rupturas con alumnos y colaboradores. Prefiero entender que son necesidades del conocimiento. Despersonalizar, distanciarse y ensimismarse resultan condiciones del saber. Por ejemplo: cuando rompe con Josef Breuer, está diez años sin corresponderse más que con Wilhelm Fliess (un amigo berlinés).

    Insisto en los aspectos narrativos de la cuestión (aunque tomando unos pocos ejemplos) porque me parece que la novela es una estructura importante en el desarrollo inicial del psicoanálisis. Si estamos ante una antropología, es natural que se acuda a lo épico, porque es allí donde encontramos los relatos ejemplares de la humanidad.

    La paranoia, por caso, es una novela de extrañamiento que parte de un parentesco ilegítimo. Si éste resulta del adulterio de la madre, la novela es de prostitución y produce en el héroe cierta agorafobia (horror a los espacios abiertos, donde la madre se prostituye) y abre el espacio de la intimidad consigo mismo. La novela familiar del neurótico es, por fin, la historia típica de un niño seducido por unos falsos parientes: los propios son extraños. En esta sospecha general arraiga la fantasía. Si ésta se escapa, tenemos a mano las perversiones para sosegarla: unas porciones de la libertad sexual se ofrecen a algo sagrado, que tales son nuestras partes perversas. Todo esto le ocurrió al doctor Freud. Y por su intermedio, nos ocurre a todos nosotros.

2

    Podríamos preguntarnos, a esta altura de rememoraciones y cotilleos, de qué vale la evocación anecdótica de Freud. ¿Cambia nuestra lectura de su obra, el hecho de conocer estos rincones de su biografía? Obviamente, si prescindimos de tales noticias, no. Pero podemos usarlas como clave hermenéutica y —he aquí lo importante— apelar al propio psicoanálisis para hacerlo así. Si somos lo que podemos contar de nosotros, entonces Freud es aquello que pudo contar de sí, en plan anecdótico o ensayístico, en sueños y en teorías.

    Estas son las variables que hace jugar Marianne Krüll. Desembocan en lo que cabe llamar «biografía del espacio freudiano» y aclaran algunos incisos de la trayectoria intelectual y la conducta institucional de Freud.

    En julio de 1897, hace colocar una lápida en la tumba de su padre y, al tiempo, inicia su autoanálisis. En ese momento, aparte de las coincidencias (sólo tiene acceso a su trastienda mental cuando declara muerto a su padre) está interesado en asomarse a una suerte de perversidad necesaria de todo padre (incluyendo al propio, tal vez a contar desde él), De ahí me permito dar un salto a la Traumdeutung, a la homofonía allí señalada entre onanieren y urinieren (masturbarse y orinar). El onanismo es el acceso visual al goce real del otro, quizá de todo Otro. Quien se masturba pone en escena ese goce real como espectáculo ante la mirada (aunque sea fantástica) de un tercero. Esto intriga a la observación infantil. ¿Qué pasa con el papá cuando orina? ¿Goza indebidamente? Si el goce es indebido y así se transmite, doctrinariamente, al hijo, ha de renunciarse. Por fin: el padre ha renunciado previamente a él. En este punto, quiebra la omnipotencia del padre, cuando aparece sometido a la ley. Mi papá no se reserva el goce que me prohibe: él también se lo ha prohibido. La renuncia constituye al padre y se vislumbra que igualmente le afecta la castración.

    Según Krüll, esta vivencia de Freud ante el padre muerto y revisitado, le permite evolucionar teóricamente de la doctrina de la seducción al complejo de Edipo. Primero, la escena de la seducción del niño por el padre explica la síntesis de horror y placer que acompaña a la sexualidad adulta. Si el sujeto resulta capaz de narrar la escena, «encaja» el síntoma y «se cura». De otro modo, puede haber síntomas histéricos de conversión (alteraciones del habla, parálisis, etc.). Por esa época (1896), Freud clasifica la paranoia como neurosis depresiva.

    En ambos campos —histeria y paranoia— se trata de hacer funcionar la memoria inconsciente, o sea contar una historia olvidada, pero que conserva su estructura y reaparece en la entrevista. Es una manera de racionalizar el retorno de lo desplazado que, de otra forma, vuelve cuando le da la gana y de cualquier modo. Se esboza, además, la crítica freudiana a la cultura: ésta socializa al hombre a la vez que, por represora, genera el retorno de impulsos asociales. Quien es capaz de vivir en sociedad y liberarse de la opresión de la cultura (el sujeto sin historia) constituye la utopía de la salud mental, algo así como el nietzscheano superhombre.

