RECENSIONES I

 

SUMARIO

Aristotele, Scritti sul piacere (J. F. Martos Montiel); Carsten Peter Thiede y Matthew D’Ancona, Testimonio de Jesús (O. García de la Fuente); Juan Moreno Uclés, Humanismo Giennense (siglos XV-XVI) (G. Senés Rodríguez); Francisco Sánchez de las Brozas, Minerva o De causis linguae Latinae (C. Macías Villalobos) ; Ricardo Redoli Morales, Una traducción poética: Sonnets & élégies de Louise Labé (Q. Calle Carabias).

 

 

Publicado en Analecta Malacitana, XIII, 2, 1990, págs. 396-398.

Aristotele. Scritti sul piacere, a cura di Renato Laurenti Palermo, Aesthetica Edizioni, 1989.

    Es conocido el renovado interés que en los últimos decenios ha mostrado la filología clásica por la obra de Epicuro, motivado principalmente por las continuas ediciones de nuevos e interesantísimos textos papiraceos de Herculano y la no menos apasionante labor de interpretación que ello conlleva. El hecho de que en la base del sistema epicúreo hallemos un hedonismo materialista y sensualista es precisamente, en nuestra opinión, una de las causas del replanteamiento entre los estudiosos del tema del placer como problema ético en la filosofía de la Antigüedad. Aparte de algunas investigaciones anteriores en las que el tema del placer es estudiado per se en un autor concreto o inserto en un estudio filosófico más amplio (por ejemplo el de A. Lafontaine, Le plaisir d’après Platon et Aristote: étude psychologique, métaphysique et morale, Paris 1902), el primer trabajo de conjunto del que tenemos noticia es el de A. J. Festugière, "La doctrine du plaisir des premiers sages à Èpicure", RSPh 25 (1936) 233-268, que hace un estudio diacrónico de las distintas teorías sobre el placer de los antiguos pensadores griegos en el que intenta demostrar que la preeminencia del lovgo" y la necesidad de metriovth" fueron sendas constantes en ellas. Posteriormente, multitud de trabajos específicos sobre el tema han ido abonando el terreno hasta 1982, año en que J. C. B. Gosling y C. C. W. Taylor publicaron su libro The Greeks on Pleasure, que representa un meritorio análisis histórico-crítico de las teorías de los antiguos griegos sobre el placer y su valor y función en la vida humana, desde los primeros tiempos hasta Epicuro y los primeros estoicos. Una de las escasas lagunas de esta obra, a saber, el poco espacio que, frente a Platón o Aristóteles, dedica a los presocráticos, ha sido colmada más tarde por G. Casertano, Il piacere, l’amore e la morte nella dottrina dei presocratici. I: Il piacere e il desiderio, Napoli, 1983, quien trata de demostrar la existencia de una "cultura del placer" en los presocráticos, que se presenta en estos autores con una gran variedad de aspectos, desde éticos, fisiológicos, médicos, hasta políticos y sociales.

    Respecto a Aristóteles, su teoría del placer ha recibido, aparte de la de los autores citados, la atención de prestigiosos investigadores, aunque motivada a veces por razones, digamos, externas, esto es, más como un medio para intentar dilucidar la evolución del pensamiento aristotélico o rastrear cronologías respecto a otras obras (como en el voluminoso estudio de C. Vicol Ionescu, La filosofía moral de Aristóteles en sus etapas evolutivas, Madrid 1973) que para profundizar realmente en las reflexiones del Estagirita sobre el problema del placer. En este último aspecto, ocupan un lugar destacado las obras de A. J. Festugière, Aristote. Le plaisir: Eth. Nic. VII 11-14, X 1-5, Paris 1946, de G. Lieberg, Die Lehre von der Lust in den Ethiken des Aristoteles, München 1958, y de F. Ricken, Der Lustbegriff in der Nikomachischen Ethik des Aristoteles, Göttingen 1976. El libro de R. Laurenti que reseñamos aquí se presenta a la vez como un exhaustivo compendio y una particular puesta al día de este crucial problema de la ética aristotélica, pero sobre todo como un instrumento de trabajo indispensable para todo aquel que quiera indagar sobre la teoría del placer aristotélica y el problema de los diversos tratamientos del placer que encontramos en la obra de este filósofo.

    El libro, que se abre con una "Presentazione" de E. Grassi (pp. 7-11) en la que se recorren rápidamente diversos momentos de la reflexión filosófica sobre el placer, de Aristóteles a Descartes, recoge una selección de pasajes de Aristóteles sobre el tema del placer dividida en dos partes. Una breve "Introduzione" (pp. 13-17) justifica esa disposición del material, así como el criterio de selección de los distintos pasajes, y precisa contenido y objetivos de los dos apéndices que, junto con un útil índice de pasajes y otro de nombres, cierran el volumen.

    En la primera parte (pp. 21-88), calificada por el autor de "descriptiva o científica", se reunen pasajes (de las obras esotéricas y de lógica, de la Retórica, de las éticas Eudemia y Nicomaquea, de la Poética, de la Política, de las obras científicas, de los Problemas y de la Metafísica) que no tratan específicamente del placer, pero que apuntan su relación con múltiples temas. El placer es considerado así sucesivamente desde el punto de vista lógico, pasional, intelectual, moral, estético, psicológico, científico, religioso. En la segunda parte (pp. 89-112) se recogen los tres conocidos tratamientos aristotélicos del placer (EN VII 11-14, X 1-5 y MM II 7), en los que se conjugan los anteriores enfoques para dar una visión filosófica plena. Aquí ya Aristóteles, partiendo de la exposición y crítica de las diversas teorías contemporáneas al respecto (Platón, Espeusipo, cirenaicos, Eudoxo), estudia la naturaleza misma del placer, y, tras rechazar o aceptar lo que le parece conveniente, nos presenta su propia conclusión. Es ésta una solución equilibrada y humana al problema del placer, "del pari lontana dall’ascetismo e dalla sfrenatezza dei sensi" (p. 15): el ser humano tiene una naturaleza de la que no puede despreocuparse, y unas facultades propiamente humanas que debe desarrollar; pero lo que lo hace verdaderamente hombre es la facultad racional, el logistikovn, la parte más divina del alma y que rige a las demás; por tanto, el placer correspondiente a la actividad de esa facultad será el placer verdadero, el que proporcionará al hombre la verdadera felicidad.

    Las notas (pp. 113-164) proporcionan un exhaustivo aparato exegético, crítico y bibliográfico, reflejando el profundo conocimiento de la obra aristotélica por parte del autor (demostrado además con su excelente edición de los fragmentos: Aristotele, I frammenti dei dialoghi, trad., introd. e comm. a cura di R. Laurenti, Napoli 1987), a la vez que subrayan el fundamental valor de la teoría del placer del Estagirita, incardinada en su teoría ética general e imbricada profundamente con su metafísica, poniendo así de relieve la conexión entre la primera y la segunda parte de la obra.

    Pero la parte más original del volumen la constituyen los dos apéndices. El primero (pp. 165-201) plantea el problema de los dos lovgoi sobre el placer de EN VII 11-14 (del que MM 7 es sólo un simple comentario, según la opinión mayoritaria sostenida aquí también por el autor) y X 1-5, donde las discusiones se han centrado fundamentalmente, como afirma Laurenti, en "il fine che i due logoi si proponevano, le posizioni che intendevano difendere, i rapporti esistenti tra l’uno e l’altro sul piano dottrinale" (p. 166). El autor intenta superar el problema demostrando que el primero trata peri; de; hJdonh’" kai; luvph" y define el placer como ejnevrgeia (y por eso habla de placer mixto y puro), mientras que el segundo trata del placer ex professo y estudia a fondo la verdadera esencia de tal ejnevrgeia respecto al placer (y por eso se centra en los placeres puros). Para Laurenti, pues, ambos tratamientos son totalmente distintos y tienen cada uno su propia función, aunque traten el mismo tema; sólo que, "mentre molti studiosi, sia pur con motivazioni diverse ed entro limiti diversi, accettano la fondamentale concordanza dei due logoi, [...] altri vedono ancora in essi certe incompatibilità di posizioni che lasciano pensare a un sostanziale mutamento nel tempo del concetto di ‘piacere’ in Aristotele" (p. 186).

