Hacia una teoría filológica de la temporalidad reversible.

(Con un soneto plurifuncional de Lope

y otros casos de la historia literaria española)

 

Gaspar Garrote Bernal

(ggb@uma.es)

universidad de málaga

 

 

Resumen

Una teoría literaria que sea filológica, es decir, histórica, debe abarcar múltiples implicaciones del hecho literario, cuya naturaleza es material (tangible y cambiante) y está sujeta, al menos, a cuatro tipos de cronología. Ilustran las tesis del artículo un plurifuncional soneto de Lope de Vega y otros casos literarios españoles.

 

Abstract

A literary theory that is philologic, that is to say, historical, must include multiple implications of the literary fact, which nature is material (tangible and changeable) and is subject, at least, to four types of chronology. The theses of the paper are illustrated by a plurifuncional sonnet of Lope de Vega and other literary Spanish cases.

 

Palabras clave

Temporalidad literaria

Cronologías literarias

Transcodificación

Literatura española

Lope de Vega

 

 

 

 

 

Key words

Literary temporality

Literary chronologies

Transcodification

Spanish Literature

Lope de Vega

 

 

AnMal Electrónica 27 (2009)

ISSN 1697-4239

 

 

 

LA BIBLIOTECA COMO CONCEPTO OPERATIVO DE LA HISTORIOGRAFÍA LITERARIA

 

Mainer llamó la atención sobre tres textos de la Castilla azoriniana que continuaron respectivamente La Celestina, el Lazarillo y La ilustre fregona: «Las nubes», con Calisto y Melibea casados y padres de una niña, «Lo fatal» y «La fragancia del vaso» (1975: 138). Creo que esos tres textos sintetizan la transcodificación clave en el siglo XX español: picaresco-celestinesca y cervantina.

En cuanto relectura, la literatura es transcodificación, un concepto con que Lotman se refirió al «mecanismo que soporta la producción de sentido» mediante la modificación del código de los textos del pasado. El transcodificador puede, por ejemplo, ironizar sobre las obras leídas, o bien, como revisaremos enseguida con Azorín, reutilizarlas para nuevos fines. Dos procedimientos transcodificadores son la intertextualidad («el escritor entabla un diálogo, a veces tácito, a veces haciendo un guiño al lector, con otros textos anteriores», de modo que «todo texto es un tejido nuevo de citas anteriores») y la interdiscursividad (concepto debido a Segre) o conjunto de relaciones que el texto «mantiene con todos los enunciados (o discursos) registrados en la correspondiente cultura»[1].

La «docta» imprenta preserva a «las grandes almas que la muerte ausenta» (Quevedo 1981: 105). Como espacio tangible y a la vez virtual que conjunta unas muy distintas cronologías que se interfieren simultáneamente, la biblioteca es el marco en que se desenvuelve el carácter transcodificador, transtemporal e interhistórico de la literatura[2]. La palabra en el tiempo machadiana obedece a una dimensión histórica, y por tanto se somete a las «injurias de los años», según la observación de Quevedo; pero éste otorga el carácter de «vengadora» de tales daños a la conservación que logran la imprenta y la biblioteca —potencial preservación, por cuanto los libros se hallan estantes en rimeros de anaqueles—, así como a la activa y actualizadora de la lectura: «vivo en conversación con los difuntos / y escucho con mis ojos a los muertos». La intertextualidad y la interdiscursividad son, en efecto, diálogos que, iniciados desde todo efímero presente, buscan en el ayer —la única dimensión temporal que realmente progresa— nuevas respuestas:

 

La historia no es otra cosa que una constante interrogación de los tiempos pasados en nombre de los problemas y de las curiosidades —e incluso de las inquietudes y las angustias― del tiempo presente que nos rodea y asedia (Braudel 1985-1986: 9).

 

Braudel coincide aquí con Azorín, que mucho antes había remitido a aquella «angustia inexpresable», en aras de la cual un viejo escudero necesitó volver a Toledo en busca de un «antiguo criado» (1912: 169 y 170). Pasa en todo texto: en éste de «Lo fatal» confluyen los espacios-tiempos de Azorín (los suyos contemporáneos y los implicados en sus lecturas y en sus contemplaciones del arte), así como los de sus receptores sucesivos, que a su vez habrán podido experimentar los del Lazarillo, los gongorinos y los del Greco. Es que, sirviéndose de una interpretación muy parcial de un soneto de Góngora, Azorín imagina en «Lo fatal» al escudero del Lazarillo pintado por Doménikos Theotokópoulos, y así continúa el tratado III del anónimo: hidalgo enriquecido tras haber recibido una herencia, pero enfermo de melancolía, sólo el regreso al pasado puede ayudar al escudero, que es ahora diez años más viejo.

También a Toledo, a su mesón del Sevillano, volvió, veinticinco años después, la Constanza de La ilustre fregona; aquella Constanza que en esta reescritura había marchado a Burgos, que se casó y que tiene ahora dos hijos: «uno de ellos está en Nápoles sirviendo en la casa del Virrey; el otro se halla en Madrid gestionando un cargo para América» (Azorín 1912: 175). Es evidente que los respectivos destinos de los hijos de Constanza en «La fragancia del vaso» aluden a dos momentos de la vida de Cervantes: el juvenil anterior a Lepanto y el de la madurez tras el cautiverio. Este otro intertexto, el de la biografía cervantina, rebota sobre el cierre del capítulo azoriano («Del pasado dichoso sólo podemos conservar el recuerdo; es decir, la fragancia del vaso»), que a su vez remite al título del texto: eterno retorno cúbicamente conseguido[3].

La sensación azoriniana de que «a estas nubes que ahora miramos, las miraron hace doscientos, quinientos, mil, tres mil años, otros hombres con las mismas pasiones y las mismas ansias que nosotros», de modo que «vivir es ver volver» (1912: 162-163), puede comprobarse en la experiencia literaria: también vivir es releer y reescribir, un volver y un ver volver a ciertos textos. La postmodernidad ha incrementado tal conciencia, hasta el punto de que «la intertextualidad ha pasado a ocupar un lugar central en las prácticas estéticas de Occidente»:

 

contrariamente a la orientación en buena parte iconoclasta del vanguardismo, y a su consiguiente descalificación de la tradición, lo posmoderno, con una memoria estética y una sensibilidad histórica plenamente asumidas, interroga con tenacidad las formas del pasado (García Sánchez 1996: 9 y 25).

 

Este diálogo establecido por parte de cada nuevo grupo de autores —que antes que nada son lectores— con aquellos a quienes, según Quevedo, se escucha con los ojos (1981: 105), descubre espacios intertextuales que presentan el continuo «ir y venir entre la tradición y la originalidad» (Rodríguez Pequeño 1991: 92). O también: el «ir y venir entre la memoria y la historia», con un tiempo artístico y semántico reversible que permitiría fijar «la influencia de César Vallejo en los sonetos de Quevedo» (Rico 1982: 141-142). El ejercicio vendría a reproducir juegos descriptivo-explicativos como el empleado por Henri Breuil al denominar «Capilla sixtina del arte paleolítico» ag los polícromos de Altamira. Como veremos, también Kish tiene el convencimiento de que «las obras generadas por la creación de Fernando de Rojas et alia pueden informar la continua investigación de la Celestina original» (1992: 249).

  

El Guadiana de la tradición: «lo que leo imitando»

«Con los tiempos que miraron, / mírate tú en este espejo: / ojos en ondas pasaron… / Guadiana nunca es viejo» (Jiménez 1959: 254): la transcodificación navega por el Guadiana de una tradición que subyace y aflora intermitentemente, logrando, en el momento de la creación y en el instante de la recepción, una simultaneidad literaria de tiempos y espacios.

El desarrollo de las categorizaciones literarias (géneros, metros, tópicos y motivos, personajes, voces narrativas...) traza trayectorias que, en la repetición de sus componentes, se transforman en tradiciones. La tradición es elemento externo fundamental en la constitución de un texto literario. Éste, en efecto, «no es el producto desasido y arrítmico de un caprichoso acto individual. Las apetencias de originalidad de su autor al crearlo [...] le harán ir recortándolo, cincelándolo en una tradición de recuerdos, de modelos, de estímulos literarios», por lo que «a la imagen romántica del creador solitario» se opone la «basada en el progreso de una cultura tópica, del creador en permanente compañía» (García Berrio 1978: 73).

De la tradición depende que los médicos sean objeto de sátira; que para la Virgen sólo haya loas, o que el poeta romántico exalte a figuras marginales; en fin, como se lee en La gitanilla, los versos «siempre vienen llenos de almas y corazones» (Cervantes 1613: I, 107), la mayor parte de los poemas de amor son tristes y el poeta busca una receptora inmediata aunque no esté enamorado, como recomendaba Juan Alfonso de Baena en su Prologus: «todo home que sea de muy altas e sotiles invenciones […] sea amador e […] siempre se precie e se finja de ser enamorado» (en Alonso 1986: 74). Lo recordaba don Quijote (I, 25):

no todos los poetas que alaban damas, debajo de un nombre que ellos a su albedrío les ponen, es verdad que las tienen. ¿Piensas tú que las Amariles, las Filis, las Silvias, las Dianas, las Galateas, las Alidas y otras tales de que los libros […] están llenos, fueron verdaderamente damas de carne y hueso, y de aquellos que las celebran y celebraron? No, por cierto, sino que las más se las fingen, por dar subjeto a sus versos (Cervantes 1605-1615: I, 313-314).

La tradición se sustenta en una sucesión de formas y motivos reiterados que, en el proceso de la creación literaria, llega a imponerse sobre las determinaciones de otras series externas, sean económicas, históricas, políticas e incluso biográficas: la historia universal «ordena sus materiales con un criterio de sucesión» para revelar «que Alejandro precede necesariamente en dos mil años a Napoleón», mientras que la historia del espíritu muestra «que Aristófanes no es, en lo íntimo, más lejano a nosotros que Bernard Shaw» (Cysarz 1930: 111). A través de Julio (La Dorotea, IV, iii), Lope de Vega (1632: 348) lo dijo de otra manera:

 

¿Cómo compones? Leyendo,

Y lo que leo imitando,

Y lo que imito escriuiendo,

Y lo que escriuo borrando;

De lo borrado escogiendo.

 

La formulación lopesca —ese componer leyendo— ofrece la clave de las cadenas intertextuales en que también consiste la literatura. Tomemos a un autor (digamos Antonio Machado) como partícipe de una de esas cadenas, y examinemos brevemente un eslabón anterior y otro posterior para comprobar el engarce discontinuo de palabras que vienen de múltiples ayeres: engarce discontinuo que brota tanto en la memoria de cada autor como en la de cada receptor: ahora, la de quien va emitiendo —la fuerte potencia descriptiva de la paradoja radica en que encaja con una realidad que es todo complejidad— estas líneas, y enlazando textos desde su biblioteca y su biblioteca.

