RECENSIONES

 

SUMARIO

 

A. Celis y J. R. Heredia (coord.), Lengua y cultura en la enseñanza del español a extranjeros: Actas del VII Congreso de ASELE (G. Gómez Simón); J. de Santiago Guervós y J. Fernández González, Aprender español jugando (Mª V. Gallosso Camacho); Cancionero de poesías varias. Manuscrito 1587 de la Biblioteca Real de Madrid (B. Molina); D. Puccini, Una mujer en soledad (Sor Juana Inés de la Cruz, una excepción en la cultura y la literatura barroca) (M. González Casero); R. Senabre, El retrato literario (Antología) (C. J. Duarte); J. Luis Villacañas Berlanga, Narcisismo y objetividad (I. Arbillaga); M. de Unamuno, Epistolario americano, (1890-1936) (ed., introd. y notas de L. Robles) (O. Carrascosa Tinoco); A. Breton, Nadja (ed. de J. Ignacio Velázquez Ezquerra) (C. J. Duarte); A. Domínguez Rey, La llamada exótica. El pensamiento de Emmanuel Lévinas. Eros, Gnosis, Poiesis (I. Arbillaga); G. Grass, Discurso de la pérdida (M. Crespillo); J. Mª Merino, Las crónicas mestizas (A. Marchant); P. Fadón Salazar, Pintando el Presente (V. Araguas); J. C. Rowe, At Emerson’s Tomb: The Politics of Classic American Literature (R. Miguel Alfonso); R. Eldridge (ed.), Beyond Representation: Philosophy and Poetic Imagination (R. Miguel Alfonso); Ch. Bernheimer (ed.), Comparative Literature in the Age of Multiculturalism (F. Vázquez).

Publicadas en Analecta Malacitana, XXI, 2, 1998, págs. 812-841.

Ángela Celis y José Ramón Heredia (coord.), Lengua y cultura en la enseñanza del español a extranjeros: Actas del VII Congreso deASELE (Col. Estudios), Ediciones de la Universidad de Castilla-la Mancha, Cuenca, 1998, 580 págs.

    En estas Actas del VII Congreso de ASELE (Almagro, 25 a 28 de septiembre de 1996) se plantean cuestiones de interés sobre metodología y didáctica del español como lengua extranjera, así como ejemplos de los principales y más frecuentes escollos que surgen en las experiencias de clase. Puede afirmarse que los trabajos aquí reunidos son una muestra representativa de las últimas tendencias en la investigación sobre la enseñanza actual del español.

    El volumen se ha dividido en cuatro grandes bloques, de acuerdo con la naturaleza de las exposiciones. Así, en primer lugar aparecen las ponencias, de carácter más teórico, donde encontramos planteamientos acerca de gramática universal y contrastiva, adquisición lingüística, pragmática o análisis interculturales. Hay una preocupación generalizada, entre los investigadores sobre la adquisición de una segunda lengua (L2), por dotar al alumno de un manejo completo de las estrategias comunicativas, de manera que su interacción resulte lo más productiva posible. De ahí la afirmación de José M. Brucart (Universidad Autónoma de Barcelona), acerca de la limitación de la gramática como único método: «No resulta sorprendente, por tanto, que la perspectiva estrictamente gramatical haya dejado de ser la que monopolice la atención en los manuales dedicados a la enseñanza de las lenguas extranjeras. Y ello es razonable, ya que para hablar bien una lengua no basta con producir oraciones gramaticalmente correctas» («Gramática y adquisición en la enseñanza del español como lengua extranjera», págs. 18-19). Para Brucart, ha quedado obsoleto el ejercicio gramatical-estructural de pregunta-respuesta: «– ¿Puedo pasar? – Sí, puedes», que debería de sustituirse por el más usual: «– ¿Puedo pasar? – Sí; pasa, pasa». Y, por tanto, no es de extrañar que «frente a la noción chomskiana de competencia gramatical, muchos estudiosos de la adquisición de lenguas extranjeras prefieran recurrir al concepto de competencia comunicativa, acuñado por el sociolingüista Dell Hymes en 1967» (pág. 18). No significa esto que deban desterrarse completamente las nociones gramáticales en la enseñanza, sino que, al contrario, se pretende situarla en un plano más adecuado, junto con el resto de competencias comunicativas (sociolingüística, discursiva y estratégica) que conforman el complejo entramado de la interacción lingüística. De ahí que, tras unos años de desprecio por los llamados «bloques gramaticales» en favor del enfoque meramente comunicativo, la gramática contrastiva vuelva a prestar utilidad a la enseñanza de L2, aprovechando las similitudes entre lenguas que proporciona la gramática universal chomskiana (GU) con el fin de reafirmar las estructuras gramaticales asimiladas por los alumnos o abordar con cautela las que difieren.

    No obstante, los estudios sobre la adquisición de la competencia gramatical en la enseñanza del español han dado ya resultados notables, como la Gramática comunicativa del español (1992), de F. Matte Bon. Pero, como opina el profesor Henk Haverkate (Amsterdam), la mayor parte de estudios contrastivos carecen de un «enfoque consistente de fenómenos pragmalingüísticos, lo cual, desde el punto de vista de la comunicación intercultural, es una omisión inaceptable, puesto que errores de tipo pragmalingüístico pueden perjudicar seriamente el contacto social entre el emisor y el receptor» («Estrategias de cortesía. Análisis intercultural», pág. 45). Como ejemplo ofrece la diferencia entre españoles y holandeses en cuanto al uso cotidiano de estrategias de cortesía en el acto comunicativo. Esta queja ante la ausencia generalizada de materiales de carácter sociolingüístico aparece refrendada en muchas de las comunicaciones, de manera explícita o implícita, y, en cierto modo, se invita al investigador a trabajar en un campo aún por cultivar.

    Entre las páginas 67-101, se incluyen las aportaciones de diferentes profesores de español a la «mesa redonda» La enseñanza del español fuera de España, con datos relativos a experiencias en centros de Brasil, Estados Unidos y Bélgica. La intervención de la profesora M. Farias Fernández sobre «La enseñanza del español en Brasil: un reto político y cultural» responde al creciente interés por el aprendizaje del español en aquel país. La demanda de español es un hecho en creciente expansión y según las aportaciones de Farias Fernández, «sólo en el Estado de Paraná existen 54 Centros de Línguas Estrangeiras Modernas, con un total de 5.000 alumnos de español, que representan el 43% de los estudiantes que allí acuden para recibir clases» (pág. 76). En cuanto a Estados Unidos, Grace Jarvis, profesora del Dickinson College (Pennsylvania) afirma que existen «miles de razones para estudiar una lengua extranjera y, sobre todo, para estudiar español en los EE.UU. Todos sabemos que el español es la segunda lengua en los ee.uu., que hay más de 25 millones de hispanoparlantes en nuestro país» («Problemática de la enseñanza del español en el extranjero: “Una respuesta-¡Haz una pregunta!”», pág. 85). Con estos datos no es de extrañar la urgencia con la que los docentes piden a los investigadores materiales más apropiados para sus necesidades.

    El tercer apartado de estas Actas (págs. 103-470), es el más extenso y el más variado por las cuestiones que se estudian. Aunque el título del congreso incide en la relación entre lengua y cultura, aparecen otros aspectos como la comunicación no verbal, expresión escrita, pronunciación, vocabulario, español coloquial, etc. Aquí podemos encontrar tanto breves apuntes teóricos como experiencias de clase que aportan soluciones metodológicas a la hora de afrontar bloques de enseñanza específicos, junto con métodos de integración en grupos. Mención previa merece el acierto de los editores al organizar las comunicaciones por materias (Fonética, Gramática, Informes, Actividades, El español en el mundo, Léxico y Fraseología, Metodología, Pragmática y Español coloquial) en un índice que antecede a las distintas participaciones ordenadas alfabéticamente, según los apellidos de los comunicantes. De este modo se hace posible una lectura seleccionada.

    En cuanto a los trabajos, cabe destacar, entre otros, el titulado «Hay que crear espacios culturales. Un experimento y una propuesta», de Carlos Rubio, donde se resume su «exitosa prueba» consistente en la interacción de alumnos extranjeros y población nativa de una pequeña localidad toledana, de manera que los estudiantes obtuvieron una experiencia directa de dos espacios culturales concretos, la plaza y el mercado libre, y un macro-espacio cultural, el espacio rural. Si la estructuración del curso lo permite, este recurso, ampliable incluso, nos parece de gran interés para el alumno, si bien sólo es posible en países hispanoparlantes. También es interesante la propuesta de Z. Fernández de Moya y J. González Ruiz, «Alcance e importancia del feedback en la enseñanza del español como lengua extranjera», que postula una constante opinión del alumno en la marcha del curso, bien de forma directa, bien mediante encuestas valorativas del profesor, material, incluso del propio alumno.

    Por otra parte, se observa un lento, pero creciente interés por las ventajas que los mass media y otras fuentes de comunicación por cable, como Internet, pueden ofrecer en la metodología del profesor, dado el carácter internacional de estos recursos. Así, el trabajo presentado por F. J. Rodríguez Campos, «¿Son nuestros alumnos sordos?», donde el comunicante aporta su experiencia al utilizar en clase, con materiales audiovisuales, el teletexto especial para sordos de TVE «como auxiliar en la comprensión auditiva y como un medio en el que nuestros alumnos practicarán a la vez las destrezas orales y escritas». En cuanto a las posibilidades que ofrece Internet, R. Sitman y D. Sitman, «El español y la Internet: diversidad cultural y lingüística en la aldea global», afirman que al contactar con el mundo del español digitalizado «pronto comprobamos que las posibilidades didácticas son enormes y el material, aparentemente inagotable». Periódicos, revistas, suplementos, agencias de noticias, etc. son un interesante escaparate para conectar con el español «vivo», de actualidad, en todas sus variantes geográficas.

    No podemos dejar de reseñar, por sus especiales connotaciones, la comunicación presentada por L. Volpi, «Isaac y Iacov. El idioma español como objetivo de paz», en la que la profesora israelí comenta su experiencia conflictiva con clases mixtas de hebreos y palestinos dentro de una sociedad dividida y cómo la cultura española, con el antecedente de la multirracial Toledo de la Edad Media, le ha posibilitado la integración de estas etnias enfrentadas.

    Entre las páginas 471 y 578 se encuentran las contribuciones a los seminarios del congreso, que proponen actividades de diversa índole, muy útiles para complementar la metodología de los profesores con nuevos recursos, de manera que sirvan como materiales subsidiarios del libro de texto del alumno. Aunque se deja entrever que la utilización de recursos audiovisuales, ejercicios de soporte informático, artículos y noticias de la prensa, etc. supone todavía un reto para los profesores, que se lamentan ante la carencia de dichos materiales o la dificultad que existe para insertarlos en clase ante la falta de medios.

    Las más de cincuenta colaboraciones recogidas en el volumen nos impiden analizar pormenorizadamente cada una, si bien, en conjunto, aportan una extensa bibliografía y una visión global de las preocupaciones actuales de los profesores de ELE: entre otras, la adquisición de una segunda lengua, la organización de los contenidos, el método más provechoso para el aprendizaje del vocabulario, la interacción en el aula como recurso para que los alumnos adquieran las destrezas necesarias para la comunicación, la motivación de los alumnos en un espacio tan ficticio como es el aula o, por último, la enseñanza de las formas verbales sin que el alumno advierta su carácter de ejercicio gramatical.

G. Gómez Simón

 

Javier de Santiago Guervós y Jesús Fernández González, Aprender español jugando, Huerga y Fierro, Madrid, 1997, 150 págs.

    Son muchos los trabajos que se han publicado en los últimos años referidos a la enseñanza del español como lengua extranjera, principalmente libros de texto para el alumno que tienen no sólo información para la enseñanza-aprendizaje de exponentes gramaticales, sino también una gran variedad de recursos léxicos o discursivos apoyados en una tipología de actividades cuidadosamente seleccionada que pretende abarcar, en el mejor de los casos, las cuatro destrezas, gramática y vocabulario. Con todo, suelen echarse de menos actividades de apoyo, de carácter menos formal y más lúdico, que ayuden a la distensión de la clase además de un aprendizaje más motivado. Aprender español jugando recoge casi un centenar de juegos y actividades que pretenden cubrir esta laguna lúdica que se aprecia en los manuales al uso.

    Si empezamos por el final, el libro recoge un apéndice donde el usuario puede escoger el tipo de actividad que pretende llevar a cabo en su clase, ya que allí se ordenan por la destreza que se practica, la estructura gramatical, el vocabulario, las expresiones, etc.

    El índice divide el libro en cuatro secciones perfectamente diferenciadas: 1. Letras y números; 2. Vocabulario; 3. Gramática y 4. Prácticas globales.

    Es un modo de distribuir las actividades de acuerdo con los elementos que están más intensamente presentes en cada una de ellas, lo cual no obsta para que, por ejemplo, en un juego de los incluidos en el capítulo de Vocabulario no puedan practicarse, aunque sea tangencialmente, algún tipo de estructura gramatical.

    Al principio de cada juego figura un pequeño cuadro informativo donde se recogen todos los detalles adecuados para llevarlo a la práctica con perfección: objetivo del juego en cuestión, destrezas que se practican, niveles a los que puede ir dirigido, material preciso en cada caso, agrupación de los estudiantes y organización de la actividad.

    Por lo que se refiere a los materiales, en la mayor parte de los casos el propio libro los aporta (dibujos, mapas, fichas, etc.), lo cual facilita mucho el trabajo y la puesta en práctica de la actividad.

    Quizá algún ejemplo de las múltiples actividades que se recogen en este libro pueda ilustrar mejor que la mera descripción cómo se organizan cada uno de los juegos:

    Un problema en la pizarra. objetivo: practicar expresiones condicionales y de consejo y obligación; destrezas: orales; nivel: intermedio y avanzado; material: ninguno; agrupación: individual; organización: un alumno se sienta de espaldas a la pizarra. El profesor escribe en la pizarra cualquier cosa que pueda resultar problemática para el alumno en cuestión (le van a suspender, se va a divorciar, etc.). Los demás estudiantes deben darle consejos hasta que adivine cuál es su problema. Deben usar expresiones del tipo: «yo que tú...»; «yo en tu lugar...»; «tienes que...»; «debes...»; «si...»; «te aconsejo que...», etc.