    En el segundo apéndice (pp. 203-213) se considera el placer desde un punto de vista estético. Se estudia el placer en la tragedia, profundizando en el concepto de catarsis y en su relación con la hJdonhv. La catarsis de la tragedia actúa a dos niveles, intelectual y pasional, y el placer que proporciona es una especie de alivio que deriva tanto de la mente como de las pasiones. La "catarsi piacevole" encaja perfectamente en la teoría del placer mixto esbozada en los tratamientos del placer de EN. "In realtà come lo stimulo della fame esige il ristabilimento della condizione naturale nel soggetto, così l’eccesso della passione ne esige la purificazione nello spettatore. In entrambi i casi il soggetto si trova in condizione anormale e tenta di ripararla" (p. 208).

 

J. F. Martos Montiel

 

 

Publicados en Analecta Malacitana, XX, 1, 1997, págs. 309-313.

Carsten Peter Thiede y Matthew D’Ancona, Testimonio de Jesús (trad. del inglés por C. Boune y P. Elías), Planeta, Barcelona, 1997, 262 págs.

   En el diario ABC, con la seriedad y acierto que le caracteriza, se publicó el 18/09/1996, en su famosa tercera página, un artículo titulado: ¿Cristo de nuevo resucitado?, cuyo autor era Eduardo García de Enterría, quien reconoce con una franqueza que le honra: «Siendo yo, como es obvio, completamente lego en escriturística y en papirología, así como en las demás disciplinas implicadas, no cometeré la ingenuidad de glosar todo el proceso de la investigación y de la prueba», y que termina con estas palabras, tomadas algunas literalmente del libro de Thiede: «Hoy debemos saber, como dice Thiede, que los evangelios son informaciones fácticas sobre la vida de un hombre real. O, como indica también en otros términos: ningún científico podrá decir que los evangelios son “verdaderos”, pero la ciencia sí permite asegurar ya que son “auténticos”. Formidable suceso, al margen de las creencias de cada cual».

    Yo, que sí soy escriturista, añado por mi parte que el artículo —resumen de García de Enterría— es excepcionalmente valioso y ajustado al contenido del libro que reseña y resume. El 13/10/1996 el ABC (pág. 70) insistía en la Sección de Religión sobre el mismo tema con un largo artículo titulado: La ciencia confirma que el Evangelio se escribió poco después de morir Cristo. El artículo lo firma Juan Vicente Boo, y es un magnífico y atractivo resumen de la obra que estoy reseñando. Los párrafos marcados como más importantes son éstos: «Tanto en Oxford como en Qumrán se han encontrado papiros con fragmentos de San Marcos. Los métodos de datación más modernos certifican que se escribieron en torno a los años 60».

    Estos dos artículos dieron a conocer al gran público español el trascendental hecho de la datación de unos pequeños fragmentos del evangelio de Mateo 26, 6-7, cuyo tenor es el siguiente: «Estando Jesús en Betania, en casa de Simón el Leproso, vino a él una mujer, con un vaso de alabastro de perfume de gran precio, y lo derramó sobre la cabeza de él, estando sentado a la mesa».

    La noticia había sido publicada en el Times de Londres en la víspera de Navidad del 1994. Desde entonces ha aparecido la edición inglesa de la obra de Thiede (pastor protestante, y director del Instituto de Investigación Epistemológica y Papirología en Paderborn (Alemania) y Presidente Científico del Comité Científico del Museo John Rockefeller de Jerusalén) y (el periodista inglés) Matthew D´Ancona, Eyewitness to Jesus (= Testigo ocular de Jesús), Ed. Doubleday, Nueva York 1996; la edición alemana, Der Jesus-Papyrus, Ed. Luchterhand, Múnich 1996, revisada y ligeramente corregida por el propio Thiede —por tanto, edición incluso mejor que la inglesa, que yo mismo tengo y he consultado—; la edición francesa, Ed. Laffont y la versión española, titulada como reza el encabezamiento de esta reseña. Este dato, así tan escueto, demuestra ya la trascendencia de la obra. No se edita, evidentemente, un trabajo sobre un fragmento de un papiro del s. I d. C. en cuatro idiomas, que yo sepa, en apenas año y medio, si no se trata de algo verdaderamente importante, porque hay decenas y decenas de papiros en distintas bibliotecas del mundo, y todos los años se publican algunos de estos papiros y no llaman mayormente la atención.

    Efectivamente, algo sumamente importante aporta el papiro del Magdalen College de Oxford, llamado ahora en español papiro Magdalena. Y no tanto por lo que contiene, que es muy poco del evangelio de Mateo, sino por su antigüedad, pues fue escrito hacia el año 60 de la era cristiana, o incluso antes, es decir, unos 25 ó 30 años después de la muerte de Jesús, ocurrida lo más probablemente el año 30 de nuestra era, cuando aún vivían muchos testigos que habían conocido y oído a Jesús, y podían fácilmente rebatir las cosas que dice Mateo en su evangelio. Ahora bien, si esto es verdad, como no cabe duda científica alguna de que sea así, después de las pruebas de Thiede, ya se pueden recoger de las bibliotecas de todo el Occidente, como papel para reciclar, decenas y decenas de libros y centenares y centenares de artículos escritos desde «La vida de Jesús» de D. F. Strauss (1833, reeditada y corregida el 1864), y la «Vida de Jesús» de Renan (1863) hasta nuestros días, libros que negaban toda autenticidad a los evangelios, porque habían sido inventados por las primitivas comunidades cristianas a finales del s. I de nuestra era o a principios del s. II, y, por tanto, no había, según ellos, relación alguna entre el Jesús histórico, invención de la iglesia primitiva, y el Cristo de la fe. Y ¿adónde habría que echar, sino al cesto de los papeles, las obras del gran R. Bultmann (1884–1976), uno de los mayores exegetas (protestantes) de este siglo, cuando afirma que «albergo la opinión de que no podemos conocer prácticamente nada acerca de la vida y personalidad de Jesús, puesto que las fuentes cristianas no muestran ningún interés por estos temas»? (pág. 202). Los evangelios, según él, y su escuela de «la crítica de las formas», no son narraciones históricas, sino colecciones intensamente estilizadas de «formas» tradicionales. Estas colecciones se fueron reuniendo a lo largo del tiempo, partiendo de la vida, el culto y las tradiciones orales de las comunidades cristianas primitivas. Reflejaban las necesidades de la iglesia postpascual —predicación, instrucción y plegaria— más que la realidad histórica de Jesús prepascual. Proclamaban un «kerigma» o verdad teológica más bien que una serie de recuerdos históricos... Bultmann creía que los autores de los evangelios estaban tan lejos del Jesús histórico que sólo pudieron oír lejanos murmullos de su voz» (pág. 202). En definitiva, los evangelios serían muy posteriores, y se escribieron para idealizar a una persona, a Jesús de Nazaret.

    El trabajo sistemático, concienzudo, meticuloso, sumamente cuidadoso, extraordinariamente científico, utilizando incluso los medios más modernos de estudio y datación de papiros, ha echado por tierra, y ya de manera irreversible, tanta tinta derramada, ahora vemos que inútilmente y por prejuicios inadmisibles, tantas hipótesis apriorísticas como se han vertido en estos 150 últimos años para negar lo que creían y creen sinceramente miles y millones de cristianos, católicos y protestantes.

    Hay que citar aquí, en el mismo sentido que la obra de Thiede, el trabajo de R. Roca Puig, Un papiro griego del evangelio de san Mateo, Barcelona 1962, que contiene los siguientes versículos de Mateo 3, 9 (fragmento 1, verso): «Y no penséis decir dentro de vosotros mismos: “Tenemos por padre a Abraham”, porque yo os digo que Dios puede»; (fragmento 1, recto) Mateo 3, 15: «Jesús le respondió: “Deja ahora, porque así conviene que»; (fragmento 2, recto) Mateo 5, 20-22: «Si vuestra justicia no fuera mayor que la de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los cielos. Oísteis que se dijo a los antiguos: “No matarás”, y el que mate será reo de juicio. Pero yo os digo que quien se enoje contra su hermano»; (fragmento 2, verso) Mateo 5, 25-28: «No sea que te entregue al juez y el juez al alguacil y se te meta en la cárcel. Yo te aseguro que no saldrás de allí hasta que hayas pagado el último céntimo. Oísteis que se dijo: “No cometerás adulterio”, pues yo os digo que todo el que mira a una mujer deseándola» (cf. págs. 91-92, de la obra que reseñamos).

    Pues bien, según las investigaciones de Thiede «las características paleográficas del papiro Magdalena y (las) de los dos fragmentos de Barcelona son tan asombrosamente idénticas que nadie ha dudado de que procedan de un mismo códice» (pág. 91).

