RECENSIONES III

 

SUMARIO

Belén López Meirena, La posición del sujeto en la cláusula monoactancial en español (P. M. Hurtado Valero); Vincenzo Lo Cascio, Gramática de la Argumentación (C. Cuadrado); Liu Xie, El corazón de la literatura y el cincelado de dragones (I. Arbillaga); La Poncella de Francia. La historia castellana de Juana de Arco (P. Ruiz Pérez); Cristóbal Cuevas García (ed.), Bécquer. Origen y estética de la modernidad (C. J. Duarte); María Isabel Jiménez Morales, Escritoras malagueñas del siglo XIX (J. L. Ortiz Rodríguez); Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto (A. M. Luque Laguna); Emilio Araúxo, As chairas da letra (V. Araguas); Nicholas Martin, Nietzsche and Schiller: Untimely Aesthetics (R. Miguel Alfonso); G. R. Thompson, The Art of Authorial Presence: Hawthorne’s Provincial Tales (R. Miguel Alfonso).

 

Publicados en Analecta Malacitana, XXI, 1, 1998.

Belén López Meirena, La posición del sujeto en la cláusula monoactancial en español, Universidad de Santiago de Compostela (Col. Lalia, Series Maior, nº 7), 1997, 284 págs.

   Teniendo en cuenta la libertad de que goza la frase española en cuanto al orden de sus constituyentes, resulta sorprendente que nuestros lingüistas no hayan mostrado excesivo interés por su estudio. Afortunadamente, en los últimos años se vienen desarrollando esfuerzos para esclarecer este sector de la gramática; esfuerzos que han dado un significativo paso adelante con el trabajo que gustosamente acabamos de leer. Belén López Meirena ofrece una investigación completa y satisfactoria sobre un aspecto muy concreto de la temática: la posición del sujeto en la cláusula donde éste figura como único actante.

    La autora combina el análisis funcional con la síntesis que obtiene de un amplio corpus textual. Hay análisis funcional, porque aspira a descubrir el rendimiento gramatical del orden de los constituyentes en español; y, como base, un trabajo empírico que le permite presentar sus conclusiones como tendencias de validez. El trabajo inductivo, riguroso y serio, parte de los datos que proporciona el análisis del Archivo de Textos Hispánicos de la Universidad de Santiago (ARTHUS), corpus informatizado mediante la Base de datos sintácticos del español actual (BADSEA); pero todo esto viene interpretado a partir de un marco teórico bien conocido y sopesado por la autora.

    El orden de los elementos en la frase guarda, sin duda, relación con lo que DeLancey denomina corriente de atención del hablante. Por ello la autora parte de la hipótesis de que, en español, el orden actúa como procedimiento fundamental para expresar la estructura temática (según la noción de Halliday): en los casos no marcados, la cláusula española suele asociar el tema con el sujeto, aunque por diferentes razones no siempre ocurre así. Para el tipo de cláusulas que nos ocupa, la distribución sujeto-verbo corresponde a la estructura tema-rema, mientras que la estructura verbo-sujeto corresponde a una estructura atemática. Puesto que el orden básico en español resulta de una gramaticalización del orden informativo, y nuestra lengua tiene carácter acusativo, el orden básico debe ser sujeto-verbo-objeto o sujeto-verbo; pero, siendo el español una lengua de orden libre, el grado de gramaticalización es inferior al de lenguas de orden rígido, y por ello la estructura sintáctica puede diferir de la estructura temática. Ya que el español debe seleccionar como tema el elemento agentivo, en las monoactanciales el papel de tema corresponde al sujeto, que tiende a anteponerse; y esto significa que, cuando esa anteposición no ocurre, nos encontraremos con una cláusula atemática o con que el elemento más agentivo no es precisamente el sujeto. Con este presupuesto, es razonable que el lingüista deba explicar los casos en que no se ha llegado a la gramaticalización tema > agente > sujeto. Y ése es el objetivo de esta obra, circunscrita a las cláusulas monoactanciales, donde sólo cabe la distinción, en cuanto a la estructura temática, entre cláusulas temáticas y atemáticas.

    Para empezar, la investigadora se plantea el influjo que las propiedades semánticas de los verbos ejercen en el orden de los constituyentes. Después de pasar revista a distintas clasificaciones referenciales (la de Morales de Walters y Delbecque, la de Hatcher, etc.), y de considerar algunos estudios sobre el influjo de los verbos ergativos en el orden (hipótesis de Burzio o de Belletti, y aproximaciones como las de Bosque), se llega a la conclusión de que, para explicar el orden no marcado de los constituyentes, no es el estudio lexemático de los verbos la vía regia: la pertenencia a determinada clase semántica (verbos acusativos o no ergativos, verbos ergativos o deponentes) sólo sirve para explicar, con ciertas reservas, las preferencias de posición en un reducido número de verbos, según el corpus textual considerado. Por ello, la autora decide centrarse en tres rasgos semánticos específicos —el control, la animación y la definitud— para determinar cómo influye la ausencia de éstos en la posposición del sujeto dentro de la cláusula intransitiva con un solo actante. A estos rasgos dedica sendos capítulos, que constituyen el núcleo de su aportación.

    En cuanto al control, la investigación nos descubre que, tanto en la cláusula activa como en la pronominal, este rasgo semántico es fundamental. Como las activas expresan las acciones controladas por un argumento agentivo, suelen encajar en la estructura tema-rema, y por ello tienden a presentar un sujeto antepuesto; en cambio, las medias, que se desvían de ese prototipo en una lengua acusativa como el español, comportan el rasgo falta de control y tienden a constituir estructuras atemáticas, con un sujeto que tiende a posponerse.

    Sobre el rasgo semántico de animación, que no coincide con el precedente aunque guarde relación con él, la autora descubre que, en español, es la dicotomía animado / inanimado lo que influye en la ubicación del sujeto, mientras que el rasgo humano / no humano parece carecer de esta facultad, al menos en el tipo de frase estudiado. A esta conclusión llega tras analizar la relevancia de una jerarquía en el rasgo de animación (partiendo de la escala de Silverstein y Dixon, que en realidad presenta una mezcla de este rasgo con el siguiente).

    Finalmente, en cuanto al rasgo semántico de la definitud, tras considerar ese efecto en la concepciones tradicional, logicista y generativa, la autora se decide por ligarlo al concepto de referencia. Estudia los principales modos de expresión de la referencia y de la definitud, estableciendo una escala donde los nombres propios desempeñan el más alto grado (seguidos de los pronombres personales, demostrativos, etc.), y donde los sustantivos sin modificador y sin determinante ocupan el nivel más bajo: ambos extremos corresponden a la mayor tendencia a figurar como tema o como rema respectivamente. El resultado es una jerarquía de tres grados (referencial definido > referencial indefinido > no referencial), que permite explicar con claridad los casos extremos y las vacilaciones de los casos intermedios.

    López Meirena nos ha proporcionado un buen ejemplo de trabajo científico en nuestra materia. Su atinado método se ha combinado con una meticulosa atención al hecho lingüístico concreto (plasmado en los datos de su amplia muestra), con un adecuado marco conceptual para formular sus hipótesis y con un gran rigor para demostrarlas. Todo esto, junto con la exposición natural y sistemática, ha dado como fruto una aportación quizás definitiva, en cuanto al asunto específico de su investigación.

P. M. Hurtado Valero

 

Vincenzo Lo Cascio, Gramática de la Argumentación (versión española de D. Casacuberta), Alianza Editorial (AU 895), Madrid, 1998, 374 págs.

    La argumentación es una de las modalidades del discurso más utilizadas bien de forma explícita o implícita en la actuación lingüística diaria. No sólo ocupa el lugar predominante en la situación dialéctica sino que también se halla presente en cualquier otra, sea familiar, coloquial, expositiva, etc. en donde suele encontrarse en íntima relación con la exposición. La afirmación de las propias convicciones, el intento de imponerlas o, cuanto menos, de hacerlas comprensivas a los demás para que puedan ser aceptadas y el juzgar de la verdad o falsedad de las opiniones ajenas es algo que está presente prácticamente en todos los actos de habla. Pese a ello, no sabemos de ningún estudio anterior que aborde este tema desde el punto de vista de la estructura lingüística del texto o del discurso. Hasta ahora todos los estudios que se han realizado en torno a la argumentación se han hecho atendiendo preferentemente a los aspectos lógicos, sociológicos y retóricos, dejando de lado los lingüísticos.

    Vincenzo Lo Cascio, consciente de la importancia del tema y de la perentoria necesidad de abordarlo desde el punto de vista lingüístico, hizo un estudio de los distintos tipos de textos argumentativos, de los argumentos más comunes, de las estrategias utilizadas y de los mecanismos de las falacias. Los resultados los publicó en su obra Grammatica dell’argomentare. Strategie e Strutture, La nueva Italia Editrice, Scandicci (Firenze), 1991. Unos años más tarde, convencido del carácter general de su obra y de que podría ser útil para hablantes de cualquier otra lengua, encargó a David Casacuberta su traducción al español. La labor de Casacuberta supera con mucho la propia de un simple traductor pues no se redujo a verter el contenido de una lengua a otra, sino que tuvo que hacer una adaptación de los ejemplos utilizados en la versión original y sustituir los textos italianos por otros castellanos. Se trata de una tarea muy laboriosa ya que no es fácil encontrar y seleccionar textos adecuados, con las mismas características, problemas y matices que los originales de otra lengua. No obstante, los resultados que obtienen son dignos de todo elogio, como reconoce el propio autor en el Prólogo a la edición española cuando afirma que el traductor ha realizado este cometido con indudable maestría y habilidad.

    Lo Cascio se propone lograr un equilibrio entre la teoría y la práctica. En cuanto a lo primero, busca desarrollar una gramática textual de la argumentación mediante el análisis de los distintos modelos utilizados, la clasificación de las categorías, la formulación de los elementos y las reglas de cohesión del texto. Las reflexiones teóricas se acompañan en todo momento de numerosos ejemplos, tomados de la lengua viva, que ilustran y ratifican las conclusiones dotando a la obra de un carácter eminentemente práctico.

    La Gramática de la argumentación está destinada preferentemente a todos aquellos que se dedican al estudio de los problemas teóricos propios de este campo y que pretenden al mismo tiempo diseñar procedimientos y estrategias para el aprendizaje y la didáctica tanto de la lengua materna como de la extranjera. El autor es consciente de que éste es el primer intento de definir una gramática textual de la argumentación desde el punto de vista lingüístico en donde se analiza el microtexto para establecer la relación entre la sintaxis y la organización formal del discurso con las situaciones comunicativas concretas para su uso adecuado. Por esto, sólo desea que su obra se constituya en el punto de partida de la reflexión teórica sobre los aspectos lingüísticos específicos del razonamiento. No pretende ser un manual de instrucciones al que se pueda acudir en momentos puntuales para solucionar situaciones comunicativas concretas, ni tampoco un vademecum del buen hablar o escribir (pág. 26). Quiere ser una obra descriptiva que analice los diversos modos en que los hablantes pueden prepararse para argumentar o para valorar argumentos. Espera que sea una base de reflexión para ulteriores estudios y que suscite un debate en el ámbito de la lingüística teórica y de la enseñanza sobre el fenómeno fascinante y complejo del razonamiento lingüístico (pág. 27).