ALGUNAS IDEAS: Tu mujer / marido se quiere divorciar; es de noche y te has quedado sin gasolina en mitad de la carretera; te han despedido del trabajo; viene a comer tu suegra y no sabes cocinar; mañana te casas y se te ha manchado el vestido / el traje; tus padres se van de viaje y vuelven cuando estás haciendo una fiesta sin su permiso; estás en un restaurante y cuando vas a pagar no tienes dinero, etc.

    En otros casos, como en Escribe y dibuja, acompañan a la descripción del juego los materiales pertinentes. En este caso es un dibujo de una de las habitaciones de la casa en la que se encuentra algún personaje haciendo algo. El estudiante tiene que describir a su compañero dicho dibujo para que éste, a su vez, lo pinte sobre un papel, de manera que practique, en este caso, el vocabulario de los objetos de la casa, además de expresiones de localización para describir correctamente la ubicación de muebles, objetos, etc.

    En otros casos, como en La letra escondida, cuyo objetivo es la práctica fonética y el vocabulario, aparece también un dibujo sobre el que hay que descubrir la mayor cantidad de objetos posible que contengan el sonido [x]. Hay más de cuarenta. Gana quien más palabras encuentre.

    Creo que con estos ejemplos queda perfectamente explicada la línea metodológica que sigue la obra que estamos comentando.

    Teniendo en cuenta que la bibliografía con la que contamos hoy por hoy en español relacionada con el componente lúdico y aplicada a la enseñanza del español como lengua extranjera es escasísima —en comparación con otras lenguas como la inglesa, donde este aspecto está bien explotado— el libro es de una innegable oportunidad, y puede decirse, sin temor a equivocarse, de una enorme utilidad para su aplicación no sólo a la clase de español como lengua extranjera, sino también, haciendo las modificaciones pertinentes, a la enseñanza de segundas lenguas en general.

Mª V. Galloso Camacho

 

Cancionero de poesías varias. Manuscrito 1587 de la Biblioteca Real de Madrid (ed. de José J. Labrador Herraiz y Ralph A. DiFranco), Visor Libros, Madrid, 1994, 384 págs.

    Nuevos destellos de nuestra literatura del Siglo de Oro afloran con este Cancionero de poesías varias, rescatado de la Biblioteca Real de Madrid por los profesores J. J. Labrador y R. A. DiFranco, de las universidades de Cleveland y Denver respectivamente, y conocidos por la nutrida serie de cartapacios y cancioneros áureos que bajo su auspicio vienen viendo la luz. Muchos otros estudiosos se han acercado a este MP 1587 como fuente y apoyo a sus investigaciones acerca del Romancero o la lírica popular. Es el caso de R. Menéndez Pidal, M. Chevalier, A. L. F. Askins, R. Gabin, R. Goldberg, M. Frenk, incluso los mismos profesores J. J. Labrador y R. A. DiFranco en otras ocasiones; sin embargo, nunca importaron ni se atendieron los propios problemas que el códice planteaba en torno a fecha, autor, delimitaciones textuales, etc. Contamos ahora, pues, con la primera edición del manuscrito entendido como conjunto unitario.

    No es escasa su aportación si tenemos en cuenta, tal como afirma el prologuista, S. G. Armistead, que se trata de un cancionero de vital importancia para entender el proceso de formación de nuestro rico y perdurable Romancero. Dada la fecha que los editores proponen para la recopilación de este cancionero, 1588, el conjunto de cuarenta y ocho romances que contiene el códice nos ofrecería uno de los mejores testimonios de convivencia del romancero viejo con un romancero nuevo que irrumpe ya por esos años y que a pesar de añadir nuevos subtipos —romances de tema clásico, carolingios, pastoriles, ariostecos o moriscos— prorroga no sólo las fórmulas líricas y las sagas temáticas sino también la función «noticiera» de sus predecesores. Además, hay composiciones de este MP 1587 que se han incorporado a la tradición oral moderna, como son «Por el rastro de la sangre / que Durandarte dexaua» o «En la çiudad de Antequera / Jarifa cautiua estaua», presentes en la tradición lírica de los judíos sefardíes o los de Marruecos. Con estos argumentos Armistead insiste en «la importancia que un cancionero de este tipo puede tener para quien principalmente se ha dedicado al estudio del romancero viejo y tradicional, en función de sus congéneres en la moderna tradición oral pan-hispánica» (pág. XIII); y, a un tiempo, lo hace instrumento imprescindible para «cualquier estudio comparativo cabal» (pág. XX).

    Asimismo, y tal como han expuesto detalladamente los editores en el «Estudio preliminar», la obra servirá sin duda para resarcir a uno de los poetas que más tuvieron que ver con los intentos de renovación genérica en la literatura española de fines del XVI: Pedro de Padilla. Más concretamente: «La transformación del romancero y la vida de Pedro de Padilla se deslizaron por los mismos años» (pág. LIII); y destacan su habilidad en aquellas innovaciones polimétricas que, bajo el nombre de «ensaladas», combinaban sin prejuicios el octosílabo castellano para lo narrativo y el endecasílabo italiano para dar realce a las palabras de un personaje. Por otro lado, las composiciones originales y las numerosas susceptibles de atribución de este poeta jiennense asentado en Madrid comparten el espacio del manuscrito con otros tantos poemas de autores más o menos famosos hacia 1580: Hernando de Acuña, Cervantes, Gutierre de Cetina, Vicente Espinel, Francisco de Figueroa, Diego Hurtado de Mendoza, Pedro Laínez, Gabriel Lasso de la Vega, Pedro Liñán de Riaza, Gabriel López Maldonado, Lope de Vega, Fray Melchor de la Serna, Antonio Gómez de Eraso, Melchor de Horta... De este modo, cualquier acercamiento al poeta y su entorno pasa irremediablemente por el estudio de este códice.

    Los editores han mantenido para el manuscrito el título de Poesías varias que aparece en el tejuelo sobre la signatura 1587, y que la variedad de géneros presentes en la obra justifica. Son 296 poemas repartidos del siguiente modo: 48 romances; 32 octavas; 14 sonetos; 6 poemas en tercetos; y, el resto, coplas y glosas a diferentes composiciones como pies, letras, motes, canciones, etc. Del cómputo general se repiten 8 y no se han suplido los 13 que figurarían en los trece folios iniciales que se han perdido. Figuran, sin embargo, en el índice del manuscrito, por lo que todos —salvo tres, que se han atribuido a Padilla— han sido localizados y quedan perfectamente ubicados en la relación de fuentes que detalladamente los editores ofrecen en las págs. XLI-XLII. El criterio de no reproducirlos ha sido el de respetar la posibilidad de que se tratara de diferentes versiones a las conocidas. Al parecer, gran parte de los poemas son inéditos, aunque de algunos, como el de «La bella malmaridada» no podemos obviar su fama. Efectivamente, se aprecia un predominio de poemas que enmarcaríamos dentro de nuestra lírica popular. Como recogen los editores, el endecasílabo sucumbe ante el octosílabo castellano, que incluso lo absorbe en sus composiciones más genuinas, dando lugar a las ensaladas o poemas polimétricos a que hacíamos referencia. Esta distinción entre metro castellano e italianizante no nos sirve más que para concluir en esa simbiosis; pero la lectura de los textos nos hace ir más allá y nos permite descubrir tal hibridismo no sólo en el plano métrico al que lo limitan los editores, sino también en el temático, el genérico e incluso el técnico. Los elementos petrarquistas han pasado al ámbito cancioneril y no son pocas las características de nuestra lírica popular que siembran los poemas más cultos. Por otro lado, J. J. Labrador y R. A. DiFranco defienden la tesis de que el cancionero es un cartapacio. Pedro de Padilla habría encargado a un calígrafo escribir la recopilación de poemas de un grupo de amigos creado en torno a López de Hoyos, amén de otros que por famosos hubiera querido conservar (la hipótesis de amistad entre autores es atrayente pero, como en tantos otros casos similares, depende de un encuadre más o menos fantaseado de datos no documentales). Su propia naturaleza, pues, justifica en cierto modo que no aparezca como un texto ordenado. Hasta el fol. 43r se aprecia un cuidadoso esmero del amanuense e incluso una cierta intención de agrupar los sonetos de cada uno de los amigos antes referidos (trece de los catorce sonetos del manuscrito se encuentran en esta parte). Sin embargo, son los editores los que se han ocupado de la delimitación de los poemas a partir de aquí por presentarse ya con descuidos por parte del copista y por empezar a ser raros tanto los epígrafes como las separaciones. No obstante, sería interesante proponer hipótesis alternativas acerca del estado actual del manuscrito, con un orden que podría remitir a secciones previas ya organizadas y luego dislocadas, a las que dan pie series de romances o sonetos interrumpidas y retomadas más adelante (basten como ejemplo los romances dedicados al Cerco de Zamora o los sonetos a María).

    Como ocurre con gran número de los manuscritos de este tiempo, el códice aparece sin fecha. R. Menéndez Pidal propuso 1578 y, de una forma imprecisa, M. Chevalier lo ubicó a finales del siglo XVI, tal como parece indicar también la caligrafía (puede apreciarse en el conjunto de láminas adjuntas al final de la edición). Algunos de los poemas del MP 1587 son datables en tanto que remiten a hechos históricos o personajes conocidos; el último de estos textos es el núm. 219, «Letra hecha para el bautismo del Príncipe de Saboya». Se refiere al bautismo de Manuel Filiberto de Saboya, nieto de la reina Isabel de Valois, nacido el 13 de abril de 1588. Por otra parte, la copla pastoril núm. 38, «Si a mi Leonor / vieres en la fuente», cuenta con una versión en la Flor de varios romances publicada en Huesca por Pedro Moncayo en 1589. Estos dos argumentos sirven a J. J. Labrador y R. A. DiFranco para proponer como segura la fecha de mediados de 1588. Pero si tal y como ellos afirman, las versiones del poema 38 son muy diferentes, ¿por qué las de Padilla hubieron de copiarse antes? El poema 219 sólo nos da el último poema datable. Creemos que sería necesario un estudio codicológico más técnico y riguroso que incluyera entre otras cosas el análisis de las marcas de papel. La fecha aportada, pues, no pasaría de hipótesis por confirmar con argumentos de mayor peso.

    Como hemos venido refiriendo, el autor del códice, en opinión de los editores es, sin duda, Pedro de Padilla. Aunque su nombre no figure en ninguno de los folios, existen 20 composiciones de las cuales se ha demostrado que corresponden a este poeta tras la comparación con otras fuentes, como el MP 531. Por otro lado, la cantidad de textos inéditos y exclusivos de este cancionero —125 en total— llama tanto la atención, que a pesar de barajarse la posibilidad de que alguno de ellos fuera de otro autor por imitación —al igual que se atribuyeron a Figueroa o a Lope poemas que fueron de Padilla— y que existen 26 glosas exclusivas a «cabezas agenas» que no se atribuyen a Padilla, no cabe más que pensar que no sea otro su autor. Pero además de este análisis estadístico presentan los editores las huellas características de este poeta que fecundan todo el MP 1587. En primer lugar, tipos de composiciones peculiares en él como fueron los romances nuevos y los poemas polimétricos, ensaladas o canciones glosadas; bien es cierto que también cultivaron este género Lasso de la Vega, Juan de la Cueva, Pedro Liñán, Lope o Góngora, pero no ha de dudarse de la dedicación de Padilla a ellos. Ciertos poemas aparecen ya con «concepto y hechura prebarrocos» que no alcanzan a ser más que ciertos manierismos formales, aunque quizá no tan evidentes ni tan precursores como defienden los editores. Son también comunes las composiciones que presentan temas y motivos que podríamos considerar predominantes en Padilla: poemas de argumento morisco, pastoril o aldeano. En este sentido, Labrador y DiFranco lo hacen baluarte de ese cansancio del bucolismo ideal que da pie al protagonismo villanesco; en el caso de Padilla es curioso notar el intento incluso de reproducir el habla típica de los villanos (núm. 163, por ejemplo). Otro tema recurrente en Padilla, y en este cancionero, es el de la fascinación ante la mirada poderosa de la amante, de claro origen stilnovista y petrarquista, lo cual viene a confirmar la teoría de simbiosis que anteriormente apuntábamos para este período (véanse los poemas 22, 125, 126... entre otros muchos). Fue común también en este autor tratar el tema de andar a vueltas con la pobreza; en el MP 1587 aparece representado claramente por el poema 281. En este sentido los editores han recabado para Padilla la gloria de ser inmediato antecesor de Quevedo, pero no hay que obviar la tradición humanista que arropa todos estos tópicos. Por último hay una serie de poemas dedicados a la ninfa María que ya otros códices confirman ser de nuestro poeta (aunque así se nombraba también la amada de Gregorio Silvestre). Otra cuestión apoya sin duda este argumento de la exclusividad: se trata de las escasas atribuciones que aparecen en el manuscrito. En realidad son sólo dos: una a Eraso, explicada por la curiosidad que suponía el tener como autor a un censor; y otra a Vicente Espinel, no comentada, sin embargo. «Es curioso notar —afirman los editores— que sólo hay dos [atribuciones] en todo el códice, dos nada más, a pesar de la fama de algunas de las plumas incluidas, las que hubieran dado mayor realce a la colección» (pág. XXVIII). Pero tampoco apuntan nada hacia la identidad de «D. G» en el soneto núm. 65 «Soneto de D. G. A una dama que estaua mal enpleada», o de «D.» en el poema núm. 76 «Treçetos conpuestos por D.», que podrían considerarse también como atribuciones. En su labor reconstructiva, sin embargo, Labrador y DiFranco han ido asociando a cada poema conocido su autor. Así, además de los de Padilla, reconocen textos de Hernando de Acuña, Cervantes, Gutierre de Cetina, Espinel, Figueroa, Hurtado de Mendoza, Pedro Laínez, Gabriel Lasso de la Vega, Pedro Liñán de Riaza, Gabriel López Maldonado, Lope de Vega, Fray Melchor de la Serna, Antonio Gómez de Eraso, Melchor de Horta y dos más que olvidan reseñar en la relación del «Estudio preliminar», pero que parecen ser, siguiendo su texto, Diego de Zúñiga (poema núm. 74 [«Tercetos de Benisa a Menandro, de Diego de Zúñiga»]) y un tal Peña (núm. 138 «De los portugueses. Coplas [de Peña]»). Como escala final en este proceso para justificar la teoría de Padilla como autor del MP 1587, Labrador y DiFranco han recurrido acertadamente al cotejo con otras fuentes. La principal conclusión de su estudio es la de establecer la necesidad de analizar conjuntamente el MP 1587 y el MP 1579, Cartapacio de Pedro Hernández de Padilla. Se trata de un texto que también cuenta con gran número de poemas exclusivos y Chevalier lo dio como autógrafo de Padilla, pese a no haber podido ser demostrado el origen de ese otro primer apellido, «Hernández». Comparte con nuestro manuscrito versiones del poema 114, presente asimismo en el Romancero de Padilla (1583) y del núm. 133. Finalmente, los editores consideran verificada «la tesis de Chevalier en cuanto a la paternidad de MP 1579 y visto su relación con MP 1587, con MN 3924, con el Tesoro y con el Romancero en virtud de un mismo autor» (pág. IX). Otras valoraciones en torno a esta operación comparativa han sido las de constatar la amplia difusión que el romance cuenta en esos años dado que es el género más compartido o la de detectar mayor afinidad de versiones entre los cartapacios que entre los textos impresos. También se han detectado los numerosos poemas que comparte con el MP 531, Cartapacio de Morán de la Estrella. Para otras fuentes sólo se han relacionado los textos comunes: MN 3168, MN 3924, RC 623, Romancero historiado de Lucas Rodríguez (1582). Se han enumerado asimismo todos aquellos textos que coinciden con una sola fuente pero, al fin, sólo podríamos afirmar que los textos anónimos del MP 1587 son sólo atribuibles a Pedro de Padilla en tanto no se hallen pruebas más determinantes. En general, se echan en falta en este estudio comparativo reflexiones algo más sustanciales que los meros resultados estadísticos. No podríamos obviar, sin embargo, un complemento indiscutible a este tan sugerente «Estudio preliminar»: la serie de notas, bibliografía e índices que, al final de la edición, suman la labor de un intenso seguimiento de los textos: fuentes, comentarios y observaciones de otros investigadores, ediciones, etc.