    Además, añade: «El papiro de Barcelona es importante por sí mismo, pues constituye la prueba en papiro más antigua de un dicho del Bautista y contiene el pasaje más antiguo conocido del Sermón de la Montaña» (pág. 91).

    Hay que mencionar también necesariamente los trabajos del español Padre José O´Callaghan, conocido editor de la colección de papiros de Palau Ribes, y publicados el 1972, entre los que había un fragmento del evangelio de Marcos 6, 52-53: «Pues no habían entendido lo de los panes, sino que su mente estaba embotada.Terminada la travesía, llegaron a tierra de Genesaret y atracaron», proveniente de la cueva 7 de Qumrán, anterior con toda certeza al año 68 de nuestra era, y que él databa 25 ó 30 años después de la muerte de Jesús (acaecida el año 30 de nuestra era), y cuya opinión no mereció más que la repulsa, por no decir, la burla de los grandes papirólogos de la época. Thiede, con razones convincentes, sostiene que el fragmento hay que datarlo en la época en que lo situó el Padre O´Callaghan. En definitiva, dos papirólogos españoles, ambos de nuestra época, han pasado, con la obra de Thiede, a un primer plano de la actualidad.

    Permítaseme una alusión personal, que se aduce aquí únicamente para demostrar, no sólo la posibilidad, sino la realidad de derribar hipótesis tradicionales, que parecen invulnerables y que en realidad no lo son. Llevo cuarenta años dedicado al estudio de la Biblia, aunque mi parcela más concreta es el estudio de las versiones latinas de la Biblia (Vetus Latina y Vulgata) y puedo decir con toda modestia, pero con toda verdad, que la ciencia, el estudio sistemático de los temas, la aplicación de conocimientos nuevos y técnicas modernas pueden derribar tesis tradicionales, admitidas sin discusión, y casi por inercia. Mis trabajos de estos últimos veinticinco años han desmontado y mandado al baúl de los recuerdos la tesis tradicional, defendida por la Escuela de Nimega (Holanda) desde el 1933 hasta el 1993 —un período de 60 años—, y aceptada hasta ahora sin discusión casi por todos, sobre la originalidad del «latín cristiano», considerado como lengua especial en relación al «latín profano» o «clásico». Los oyentes de mi conferencia en la Sorbona, la mayoría profesores de aquella Universidad, pronunciada el 25 de noviembre de 1993, sacaron la conclusión, resumida en estas palabras literales de la Catedrática de la Sorbona Michèle Fruyt: «Votre conférence a été vivement appréciée ici... Serait-il possible d´insister, au début, sur les circonstances de cette conférence, et, notamment, la recherche du séminaire sur les traits pouvant caractériser le latin chrétien, puisque nous nous demandons, finalement, s´il est légitime de parler de “latin chrétien”, si cela existe et ce que cela peut représenter» (cf. Olegario García de la Fuente, Latín bíblico y latín cristiano, Ediciones CEES,21994, Madrid 1994, pág. 11). Es decir, que desde que oyeron mi conferencia —y conocieron mis trabajos— se preguntan «si existe el “latín cristiano” —como lengua especial— y “qué representa” este latín cristiano». Mi tesis era, y es, que la novedad que pueda representar el «latín cristiano» con respecto al «latín profano, clásico o tardío», le viene, por lo menos en un noventa por ciento, del «latín bíblico», y, por tanto, lo novedoso no es el «latín cristiano», en cuanto tal, sino el «latín bíblico» —el latín de las versiones latinas primitivas de la Biblia—, si hacemos, como debe hacerse metodológicamente, una distinción entre uno y otro, esto es, por una parte el «latín cristiano», y, por otra, el «latín bíblico», para cuyo estudio hay que recurrir al hebreo, al arameo, al griego y al latín, y no solamente al «latín», como hacía la Escuela de Nimega. Baste este pequeño botón de muestra para probar cómo la ciencia bíblica —y cualquiera otra ciencia— avanza, si se aplican los métodos adecuados.

    Volviendo a los papiros estudiados por Thiede, que han revolucionado la fecha de datación del origen de los evangelios, vemos que él ha aplicado los métodos científicos más modernos, historia antigua, filología clásica y filología semítica, arqueología, numismática, epigrafía, paleografía, ciencia bíblica, microscopio tomográfico confocal epifluorescente, diseñado por el propio Thiede, que permite ver y descubrir hasta una veintena de capas distintas en el papiro, poniendo a disposición del investigador trazos de letras y rasgos de escritura y hasta de tinta invisibles al ojo humano.

    En cuanto a la versión española debo decir que, en líneas generales, es acertada, correcta, muy fluida y legible. Pero tiene tres o cuatro cosas que la Editorial Planeta tiene que corregir rápida y necesariamente. Se ve con meridiana claridad que los traductores no son biblistas. En español no se llama al Antiguo Testamento griego El Septuaginto —se repite muchas veces— (cf., sobre todo, en la pág. 250, en donde se define la traducción) sino La Septuaginta o Los setenta o Los LXX. Es un error que afea considerablemente la traducción. Tampoco se dice La Apócrifa del Antiguo Testamento, sino Los apócrifos del Antiguo Testamento (pág.141). En español se puede decir indiferentemente Los rollos del mar Muerto o Los manuscritos del mar Muerto (pág. 17), no, como dicen los traductores que «se los denomina «Manuscritos del mar Muerto». En vez de crítica de forma (pág. 245) en español se dice crítica de las formas; no es Papias, sino Papías (pág. 35); no es Troas sino Tróade (pág. 47); no es Ananus, Festus, Albinus, Damnaeos, sino Anán, Festo, Albino, Damneo (pág. 70); no es Sepulcro Vacío, sino sepulcro vacío (pág. 73); no es una kerigma (pág. 202), sino un kerigma, etc.

    Entre otros muchísimos datos curiosos que aporta la obra, que reseñamos, están los siguientes: Jesús de Nazaret era trilingüe, es decir, conocía el hebreo, el arameo, su lengua materna, y el griego (pág.170). Yo añadiría que conocería, sin duda, también el latín: un latino, Poncio Pilato lo juzgó y lo condenó, ¿no le preguntaría algo en latín?; el rótulo de la cruz estaba en hebreo, griego y latín; el latín estaba ya muy difundido por Palestina en la época de Jesús. Si no lo hablaba, cosa de la que se puede dudar, sin duda entendería lo suficiente para poder defenderse, como suele decirse ahora sobre el conocimiento rudimentario de un idioma.

    Jesús y su padre putativo José no eran «carpinteros», como suele afirmarse, sino más bien «constructores», porque la palabra griega tecton, usada por Mateo 13, 55, significa «constructor» y es la misma palabra que entra en la composición de «arquitecto» = archi-tecton. Y, además, es probable que intervinieran en cuanto constructores en la construccción de la ciudad de Séforis, situada a unos seis kilómetros de Nazaret, y que era entonces una importante vía de comunicación y capital de Galilea (pág.169).

    En cuanto al apóstol Mateo, el Dr. Thiede afirma que era mucho más que un «simple recaudador de impuestos» (Mt 9, 9; Mc 2, 14; Lc 5, 27-28). Era un telones, término griego que podía referirse a un funcionario de un puesto de aduanas, y, en realidad, ocupaba un punto importante de cruce de fronteras, porque en Cafarnaum se cobraban dos impuestos; uno, la tasa de los pescadores, y otro, el de la frontera terrestre, que se cargaba a las mercancías transportadas por la Via Maris, entre Damasco y el mar Mediterráneo. Mateo sin duda era un hombre de una importante posición social (Lc 5, 29) (pág. 33). Sabía, además, muy probablemente «taquigrafía», en cuyo caso, nada tendría de especial que hubiera transcrito taquigráficamente los cinco grandes sermones de su evangelio, y, más en concreto el Sermón de la Montaña (pág. 176).

    En fin, el libro de Thiede está lleno de apuntes sobre temas de este género sumamente atractivos y, por decirlo de una manera gráfica, curiosos.

    Considero importante dar, al menos, los títulos de los capítulos de esta obra para que el lector se haga una idea lo más exacta posible de su contenido.

    I. Introducción: El papiro del Magdalen College (de Oxford).

    II. Fechas y debate: San Mateo y la controversia sobre los orígenes del Nuevo Testamento, con los apartados siguientes: a) Mitos de la crítica del Nuevo Testamento. b) Lo que sabemos. c) La crítica literaria. Es un capítulo importante, y para comprenderlo bien hay que tener unos buenos conocimientos de la historia de la exégesis y de la crítica literaria bíblica.