    Pudiera parecer que un texto hecho y pensado para las estructuras argumentativas específicas del italiano difícilmente puede servir también para otras lenguas como, en este caso, el español. El autor no duda de ello y se apoya en el hecho de que el italiano y el español son lenguas con una misma raíz inmediata y, en consecuencia, con estructuras parecidas. Además, encuentra a su favor la estructura profunda. En el fondo de esta convicción se encuentran los principios de la gramática general que, inspirada en los teorías cartesianas, se extendió desde Port-Royal hasta bien avanzado el siglo XIX. El autor piensa que las relaciones lingüísticas son la expresión de las relaciones lógicas del pensamiento que, en cuanto tales, son comunes a todos los hombres, aunque con ciertas matizaciones. Parece que se sitúa al lado de la Glosemática de L. Hjelmslev cuándo éste dice que las lenguas tienen en común el principio de la estructura y se distinguen por el modo de la aplicación concreta de este principio. Es decir, las lenguas se distinguen en la forma, no en el contenido. La sustancia tanto del contenido como de la expresión es la misma, pero las formas son distintas de una lengua a otra. Lo Cascio afirma que cada lengua dispone de sus propios modelos de estructura superficial y puede suceder que, aunque dos lenguas tengan modelos parecidos, sin embargo, el significado sea diferente y que, en consecuencia, no aludan a una misma estructura profunda (pág. 21). Por esto, se propone hacer el inventario de los modelos argumentativos que el sistema del español ofrece para llegar a entender su naturaleza y su funcionamiento. Con estos modelos pretende conseguir la competencia del hablante, de manera que éste llegue al conocimiento de todas las formas existentes, de las distintas situaciones en que se debe de usar cada una de ellas y del orden en que la mente las asimila según el desarrollo biológico y sociocultural.

    Son muchos los estudios que se han hecho de las distintas formas empleadas en nuestra lengua y de los múltiples recursos que el sistema ofrece para expresar las relaciones lógicas. En cualquier bibliografía proliferan los estudios monográficos en torno a la relación causal, final, consecutiva, etc. Se trata de estudios basados generalmente en un corpus homogéneo desde el punto de vista cronológico o temático. En ellos se intenta analizar las estructuras utilizadas en cada época o en cada uso específico del lenguaje, sea jurídico, científico, literario, etc., y los elementos nexivos que marcan estas relaciones. Si estos estudios son importantes y colaboran de forma decisiva al conocimiento de nuestra lengua y a explicar muchas de sus estructuras y usos sincrónicos, sin embargo no son más que calas separadas que profundizan, eso sí, en la estructura, pero que frecuentemente pierden la visión de conjunto de estas relaciones. Se echaba en falta un estudio completo de las formas del discurso argumentativo y de los modos propios de marcar estas relaciones. La Gramática de la argumentación quiere precisamente llenar este vacío al estudiar las estructuras que se usan en la argumentación en donde, de una u otra manera, todas estas formas de expresión encuentran su campo propio.

    La obra se organiza en tres partes, precedidas de un índice general y del prólogo a la edición española. La primera es una introducción donde el autor define sus objetivos y el modo de llevarlos a cabo. La segunda, que constituye el cuerpo de su estudio, se desarrolla en nueve capítulos más uno de conclusiones generales. En la última parte se recoge la bibliografía y un índice analítico de la terminología específica.

    En el desarrollo de la gramática que hace a lo largo de los nueve capítulos primeros, el autor se limita a la sintaxis argumentativa, dejando de lado todos aquellos aspectos retóricos y poéticos que se utilizan para embellecer y colaborar a la efectividad del razonamiento. Comienza su estudio con la identificación por medio de textos concretos de los tres elementos (dato, regla general y tesis) que deben estar presentes en todo mensaje argumentativo. Al analizar la argumentación, en cuanto acto de habla dirigida a convencer, es preciso tener en cuenta el tema del que se habla, los distintos tipos de contextos o la situación comunicativa en que se produce y los interlocutores que intervienen. Esto lo desarrolla en el capítulo segundo donde distingue: la argumentación oral y escrita, la conversación, la discusión, el debate, el discurso político, etc. El tercer capítulo se dedica al estudio del elemento pragmático que envuelve y condiciona el razonamiento, como son el marco en el que se desarrolla el razonamiento, el tipo de público al que se destina, etc. La corrección, sinceridad, objetividad y adecuación se consideran condiciones necesarias para que los argumentos puedan tener éxito, tanto en la producción como en la interpretación de los mismos.

    Identificados en los tres primeros capítulos los elementos, los contextos y los escenarios, pasa a considerar en el capítulo siguiente el problema de la estructura lingüística con el fin de identificar las categorías y las funciones de sus componentes. De las seis categorías que pueden entrar a formar parte de la argumentación, la tesis, el argumento y la garantía o regla general deben figurar siempre y su presencia o ausencia es causa determinante de la validez o invalidez del razonamiento. Las otras tres (fuente de la veracidad, calificador de la modalidad de la tesis y reserva) son optativas. En el capítulo quinto procede ya a la formulación lingüística interna de la argumentación siguiendo las pautas del análisis generativo en la sintaxis de la oración y del texto. En el capítulo sexto se analizan de forma sistemática los indicadores, que él llama de fuerza, y que son los exponentes lingüísticos que conectan los enunciados e indican su función en el discurso. Entre ellos, unos se utilizan para introducir el argumento: ya que, dado que, ya que es cierto que, etc., otros marcan una opinión: asumiendo, admitiendo, etc.

    Una vez analizada hasta en sus más mínimos detalles la forma, pasa a estudiar en el capÍtulo séptimo el contenido y la valoración de los razonamientos. Según su organización y contenido los argumentos se clasifican en demostrativos deductivos o inductivos, judiciarios y políticos o deliberativos. La validez de los argumentos de tesis opinables la sitúa el autor en el consenso, por lo que es imprescindible que el emisor conozca al auditorio, su cultura, su ideología, etc. y sepa utilizar las estrategias para persuadir. En el capítulo octavo trata el tema de la manipulación y descubre los conflictos de intereses que se producen a veces entre los protagonistas y que llevan a vulnerar la honestidad argumentativa. Con frecuencia el razonamiento pierde su pureza y se convierte en simple instrumento de intereses personales inconfesables. Se infringen las reglas, se manipula la verdad cuando faltan argumentos para defenderla y se cae en la falacia. El autor se detiene en el análisis de una serie de falacias recogidas ya por la retórica clásica. Termina el capítulo reconociendo la dificultad que existe a la hora de distinguir en el uso concreto las falacias que tienden a ocultar la verdad y los argumentos ideales que cumplen las reglas. Para ello propone una serie de criterios como, por ejemplo: que las falacias buscan el éxito más que la honestidad, se usan con mala fe, abundan mucho y tienen un efecto mayor que los argumentos correctos, etc.

    El capítulo noveno trata de la argumentación aplicada a los lenguajes específicos de las matemáticas, la economía, la jurisprudencia, etc. La gramática se cierra en el capítulo décimo con una serie de conclusiones derivadas de todo lo expuesto anteriormente.

    Al terminar este análisis se siente la necesidad de volver a releer y a considerar de nuevo todas y cada una de las teorías y estrategias que se han ido desgranando a lo largo de sus páginas. La originalidad, no tanto del objeto tratado cuanto de la forma novedosa de tratarlo, hace que surjan interrogantes en torno a cuestiones y aspectos en los cuales cabe la reflexión y el análisis constructivo. Pensamos que el autor consigue plenamente su objetivo de iniciar con esta obra un debate público en torno a los múltiples y complejos aspectos de la gramática de la argumentación. La obra no sólo es útil para aquellos especialistas que se dedican a este campo concreto de la lingüística, sino también para cualquier amante de la lengua que se esfuerce en conocerla y que no puede ignorar un estudio tan profundo sobre una de las realizaciones más frecuentes de la misma. Por otra parte, es muy conveniente para aquellos que no siendo lingüistas desean conocer y poner en práctica en su actuación de habla la honestidad de la argumentación.

C. Cuadrado

 

Liu Xie, El corazón de la literatura y el cincelado de dragones (traducción, introducción y notas de A. Relinque Eleta), Comares (Col. de Guante blanco), Granada, 1995.

    Así como la tradición traductora inglesa y francesa, e incluso la alemana, siempre han contemplado de cerca las literaturas china, japonesa e india, quizá por las evidentes razones de relación histórica, la traducción española, que en cuanto al volumen de obras traducidas y la calidad de dichas traducciones se sitúa entre las más importantes, continúa manteniendo una gran deuda con la literatura oriental en general y con la china en particular.

    Mediante la traducción de esta obra, Alicia Relinque rescata la más notable Poética de la literatura china. El corazón de la literatura y el cincelado de dragones, obra ya vertida a otra lengua occidental, pero nunca antes al español, constituye una teoría completa acerca del origen de la literatura, principios de la composición, géneros, figuras retóricas esenciales y, en especial, de las normas por las que deben regirse la forma y el contenido. El autor, Liu Xie (siglos V-VI), también ofrece numerosas valoraciones de carácter crítico literario, las cuales, sin llegar a pasar desapercibidas, no tuvieron, al parecer, el merecido respeto entre sus contemporáneos.

    Antes de referirnos a la estructura y el contenido de la obra, es preciso considerar ciertas peculiaridades del título, que ha sido traducido traducido de múltiples formas. En chino no existe la dualidad que vincula cerebro a razón y corazón a sentimientos; así el corazón equivale tanto a sentimientos como a cavilaciones, voluntad o entendimiento. De otro lado, el cincelado de dragones es uno de los trabajos más arduos y minuciosos de la artesanía tradicional china, que se realiza en madera o jade. Lo relevante del título es que se refiere a los dos fundamentos literarios, fundamentos que el propio autor explicita en el vigesimoséptimo capítulo, en donde analiza los conceptos wen y cincelado. Así pues, alude el título al wen, la naturaleza, las características personales del autor que le llevan a escribir de una determinada forma, y al cincelado, el estilo, la técnica precisada para pulir el adorno natural.

    La estructura de la obra se articula en torno a cuarenta y nueve capítulos, a los que se añade el postfacio, el capítulo quincuagésimo, y se reagrupan, en cuanto a su contenido, en cuatro partes de las que a continuación daremos cuenta [1].

    Hasta el quinto capítulo, el autor expone los que para él son los fundamentos de la literatura. En primer término el dao, que ha sido interpretado de numerosas formas, pero que viene a entenderse como el principio inmanente de transformación en el que todo está inmerso; las cosas, el universo, serían la escritura del propio dao. En esta primera parte incide también en la importancia de los sabios y sus testimonios, en adoptar los Clásicos [2] como modelo y en la valoración de los Apócrifos [3].