    Es cierto que puede apreciarse cierta irregularidad en el método expositivo y el proceso de análisis de algunas de las cuestiones referidas u otras tratadas como son la del establecimiento de la identidad y la fecha de publicación de la primera obra de Pedro de Padilla (muy posiblemente el Tesoro de poesías varias, con fechación casi segura en 1580). No obstante, es indudable la importancia que un estudio como el propuesto adquiere en aras de una posible edición de las obras completas del poeta. Es corriente entre la crítica sobrevalorar aquello sobre lo que trabaja. En cierta medida también les sucede a los editores de este manuscrito: «Al menos, quien se dedique al estudio de la vida y obra de este poeta deberá tener muy en cuenta tanto este códice como el MP 1579. Igualmente, a Padilla y muy en especial a sus romances deberán acercarse, más de lo que se ha hecho hasta ahora, los estudiosos de la historia del Romancero y de su transformación, porque Padilla es nombre tan esencial para la poesía de 1580 como lo son Juan Bautista de Vivar, Barahona de Soto, Cervantes, Espinel, Figueroa, Góngora, Lasso de la Vega, Laínez, Liñán, Lope de Vega, Montalvo, Lucas Rodríguez y Silvestre, sólo por mencionar unos cuantos. Sin Padilla en el lugar que se merece, la historia queda dislocada e incompleta» (pág. XXXI). Flaco favor le hacemos a la historia, sin embargo, si efectuamos un corte cronológico como el expuesto que confunde el proceso de recepción tal como sin depurar se acoge en los materiales manuscritos con una valorativa histórica atenta (que en nada se parece a la construcción crítica que en su día denunciara A. Rodríguez Moñino). En realidad, el siglo XVI sólo albergó dos revoluciones poéticas: la de Garcilaso en su primera mitad y la de Góngora en la segunda, y en este caso por ser el auténtico creador del Romancero nuevo tal como ha demostrado A. Carreira en su anotación exhaustiva de cada romance gongorino. Haciendo alusión a nuestro manuscrito, los editores defienden que se diferencia de otros «por abundar en composiciones de un mismo autor cuya participación en el replanteamiento literario de esos años ha de tenerse en cuenta para enjuiciar debidamente los logros de otras celebridades, como Cervantes o Lope, que llevaron a la literatura a sus más altas cumbres» (pág. XXIV). No es posible negar la fama de nuestro poeta en los círculos literarios de su tiempo; se conoce su relación con Cervantes y Lope, es cierto, pero es demasiado afirmar, a nuestro entender, que sin la «revolución poética» de la que Padilla es protagonista no cabría «enjuiciarlos». En realidad los ejercicios relativamente renovadores de Pedro de Padilla apenas duraron quince años. En 1603 Pedro Espinosa escribía ya en el prólogo «Al lector» de sus Flores de poetas ilustres de España: «[...] si os contenta, le daremos al libro un padre compañero, y si no, me excusaréis de trabajo tan grande, como es, escalar el mundo con cartas y después de pagar el porte, hallar en la respuesta la glosa de Vide a Juana estar lavando, o algunas redondillas de las turquesas de Castillejo, o Montemayor (venerable reliquia de los soldados del tercio viejo) o cuando más algún soneto cargado de espaldas, y corto de vista, que no ve palmo de tierra, que éstos ya gozaron su tiempo: mas ahora los gentiles espíritus del nuestro (como parecerá en este libro) nos han sacado de las tinieblas de esta acreditada ignorancia». Era el camino abierto y libre al cultismo literario.

    Es Padilla un artista «menor». Pero no se entienda con el adjetivo una depreciación de su obra. En absoluto. Se trata de reorientar nuestra crítica hacia una nueva perspectiva de los menores que abarque su pluralidad y el auténtico valor de sus creaciones en tanto que alimentan el sedimento, intermedio feraz, sobre el que acabarán emergiendo nuestros áureos genios. En palabras del profesor J. Lara Garrido: «Revisar el concepto de “menor” en el ejercicio de una historia literaria integral, conlleva, en primer término, precisar el papel sustancial que cumple en el proceso de constitución, evolución y mantenimiento de los géneros» [Del Siglo de Oro (Métodos y relecciones), pág. 61]. Creemos que en esta línea, de hecho no ignorada por los editores aunque poco cultivada, es donde una relectura llevaría a teorías fértiles.

    Con Padilla ocurre que «su musa era más rápida que las prensas»; quedan pues muchos textos por aparecer y, sin duda, la edición de este MP 1587 y las conclusiones y orientaciones que presenta contribuyen al descubrimiento de la ingente materia poética de aquellos siglos gloriosos en nuestra literatura, tan necesitados hoy de buenos lectores capaces de disfrutar una grandeza que resulta de matizar sus dorados.

B. Molina

 

Dario Puccini, Una mujer en soledad (Sor Juana Inés de la Cruz, una excepción en la cultura y la literatura barroca), Anaya & Mario Muchnik, Madrid, 1996, 246 págs.

    El género biográfico, centrar todo un libro en un solo personaje, obliga al escritor a limitar su campo creativo. Esa limitación aumenta al tratarse de un personaje real, ya que el rigor histórico se impone ante el juego que puede dar la imaginación (los datos están ahí, son indiscutibles); si acaso, algún planteamiento de duda o una modesta opinión al respecto, pero nada más. Sin embargo, la complicación puede hacerse mayor para el escritor cuando, siendo hombre, decide enfrentarse a un personaje femenino.

    Pues bien, esto es lo que se propone Dario Puccini en esta obra. Y creo que justamente por aquella última dificultad —la de la diferencia de sexos— comienza aclarando al lector que «el libro no aspira a ser una monografía completa de la personalidad y la obra de la monja mexicana», sino que el objetivo es analizar las circunstancias que rodearon su vida y su actividad literaria. En este sentido, el autor no debe, sin embargo, caer en la modestia, ya que no puede ponerse en duda la profundidad de dicho análisis, fundamentado en una documentación que prueba con creces el conocimiento que posee, si no de la figura concreta de Sor Juana, sí del período histórico en que vivió.

    Por otra parte, sus conclusiones parten de las del eminente escritor Octavio Paz, pionero en el estudio de este personaje. Y esto, además de conferirle garantía de validez a su trabajo (ciertamente es elogiado por Octavio Paz en su obra Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe, e incluso es él quien introduce la traducción de dicha obra en italiano), le sirve como base sobre la que asentar su estudio, ya sea secundando o poniendo en tela de juicio los argumentos del insigne mexicano.

    Con la precaución que le caracteriza, advierte oportunamente que, para el lector y para él mismo como biógrafo, «la tentación suprema está en lo novelesco», en producir una fascinación tal que elimine la capacidad de discernir entre la veracidad que nos proporciona la historia y la inseguridad, el misterio, que viene de la ficción literaria.

    De la profusa documentación que utiliza extrae una serie de datos claves sobre la figura de Sor Juana; datos indiscutiblemente reales, pues es ella misma quien se encarga de evidenciarlo en sus textos autobiográficos: su «poderosa ansia de saber», ya desde la infancia, lo cual significaría para ella soportar «castigos y reprensiones» —como en una especie de «lucha por el conocimiento», entendido éste como transgresión de los cánones establecidos— y comprender que su condición de mujer iba a resultar un obstáculo para ese propósito; a esto se añadía su «genuino orgullo», casi narcisismo, no sólo respecto a su precoz y extraordinaria capacidad intelectual (cuando manifiesta que todos se admiraban de que un ingenio como el suyo fuese posible a tan temprana edad), sino también respecto a su personalidad y su don de trato con los demás, especialmente durante su estancia en el convento, donde confiesa sentirse a veces hasta «agobiada» por las demás monjas.

    Mucho más precavido se muestra Dario Puccini —razonablemente, pues la cuestión se presta a la ambigüedad— a la hora de extraer una conclusión definitiva respecto a los motivos que impulsaron el ingreso de Sor Juana en la vida religiosa. Por ello, sienta la premisa de que el tema continúa en la controversia; pero no evita concederse cierto derecho a opinar, aunque basando dicha opinión en las propias palabras de la monja: «[...] era lo menos desproporcionado y lo más decente que podía elegir en materia de la seguridad que deseaba de mi salvación». Así, ya desde el principio considera que en su decisión no debió influir exclusivamente su vocación religiosa, y lo justifica más bien como «un medio y cauto comportamiento según los matizados cánones de la época».

    Aun a pesar de no haberse propuesto un análisis de su situación y sus motivaciones más íntimas, se acerca a ello al calificar a Sor Juana como una persona, ante todo, sola, incomprendida por un mundo que no le pertenece, pero contra el cual se rebela sin dudarlo; asimismo, parece cierto que, tal y como piensa el autor, la vida en el convento era el único recurso del que disponía una mujer en aquella época para desarrollar sus inquietudes intelectuales.

    Para abordar la faceta científica de Sor Juana —en ocasiones en claro enfrentamiento con la religión— Dario Puccini se basa nuevamente en las valientes afirmaciones de la propia monja acerca de la libertad intelectual, que defiende como forma lícita de acceder a Dios y que reivindica en especial para las mujeres de su tiempo.

    Sin embargo, tal y como se proponía al principio del libro, no se deja tentar en este aspecto por la aureola de magnificencia que emana del personaje; ateniéndose a la realidad, observa en ella —por qué negarlo— cierto conservadurismo, y opina que su atrevimiento ideológico es indudable, pero que en la práctica no se separó demasiado del dogmatismo y la ortodoxia de su época (era lógico: no podía osar poner en duda la validez de aquellas instituciones que le permitían ejercer su actividad). Pero este hecho no merma en absoluto el indiscutible mérito de Sor Juana, teniendo en cuenta sobre todo las circunstancias adversas a las que tiene que enfrentarse para desarrollar su inquietud intelectual.

    La ambigüedad también envuelve lo que hay de verdad en los sentimientos amorosos de la monja y en su expresión poética. Aunque aquí, de nuevo, se deja arrastrar por los tópicos de su tiempo, llegando incluso a copiar versos enteros; no obstante, a pesar de este nada extraño recurso, la originalidad —propiciada sin duda por su particular situación personal— y el talento se imponen. Más aún, es precisamente «su supuesta “neutralidad” sexual» lo que la pone en disposición de interpretar el amor desde los más diversos e inusuales puntos de vista.

    No cabe duda de que la figura de Sor Juana Inés de la Cruz «se sale» de los cánones de la época. Así nos la presenta Dario Puccini, con el sentido de la realidad que le proporciona la abundancia de documentación que maneja; sin engrandecimientos gratuitos, pero sin dejar de reconocer el extraordinario mérito de la monja mexicana. No sólo por su capacidad intelectual sino también por el espíritu de lucha que desarrolla frente a unas circunstancias totalmente hostiles hasta conseguir defender sus ideales y sus propósitos; y si no lograr verse reconocida en un mundo literario dominado por los hombres, y dada la «marea» artística que venía de la metrópoli, sí al menos sentir la satisfacción «por su inédita postura de “distinta” e incómoda habitante de su espacio natural y de su época opresiva», siempre afrontando orgullosamente su papel aun a sabiendas de la dificultad de su «empresa».

M. González Casero

 

Ricardo Senabre, El retrato literario (Antología), Colegio de España (Col. «Patio de escuelas»), Salamanca, 1997, 183 págs.

    Definía Prisciano en el siglo VI, en sus Praeexercitamina —donde recogió y sistematizó el «retrato» como uno de los recursos compositivos del nivel semántico, junto a la «pragmatografía», «topografía» o «cronografía», como artificio retórico que ofrece la descripción dentro de la compleja arquitectura artística—, la figura de la descriptio como una oratio colligens et presentans oculis quod demonstrat, es decir, que desde muy pronto se entendió que el retrato, bien de personas u objetos, lugares o épocas, es el procedimiento lingüístico que nos permite hacer ver lo que no está presente y, en el caso de la literatura, los personajes, reales o literarios, ausentes.