    III. La investigación del papiro Magdalena, con los apartados siguientes: a) Introdución a la ciencia de la papirología. b) Rollos y códices: la cueva 7 de Qumrán y los Rollos del mar Muerto. c) El papirólogo en acción: cómo identificar un papiro. d) Observación y deducción: el papiro y su contexto. e) Los errores y su descubrimiento. f) El códice llega a la mayoría de edad. g) Examen del papiro Magdalena. h) El papiro de Barcelona y el códice de París. i) Lo que muestra la investigación. Este capítulo es muy técnico, y sólo lo entenderán los especialistas.

    IV. Un descubrimiento único en una vida. Habla de Charles B. Huleatt, comprador del papiro en Luxor y de su donación al Magdalen College de Oxford, sin sospechar la joya que regalaba al colegio en donde había estudiado.

    V. Nueva fecha para el papiro Magdalena, con los siguientes apartados: a) ¿Por dónde empezamos? b) El empleo de los instrumentos de la especialidad. c) Los desafíos pendientes. Es, quizá, el capítulo más importante, pues es el que da la gran noticia de la antigüedad del papiro, y, por tanto, de su valor incalculable. No es extraño que ya se empiece a decir que la datación de este papiro es, probablemente, el dato arqueológico más importante del siglo XX.

    VI. Escribas y cristianismo, con los siguientes apartados: a) Una sociedad multilingüe. b) Las técnicas de los escribas. c) Abreviaturas para los «nombres sagrados». d) Los «Hechos de Pedro». Este capítulo es el que aporta más datos curiosos sobre Jesús, los apóstoles, los cristianos primitivos. Lo entenderán todos los lectores y disfrutarán con su lectura.

    VII. ¿Fragmentos de la verdad? El papiro Magdalena en la actualidad, con los siguientes apartados: a) Los evangelios en el banquillo de los acusados. b) Los evangelios y la erudición. c) La importancia de una nueva datación. d) El papiro Magdalena y la fe. Es un capítulo importante, cuya lectura no se debe omitir, aunque alguna parte resulte pesada.

    Sólo me queda decir que esta obra debería estar en todas las bibliotecas de todos los seminarios religiosos de España; en todas las bibliotecas de Letras de nuestras Universidades; en las casas de los cristianos que tengan dudas sobre la autenticidad de los evangelios, y en manos de cuantos quieran estar al día en tema tan trascendental como la figura histórica de Jesus de Nazaret.

O. García de la Fuente

 

Publicados en Analecta Malacitana, XX, 1, 1997, págs. 313-314.

Juan Moreno Uclés, Humanismo Giennense (siglos XV-XVI), Boletín del Instituto de Estudios giennenses, CLVIII, Jaén, 1995, págs. 167-295.

Juan Moreno Uclés, Historia de la Cátedra de Gramática de la Iglesia Catedral de Jaén, Boletín del Instituto de Estudios Giennenses, CLX, Jaén, 1996, págs. 199-308.

    Estos trabajos realizados por Juan Moreno Uclés forman parte de un proyecto de investigación sobre Humanismo Giennense, y siguen la tendencia desarrollada últimamente por distintos grupos investigadores como los de la Universidad de Granada, Sevilla, Cádiz. En conexión con esta línea se sitúan también las interesantes y valiosas aportaciones de F. J. Talavera Esteso, cuyo grupo de investigación se asoma al ventanal del humanismo malagueño (cf. F. J. Talavera Esteso, El humanista Juan de Vilches y su De Variis Lusibus Sylva, Anejo vii de Analecta Malacitana, 1995). Todos ellos tratan de adentrarse en aquellos ambientes humanistas y de arrojar luz sobre sus avatares.

    En Humanismo Giennense (s. XV-XVIII), se resalta la existencia de un notable núcleo humanista en la Universidad de Baeza, centro de despliegue pedagógico de san Juan de Ávila. A partir de este eje se estudia la influencia de este grupo, sus personajes más destacados y los rasgos sociológicos y teológicos-literarios que envuelven a la Universidad de Baeza. Todo ello ilustrado con datos inéditos y con las frescura siempre renovadora que ofrecen los textos extraídos de obras aletargadas en bibliotecas.

    En primer lugar es destacable la rica acepción que el autor hace del humanismo, entendiéndolo no sólo como la recreación formal de los clásicos en lengua latina, sino abarcando también otras manifestaciones artísticas que recogen el vigoroso eco del mundo grecolatino, y sobre el que ejercen su mecenazgo.

    Al mismo tiempo resultan esclarecedoras y oportunas las precisas observaciones que hallamos sobre la proyección del erasmismo en la ideología Avilista, que ayudó en gran medida a la elaboración de una nueva metodología bíblica. De sus líneas se desprenden cómo el erasmismo se dejó sentir en determinados conceptos teológicos y, sobre todo, en la pedagogía Avilista: máximas como discere docendo. La duplex cognitio filológica, el uso de praelectiones auctorum recuerdan directamente la concepción erasmista de la función del maestro. En este apartado, el autor acota algunas puntualizaciones dadas por Marcel Bataillon en su reconocida obra Erasmo y erasmismo.

    Nuestro autor ofrece una organizada y útil relación de autores representativos de este círculo giennense: Jerónimo de Prado, Valdivia, Chacón, Benavides, Gaspar de Baeza.... A través de ellos podemos descubrir las distintas disciplinas que desarrollan estos humanistas: humanismo teológico, poético, arqueológico, retórico, médico, jurídico, artístico. Con este trabajo nos acercamos a un entorno humanístico que toma como punto de partida los peculiares caracteres de la Universidad de Baeza, universidad ésta que se ve distinguida por un marcado talante liberal, por un erasmismo utilitario y por un relevante predominio de la teología.

    En conclusión, estas líneas constituyen una muestra práctica que nos ayuda a rescatar del olvido el buen saber de los humanistas.

    En Historia de la Cátedra de Gramática de la Iglesia Catedral de Jaén, Moreno Uclés nos describe en un estudio coherente y sistemático los primeros compases y el sucesivo desarrollo de la Cátedra de Gramática de la Catedral Giennense.

    Un decreto del Concilio Lateranense IV obliga a cada Iglesia Catedral a tener un maestro que enseñe a los clérigos de la diócesis. A partir de entonces se ponen en funcionamiento las cátedras de gramática, que tienen como precedente inmediato las escuelas medievales. Estos maestros de Gramática van a ser figuras muy extendidas por España a finales del s. XV. El autor nos demuestra cómo a través de los pacientes y elaborados trabajos de los preceptores de latinidad se asienta la base de la enseñanza en España, ya que el conocimiento de la lengua latina resulta indispensable para encaminar cualquier estudio.

    La claridad de su exposición nos permite examinar con detalle la organización de estas cátedras, y percibimos el método docente de estos preceptores, el sistema de aprendizaje, los textos más estudiados.

    Dedica el autor un amplio apartado a los estatutos y al funcionamiento de la Cátedra de Jaén, que proporciona una fuente de documentación y un valioso instrumento de análisis para comprender mejor las actividades desarrolladas durante estos siglos en las Cátedras de Gramática.

    Consideramos igualmente interesante el estudio detallado de dos insignes maestros de latinidad de dicha Cátedra: Bartolomé Martínez con su traducción versificada de las Odas horacianas y Francisco de Cuenca con una variada poesía.

    En definitiva, podemos concluir que estos acertados trabajos nos alumbran nuevas perspectivas y matices en la inagotable labor que supone bucear en los quehaceres del humanista; despiertan al mismo tiempo la curiosidad y sensibilizan a los lectores hasta el punto que nada cuesta imaginar aquellas doctas aulas impregnadas del saber de los clásicos y del Arte de Nebrija.

G. Senés Rodríguez

 

Publicado en Analecta Malacitana, XX, 1, 1997, págs. 314-320.

Francisco Sánchez de las Brozas, Minerva o De causis linguae Latinae (intr. y ed. libros I, III y IV E. Sánchez Salor, y edición libro II C. Chaparro Gómez), Institución Cultural «El Brocense», Universidad de Extremadura, Cáceres, 1995, 691 págs.

    La obra que ahora presentamos es la edición bilingüe de la famosa Minerva del Brocense, publicada en 1587, la última que sale directamente de las manos de Sánchez de las Brozas —por lo que ha sido la utilizada como texto base—, y que supone la recopilación de toda su doctrina gramatical anterior, dispersa en una Minerva de 1562, en unas Institutiones, de las que se hicieron varias ediciones (1562, 1572 y 1576 sobre todo), y en las Paradoxa de 1582.