    Entre los capítulos sexto y vigesimoquinto son abordados la totalidad de los géneros literarios de la época: yuefu, fu, himnos y elogios, oraciones y juramentos, inscripciones y amonestaciones, plantos y condolencias, escritos polémicos misceláneos, falecias y enigmas, historias y comentarios, las doctrinas de los maestros, tratados y debates, edictos y oficios, declaraciones de guerra y despachos, sacrificios, agradecimientos y solicitudes, memoriales y notificaciones, deliberaciones y respuestas, epístolas, y toda una serie de escritos breves y de asunto concerniente a cargos oficiales como eran las crónicas, los catálogos, los registros, adivinaciones, etc. En estos capítulos el mismo esquema se repite: definición etimológica y semántica, origen y evolución histórica, selección de obras, críticas a éstas y sus autores, y el corolario del epítome.

    Entre los capítulos vigesimosexto y cuadragesimosexto, que conformarían la tercera parte de esta poética, Liu Xie analiza aquellos elementos que vinculan el contenido con la forma, asi como las figuras retóricas más usuales —paralelismo, metáfora, hipérbole, acontecimientos y referencias [4]—. De especial importancia es la exposición, en esta tercera parte, de las ideas que vertebran la obra y que tienen aquí su lugar más destacado. Se trataría fundamentalmente de la indisociabilidad entre forma y contenido, pues para el autor las ideas y el lenguaje van tan estrechamente unidos que son indisolubles; es más, el escritor debe buscar la asociación que permita que la forma y el contenido conformen una unidad indivisible. Por tanto, la no desvinculación entre forma y contenido constituirá la tesis de la obra.

    Otro de los ejes que hilan la poética de Liu Xie se sitúa en torno a los sentimientos. Éstos son considerados antes que la expresión literaria, pero requerirán una minuciosa labor de pulido para «brillar» adecuadamente, opina el autor. Así mismo, la importancia que Liu Xie otorga a los sentimientos le lleva a afirmar que serán los determinantes del género a escoger, adaptándose a su vez el estilo al género resultante.

    El tinte de historicismo literario que impregna la totalidad de la poética se aprecia especialmente en esta parte, donde redunda en las ideas de transformación de la tradición. En sus obras el escritor ha de partir de los Clásicos, la fuente del saber, pero a su vez debe aspirar a que sus escritos formen parte de una posterior tradición literaria. La concepción historicista es tan marcada que se entiende la literatura como la manifestación de la evolución del espíritu y el pensamiento humano, cuyo desarrollo se plasmaría en los escritos que, partiendo de los Clásicos, serían capaces de incluirse en estos mismos.

    En los tres capítulos siguientes, que entendemos como cuarta parte de la obra, el autor ofrece un breve análisis de la literatura de las nueve dinastías que le preceden, llegando en ocasiones a excederse en su labor de crítico literario al manifestar algunas opiniones, que no dejan de ser peculiares, sobre las biografías de algunos escritores [5]. No obstante, ofrece un exhaustivo y detenido repaso crítico a los autores y obras más destacados, incidiendo en el estilo de los autores, la importancia de sus obras, etc.

    En relación a sus impresiones de estricta crítica literaria, afirma Alicia Relinque en su estudio introductorio que Liu Xie concibe al receptor como «algo fundamental desde el momento mismo de la concepción de la obra literaria» [6]. Alicia Relinque, cuyas notas resultan imprescindibles para la completa intelección de algún capítulo [7], no nos resulta del todo acertada aquí. En nuestra opinión, tal afirmación puede despistar al lector respecto de uno de los valores, ahora sí, esenciales en la poética de Liu Xie. Tanto en la composición como en la recepción literaria de la obra, los sentimientos del autor y la expresión literaria de los mismos serán determinantes; en este sentido el receptor es relegado a un evidente segundo plano.

    Como cierre de la obra, se sitúa el quincuagésimo capítulo, este postfacio ha sido utilizado como introducción en la única traducción occidental que existe aparte de ésta que nos ocupa. De este último capítulo destaca la exposición que Liu Xie hace de la estructura de la obra, de ahí el uso del postfacio como introducción.

    Por último, insistir en la importancia que tiene el que una obra de estas características haya sido traducida a nuestra lengua, por cuanto nos procura el estudio de una de las más importantes poéticas de toda la literatura oriental, que, por otro lado, y al igualque ocurre en cierto modo en occidente con la poética de Horacio, funciona como ineludible cajón de citas.

NOTAS:

[1] Al final de su estudio introductorio Alicia Relinque expone los criterios seguidos en su traducción, en la que se ciñe a la máxima literalidad, hasta tal extremo que se incluyen entre paréntesis todas las palabras que han sido incluidas para completar una idea. Por el número y su repartición la obra se relaciona con el Zhouyi, método de adivinación en el que se utilizan cincuenta tallos de aquilea de los que el primero se deja aparte; mediante hexagramas se explica el universo. Así, la obra se vincula al Dao.

[2] Los Clásicos son: el Zhouyi, el Liji, el Shangshu (o Shujing), el Shijing y el Chunqiu. A veces se incluyen también el Yuejing y el Xiaojing.

[3] Los Apócrifos son una serie de textos que surgieron al final de los Han anteriores.

[4] El uso de acontecimientos y referencias a sucesos históricos como figuras retóricas era común desde su aparición en los Clásicos.

[5] «Wu qi era avaro y libertino; Cheng Bing un impúdico, Siang y Guan calumniaban a los demás y eran envidiosos...» ( pág. 319).

[6] L. Xie, op. cit., pág. 11.

[7] En general, en cuanto a su labor clarificadora y de enriquecimiento del texto, no sólo son señalables las notas, también son destacables tanto el glosario de personajes como el compendio de textos que figura en la poética y de los que da cuenta al final de la misma.

I. Arbillaga

 

La Poncella de Francia. La historia castellana de Juana de Arco (ed. de V. Campo y V. Infantes), Vervuert / Iberoamericana (Col. Medievalia Hispanica), Frankfurt / Madrid, 1997, 295 págs.

    Como un bosque, la historia de la literatura extiende una profusa red de textos y discursos entre los troncos y las ramas de los grandes hitos relevantes, tejiendo un entramado de modelos, referentes y formalizaciones, no siempre bien conocidos ni bien analizados. Estos textos, que se pierden en excesivas ocasiones para la perspectiva de la moderna historiografía crítica, constituían en la mayor parte de los casos el patrimonio cultural y el elemento de consumo más generalizado para el receptor medio (lector u oidor), sobre todo en épocas, como los siglos XV y XVI, en que la imprenta era un cauce de divulgación en su sentido más peyorativo, del que permanecían alejados los textos más selectos y destacados. Por tal razón, estos textos de extensión —y factura— popular constituían algo más que el horizonte sobre el que se elevaban las grandes creaciones: eran el verdadero sustrato en el que éstas se nutrían y donde se definían los problemas más importantes, tanto en la dimensión formal como en la de contenidos, actitudes y valores.

    Éste es el caso de un relativamente numeroso grupo de obras al que desde hace unos años se viene dedicando una continuada atención, enfocándolos desde diversos ángulos (bibliográfico, genérico, textual, histórico-crítico..), en una línea en la que nombres como el de Víctor Infantes y Nieves Baranda resultan destacados, y no sólo por su reiterada aparición en las entradas bibliográficas sobre el tema. A ellos, juntos o por separado, se les debe no sólo la edición de este corpus de textos, sino también su propia definición genérica y algunas de las claves básicas para su estudio e interpretación. Entre la «narrativa popular de la Edad Media», título con que ambos investigadores editan relatos tan influyentes como La doncella Teodor, Flores y Blancaflor y París y Viana (Akal, Madrid, 1995), y las «historias caballerescas del siglo XVI» (rótulo común para la amplia nómina recogida por N. Baranda en los dos tomos de su edición de Turner, Madrid, 1995), el lector actual puede encontrar un panorama completo de los relatos que hicieron las delicias de sus precedentes cinco siglos atrás, en tanto que el estudioso halla un material imprescindible para acercarse a algunos de los fenómenos más característicos de la transición entre lo que llamamos la Edad Media y el Renacimiento: el paso de la oralidad a la imprenta, de la historia moral al relato de consumo, de la materia aristocrática a la difusión popular, de la summa monumental al relato corto de progresiva autonomía, en definitiva, el paso de unas letras aristocráticas y moralizadoras a una literatura de consumo.

    Todos estos aspectos quedan perfectamente de relieve, tanto en el texto como en el estudio preliminar de la (por ahora) última entrega de este programa de investigación y crítica: la edición crítica y comentada de La Poncella de Francia. La historia castellana de Juana de Arco, realizada por Victoria Campo y Víctor Infantes, autores por separado de acercamientos previos al texto y la materia de esta reelaboración de la historia legendaria de Juana de Arco y su intervención en la Guerra de los Cien Años, presentada para el público español como un correlato francés de la empresa castellana de expulsión de los conquistadores musulmanes de la Península, lo que carga de sentido su difusión editorial a partir de los primeros años del reinado de Isabel de Castilla y Fernando de Aragón, esto es, los años finales de un siglo y de una época y del comienzo de una nueva cultura, inseparable ya de la expansión de la imprenta y el desarrollo subsiguiente de nuevos modos de codificación y recepción; lo que es lo mismo, de nuevos discursos.

    En el enfoque de esta realidad, la edición y el estudio preliminar se apoyan en la conceptualización previa debida a Víctor Infantes, con su propuesta de consideración del «género editorial», en el que se insertaría plenamente esta «historia» para su definición, difusión e, incluso, recepción, al fundir en su materia el sentido de la crónica o historia verdadera, del ejemplo o fábula moral y del relato caballeresco o «historia de afición» (según la denominación de Rodríguez de Montalvo en el prólogo del Amadís). Entre la historia y la ficción, La Poncella encuentra precisamente en su marco editorial el recurso adecuado para alcanzar su doble finalidad, representada, como muy bien apuntan los editores, en el doble receptor que perfila la obra: el destinatario expreso que aparece en los parlamentos autoriales que emnarcan el relato, es decir, la misma reina Isabel, y el receptor real, aunque omitido, que representa el público lector que multiplica con su demanda el número de impresiones de la obra y sus ejemplares en circulación a través de varios siglos.