    Ricardo Senabre, amplio conocedor de nuestra tradición literaria y autor de imprescindibles trabajos de investigación que parten desde Fray Luis de León y Gracián hasta Antonio Machado, Juan Ramón Jiménez y ese «universo creador» del veintisiete o su más reciente edición crítica de Martes de Carnaval, presenta ahora con este novedoso volumen una amplia antología de retratos literarios, un excelente corpus de textos, desde el siglo XIII hasta nuestros días, que permitirá tanto a los amantes de la literatura, en general, como a los profesionales y docentes la posibilidad de asistir a la evolución, a lo largo de ocho siglos, de las técnicas que componen el retrato y sus modalidades, ese terreno aún por explorar, tal y como queda reflejado en el prólogo. El retrato literario, que inaugura la colección «Patio de escuelas», viene a ser, pues, «una muestra variada de retratos literarios desde la Edad Media hasta hoy, con el fin de que el estudioso o el interesado por estas cuestiones disponga de un repertorio adecuado para examinar muy diversas modalidades que los creadores han tomado a lo largo de los siglos, [...] un instrumento útil en la enseñanza de un procedimiento retórico, y también de una evolución en los modos de la composición literaria».

    Divide el editor en tres partes su trabajo: en primer lugar, en una introducción acompañada de una ajustada bibliografía, sitúa y analiza sintéticamente la historia de nuestro artificio retórico desde la retórica clásica y medieval, aportando las claves para su comprensión; en segundo lugar, una antología de textos diversos recoge tanto la prosa como el verso de autores como el Arcipreste de Hita, el Marqués de Santillana, Juan del Enzina, Fernando de Rojas, Alonso de Ercilla, Miguel de Cervantes, Lope, Quevedo, Vicente Espinel, Zorrilla, Bécquer, Valera, Pío Baroja, Unamuno, Juan Goytisolo, etc.; y, por último, cierra la edición un apéndice práctico y valiosísimo sobre el valleinclaniano Tirano Banderas, que propone una interesante guía o modelo para el ejercicio del comentario de un retrato literario, lo cual es de gran utilidad para nuestras aulas y esa prueba de comprensión y madurez en la que nuestros alumnos deben combinar tantos y diversos saberes, y en la que puede y debe ser una herramienta más esta presente edición de Ricardo Senabre, herramienta esencial junto a los diversos instrumenta que se han de manejar en el ejercicio exegético.

    Ya Cicerón, en De invetione, señaló las pautas que debían orientar cualquier retrato que aspirara a ser completo: normalmente debe tener una parte física —siempre de acuerdo con el rígido y antiquísimo esquema descendente que divide el cuerpo en tres partes, tal y como recogía el Corpus Hippocraticum, es decir, la cabeza primero por ser el órgano más importante del cuerpo, tronco y extremidades— y otra moral: primero el nombre del personaje, después su modo de vida y costumbres, sus acciones, etc. Todo ello hacía necesario no olvidar tanto los rasgos físicos —cuya descripción recibe el nombre de «prosopografía»— como los de carácter psicológico —es decir, la descripción del «mundo interior» del personaje o «etopeya»—, pues lo ideal es la mezcla de ambas visiones, no siendo muy frecuentes los casos de prosopografía o etopeya puras. Ejemplos ilustres son las descripciones de las serranas del Libro de Buen Amor (pág. 41) o la descripción que de Melibea hace Calisto en La Celestina (pág. 52), etc. Por otra parte, Horacio recomendaba caracterizar a los personajes conocidos según sus rasgos arquetípicos, de acuerdo con la creencia, común a lo largo de los siglos, de que a ciertos rasgos físicos corresponden determinadas maneras de ser, caracteres personales que pueden leerse en las facciones de la cara y que los autores sólo deben tratar de subrayar, pues los lectores podrán deducirlos fácilmente. Recordemos los tipos de la tragedia clásica: Aquiles, colérico e impulsivo; Medea, terriblemente feroz; Orestes, un héroe romántico y triste, etc. Tal y como apunta el profesor Senabre, si, como definía el platonismo desde siglos, «el ser humano es una unidad formada por cuerpo y espíritu, parecía lógico pensar que ambos componentes de la persona son solidarios, y que entre uno y otro debía existir una correlación». Buenos ejemplos son el satírico retrato del Dómine Cabra quevediano (pág. 67), donde hay que recordar la mala fama de los pelirrojos en nuestra tradición, o la perfecta descripción que hace Benito Pérez Galdós de la mujer de León Roch (pág. 97); sin embargo, ya Cervantes, tan genial y radicalmente moderno en muchos aspectos de su obra, nos dejó un retrato ejemplar con la descripción de la bruja Cañizares en El coloquio de los perros (pág. 63), donde abandona el tópico orden descendente por una innovadora sucesión de impresiones.

    Las observaciones tanto de Cicerón como de Horacio, junto a las de otros tratadistas clásicos —Quintiliano en su Institutio oratoria, o la Rhetorica ad Herennium, etc.— constituyen la base sobre la cual se basarán las enseñanzas medievales a lo largo de le Moyen âge, hasta el Renacimiento y el Barroco, tal y como apuntaba Faral en su clásico libro de 1924. Los autores posteriores a los clásicos, como, por ejemplo, Matthieu de Vendôme en su Ars versificatoria alrededor del siglo XII, prolongaron ampliamente la línea de sus precursores aunque matizando, sobre todo, a Horacio y Quintiliano; de ahí que el retrato medieval responda a esquemas previos, arquetipos universalmente aceptados en la época, que se acompañaban de los exempla de autores latinos para, de este modo, cumplir más con la función del docere que con la del delectare clásico horaciano. Es por todo ello, de acuerdo con Senabre, por lo que «durante siglos, la libertad en la composición de los retratos literarios en lo que se refiere a la dispositio, a la ordenación de sus componentes, se ha visto mediatizada, con muy pocas excepciones, por la existencia de un canon retórico al que el escritor ha acabado supeditándose».

C. J. Duarte

 

José Luis Villacañas Berlanga, Narcisismo y objetividad. Un ensayo sobre Hölderlin, Madrid, Verbum, 1997, 223 páginas.

    La publicación de esta obra del profesor Villacañas representa un acontecimiento notable tanto desde el punto de vista de los estudios acerca del Idealismo alemán como también desde la perspectiva de los problemas filosóficos de nuestro tiempo. José Luis Villacañas, que comenzó su densa y ya muy importante dedicación filosófica con un estudio sobre la filosofía teórica de Kant y otras investigaciones, sobre todo en el marco del Idealismo (el Romanticismo y la quiebra de la razón ilustrada, Jacobi, Lessing y Schiller, etc.), ha ofrecido a finales de 1997 dos obras de pensamiento bien diferentes, pero ambas igualmente importantes: la ya mencionada Narcisismo y objetividad y una Historia de la Filosofía Contemporánea (Akal, Madrid), la cual, pese a su título historiográfico convencional constituye, sin embargo, un estudio que manteniendo los límites generales periodológicos que alcanzan desde Schopenhauer y el Positivismo hasta Gadamer y la Escuela de Frankfurt (e incluyendo autores como Barthes y Foucault), es decir, lo que cabe presentar históricamente como una filosofía contemporánea, ofrece la novedad de representar una sólida e interesante interpretación de los grandes problemas teóricos a partir de obras fundamentales y sin perder de vista la repercusión política que siempre existe. Villacañas se ha propuesto aquí, según se lee en la introducción, «un intento de seguir la propia experiencia del mundo contemporáneo en su desajuste» (pág. 12). Hay que decir al lector que ese intento se cumple y tiene lugar en el proceso de una intensa y penetrante hermenéutica nada parecida al común de los tratados o grandes manuales que habitualmente se difunden sobre todo en el mercado académico. Villacañas se plantea para esta época contemporánea la cuestión de lo «siniestro», presencia de lo «siniestro» que, freudianamente, venía producida por lo familiar mismo y debía permanecer oculta, pero que reaparece como fuerza amenazante que se reproduce cuando se pretende expulsarla. Ése es el «hilo conductor» del libro.

    Narcisismo y objetividad. Un ensayo sobre Hölderlin, libro que en buena medida prosigue el extenso estudio de 1995 dedicado a Lessing y Schiller con el título de Tragedia y Teodicea de la historia (Visor, Madrid) se propone también un gran momento del Idealismo a fin de replantear grandes cuestiones del pensamiento actual. Villacañas, que asume el Hölderlin de Heidegger como tributo que no es posible evitar históricamente, pero también para reducirlo a su parcialismo exegético, piensa que la cuestión no es Hiperión sino Empédocles. Según Villacañas, en la experiencia de Hölderlin se reitera la experiencia de fracaso de Schiller de forma condensada con un resultado de reflexión a la segunda potencia mediante una poesía y un pensar «más allá del permanente dispositivo masoquista del ideal trágico». Para él aquello que se destruye en Hölderlin es el arquetipo mesiánico del ideal, «la posibilidad de una divinidad personal que domine la tierra, ese logos racional omnipresente que forjó Grecia y que perturbó la interpretación del cristianismo como encarnación del héroe salvador. Pues Europa no debe imitar a Grecia como lo ha hecho hasta ahora: debe ser ella misma. El cristianismo debe desvincularse sutilmente de lo más propio de la cultura de Grecia, del héroe trágico. Con esta ruina de la imitación moderna de Grecia, con esta ruina de la interpretación heroico-griega del cristianismo, también se hunden las bases de la filosofía especulativa. De esa síntesis perversa deriva, para Hölderlin, una interpretación del mesías como omnipotente, que determina la subjetividad ansiosa de absoluto propia del idealismo. Cristo fue así visto como Zeus y nadie fue sensible ya para la hybris que ahí se encerraba» (pág. 16). El tema del ensayo sobre Hölderlin, ya lo advierte el autor al comienzo, es el sujeto, pero el sujeto tomado en el Idealismo siguiendo el camino mediante el cual intenta costosamente autolimitarse. Villacañas se presenta explícitamente desde la posición del lector (mejor diríamos, del filósofo) «no alemán» de Hölderlin; lo cual no quiere decir del lector español sino de la mirada periférica del mismo. Su propósito es, a fin de cuentas, obtener la inteligencia que poseen las épocas dominadas por la desilusión, pues «los signos de los milagros en el mundo son muchos», y el yo no es más que un instante del tiempo.

I. Arbillaga

Miguel de Unamuno, Epistolario americano (1890-1936) (ed., introd. y notas de L. Robles), Ediciones Universidad de Salamanca (Col. Biblioteca de Unamuno, 17), Salamanca, 1996, 579 págs.

    El Epistolario Americano de Miguel de Unamuno es el resultado de diez años de investigación de su editor, Laureano Robles. En él se publican, conocidas unas, inéditas otras, 375 cartas que Unamuno escribió a América desde el 18 de diciembre de 1890 hasta el último año de su vida (la carta final no está fechada, pero la anterior corresponde al 30 de junio de 1936), numeradas del 1 al 344 como consecuencia de la inclusión de nuevas cartas durante el proceso de impresión, las que así se señalan.

    Acompañan al corpus, ordenado cronológicamente, un índice de la numeración de las cartas que remite a su fecha y a la página en que se encuentran; una breve introducción que da cuenta de la elaboración de la obra y el contenido de las epístolas; una afanosa anotación a pie de página en la que se informa sobre diferentes menciones incluidas en cada carta (referentes a personas, ediciones, correspondencia con lo existente en la biblioteca personal del autor, etc.); una bibliografía sobre los estudios centrados en la relación entre Unamuno y América; un índice onomástico de corresponsales, y un listado de las obras que, coligiéndose de la lectura de las cartas, poseía Unamuno y hoy faltan de su biblioteca.

    Si el contenido de las cartas es diverso, el destino de las mismas les confiere unidad temática: América. Unamuno estuvo siempre interesado en todo lo relacionado con América, sobre todo entre 1890 y 1914 (a partir de esta fecha disminuye su atención, aunque no desaparece). «Cada día me interesa más lo americano», le dice a Rubén Darío (carta del 16-IX-1899), afirmación que repite a muchos corresponsales, a los que pide información de todo tipo sobre el continente americano. Lector frecuente de literatura hispanoamericana, la que ve necesitada de un carácter auctóctono, considera que de ella se tiene una idea equivocada: «Sigo con creciente atención el movimiento literario americano proyectando dedicarle un libro, porque la idea que de la literatura hipano-americana aquí se tiene es muy equivocada, para bien o para mal» (carta a Blanco Fombona, 3-VIII-1900). El interés que toma Unamuno por hacer llegar América a España es grande, expresándose en numerosas afirmaciones contenidas en sus cartas: «[...] cada vez me interesan más sus cosas y sus hombres, su historia y su literatura. Me he impuesto el deber de darlas a conocer aquí» (carta al general Cipriano de Castro, 1-IV-1903). Muchos serán los artículos que Unamuno publicó sobre literatura hispanoamericana, pero quedan incompletos sin la lectura de este epistolario, en el que seguimos tanto la génesis de muchos de ellos como la crítica de libros que de allí proceden. Pero si Unamuno casi se nos presenta como introductor de lo hispanoamericano, es también consciente del papel que allí ocupa: «En América soy acaso el español de más autoridad» (carta a Jiménez Ilundain, 16-I-1908). La información que el epistolario nos proporciona sobre estos asuntos es extensa, resultando insustituible su lectura para la comprensión de la relación entre Unamuno y América. Se incluyen además múltiples consideraciones: propuestas de soluciones políticas para Hispanoamérica, una nueva concepción de América por parte de España, escasos pero iluminadores comentarios sobre la pérdida de las colonias en 1898, etc.

    Fuera de lo concerniente a América, obtenemos abundantes datos sobre su vida y publicaciones, por las que en algunos momentos se encuentra obsesionado. Unamuno ocupaba principalmente su pensamiento en sus libros y artículos, lo que le llevará a lamentarse de su abundante trabajo como rector o anticipar sus contenidos en estas cartas (aportándoles así un inmenso valor), pero sin olvidar tampoco el dinero que le proporcionan, sobre lo que escribe en varias ocasiones. Además, la escritura de estas cartas le satisface, y no falta la ocasión en que nos recuerde que padece de «epistolomanía», aunque al final de su vida escriba «se me pasó la epistolomanía» (carta a Díez-Canedo, 10-VI-1936), lo que en mayor medida se debe a su falta de tiempo, como ya le ocurrió en diversas ocasiones a lo largo de los años: «[...] hoy el tráfago de cosas en que me meten y me meto me va apartando de ellas, y lo siento. Lo siento porque creo que es en esas cartas donde he vertido lo más y mejor de mi espíritu» (en otra carta a Blanco-Fombona, ésta del 2-IV-1901).