    Aunque el texto base sea el de 1587, los autores no han dudado en cotejar y recoger en el aparato crítico la edición de la Minerva de 1562, hecha por E. del Estal en 1975; las ediciones de las Institutiones de 1572 y 1576 y las Paradoxa de 1582. Con ello, el lector dispone en el mismo volumen, no sólo de la edición de la mejor versión de la Minerva disponible con su correspondiente traducción, sino que también se puede hacer una idea cabal de la compleja historia del texto y de la formación de la obra. Pues, aunque es cierto que la Minerva supera ampliamente a sus predecesoras en múltiples aspectos doctrinales, todas ellas están presentes, de una manera u otra, en la edición de 1587. Así, de modo general, se puede afirmar que cuando se trata de dar explicaciones racionales sobre la lengua latina el texto base es la Minerva de 1562; cuando se trata de describir la lengua latina se utilizan las Institutiones, estando las Paradoxa sobre todo en el libro IV.

    La obra consta también de una breve introducción (págs. 7-29), a cargo de Sánchez Salor, centrada sobre todo en rebatir los tópicos que sobre esta obra y su autor existen, a saber: que se suele considerar al Brocense nada menos que como el padre de la gramática general y teórica y que se trataría de la primera sintaxis hecha en la Antigüedad. Traza también la historia del texto y el origen de la obra, de la que nosotros ya hemos hecho al principio un pequeño esbozo, y se dedica, por fin, al análisis pormenorizado, libro por libro, capítulo por capítulo, del contenido de la obra, señalando en cada caso qué es lo que ya se encontraba en las obras anteriores de este autor, qué es lo que resulta novedoso y en qué tratamientos de los diversos problemas gramaticales el Brocense resulta más innovador para su tiempo —pues algunos de ellos, como tendremos ocasión de comprobar, coinciden plenamente con lo que la lingüística actual opina—. Este último apartado de la introducción, que abarca las páginas 12 a 28, es especialmente clarificador dada la naturaleza particular de esta obra, ayudando al lector a comprender rápidamente qué es lo esencial de la doctrina del Brocense.

    Se completa este trabajo con una brevísima bibliografía de la introducción (pág. 31); el aparato de fuentes, que nos da la cita exacta de los autores clásicos y de su tiempo que el Brocense cita abundantemente (al modo descuidado que era habitual entonces); frecuentes notas que acompañan al texto de la traducción castellana, y que normalmente vienen a aclarar los contenidos doctrinales tratados por el Brocense en cada caso; y un índice de nombres (págs. 685-688) y el Índice general (págs. 689-691).

    Unas palabras merece la excelente traducción del latín hecha por los profesores Sánchez Salor y Chaparro Gómez. Pues a la dificultad inherente a cualquier traducción de un texto en el llamado «latín humanístico» —hecho por autores que ya no tenían al latín como lengua materna, sino como lengua aprendida en las escuelas—, se añade la propia temática de esta obra: una gramática con doctrina compleja y no siempre fácilmente aprehensible, al menos para el lector no iniciado. Conscientes de ello, los autores han tratado no sólo de ser lo más fieles posible al texto original traduciendo con precisión la terminología lingüística, sino que no han dudado en dar en castellano una traducción explicativa cuando la concisión del original era excesiva, con lo que se gana en claridad.

    Leer con detenimiento hoy día las ideas del Brocense es una experiencia muy enriquecedora. Pues no estamos sólo ante un hombre profundamente conocedor de la lengua latina —capaz de dar una infinidad de ejemplos de los más diversos autores latinos para demostrar sus postulados—, con amplios conocimientos también del griego y el hebreo —lo que se dice un humanista integral—, sino ante un auténtico adelantado a su tiempo en muchos puntos de su doctrina.

    En contra de lo que muchos autores han dicho, la originalidad del Brocense no está en haber sido el creador de la primera gramática general y teórica —aunque es cierto que su Minerva es precisamente eso—, ni en haber creado la primera sintaxis de la Antigüedad —en el convencimiento de que los gramáticos antiguos no se preocuparon excesivamente de ella—. Y esto es así porque, como han demostrado autores como G. A. Padley y Vicente Becarés, ambas cosas ya estaban en los modelos del Brocense: Prisciano, Apolonio Díscolo —entre los autores antiguos—, y Linacro y Escalígero —entre autores contemporáneos suyos—.

    En efecto, antes que el Brocense, Apolonio Díscolo y Prisciano habían convertido la sintaxis oracional en objeto de su estudio. Apolonio Díscolo fue realmente el primero que, dejando atrás la morfología, pasó al nivel de la gramática teórica. Para él el dominio de la sintaxis lo forma la oración perfecta, que debe poseer dos requisitos, tener al menos dos elementos (nombre y verbo) y coherencia. Prisciano, discípulo de Apolonio Díscolo, fue el auténtico creador de la sintaxis latina distinguiéndose también por confeccionar una auténtica gramática general, por lo que en este terreno el Brocense no fue sino un mero continuador.

    Es cierto también que nuestro autor plantea cuestiones sintácticas en su Minerva, pero antes que él, en el propio siglo XVI, eso mismo ya lo había hecho Julio César Escalígero. Además la gramática de Escalígero, que el Brocense conoce y utiliza, era también universal, aunque aún lógica y filosófica, de base aristotélica. El principal mérito del Brocense en este punto es el haber sido capaz de alcanzar una gramática general desde presupuestos no sólo lógico-filosóficos, sino también lingüísticos, y todo ello sin despreciar el uso consagrado por los mejores escritores al emplear el latín ni la teoría gramatical al estudiar la lengua.

    La razón por la que llamó a su obra Minerva o Causas de la lengua latina es porque él se propone descubrir la causa verdadera de cada cuestión; quiere dar la explicación racional de cada problema, desaprobando el simple principio de autoridad: «Nadie se debe extrañar, si no sigo a los hombres ilustres. Y es que por muchas autoridades en que se apoye el gramático, si no demuestra lo que dice con la razón y con ejemplos, no será digno de crédito en nada, y menos en gramática» (pág. 43). Y como Minerva era la diosa latina de la razón, he ahí la justificación de su título. Además, Escalígero, al que sigue, ya había escrito también sobre las causas de la lengua latina, por lo que consideró pertinente mantener el mismo subtítulo.

    La Minerva se presenta como el intento más serio hasta entonces por restaurar la dignidad de los estudios gramaticales, postrados por siglos de mala enseñanza —eso sí, siempre desde principios racionales—: «Me limito a resucitar y a reponer la antigüedad que estaba postrada por culpa de la maldad de los bárbaros —me refiero a los Mamotretos, Catolicones y Pastranas—. Estos, en efecto, al plantear dura batalla contra Cicerón y demás latinos, arruinaron a lo largo y a lo ancho las buenas letras» (pág. 37); y más abajo: «Y es que el objetivo total de la Minerva es éste: mostrar que las reglas gramaticales son racionales y fáciles» (ibid.).

    Es obsesivo en nuestro autor el afán por atacar y ridiculizar a los que él considera malos gramáticos, personalizados en la figura del italiano Lorenzo Valla, a quien considera la fuente de todos los errores en gramática. Acerca de la ‘capacidad’ de los gramáticos dice: «En el caso del ablativo, al que erróneamente llaman absoluto, los gramáticos han delirado en exceso. Pero hay que perdonarles. Y es que este tema es de mayor profundidad de la que puede alcanzar el talento de los gramáticos» (pág. 157); de su rechazo a Valla: «Pero quien ha sobresalido en ineptitud es Valla, cuyo interés fue el de pisotear la lengua latina; éste ha arrastrado hacia el precipicio a los demás gramáticos» (pág. 175); o también: «En el laberinto de los recíprocos yo desearía contar con un Teseo conductor del hilo más diligente de lo que fue Valla, quien, con gran esfuerzo, transmite, como es su costumbre, gran cantidad de tonterías, metiéndose incluso con los escritores más serios» (pág. 201).

    En este afán por enmendar «entuertos» anteriores, el Brocense se reconoce seguidor de Nebrija, al cual achaca, sin embargo, el no haber sido capaz de acabar su labor: «Así pues, lo que él no pudo terminar, quizás me lo dejó a mí para que lo acabara» (pág. 37).