    En este aspecto también ofrece el estudio introductorio de Campo e Infantes un carácter ejemplar, no sólo por la minuciosa labor bibliográfica de seguimiento, recopilación, verificación y análisis de las distintas ediciones de la obra, sino especialmente por la adecuada combinación de la metodología resultante con la derivada de la disciplina ecdótica, a la hora de sistematizar y, sobre todo, valorar las variantes textuales derivadas de la trasmisión editorial. Precisamente esa naturaleza peculiar de la difusión del texto aparta sus avatares de los definidos por la ecdótica tradicional de base neolachmaniana, cuya aplicación no siempre es posible extrapolar más allá de los cauces de la copia manuscrita y, más específicamente, de una conceptualización del texto como palabra inmutable. Todo lo contrario sucede en el caso de La Poncella y su amplia vida impresa, siempre en manos de impresores y editores que se sentían autorizados para su cambio y actualización. Por esta razón, nuestros modernos editores combinan la crítica textual con la bibliografía, en especial la bibliografía testuale o material bibliography, para delimitar un texto base que coincide básicamente con el del inicio de la transmisión impresa, sobre el que operan los cambios, variantes y modificaciones de una dilatada y dispersa trayectoria.

    La composición del aparato crítico, que alcanza casi las 2.500 notas textuales, es también un ejemplo destacado del sentido editorial de Campo e Infantes y su dominio del espacio tipográfico del libro. Reunido en forma de apéndice al final del texto, el aparato crítico gana incluso en utilidad para el investigador sin sombra de menoscabo en la claridad y comodidad de la lectura de la obra por aquel lector desinteresado que es, en definitiva, el destinatario básico de la obra literaria. El agrupamiento facilita, además, el análisis comparativo de las variantes y el establecimiento de su tipología, para conformar unos sólidos cimientos para el estudio no tanto de la transmisión de un texto, perfectamente historiada por Campo e Infantes, como de la actitud y valoración del mismo y del género que representaba por profesionales y consumidores del mercado editorial.

    Con el otro aparato de notas, el que se incluye al pie del texto, los editores dan también cumplida respuesta a los problemas planteados en la otra vertiente de la funcionalidad del texto, es decir, la que atañe a las facetas de su producción y de la lectura más inmediata, es decir, al pasado y el presente de su inicial configuración como texto impreso. De una parte, Campo e Infantes recopilan un amplio —aunque no desmedido— conjunto de notas relativas a la dimensión histórica de los hechos narrados, situándose con acierto menos en el problema de la veracidad del relato como en su uso de los repertorios y fuentes cronísticas a su alcance, para medir con precisión el nivel y el sentido de su separación de lo establecido como verdad oficial. El cotejo de crónicas y relaciones fechadas entre la vida real de Juana de Arco y el momento de composición textual de La Poncella ofrece al lector una sistemática panoplia de los recursos de ficcionalización del narrador, o mejor dicho, de sus manipulaciones del texto recibido para acomodarlo al vuelo de sus intereses e intenciones. Destacable también resulta la cuidada anotación léxica, apoyada en los testimonios de textos medievales y del siglo XVI, además de un ajustado uso de diccionarios y repertorios lexicográficos, por medio de los cuales el lector tiene ante su vista, junto al significado del término, la vida idiomática y literaria de la palabra.

    De notable interés para la facilidad de la lectura —sin ningún daño de barras para el rigor filológico o literario ni concesiones a la trivialización— es el criterio de regularización de las grafías, propuesta práctica de actuación en el debate entre la «moderada modernización» y el «moderado conservadurismo», que permite mantener las características idiomáticas del texto sin convertirlas en obstáculos innecesarios para el acceso al texto y el disfrute de sus valores literarios. Lo mismo cabría señalar de la actuación editorial en la división del relato en capítulos, la cual, apoyándose en marcas tipográficas de las ediciones primeras, coincidentes con cambios en la modulación de la narración, ofrece un desarrollo articulado en el que las partes, sin quedar aisladas en absoluto, ven destacada una autonomía que debió constituir no escaso atractivo en la recepción de unos textos como éste para un público de oidores como el que en gran medida configuraba la recepción de estos dicursos que capitalizaron en su inicio la ficción impresa.

    Su lectura actual permite situarnos con precisión en el espacio indeterminado y crepuscular del comienzo de la ficción, atrapada todavía en las obligadas pretensiones de moralidad y verdad, pero atraída cada vez con más fuerza por las demandas de un público deseoso del disfrute de la invención maravillosa, aunque aún dependiente de un principio de veracidad para acentuar su fruición. El formato de brevedad marcado por los cánones de la imprenta y los modos del mercado no le impiden a este género de «historias», entre las que La Poncella destaca por su referencia a hechos relativamente recientes, mezclar elementos retóricas que pasaron desde la historiografia clásica a las crónicas medievales y de éstas a los grandes libros de caballerías, para reaparecer también en la epopeya más culta. La Poncella exhibe en el despliegue de sus «capítulos» relatos de batallas campales, duelos individuales, demostraciones de fuerza sobrehumana, escenas de cortesanía, discursos y parlamentos, carteles de desafío..., en definitiva, toda la variatio retórica que hizo las delicias de los lectores más cultos y atrajeron a su disfrute a los receptores más populares.

    La recuperación de estos textos, sumando a la actualización de su corpus ediciones ejemplares como la presente, nos permitirá, además de ganar unas lecturas amenas, reordenar el bosque de la historia literaria entre los siglos XV y XVI y apreciar con más nitidez sus ejemplares destacados, sin perder la necesaria visión de un conjunto cuya riqueza total resulta equiparable a la de sus más altas cimas individuales.

P. Ruiz Pérez

 

Cristóbal Cuevas García (ed.), Bécquer. Origen y estética de la modernidad, Biblioteca del Congreso de Literatura Española Contemporánea, Málaga, 1995, 318 págs.

    La labor filológica que viene desempeñando la Universidad de Málaga en el ámbito del hispanismo se distingue desde hace años por las diversas actividades académicas llevadas a cabo en el estudio de la literatura (recordemos, como ejemplo, la edición facsimilar de las obras de Gustavo Adolfo de 1871, que, a cargo de Cristóbal Cuevas García y Salvador Montesa, imprimió con motivo de estas jornadas Arguval). A la Literatura, pues, se han dedicado trabajos imprescindibles para quien desee conocer a fondo nuestras letras contemporáneas. Entre ellos quiero situar Bécquer. Origen y estética de la modernidad, volumen de actas del VII Congreso de Literatura Española Contemporánea, cuya edición, dirigida por Cristóbal Cuevas García y coordinada por Enrique Baena, supone la actualización de los estudios becquerianos con investigaciones de los más reconocidos especialistas en la materia, como son Robert Pageard, Francisco López Estrada, Ricardo Senabre o Juan M. Díez Taboada, entre otros. Esta Biblioteca del Congreso, en plena madurez, con una ya larga tradición de volúmenes dedicados a las diversas figuras estudiadas en cada una de las reuniones anuales, viene a completar la lista de trabajos sobre el insigne poeta sevillano demostrando hasta qué punto no puede decirse que esté agotado el tema pues, como observó Juan García Hortelano, se han llegado a conocer muchos matices de su vida y obra, pero el caso no está ni mucho menos a punto de cerrarse: aún hay mucha labor crítica y muchos debates. Del Romanticismo a la bohemia madrileña, de la pintura —la tradición de una familia de artistas— a las letras, tanto sus Rimas y Leyendas, como las cartas y su labor periodística son abordados como el punto de partida de nuestra literatura contemporánea. Según apunta Cristóbal Cuevas, Bécquer no vino a romper con el siglo XIX y toda su compleja retórica, sino, todo lo contrario, «a darle cumplimiento, adelgazando su mensaje y dotándolo de esencialidad»; como el mismo Juan Ramón Jiménez —tan certero en sus opiniones— dijera, la figura del poeta se nos muestra como la de un «romántico absoluto, refugiado en las grandes soledades del amor y la belleza», el romántico universal del que parten toda la modernidad y esa rama tan intimista de nuestra literatura actual.

    Su novedad reside, como destaca R. Pageard, en la revalorización que dio a la poesía sencilla y de aire popular, que liberó la literatura de aquel lenguaje retorizado del siglo XIX, como gran conocedor de la obra de Heine y, a su vez, permítaseme, del gran Byron, acercándola a otros nuevos horizontes. El tedio de la obligación y la monotonía nos muestran a un Bécquer en contacto con el sentir del hombre moderno, como demuestra P. Izquierdo, pues sus influencias son diversas y abundantes e irían desde el platonismo y la poesía clásica española —nuestros clásicos siempre como punto de arranque— hasta los autores europeos coetáneos suyos, como describe F. López Estrada. Estas actas, recogidas, ordenadas y enriquecidas con la dedicación que requiere el tema tratado, vienen a convertirse en una herramienta incuestionable de referencia obligada en los estudios becquerianos, pues desde las tres ediciones de sus obras publicadas entre 1871 y 1881 —lo que ya evidencia su importancia y el aprecio de que gozó— hasta hoy, su universalización ha ido creciendo desde entonces. La moderna investigación literaria ha ido descubriendo y valorando progresivamente cada una de las obras del poeta, romántico rezagado o precursor del Modernismo y la modernidad, que, como luego Rubén Darío, elevó la figura femenina hasta convertirla en tema literario fundamental de su poética.

    Al análisis de todos estos aspectos se dedicaron dichas jornadas, como señala Cristóbal Cuevas García al abrir este volumen: «[...] el porqué del clasicismo becqueriano, cuál es la causa de que interese a jóvenes y no tan jóvenes, a extrovertidos y a misántropos. Bécquer es uno de los pocos poetas españoles que se leen por el placer que proporciona su lectura, autor de versos que todos saben de memoria y se citan como versículos de un evangelio de belleza».

    Cinco ponencias, un homenaje y seis comunicaciones, pues, que se inauguran con «Bécquer o la peligrosa pasión de explorar», ponencia a cargo del especialista en literatura comparada Robert Pageard, quien comienza estudiando la crítica académica que se encargó de la recepción de las obras becquerianas, con nombres como Manuel de la Revilla o Rodríguez Correa, quien aludía a las semejanzas de las Rimas con poemas alemanes: «[...] de modo general —expone Pageard—, se silenciaba o no se veía la genial síntesis realizada en poesía por Bécquer entre la elegancia clásica de la escuela sevillana y la emoción de la lírica del pueblo», cuando el autor expone «había ya publicado casi la totalidad de sus narraciones y artículos críticos como buena parte de sus más delicadas fantasías». Se ha visto tradicionalmente esta indiferencia como respuesta al anonimato que imperaba en el diario político El Contemporáneo, además de las dificultades que conllevó la revolución de 1868, que impidió que el ejemplar entregado a González Bravo de las obras de Gustavo Adolfo se llegara a publicar. Afirma Pageard con acierto: «[...] siempre buscó Bécquer formas nuevas de expresión». Un movimiento de fuga y búsqueda ocupa, pues, un lugar importante en su inspiración, huellas tenaces del fracaso y la desilusión de una juventud de sueños, «expresión de heridas del corazón que aún hoy representan un misterio para nosotros». Como «ambicioso triste y soñador», define H. Taine al hombre moderno, cuya alma se expresa perfectamente en la música, lo que lleva al investigador a concluir que tal vez fue el poeta demasiado moderno para la sociedad madrileña de su tiempo.