    Estas teorías son revisadas y reconducidas cuando Freud acaba de viajar a Italia (carta a Fliess del 21-9-1897). El padre como seductor sádico y perverso cede el paso a una figura pasiva, víctima de la fatalidad, Laio, el padre y Edipo. Laio, introductor (nunca mejor dicho) de la homosexualidad en su reino, se casa con Yocasta, que será una madre incestuosa. Algo así como lo que el rey impostor en la fábula de Hamlet, asesino de su hermano y marido de la viuda adúltera. Sólo que Hamlet es un héroe cristiano, pertenece a un mundo de responsabilidades personales, en tanto Edipo y su revuleta familia son objetos pasivos en las manos de la fatalidad clásica. Los padres quedan exentos de culpa y rodeados por las cautelas del tabú. Aparece el complejo de Edipo. Freud cubre a su propio padre con el tabú y se prepara un tabú equivalente para su situación de padre.

    Este doble juego puede verse reaparecer en el tema del judaísmo. Tomemos a Jakob Freud (padre de Sigmund) como jefe de familia judía. La madre es la muchacha casta que se convierte en ángel del hogar, según la concepción judía tradicional. El comercio sexual con su marido no altera su castidad. Los temas sexuales están excluidos de sus conversaciones conyugales. Masturbación y fornicio son graves pecados. A su vez, santificada por el tabú, la madre es un animal inmundo, tan impura durante el período menstrual que ni siquiera el marido debe dormir en la misma cama que ella durante aquel tiempo y, pasado el mismo, debe someterse a un baño ritual (Mikwa). No es difícil advertir estos principios en la misma conducta sexual de Freud y en la minucia de su noviazgo con Marta Bernays, documentada en sus cartas.

    En otros campos, el judaísmo de los Freud es bastante laxo, abierto y liberal. La zona de Galitzia de donde provenía Jakob tenía un núcleo tradicionalista muy fuerte, pero también un movimiento de modernización y asimilación bien perfilado, así como una importante escuela talmúdica, la de Tysmenitz. Los padres hablan entre sí el dialecto de la diáspora, el jiddisch, pero todos los documentos de Jakob que se conservan, están en alemán. El ama de Sigmund era checa, una tal Resi Wittek, vieja solterona, odiosa y lista, que practicaba el catolicismo y hablaba a los niños en checo.

    Hay una dualidad de origen, evidentemente. Freud la habrá de articular en el par Judea-Egipto. Se fascinará por la mitología egipcia y coleccionará sus dioses con cabeza de pájaros, dioses oscuros y seductores del inconsciente, a los que enfrenta el Dios censor de la iluminada consciencia. Egipto será, para Freud, todo lo no judío, así como el judaísmo (según él lo acabó entendiendo: el invento de un egipcio llamado Moisés, que convirtió una deidad telúrica y volcánica en un Dios racional y universal) será el modelo de toda religiosidad «moderna».

    Cabe imaginar que Freud se identificase, al principio de su viaje por el pasado judío, con José, el Traumdeuter de las novelas bíblicas de Thomas Mann, escritas tan cerca del psicoanálisis (y viceversa): un descifrador de sueños que llega a triunfar en Egipto, el «otro país» y saca a su familia de la miseria. Jakob, el padre de José, se llama como el padre de Freud. Quizás ambos sean patriarcas, convenientemente bíblicos y pecadores.

    Al final de la parábola, Freud será Moisés, el judío desjudaizado, el egipcio fundador de una nueva religión, más racional y discursiva que las anteriores. El dios tectónico se convierte en dios solar. Freud fue el refundador de toda religión porque, como neoilustrado (otra propuesta de Nietzsche) cumplió con la tarea fundamental de la Ilustración, la crítica del fenómeno religioso institucionalizado. Otra cosa es que ciertos psicoanalistas quieran ser sacerdotes y aún convertir a los infieles.

    Fundar una nueva religión es constituir una nueva ley, llegar a ser padre de sí mismo, ser hijo de una obra que, de vuelta, convierte a Freud (como a cualquiera) en un efecto de la propia biografía. En este vaivén, es posible que Freud advirtiera lo profundo del decreto paterno: mátame y hazte padre, o sea, sé como yo. La fantasía de Jakob es que Sigmund fuese como su abuelo, Salomón, el sabio que reina sobre su pueblo.