Afanado en extender el epílogo de Amor y pedagogía hasta alcanzar las páginas pedidas por su editor, Unamuno se pregunta:

 

si hay verso libre o blanco como otros le llaman, blank verse, ¿por qué no ha de haber también prosa libre o blanca? ¿A título de qué hemos de uncirnos al ominoso yugo de la lógica, que con el tiempo y el espacio son los tres peores tiranos de nuestro espíritu?

 

Aparte de confundir verso libre y verso blanco, Unamuno asienta en ese fragmento que la libertad es «la emancipación de la lógica», aunque a renglón seguido reconozca que pensamientos como éste «no pasan de esfuerzos con que quiero engañarme a mí mismo». Su reflexión se cierra así:

 

Sí, ya sé que nos ponemos a escribir versos libres aquellos a quienes no nos sale libremente la rima, los incapaces de hacer fuente de asociación de ideas de la rima generatrice, como hacemos prosa libre o cháchara suelta a guisa de sangría los incapaces de la verdadera libertad, la que en la conciencia de la ley consiste.[4]

 

A esas palabras pudo haber respondido la escueta síntesis de Machado en «De mi cartera», vi-vii (Nuevas canciones, 1924):

 

Verso libre, verso libre…

Líbrate, mejor, del verso

cuando te esclavice.

La rima verbal y pobre,

y temporal, es la rica.

 

La rima temporal, ese —por decirlo con título de Blas de Otero— redoble de conciencia de historicidad, conlleva la inmersión en lo más profundo del yo, según la conocida metáfora que Machado emplea en Soledades. Galerías. Otros poemas (1907):

 

En esas galerías,

sin fondo, del recuerdo,

donde las pobres gentes

colgaron cual trofeo

el traje de una fiesta

apolillado y viejo…[5]

 

Las galerías de mi recuerdo, que activa este diálogo con los textos del pasado, me fuerzan a la digresión, otro complejo mecanismo de descripción y explicación. El texto machadiano presenta resonancias del luengo motivo del exvoto: «colgaron cual trofeo…». Un lector que escribe recordando sus numerosas lecturas, como Gabriel Miró, lo hace explícitamente (salpicando sus textos de nombres de autores) e implícitamente, como cuando modifica en Niño y grande el motivo petrarquista del exvoto por la liberación del amor, a su vez reelaboración de un tópico horaciano: «¡Colgaba yo toda mi alma de memorias de mi infantil amor como ex votos y ofrendas a la divina mujer que se me apartó para siempre…!» (Miró 1922: 160)[6]. Y en El jardín de los frailes de Azaña, esta mi alma de memorias mironiana se hace equivalente de «la Galería sola, abierta sobre el jardín» del colegio agustino en que se formó el narrador.

Tal espacio concreta, desde la propia mayúscula del sustantivo, la abstracción generalizadora de las galerías machadianas, y se abre a la divagación sobre «mi educación sentimental» y «mi lógica sentimental», desde las que Azaña analiza melancólicamente un pasado decisivo en su vida: «mi presencia se inscribe en las memorias de esta Galería, se sale del tiempo actual y me enlaza a las sombras que vinieron y las que vengan aún a lamentar su esperanza cautiva» (1926: 144-146). Las galerías del recuerdo machadianas han pasado a ser, personalizadas por Azaña, las memorias de esta Galería. Y la intuición azañista ha formulado asimismo el proceso que implica el recuerdo literario, vaivén entre presente, pasado y futuro: «se sale del tiempo actual y me enlaza a las sombras que vinieron y las que vengan».

Cada autor individualiza de esta manera la historia y la biblioteca literarias, jugando con una gradación que va desde el Nihil novum sub sole hasta el afán de originalidad romántico y vanguardista, que incurre en la ilusión de la creación ex nihilo (Fuster 1964). Situado en esta superestructura tradicional, el escritor reelabora lo ya dicho y almacenado fragmentariamente en su memoria: la cultura y la literatura son enormes palimpsestos que se releen y reescriben, tomando como base ciertos textos del pasado entendidos en cada momento como más cargados de respuestas (o de futuro, que dijo Celaya).

¿Por qué contentarse, pues, con el pálido reflejo de la historicidad que brinda una historiografía positivista (pero aún vigente), que concibe el tiempo andando en única e irreversible dirección?

 

LA INMUTABLE ESTRUCTURA CAMBIANTE:

UN(OS) SONETO(S) DE LOPE

 

El principio, parece que más que contrastado, dicen que funciona en las ciencias (scire: ‘cortar, separar’) y rige el estudio sintáctico: operando con una unidad mayor, la oración, por encima de la cual es inviable el análisis —según un mandato metodológico que obvia series completas del mensaje lingüístico, como el texto, nada menos—, la Sintaxis renuncia a abarcar complejos de comunicación. De manera análoga, instrumento metodológico básico del estructuralismo es el aislamiento de series coherentes que analizar. La operación previa a ésta implica una selección que, habitualmente, no considera la obra completa, sino una parcela de la misma (a ser posible, en verso).

Digamos ahora que esa parcela es un soneto, y que tal poema, que he seleccionado por constituir también un caso de metacomentario de texto, lo es de Lope de Vega, que «estaba orgulloso de él» y para quien se convirtió en una «obsesión» (Alonso 1950: 461 y 457):

 

La calidad elementar resiste

mi amor, que a la virtud celeste aspira,

y en las mentes angélicas se mira

donde la Idea del calor consiste.

No ya como elemento el fuego viste

el alma, cuyo vuelo al sol admira,

que de inferiores mundos se retira

adonde el querubín ardiendo asiste.

No puede elementar fuego abrasarme

la virtud celestial, que vivifica

envidia el verme a la suprema alzarme.

Que donde el fuego angélico me aplica,

¿cómo podrá mortal poder tocarme?

Que eterno y fin contradicción implica.

 

En La dama boba, La Filomena y La Circe publicó Lope este soneto. Lo movió, pues, por tres tiempos. Obediente a la ecdótica más admitida, que privilegia el último testimonio que se supone que revisó el autor —y por tanto posibilita en el aparato crítico el flash back originado desde cualquier variante—, he citado la versión de La Circe[7]. En todo caso, fuera de leves cambios de puntuación y del uso de la mayúscula en Idea (v. 4), este soneto quedó invariable en sus tres ocurrencias, pero su diferente inserción fue modificando su sentido: sus trayectorias. Sí, este poema significa, esencial, sincrónica o paradigmáticamente, lo mismo, sea cual sea el contexto con que tope; pero su sentido no es ajeno a la distinta serie o sintagma en que se mueve. De modo que si el análisis se limitara sintácticamente a sus catorce versos, el sentido pleno o poliédrico, que emerge de la relación de la frase con cada contexto en que figura, deja de ser captado.

 

«La calidad elementar resiste…» en 1613

 

Varios caballeros visitan a Nise, quien mantiene una academia literaria en la casa paterna (La dama boba, I, 500-634). Duardo, que aparece aquí como autor del soneto en cuestión, lo recita (vv. 525-538), y luego los demás personajes pretenden que lo juzgue Nise[8].

Típico de la mentalidad unidireccional largamente cimentada en la crítica y la historiografía literarias, la escena y el soneto han sido contemplados por los comentaristas de formas contradictorias entre sí, pero siempre desde puntos de vista únicos y excluyentes: bien como sólo burlescos, bien como estrictamente serios y didácticos[9]. Sin embargo, contenido metafísico y parodia poética no eran sino dos caras de la misma moneda en cierta poesía de Lope (Heiple 1984), de modo que habría que enfocar el asunto de otra manera. Así, estudiando las cuatro series de hechos que se entrelazan en el mencionado pasaje de La dama boba.

En la primera, Nise aparece como menos discreta de lo que habían insinuado las seis escenas previas de la comedia: «Ni una palabra entendí»; «Con inquietud / escucho lo que no entiendo»; «Yo no escucho más, / de no entenderte corrida. / ¡Escribe fácil!» (vv. 539, 562-563 y 577-579). En el contexto de percepción coetánea de La dama boba, esta recepción del poema por parte de Nise, su reacción y su casi desesperado imperativo final, hubieron de activar el mecanismo del humor ante el espectador de la comedia, lo que implica modificar la trayectoria del sentido del soneto hacia un término medio entre los dos polos de sólo serio y sólo burlesco. La clave de interpretación humorística para la actitud de Nise se halla además en las palabras de Otavio —el padre de ésta y de Finea—, que había diferenciado previamente tres grados de entendimiento: bobo, discreto y bachiller; si el ideal es el segundo, Otavio lamenta que sus hijas ocupen, respectivamente, los dos extremos, ambos negativos (Lope de Vega 1613: 71-72). Así que Nise es bachillera, no discreta; a pesar de lo cual —o por eso mismo— mantiene una academia literaria.

La segunda serie de hechos muestra que, como «en La Dorotea, los personajes de La dama boba se emplean como filólogos al uso humanista en el comento e ilustración de los textos» (Brito Díaz 2003: 110, n. 22). En la conversación que mantienen sobre el poema, Duardo alaba la sinceridad de Nise, comparándola positivamente con los que, «por arrogancia» (v. 542), hubieran dicho que comprendían el soneto, sin entenderlo; por eso cerrará Laurencio el debate académico con la significativa idea de que los versos «se atreve a censurallos / quien no se atreve a entendellos» (vv. 625-626). Es Duardo quien tiene que explicar la intención (o argumento) de su poema:

 

La intención, o el argumento,

es pintar a quien ya llega

libre del amor, que ciega

con la luz del entendimiento,

a la alta contemplación

de aquel puro amor sin fin,

donde es fuego el serafín. (vv. 543-549)[10]

 

Los términos argumento e intención funcionan como sinónimos en el pasaje, lo que corroborará enseguida Nise («Argumento y intención / queda entendido» [vv. 550-551], en singular) y en un futuro el Lope de La Circe: «La intención de este soneto (llamemos así al argumento)» (1983: 1312). El caso es que «La calidad elementar…» expresa el tránsito del amor humano, concebido como esclavitud, al divino. Ante tan sublime intención explicitada por Duardo, Laurencio, que no se había pronunciado, alaba ahora el texto: «¡Profundos / concetos!»; pero Nise estima que tal conceptismo oscurece el poema: «Mucho le esconden» (vv. 551-552). De modo que Duardo se ve obligado a ampliar el autocomentario, centrándose en el primer cuarteto. «Tres fuegos» hay «que corresponden» «a tres mundos»: el humano o «calor de nosotros» (calidad elementar); el celeste, que «es virtud / que calienta y que recrea» (virtud celeste), y «el sobreceleste» o «entendimiento seráfico» (Idea del calor). El fuego es propio de los tres, pero estos «siento / que así difieren»: el «elementar» «abrasa», «el celeste vivifica» «y el sobreceleste ama» (vv. 553-574).