    El mito propiamente becqueriano es el del soñador fatal Manrique, héroe de El rayo de luna, o el del príncipe Hamlet, el buscador poético inquieto y febril, personaje favorito del poeta. Sus obras, pues, como sus Rimas, expresan «los potentes y contrastados movimientos de su alma: contemplación, entusiasmo, dolor, desesperación»; emoción latente, enumeraciones simétricas, anáforas y predominio de asonancia dan unidad a sus rimas, recogidas en el Libro de los gorriones, «verdadero laboratorio poético». Su admiración por las artes del Islam es patente en la Historia de los templos de España, cuyo desafortunado final —tan sólo fue posible un tomo de esta magna obra— dejó una indeleble amargura en el alma del joven Bécquer. El Contemporáneo, órgano del partido moderado, se fundó en 1860 gracias a Correa, y, en él, pudo encontrar estabilidad y libertad dando rienda suelta a su fantasía, sus leyendas, verdaderos relatos líricos, como los llama Pageard, que expresan siempre la búsqueda de una evanescente hermosura y lo indecible del contacto con ese ideal soñado. Del período final, destaca Pageard la tentativa de «evacuar libremente los últimos sueños aún vivos». En su exploración fue determinante su educación clásica y su formación como dibujante y pintor realista, lo que le impidió alejarse de la expresión lógica para formar un nuevo lenguaje; quería «controlar y preservar» su inspiración, siguiendo el mismo camino que Mallarmé, aunque por medios diferentes, mucho más humano Bécquer que el francés.

    Pascual Izquierdo se ocupa en este volumen de la «Presencia de lo lírico, atmosférico y maravilloso en las leyendas». Comienza por situar al poeta: «[...] exceptuando las Rimas, es en las Leyendas donde mejor se percibe la huella de lo lírico», donde «pone de manifiesto sus habilidades como escritor moderno», destacando, por su especial intensidad lírica, El caudillo de las manos rojas, La ajorca de oro y Los ojos verdes. Dicha presencia se hace acompañar de un vehículo formal determinado y explícito: cantos, salmos, himnos o diálogos que sólo aparecen en las leyendas pero también en el lenguaje —el uso de las metáforas que le haría ser profeta de la estética postmoderna— o en la naturaleza, con acotaciones o asociaciones. Algo, dice, «característico de la prosa de Bécquer es su capacidad de sensorializar determinados ambientes». En las leyendas, pues, conviven dos planos narrativos: lo real y lo maravilloso, que tomarían su raíz del afán de belleza.

    Francisco López Estrada ahonda en la investigación sobre «Las cartas literarias a una mujer, confesión pública de una fe poética». Para él, un autor que prefiere la brevedad —he ahí sus Rimas—, se decide por el género epistolar, por las «cada vez más innovadoras exigencias de la labor periodística». Tanto las Cartas desde mi celda —él las llamaba sólo Desde mi celda—, como las Cartas literarias se publicaron en El Contemporáneo a partir del 3 de mayo de 1864. Este género permitía mayor libertad de contenidos y, desde principios del siglo XIX, iba acogiéndose bajo el título de «ensayo». Bécquer buscaba una nueva vía para plasmar una cuestión que estaba en el aire: el predominio de la lírica como la forma radical de la literatura. Estas Cartas literarias se insertaban en la sección de las «Variedades», donde todo cabía según la inventiva del autor y el gusto del público, anónimas siempre, por imperativo del periódico. Ignoramos si el poeta tuvo la intención de que llegasen a constituir un conjunto independiente en su obra. Al menos, el que las dedique a la mujer, en general, es ya un compromiso para el autor y, en esta actitud, se revelaría también muy actual, por su intención de realizar una «Biblioteca del Tocador».

    En estas cartas Bécquer fue teórico de la literatura, revelándose asimismo como buen periodista. La pregunta «¿qué es poesía?», plantea una cuestión que estaba en el aire. La misma cuestión había sido establecida por filósofos, poetas y novelistas en Europa, como F. Schlegel y Lamartine, entre otros. López Estrada ve en Bécquer a un neoplatónico que, al no conseguir lo imposible, lo ideal, se situaría en el ámbito de lo indecible.

    Ricardo Senabre, se detiene en el análisis de la «Poesía y poética en Bécquer». Parte de la afirmación de que la crítica realista de las Rimas ha sido orientada en un dirección única, leyendo al poeta dentro de un sistema de convenciones, de hábitos de lectura que tal vez no eran los más apropiados para percibir y valorar las innovaciones que aportaba, ya que se corría el peligro de entenderlas como fieles a la biografía del autor. Detecta la fuente de su estética en las cartas de Schiller Sobre la educación estética del hombre, publicadas en 1795, pues «toda su poesía es un esfuerzo por dar realidad plástica a los rebeldes hijos de la imaginación» y, en efecto, trató de plasmar en versos esa especie de poesía etérea. Lo que le sitúa por encima de los poetas de su tiempo no es sino su maestría al encarnar la realidad con naturalidad en la esfera del «yo», lo que le convertiría en embrión del «tú» juanramoniano de Eternidades, en precursor de Antonio Machado y del mismo Unamuno.

    Rogelio Reyes Cano trata «La prehistoria lírica de Bécquer», algo tan importante y desatendido en el estudio de la obra de todo autor. De hacer caso a los amigos del poeta, debió de comenzar a escribir cuando era aún un niño, de modo que al marchar a Madrid en el otoño de 1854, habría escrito ya toda una prehistoria lírica que iría viendo la luz en revistas y periódicos sevillanos, además del famoso manuscrito juvenil, el libro de apuntes de su padre, que, al morir éste y pasar a manos de los dos hermanos, Gustavo y Valeriano, fueron llenándose de dibujos y apuntes literarios (no hay que olvidar que la primera edición de sus Rimas es de 1859 y el primer poema sevillano conocido es de 1848, con lo que hay que suponer todo un corpus anterior). Afirma Reyes que el tránsito del poeta «dieciochesco» al innovador de sus Rimas no fue brusco, sino que habría que relacionarlo con la novedad y el ambiente poético de la Sevilla de la época, aún muy clasicista, por la «faceta neopopularista del grupo de ilustrados románticos sevillanos». Su germanismo y amor por el folklore, aprendido de Alberto Lista o Manuel María del Mármol, «debió contribuir a forjar la que había de ser la práctica poética» del joven Bécquer, que vendría a ser el precedente del neopopularismo literario del siglo XX (del grupo del 27, Antonio Machado, etc.). Ese corpus poético anterior a la primera de las rimas se compone de un total de 13 poemas, muchos de ellos meros fragmentos, que escribiría en Sevilla entre los 12 y 19 años, en los que la elegía, el amor y la naturaleza son los tres núcleos centrales que dan unidad al conjunto. «Garcilaso —dice— es un punto de partida, un referente literario en el que se va engastando la tendencia del joven Bécquer a la ensoñación», además de Horacio, Fray Luis o Petrarca —que ya había despertado el interés de Alberto Lista—, entre otros.

    Juan María Díez Taboada define la rima «Una mujer me ha envenenado el alma», en su investigación, como «espeluznante y armoniosa», según palabras de García Hortelano. El profesor Díez Taboada afirma que las diferencias entre las cuatro versiones que de ella poseemos son mínimas, pues en todas permanecería «la descarnada y estoica sinceridad de la declaración de la primera estrofa y el amargo fatalismo de la explicación». La rima que no se publicó y aparecía tachada en el Libro de los gorriones quizás por ser en exceso autobiográfica. Como recuerda Pageard, el tema del envenenamiento viene de la tradición romántica, y Bécquer, que conocía tanto a Musset como a Heine, participó de él, pero es también tema que tiene arranque y entorno en el caudal popular que llega hasta sus Rimas, el cante jondo flamenco y el cantar popular andaluz.

    Rubén Benítez aborda con gran acierto «Las rimas como orientales». Afirma el estudioso: «Bécquer tiene, desde muy temprano, un contacto bastante profundo con el arte y la literatura islámica (a su formación neoclásica sevillana se añade su familiaridad con la arquitectura arábigo-española desde su juventud). El poeta asocia constantemente arte arquitectónico y arte literario». También se interesó por la arquitectura de la India y el conocimiento que evidencia de sus textos literarios debió, en parte, derivar de su relación con Manuel de Assas, catedrático de sánscrito. Bécquer tomó como modelo a Byron, el europeo más cercano al orientalismo, y, junto al Zorrilla más lírico, admiraría la cultura árabe con el mismo espíritu pedagógico que más tarde influiría a toda la generación de la Residencia de Estudiantes. Fruto de este interés son las leyendas La creación o El caudillo de las manos rojas que subtituló Poema indio o, incluso, el título mismo que dio a sus rimas al reunirlas, que se puede ubicar dentro de la tradición árabe de los divanes. El primer europeo que estudia la literatura árabe y persa en 1773, sir William Jones, adjudica a los árabes la misma viveza de fantasía y riqueza que nuestro poeta descubre en los artesonados de las mezquitas toledanas, y, además de afirmar que su poesía es fundamentalmente amorosa, señala que, en la poesía oriental, la música se asocia con la palabra, lo que permite concluir a Benítez: «Bécquer repite el mismo recurso en las Rimas creando audazmente imágenes inusitadas».

    Francisco J. Díaz de Castro se ocupa del análisis de las relaciones que unen a un contemporáneo con el poeta sevillano en «Jorge Guillén ante Bécquer». Como bien dice, «la huella y el recuerdo de Bécquer son constantes en la obra crítica guilleniana y a lo largo de las cinco series de Aire nuestro». Es decisiva en su poética la consideración de Góngora, Mallarmé y Valéry, además de Bécquer, entre otros, ya asimilado en Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez. La escritura becqueriana representaba para Guillén la notable excepción lírica de donde arrancaría la modernidad y, por supuesto, el punto de inserción en la tradición autóctona. Encuentra en Bécquer esa «poesía... de lo espiritual indefinible», viniendo a tomar del magisterio de Gustavo Adolfo la tensión que desencadena entre palabra y silencio, esa temática del sueño que le es tan propia.

    Yolanda Montalvo Aponte en su trabajo, «Sublimación e irrisión en las narraciones orientales de Bécquer», plantea la analogía e ironía como trasfondo de las Leyendas; por ejemplo, en El caudillo domina la analogía, porque el poeta muestra todo el entusiasmo que en su joven espíritu despertaron las lecturas de la India. En La creación, el tono que reina es bien distinto, pues nos brinda la tónica irónica de la historia. La ironía es el juego de contrarios que haría retornar al hombre a su conciencia para juzgar este mediocre mundo, lo que conecta con el desengaño vital que experimentó Bécquer.

    Enrique Rull, al estudiar la «Estructura poética de las cartas desde mi celda», señala que estuvieron dirigidas a un público muy amplio. No fueron cartas personales como sus biógrafos venían afirmando, por lo que sería conveniente, pues, considerarlas como poéticas fundamentalmente e insertarlas en la tradición epistolar que preconizó Villanueva. Son artículos unidos por una temática única y, si se observa bien, no son sino un intento de realizar un viaje a otro lugar, al pasado o a la imaginación.