    Como resultado, tenemos un conjunto de escritos imprescindible para el estudioso de Unamuno, altamente esclarecedor en multitud de sentidos, de lo que quizás ya era consciente el propio Unamuno: «¡Y lo que son las miserias humanas, amigo Muñoz! Como quiera que se ha extendido mucho la costumbre de publicar a la muerte de los grandes hombres su correspondencia privada, para así, tomándolos de conejillos de Indias, estudiarlos mejor psicológicamente, son muchos los que, yendo para grandes hombres, en sus íntimos propósitos miran y remiran cuanto escriben a su novia o al amigo o al prestamista en previsión de que muertos ellos lo publiquen. Esta condenada literatura, al acentuar el egotismo ha hecho que nos convirtamos todos en teatro de nosotros mismos, y vivamos representando un papel. ¡Es tan difícil ser como se es, naturalmente, sin artificio!» (carta a Casimiro Muñoz, 1899).

O. Carrascosa Tinoco

 

André Breton, Nadja (ed. de J. Ignacio Velázquez Ezquerra), Cátedra, Madrid, 1997, 245 págs.

    Presenta el profesor Velázquez Ezquerra en este trabajo una excelente traducción anotada de la obra más simbólica e interesante del controvertido André Breton. Nadja es, sin duda, una de las obras de la literatura universal de principios del siglo XX menos leída en el ámbito hispánico. Esta excelente edición viene a suplir el importante vacío que existe aún con muchos textos finiseculares y de vanguardia. Velázquez Ezquerra proporciona a los estudios filológicos una importante herramienta para profundizar en ese oculto significado que el movimiento Surrealista construye, un movimiento sin el cual nuestra sensibilidad estética sería hoy muy distinta.

    Como es sabido, el Surrealismo recibe la influencia de tres grandes autores cuya huella sería imborrable no sólo para el modelo de escritura que propone esta vanguardia, sino también para su concepción general del arte. Me refiero a Rimbaud, ese enfant terrible de la literatura francesa, Lautréamont y, finalmente, Apollinaire, origen de la lírica moderna, cuya influencia, no obstante, resulta más superficial en el creador del movimiento de los sueños. Estos tres visionarios, junto a los que Louis Aragon consideraba «inalcanzables» —Mallarmé, Jarry, Sade, Baudelaire, Valéry, el poeta que cantó el Cementerio marino, de quien Breton, progresivamente, se apartaría a partir de la primera Guerra Mundial— y tantos otros que iniciaran, citando a Ortega y Gasset, el arte nuevo, esa sensibilidad nueva que, en el siglo XX, supondría la evolución estética más radical con respecto al anquilosamiento del arte precedente.

    En Rimbaud podemos encontrar el origen de las técnicas surrealistas a raíz de su famosa carta al profesor Izambard, la Carta del vidente. Su Je est un autre no es otra cosa que la concepción del poeta como vate moderno, como vidente. De este modo, explicaba Rimbaud esas fuerzas «extrañas» y exteriores a sí mismo que dominan toda su escritura. También Lautréamont, poco conocido en su época, había sido recuperado por Breton y sus compañeros de batalla. Un Lautréamont que refleja el malditismo a través de un lenguaje onírico nuevo y demoledor para sus contemporáneos. Lecturas todas éstas que, sin duda, influirían en la formación literaria de un joven Breton, como también la temporada que pasó durante la Primera Guerra Mundial en el hospital de Nantes y en el psiquiátrico de Saint-Dizière, donde empezaría a tomar contacto con el mundo de las enfermedades mentales, o la amistad con Jacques Vaché, quien influiría directamente en su personalidad. Vaché era, como el mismo André Breton dijo, el prototipo del inconformista, una mezcla de Lautréamont, Sade y Jarry: el tipo de rebelde que encarnaba el ideal de Nietzsche, cambiar la vida, característica ésta del activismo político que abanderó la vanguardia, en general, incluso antes de la década de los años 30, y por lo que se refiere a la vanguardia francesa, con ocasión de la Guerra del Rif en 1925.

    El año 1924, pues, será clave para la nueva vanguardia surrealista: la revista Littérature —fundada por Breton, Aragon y Soupault, creó las condiciones para que existiera un dadaísmo parisino— es reemplazada por La Révolution Surréaliste —más adelante, con el activismo político que se produce en estos años, La Révolution Surréaliste pasaría a llamarse Le Surréalisme au service de la Révolution—, siendo éste el año en que Breton escriba el Primer Manifiesto del Surrealismo, donde figuraba la célebre definición de la escritura automática y las pretensiones que el movimiento encarnaba, aquel «automatismo psíquico puro» que intenta expresar «el funcionamiento real del pensamiento».

    De este modo, como afirma Velázquez Ezquerra, el Surrealismo no nacía simplemente como un ismo más; aspiraba a convertirse en un programa de vida, un programa revolucionario de vida, mejor dicho. Jean Louis Houdebine ha señalado muy acertadamente el carácter ideológico que contiene el concepto «escritura automática», poniendo de manifiesto su estrecha relación con el discurso idealista que, en concreto, Hegel había ya desarrollado. De este modo, esta escritura significaría una recuperación de las facultades originales de los poderes del espíritu, como ya Rimbaud había reclamado para el artista en su dantesca bajada al abismo, Una temporada en el infierno, a la vez que una crítica visceral al sistema racionalista-positivista contra el que Nietzsche y otros pensadores habían encendido la llama nihilista del combate. Breton buscaba el irracionalismo frente al racionalismo —de ahí su primera etapa Dadá— pero, para él, la escritura era un medio para acceder al revolucionario mundo del inconsciente. Así, esta búsqueda se convertiría en un intento de construir un lenguaje nuevo que, transgrediendo una norma caduca para la nueva sociedad surgida de la modernidad, facilitaría, a su vez, la liberación del pensamiento. A partir de la consideración del Surrealismo como un tipo de vida, se produce, pues, la rebelión tan deseada por los llamados escritores malditos del período final del Romanticismo, una rebelión ante todo lo que se veía limitado por la razón, es decir, todos los aspectos de la vida cotidiana como, por ejemplo, pueden ser el amor o el mundo de los deseos.

    Sintetiza Velázquez Ezquerra las claves del Surrealismo en varios puntos: el mundo del inconsciente, el mundo del sueño y las técnicas para apropiarse de las imágenes puras —la escritura automática, la hipnosis o el soñar despierto, etc.—, la locura —un mervilleux quotidien, es decir, los hechos que ocurren en nuestra vida normal y que no atienden más que al azar, ese orden superior y ajeno a la lógica, un orden, pues, al que quieren acceder los surrealistas—, el humor —no hay que olvidar que el mismo Breton hizo una antología del humor negro—, el mundo del erotismo, el amor y la figura de la mujer, cuya función es la de unir la esfera de lo cotidiano y lo fantástico, etc.

    De esta manera y como se apunta en el pretexto de este libro, Nadja viene a ser la búsqueda de la identidad del propio autor a través del laberinto de objetos y acontecimientos que se nos presentan llenos de presagios y premoniciones. Una búsqueda que no viene a ser otra que la búsqueda de la verdadera identidad del poeta, búsqueda, en realidad, de ese Amor que abarca, como tema fundamental, toda su obra. «¿Encontraría a la Maga?» —también Nadja comienza con una interrogación—, la pregunta con la que Cortázar nos introduce en su laberíntico juego de la Rayuela, viene a ser igualmente una búsqueda. La Maga no es más que un personaje simbólico, eje de la novela, cuya función es casi la de un talismán para los personajes. Como apunta Andrés Amorós, la Maga y la literatura son en la novela los dos únicos caminos posibles, porque, para el autor, del mismo modo que el amor juega a inventarse, la solución será también inventar el mundo. Es decir, estamos en una búsqueda que desemboca en un encuentro: todos los personajes buscan algo, el amor y la existencia en sí, a través de una ciudad, París, que se va revelando mágica ante sus ojos. Cortázar expresaba, pues, la necesidad de cambiar la vida, la necesidad de que el hombre se reencontrase y la posibilidad que ofrece para todo ello el amor. La Maga viene a ser un personaje paralelo a nuestra Nadja —el sustantivo «nadedja» significa esperanza en ruso—. También ella es un talismán para Breton, un talismán que le permite acceder a ese otro plano, el plano mágico de lo «maravilloso cotidiano», una salvación para el poeta.

    Nadja es una peregrinatio donde el azar y los encuentros ocupan un lugar privilegiado, como recuerda Velázquez Ezquerra. También Anicet, en este sentido, un joven con pretensiones de gloria literaria, el personaje que Aragon creara, en 1920, con Anicet ou le panorame, roman, centrará su vida en torno a una mujer, Mirabelle, una misteriosa dama a la que una sociedad secreta rinde culto —las reminiscencias del amor cortés aparecen claras, en el texto y dentro del concepto mismo de amor o la imagen de la mujer que propone el Surrealismo— para vivir extrañas aventuras que irán descubriendo el mundo, toda una serie de aventuras iniciáticas con las que el autor nos introduce en una reflexión activa sobre la estética, centrada especialmente en las relaciones entre la herencia del pasado y la necesidad de renovación o ruptura con los distintos lenguajes artísticos, como Jiménez Millán ha observado. Tanto Breton como Aragon, brújulas del movimiento, construyeron un verdadero manifiesto estético de lo que el Surrealismo significaba en las revistas del movimiento y textos como Anicet o Nadja, en efecto, verdaderos manifiestos teóricos de la estética que el movimiento proponía, manifiestos llevados a la práctica literaria, como propone Velázquez Ezquerra.

    La metáfora que Aragon está planteando en torno a esa sociedad secreta y que encierra en sí mismo el símbolo de Mirabelle, es evidente símbolo femenino de nuevo, cuya etimología alude al motivo cortés y platónico de la mirada de Amor, símbolo base de la literatura provenzal, el Dolce Stil Nuovo o la literatura mística misma. El mismo autor explica en su «clave» a la novela que la verdadera naturaleza de Mirabelle es, esencialmente, un concepto; es decir, bajo los rasgos de Mirabelle late, pues, sólo una idea: la idea de la belleza moderna. También Breton, como Cortázar, hace de Nadja la exposición de una teoría estética de la belleza moderna desde principio a fin de la obra. En este sentido vienen a ser fundamentales las fotos y dibujos que acompañan la novela desde su primera edición: es el ataque —de acuerdo con el editor— que el Surrealismo hace al concepto de novela tradicional, un concepto forjado a partir del Realismo y el Naturalismo del siglo XIX. La fusión de las artes garantiza esa libertad que permite al autor ser ese receptor de lo maravilloso, esos «pararrayos celestes», según el Rubén Dario de los Cantos de vida y esperanza.

    El poeta es un mediador que escribe al dictado de lo maravilloso, que, en analogía, se encuentra en situación «disponible» para mantenerse a la espera como un operador de radio. También las personas y los objetos pueden cobrar la posibilidad de mediar entre lo cotidiano y esa dimensión cósmica, convirtiéndose, así, tanto unos como otros, en signos de esa otra realidad. Nadja no se convierte, por tanto, en un objeto amoroso para el autor, sino que simboliza esa búsqueda amorosa: es una esperanza que hará que el protagonista-autor se plantee su situación y su propia disponibilidad para el amor, como propone Velázquez Ezquerra en sus palabras al texto. No hay que olvidar, según demuestra la crítica en este punto, el carácter autobiográfico que la obra posee, ni tampoco el momento tan resbaladizo en el plano amoroso por el que pasaba el autor, ya que, entre los años 1928 y 1929, Breton se divorciaba de su primera esposa, viviendo durante todo un año con una «bella desconocida» a la que él mismo llamaba «la mujer X», quien motivaría el comienzo de Los vasos comunicantes. Del amor esperaban los surrealistas, pues, esa gran revelación, igual que si de una religión se tratase, convirtiéndose en la razón principal de la vida; así es también para Eluard o Aragon, aunque, como digo, siempre existe en el concepto surrealista de «amor» una duda entre el amor absoluto, electivo o único y, por otro lado, la atracción plural del deseo, que planteaban frente al racionalismo. «Una de las claves más importantes de Anicet ou le panorama, roman», en palabras de Jiménez Millán, «es el aprendizaje del mundo a través del amor, asociado a la liberación de las contingencias físicas y morales», es decir, el mensaje que Rimbaud proponía para cambiar la vida. El amor como liberación, tema que no debe olvidarse durante la lectura del texto. La mujer tiene un papel importantísimo, pues, para el movimiento surrealista, «piedra angular del mundo material» según Breton, porque el amor, gracias a la mujer, es, al mismo tiempo, amor por la poesía —la búsqueda de Mirabelle en Anicet o el panorama simboliza la aproximación a la poesía moderna en una identificación de escritura, amor y vida—.

    La belleza moderna se debe, en gran medida, a la imagen, la metáfora. De ella hablaba Guillermo de Torre con mucho acierto cuando afirmaba en su obra Literaturas europeas de vanguardia que «la metáfora es el protoplasma primordial, la substancia celular del nuevo organismo lírico». Pierre Reverdy, en su ensayo teórico «L’Image», que aparecía publicado durante «el alba del cubismo literario», en el año 1918, como artículo en la revista Nord-Sud, concedía a este elemento lírico toda la preponderancia que después asumirá en poesía. En España, por ejemplo, la metáfora será cultivada por aquella generación vanguardista que forma el Ultraísmo a principios de siglo y las palabras de Reverdy —«la imagen es una creación pura del espíritu. No puede nacer de una comparación sino del acercamiento de dos realidades más o menos distantes»— resuenan años más tarde en poéticas de los poetas del 27. Breton, en el manifiesto del año 1924, escribió también sobre la imagen a partir del ensayo de Reverdy. Para él, «estas palabras, un tanto sibilinas para los profanos, tenían gran fuerza reveladora», lo que me parece muy interesante para entender la teoría de la belleza y, por supuesto, la célebre frase que cierra la obra, como expone Velázquez Ezquerra.