La tercera serie de hechos es metaliteraria. «La claridad / a todos es agradable, / que se escriba o que se hable», reconoce Duardo, pero en materia teológica la oscuridad viene autorizada por Platón, quien «a lo que en cosas divinas / escribió, puso cortinas; / que, tales como éstas, son / matemáticas figuras / y enigmas» (vv. 587-589 y 580-584). Por fin, la cuarta serie de hechos vuelve a enlazar esta escena con la intriga principal de la comedia. Siendo marginal respecto a lo que ahora me interesa, la dejaré sólo mencionada.

 

«La calidad elementar…» en 1621

 

Finalizando La Filomena, Lope volvió a su soneto (1983: 913), donde viene antecedido por este lema:

 

CASTITAS RES EST

ANGELICA. Chrisost.

 

Disposición tipográfica algo oscura. Ocurre que el editor, Blecua, no tuvo en cuenta el posterior comentario de La Circe, también fijado por él y donde se citan «las palabras de Crisóstomo: “Castitas res est angelica […]”» (Lope de Vega 1983: 1313). El lema añadido al poema en 1621 («“La castidad es asunto de ángeles”, Crisóstomo») debe, pues, rezar así en una edición modernizada:

 

Castitas res est angelica.

Crisóstomo

 

Aparentemente, el soneto se halla ahora aislado, de manera que la tentación es limitarse a constatar esta reedición (Alonso 1950: 456-466; Marín, ed. Lope de Vega 1613: 43). Por su parte, Sánchez Jiménez apunta que el «contexto en que aparece» el soneto «en La Filomena y La Circe es muy diferente al de La dama boba», y subraya la relativización del «valor del poema» en el «contexto academicista y artificioso» de la comedia, frente a su «posición destacada» «al final» de los libros de 1621 y 1624, «indicio de la importancia en la auto-representación del autor en estos volúmenes», donde

 

el narrador (que nos invita a que le identifiquemos con Lope) lo analiza y asume como parte de una filosofía vital neoplatónica que enfatiza la castidad, de acuerdo con el nuevo rumbo que Lope le quería dar a su carrera e imagen pública […]. Lope recicló ‘La calidad elementar resiste’ para adaptar su persistente imagen de poeta enamorado a sus nuevas aspiraciones profesionales y literarias (Sánchez Jiménez 2006: 78).

 

Pero el asunto es menos simple, y no puede despacharse oponiendo tan férreamente el primer contexto del poema con los dos últimos. Creo que en esta ocasión Lope ha enlazado el obsesivo soneto con dos de las cuatro series de hechos mencionadas en La dama boba: las referidas a las academias literarias (en particular, al asunto de comprender los textos), y a la claridad y la oscuridad poéticas. Porque «La calidad elementar…» no sólo cierra La Filomena, sino más específicamente la serie que lo precede y que forman otros cuatro sonetos sobre las letras y la silva «A Juan de Piña» (Lope de Vega 1983: 908-913). Observando así el asunto, los dos versos iniciales de la silva («En justa de poetas / ¿jüez queréis hacerme?») enlazan con el principio de la escena de La dama boba: «de un soneto de Düardo / os hemos de hacer jüez» (vv. 507-508). Aunque Lope diga a Piña que «jüez poeta» «no lo fui en mi vida» y que «ni juzgaré, ni sé, ni puedo» (vv. 68-69 y 93), la silva de 1621 ataca tanto a los «poetas nuevos», autores «de bárbaras poesías / que la inorancia crédula refiere», como a los «poetas burdos», cuyos «locos devaneos» «quieren igualarse / con pensamientos viles, / y versos infanzones, / a los claros varones» que son Garcilaso y Herrera[11]. Esta polarización poetas nuevos-poetas burdos reproduce la de bachiller-bobo que el Octavio decantado por el centro discreto había rechazado en 1613. Todo lo cual dibuja el mapa de la poesía contemporánea de Lope, tal como éste quería verlo y presentarlo en tres zonas: poetas burdos / Garcilaso-Herrera-[Lope de Vega] o poetas discretos / [Góngora]-poetas nuevos o bárbaros o bachilleres.

Así que el sentido (o la trayectoria) del soneto «La calidad elementar…» va surgiendo diacrónicamente de la relación entre la serie final de La Filomena y la escena VII de La dama boba: de este modo, resulta menos neoplatónico que metaliterario, porque Lope lo ofrece como ejemplo de soneto juzgado en una academia y como antídoto contra las poéticas burda y nueva.

 

«La calidad…» en 1624

 

La «Epístola a Fray Plácido de Tosantos» de La Circe es, según Sabor de Cortázar, «preciosa muestra» del «estilo didáctico» de Lope, quien en «16 tercetos» de esa carta sintetiza «la teoría del amor neoplatónico tal como la explayan León Hebreo en sus Diálogos y Castiglione en El Cortesano», en concreto en su libro IV, que Lope «sigue paso a paso» en su «abreviada y bellísima exposición» (1987: 186): «el proceso amoroso» «se inicia con la contemplación de la hermosura de la cosa amada y termina en la unión mística con Dios, pasando por la abstracción de la idea de hermosura terrena, la contemplación interior de la ideal belleza», hasta que el alma llega «a Dios, su centro, en el cual reposa. Todas las cosas materiales y espirituales tienden a su esfera, donde encuentran el descanso» (1987: 187)[12].

Pero también ocurre que entre las cartas de La Circe figura otra, «A don Francisco López de Aguilar. Epístola nona», en que Lope de Vega envía a su receptor «el Comento que hice al soneto impreso en la última página de mi Filomena» (1983: 1311-1318). En este análisis, «una prosificación del comentario en verso de La dama boba» y «un amontonamiento de erudición filosófica», Lope interpreta su poema verso a verso y comete «uno de esos insensatos alardes de pedantería que se le escapaban» cuando quería «chapearse de científico» (Alonso 1950: 458 y 461). Pero «no dice nada nuevo» con respecto a su anterior comentario, y además ambos son una «traducción casi literal» de Pico della Mirandola, cuyo Heptaplus aduce ahora Lope como fuente, por lo que, desde un punto de vista semántico, el soneto es un resumen de las ideas de ese libro, asegura Alonso, que compara ambos comentarios (con los motivos reiterados del argumento, los tres fuegos y los enigmas matemáticos de Platón) y aduce los pasajes análogos de Pico (1950: 457-460). Así que Lope «contrapone esta nueva persona de poeta filosófico y profundo a la ‘nueva poesía’ que triunfaba entonces en Madrid», tomando como «texto abanderado de las tendencias platónicas y filosóficas» «el famoso soneto ‘La calidad elementar resiste’», que frente al «falso amor corporal» (fuego elementar) alza el «nuevo amor espiritual que domina la auto-representación» de Lope en La Circe (Sánchez Jiménez 2006: 77)[13].

La serie final de La Circe, en que se reinserta ahora «La calidad…», está constituida por la mencionada carta a López de Aguilar y cuarenta sonetos, muchos de los cuales son también filosóficos, están influidos por el espiritualismo platónico y neoplatónico de Pico, Ficino y otros autores citados en la epístola IX, y pertenecen en su mayoría a la serie de Amarilis, o sea, al auge del gongorismo entre 1616 y 1624: «La calidad elementar…», el más antiguo, «ha de ser considerado punto de arranque de todo el grupo» (Alonso 1950: 461-465).

El sentido neoplatónico del poema, forzado por sus fuentes, se endereza de nuevo hacia lo metaliterario, como reacción antigongorina, pues si «Góngora complicaba con palabras», Lope «aturdiría con pensamientos como pozos» (Alonso 1950: 461). De hecho, López de Aguilar sabría que «muchos hablan en lo que no entienden», como sugirieron en 1613 Duardo y Laurencio, y «se apasionan de los términos nuevos de decir, aunque sean bárbaros, y no reparan en el alma de los conceptos», según había indicado Lope a Juan de Piña en 1621 (y reiterará, por cierto, Gracián). Lo significativo es que Lope de Vega termina estableciendo que, junto a una poesía cuya «dificultad» está «en la lengua (como ahora se usa)», es posible otra difícil «en la sentencia» (1983: 1311). Lo cual completa el mapa trazado en 1621: poetas bárbaros o de lengua difícil [gongorinos] / poetas discretos, cultos o de sentencia difícil [neogarcilasianos y neoherrerianos].

Por lo demás, aquellos profundos conceptos alabados por Laurencio son asociaciones de ideas producidas a partir del v. 3: «y en las mentes angélicas se mira». El sintagma mentes angélicas determina la idea anexa de castidad a través de la cita de Crisóstomo (Castitas res est angelica) que antecedía a la segunda edición del poema; y el verbo miran conlleva la de contemplación, mediante la cual se llega a la serie de citas de la mística neoplatónica que aduce Lope (1983: 1313). El concepto es, pues, un instrumento de asociación de ida y vuelta: aquí, origina el poema y lo comenta. No está claro, con todo, que en cada uno de esos dos viajes se trate del mismo concepto. Porque para comentar el platónico v. 4, «donde la Idea del calor consiste», Lope se demora en un pasaje de san Dionisio sobre las visiones de Ezequiel que indica que «los ángeles estén significados por el mismo fuego», en un «lugar» o texto que también discurre «en la grandeza deste nombre fuego» y que por sí mismo deja «bien entendido el argumento deste soneto» (1983: 1314).

Bajo todo ese entramado, pareciera que la obsesión de Lope no fue sólo la de expresar un profundo concepto de mística neoplatónica o la de competir con el gongorismo, sino la de enseñar a comentar los textos poéticos en las deficientes academias de su época, por las que tanto transitó. Al interpretar el v. 9, «No puede elementar fuego abrasarme», Lope señala: «No son identidades, ni dice aquí lo mismo que ha dicho, ni es justo decir que todo el soneto es fuego», porque «aquí hace un metamorfoseos del humano al divino» (1983: 1316). Da la impresión de que este fragmento es menos un comentario que una respuesta a una lectura anterior y ajena: ¿«ni es justo decir…»? El cierre de la epístola parece confirmarlo: «Ya vuestra merced ha visto la explicación de lo que en este soneto pareció a los críticos deste tiempo enigma; este nombre tendrá lo que no entienden». Un cierre que vuelve a arremeter contra los bárbaros «que usurpan el nombre de poetas sin conocimiento de la ciencia», pues el principal problema —la «miseria nuestra»— es «haber tantos poetas, o buenos o malos» (1983: 1318), siendo que, como Lope había indicado a Piña, «el laurel de Apolo» es «apenas digno de un ingenio solo» (1983: 911).