3

    Freud consideraba a su padre un hombre interesante, íntimamente dichoso (carta a Fliess del 15-7-1896, cuando Jakob está ya enfermo de muerte). Le desea un final plácido y no guarda sentimientos de venganza ni revancha contra él. Estimaba a su padre y su muerte lo afectó: ya no contaría con su agudeza fantástica ni con su honda sabiduría (sic).

    La noche siguiente al entierro, tiene un sueño decisivo. Está en el local de la barbería donde acude a diario (el peluquero es una figura especialmente asociada a la muerte y la supervivencia, pues los cabellos siguen creciendo un tiempo después del deceso). Hay allí una mesa en cuya tabla están escritas estas palabras: «Será dado cerrarle los ojos». Krüll interpreta esta frase como un mandato respecto al padre muerto: no averiguar nada de su pasado. Parece que el muerto sigue con los ojos abiertos y que Sigmund no ha cumplido la orden. La fuga ante el deber provoca un cierto sentimiento de culpa. De algún modo, es lo que el psicoanálisis va a hacer: meterse en la tiniebla del pasado paterno, averiguar la historia del padre y del Padre. Más: proustianamente, aceptar que el pasado no es uno sino múltiple, producto de la memoria creadora. Sus entretejidos signos proponen un objeto al desciframiento La memoria está mediada por estos signos y no es un acceso directo a lo real de ese pasado. Con el tiempo, la imagen compacta del padre se resquebraja: Sigmund advierte en Jakob cierta perversidad y lo responsabiliza de la histeria de un hermano y una hermana.

    Como queda dicho, Jakob pertenecía a la comunidad judía de Galitzia, dividida entre conservadores y modernistas. Aquéllos eran rabínicos o jasídicos; éstos formaban el movimiento Haskala. De hecho, Jakob es comportaba como «semijudío». Transmitió pocas tradiciones a sus hijos. Los hacía leer la Biblia en alemán y celebraba la Navidad.

    No obstante, el deseo paterno tiene un elemento judaico. Jakob llama a su hijo Schlomo (Salomón), como el abuelo. En el registro civil lo inscribe como Sigismund, pero Freud se hará llamar, de modo hebraico (también alemán) Sigmund. Salomón tiene un destino: liberar a su pueblo por medio de la sabiduría. El pueblo de Freud será la incurable humanidad, es decir, el hombre tal como lo han concebido las religiones. En la crítica a la religión que hace Freud yace una aceptación universal de esta antropología de la enfermedad.

    En 1856 le toca nacer a Schlomo-Sigismund-Sigmund Freud en el pueblo de Freiberg. Es Sieg-Mund-Freud-in-Freiberg: «Alegría de la boca victoriosa en la montaña libre». Libertad bajo palabra, por medio de la palabra. De hecho, dejar Freiberg y marchar a Viena será un episodio traumático: el exilio y la construcción de una nueva patria, de un lugar para el ejercicio de la paternidad.

    La figura de Jakob es compleja (¿cuál figura paterna no lo es?) y ofrece interesantes fisuras. En 1832, Jakob se había casado con Sally Kanner. Ambos apenas pasaban los dieciséis años y es pensable que tal matrimonio fuese un arreglo de familias. Hasta 1848, los judíos austriacos sufrieron restricciones en sus derechos civiles y políticos. Aunque poco judío como tal, Jakob es judaizado por la mirada del perseguidor. La escena se repetirá cuando Sigmund deba dejar Viena ante el avance nazi. Jakob, comerciante en variados ramos (pieles, textiles, miel, etc.) tiene dos hijos de este matrimonio: Philipp y Emanuel. En 1852 está viudo y no resulta claro que se casara o se juntara con una tal Rebecca.

    Sabemos que, en 1855, Jakob vuelve a casarse, por segunda o tercera vez, con Amalie Nathansohn. Emanuel tiene veintiún años y su madrastra, veinte. Esta situación creará una doble familia al pequeño Sigmund, un embrollo de parentescos que sienta bien al inventor del psicoanálisis. Sus hermanastros tienen la edad de su madre y Jakob aparece como una suerte de abuelo, ligeramente incestuoso.