    La lectura de la obra no es, en efecto, cómoda, ya que bajo la apariencia de simplicidad hay un entramado de claves que pueden desconcertar al lector ingenuo. Como dijo Beaujour en su análisis de la obra, Breton ha adoptado una «estrategia de lo discontinuo» y un aparente desorden en la redacción y concepción de su texto. La obra, de acuerdo con el editor, ofrece, pues, la impresión de no contener nada gratuito porque, en ella, se encierra todo lo necesario para comprender los procesos de reflexión no sólo del autor, sino, en conjunto también, de todas las formulaciones surrealistas. El tono del texto es poético; de ahí la ambigüedad resultante, la sorpresa y la tensión experimental.

    Breton quiere apartar Nadja de lo que han sido los parámetros tradicionales de la obra literaria. En este sentido las ilustraciones —también presentes en esta nueva edición española del texto bretoniano— evitan las descripciones que proporcionan al lector todo lo que necesita saber, a diferencia de lo que ocurría con el Realismo y el Naturalismo. Por otra parte, el tono, que dice adoptado de la observación médica, acerca más el texto a los estudios psiquiátricos. Según el autor, «subjetividad y objetividad disputan una serie de asaltos a lo largo de una vida humana, de los que casi siempre la primera resulta, rápidamente, muy mal parada», es decir, el hombre rechaza o quizá no presta atención a los fenómenos que ocurren en el plano subjetivo de nuestra vida debido a la lógica. Para los surrealistas, el plano subjetivo es una fuente de conocimiento que hay que investigar, creatividad que proporciona realidades artísticas muy interesantes para el nuevo poeta que surge de la vanguardia. En este mismo sentido, Breton comienza la obra con un enigma que condensa la totalidad de la obra: «¿Quién soy yo?» es, pues, la búsqueda de esa verdadera identidad, como apunta Velázquez Ezquerra. La intención no es otra para Breton que «la de contar los episodios más determinantes de mi vida tal y como puedo concebirla al margen de su estructura orgánica, es decir, en la medida en que depende de los azares». Breton se considera un «azorado testigo» de lo maravilloso. Es, pues, el mundo del inconsciente —clave del movimiento— una laguna que hay que completar o jerarquizar: el mundo de los sueños, todo un oráculo para los surrealistas, fuente de visiones inesperadas, artísticas y premoniciones. Esto es algo que Breton toma directamente de Rimbaud.

    También el tema ideológico queda planteado en la obra por medio de alusiones al marxismo que, en enero de 1927, abrazaron los surrealistas con su adhesión al Partido Comunista Francés. Para el poeta surrealista —no olvidemos el origen anarquista del grupo—, el trabajo es un modo más de alienación que no permite encontrar al individuo su propio «yo»: no olvidemos que la obra se iniciaba con la interrogación «¿Quién soy yo?» y la idea de Nadja respecto al trabajo es clara también, esclavitud.

    El encuentro con Nadja da lugar, en efecto, al mundo de la locura y el erotismo, un mundo que para los surrealistas es el del inconsciente. De ahí las críticas a «la atmósfera de los manicomios». El rechazo del Surrealismo al conjunto de la sociedad es evidente pero sus críticas llegan más lejos, pues, en opinión de Breton, todos los internamientos son arbitrarios: «Continúo sin comprender por qué podría privarse de libertad a un ser humano. Encerraron a Sade; encerraron a Nietzsche; encerraron a Baudelaire. Esa técnica que consiste en venir a sorprenderos de noche, en colocaros la camisa de fuerza o dominaros por cualquier otro método, equivale a la de la policía que consiste en deslizar un revólver en vuestro bolsillo. Yo sé que si estuviera loco, tras llevar internado algunos días, aprovecharía alguna mejoría de mi delirio para asesinar a sangre fría al primero que se pusiera a mi alcance, el médico a poder ser». De este modo, para los surrealistas, en los manicomios se atenta, pues, contra la libertad del individuo, como recuerda Velázquez Ezquerra, y, en el caso concreto de Nadja, su descenso, su caída, supondrá una bajada irreversible, pues para ella, la emancipación humana, entendida desde el punto de vista revolucionario más elemental, es lo único para lo que están hechos los hombres.

    Hay que recordar que las premoniciones son una constante desde el inicio de la obra pero quizá haya sido en la segunda parte de la obra, a partir del encuentro del poeta con la protagonista, cuando cobren un valor aún más intenso y simbólico, dentro del ámbito de la maravilla. Un encuentro que estará marcado por el misterio de unos ojos femeninos, los ojos de Nadja. Nadja es, en efecto, un ser que vive en estado puro, en palabras de Velázquez Ezquerra. Ella, es para Breton, la respuesta a la pregunta inicial: «Yo soy el alma errante». Para Breton, después de conocer a Nadja, «es posible que la vida exija ser descifrada como un criptograma», como él mismo explica en el texto.

    Acierta Velázquez Ezquerra al afirmar que, para André Breton, la belleza no debe ser ni estática ni dinámica: la belleza debe componerse de espasmos y no estar encerrada en un «sueño de piedra»; es —Breton lo explica con una metáfora maravillosa—, «el corazón humano, hermoso como un sismógrafo». Esta definición de la belleza llevó al poeta a usar un recorte de periódico, la desconcertante noticia final de la obra. Se trata de una noticia auténtica, la primera página de Le Journal del 27 de diciembre del año 1927, la cual daba testimonio del despegue del hidroavión Dawn hacia su travesía trasatlántica hasta Terranova, adonde nunca llegaría. Los periódicos se interesaron por la hipótesis del posible accidente y Breton, como apunta la mayoría de la crítica —en el mismo «mensaje con retraso» insistiría el autor en esta idea—, encontró en todo esto un relato metaforizado de su propia experiencia, donde él mismo habría sido ese «receptor» que captara un «mensaje», mensaje indefinido, vital y trascendente, lanzado por Nadja —siempre difícil de interpretar—, que se pierde en las interferencias y la falta de conexión entre los protagonistas.

    Estamos, pues, ante una valiosa edición de uno de los textos más esenciales e interesantes para conocer a fondo el movimiento estético quizá más importante de todo el siglo XX, el movimiento de los sueños. Una edición donde el profesor Velázquez Ezquerra profundiza y explica perfectamente todas las cuestiones que plantea la novela, cuestiones que lanza Breton a todos los lectores a través de su fantástico —y fatal para Nadja— encuentro con la maravilla, como Cortázar o Aragon con el personaje de la Maga o Anicet y Mirabelle.

C. J. Duarte

Antonio Domínguez Rey, La llamada exótica. El pensamiento de Emmanuel Lévinas. Eros, Gnosis, Poiesis, Trotta, Madrid, 1997, 421 págs.

    Si Lévinas cabe decir que se encuentra entre los filósofos importantes del pensamiento contemporáneo posterior a Husserl y Heidegger, los cuales, junto a Rosenzweig, son sus maestros inmediatos, es preciso reconocer que la densa investigación de Domínguez Rey excede con mucho los límites de la monografía de autor, pues constituye por sí una reflexión filosófico-poética autónoma y, por lo demás, muy atenta a la historia del pensamiento y en términos nada comunes.

    Convendrá recordar aquí El signo poético (Playor, Madrid), por cuanto que La llamada exótica. El pensamiento de Emmanuel Lévinas ofrece ahora, transcurridos diez años, una importante investigación que amplía notablemente y da cuerpo especulativo a aquél, obra de mayor sesgo semiótico, pero ambas ancladas «originalmente» en una línea reflexiva tanto lingüística como poetológica y filosófica (de Platón a Maritain, de Aristóteles a Santayana y Heidegger). Ya en el prólogo de El signo poético decía Domínguez Rey que dicho signo «expone el carácter insuficiente de la lingüística respecto de la práctica poética» (pág. 13). Es imprescindible, pues, una filosofía de la poética.

    Repecto de Lévinas es necesario precisar su origen lituano y hebraico; asimismo, que la literatura rusa, especialmente Dostoievsky, fue importante en su adolescencia; que su formación filosófica en constante diálogo con Platón, tuvo lugar en París y en Alemania, donde fue alumno de Heidegger, pero que tras la guerra abandonó país y maestro para retornar definitivamente a Francia. Lévinas es, pues, un pensador de la diáspora y fronterizo entre Oriente y Occidente. Tal vez por ello sus obras también poseen una disposición difícil, entrecruzada, oscilante a veces entre la compilación y las ideas que se refunden, anclada en una palabra clave —como sintetiza Domínguez Rey— «equívoco», pues cuando parece que hemos entendido su idea, incluso su última huella, la reflexión nos conduce a retornar a lo que se suponía delimitado y abre nuevas comprensiones. Todo esto resulta, evidentemente, un problema, pero también un proceso de camino fértil. La perspectiva fronteriza del pensamiento de Lévinas parece definir una búsqueda del enclave, siempre borroso, del Logos y la Torá, la razón y la palabra. A partir de ello se elabora un nuevo lenguaje filosófico. Ya desde Platón la figura clásica de Eros posee dimensiones de actualidad creadora, en cuanto fractura y, a un tiempo, sutura verbal del ser. Es para los griegos una fuerza genuina capaz de elevarnos e instituir un giro semántico y tensional de palabras y conceptos desde el instinto hasta el valor moral que, desde él, con argumento socrático, descubren las ideas, según piensa Domínguez Rey. Eros brilla para los hebreos, ante todo, como paternidad y filiación, pues representa la fractura del ser unido y su múltiple transitividad en la tribu y en el pueblo. Eros es la figura del rostro del lenguaje, la llamada que anuncia a Otro, Otro más allá de sí mismo, la Frase por excelencia. Nace así, a su vez, una nueva consideración crítica, literaria y lingüística, en la cual la función fática del lenguaje es básica, pues hace ver una conexión intersubjetiva. Según dice Domínguez Rey, se trata de un «tacto» radical del hombre con el mundo y los demás hombres en un «cara a cara» permanente; y cuando hablamos aparece siempre la figura de un rostro nunca del todo definido. Se instaura así una semiosis hermenéutica o «concitación» de infinito horizonte. La objetividad de la obra consiste más en el afecto que reclamamos del otro que en las razones que intercambiamos mutuamente. La Razón occidental, arguye Lévinas, posee dentro de sí una gran dosis de violencia; en su opinión las grandes guerras europeas son consecuencia de una interioridad totalizadora que inventa en cada época los equívocos económicos necesarios para reducir la voluntad ajena a la propia, el otro al yo: este principio económico de reducción alterativa también lo reflejan las estructuras del lenguaje común.

    El pensamiento de Lévinas constituye un verdadero reto al orden pseudohumanístico de la hipocresía científica occidental. El autor de Entre nosotros (1991, vers. esp., Pre-Textos, Valencia, 1993) o de Dios, la muerte y el tiempo (1993, vers. esp., Cátedra, Madrid, 1994) y de las conferencias póstumas reunidas en Nouvelles Lectures Talmudiques (1996), cabe decir que crea una nueva hermenéutica, esto es, una semántica paralela a los conceptos filosóficos que elabora. El arte, la poesía y el Eros o logos erótico originan mediante su proyección una visión rítmica y verbal de la conciencia: La llamada exótica que subtiende y posibilita cualquier conocimiento de la realidad, incluso el llamado científico. De ahí un nuevo léxico filosófico que se hace paralelo al tradicional: rostro, traza o huella, alteridad en oposición a subjetividad y objetividad, otro por objeto, asimetría por proporcionalidad analógica, etc.

    A juicio de Domínguez Rey, las teorías cognoscitivas de Suárez y Amor Ruibal, junto al Husserl de las Ideen II y Heidegger permiten cuestionar la crítica de Lévinas respecto de todo conocer idealizante, pues hay conceptos que responden a una fecundación sensible y germinal sin reducciones excluyentes, sino orientadas a desembozar lo oculto, incluida la nada, tal es el caso de Suárez.

    Aquí incardina Domínguez Rey la diferenciación y exposición de lo Mismo a lo Otro, aún embozado, como propone la metafísica del heterónimo machadiano por boca de Abel Martín, y no una reconducción del noúmeno a lo Mismo del fenómeno, según pretendería una fenomenología reductiva. Para el autor, este espacio gnoseológico, que determina una objetivación rítmica del fondo radical de la existencia, es lo que él denomina una «ontopoética».

    El estudio monográfico de la obra de Lévinas realizado en La llamada exótica no es sólo eso, sino mucho más, puesto que incumbe, a partir del pensamiento de este autor, al conjunto decisivo de los problemas de la poesía o de lo poético. Ésta es en realidad la mayor contribución de Domínguez Rey, magníficamente representada sobre todo en el último y séptimo capítulo del libro, titulado «Conclusiones».

I. Arbillaga

Günter Grass, Discurso de la pérdida, Presencia Gitana, Madrid, 1994, 118 págs.

    Este librito es el número 1 de la Colección Lav Patsiqore (Palabras de bolsillo) de la «Biblioteca de temas gitanos», la cual forma parte de la editorial Presencia Gitana. Se trata de un Discurso que constituye la versión española del Redem vom Verlust, alocución pronunciada por Grass el 18 de noviembre de 1992 en los Kammmersiele de Munich, dentro del marco de la serie de conferencias Palabras sobre Alemania organizada por el grupo editorial Bertelsmann.

    El Discurso de la pérdida tiene un subtítulo bastante elocuente: «Sobre el declinar de la cultura política en la Alemania unida». Grass lo concibió después del verano de 1991, tras la reunificación alemana, distanciado de lo que él mismo denomina su «patria difícil» en la isla danesa de Møn. Grass no es sólo un gran novelista, también es un fino ensayista y un buen militante político. Él mismo inicia el análisis de la pérdida recordando su propuesta sobre la reunificación alemana efectuada el 18 de diciembre de 1989 en el Congreso del SPD, celebrado en Berlín, consistente en una «equitativa y amplia distribución de las cargas, que debía empezarse de inmediato y sin más condiciones previas», propuesta ya sostenida en otro discurso suyo: Reparto equitativo de las cargas entre los alemanes. Recuerda Grass el bello argumento de Willy Brandt («ahora crecerá junto lo que junto ha de estar») y sus «Nuevas respuestas a la cuestión alemana», formuladas en el Congreso de Tutzing un año después, concretamente el 2 de febrero de 1990: «Quien en la actualidad medite sobre Alemania y busque respuestas al problema alemán tiene que pensar también en Auschwitz». Hoy, en nuestra Revista de Filología, Analecta Malacitana, quiero traer a sus páginas la figura de este excepcional novelista, no para analizar una de sus grandes historias de ficción sino para poner de manifiesto algunos componentes de su pensamiento, en particular, su denuncia del antisemitismo y su posición de vigía alerta contra la clasificación del Gitano como elemento asocial en la Alemania actual. Un problema, creo yo, cada vez más extendido en Occidente por cuanto los nacionalismos modernos de algunos pueblos actuales de Europa, como el que originó las dos grandes guerras, se nutren, aunque sea en una escala cuantitativamente menor, de principios genuinamente fascistas, por más que grandes masas se manifiesten tras sus líderes políticos. Günter Grass aprovecha extraordinariamente la ocasión —como a mí también me gustaría aprovechar esta página— para reflexionar, desde su retiro danés, sobre «cómo esta tierra —su tierra alemana— se me ha extraviado», de lo que «le falta y lo que echa de menos» tras la reunificación.