    Obtenemos así la imagen de un hombre seguro de sí mismo hasta la soberbia, con un afán excesivamente racionalista y sistematizador, que igual que le llevará a formular teorías geniales, le hará caer en errores importantes por la propia rigidez de sus planteamientos. A continuación pasamos a resumir brevemente sus ideas principales, señalando el libro y el capítulo en que aparecen formuladas siempre que así sea posible.

    El carácter racionalista de su doctrina le lleva a afirmar que las palabras, en el primer momento de su creación y en la lengua de origen, no fueron fruto de la casualidad, sino que tuvieron una motivación racional: «Yo ciertamente afirmaría con Platón que los nombres y las palabras aluden a la naturaleza de las cosas, si él, al afirmar esto, se refiere sólo a la primera de todas las lenguas» (pág. 41). Es más, incluso en las lenguas ya constituidas, el que en una de ellas a un objeto se le llame de un modo o de otro también tiene su justificación, por muy oscura que sea (I, 1).

    El objetivo fundamental de su gramática es la oración lógicamente construida. Ésta consta de tres partes: nombre, verbo y partícula (I, 2).

    El nombre lo define como: «Palabra que tiene número casual con género» (pág. 61).

    Respecto al caso, considera que el nominativo es el único caso recto, mientras que todos los demás serían oblicuos porque salen de él. En su opinión hay seis casos que, además, tendrían todas las lenguas, puesto que la clasificación casual es natural. Por eso, frente a los cinco casos que siempre se estudian en griego, él considera que en ésta también existe el ablativo (I, 6).

    En el género él ve una simple marca de relación sintáctica, sin ninguna oposición de significado: «Por ello no debe extrañar que llamemos masculino al nombre que lleva la marca hic, femenino al que lleva la marca haec y neutro al que lleva la marca hoc» (pág. 65). Por supuesto habría sólo dos géneros, el masculino y el femenino, siendo el neutro la negación de ambos —de ahí lo acertado de la denominación griega del mismo ouvde,teron(I, 7).

    Los adjetivos no tienen realmente género, sino, como él dice, «máscaras adaptadas al género». El género sólo está en el sustantivo, y una vez conocido éste se busca la terminación adecuada para el adjetivo (I, 7). La consecuencia que se desprende de esto es que la concordancia entre adjetivos y sustantivos sería en número y caso, no en género, puesto que el adjetivo lo que hace es adaptar su terminación a la del género del sustantivo al que acompaña, y gracias a esta terminación podemos descubrir muchas veces el género del sustantivo (II, 1). Esta doctrina coincide con la de la gramática estructural moderna, para la que el género en el adjetivo no es sino una pura marca de relación sintáctica.

    Respecto al verbo, éste se caracteriza por tener número, persona y tiempo. La persona es exclusiva del verbo, pues los nombres, propiamente, no tienen persona, sino que son de alguna persona verbal. La concordancia entre nombre y verbo es sólo de número (I, 12).

    Toda oración debe constar de nombre y verbo. Por eso niega la existencia de los verbos impersonales como miseret, licet, currit, sequitur. En todos ellos el sujeto está sobreentendido (I, 12 y III, 1).

    Respecto al modo, considera que no se trata de una categoría verbal, sino que viene marcada con frecuencia por el ablativo (I, 13).

    En el capítulo de las formas no personales, al infinitivo lo considera una forma verbal sin persona, modo ni tiempo (I, 14). Aunque sea verbo, por su significado y su construcción tendría el valor de un caso, llegando a veces a ser un auténtico nombre: scire tuum, nostrum vivere. Niega la existencia del infinitivo histórico, pues en todos los casos dependería de un verbo sobreentendido, normalmente coepit (III, 6).

    El participio es un adjetivo verbal capaz de expresar todos los valores temporales. Así amaturus es erróneo considerarlo únicamente como participio de futuro, pues puede ir acompañando a cualquier tiempo (I, 15): «Y es que todos los participios toman su significado temporal del verbo personal al que acompañan» (pág. 107).

    Respecto al supino, sólo acepta la forma en –um; de la forma en –u dice que son dativos de la 4ª y en parte ablativo y que signfican «modo» (III, 9).

    En cuanto al valor de los casos, la doctrina del Brocense coincide plenamente con la de los estructuralistas modernos, pues a nivel de sistema ve en ellos un solo valor muy general, del que derivarían los valores concretos. En la aparición de estos valores influyen la elipsis y la existencia de un determinado contexto semántico. Así, en cuanto al genitivo, considera que no puede ser regido nunca por un verbo. Por eso explica el genitivo que acompaña a los verbos de estimación o precio como regidos por el sustantivo pretio o aestimatione sobreentendido: así magni emi debería ser emi hoc magni aeris pretio. El genitivo que acompaña a los verbos de acusación y absolución iría regido también por un sustantivo crimine sobreentendido. En los verbos que indican estados afectivos, pudet, miseret, taedet, estos mismos verbos llevarían el sustantivo del que depende el genitivo: pudor peccati pudet me; miseratio pauperis miseret me (II, 3).

    En cuanto al dativo, su valor fundamental es el de adquisición o interés. Niega la existencia de los llamados dativos exclamativos como vae victis!, en donde considera que habría que sobreentender un verbo (II, 4).

    En cuanto al acusativo, considera que aquellos que no son objeto directo o sujeto de un infinitivo van regidos por alguna clase de preposición (sobre todo los acusativos que indican medida de espacio o tiempo), Niega la existencia de los acusativos exclamativos, en los que considera que habría que sobreentender un verbo como audio, narro o aspicio (II, 5). Respecto al acusativo, él sigue hablando de acusativo sujeto del infinitivo, cuando la lingüística moderna está hoy día de acuerdo en considerarlo objeto del verbo principal.

    Respecto al ablativo, rechaza su denominación tradicional, pues ésta alude sólo a uno de sus posibles valores, el separativo. Por eso prefiere la denominación más genérica de «sexto caso». Por otro lado, considera que todos los ablativos van regidos por preposición, la cual a menudo se sobreentiende. Una de las consecuencias de su doctrina sobre el ablativo es la negación de la existencia de los mal llamados «ablativos absolutos», los cuales serían unos meros circunstanciales regidos por una preposición que muchas veces se sobreentiende (II, 7).

    En cuanto a las oraciones de relativo, considera que el pronombre relativo se coloca entre dos sustantivos del mismo nombre: vidi hominem, qui homo disputabat. O sea, en toda oración de relativo subyacen dos oraciones con dos nombres correferenciales entre los que se coloca el relativo; a partir de aquí se puede eliminar cualquiera de los dos (II, 9). Esta misma doctrina se puede ver en la actualidad.

    De otro lado, niega también la existencia de los tres grados de compación: doctus, doctior, doctissimus, pues en realidad el único que compara es el comparativo, mientras que el superlativo supone sólo una amplificación de la cualidad. Respecto al régimen del comparativo y superlativo, considera que los llamados «ablativos comparativos» no son sino circunstanciales normales regidos por prae (que a veces se sobreentiende); si del comparativo dependiera un genitivo habría que sobreentender la expresión ex numero; el genitivo que aparece con el superlativo relativo es un partitivo (II, 11).

    Otro capítulo importante es la cuestión de la voz en el verbo. Para él los verbos sólo pueden ser activos o pasivos, no hay verbos «neutros» o intransitivos (III, 2 y 3). A este respecto llega a dar una larga lista de verbos tenidos tradicionalmente por neutros y que él considera que son activos (págs. 245-327), demostrando con ejemplos que pueden llevar uno o más acusativos.

    Centrándonos en el verbo pasivo, considera que éste sólo necesita un nombre sujeto. Niega la existencia del mal llamado «complemento agente», el cual sería un mero circunstancial que indicaría «de parte de»; el llamado dativo agente sólo indicaría interés; y la estructura per + acusativo es un instrumental. Niega además que el paso de la oración de activa a pasiva pueda hacerse sin cambiar el sentido (III, 4).

    En el capítulo de las conjunciones, considera que quod no tiene valor completivo, considerándolo perturbador de la lengua latina: «Ella destrozó de mala manera la dialéctica de Aristóteles y Platón, y la filosofía de ambos; ella descarnó la enseñanza de los dos derechos con formas y comentarios propios de bárbaros; ella arremetió incluso contra los comentarios y versiones latinas de las Sagradas Escrituras de tal manera que arrastró al más profundo abismo de la barbarie a hombres por lo demás muy cultos» (pág. 413). Y para negar los casos más obvios de uso completivo de quod recurre a argumentos de crítica textual o de otro tipo como el de la elipsis de algún elemento como eo (III, 14). Este empecinamiento por negar la evidencia es una de las pruebas más palpables de los excesos del rigorismo racionalista de nuestro autor, que pretende reducir el valor de todas las partículas a uno fundamental.