    Sieghild Bogumil trata de «La dialogicidad de la poesía» becqueriana. Para Bogumil, no cabe duda de que las Rimas son «congénitamente poesía crítica» y que «constituyen un diálogo». Diálogo que se abre con la Rima primera como modelo de dialogicidad interna, pues, como dice E. Benveniste, «dos figuras son alternativamente protagonistas de la enunciación», es decir, que el lenguaje se constituye en una duplicidad irremediable, diálogo con la otredad en la poesía. En esto, Bécquer invierte la dirección del anhelo de Heine, dirigiéndolo hacia el mundo y el otro: la palabra afirmativa es palabra pura de deseo infinito porque el poema vendría a ser expresión de amor absoluto.

    Irene Mizrahi bajo el título «Bécquer y Ortega y Gasset», analiza el arte becqueriano como rechazo a la idealización de lo real, encontrando en la estética del poeta sevillano una gran afinidad con el sentir del «arte nuevo» que expresa Ortega en La deshumanización del arte: «La vida es un caos —explica Mizrahi— donde uno está perdido. El hombre lo sospecha; pero le aterra encontrarse cara a cara con esa terrible realidad»; o, como dijera Bécquer en la Rima LVI: «¡Amargo es el dolor, pero siquiera padecer es vivir!».

    La cuestión «Bécquer, ¿un romántico rezagado?» es abordada por Estruch Tobella. Bécquer, cronológicamente, es un romántico rezagado, aunque la crítica nos lo muestre, más bien, como un incomprendido por sus contemporáneos —visión que hay que desechar pues gozó de fama— y no por ser superviviente de una estética pasada, sino por su papel de precursor de corrientes estéticas posteriores, como el Modernismo. Su primera fase bohemia, como para otros escritores coetáneos, acabó cuando consiguió introducirse en la prensa, que entonces tenía un claro sentido político, logrando en los años siguientes cierta estabilidad. La segunda fase coincidiría con el final de su vida y obedece a la caída de su protector, el moderado González Bravo. De este modo, su ideología respondía a la de la sociedad dominante y su obra, «tan posromántica como prerrealista», participa plenamente del espíritu de su época.

    «La influencia de Lord Byron en Gustavo Adolfo Bécquer y Augusto Ferrán», de Jesús Costa Ferrandis, plantea la importancia que Byron —asunto poco estudiado, como bien dice Costa— tuvo en la formación del poeta, quien descubriría en él una cosmovisión hermana, no abandonando nunca en vida su lectura. Admiraría del poeta inglés sus cualidades «de poeta directo, musical y sensible a la belleza ideal y sublime: al admirador de la literatura oriental». Augusto Ferrán, tan cercano al poeta sevillano, fue otro byroniano ilustre aunque frecuentemente se destaque su lado heineano, al igual que viene ocurriendo con Gustavo Adolfo. Como afirma Costa Ferrandis, «la concepción pesimista del destino humano y la búsqueda a través del arte de la belleza ideal son motivos en los que, entre otros autores, influye poderosamente Byron. Es hora, pues, ya de retomar el byronismo de Bécquer», tal y como lo expuso el «modesto» William S. Hendrix ante un Dámaso Alonso cargado con todo el peso de su autoridad.

    Para finalizar, siempre un congreso supone todo un trabajo previo, trabajo de conjunto que, en este caso, ha dado su fruto tal y como viene siendo tradición desde el año 1988, entonces con aquel José Moreno Villa. En el contexto del 27, hasta Bécquer. Origen y estética de la modernidad, ese «maestro para mañana, maestro para siempre», que dijera Luis Rosales.

C. J. Duarte

 

María Isabel Jiménez Morales, Escritoras malagueñas del siglo XIX, Universidad de Málaga, 1997, 224 págs.

    Casi un siglo después de la aparición de Galería de Malagueñas (1901), de Narciso Díaz de Escovar, Jiménez Morales publica el libro Escritoras malagueñas del siglo XIX, cuya deuda con aquel libro, aunque es innegable, resulta más bien superficial. Por un lado nos sorprende la desigualdad del recuento: frente a las doce escritoras decimonónicas recogidas por Díaz de Escovar, las casi treinta que la autora incluye en nómina. Pero, sobre todo, Jiménez Morales ahonda en aspectos descuidados o ni siquiera abordados por Díaz de Escovar, llevando a cabo una meticulosa recopilación de material biográfico y literario, para proceder luego a un detenido análisis de conjunto.

    El libro presenta una estructura bipartita. En la primera parte, asistimos al estudio general de la literatura malagueña escrita por mujeres a lo largo del siglo pasado. Para ello, Jiménez Morales recurre al método generacional, distribuyendo la producción de cada período en los géneros literarios correspondientes. La autora va sistemáticamente de lo general a lo particular. Así, por ejemplo, en el análisis temático, reconoce los temas dominantes en cada generación, poniéndolos en relación con lo que se escribía simultáneamente en el resto de España; seguidamente, el tema o temas abordados por determinada autora; como último paso, la investigadora expone el argumento o el contenido de una obra, si la considera lo suficientemente relevante.

    La segunda parte está constituida por un minucioso catálogo bibliográfico, en cuyas entradas se recogen, por orden alfabético, cada una de las autoras malagueñas decimonónicas, con sus datos biográficos y su producción literaria (colaboraciones en prensa, libros publicados, manuscritos inéditos, etc.). La investigadora señala, asimismo, las bibliotecas donde esos escritos se encuentran depositados y los repertorios bibliográficos que albergan algún tipo de información sobre estas escritoras.

    Nos hallamos ante un conjunto de escritoras desconocidas para el gran público y que, en su mayoría, caerían en el olvido más absoluto tras su muerte. Ninguna de ellas escribió libro de memorias. Por esta razón, los datos biográficos contenidos en el libro de la profesora Jiménez Morales proceden tanto de comentaristas locales como, inevitablemente, de la lectura (a veces, entre líneas) de sus propias obras.

    Por otra parte, ninguna de estas escritoras se dedicó profesionalmente a la literatura, ya estuvieran casadas o se mantuvieran solteras a lo largo de su vida. Hubo algunas que, por pertenecer a familias acomodadas, pudieron vivir desahogadamente. Otras, en cambio, pertenecientes a familia de clase media baja, llevaron una existencia de luchas y privaciones. Algunas de ellas, incluso, soportaron situaciones casi de indigencia, especialmente en los últimos años de su vida.

    Las escritoras malagueñas del siglo pasado solían ser autodidactas, sustituyendo su falta de formación por el entusiasmo. Es común a todas ellas sus constantes disculpas por haberse atrevido a coger la pluma. La solidaridad e incluso la amistad entre estas literatas hacía frecuente que intercambiasen dedicatorias en sus composiciones. Su producción literaria tuvo por vehículo, antes que el libro, la tribuna de periódicos y revistas, todos ellos de tendencia conservadora y moderada.

    Otro rasgo común es el intimismo de sus escritos, sintiendo especial predilección por el género lírico. Los temas elegidos son abordados tópicamente: la muerte y el recuerdo de seres queridos, el elogio de la naturaleza, los preceptos y vivencias de la religión católica, la pérdida de ilusiones y esperanzas juveniles, el desengaño amoroso, etc. Cultivaron asimismo, aunque en menor medida, la poesía narrativa de carácter histórico-legendario. Recurren las poetisas malagueñas a metros muy variados, entre los que destacan el romance y el cantar.

    La novela gozó de un cultivo preferente, sobre todo en su vertiente histórico-medieval. También prestaron atención estas escritoras al cuento y a la leyenda, con un didactismo moral y religioso orientado especialmente hacia el público femenino.

    La creación teatral, en cambio, apenas si atrajo a estas mujeres. Las escasas piezas que escribieron fueron obras de entidad menor, como monólogos o zarzuelas, y algún drama romántico de carácter histórico-legendario o bíblico.

    Jiménez Morales distingue tres generaciones de escritoras: las nacidas antes de 1830, grupo que acogería únicamente a tres miembros, Dolores Gómez de Cádiz, María Mendoza y Victoria Mérida y Piret; las nacidas entre 1831 y 1849, cuya más destacada componente sería Isabel Cheix Martínez, y finalmente las que lo hicieron entre 1850 y 1869, las cuales forman el grupo más numeroso, con Josefa Ugarte-Barrientos como figura representativa.

    Tanto María Mendoza como Dolores Gómez de Cádiz fueron especialmente longevas. Su labor literaria, que se prolongó a lo largo de todo el siglo, conoció una evolución estética y moral, desde un romanticismo extremo hasta posturas más católicas y moderadas. Temas como la muerte o el destino, el gusto por los personajes tétricos o por una naturaleza lúgubre y exagerada, son algunos de los tópicos presentes en esta primera generación de literatas.

    Las escritoras de la primera generación se inician en la literatura a través de la poesía lírica, género que tanto Mendoza como Gómez de Cádiz alternarán con la narrativa en prosa a partir de los años sesenta: novelas y leyendas en el caso de la primera, novela histórica en el de la segunda. Gómez de Cádiz cultivó además el ensayo y el artículo de costumbres, y fue pionera en la defensa de la mujer con respecto a otras coterráneas.

    En la segunda generación de literatas malagueñas destaca Isabel Cheix, escritora que abordó todo tipo de géneros. La poesía lírica seguiría siendo el género más cultivado. Los temas de la generación anterior siguieron apareciendo en ésta, aunque con un tratamiento distinto. Así, por ejemplo, la naturaleza perdería su carácter lúgubre y tormentoso. Aparecería un nuevo tema, el patriotismo, unido con frecuencia a una condena de la guerra y a un deseo ferviente de paz. Habría que esperar hasta la década de los ochenta para que las autoras malagueñas de diferentes generaciones plasmaran en sus escritos sus inclinaciones políticas. En todos los casos se mostrarían partidarias de la Restauración monárquica en la persona de Alfonso XII. La temática religiosa cobró gran importancia en esta generación, siendo ampliamente cultivada. Sería Isabel Cheix la escritora más prolífica en este campo, sin olvidar a Rafaela Bravo Macías o Josefa Oliver y Hurtado.

    Las escritoras de la segunda generación prestarían cierta atención al teatro, con decidida voluntad moralizante. Cultivarían el género dramático Natividad de Rojas y Ortiz de Zárate, la citada Bravo Macías y la omnipresente Isabel Cheix. Esta última escritora sería la única de su generación que abordaría el género biográfico, concretamente la hagiografía.

    Dentro del género narrativo, destacaría, una vez más, Isabel Cheix, autora de la mejor poesía histórico-legendaria de su generación y de una abundante producción novelística: al menos veintidós títulos, los cuales solía publicar por entregas en periódicos y revistas de su tiempo.