    ¿Por qué Discurso de la pérdida? Aquello comenzó con la pérdida de la patria —Grass juega con la imagen del Tercer Reich cuando pierde en la guerra la ciudad de Danzing, ciudad en la que Grass nació en 1927 y que pertenece hoy a la República de Polonia con el nombre de Gdansk—, pérdida cuya culpa sólo se puede achacar a Alemania en una guerra criminalmente conducida por sus líderes y que provocó el genocidio de Judíos y Gitanos, millones de prisioneros, trabajadores forzosos, crueles eutanasias y el inmenso sufrimiento de toda una serie de pueblos vecinos, ¡y con cuánto amor rememora Grass el sufrimiento del pueblo polaco! Todo esto, dirá, «nos condujo a la pérdida de la patria». Refiere entonces cómo la mayoría de sus libros —recordemos la famosa trilogía de Danzing: El tambor de hojalata, Gato y ratón, Años de perro— evoca la desaparición de su ciudad de nacimiento alemana, la destrucción de sus alrededores llanos y las colinas que la rodeaban, la pérdida del Báltico que la golpeaba con sus fatigadas olas, etcétera. Y perder la patria no es sólo perder la tierra, es también perder valores con los que fuimos creciendo conforme nos hicimos mayores, esto es, perder el sedentarismo, perder la pluralidad de la opinión pública, pérdidas que llevan a Grass a formular toda una serie de horribles preguntas: «¿Qué habéis hecho con mi país? ¿Cómo ha sido posible esta mamarrachada a la que llamáis unidad? ¿Qué antojo de beodos ha inducido a los ciudadanos electores a encomendar esta difícil tarea, necesitada de alguien capaz de darle forma política, a un amañador de balances y a un defraudador fiscal? ¿Cómo ha podido ocurrir que se haya dejado mano libre a los Bangemann, los Haussmann, los Möllemann y, por tanto, a la corrupción? ¿Qué artera dirección de escena ha arrojado al país, en desacuerdo consigo mismo, como tema de cada noche, al farfulleo incomprensible de los debates televisivos? ¿Qué embotamiento de los sentidos nos ha inducido a calcular el aumento de dieciséis millones de alemanes al estilo de las cuentas del tendero, a echar sobre la iniquidad del socialismo real, la albarda propia de la iniquidad capitalista? ¿Qué nos pasa a los alemanes que no somos capaces —no ya para con los extranjeros, sino incluso para con lo nuestro— de obrar con humanidad? ¿Cuál es nuestra carencia?». Todas estas preguntas tienen respuestas dubitativas: «Quizá nos hacen falta aquellos a los que tememos porque son extraños y de extraño aspecto. Tenemos escasez de aquellos a los que, por miedo, recibimos con odio, y el odio se torna violencia, que ha llegado a hacerse cotidiana. Quizá necesitemos en especial a aquellos que en la escala de valores decrecientes ocupan el último lugar: los Romé y los Sinté, a los que solemos llamar Gitanos. Ellos no tienen a nadie a su lado. Ningún diputado defiende con constancia su causa, es decir, su desamparo, ni en el Parlamento Europeo ni en el Bundestag [...] ¿Y ello por qué? Porque son distintos. Todavía peor: son distintos entre los distintos. Porque roban, porque andan por ahí de un lado para otro, gitaneando, tienen la mirada torva, y encima tienen esa extraña belleza que hace que parezcan feos. Porque, con su mera existencia, ponen en tela de juicio nuestro sistema de valores. Porque sirven muy bien para escribir sobre ellos libretos de óperas y operetas, pero realmente —aunque suene atroz y nos traiga a la memoria atrocidades— son asociales, degenerados, indignos».

    Grass recuerda a continuación la muerte de Böll, aquel narrador que a la gente de mi generación apasionó en nuestra juventud, uno de aquellos por los que perdíamos tantas de nuestras clases universitarias para sacar tiempo y poder leer Las opiniones de un payaso o Sin nada que contar a nuestros hijos. Cuando murió Böll, camino del cementerio, abría la comitiva una orquesta gitana. Sólo hoy entiendo, dirá Grass, lo que Heinrich Böll, sin decirlo, quiso seguramente expresar: «Dejadlos que vengan y se queden, si es que quieren quedarse. Nos hacen falta». Dejad, reclamaba Grass, «que medio millón o más de Romé y Sinté vivan entre nosotros, los alemanes. Los necesitamos, los necesitamos en extremo».

    También nosotros, los españoles, necesitamos de alguna gente que cruza los mares huyendo del Sur, necesitamos incorporar entre nosotros los Romé y los Sinté, pero sobre todo necesitamos asimilar una enseñanza ejemplar que late tras el Discurso de Grass y sobre la que deberíamos reflexionar profundamente en España: detrás de cada reivindicación nacionalista, en la que el ser de un grupo —y podríamos hablar de lo alemán como de lo español, de lo serbio como de lo croata, de lo catalán como de lo vasco— trate de disociarse o de imponerse sobre otros grupos o pueblos de cualquier manera posible (la violencia o la paz no resta cualidad al autoafirmarse de la disociación o de la imposición) con el objetivo de marcar diferencias (autoafirmarse para diferenciarnos en paz o en guerra) siempre se encuentra Auswitsch; detrás de cada reivindicación de Estado, detrás de cada país, detrás de cada una de esas pacíficas y neutrales reivindicaciones nacionalistas, detrás de toda exclusión de nómadas y detrás de los líderes que a golpe de pecho, persignaciones y sermones eclesiásticos proclaman, como auténticos Führer del nuevo siglo, reivindicaciones diferenciales, se agolpan siempre masas a las que se intenta contagiar de un alarmante fascismo y dispuestas a corroborar que no sólo perdimos una ni dos veces, sino que el Discurso de la pérdida es una constante en la cultura humana. El Estado o lo que ciertas oligarquías de poder llaman Nación es, como dijo Schiller, una forma canónica de unificación de muchedumbre de sujetos [1]. Y por eso, como recordó Hölderlin, «siempre que el hombre ha querido hacer del Estado su cielo, lo ha convertido en su infierno» [2]. Así que, al hilo del extraordinario Discurso de Grass, sólo se me ocurre pensar que el cadáver de nuestro mundo, representado en una de esas preciosas alegorías barrocas, tendría que ir precedido siempre de una orquesta gitana. Habría menos pérdidas, menos reivindicaciones de identidad, menos grupos humanos arrinconados y aires más puros de libertad.

NOTAS

[1] F. Schiller, «Cartas sobre la educación estética del hombre», en Escritos sobre estética, Tecnos, Madrid, 1991, pág. 106.

[2] F. Hölderlin, Hiperión, Hiperión, Madrid, 1986, pág. 54.

M. Crespillo

 

José María Merino, Las crónicas mestizas, Alfaguara Bolsillo, Madrid, 1997, 444 págs.

    El título que se propone, Las crónicas mestizas, comprende tres textos dignos de la mejor tradición de la novela de aventuras —El oro de los sueños, La tierra del tiempo perdido y Las lágrimas del sol—. A ellas su autor, José María Merino, les ha ido dando forma a partir de unos viejos y un tanto ajados manuscritos del siglo XVI, cuyo singular periplo puede conocer el curioso lector en la nota del novelista que sirve de epílogo a la trilogía.

    Las crónicas mestizas se insertan en la línea del relato autobiográfico, narrado en primera persona por Miguel Villacé Yólotl, hijo de uno de los compañeros de Hernán Cortés y de una india mejicana. El héroe, un joven que pertenece por nacimiento a dos mundos contradictorios, se mueve en un ámbito espacial desconocido y misterioso, en medio de tesoros ocultos y vicisitudes azarosas en las que la propia vida corre peligro. Un relato de aventuras, pues, que entronca con la esencia del libro de viajes, géneros de los que carece ostensiblemente nuestra narrativa española contemporánea. Como para Baroja o Cela en sus libros de aventuras, José María Merino intuye en la realidad un trampolín para la fantasía; y es así como se desarrolla este novelar las aventuras de un joven mestizo.

    Paralelamente, Las crónicas mestizas entroncan con una línea bien definida de la literatura española, desde la picaresca hasta las más cercanas creaciones delibeanas, el relato de aprendizaje. Un inocente niño descubre poco a poco los misterios de la vida: el cambio desconcertante de niño a soldado descubridor, el amor casi filial hacia las gemelas indígenas, la hermandad con Lucía, piratas en las costas del Yucatán o las luces y sombras del Imperio Inca...

    Con la evidente diferencia de que Miguel tiene como padre a un valeroso descubridor español y, en consecuencia, su ascenso en la escala social está predeterminado.

    Las crónicas mestizas reintegran la tradición de la novela histórica: la búsqueda del reino del oro, latente en la primera sección de la trilogía, se hace eco de ese incipiente mercantilismo que recorría el Imperio de Su Magestad Felipe II, al que con frecuencia se alude en el decurso narrativo. Por otro lado, el febril deseo de evangelizar se dibuja en su doble vertiente, vorágine sangrienta, persecutoria, y contemplación o trabajos casi ascéticos en las haciendas eclesiásticas. La reelaboración imaginaria y mítica consigue así contribuir al mejor conocimiento de una etapa histórica extremadamente compleja, a la par que desconocida para la mayoría de los lectores al uso.

    Pero también son páginas que llegan a albergar el más puro indicio de moderna teoría literaria. El bíblico «Tu fe te salvará» se traslada al plano de la propia escritura cronística: por el relato de las crónicas Miguel y su padrino se salvan de morir a manos de un famoso pirata, apodado por los españoles «El Pulido». E incluso hay lugar para que Miguel y el citado pirata francés pongan sobre la mesa la naturaleza del hecho literario: «Miguel —continuó el capitán—, no hay escritura inocente. La más verdadera relación de sucesos lleva en sí el partido del escribano [...] una vez escritas, las historias pierden los límites que sus autores han creído poner en ellas y adquieren sólo los que los lectores quieren admitir y reconocer».

    Junto a la crónica fluye el relato epistolar, género que concluye la segunda de las novelas, y fragmento que José María Merino reconoce no haber novelado, sino creado una vez que se había impregnado de la dicción del mestizo Miguel.

    Es la carta que el héroe escribe a su madre, relatándole las aventuras que se han sucedido a lo largo de La tierra del tiempo perdido. Equiparándose al tono elevado de unas Heroidas, el relato viene a desembocar en un canto de amor a la tolerancia, personalizada en el devenir aventurero de Miguel el mestizo.

    Como toda novela de aventuras que se precie de serlo, lo inesperado acecha en cada episodio: el padre de Miguel se da por muerto desde el inicio de la narración, para aparecer algo más tarde convertido en jefe de una tribu india, por ejemplo.

    La ventaja que oferta el seguir la narración de las aventuras a través de los ojos de Miguel es la de contagiarnos de su capacidad de sorpresa, y sentirnos hacia el final de la trilogía como un vivo testigo mudo de sus peripecias.

    El barniz léxico lo proporciona una sutil selección con sabor a Siglo de Oro. Eso sí, el vocabulario está convenientemente actualizado y exento de retoricismo, para hacer las delicias de los que «aman las palabras». Así justifica su autor que se ha limitado a «actualizar el estilo, aligerar ciertos episodios que le parecían farragosos y ordenar como diálogos algunas escenas, para aumentar el interés dramático y acercar mejor aquellos textos de hace cuatro siglos y medio al lector contemporáneo».

    Tras la narración en primera persona de Las crónicas mestizas fluye un trabajo laborioso y ampliamente documentado, que ha perseguido en todo momento recrear el ambiente aludido lo más fielmente posible. A ello han ayudado, según José María Merino, crónicas, libros y monográficos de la época. Un trabajo de esta naturaleza se agradece en un panorama con endeble tradición moderna en tal género, castigado al unísono por la escasez y poca versatilidad de los lectores, así como por el excesivo relieve de los libros conceptuosos. En suma, Las crónicas mestizas pretenden rendir homenaje a un género que se destaca por su verosimilitud, concisión y capacidad expresiva, el de las crónicas de Indias.

    Con Las lágrimas del sol, tercera novela de esta trilogía, se cierra un ciclo que tanteó el panorama editorial hacia 1986, año de la publicación de la primera de las tres crónicas noveladas. Pero Miguel Villacé Yólotl escribió otras dos crónicas más, de modo que aún hay posibilidad de ver completado el ciclo si después de esta bonanza editorial de 1997, José María Merino prosigue con su afanosa y entusiasta ocurrencia de novelar crónicas.

A. Marchant

 

Paloma Fadón Salazar, Pintando el Presente, Perfils, Lleida, 1996.