    Otro de los capítulos donde más claramente se perciben estos mismos excesos es su negativa a considerar que un adjetivo se pueda convertir nunca en sustantivo, con el argumento de que un accidente nunca se convierte en sustancia. Siempre que un adjetivo aparezca sólo hay que sobreentenderle alguno de los sustantivos que da en las págs. 457-541. Esta postura suya es más difícil de entender cuando el paso de una palabra de una categoría a otra es algo totalmente normal.

    Capítulo importante de su gramática es también el dedicado a las figuras de construcción —que abarca casi todo el libro IV—, que son definidas como anomalías o desigualdades de las partes; la anomalía se produce por defecto, por exceso, por discordancia o por cambio de orden: por defecto es la elipsis o zeugma; por exceso, pleonasmo; por discordancia, silepsis; por cambio de orden, hipérbaton. De todas éstas la figura estrella es la elipsis, donde podemos ver a qué conduce un deseo de sistematización excesiva.

    Son muchísimos los supuestos en los que la elipsis actúa según nuestro autor, muchos de ellos ya mencionados: suplir una preposición ante cualquier ablativo; considerar que los genitivos que acompañan a verbos van en realidad regidos por sustantivos sobreentendidos, etc. Otras de sus reglas de la elipsis son: se eliden los nominativos de la misma familia que el verbo al que acompañan (cursus curritur, statio statur); y también los acusativos de la misma familia, en los llamados usos absolutos de los verbos; en su rechazo de que la sustancia pueda ser predicada por el accidente, afirma que en los casos de adjetivos en función de atributo siempre hay elidido un sustantivo: o sea, según esto, Cicero est albus sería en realidad Cicero est homo albus; en todos los casos de adjetivos neutros del latín, así como en los relativos neutros y en los adverbios comparativos, habría que sobreentender el sustantivo negotium. De las páginas 543 a 551 da la lista de verbos que considera que se sobreentienden más a menudo. En los casos de subjuntivo con valor de imperativo considera que hay que sobreentender siempre un verbo moneo o fac ut. En cuanto a la elipsis de las preposiciones, la norma —ya vista en parte— afirma que todos los ablativos van regidos por preposición al igual que los acusativos cuando indican medida de espacio o tiempo.

    Respecto a otras figuras de construcción, queremos llamar la atención sobre la que él llama «silepsis de género». Por tal se entienden aquellos casos en que formalmente se pone un género y desde el punto de vista del significado pensamos en otro: Duo importuna prodigia, quos egestas (Cicerón en la defensa de Sextio). En relación con esta clase de silepsis tenemos los llamados sustantivos epicenos, como por ejemplo los nombres de animales, que se utilizan indistintamente para designar al macho o a la hembra. Así un ejemplo de esta supuesta silepsis sería elephantus gravida. Aquí el Brocense no ve silepsis, sino elisión, pues para él cuando empleamos tales tipos de sustantivos sobreentendemos necesariamente mas o foemina, según se trate del macho o la hembra, y que en función a esto hacemos la concordancia con el adjetivo: si ponemos elephantus gravida es que se está sobreentendiendo foemina.

    Como caso de elisión y no de silepsis se explican también aquellas frases en que se establece una concordancia en neutro cuando faltan masculinos auténticos: virga tua et baculus tuus ipsa me consolata sunt. La gramática tradicional lo explicaría como silepsis de número —cuando se expresa un número, pero se piensa en otro—. Para el Brocense faltaría negotia.

    Otro capítulo interesante es el que dedica a los helenismos, o sea, todas aquellas construcciones que se acercan tanto a la norma griega que no pueden ser justificadas desde la norma latina. Él considera helenismo, por ejemplo, cuando un nombre va entre dos verbos puede ser atraído a un caso que no corresponde al régimen de su verbo: atque ego te faciam ut miser sis. Según se ve por este ejemplo de Plauto, se trata siempre de oraciones completivas en las que el nombre sujeto del verbo de la oración completiva se saca de ella y se coloca como complemento directo del verbo principal. Otro caso serían las construcciones del tipo cupio esse clemens en que tenemos el atributo en nominativo a pesar de aparecer dentro de oración de infinitivo. La justificación que el Brocense encuentra para ella es que como el griego puede poner un nominativo como sujeto del infinitivo, es lógico que le siga un nominativo. También considera helenismo las construcciones en que él dice que se suple katá, o sea, el acusativo de relación, las construcciones de doble acusativo: fractus membra, albus dentes, doceo te artes, multa sese incusans. Aquí cree que se eliden preposiciones como iuxta, secundum o per.

    Respecto al significado de las palabras, considera que cada palabra sólo tiene un significado. Niega, por tanto, la existencia de equívocos. Desde esta perspectiva, son muy interesantes las explicaciones etimológicas que da de las páginas 623 a 635, intentando reducir las distintas acepciones a una sola básica y fundamental: así, nepos sería para él «hijo de los hijos»; opus significaría «el todo», «el asunto» y siempre sería sustantivo; mundus sería siempre adjetivo y estaría relacionado con movere, etc.

    También en el terreno semántico, en las páginas 641 a 663 combate la antífrasis, de la que algunos gramáticos abusaban. Por antífrasis se debería entender cierto tipo de ironía, pues decimos negando algo que debía ser afirmado, o sea, ‘no me desagrada’ por ‘me agrada’; ‘no discute mal’ por ‘discute bien’. En realidad, más que de antífrasis estos ejemplos son casos de lítotes. Así, ciertos gramáticos explicaban el sentido de bellum a partir del hecho de que la guerra no es bella, cuando la verdadera explicación —como nos hace ver nuestro autor—– es porque los antiguos decían duellum a lo que luego llamaron bellum.

    De las páginas 665 a 671 hay un curioso apartado en donde se dedica a rebatir las objeciones que otros gramáticos le hacían a propósito de frases o expresiones usadas por él: así le discutían la frase elegantissimum aureum annulum. Valla decía a este respecto que en latín no se podían poner dos adjetivos al lado de un solo sustantivo, cosa que nuestro autor sí considera posible y elegante.

    Las últimas páginas las dedica el Brocense a criticar a aquellos que creen exhibir mejor su dominio del latín hablándolo. En cuanto a esto él alega que se trata de un grave error. El único modo que se tiene de demostrar que se conoce bien esta lengua es escribiendo, meditando e imitando: «No aprendemos el hebreo y el griego para hablarlo, sino para hacernos personas doctas. ¿Por qué no vamos a hacer lo mismo con el latín, máxime cuando ya no hay ningún pueblo que hable latín o griego?» (pág. 673). De ahí se desprende, para nuestro autor, que a la hora de aprender bien una lengua tiene más importancia la lengua escrita que la hablada, pues usando palabras de Cicerón: «La pluma es el mejor y más hábil de nuestros maestros para formarnos en el bien hablar» (pág. 677), siendo aceptables sólo aquellos usos que estén atestiguados en algún autor.

    Por supuesto, para el Brocense el aprendizaje de la lengua latina sólo se puede hacer a partir de la imitación de los mejores escritores: «La lengua debe ser aprendida de los escritores y no de la gramática; la gramática no enseña a hablar latín, sino que adapta el latín a una técnica gramatical; a hablar latín se aprende después imitando a los latinos» (pág. 239).

    En estas líneas que preceden hemos tratado de condensar lo esencial del pensamiento de un autor de fuerte personalidad y carácter, polémico, que supo brillar con luz propia en el panorama del humanismo español del s. XVI y cuya obra y pensamiento constituyen, como se ha visto, un eslabón fundamental en la historia de la lingüística moderna.

    Sin duda, la magnífica edición de los profesores Sánchez Salor y Chaparro Gómez constituye una aportación decisiva para facilitar el acercamiento a la obra y el pensamiento de este humanista a un tipo de público constituido sobre todo por estudiosos o personas que se inician en el mundo de la lingüística, y para los que el latín, en el que la obra del Brocense se escribió, constituye una barrera infranqueable.

C. Macías Villalobos

 

Publicado en Analecta Malacitana, XX, 1, 1997, págs. 320-22

Ricardo Redoli Morales, Una traducción poética: Sonnets & élégies de Louise Labé (ed., trad. y notas a cargo de R. Redoli Morales; bibliografía histórica y literaria, de C. García Rueda y R. Redoli Morales; prólogo de J. I. Velázquez Ezquerra), Comares, Granada, 1997, 164 págs.