Alonso sentenció que la carta a López de Aguilar «nos recuerda al más charlatán e inaguantable Pellicer en el comento de Góngora» (1950: 461), y Morby entendió que la academia de La Dorotea, IV, ii-iii, es «parodia de las Lecciones solemnes de Pellicer» (ed. Lope de Vega 1632: 24). Allí también César, Ludovico y Julio comentan, verso a verso, un soneto antigongorino, y en el pasaje reaparecen los motivos anexos al obsesivo poema de Lope: entre otros, el entendimiento de que culto significa ‘claro’ (y por tanto fue Garcilaso el primer poeta culto), las referencias a Pico y su Heptaplus y a Platón y sus enigmas, o la idea de que las academias apenas sirven de nada: «juntarse a murmurar los vnos de los otros deue de traer gusto; pero parece embidia, y en muchos ignorancia», dice César, y con él acuerda Ludovico: «Allí ninguno enseña y todos hablan» (Lope 1632: 331-336). Por donde de nuevo volvemos a las palabras del Laurencio de La dama boba: hablan de versos quienes no los entienden.

 

CUATRO PERSPECTIVAS CRONOLÓGICAS Y UNA CIENCIA DE LA FICCIÓN

 

En la versión definitiva de su crucial conferencia-manifiesto sobre la teoría de la recepción, Jauss sostuvo que el principio teleológico racionalista de hallar en la historia de la literatura una «idea conductora» —la «individualidad nacional» o el «clasicismo nacional»— que relacionase los hechos literarios con los generales, sustentó una historiografía que alcanzó sus «máximas realizaciones» en el siglo XIX. Tras esas conquistas llegó el «descrédito» actual —la conferencia de Constanza es de 1967— de la historia literaria y su quedar fuera, así en Alemania, «de la enseñanza secundaria» «como tarea obligatoria», aunque «la burguesía cultural» siguió considerándola (1970: 138-140 y 133). Por nuestros pagos, cierta esquizofrenia colectiva parece hoy despreciar las humanidades, aunque paradójicamente las emplee como útil arma política localista y autonomista, mientras que consume abundantes productos manufacturados por diligentes conocedores de las habilidades humanísticas: desde el best seller de ultimísima o medievalísima moda, hasta las industrias y el turismo culturales, pasando por la política lingüística o por las superproducciones cinematográficas basadas en guiones que benévolamente han de suponerse inspirados en lo que una vez cantó Homero.

Sin embargo, esto último da una pista sobre la inevitable reorientación de nuestras filologías, advertido también el fracaso del estructuralismo, cuya inmanencia «como aspiración final del discurso científico» sirvió para cuestionar la teleología historicista de base hegeliana, aunque no pudo con el historicismo decimonónico, que «aún persiste como visión casi exclusiva en los planes de estudio de las Facultades de Filosofía y Letras españolas» (Bobes Naves 1999: 44-45 y 31). Creo que la reorientación de esos planes será una consecuencia del convencimiento de que dar la espalda académico-claustral al ágora mercantil y bulliciosa es una triste —y muy poco inteligente— forma de suicidio colectivo. También, del penoso constatar el «anquilosamiento» de la historiografía literaria, que por su falta de «especulación teórica» no delimita su objeto de estudio ni perfila sus métodos, sino que mantiene la «aceptación acrítica» de «los viejos esquemas», que dan «una tranquilizadora apariencia» al «caótico acontecer de los hechos (o de los textos)» y a «la convivencia simultánea de elementos disímiles y con orígenes y desarrollos históricos distintos entre sí», apariencia que sirve a una «función social de la historia literaria» concebida sólo como «conservación y canonización de textos» y como «transmisión de los patrones de identidad literaria y cultural de una nación», según afirma Santiáñez-Tió. Este autor recuerda, por lo demás, que el historiador no suele notar que él mismo «impone una significación al material histórico a través de su relato», condicionado por «su propio horizonte histórico» y «sus intereses y objetivos particulares», sin tener en cuenta que: a) la periodización siempre es una hipótesis; b) el contexto histórico no existe «con independencia de las construcciones verbales de los historiadores»; c) la narrativa historiográfica «indica en qué dirección debemos pensar acerca de los eventos»[14].

Probemos, pues, a especular —digo, a teorizar— sobre posibles cambios de planteamientos, sabiendo que quienes fueron capaces de sustituir el paradigma Cejador por el actual, deberían comprender que éste, maltrecho y marchito ya, habrá de ser también modificado.

 

El tiempo, proceso lineal

 

A primera vista, el tiempo se ofrece como un proceso lineal. Esta linealidad tiene mucho de esquema mental —en tanto, al menos, que hija de la geometría—, aunque sin duda es también el resultado de cruzar datos que, mientras no desmientan nuevos descubrimientos, tendremos por incontestables: pongamos que al menos dos pies de imprenta, que ofrecen la cronología externa de las obras. Bien: Pedro Mexía publicó la Silva de varia lección en Sevilla, 1540, mientras que en la Salamanca de 1570 Antonio de Torquemada sacaba su Jardín de flores curiosas.

Esta pura linealidad de anal, que no de análisis, apenas dice nada, pero sitúa y por tanto es asidero que tranquiliza. Y eso a pesar de que «un notable cúmulo de dataciones convencionales se mostraban como imprecisas, discutidas o contradictorias; otras se ignoraban por completo» en nuestra literatura, según indica Viña Liste (en Villanueva 1991-1997: I, 4). Razón por la cual la historiografía literaria ha de volver por sus fueros más positivistas, los de la consideración puramente cronológica de los hechos: a partir de un «archivo general» informatizado, el proyecto dirigido por Villanueva (1991-1997) forjó rigurosas listas cronológicas de autores, obras, géneros y movimientos literarios españoles. Signo de los tiempos nuestros en que la contienda entre antiguos y modernos se ha decantado por estos, el volumen de D. Villanueva y M. Santos Zas, IV: Siglo XX (primera parte) (1997), dedicado al período 1900-1990, se centra en 275 autores y 10.000 títulos, y sus 1.236 páginas podrían triplicarse en una futura ampliación definitiva (Villanueva 1991-1997: IV, 12), aunque ya de por sí es lo que hace respecto a las 445 páginas de J. M. Viña Liste, I: Edad Media (1991)[15]. El tiempo literario como linealidad deviene, aquí como en los manuales, en una eclosión presentista, en que la selección queda sacrificada en el ara de la cantidad.

 

El tiempo, secuencia de causalidad

 

Regresemos al asunto en que iba. La escueta linealidad puede hacerse compleja, así mediante digresiones —como aquéllas con que va construyéndose este artículo— que interrumpen su tranquilo curso rectilíneo. Toda digresión muestra, en última instancia, las insuficiencias explicativas de la linealidad temporal, que difícilmente concuerda con la historia, compleja y poliédrica por pertenecer al mundo. Entonces no queda sino añadir a la linealidad una nueva dimensión e interpretarla como secuencia de causalidad. De manera que el hecho de que el capítulo X de la primera parte de la Silva trate de «Quién fueron las bellicosíssimas amazonas y qué principio fue el suyo; y cómo conquistaron grandes provincias y ciudades; y algunas cosas particulares y notables suyas» (Mexía 1540: I, 244-252), se aducirá como causa de que Torquemada no se detenga a contar la historia de las amazonas: «Y si quisiéreis ver, en suma, la historia de ellas y lo que muchos autores antiguos escriben, leed a Pero Mejía en su Silva, que lo trata copiosamente» (1570: 136).

No será preciso recordar que para pasar de la linealidad a la causalidad debe franquearse la barrera de las portadas y leer los textos. Pero sí indicar que la linealidad cronológica, aunque se le inserte el esquema de causalidad, es un pálido reflejo de la historicidad. El objetivo que resulta ser esta última dimensión fue obviado tanto por el positivismo, cuya «explicación meramente causal» «disolvió la peculiaridad específica de la obra literaria en un haz de “influencias”», como por la «metafísica estética», cuyo principio de «retorno de ideas y motivos supratemporales», a la manera de Curtius, «exime de la molestia de tener que entender la historia», según Jauss (1970: 144-146), a cuyas palabras podría acompañar la glosa negativa a Curtius (1948) que dispuso Alonso (1958)[16].

Además, en la secuencia causal quedará latente la perspectiva del observador que trata de comprender el complejo discurrir histórico. Es lo que dicta el principio de indeterminación, asentado por Heisenberg en 1958: «no se puede seguir hablando del comportamiento de la partícula sin tener en cuenta el proceso de observación», porque «cuando hablamos de la imagen de la naturaleza según las ciencias exactas de nuestro tiempo, entendemos por tal, más que la imagen de la naturaleza, la imagen de nuestras relaciones con la naturaleza»: «En otras palabras, el método ya no se puede separar de su objeto»[17]. Nuestro Ortega había postulado lo siguiente sobre esa imagen de la naturaleza: «No se diga, pues, que el arte copia a la Naturaleza. ¿Dónde está esa Naturaleza ejemplar fuera de los libros de Física?» (1910: 75).

 

La recursividad cronológica

 

Las dos primeras perspectivas temporales que acabo de esbozar —el proceso lineal puro y la secuencia interpretadora o causal— son asunto de la historiografía literaria tradicional, según la cual Mexía no sólo es anterior a Torquemada, sino también su estímulo. Pero el tiempo no es concebido exclusivamente como linealidad externa, concatenada o no por causas y efectos. Hay una tercera perspectiva que atañe a un fundante procedimiento de la memoria: la asociación de ideas. La temporalidad de este mecanismo se reviste de recursividad cronológica, que sitúa en el mismo plano o anaquel un libro de 1570 y otro de 1540, hasta configurar una suerte de biblioteca tradicional, en la que los textos dialogan entre ellos para mostrar, por ejemplo, cómo la obra de Mexía se compone según la imagen de que «en las selvas y bosques están las plantas y árboles sin orden ni regla» (1540: I, 162), mientras que el libro de Torquemada conjunta seis «tratadillos» que configuran un orden temático opuesto a la libertad de Mexía: «El primer Tratado es de aquellas cosas que la Naturaleza ha hecho y hace en los hombres fuera de la natural y común orden […]. El segundo, de propiedades de ríos y fuentes […]» (1570: 96 y 94), etcétera.

Con sus imitaciones de los modelos, positivas (semejanza) y negativas (contradicción), esta recursividad es concepto no sólo ajeno a la acronía metafísica, sino también necesario superador de la sincronía, pues, al operar con el rasgo general de palabra en el tiempo, conforma estructuras elásticas que deben considerar, frente a la sincrónica, el paradójico factor del cambio permanente, hasta agrupar en anaqueles obras de cronologías externas muy distintas y alejadas entre sí. Creo que la cronología recursiva es asunto no sólo de la creación literaria, manifestada como transcodificación, sino también de esa peculiar forma historiográfica que es el estudio de la tradición (a lo Curtius, claro)[18]: la complejidad del hecho literario no permite renunciar a ninguna perspectiva.