    El grueso de las escritoras malagueñas decimonónicas se adscribe, fundamentalmente, a la tercera generación. La mayoría de ellas cultivó, en exclusiva, la poesía, con especial inclinación hacia el género lírico. Ninguna, salvo María Ruiz Tordesillas, escribiría novelas o cuentos. Destaca la ingente producción de cantares de clara raigambre popular, molde en el cual muchas de estas autoras vertían sus intimidades. El tono, entre melancólico y desesperanzado, empezaba a ser en algunas escritoras menos declamatorio, siguiendo el ejemplo de Bécquer. Dan testimonio de ello las poesías de Matilde del Nido y, sobre todo, las de Josefa Ugarte-Barrientos.

    Josefa Ugarte-Barrientos no sólo fue prolífica escritora, sino que, gracias a la calidad de su obra, también ocupa un lugar destacado en el panorama literario malagueño del pasado siglo.

    Brilló esta autora en el cultivo de una poesía histórico-legendaria ambientada en los tiempos de la Reconquista. Entre su abundante producción en este terreno, destacan sus romances «La conquista de Málaga» y «El conde Cifuentes», así como los poemas contenidos en su libro Recuerdos de Andalucía.

    Ugarte-Barrientos cultivó tanto el drama histórico como el de ambiente contemporáneo, sirviéndose indistintamente del verso o la prosa. Característica común a toda su producción dramática es la presencia obsesiva del amor imposible entre los personajes, el desengaño y la muerte final del protagonista.

    La claridad y el orden expositivos, una escritura depurada y elegante, al servicio de un análisis riguroso, profundo y objetivo, son algunos de los logros indiscutibles de este nuevo libro de Jiménez Morales. Gracias al abundante material recuperado, clasificado y analizado, sienta definitivamente las bases para futuras incursiones en el ámbito de la literatura femenina malagueña del siglo XIX.

J. L. Ortiz Rodríguez

 

Mario Vargas Llosa, Los cuadernos de don Rigoberto, Alfaguara, Madrid, 1997, 384 págs.

    Lo primero que observamos al leer los Cuadernos de don Rigoberto es su estrecha conexión argumental con otra novela de nuestro autor, el Elogio de la madrastra (1988): el novelista peruano recupera para su nueva obra los personajes protagonistas del Elogio (don Rigoberto, Lucrecia —su segunda esposa—, Fonchito —hijo de don Rigoberto e hijastro de Lucrecia— y Justiniana —la criada de esta familia—). Esto no es algo nuevo en Vargas Llosa, quien, tras la publicación de La casa verde (1966), ha vuelto a introducir en varias de sus obras posteriores algunos de los personajes de esta novela (especialmente al guardia Lituma, pero también al resto de «los inconquistables», a «la Chunga» o a «la Meche»; así lo ha hecho en La tía Julia y el escribidor [1977], ¿Quién mató a Palomino Molero? [1986], La Chunga [1986] y Lituma en los Andes [1993]); pero ahora, en el caso de los Cuadernos, el autor no sólo nos vuelve a presentar a los protagonistas del Elogio, sino que, además, retoma el hilo argumental de dicha novela.

    El Elogio concluía con la expulsión de Lucrecia del hogar por parte de don Rigoberto. Fonchito, con total premeditación, había obligado a su madrastra, con una capacidad de seducción de naturaleza diabólica, a mantener con él sucesivos encuentros sexuales, para, finalmente, desvelárselos él mismo a su padre. Los Cuadernos nos ofrecen ahora una nueva entrega de la historia de esta familia: unos meses después de la ruptura de su matrimonio, don Rigoberto, abrumado por la soledad, intenta recuperar la felicidad perdida reconstruyendo imaginariamente, por medio de su fantasía, su amor con Lucrecia; y ésta, que vive ahora con Justiniana en otra parte de la ciudad, comienza a recibir frecuentes visitas de Fonchito, que le declara su arrepentimiento y dice querer ayudarla a reconciliarse con don Rigoberto. Para establecer esta continuidad argumental nuestro autor puede haber recurrido, en alguna medida, a elementos desechados durante la redacción del Elogio, pues, como él mismo ha comentado, los borradores iniciales de sus novelas, considerablemente más extensos que su versión definitiva, suelen generar un material narrativo sobrante susceptible de ser reutilizado en obras posteriores.

El motivo más recurrente de la novela —que destaca ya desde el propio título de la misma— lo constituye las fantasías eróticas nocturnas a las que se entrega, insomne, don Rigoberto con la ayuda de sus cuadernos: en éstos el protagonista ha ido recopilando, durante años, sus impresiones sobre obras literarias y pictóricas, así como datos culturales en general, convirtiéndolos en un corpus de índole miscelánea y dimensiones enciclopédicas; y cuando experimenta la necesidad de evocar a Lucrecia, extrae de sus notas imágenes, de procedencia pictórica o literaria, de mujeres con las que asocia a su esposa en su imaginación. Cuando estos ejercicios de construcción de realidades imaginarias, practicados como una terapia contra la melancolía, llegan a convertirse en un recurso obsesivo e irrenunciable para don Rigoberto, éste advierte que corre el peligro de quedar alienado, como Alonso Quijano, en la irrealidad de un mundo de origen libresco.

    En cualquier caso, el novelista peruano hace que sea el propio don Rigoberto, desde dentro de la realidad ficcional del relato, quien vaya confeccionando, al hilo de sus ensoñaciones nocturnas, el denso entramado intertextual —y, a menudo, interdiscursivo— que articula el discurso narrativo de los Cuadernos. En este orden de cosas, el procedimiento seguido por el protagonista para la configuración de sus fantasías está emparentado, en cierto modo, con el proceso de la creación literaria; sobre todo, en la medida en la que un escritor puede componer su obra como un palimpsesto —como propone Genette— bajo cuya superficie se transparente el texto de otras obras literarias anteriores, de la misma forma que en las ficciones que concibe don Rigoberto subyacen sistemáticamente, como discurso de valor hipotextual, las obras leídas y comentadas por él en sus cuadernos.

    Por otra parte, la inclusión en la obra de estas fantasías de don Rigoberto manifiesta la persistencia de Vargas Llosa en su viejo propósito de aproximarse en cada una de sus novelas a la plasmación de una «realidad total»: además de la dimensión objetiva de la realidad en la que transcurre la historia narrada, el novelista pretende incorporar en su relato las distintas manifestaciones de la dimensión subjetiva de esa misma realidad; así, las ensoñaciones nocturnas de don Rigoberto nos muestran cómo contempla éste sus añorados amores con Lucrecia desde la perspectiva que le brindan sus incursiones en el nivel onírico de la experiencia individual de la realidad; y, al mismo tiempo, al inspirarse en los datos culturales recogidos en sus cuadernos para evocar a su esposa, don Rigoberto recurre a menudo a imágenes femeninas pertenecientes al mundo de la mitología, con lo que en sus fantasías la realidad objetiva contemplada queda transpuesta a un nivel mítico y adquiere, así, un carácter intemporal.

    La serie de secuencias que recoge las inquietantes visitas de Fonchito a su madrastra se articula en torno a la obsesión del niño por su admirado Egon Schiele, pintor austríaco de principios de siglo. Fonchito cuenta progresivamente a Lucrecia, a lo largo de la novela, la vida de este artista, en la que concurren varias circunstancias que coinciden con las que envuelven, en la historia principal, el entorno familiar del niño: Schiele había mantenido relaciones incestuosas con su cuñada y con su propia hermana, como Fonchito con su madrastra; había ejercido la pederastia, como Lucrecia, aparentemente, sobre su hijastro —en este segundo caso la víctima es, en realidad, la madrastra—; y el padre de Schiele había perdido la razón después de reñir con su esposa, como, en cierto modo, don Rigoberto, que con sus fantasías llega al borde de la locura tras su separación de Lucrecia. El novelista construye, pues, estas secuencias mediante la «técnica de los vasos comunicantes», que, según sus propias palabras, «consiste en fundir en una unidad narrativa situaciones o datos que ocurren en tiempo y / o espacio diferentes [...] para que esas realidades se enriquezcan mutuamente, fundiéndose en una nueva realidad distinta de la simple suma de las partes». El autor, como acabamos de comentar, funde en estas secuencias la historia de las dos familias, y esto, en efecto, da lugar a una nueva realidad: en ella, los comportamientos comunes a los personajes de ambas historias (la perversión sexual, el conflicto matrimonial, la enajenación mental) pierden su determinación espacio-temporal previa y acaban por cobrar el valor de arquetipos universales de dichos comportamientos.

    En los Cuadernos Vargas Llosa vuelve a emplear un procedimiento narrativo que ya puso en práctica en Pantaleón y las visitadoras (1973): la reproducción sistemática de documentos redactados por los propios personajes de la novela. Nuestro autor introduce en la obra dos grupos distintos de cartas: por una parte, las escritas por don Rigoberto, que forman parte de sus cuadernos y carecen de un destinatario real; cada una de ellas constituye una ficción epistolar de la que se vale don Rigoberto para dar forma a su apología a ultranza de la libertad individual frente a cualquier tipo de colectivismo (político, laboral, religioso, sexual, etc.); y, especialmente, para expresar su defensa indiscriminada de toda particularidad personal en el ámbito de la conducta erótica. En estas cartas don Rigoberto emplea un lenguaje salpicado de ironía y mordacidad para dirigirse contra quienes participan de alguna de las múltiples manifestaciones actuales del gregarismo que él tanto detesta. El segundo grupo de cartas lo compone un conjunto de anónimos escritos por Fonchito y enviados en unos casos a Lucrecia y en otros a su padre. El niño suplanta en cada una de ambas series de cartas la identidad del otro cónyuge imitando su lenguaje amoroso y haciendo alusión a los íntimos rituales eróticos que solía practicar la pareja; pero tanto a Rigoberto y Lucrecia como a nosotros mismos se nos mantiene oculta a lo largo de la novela la autoría de estos anónimos, y de este modo compartimos con ambos personajes la sorpresa final que les depara el Epílogo, en el que descubren la maquiavélica artimaña tramada por Fonchito. Las secuencias en las que se transcriben estas cartas entran en interacción con el hilo narrativo principal, en el que la alusión constante a estos anónimos adquiere gran importancia como elemento dinamizador de la acción novelesca. En cualquier caso, al reproducir en bruto las cartas de don Rigoberto y los anónimos de Fonchito, el narrador cede la palabra a estos dos personajes y renuncia a emplear su propia voz en estas secuencias; esto obedece, como en el caso de los documentos incluidos en Pantaleón y las visitadoras, a la adopción por parte de nuestro autor del principio de la objetividad narrativa, propia de la novela behaviorista y aprendida por el escritor peruano en sus lecturas de las obras de Flaubert.