    Jakob, por razones de trabajo, viajaba y estaba ausente del hogar. ¿Abusa Krüll al suponerle aventurillas, que se sumaban al fantasma de la amante / esposa Rebecca? ¿Dejó Jakob el territorio austriaco con sus dos hijos mayores para zafarse de la ley y evitar que hicieran el servicio militar? Son elementos novelescos que no pueden ser aceptados ni desdeñados en una suposición biográfica.

    Lo cierto es que, en 1865, un hermano del padre, el tío Josef, es procesado por falsificar moneda. El hecho es llevado a escándalo por el periodismo y la familia cae en deshonra. No es descabellado pensar que el niño Sigmund sintiera la necesidad de restaurar el honor familiar, refundar una «buena» estirpe freudiana.

    Lo cierto es que la vida en Viena se torna difícil. La familia pasa miseria. El padre, abatido por la historia de Josef, cae en una abulia que atenta contra el bienestar del grupo. Sigmund se convertirá en sostén de la familia y, de hecho, en pareja de su madre. Los Nathanson colaboran con dinero. Sigmund es un chico empollón, alumno modélico, prematuramente maduro, de espíritu discutidor, que recibe la admiración y el temor de sus profesores (suele ocurrir).

    De doña Amalie podemos saber que era mujer inteligente, aguda, irónica, encantadora. Vivió hasta los noventa y cinco años y ejerciendo cierta tiranía familiar de yiddische mame. Nadie osaba comprarse un sombrero sin consultarla. Muy guapa de joven, conservó un buen tipo y una sostenida coquetería hasta la vejez. Sigmund la vio como una mujer dotada de caracteres viriles, quizás insatisfecha en su matrimonio, lo cual intentó compensar con la posesión de sus hijos, especialmente con el «áureo Sigi» (no era para menos). Con las debidas distancia, era más brillante partenaire que Jakob. La gloria mundana del hijo «evacuó» la figura del padre. Hijo favorito, amado con intensidad y egoísmo, según cuadra, Sigmund se veía en el retrato de otro enfant gaté, Goethe (el escritor más citado por Freud), quien asociaba el amor materno con un destino de buen éxito. El júbilo goetheano fue convertido en el «alegre pesimismo» freudiano.

    En 1931, cuando muere doña Amalie, Sigmund publica su estudio Sobre la sexualidad femenina. No debemos creer en la casualidad. ¿Había que cerrar los ojos de la madre, también? Freud ve la sexualidad femenina como un dark continent, un espacio contenido y oscuro, algo que ofrece al conocimiento una opacidad resistente. Para Freud fue como descubrir, bajo la cultura clásica griega, que buscaba la luz y la distinción, las tenebrosas raíces cretomicénicas.

    Sigamos un poco más con la novela familiar del neurótico, que es la de todos nosotros, en gran parte, gracias a Freud. Sigmund siente especial cariño por su hermanastro Emanuel (en hebreo: «Dios como alegría»). Lo llama «tío» y, en efecto, los tíos son como los padres del domingo. Tal vez fuera Emanuel un auténtico rival en el amor de la madre. Emanuel y su mujer, María, tuvieron un hijo, Johannes, nueve meses mayor que Sigmund.. Aunque era su sobrino, se trataban, naturalmente, como hermanos. Krüll se permite suponer los habituales escarceos homosexuales entre ambos chicos, los que, de adulto, Freud reproducirá, en términos simbólicos, con Fliess y Jung (este último había sufrido una violación infantil que intentaba reparar en su vínculo con Freud). Paulina era otra hermanita / sobrinita con la cual Freud pudo vivir un idilio precoz. Como se ve, no salimos de la novela. El último episodio de este capítulo es Alexander, nacido en 1866, hijo menor de Amalie y Jakob. Alejandro era hijo de Filipo de Macedonia. Krüll supone que aquel otro podía ser hijo de Philipp y no de Jakob. Lo cierto es que, para confirmar esta naturaleza fronteriza, de mayor se hizo un reputado especialista en aduanas.