 

La cronología interna

 

Al fin, mediante la cronología interna, que configura el armazón de textos y géneros, son representadas las tres anteriores visiones del tiempo. Así ocurre con la asociación entre el subgénero dialogístico en el siglo XVI y el discurrir literario de una jornada, que Torquemada subvierte cuando su personaje Luis inicia la conversación vencido el día («Muy grande ha sido el calor que hoy ha hecho»), lo que indirectamente corrobora Antonio: «la gran calma y calor que esta tarde ha pasado» (1570: 101-102). En esa subversión de la regla habitual del subgénero dialogístico, no es el comienzo de la noche el que determina el final de la tertulia, sino que ésta fluye nocturna: «y pues es ya tan tarde, que ha pasado muy gran parte de la noche, paréceme que es tiempo que nos recojamos» (1570: 190-191). De este cuarto tipo de cronología, reservado a la crítica literaria, no saca provecho la historiografía.

 

LA REVERSIBLE TEMPORALIDAD LITERARIA

 

Mientras que la cronología lineal (causal o no) sólo es reproducible como historia virtual, graduable si se quiere en una convencional escala que va del tratado historiográfico a la novela histórica y a la máquina del tiempo de la ciencia-ficción, las cronologías recursiva e interna, por el contrario, responden a las condiciones de repetibilidad del ensayo científico en un laboratorio: no en balde, mediante la lectura y la relectura puede el experimento ser reproducido cuando sea preciso y las veces que se requiera. Dicho de otro modo: cuanto más ficticia sea la cronología literaria de que se trate, tanto más científica será la manera en que se aprehenda. Y aún de otro, que confirman empíricamente los literarios viajes a la luna anteriores a 1969: la ciencia sigue a la ciencia-ficción, confirmando, matematizando o al menos formalizando sus intuiciones.

Este multipolar y complejo fluir histórico-literario es resistente a inmutables segmentaciones imprecisas (como Edad Media) y periodizaciones anacrónicas (como Manierismo y Barroco); más bien aparece abierto al menos a las cuatro dimensiones temporales recién reseñadas, desde cada una de las cuales se interrogará a las obras y a las series de textos de diferente manera, lo que deparará respuestas o imágenes distintas y no siempre complementarias. Terreno abonado para la historiografía de técnicas narrativas experimentales propugnada por Santiáñez-Tió (1997). También, reto para una teoría historicista, oxímoron que quizá salve esta otra denominación: una teoría filológica.

 

 

 

Postulados

 

 

La integración de las perspectivas del dodecaedro filológico (Garrote Bernal 2008b: 29-31) y de una temporalidad literaria de al menos cuatro dimensiones, dependerá de la elaboración de tal teoría: filológica, esto es, dinámica y seguramente de base paradójica e incluso irónica; una teoría emanada, como ciencia de la ficción, de los tangibles hechos que son los textos literarios, sus relaciones probadas y posibles, y sus probables seriaciones. Por tanto, no una teoría especulativa, sino historicista multipolar, que aspire a una complejidad explicativa que dé razón coherente del mundo literario, hasta quizá entrever las dimensiones del universo literario. Postulados básicos de tal teoría serán los siguientes:

1. La temporalidad literaria es, frente a la general y por cuanto sustentada en la tradición, reversible, de manera que el carácter continuo de su actuar como motor de cambio, fija su condición básica de permanencia multidireccional. La imagen geométrica lineal de tal tipo de temporalidad, la capta desdibujada e insuficientemente.

2. Tal permanencia se comprende lejos de imposibles acronismos, equívocos anacronismos y paralizantes sincronismos, dado que el centro de la temporalidad literaria reversible es la cambiante palabra en el tiempo, que no es única, pues la unicidad es el carácter de lo incomprensible, ni tampoco resulta irrepetible, porque entonces sería incapaz de ser transmitida e incluso se haría ilegible.

3. Por su carácter reversible, la palabra en el tiempo opera mediante redundancias. En una serie de textos, éstas generan inercia, cansancio o necesidad de cambio. Sin embargo, observada en todos los niveles de un solo texto, la consecuencia de la redundancia es otra. En efecto, las reiteraciones funcionan aquí tanto en el eje horizontal (al menos en Occidente) de la lecto-escritura, como en el vertical (al menos en el mencionado hemisferio cultural) de su construcción isotópica. Tal redundancia conforma nudos de correspondencias en los que descansa el sentido del texto, es decir, la trayectoria en la que intervienen la percepción y la memoria del receptor, que capta una imagen posible del texto y la confronta con su experiencia cultural, asimismo cambiante y almacenada fragmentariamente. La redundancia, entonces, genera relevancia.

4. Constructor básico de redundancia es el mecanismo multipolar de la memoria humana, archivo de informaciones que van careándose (por emplear la terminología de Gracián) hasta formar asociaciones de agudeza que seguramente conoceremos luego como imágenes, metáforas y otros curiosos y tantas veces poco deslindados conceptos.

 

Sé que tengo la tarea pendiente de explorar estos cuatro puntos cardinales[19]. El caso del plurifuncional soneto «La calidad elementar…» mostraba que el objeto literario es tan estable como inestable, por lo que (o debido a que) su temporalidad es fundamentalmente reversible; también, que las microestructuras aisladas por el análisis estructuralista sufren polivalentes inserciones en distintas macroestructuras, aunque las inserciones, que amplían los significados iniciales, no son atendidas en dicho análisis simplificador, de índole sintáctica; finalmente, que la redundancia opera de manera distinta en el nivel diacrónico y en el sincrónico, y que la asociación de ideas —la base del concepto— pudiera tomarse como fértil vía de observación de la temporalidad literaria.

Dejando todo esto para otra ocasión, me contentaré hoy con exponer varios casos de la historia literaria española que conciernen a los dos primeros postulados que acabo de formular. Revisaré así ciertos diálogos establecidos por las letras contemporáneas con las áureas: serán calas exploratorias del afán de reescribir la tradición (o resto operativo del pasado), dentro de esa biblioteca que es la literatura española. Biblioteca siempreviva y que fuera de los manuales no empieza en las jarchas (operativas desde 1948) y acaba en Paloma Pedrero. El flash back que permiten la memoria y la narración —también la historiográfica— habrá de reproducir aquí el modo en que un autor, en proceso de serlo, parte de su situación como lector junto a los anaqueles de una biblioteca. Ese autor, que pudiera ser un crítico, un teorizador, un historiador o un investigador, es siempre omnisciente respecto de su materia (Garrote Bernal 2007b).

  

POESÍA Y TRADICIÓN: EDAD DE PLATA, ARTE AL CUBO Y SIGLO DE ORO

 La inmortalidad era un calendario

 

El proceso transcodificador va más allá de la cronología, pero también es cierto que el mero cómputo de ésta, signado por el calendario, determinó en el siglo XX, mediante el fenómeno político-social (o sea, cultural) de las celebraciones de los centenarios, el discurrir de ciertas corrientes literarias: Cervantes, Góngora, Lope de Vega, Garcilaso y Juan de la Cruz contribuyeron a trazar, en virtud de sus respectivas conmemoraciones y por este orden cronológico (1905, 1927, 1935, 1936, 1941), el discurrir de una literatura contemporánea en buena medida forjada por lo que desde la Revista de Occidente Fernando Vela (1927) llamó «el arte al cubo»[20]: una forma artística actual alude a otra anterior («la modernidad parece declararse en el hombre moderno, principalmente en este placer de lo pretérito»), pero lo hace a su peculiar manera («si ahora se vuelve a la tradición es para machacarla»), que no deja de ser meta-artística, a la vez creativa y crítica: «es un rasgo típico del arte actual presentar en áspera desnudez sus problemas».

En virtud de tal arte al cubo que problematiza el del pasado, el cervantismo crítico y literario conmemoró en 1905 el tercer siglo de la publicación del Quijote, dando entre otros frutos el desdibujador e incompleto palimpsesto unamuniano que es la Vida de don Quijote y Sancho. Lo mismo cabe decir del gongorismo en 1927, durante el tercer centenario de la muerte de Góngora, que cierto grupo de poetas celebró muy a su albedrío, por ejemplo componiendo una serie neogongorina: Altolaguirre, «Donde por descansar de su carrera…» (Poema del agua); Alberti, «Soledad tercera» (Cal y canto); Guillén, «El ruiseñor. Por don Luis» (Cántico); Salinas, «Las ninfas» (Confianza); Diego, Poemas adrede y Fábula de Equis y Zeda; García Lorca, «Soneto gongorino en que el poeta manda a su amor una paloma» (Sonetos del amor oscuro) y «Soledad insegura»…[21] Miguel Hernández continuó la serie en diversos poemas escritos en 1932, así «Abril gongorino», y en Perito en lunas (1933)[22].

En cuanto al garcilasismo, la proximidad del cuarto centenario de la muerte del poeta (1936) estimularía, por ejemplo, al Pedro Salinas de La voz a ti debida (1933) o al Miguel Hernández de El rayo que no cesa (1934-1935), quien volvió «los ojos a los melancólicos paisajes de la lírica garcilasiana» hasta partir de «un espejo garcilasiano de quejas y lamentos» (De Luis y Urrutia, en Hernández 1933-1941: 229-230). La estela de la conmemoración de este que —por poner en solfa la inerte e inercial etiqueta de literatura de postguerra— llamo primer garcilasismo, fue a dar no sólo en el elogio de Cernuda:

 

Gracias a Garcilaso los poetas más opuestos y diferentes, un Aldana y un Góngora, encontraron su propio camino; gracias a él pudo existir la obra de un Francisco de la Torre, un Francisco de Rioja. Sin esa tradición, que Garcilaso instaura en la mañana de nuestro Renacimiento, mucha hermosa parte de la lírica española no hubiera hallado base sobre la cual asentarse (1941: 489).

 

También aquellos ecos resonaron en la fundación —durante el segundo garcilasismo— de la revista Garcilaso (1943)[23], igual que la celebración en torno a Lope había servido para alumbrar en 1935 la revista Fénix. Por lo que respecta al sanjuanismo, el cuarto centenario del nacimiento del carmelita en 1941 estimuló, por ejemplo, el Cántico espiritual de Blas de Otero (cfr. Serrano Asenjo 1991). De Cernuda (1941: 496-497) son asimismo estas palabras, primero potentemente intuitivas —muy al propósito del asunto que trato—, luego aún menendezpelayistas:

 

Si la poesía actúa sobre la mente del lector sustituyendo o contagiando, en cierto modo, su pensamiento y percepción por aquellos del poeta, en poeta alguno hallará el lector dificultad tanta para que tal hecho se verifique como en San Juan de la Cruz. Porque es necesario que exista cierta afinidad entre ambas mentes […]. ¿Y quién es hoy capaz, aunque sólo sea pasivamente, de acompañar en sus deliquios a tan sobrehumano ser como San Juan de la Cruz?