    La tradicional escasez de noticias en torno a Louise Labé, tan difuminada figura del renacimiento francés como universal ejemplo de bravura femenina, se ve ahora enriquecida con esta aportación bibliográfica del profesor Redoli. Su cuidada presentación recoge el mejor legado del libro típicamente universitario: manejable, bien expuesto y grato a la vista y al tacto. Un libro atractivo, en suma, tentación irresistible para el lector y sensual placer para el intelecto.

    Tratándose de una «princesa» de la cultura renacentista, la obra de L. Labé merecería la atención de una reina, y así, la especial dedicatoria del autor de la traducción a doña Sofía de grecia, Reina de españa, abre majestuosamente la edición. Luego, el prólogo de Velázquez Ezquerra, aguda mirada a través de una celosía, subraya la dificultad de mostrar con nitidez el perfil biográfico de alguien que dejó tras sí tan pocas huellas personales.

    La «Referencia Histórica» de García Rueda-Redoli Morales nos muestra una mujer de cuerpo entero, una Louise Labé capaz de tomar la aguja con tanto esmero como fuerza en empuñar la espada; tanta destreza en el manejo de las lenguas (francesa, latina e itálica) como coraje en la defensa de los sentimientos —propios y ajenos—. Sin embargo, el tradicional misterio en torno a tan peculiar historia propició la aparición de mitos, que en puntual nota rechazan los autores con un simple ademán.

    El titulado «Juicio de Ginebra» ocupa gran parte de dicha «Referencia» y es probablemente el capítulo más documentado de la vida de la escritora. También es el que más encaja en el gusto de hoy. redactado con gracia y soltura, paga, no obstante, tributo a nuestro momento finisecular. El presunto feminismo de Louise Labé se aleja, a mi entender, de lo puramente razonable, por forzado. Toda síntesis es un riesgo, pero creo que si algo caracteriza al Humanismo es precisamente el individualismo (conciencia y voluntad de singularizarse): poco importaba en aquel momento el género, como no fuera el humano. De modo que, la resonancia de los gestos de Louise Labé por afirmar su individualidad (singularidad frente a «lo» femenino y a «lo» masculino), podrían malinterpretarse fácilmente hoy como golpes de tam-tam de una guerra desconocida en su época. Los humanistas de cualquier sexo defendieron con mejor o peor fortuna lo definitivamente humano: «ens rationalis, individua substantia» (Boetius, Consolatio philosophica), y en ese frente sí encontramos valerosamente a la cordelerita; pero aplicar a su acción el tinte político que hoy envuelve e impregna al feminismo nos parece cuando menos sospechoso. en el antiguo régimen, el poder absoluto o absolutismo real no distinguía entre reyes y reinas. Casi coetánea suya fue precisamente Catalina de Médicis, quien, imperturbable, dictó una orden cuyo cumplimiento causó en una sola noche —la de S. Bartolomé, 24 de agosto de 1572— más muertes que toda la actividad de la inquisición en sus casi seis siglos de historia europea. No, los hombres tampoco gozaban entonces de «derechos ciudadanos».

    El siglo XVI es el siglo del Humanismo, y, si bien es verdad que las humanistas no son legión —tampoco ellos fueron tantos—, no dejan sin embargo de salpicar con su presencia la nómina de tan insignes adelantados en todas las naciones de Europa. Luego, cada cual dio su talla particular, aumentada o reducida por la caja de resonancia especial de la época. Pero, curiosamente, respecto a lo femenino, dicha resonancia aparece ahora, en las postrimerías del siglo XX, con especial intensidad; aunque, viniendo el sonido de tan lejos, su eco nos llega inevitablemente deformado. El signo de los tiempos marca con buril a quienes los viven, y no deja de sorprender al lector desprevenido que autoras tan poco femeninas como nuestra Pardo bazán o la francesa Aurore Dupin (George Sand) —oculta, como Cecilia Böhl de Faber (Fernán Caballero), tras un seudónimo masculino—, se vean ahora arrastradas por la crecida actual de «feminismo». ¿Podría darse el caso de que, pretendiendo igualar ambos sexos, se llegara al exceso de despreciar lo femenino por mor de lo masculino? en todo caso, no creo verosímil poder enredar en tales aguas a nuestra Louise Labé.

    Tanto para acabar con este asunto enfadoso y claramente marginal en el libro que reseñamos como para justificar mis particulares apreciaciones, diré que quizá lo más difícil de aceptar de esta corriente sociológica actual sea la confusión terminológica intencionada en el habla común de nuestra época. La dicotomía machismo / feminismo implica filosófica y lingüísticamente la mezcla imposible de dos planos: género y especie —respectivamente, tronco y rama del célebre árbol de Porfirio—. el primero no es específico del hombre; pertenece a todo ser sexuado y distingue entre macho y hembra. Su exponente lingüístico sería el par «machismo / hembrismo». Dentro de la especie humana, dotada, además de los caracteres fisiológicos antedichos, de marcados rasgos psicológicos y vida sentimental diferenciada, cabe lo masculino y lo femenino. El enfrentamiento de ambos aspectos debería dar en consecuencia lingüística el par «feminismo/masculinismo». La legítima defensa de lo primero —que debería contar con la anuencia de todo hombre de bien, pues todos hemos nacido de mujer— no debería permitirse degradar al hombre a la simple categoría de animal (macho), pues, siendo ambos de la misma naturaleza, se degradan los dos. En todo caso, sería deseable no contagiar de esta fiebre ideológica tan de hoy a personas y pensamientos tan de ayer.

    El análisis técnico de la traducción de los Sonetos y Elegías merece mención aparte. El concepto de fidelidad en traducción es uno de los más complejos y esenciales. La teoría clásica al respecto establece al menos seis criterios referenciales para confiar, si no en la equivalencia, sí en la adecuación de una traducción. Son los relativos a la naturaleza de lengua original del texto, al complejo mundo del autor (intención, época, circunstancias y redacción del texto), a la correlación temporal entre el texto original y el traducido, al complejo mundo del traductor (intención, época, circunstancias, conocimiento de las lenguas en cuestión y modos de traducir), a la naturaleza de la lengua destinataria de la traducción, y, finalmente, al lector-receptor de la traducción. Aunque el profesor Redoli sólo hace explícita mención de los dos primeros (cf. pág. 41) su obra demuestra implícitamente el perfecto conocimiento de los demás. tratándose de poesía, «el hecho de conocer a la perfección dos lenguas diferentes no significará, pues, que una interpretación poética fiable pueda estar al alcance de cualquier traductor, ni aun siendo bilingüe». Cierto, hay que ser además un gran poeta. Si la esencia de la poesía consiste en la capacidad de expresar lo que a la prosa le es imposible (J. Cohen, Structure du langage poétique), la fidelidad al lector exige ofrecerle, con el significado, la posibilidad de sentirlo de otra manera, suya, inefable, intransferible. Y esto es lo que recibimos generosamente en este libro. La entrega bilingüe permite comprobarlo.

    En su munificencia el profesor Redoli se permite además otro regalo especial al lector: el soneto propio «A Louise Labé, lionesa». En él puede apreciarse cuanto hemos dicho en el párrafo anterior: identificación del traductor con el autor traducido y recursos poéticos para llevar a cabo el propósito. Claro ejemplo de ello es la soltura y originalidad de sus rimas. Obsérvese que en los tercetos de algunos sonetos la rima se encuentra a distancia no de cuatro, sino de cinco y hasta de seis versos (cf. III y V), con resultados sorprendentes y manifiestamente originales. En otros casos (Elegía II, pág. 125), su facilidad de versificación llega al derroche ofreciéndonos en nota una segunda posibilidad de traducción poética del mismo cuarteto, que en el caso citado creo más lograda que la dada en texto.

    El poemario recogido se compone de 24 sonetos y 3 elegías, cuya disposición inversa a la tradicionalmente conocida de las Oeuvres complètes de L. Labé justifica el autor de su traducción en breve introducción puntual (pág. 105). La selección de términos y de imágenes poéticos plantea técnicamente problemas específicos que, en cualquier caso, encuentran siempre cumplida explicación en notas a pie de página. Finalmente, dos apéndices con las últimas palabras de cada verso (francés y español) y una breve pero esencial referencia bibliográfica componen el conjunto de un libro magnífico en su presentación y opulento en su contenido.

Q. Calle Carabias