    Para terminar la novela es útil repasar la relación de Freud con sus discípulos. Ante ellos, aparece como Jakob ante él: destinado a la muerte totémica y con los ojos cerrados. El tabú lo protege de indiscreciones. Esto puede leerse como una petición de principios. Pero también muestra el costado fundacional del psicoanálisis, destinado (condenado) a convertirse en una secta, obra de ese padre que no tiene padre (Urvater) y que funge de fundador. Prefiero obviar esta variante, pues el psicoanálisis me parece enraizado en una historia cultural de la que da cuenta y que relee, de modo que enriquece ese caudal que también lo enriquece con su herencia. Freud no es el Fundador, sino un padre (padrazo, si se prefiere) que tiene sus padres, aunque, más a menudo que lo conveniente, intente disimularlo. Abrámosle los ojos, al menos uno de ellos.

    Los discípulos fueron, a veces, obedientes: Abraham, Jones, Ferenczi, Rank, Federn, Reik, etc. A veces, díscolos: Jung, Adler, Stekel y los suicidas Tausk y Silberer. Era, en principio, una Männerbund alemana, de varones excluyentes, judíos, hasta la llegada del protestante Jung (que protestó lo suyo), con algo de logia, club militar o capítulo sacerdotal.

    No había mujeres en el grupo, a excepción de su hija Ana, la única mujer analista, Ana lista. El vínculo familiar matizaba mucho, a su vez, esta excepción. Freud detestaba el feminismo tanto como a la mujer cortesana, sin hacer comparaciones. Tampoco se hablaba (o apenas) de música en el círculo. Nada de originario, nada de pleno goce perverso que restara de la memoria unitiva madre-hijo. El psicoanálisis empezó a trabajar en un espacio de escisión, subjetividad, lenguaje: el mundo posterior a la aparición del padre, a la imposición del nombre. Un mundo ordenado en torno al eje fálico. Cuando se fundó la cultura, la mujer (primera actriz) no estaba en escena. O no había aparecido aún o la habían excluido el Padre y el Hijo, para hacer las cosas serenamente.

    No es del todo válido apelar a opiniones anecdóticas, pero Freud, personalmente (subrayemos el adverbio) pensaba que las mujeres eran genitalmente defectuosas y que la civilización sólo les debía un invento: el tejido. Velo, vestido, artefacto disimulador, himen por desgarrar, detrás del cual subsistía el misterio, lo sagrado pero también lo ajeno a la razón, el fundamento y la locura. Aquí la novela familiar se vuelve dramática.

4

    El adolescente Sigmund tuvo un amor inconfeso y romántico por una muchacha llamada Gisela Fluss (Fluss: el flujo, la corriente, lo que pasa de largo). Ella se casó con otro, como corresponde. Luego está el noviazgo-matrimonio con Martha Bernays. No ha aparecido en la novela y aparece en el drama. Su figura es, tal vez, de tamaña importancia que no vale la pena nombrarla, pues el nombre habría de constreñirla indebidamente.

    A pesar de los recortes antes descritos, la mujer tiene un papel decisivo en la fundación del psicoanálisis. Son las histéricas de Charcot las que llevan al joven Freud a sus primeras fintas con la técnica que luego pondrá en práctica. Las histéricas que invocan a la muerte y se resisten a ser objetos del falo, pues se convierten en falos ellas mismas. Cuando aparece el médico, dueño del saber, las histéricas renuncian al síntoma o al médico, se «curan» o se repliegan a su histérica intimidad, apelando a la muerte, o sea a lo inefable por excelencia.

    Pero este paso inicial define, también, el obstáculo. Al dar cuerpo, la mujer obliga al psicoanálisis a dar cuenta de su experiencia. ¿Falta la solución teórica? Si la relación mujer-deseo es incognoscible ¿qué puede la nueva ciencia? Un deseo sin querer, como el femenino ¿no es la circunscripción misma del misterio? Freud llega a dudar de que la mujer sea verdadera, o sea que garantice ese saber que engendra. Por ello, quizás, el inconsciente de Freud habla de la mujer antes que el propio Freud.

    En este confín volvemos a un punto de partida romántico: el conflicto entre el saber y la vida. Ésta rechaza a aquél y el saber insiste, compulsivo y repetidor, sin darse por vencido. Mientras la ciencia trabaja en el tiempo de la eternidad, tiempo obsesivo, la histeria opera en el tiempo instantáneo de la seducción. Dora seduce y Freud resiste. Dora se propone irresistible como la muerte y finge ser fatal como la madre. Si la mujer no puede escindirse de lo real (el famoso realismo femenino, el sentido común de las mujeres) es imposible objetivarla. Más aún: simula ser como la verdad psicoanalítica, verdadera pero inalcanzable.