  

Un caso de poligénesis: el perro perdido y melancólico

en Garcilaso y la literatura contemporánea

 

El soneto XXXVII de Garcilaso, que «coloca en el mismo nivel a un perro, que sufre por la ausencia de su amo, y a un amante, que sufre por la ausencia de su señora», conecta con la «antigua y acreditada tradición» del amor como «enfermedad típica de los temperamentos melancólicos», tradición en la que «un lugar, no del todo desdeñable, lo ocupaba el perro» (Gargano 1996: 342 y 344):

 

A la entrada de un valle, en un desierto

do nadie atravesaba ni se vía,

vi que con estrañeza un can hacía

estremos de dolor con desconcierto:

ahora suelta el llanto al cielo abierto,

ora va rastreando por la vía;

camina, vuelve, para, y todavía

quedaba desmayado como muerto.

Y fue que se apartó de su presencia

su amo, y no le hallaba, y eso siente:

mirad hasta dó llega el mal de ausencia.

(Garcilaso de la Vega 19812: 73)

 

Tres son los «filones» de los que se nutre el motivo allegado al poema: el astrológico, procedente de la Antigüedad, que relaciona la melancolía con Saturno y consagra al perro como animal saturnino; el médico-filosófico medieval, que distingue el subtipo de la melancolia nigra et canina como enfermedad de amor, y el jeroglífico renacentista, según el cual el perro, ser melancólico que no conoce la risa, es más sensible que otros animales (Gargano 1996: 344-347).

Frente a Garcilaso, la literatura contemporánea introduce la figura del perro melancólico mediante comparación: «Como perro perdido al que el instinto y la necesidad acucian, me encontré de nuevo en la escalinata de palacio. Y, al poco, en la cerrada galería de Mnemósine» (Urbina 1991: 38); «Y como un perro te abandonas lúcido, / fatigado de amar / y de dejar de amar / porque ya sabes que la vida esconde / demasiadas sospechas» (Blasco Gascó 2006: 82). Antonio Machado recurrió asimismo a la comparación del «perro olvidado», que conectó con la tradición del «melancólico». Fue en el poema LXXVII, ii, de Soledades (1907):

 

Como perro olvidado que no tiene

huella ni olfato y yerra

por los caminos, sin camino […]

[…],

así voy yo, borracho melancólico,

guitarrista lunático, poeta,

y pobre hombre en sueños,

siempre buscando a Dios entre la niebla (1907-1939: II, 481).

 

Como Machado no reservaba un altar para los poetas áureos[24] —también por su rechazo de la nueva poesía del Veintisiete—, quizá no sea probable que su conexión con la tradición descrita por Gargano se haya realizado directamente a través de poemas como el de Garcilaso; en tal caso, nos hallaríamos ante un testimonio de otra de las vías que conforman el laberinto de la biblioteca literaria: la coincidencia o poligénesis. Y entonces la conexión pudiera explicarse aquí desde el folklore y la propia genealogía de Machado.

No en vano, el abuelo de éste, Antonio Machado Núñez, había dejado inconclusa la serie «El folklore del perro», publicada en El FolkLore Andaluz, la revista dirigida por su hijo, Antonio Machado Álvarez. En su exposición recorre Machado Núñez diversos saberes (astrológico, bíblico, mitológico, hagiográfico, histórico) en busca de perros, asunto que debió de interesarle tanto que llega a afirmar: «Un libro podríamos escribir si narrásemos lo que la experiencia sencilla de los ganaderos refiere de los lobos y los perros» (1882-1883: 75bis). Y conjetura diversas explicaciones para las distintas consideraciones, positivas y negativas, que el pueblo tiene del perro, y que van desde «la bondad de sus condiciones morales», hasta la simbolización de lo malo y lo perverso en palabras como perrería, perrada y el adjetivo perro (1882-1883: 27-28). Cada sentido agrupa diversos refranes: unos negativos («Cara de perro»), que hablan de la astucia («Ese es perro viejo en el oficio») o el interés («Por dinero baila el perro…») caninos; otros, los más, positivos, que destacan «que el perro es un animal leal, fiel y de fácil domesticación» (1882-1883: 69bis-70bis).

 

Glosas del Veintisiete

 

«Entre aquellos apócrifos poetas que inventara / Ya apunta sin perfil un Antonio Machado. / Es este San Antonio de Colliure. No para / De quejarse, dolido» (Guillén 1993: 137). Con Homenaje. Reunión de vidas, Guillén ofrecía un amplio corpus de poemas que glosaban («Al margen de…») numerosos textos clave de la literatura occidental. Publicado en ese año de 1967 en que Kristeva alumbró el concepto de intertextualidad, Homenaje es el muestrario más amplio que formó un poeta del Veintisiete sobre el quehacer literario concebido como diálogo con unos textos del pasado que, en la lectura y en la consiguiente reescritura, regresan al presente.

Es la literatura como palimpsesto. O como glosa. Porque uno de los rasgos más característicos de la intertextualidad empleada por el Veintisiete es que comienza generada por la imitatio («Nuestras vidas son los ríos») y termina abocando a la inventio («que van a dar al espejo / sin porvenir de la muerte»), como emblematizan los vv. 1-3 recién citados de «El mar» (Soledades juntas, 1931), de Altolaguirre (1926-1959: 207). En el fondo, éste es el procedimiento básico de la glosa poética. Como recuerda Avalle-Arce (ed. Cervantes 1613: I, 80, n. 25), «Salió a misa parida» es verso que abría, en 1612, un romance sobre el Cid, y que estimuló también de inicio a otro cantado por la Preciosa de La gitanilla. No en balde, Preciosa, pudiendo cobrar «fama de la mejor romancera del mundo», se atrevería con «todo el Romancero general», según un Cervantes (1613: I, 84 y 87) que en buena medida estaba compitiendo con los demás autores del romancero artístico mediante los poemas de este género que intercaló en su novela.

A esa competencia se sumaría siglos más tarde Antonio Machado, que envió a Juan Ramón Jiménez el manuscrito de «La tierra de Alvargonzález», «y en la carta que lo acompañaba me decía que había decidido intentar con él una continuación del Romancero jeneral» (Jiménez 1959: 260). Asimismo, Federico García Lorca, en cuyo Romancero gitano figura «Preciosa y el aire» (1928: 15-18). En esta glosa de La gitanilla, Lorca ha seleccionado unos mínimos datos que remiten al DNI y al ADN del personaje cervantino: el nombre, la raza, su capacidad para la música y su defensa de la virginidad. El soneto del poeta-paje Clemente ha podido dar a Lorca su tema básico: «Cuando Preciosa el panderete toca / y hiere el dulce son los aires vanos…» (Cervantes 1613: I, 112). El «panderete» queda transformado en una metáfora inicial de lo más lorquiana: «Su luna de pergamino / Preciosa tocando viene». Y «los aires vanos» se hacen fantasmagórica amenaza para la gitana:

 

Al verla se ha levantado

el viento que nunca duerme.

[…]

Niña, deja que levante

tu vestido para verte

[…]

Preciosa tira el pandero

y corre sin detenerse.

El viento-hombrón la persigue

con una espada caliente.

 

Nada de esto, claro, está en Cervantes; pero Lorca, al situar a Preciosa en «un anfibio sendero», ha podido reparar en la primera aparición del pretendiente Andrés: «vieron un mancebo […] aderezado de camino. La espada y daga que traían eran, como decirse suele, una ascua de oro»; aparición precedida de cierto comentario en La gitanilla: «la gitana vieja vivía en continuo temor no le salteasen a su Preciosa» (Cervantes 1613: I, 97 y 96). La espada-ascua de oro es objeto, pues, de nueva metamorfosis, y en el poema lorquiano queda en espada caliente. Así ha construido Lorca una glosa que prescinde de la mayor parte del relato incluido en las Ejemplares, hasta desembocar en su parte final: la casa del Corregidor —donde se desencadena la anagnórisis que pone a Preciosa en su (justo) sitio (Cervantes 1613: I, 146-158)— se convierte en «la casa que tiene, / más arriba de los pinos, / el cónsul de los ingleses», donde Preciosa halla refugio.

Como glosa funciona también «El lazarillo y el mendigo», de Vicente Aleixandre (Diálogos del conocimiento, 1973), que construye un diálogo —posible sólo en una historicidad reversible, la literaria— entre los dos protagonistas del primer tratado del Lazarillo de Tormes. La actualización transforma al personaje del Ciego (aquí, El Mendigo) y su tratamiento (Lázaro llamaba al ciego tío, y aquí abuelo y vos), pero sobre todo se convierte en un poema filosófico sobre la existencia («aprendí / a estar antes que a ser») y el desengaño a que conduce la vida: «tú eres muy joven, y el oficio / del joven es creer», dice El Mendigo, mientras que de él mismo afirma: «No creo»; «Hoy creo en el demonio, / que es la duda absoluta». Y, sobre todo: «la soledad es mi certeza» (cito por Garrote Bernal 1994: 216-217). La glosa aleixandrina es también una intuición que aprecia un rasgo muy relevante en la relación de Lázaro con el ciego: que éste depende absolutamente del muchacho («hijo del sol, dueño mío»), lo que provoca su amargura: «Tú no existes. En ti no creo: Estoy / solo». La glosa ha dado la vuelta al «pues solo soy» (Anónimo 1554: 23), quitándolo de los labios de Lázaro y hallando así una nueva significación en ese enunciado.

La literatura, pues, ni se crea ni se destruye, sólo se transforma[25]. La vieja metáfora metafísica de la cadena del ser o el postmoderno gráfico de la cadena del ADN dan idea de esa transformación de la materia y los intereses literarios, que pueden pasar de Cervantes a Lorca o del Lazarillo a Aleixandre, siendo unos mismos (y por eso reconocibles antes y después, de manera que sean también relacionables) y a la vez distintos.

Lo mismo, tan diferente. Tal una glosa, esa mínima imagen de la literatura toda. Como indica Guillén (1993: 58), las dos estrofas de su «Al margen de La vida es sueño» glosan las escenas III y IV de la tercera jornada de la obra de Calderón (1636: 136-141): el Soldado 1º resume allí el argumento del drama y viene a liberar a Segismundo, al que el subtítulo del poema guilleniano justamente denomina «príncipe de Polonia». En medio de «esta incertidumbre de experiencia», Segismundo escucha las Voces («¡Viva Segismundo, viva!») y no duda: «Oigo voces. Me llaman y me aclaman», de modo que se halla ante «una verdad irrefutable». Pero enseguida vuelve la angustiosa falta de certeza: «El vivir y el soñar se me confunden», pues, como el texto de Calderón afirmaba, «desengañado ya / sé bien que la vida es sueño». La estrofa segunda de Guillén se ajusta sintéticamente a la escena IV de Calderón, cuyo «A reinar, fortuna, vamos» se convierte en «¡Si no soñase! Reinaré, Fortuna». Pero el sentido del texto original («Mas, sea verdad o sueño, / obrar bien es lo que importa») cambia, como en toda glosa: «Sea la vida un sueño bien soñado».