    Superada la vieja —y probablemente artificial— polémica entre la poesía conocimiento y la poesía comunicación, no parece que pueda existir la una sin la otra; nos alumbra desde hace tiempo otra continua monotonía que pretende deslindar experiencias y diferencias. Seguramente que tras esta iluminada batalla no hay más que el barro de las trincheras de Flandes hechas ahora mercadotecnia. Lo que encajaría muy bien con el tiempo (presuntamente) pragmático que vivimos. Y pongo en cuarentena el adverbio porque nada prácticos semejan aquellos seres empeñados en humillar su entorno. Estos seres, o sujetos, son los mismos que desprecian los conocimientos inútiles, también las comunicaciones innecesarias. Y empiezo a enlazar con el comienzo de esta reseña que pretende ser una alabanza de lo aparentemente inútil. Por ejemplo, y como quería Álvaro Cunqueiro, la ciencia que nos ilustra sobre el origen de los melocotones, y yo añadiría, al hilo de lo que ahora abordo, aquella que emparenta las naranjas de la China con las mandarinas (mondarinas señala una cierta lógica popular) y a éstas con los mandarines. Ciencias tan inútiles, pero tan necesarias, como investigar la presencia de la caligrafía chinesca, pero sobre todo —y esto es lo que hace Paloma Fadón Salazar en reciente e insólito libro— analizar sus claves e interpretarlas de la manera poética que Pintando el Presente desvela. Y de nuevo enraízo mis palabras en las que más arriba pretendían negar la frontera entre experiencia y diferencia. Puesto que al experimentar, por reconocer el brillo d’orsiano, ya estamos diferenciando. Diferenciando y creando, y no puedo por menos que coincidir con Fadón Salazar cuando señala que «la creación va a determinar la vida del calígrafo, de forma que ésta acabará por adoptar un modo de vida que le permita, no ya crear, sino ser él mismo creativo» (pág. 22). Interesa por lo tanto subrayar que la caligrafía, y luego veremos sus logros poéticos, es primero un estado de ánimo, como quería Amiel del paisaje, y después una manera de vida. Despojémonos, pues, ante ella de la capa presurosa y automática con la que cierta visión sesgada del arte pretende cubrir a éste. No, la caligrafía o la poesía necesitan una mirada caudalosa pero lenta, un saber fluvial y por lo tanto dubitativo. Por ahí camina la autora de Pintando el Presente cuando subraya que «en unidad consigo mismo y sus circunstancias, el artista remonta río arriba, hasta su origen primero» (pág. 28). Un origen en el que se unifican espacio y tiempo inalterables y ante el que «a cada cual le toca ir por la corriente resolviéndose a sí mismo y no al río» (pág. 47). Ahora, este río espacial-temporal es al cabo una trilogía en la que confluyen pasado, presente y futuro hasta convertirse en flecha de una sola punta que es la que Fadón Salazar enfila hacia la diana de sus pictogramas-poemas. Con ello no hace sino seguir inconscientemente las huellas (ninguno de los tres aparece en la profusa bibliografía que el libro cita) de Henri Bergson (Este Bergson es un tuno; ¿verdad, maestro Unamuno?), T. S. Eliot y Antonio Machado. Los tres analistas implacables, más apiadado el tercero, del tiempo y sus raíces. Por cierto que el de Saint Louis y el sevillano coincidieron el año 1911 en las clases bergsonianas en el colegio de Francia parisino. Este dato, que yo sepa, no se ha aireado. En efecto, siguiendo a Peter Ackroyd (T. S. Eliot, Penguin Books, London 1993): «[...] and in the first two years of 1911 he (Eliot) attended Bergson’s Friday lectures at the College of France» (pág. 40). Cierto que el entusiasmo de Eliot hacia Bergson había desaparecido dos años más tarde por ser aquel «fundamentally fantastic» (pág. 41). A Machado, en cambio, el entusiasmo le duraría toda la vida. Fadón Salazar no cita a estos tres estudiosos del tiempo pero de su huella da muestras prácticas la poética de esta artista madrileña pasada por el callado fulgor de China. Y lo hace a través de treinta caligrafías que son en sí todo un poema, toda una secuencia de ellos dentro de lo que viene dando en llamarse poética del silencio (ahí la diferencia, tal vez). Hacer una crítica expresionista de ellos (de ellas) se me antoja labor imposible; pocas veces se impone con más fuerza el «pasen y vean». Ahora, con brillo epigramático de haiku destellan títulos, y contenidos, como «Tomar una decisión cuando la decisión ya le ha tomado a uno» o «Todo arte es inútil completamente». Con esta última caligrafía, precisamente, volvemos al punto de partida.

V. Araguas

 

John Carlos Rowe, At Emerson’s Tomb: The Politics of Classic American Literature, Columbia University Press, Nueva York, 1997, 302 págs.

    El fenómeno teórico-literario reciente llamado «Nuevo Americanismo» tiene en esta obra uno de sus mejores ejemplos. La obra de John Carlos Rowe es una muestra bien argumentada y razonada del estudio del componente ideológico —en sentido amplio— y social de la literatura norteamericana del siglo XIX (a excepción del capítulo dedicado a William Faulkner). El autor estudia los intereses explícitos e implícitos de obras canónicas y no canónicas en la construcción y consolidación del carácter nacional estadounidense, desde los escritos abolicionistas de Ralph Waldo Emerson hasta las novelas naturalistas de Kate Chopin, haciendo especial hincapié en el papel de articulación social-cultural que cada uno de ellos jugó en su momento. El argumento principal declarado de su autor es que los elementos político-liberales tan característicos de los textos elegidos vienen marcados de manera definitiva por diversos movimientos sociales de igual corte, tales como la lucha contra la esclavitud o por los derechos de la mujer.

    Para ello se combinan con acierto aproximaciones psicologistas (las menos) e histórico-contextuales (las más, pues en ello consiste la nueva corriente a la que aludíamos al principio). El resultado es una obra ponderada, comedida en su planteamiento y en sus conclusiones, que ayudará al lector a conocer más y mejor cuál fue la función cultural constructiva de personajes como Emerson, Whitman, Melville o Twain y sus obras en momentos en que la nación americana se debatía entre el idealismo y el pragmatismo. At Emerson’s Tomb supone un paso adelante en la recuperación del factor de análisis y compromiso social que la crítica literaria norteamericana ha ignorado durante nuestro siglo, ofuscado por el formalismo acontextual del New Criticism o la desconstrucción. Con este nuevo historicismo, Rowe se alinea dentro de la misma tradición que analiza.

R. Miguel Alfonso

 

Richard Eldridge (ed.), Beyond Representation: Philosophy and Poetic Imagination, Cambridge University Press, Cambridge, 1996, 306 págs.

    Son numerosas las disciplinas que toman parte hoy en los estudios literarios. En las últimas décadas, especialmente en Estados Unidos, la teoría y crítica literarias han sentido con fuerza la influencia del vocabulario y los intereses de la política, sociología o la psicología. Términos como «estudios culturales» o «corrección política» son hoy moneda de cambio común en nuestro campo de estudio. Los resultados han sido variados, y no siempre afortunados. Esta miscelánea analiza las diferentes estrategias de colaboración entre filosofía y teoría poética durante los últimos siglos. Richard Eldridge ha reunido en su volumen a algunos de los mejores teóricos y críticos de Norteamerica para estudiar el intercambio entre esas dos disciplinas y el fruto de la consideración filosófica de los objetos artísticos. Para ello, Eldridge y sus colaboradores vuelven al concepto de «representación» como motivo básico de lo artístico. Así, éste se entiende como reproducción de motivos, sentimientos o ideas que el lector asimila y pasa a experimentar como parte de un proceso de comunicación (aunque éste carezca de componente pragmático). Una de las nociones clave de todo este conjunto de ensayos es el de «articulación», especialmente interesante y elaborado en el ensayo de Charles Altieri, y que se refiere al proceso por el cual el objeto estético provoca una reacción por parte del lector, quien busca construir y emitir un juicio que le identifique con su comunidad interpretativa y, al mismo tiempo, trascienda los límites de la epistemología del discurso. Para la mayoría de los participantes, ahí reside la ética del arte.

    Los ensayos exploran esta suerte de conocimiento en diferentes contextos, aunque casi todos ellos se centran en distintos momentos del lapso entre la estética romántica y la obra de Hegel. Obligadamente, también es común a todos ellos el estudio del intercambio entre autor y lector en los textos estudiados de Wordsworth, Coleridge, Hölderlin, Kant y Hegel. La relevancia del pensamiento romántico y postromántico alcanza así su medida justa, pues en todos los capítulos se pone de manifiesto —si bien implícitamente— cómo la estética de principios del siglo XIX avanzó muchos de los dilemas sin resolver de nuestra modernidad. Así, Eldridge ha construido un estudio muy útil y necesario no sólo sobre la relevancia de la ética en la construcción artística, sino también sobre los orígenes (y algunas de las posibles soluciones) a los problemas de la vaga postmodernidad.

R. Miguel Alfonso

 

Charles Bernheimer (ed.), Comparative Literature in the Age of Multiculturalism, The Johns Hopkins University Press («Parallax: Re-visions of Culture and Society»), Baltimore y Londres, 1995, 207 págs.

    Este volumen consta de tres partes. Además del capítulo introductorio de Bernheimer, titulado «The Anxieties of Comparison», la primera parte comprende «Three Reports to the American Comparative Literature Association», elaborados por las comisiones respectivas presididas por Harry Levin en 1965, Thomas Greene en 1975 y Charles Bernheimer en 1993. Son éstos los informes que han orientado las directrices del ejercicio de la disciplina de la literatura comparada en el mundo académico norteamericano. La segunda parte reúne «Three Reponses to the Bernheimer Report at the Modern Language Association Convention, 1993». La obra se completa con un apartado de «Position Papers», compuesto por trece artículos surgidos a partir de la polémica del dictamen de 1993.

    El documento titulado «Comparative Literature at the Turn of the Century», viene a ser el eje central del volumen, del cual se desprenden diversas recomendaciones destinadas a renovar la investigación comparatista y configurar nuevos planes de estudios universitarios. Asimismo, el texto de Bernheimer, al extraer los contenidos más relevantes de los informes de 1965 y 1975, retrata la evolución disciplinar de la literatura comparada en los últimos treinta años. En los primeros años se señala el auge de esta disciplina tras la Segunda Guerra Mundial, como una actividad que se había ejercido adoptando unas perspectivas en constante ampliación, pero que, a pesar de todo, a menudo quedaba reducido al ámbito europeo. Ello condujo a reforzar una identificación nacionalista de los países sobre la base de sus lenguas naturales. Levin y Greene, pese a advertir sobre los peligros que amenazaban al comparatismo que había cundido hasta esas fechas, inspirado en concepciones de índole eminentemente tradicional e inmovilista, no dejaban de denunciar las tentativas de socavar el verdadero fundamento de la literatura comparada por parte de aquellos que por razones de comodidad adoptaban las traducciones, en lugar de enfrentarse al texto original. Además, manifestaban sus reservas frente a la multidisciplinariedad, por el riesgo de lenidad inherente a la diversificación de enfoques, y frente al interés desmedido por la teoría literaria registrado en los departamentos de comparatística durante los años setenta.

    En el informe de 1993 se aboga por una redefinición de objetivos y métodos, atendiendo a los peligros que supone esta disciplina construida a la manera tradicional eurocéntrica. En los años noventa, esas prácticas se han puesto en sintonía con las corrientes multiculturalistas, lo cual hace colindar peligrosamente la materia con los llamados Cultural Studies. Como es sabido, la crítica que se dirige al multiculturalismo sostiene que aquél alienta el deseo de que todas las culturas sean tratadas en pie de igualdad, en un intento más o menos inconfesado de destrucción y recambio de prestigios culturales impuestos por la acción política de las potencias colonizadoras occidentales y en razón —dicen— de preponderancias patriarcales a las que ha llegado el momento de ser suprimidas. El informe de Bernheimer viene a sancionar una situación caracterizada por la mixtura de los objetos de la comparación, y esto desemboca en una de las tesis más controvertidas del informe —criticada severamente por Riffaterre en el mismo volumen, en uno de los comentarios a las pautas trazadas en 1993— según la cual el término «literatura» no serviría para definir adecuadamente un objeto de estudio tan heterodoxo y alejado de los antiguos modelos de literatura que hacían concordar autores, naciones, períodos y géneros. Sin embargo, a ello se añade la reserva de que el estudio comparativo debería además tener bien en cuenta los contextos ideológicos, culturales e institucionales en los cuales se produce el significado. En materia de conocimiento de lenguas, se aconseja a los estudiantes de la especialidad que amplíen sus horizontes lingüísticos con al menos una lengua no europea, aunque deben deshacerse de las antiguas prevenciones hacia la traducción. Otro de los retos del nuevo comparatismo será la formación y reconfiguración del canon.

    Como queda dicho, el volumen incluye respuestas al informe de 1993: el ensayo del antiguo crítico estilístico-estructural Michael Riffaterre, «On the Complementary of Comparative Literature and Cultural Studies», que discrepa en muchos puntos; los trabajos de Appiah, «Geist Stories» y Mary Louise Pratt, «Comparative Literature and Global Citizenship», resultan más anuentes; el resto de autores que completa la obra es un grupo de investigadores que ejercen en universidades norteamericanas: Ed Ahearn y el viejo teórico comparatista Arnold Weinstein escriben sobre «The Function of Criticism at the Present Time: The Promise of Comparative Literature»; Peter Brooks plantea la interrogante «Must We Apologize?»; Rey Chow usa como título «In the Name of Comparative Literature»; el deconstruccionista Jonathan Culler mantiene los rasgos ironizantes de los títulos en «Comparative Literature, at Last!»; David Damrosch trata acerca de «Literary Study in an Elliptical Age»; Elisabeth Fox-Genovese, «Between Elitism and Popularism: Whither Comparative Literature?»; Roland Greene se refiere a «Their Generation»; Margaret R. Higonnet sobre «Comparative Literature on the Feminist Edge»; Françoise Lionnet especifica los «Spaces of Comparison»; Marjorie Perloff sobre «“Literature” in the Expanded Field»; Mary Russo, «Telling Tales out of School:

    Comparative Literature and Disciplinary Recession»; y Tobin Siebers despide el volumen con «Sincerly Yours».

    Esta obra, en su conjunto, representa sin duda una contribución notable a los estudios comparatistas, pero siempre que tengamos en cuenta que tal contribución se efectúa desde el ámbito cultural o académico norteamericano, que es bien distinto del europeo, aunque éste quizás acabe en no mucho tiempo asemejándose definitivamente a aquél. Hay que subrayar el carácter pragmático e incluso coyuntural e informativo y polémico de la obra, mas no por ello conviene olvidar que la aportación verdaderamente esperable a la encrucijada actual de los estudios comparatistas, ha de ser una aportación de nuevas perspectivas propiamente dichas, una aportación epistemológica en sentido propio.

F. Vázquez