    Joven adorada, adulta amada, anciana venerable, la mujer puede ser vista encarnando distintos roles por la cultura (la poética de lo femenino en toda epopeya), pero subsiste la posible, constante y eterna femineidad. El obstáculo retorna. Es entonces cuando Freud da un paso atrás y ensaya una tipología de lo femenino.

    Su primera aparición es, según conviene, durante un sueño. Es el tema de los tres cofrecillos, recurrente en las leyendas populares y que Shakespeare recoge en un episodio de El mercader de Venecia. Freud sueña con una cocina donde hay tres mujeres que le están preparando la comida. Tres parcas, tres nornas, tres diosas, tres tipos de mujer: la madre que da la vida, la compañera que engendra hijos y la corruptora que lleva al placer y a la tumba, donde la carne vuelve a corromperse y a reintegrarse a la Madre Tierra, que sintetiza a todas. Principio, alimento, continuidad, fin: ya hemos visto a estas señoras en la novela precedente.

    Lo femenino reincide como originario. La mujer parece poseer esa cualidad de retorno mítico al origen. Ella puede hacer que todo vuelva a ser: el Ur. Si el varón es historia, la mujer es mito. El itinerario y el círculo. La madre edípica sustituye a la muerte (de ahí su bien ganada fama de misteriosa) y da la vida que lleva a la muerte.

    En esta población, la histérica es la mujer que carece de seductor y que asume este papel, seduciendo a todo el mundo, como si los demás fueran su espejo. A su vez, la mujer fatal es la que personifica una amenaza para el varón en función de la fatalidad que ella misma soporta y que le impone la cultura. Quizá Freud la haya pispado en la figura de Sarah Bernhardt, la actriz que asumía aquellas partes de vampiresa en los melodramas de Sardou que el joven estudiante Freud veía, entre una sesión de charcotianas y otra. Sarah las imitaba, o al revés. Hay también la compulsiva (la yiddische mame) que desea lo que hay que querer. Es el vínculo del hijo varón con la ortodoxia: lo que ha de desearse está ya deseado en las marcas de un código de lo deseable.

    Per me reges regnam, por mí reinan los reyes, dice la Virgen Madre. En el inconsciente masculino, la virgen (tan decisiva en el imaginario religioso de la humanidad) no constituye una mujer incompleta, sino una entidad propia, cargada de una fuerza explosiva que puede caer sobre el varón. Es como si, ante esa mujer nunca antes sometida al poder masculino, hubiera una potencia fálica que compite con su propio falo, a partir de la fantasía de la madre-virgen, de la mujer que concibe y da a luz sin mediación masculina. En la doncella hay algo original, algo anterior a la cultura y, por tanto, más fuerte que ésta.

    La escena en que el varón llega hasta la virgen plantea el interrogante de qué hace él con la potencia de ella. Puede producirla, como la forma produce el objeto a partir de la materia extensa y amorfa; o reconocerla ya existente o infusa; o descubrirla y tornarla evidente, aún ante la mujer misma. En cualquier caso, el poder masculino es sublime pero no es lo real, que sigue estando del otro lado. El poder masculino no es lo real, aunque pueda construir la realidad con sus categorías y convenciones: la cultura. Por seguir metaforizando: puede cultivar la tierra, hacer un jardín en el erial, pero los ingredientes del cambio no le pertenecen.

    La respuesta mítica del «eterno masculino» al otro eterno es Don Juan, asunto que no pareció interesar a Freud pero sí (aunque en muy distinta perspectiva) a su alumno Otto Rank. Don Juan, al menos en sus formulaciones románticas (Lenau, Byron, Kierkegaard, etc.) es el varón que toma el insondable querer femenino como objeto del deseo. Por eso, sus mujeres son ninguna y todas (una por una, sin dejar una sola, como quiere el inventario de su criado Leporello). Don Juan se enfrenta con la eterna denegación y la convierte en presunto saber absoluto sobre la mujer, aunque siempre haya alguna que se le escape y desbarate su proyecto. Pero dejémoslo de lado: Don Juan, con su libreta de citas a tope, no tiene tiempo de concurrir al consultorio de un psicoanalista.