¿Vino nuevo en odres viejos? Importa más que el vino sigue fluyendo, que los catadores no dejan de degustarlo y que muchos más continúan cantando y bebiendo, por decirlo con Berceo, un vaso de bon vino.

 

EL ESTÍMULO MULTISECULAR

 

Ya dije al principio que en los sucesivos horizontes de expectativa del siglo XX, tres textos fundacionales —la Celestina, el Lazarillo y el Quijote— desempeñarán, recurrentes, la función de ser obras que, proyectando su vigencia hacia el futuro, resultan transtemporales: estímulos multiseculares, por decirlo con la expresión de Kish (1992).

Tal perspectiva (pancrónica) muestra que el siglo XX es en buena medida incomprensible sin el contexto proporcionado por el Siglo de Oro, así como que éste se hace más contemporáneo o entendible (comprensión retroactiva), gracias al diálogo con él entablado por los autores del XX. En efecto, estos ofrecieron nuevas perspectivas sobre los sentidos potenciales que todo texto alberga dentro de la biblioteca literaria, en su permanente contacto nada rectilíneo, ni siquiera lineal, con otros textos y otras cronologías.

 

A LA BÚSQUEDA NOVELESCA DE CERVANTES

 

El argumento y la disposición elocutiva pudieran estar dados: Cide Hamete Benengeli explicará, al principio del recientemente traducido Manual de historia literaria cervantina del siglo XX, que la presencia de Cervantes en las letras españolas contemporáneas delinea una duración estructural —por decirlo en términos braudelianos— que corre pareja al universal interés crítico por la obra de quien es considerado creador de la novela moderna. Siendo el Quijote modelo de escritura intertextual, esta obra se ha proyectado con frecuencia, y como biblioteca literaria, sobre su futuro. Así, el díptico (ahora tríptico, con La aventura del tocador de señoras [2001]) de Eduardo Mendoza, compuesto por El misterio de la cripta embrujada (1979) y El laberinto de las aceitunas (1982), «halla su raíz en la tradición cervantino-picaresca», continuada por la postmodernidad en el hacer «de la parodia su estrategia estética dominante» (García Sánchez 1996: 20 y 25).

 

 

Miró y el corsé de los manuales: del novelista lírico

al cervantino-picaresco y modernista-naturalista

 

Situémonos en la tradición cervantino-picaresca. El contacto con los textos de Miró sume en una perplejidad inicial al lector que acarrea con el prejuicio de novelista lírico que esparce la cantinela repetida de los manuales. A Miró no le habrá beneficiado mucho la tal etiqueta, que parece haberlo condenado a una vía muerta en la historia contemporánea de la novela española[26]. Entendida, en efecto, como un todo indistinguido, la obra de Miró fue vista como lírica precisamente durante el auge modernista del naturalismo, al que él, como autor en 1904 de Del vivir, una novela-reportaje naturalista, no fue ajeno (Márquez Villanueva 1982: 19-20). Pero la historiografía tradicional es lineal: no está preparada para abarcar simultaneidades.

En todo caso, los integrantes de la estirpe mironiana sufren, en manos de esa superficial historiografía encasilladora, la catalogación —pareciera una maldición— de no ser novelistas: así, Francisco Umbral. Quien, en un artículo de junio del 2002, transcodifica al Miró de la novela doble El obispo leproso:

 

el obispo sale a su jardín privado, bajo el beneficio de la alta tapia de grosor medieval, y allí se está mirando a los faisanes bellos como tapices, pero esos tapices un día se los comerá el obispo bien guisados por el cocinero.

 

Umbral termina refiriéndose a su modelo: «Hubo un obispo leproso, libro bellísimo y atroz de Gabriel Miró, novela que hoy se ignora y olvida porque hace falta el tiempo libre para leer todos los premios comerciales con su exceso perfectamente prescindible» (2002b). Magnífica la definición umbraliana, que sintetiza el carácter de El obispo leproso como novela modernista (bellísimo) y naturalista (atroz). Mezcolanzas semejantes (picaresca y diálogo lucianesco; novela corta y novela picaresca…) había producido la narrativa áurea de pícaros: algo incomprensible para las historias lineales, que engloban a esos híbridos bajo la etiqueta de decadencia de la picaresca —justo cuando más en boga se hallaba—, pues no conciben las pluralidades y paradojas con que se manifiestan la realidad y su faceta literaria.

Semanas antes, en mayo, Umbral había utilizado en otra columna periodística el título de la novela a la que enseguida voy, «Niño y grande» (2002a), para denunciar la explotación de los «niños menores de la edad laboral» que trabajan, en lo que es una de tantas mironianas «realidades inocentes y crueles». En algunos momentos emplea Umbral, que ahora no cita a Miró, expresiones que recuerdan la atención de éste a lo pequeño y microscópico: «La vida en democracia consiste en borrar estas inmensas minucias»; «Uno tiene cierta idea de la democracia que se conduce hacia lo pequeño, lo leve, lo inadvertido»; «Los economistas acostumbran a desalojar estos pequeños problemas», «lo que manifiesta que un sistema carece de sensibilidad para el minutísimo fluir de la vida». Por lo demás, Umbral enlaza con la misma tradición de más amplia duración estructural aquí considerada, la del Quijote:

 

escaseces que son las mismas de aquel mozo de Cervantes apaleado de nuevo por el amo en cuanto se iba Don Quijote. Porque seguimos viviendo dentro de nuestra Biblia nacional, como dijo Unamuno, o sea en el siglo de Cervantes y en la España agraria donde un niño valía menos que una mula.

 

El historiador debe ahora mantener que, al menos durante mayo y junio del 2002, Umbral estaba releyendo a Miró. Al margen de los manuales. ¿Dónde se hallan los caracteres líricos, que la archirrepetitiva historiografía al uso atribuye a Miró, en una novela como Niño y grande (1922), reescritura definitiva de la primeriza Amores de Antón Hernando (1909)? El inicio no puede ser menos lírico, ni situarse más irónicamente —ironía distanciadora que cumple el esbozo antipicaresco de una genealogía no infame— en la tradición de la narrativa picaresco-autobiográfica, con la primera persona en función narradora:

 

Era mi padre de los Hernando de La Mancha, linaje de labradores ricos y temerosos de Dios. Muy joven pasó a la comarca de Murcia, y allí prendóse de la mujer que había de ser mi madre, que era de casa rancia y empobrecida.[27]

 

Lo cual no obsta para que Antón sea luego caracterizado por doña Francisca como «¡Un niño pícaro y desengañao…!» (149). Ruiz Silva indica que Miró fue atento lector del Lazarillo, de cuyo prólogo («dice Plinio que “no hay libro, por malo que sea, que no tenga alguna cosa buena”»[28]) procedería la siguiente frase de Niño y grande: «Nada hay en el mundo que sea ruin del todo y que no dé provecho» (148 y n. 12)[29].

Quizá del Lazarillo llegue asimismo el nombre del narrador-protagonista mironiano: «Pusiéronme de nombre Antonio, pero no parece sino que la Humanidad celebró concilio cuando vine al mundo para llamarme Antón» (69), pues la madre de Lázaro de Tormes fue Antona Pérez. En cuanto a la abuela de Antón, «que me guió y educó con grandísimo celo de piedad», el narrador se ve de pronto urgido a escribir este aviso, más acorde con la tradición picaresco-celestinesca que con el honorable curso que iba tomando su relato: «No barruntéis ni el más leve olor de brujería en mi abuela» (70).

Pero, como indica Ruiz Silva, es Cervantes «el escritor español que más veces encontramos en la narrativa mironiana» (en Miró 1922: 138, n. 66); en especial, el Quijote[30], varios de cuyos pasajes intertextualiza Niño y grande, como anota Ruiz Silva: «… Y la del alba sería de un día de marzo, cuando salí, bien apercibido de los dineros que me quedaban, de aquel lugar de La Mancha de cuyo nombre tampoco quisiera acordarme», donde, mezcladas y modificadas, figuran las dos frases con que se inician Quijote I, 4 y I, 1 (138); las narices de los jesuitas en cuyo colegio estudia Antón eran grandes, «siquiera no fuesen todas desaforadas como las de Tomé Cecial», el personaje de cuyo nombre Miró se sirvió como pseudónimo un par de veces y del que Cervantes (II, 14-16) ponderó la nariz, «tan grande que casi le hacía sombra a todo el cuerpo» (82 y n. 40); el único jesuita amable, el padre Salguiz, era, aunque gordo, «nada sosegado, contraviniendo lo que Cervantes dijo de la quietud de estas naturalezas lardosas», y que se refería al ventero del Quijote, I, 2, «hombre que, por ser muy gordo, era muy pacífico» (100 y n. 91). Miró —creo que como arcaísmo— y Cervantes (II, 62) aplican la voz parsimonia a la comida, con el sentido de ‘frugalidad’ (104 y n. 100)[31].

Hay otros datos cervantinos no indicados por Ruiz Silva, como la protesta de verdad del relato que emite Antón, quien jura que «no trastorno la verdad de mi historia» (88), y que en algo se aproxima al pensamiento de don Quijote cuando prevé que en el futuro «salga a luz la verdadera historia de mis famosos hechos», o a la propia manera de titular Cervantes algún capítulo, referido a las «raras aventuras que en esta verdadera historia se cuentan» (1605-1615: I, 80 y 277). Y el relato sobre el señor Requena incluye una circunstancia («Una noche de invierno que regresaba a su casa, cuando penetró por la negrura que proyectaba la parroquia, salióle un hombre…» [116]), que recuerda la entrada de don Quijote y Sancho en el Toboso: «dio con el bulto que hacía la sombra, y vio una gran torre, y luego conoció que el tal edificio no era alcázar, sino la iglesia principal del pueblo» (Cervantes 1605-1615: II, 100).

Pero lo más quijotesco de Niño y grande se halla en la visión de Elena, la idealizada amada de Antón desde la niñez, que es comparada con la Beatriz de Dante (87), pero que termina a la manera de la Dulcinea descrita por Sancho Panza (I, 31), «ahechando dos hanegas de trigo en un corral de su casa» (Cervantes 1605-1615: I, 382): «¡Oh, Señor, mi Beatriz se desnudaba de su túnica de excelsitud y caía en los rudos menesteres y aficiones del lugar!», porque «la hermosa señora» estaba «picando las especias para adobar los lomos de los cerdos de Alfaz» (179-180). Que los dos motivos están conectados lo prueba el que Cervantes y Miró remiten al mismo fragmento de la égloga III de Garcilaso[32]. Intertexto sobre intertexto (o arte al cubo): he aquí otra muestra de la particular historicidad, reversible, de la biblioteca literaria.