    De todo lo dicho se desprende que Los cuadernos de don Rigoberto, como el Elogio de la madrastra, van más allá de las características propias de lo que entendemos por «novela erótica»; no sólo por la originalidad del autor en su tratamiento de este tipo de materiales —gracias a la presentación de las escenas eróticas asociándolas a imágenes pictóricas y literarias, y a la perspectiva humorística con la que dichas escenas se contemplan en muchos momentos—, sino también porque en esta novela convergen con el erótico otros temas con no menor protagonismo: el diálogo entre la realidad y la ficción —en la que toma entidad «la verdad de las mentiras» elaboradas por la imaginación, en términos vargasllosianos—, el empleo del arte como ingrediente con el que enriquecer la vida cotidiana, o el conflicto actual entre el individuo y la creciente expansión de la cultura de masas.

    Desde la década de los setenta nuestro autor ha manipulado con toda libertad en varias de sus novelas los cánones de distintos subgéneros narrativos como el melodramático, el policíaco o, como acabamos de comprobar, el erótico. Sólo con la maestría de un novelista tan experimentado como Mario Vargas Llosa podía practicarse con éxito tal estrategia narrativa.

A. M. Luque Laguna

 

Emilio Araúxo, As chairas da letra, Noitarenga, Santiago de Compostela, 1998, 76 págs.

    Después de Cinsa do Vento, explosión y revulsivo para la poesía gallega, Emilio Araúxo vuelve al terreno público. Ahora con un libro semejante al anterior en el procedimiento y complementario de él en el concepto, que se llama As chairas da letra. No sé si traducir chaira por llanura, quizá sea la acepción más cercana, pero me temo —me duelo— que me quedo corto. Sea como fuere, si en Cinsa do Vento su autor se movía por la Ribeira Sacra, ahora lo hace por el Val do Limia, mítico espacio en el que los romanos creyeron encontrar su particular Leteo, su río del olvido. De esta y otras cosas se ocupa Xulio Calviño en la contracubierta de Cinsa do Vento. Calviño es, en la poesía española, el último delirio épico. En la gallega lo estamos esperando. No así a Uxío Novoneyra, nuestro gran poeta del silencio popular (y éste podría ser un pleonasmo), quien atina plenamente al definir el libro de Araúxo, también en la contracubierta, como de tristeza incaica. Lo cual lo llevaría hacia César Vallejo, tal vez una referencia positiva de Emilio Araúxo, ante cuya poesía podríamos incurrir en la tentación de hacer crítica sociológica. En efecto, el canto de Araúxo se centra en el abandono progresivo de la Galicia interior. Este abandono del espacio vital implica también una huida retrospectiva en lo que se refiere a hábitos e idioma, lo que se trasluce en una especie de suicidio colectivo, pero de suicidio inducido; nada vemos aquí de grandezas numantinas o medulianas. Y, sin embargo, la hermosura de la derrota queda reflejada en la poesía de Emilio Araúxo, limpia como la nieve antes de tocar tierra (y aun después). Silenciosa asimismo como la nieve, y de ahí el silencio popular que en Emilio Araúxo, discípulo aventajado de Uxío Novoneyra, también se aprecia. Respecto de Cinsa do Vento, libro comentado en su momento en Analecta Malacitana, apenas si apreciamos en éste cambios estructurales. La rima libre, excepto en alguna ocasión en que la asonancia se impone, el cancionero popular (su invocación) por encima de todo. De nuevo un cancionero en absoluto edulcorado, sino en su plenitud. En él, Emilio Araúxo resulta un nuevo Mac Pherson, pero sin mistificar. Sus ossianes no son mentira, él los recrea, los rebautiza y ahí surgen de nuevo a la luz literaria, que es la que los va a trasportar en un viaje imparable mientras exista, aunque sea remotamente, lo que llamamos literatura gallega. A la poesía española, en general, no le vendría de más una pasada por la lírica (por la lírico-épica) de Emilio Araúxo.

    Me parece que nadie, ni de lejos, está escribiendo en estos pagos lo que nuestro poeta, quien para hacer germinar su escritura pone a andar un ansia telúrica agobiada por una inquietante espontaneidad, que bien analizada no resulta tal sino el peso de, cuanto menos, mil años de tradición literaria. Por rabiosamente personal a Emilio Araúxo va a resultar difícil seguirle la corriente. Ahora, sería bueno, y no ignoro lo arduo del empeño, una vez sentadas bases tan magistrales, ver a Emilio Araúxo en otros derroteros poéticos. No porque éstos resulten monótonos (nunca me lo han parecido ni Brassens ni Rohmer ni Bernhard), sino por ver cómo le sientan a Araúxo diferentes aires, saber de qué cosas es ¡aún! capaz. Mientras tanto, degustemos la poesía de Emilio Araúxo, convulsa, enigmática, ¿triste?

NIEVE

La nieve cae,

la nieve cae, cae,

qué se le va a hacer.

 

V. Araguas

 

Nicholas Martin, Nietzsche and Schiller: Untimely Aesthetics, Clarendon Press, Oxford, 1996, 219 págs.

David Pugh, Dialectic of Love: Platonism in Schiller’s Aesthetics, McGill-Queen’s University Press, Montreal y Kingston, 1997, 432 págs.

    Schiller vuelve a estar de moda. La reconstrucción contemporánea de su teoría estética todavía no se ha llevado a cabo (quizá no sea el momento, aunque lo dudo), pero su figura se ha relanzado en el mercado norteamericano a propósito de la importancia que, desde hace unos pocos años, han querido recobrar las relaciones entre ética y estética. En ello, Schiller es uno de los grandes maestros. Los dos trabajos que reseñamos aquí responden, de modos y con intereses académicos distintos, a esta renovada importancia de Schiller en el ámbito anglosajón. Y ambos son interesantes por salirse de manera clara de la adaptación de nuestro autor a los vagos intereses filológicos —si puede utilizarse este último término— del mundo académico postmoderno.

    El primero de ellos analiza con detalle la relación temática entre Schiller y Nietzsche, asdcribiendo al primero el papel de maestro del idealismo alemán, mientras que el segundo es el destructor de tal idealismo. Entre ambos jalones, Martin argumenta que Schiller constituye la influencia más decisiva en el joven Nietzsche (especialmente en la ideación de El nacimiento de la tragedia). Para ello, el autor se basa en dos puntos: la redefinición del significado del arte griego y la concepción del objeto estético. En ambos pensadores estos dos aspectos constituyen un eje central de sus respectivas filosofías, ya que fundamentan la vida moderna (alemana y europea) en la reconsideración de la relación con el pasado. Lo más discutible del volumen es el hecho de que, según su autor, se considere poco más que un accidente el que esta relación sea idealista o vital-dionisíaca. Por lo demás, Martin lleva a cabo un buen estudio genealógico de las actitudes hacia la relación Schiller-Nietzsche a lo largo de nuestro siglo y propone su propia tesis de que, en realidad, las teorías estéticas de ambos autores están más cercanas de lo que suele pensarse, ya que, a pesar de sus diferencias, ambas se fundamentan en una suerte de equiparación de las cualidades y expectativas psicológicas y metafísicas del artista y la audiencia.

    Por su parte, el libro de David Pugh es un monográfico sobre Schiller de mayor entidad filosófica. Su objetivo es demostrar que los temas y formas de la reflexión schilleriana son los característicos de la tradición platónica occidental. Su tesis es que la línea cardinal del idealismo filosófico que nace con Platón llega, a través de Kant, a su punto culminante en Schiller. Según su autor, lo bello y lo sublime en este último descansan sobre los conceptos de methexis (participación) y chorismos (separación), respectivamente. Con ello pretende demostrar que lo bello y lo sublime son, para Schiller, nociones primariamente metafísicas y, casi subsidiariamente, estéticas. Pugh piensa que el pensamiento schilleriano está marcado por la irrenunciable imbricación de ética y estética, formas de pensamiento que corresponden a un mismo movimiento del espíritu (y no pueden sino definirse en relación recíproca).

En general, ambos libros tienen un error común. Ninguno de ellos parece citar algunos de los trabajos sobre la estética idealista ni referencias sobre la obra de Schiller que nos parecen fundamentales. En uno falta Cassirer; en el otro, Hegel. En ambos, Schelling, Lukács y Adorno brillan por su ausencia. Y aunque ello no merma drásticamente los méritos de ambos monográficos, sin duda restringe su amplitud de miras y su carácter completo.

R. Miguel Alfonso

 

G. R. Thompson, The Art of Authorial Presence: Hawthorne’s Provincial Tales, Duke University Press, Durham, 1993, 319 págs.

    Si tenemos en cuenta la gran abundancia de estudios críticos sobre Nathaniel Hawthorne, uno de los mejores representantes de la narrativa estadounidense del siglo pasado, el libro que reseñamos aquí es original en dos sentidos. Por una parte, lleva a cabo un análisis lúcido de las estrategias narrativas fundamentales que conforman la estructura significativa de sus mejores cuentos cortos. Por otra parte, y esto sí que nos parece un avance ciertamente sustancial, pasa a fijarse en una parte de la producción narrativa de Hawthorne hasta ahora no estudiada en suficiente profundidad. En efecto, sus primeras obras, en especial aquellas de extensión breve, no han gozado de tanta atención como sus novelas (aunque el término que él prefería era romances), tales como The Scarlet Letter o The Blithedale Romance, en las cuales se condensa, en opinión de muchos, lo mejor de su producción. Y es así a pesar de que en muchas de estas obras tempranas podemos encontrar algunos de sus temas favoritos y de sus principios composicionales más característicos. Las obras cortas son, en su caso, un preludio a sus narraciones largas. En otras palabras, este volumen cubre oportunamente el germen de lo que se conoce como la obra «canónica» de Hawthorne.

    La tesis principal del libro es que nuestro autor era un escritor que gustaba de marcar una fuerte distancia entre sí mismo y el mundo representado en sus obras, idea poco habitual en la mayoría de los estudios analíticos sobre su obra. Este componente irónico consiste, según G. R. Thompson, en manejar la voz narrativa de manera que la separación entre el narrador y el mismo Hawthorne sea casi total. Sobre su enfoque metodológico, debemos decir que el objetivo central de este libro es atender a cómo las estrategias narrativas formales adoptadas por la figura del autor ayudan a construir esa visión irónica acerca de la realidad y la construcción narrativa. Thompson utiliza una parte muy importante de los estudios sobre Hawthorne existentes, que es ya ingente, combinándolos con los últimos desarrollos de la teoría crítica e historiografía de nuestro siglo (Mikhail Bakhtin, Michel Foucault, Jean-François Lyotard, Hayden White). A esto se le ha de añadir una aspecto genealógico muy oportuno y relevante. Puesto que uno de los puntos centrales de la obra es el estudio del concepto de historia (o discurso histórico) dentro de la obra de Hawthorne, G. R. Thompson incluye en sus consideraciones, y en su bibliografía, una amplia variedad de escritos críticos y reseñas sobre esta área que procede de los contemporáneos a Hawthorne. Esto aportará al lector una visión de conjunto sobre la recepción de la obra de Hawthorne y sobre cómo las estrategias narrativas analizadas fueron recibidas en su tiempo como una revolución en la narrativa norteamericana.

R. Miguel Alfonso

 

Publicado en Analecta Malacitana, XXI, 1, 1998, págs.