    Don Juan, obviamente, no es el ejemplo de la relación entre ambos sexos. La mujer, ante Don Juan, hace valer su privilegio totalizador, un campo donde el sujeto masculino se pierde buscando un inhallable absoluto. En cambio, cuando los roles se dan, el varón elige a una madre (la que desplaza a la madre edípica, que desplazó a la muerte), en tanto la mujer se hace elegir por ese «hijo» que, antes, ha seleccionado como prometido. A cambio, entrega sus (quizás inexistentes) intereses sexuales y soporta los correspondientes a la humanidad. Envés de la ley, la mujer es escogida por el varón que personifica la legalidad paterna. Como se ve, todo es armonía y complemento, al precio de que, en cierto modo, varón y mujer se aproximen sin acercarse nunca, dejando la relación sexual en el rincón tenebroso y cachondo del misterio.

    El psicoanálisis tiene dos caminos para enfrentar el tema y ambos llevan a soluciones categóricas y decepcionantes. Puede optar por el dogmatismo, según el cual todo es decible, y establecer un código de «buena» y «sana» conducta sexual. O puede optar por el lirismo, para el que todo es inefable y la relación varón / mujer pertenece al bello y trágico mundo de los amantes del amour courtois o del amor romántico (Tristán e Isolda) que sólo se reúnen en la muerte. Pero no vayamos tan lejos, o este artículo quedará inconcluso.

    Si no hay relación estricta, porque no hay correlato, al menos hay complementación, por lo que esta dramática escena tiene un momento de relax: si la libido es masculina y la mujer, astutamente, «copia» su funcionamiento, el narcisismo, a cambio, es femenino y el varón lo aprende de su mamá y de alguna que otra amiguita histérica. Cuando esta diferencia complementaria se advierte, es posible el amor. Sí, lector, porque el amor es posible a pesar de este embrollo familiar. La mujer es amada (siempre a partir de la madre) porque corporiza la falta y, en consecuencia, se constituye en la medida del falo. Vaya para quienes piensen que la mujer carece de poder. Me refiero, claro está, al poder del «calco fálico». Él dice: «Te amo porque me haces tener lo que me falta». Y ella: «Pero si yo, querido, te amo, precisamente, por lo que me falta». O sea: a los dos le falta algo, que es lo mismo, y que se halla en el gozoso encuentro de los cuerpos que se complementan. En esa coyunda nace lo imaginario y, si no, que lo diga la literatura amorosa. El encuentro habilita el poder-decir. Volviendo a Freud: la mujer da cuerpo (un cuerpo, el suyo) a la angustia de castración viril: no tener falo ante la madre, como el padre tampoco lo tuvo ante su propia madre.

    En el esquema puro y duro de las identidades, la mujer es en tanto mito (alfa y omega, principio y fin de la vida, útero y tumba) y es devenir, en tanto individuo sexuado. En el tropismo maternal, Freud halla el camino del devenir-mujer. La hija, al acceder a la «prehistoria» materna (si logra salir de ella) accede, a su vez, a su propia historia. Mejor dicho: a la busca de una historia propia. Pero lo mismo puede decirse del hijo respecto al padre. Hasta aquí no hay mayores diferencias estructurales y el misterio femenino puede ser iluminado.

    Los caminos divergen cuando la niña idealiza a su padre y cree que es un ser pleno, que carece de los huecos de su madre. El padre es la realidad absoluta. En cierto instante, se advierte que también el padre está sometido a la ley y pasa de absoluto a relativo. Si esta transición no se acepta, la respuesta puede ser la anorexia femenina.

    El mito se forma en la figura de «la mujer que sabe lo que quiere», que quiere claramente lo que quiere antes de saberlo. El varón, en cambio, debe aprenderlo. Ella quiere un padre ideal e idealiza al amado. Se da cuenta de que lo ama cuando los celos instauran el terror a la pérdida, que la devuelve a la carencia original. Pero ¿qué terror simétrico hace nacer los celos masculinos?

    Por caminos divergentes, varón y mujer llegan a lo mismo: a enamorarse de su carencia y de su fantasía de plenitud. Ya Platón lo sabía. Y lo repite ese platónico llamado Sigmund Freud. Su razonamiento es que todo niño es «naturalmente» bisexual y que la cultura edifica identidades divergentes que se intentan encontrar en la pareja, que no es más (ni menos) que una cita de amor. La «ventaja» femenina es Yocasta (¿Yo casta? —dice la señora— ¡Qué va!), porque la mamá de Edipo es víctima de la ananké, pero es una víctima omnipotente, que organiza todo el tinglado de la tragedia.

    Entonces llega Assoun para completar a Freud (el Fundador también tenía alguna que otra carencia): el núcleo teórico de la femineidad no es el eterno femenino, ni el misterio insondable de la Gran Madre: es el querer-mujer. Este querer se confronta con la perversión (que se cree plena) y con el objeto (que siempre es parcial y decepcionante). La mujer es el sostén de la pasión, que se contiene en el interdicto, finalmente: en lo Otro.

    El psicoanálisis, por fin, puede verse, entonces, como la ciencia (léase: saber profano) del hombre como animal carente, como el ser que sabe y no soporta su carencia. Una antropología romántica. Su prueba de veracidad es el objeto cuya falta se exhibe en el querer-mujer. Entonces: el querer es siempre femenino (no el deseo, que es andrógino, absolutista). Machos o hembras, siempre queremos como mujeres, aunque decidamos como varones, machos o hembras. EI ser humano no es sólo padre de sí mismo, sino madre de sí mismo.

    Ahora bien: el objeto del querer femenino es opaco y el psicoanálisis no puede nombrarlo. La pregunta del por qué es dramática y diseña el horizonte de esta ciencia. Las respuestas: porque no puede, porque no debe, porque no cuenta (quizá todavía) con el dispositivo adecuado, porque es objeto de otra disciplina, o simplemente porque es incognoscible y toda ciencia auténtica debe saber qué es lo que no se puede conocer. Dice Assoun[1]: «Un querer se notifica en cada deseo que parece fracasar y desarregla la máquina del deseo; cada querer que aborta deniega un deseo».

    El querer es, entonces, trágico: no puede zafarse del yugo del deseo, salvo por la desaparición del sujeto, y esto es una imposibilidad cultural de Occidente. Si el padre personifica la castración y el deseo (modelo fáustico: desearlo todo) y la madre encarna la demanda y el querer (lo eterno femenino que nos eleva, Goethe de nuevo), el psicoanálisis intenta pensar el querer que se encamina hacia el deseo insaciable, y sitúa al sujeto, al inevitable sujeto occidental, en ese punto del deseo donde le es posible adherirse o no a él, saber si quiere o no lo que desea. La mujer neurótica no quiere lo que desea; la mujer perversa quiere lo que no logra desear; la mujer psicótica refleja que quiere desear; la mujer anoréxica quiere sin desear; la mujer santa, por fin, quiere mantener insatisfecho y sagrado su deseo. De nuevo: los modelos del querer son femeninos.

    ¿Qué deseaba Freud? Nada, porque lo indecible no es científico. ¿Qué quería, cuando se asumía como madre sabia? Quería saber, mantener los ojos abiertos, antes y después de la muerte.

    Tal vez la fórmula provisoria sea aceptar que la dualidad sexual de nuestra especie es abstracta y que sus contenidos son culturales e históricos. Hay una diferencia binaria que se formula diversamente a través del tiempo. La respuesta definitiva, como todo en la historia, está sometida a constante prórroga.

    Hay un mito bíblico que narra la instauración de la dualidad. Dios creó a Adán, que era lo Uno, y luego, a Eva, que es lo Otro. Eva hace humano al Dios solitario que era Adán. Eva es la madre de los hombres; existimos por ella, que señaló la primera carencia paradisíaca. Adán la tuvo ante los ojos y no la vio, obediente al Logos creador que deambulaba por el Jardín.

    La mujer es el segundo sexo sin el cual no existe el primero. Entonces: no es el segundo porque es el sexo, la sección, lo que define a ambos. Adán, antes de la sustracción de la célebre costilla no tenía sexo, no estaba seccionado (separado) del otro. Por eso la mujer bíblica, más que la hembra, es Ichah, la varona. Ni siquiera podríamos decir que Adán era bisexual, porque, antes de Eva, no existían los sexos.

    ¿Es el psicoanálisis, como quiere Assoun, la historia de un rendez-vous manqué, una cita fallida entre Freud y la mujer? ¿Quién no acudió a la convocatoria? ¿Uno, la otra, o ambos? Toda psicología es metapsicología y la respuesta, como siempre, queda en suspenso.

 

NOTAS

[1] P.L. Assoun, Freud et la femme, Calmann Lévy, Paris, 1993, págs.132-133.