 

 

El caso Landero: de Kafka a don Quijote

 

 

En Juegos de la edad tardía, Luis Landero narra la historia de Gregorio Olías, gris empleado que da rienda suelta a su fantasía en telefónicas conversaciones con Gil, viajante de su misma empresa. «Más de veinte noches llevaba Gregorio concediéndose entevistas nocturnas. Fue el principio de una larga metamorfosis»[33]. Esta evidente referencia a Kafka es ampliada por el nombre inicial —«yo creo que el destino empieza con el nombre» (132)— del protagonista, Gregorio, que «sintió no haber nacido insecto» (152). Pero Gregorio se transforma no kafkiana, sino quijotescamente, modificando a su antojo el mundo, por hacer feliz a Gil, su crédulo interlocutor sanchopancesco, y por vivir él mismo una vida artística y no rutinaria, en la que se repiten variantes de frases cervantinas como «todo puede ser» o «habría mucho que hablar» (87, 89, 105, 213, 272 y 123), de donde «vio que todo era posible con sólo ponerse a la tarea» (163)[34].

Gregorio y Landero recuperan un sinnúmero de motivos quijotescos para trazar su(s) relato(s): el menos importante no es el de reflexión sobre la verosimilitud como conectora de la realidad y la ficción, que siempre tiene algo de verdadera (134). Reseño seguidamente sólo algunos más. El tío de Gregorio recomienda a Olías: «Hijo, tú nunca leas novelas, nunca caigas en ese vicio, porque ya lo dice la palabra: novelas, no velas, es decir, no verlas, y así debían llamarse, noverlas, con advertencia de la erre» (23). Y ello a pesar de que también su tío perseguía, como toda su familia, un quijotesco afán, «¡¡El afánnn!!» (29), que dejaba en todos un ansia de ser lo que nunca serían: «El afán es el deseo de ser un gran hombre y de hacer grandes cosas, y la pena y la gloria que todo eso produce. Eso es el afán», según define el abuelo de Gregorio, personaje que además ensaya, ante unos obreros, un remedo del discurso quijotesco ante los cabreros (I, 11): «El abuelo los presidía de pie y hacía el elogio del agua y de la sombra», mientras que «los obreros se avenían al discurso y escuchaban sin porfía» y a Gregorio, «aunque apenas entendía nada, le daban ganas de llorar» (48-51). También cierto amigo de la infancia de Olías, Elicio Renón, «apenas urdía un proyecto enseguida encontraba otro mejor. Renunció a ser pastor en Australia para enrolarse de grumete en una ballenera…»; cuando Elicio propuso a Gregorio «hacerlo socio de su nuevo, y ya definitivo, proyecto», el primer paso —«Ante todo, se cambiarían los nombres» (37-39)— está dictado por la biblioteca quijotesca (II, 73): «Don Quijote […] tenía pensado de hacerse aquel año pastor […] y se había de llamar el pastor Quijotiz; y el bachiller, el pastor Carrascón […] y Sancho Panza, el pastor Pancino» (Cervantes 1605-1615: II, 583).

Gregorio, siempre perseguido por el afán, contrasta la realidad con la ficción antes de actuar: «trató de imaginarse lo que harían sus héroes policíacos en una situación así», de modo que «hundió las manos en el abrigo, según las reglas más severas del arte policíaco» (340). Es que «de joven había […] leído un libro de aventuras cuyo título no recordaba» (135). Entonces se disfraza anacrónicamente con «una indumentaria que ya no se llevaba» (182) y en la que «todo le quedaba grande, menos las gafas y el sombrero, pero no perdió el rigor de sus actos ni cayó en la tentación de opinar» (164). Oscilando entre Alonso Quijano y don Quijote («cuando esté con el traje me llamas Faroni, y cuando no Gregorio» [167]), cumple penitencia: «le dijo a Angelina que nunca más le preguntase nada, porque había hecho de por vida voto de silencio y pensaba cumplirlo hasta la muerte» (158). Y escribe un libro con dos prólogos, uno de los cuales «pensaba adjudicar a alguna ilustre personalidad extranjera» (208), así como un poema también apócrifo, según el modelo explícito del Quijote: «¿Te das cuenta? Todo esto también es inventado» (214). Y, por supuesto, Gregorio cambia los nombres de los demás personajes, empezando por las dos mujeres que actúan en su triste vida —como la tía y la sobrina cervantinas― tomándolo por loco: «a mi señora la llamaréis la señorita Mar, y mi suegra será en adelante la Dama Musa» (156). Ya se sabe que «Don Quijote, por ejemplo, le cambió el nombre a su amada y le puso Dulcinea» (201): «Si te fijas, las cosas que tienen más de un nombre siempre son mágicas» (216).

«Pero, hombre, ¿cómo se imagina que soy?». Gil transforma a Olías en un modelo dulcinesco inducido a partir de las ficciones narradas por teléfono: «Un hombre moderno, culto, joven, idealista, y que consigue siempre lo que quiere. En una palabra: un triunfador». Esta imagen fuerza a su vez al narrador que es Gregorio a transformarse progresivamente, para no defraudar a Gil: «si tanto se empeña en que yo tenga estudios, digamos, por ejemplo, que soy… ingeniero» (111). «Y seguro que también es guapo, ¿cierto?» (143); «Seguro que usted vive con una mujer muy hermosa» (199), seguirá preguntando-aseverando Gil. Es que Gil Gil Gil, a quien Olías ha cambiado el nombre por el de Dacio Gil Monroy, acaba siendo, unamunianamente, autor y personaje de Gregorio, que también ha pasado a llamarse Faroni: «sin usted yo no soy nada, ni Dacio, ni Gil ni Monroy ni nada» (148). Poco a poco, quijotizándose uno y sanchificándose otro, ambos interlocutores van fundiéndose y confundiéndose, sin saber muy bien quién sigue a quién: «¿Acaso no ha oído que lo mejor que un hombre cuerdo y caritativo puede hacer con un loco es seguirle las manías?» (135).

Finalmente, y cuando los acontecimientos desatados por la sostenida ficción no pueden ser controlados, Gregorio-Faroni piensa retirarse al campo y vagabundear: «Eso si no encontraba un empleo fijo de pastor» (314), aunque también se le verá «renunciando a la mansedumbre de una vida libre y pastoril» (331). Pero en su huida última «se ofreció de pastor» (362), aunque lo rechazaron.

 

 

DEL TEATRO CONTEMPORÁNEO AL SIGLO DE ORO

 

Dos casos de teatro social contemporáneo vuelven a espejear a Cervantes y la tradición picaresco-celestinesca. Vayamos al primero. Señaló Asensio que, como muestran las relecturas de Brecht y Lorca, los Entremeses cervantinos «resisten el ataque del tiempo». El del Retablo de las Maravillas aclimata el tema folklórico del embaucador que exhibe un objeto invisible para los bastardos, haciendo al inexistente retablo «invisible para los conversos»[35].

Con un inicio ex abrupto, Chanfalla indica a su mujer, Chirinos, que no debe olvidar las instrucciones dadas para «este nuevo embuste», y remite a otro, el «pasado del llovista», que ni el lector ni el espectador conocen. Se ha sumado ahora a la compañía un músico, el pequeño Rabelín, que pretende demostrar sus cualidades «en este pueblo», al que «poco a poco» van acercándose. Allí se encuentran con los poderes locales: el gobernador, el alcalde, el regidor y el escribano. Hechas las presentaciones y descrito el poder invisible del Retablo de las Maravillas, el gobernador pide que sea representado en casa del alcalde para festejar las bodas de la hija de éste. Así se hace y, como era de esperar, tanto el gobernador, que dice tener «mis puntas y collar de poeta», como los villanos, simulan ver las figuras del retablo, para que la opinión ajena no les repute de conversos. Un furrier que, ajeno al engaño, busca alojamiento para las tropas, toma por locos a los concurrentes y termina por la fuerza con el espectáculo. Pero Chanfalla queda contento con la prueba: «la virtud del Retablo se queda en su punto, y mañana lo podemos mostrar al pueblo» (Cervantes 1615: 169-182).

 

 

El palimpsesto del Retablo de las Maravillas

 

Ese mañana acaeció tres siglos y medio después, cuando Lauro Olmo actualizó el texto cervantino en la quinta de las seis piezas breves que componen El cuarto poder (1984: 319-336), obra que emplea los recursos de la farsa, el guiñol y el entremés en su crítica contra la Prensa, según Berenguer (ed. Olmo 1984: 91-96 y 107-109)[36], que no estudia la reelaboración cervantina de El cuarto poder, cuyas seis «crónicas» (238) fueron compuestas entre 1963 y 1971; la quinta, El Nuevo retablo de las maravillas y olé, se publicó en 1970 (119).

Este Nuevo retablo se inicia también ex abrupto, con la conversación, en «una plazuela popular», entre el Curioso 1º y el Curioso X («Dicen que es sensacional»), charla que el Curioso 2º no entiende. El Curioso X ofrece la segunda pista (la primera, evidentemente, es el título de la obrita[37]): «¿Han oído hablar ustedes del Sabio Tontonelo?» (320). Unos sí y otros no, lo que distingue a los conocedores del entremés cervantino y a los que lo ignoran; porque Tontonelo era, según Chanfalla, «el sabio» que «fabricó y compuso» el retablo (Cervantes 1615: 171).

Olmo había abierto la primera crónica de El cuarto poder bajo esta misma advocación, que sitúa a su obra en los ámbitos del teatro de títeres y del entremés satírico de Cervantes: «Hubo un tiempo, en la vieja ciudad de Tontonela, en que ocurrían cosas nada comunes y dignas de figurar en las crónicas» (239). Pues bien: «Nadie escapa al sumo poder del sabio Tontonelo», responsable último del nuevo engaño, y visto aquí como otro gran hermano: «Todo lo que dice se repite, y se repite, y se repite», porque ya se sabe que «la imaginación no miente» (321-322): así que si se afirma que la plaza está llena, nadie puede aducir la evidencia de que está casi vacía. Cuando otro Curioso, el 3º, no entiende esto, X le pregunta si no será católico progresista, socialista o comunista.

Tras su continuación de Cervantes (el Retablo se representará ahora para el pueblo, como quería Chanfalla), Olmo se dispone a la reescritura. Dieciocho pasajes del entremés cervantino, entrecomillados, son puestos en boca de diversos personajes del nuevo entremés de Olmo (329-333)[38], quien construye tres perspectivas: a) el Campesino y su hijo, que contemplan b) a los Curiosos, a los Turistas y a los poderes fácticos, quienes a su vez observan c) el retablo manejado por Montiel. Las tres principales innovaciones consisten en la reescritura de un intertexto de Chanfalla (el retablo está «debajo de tales paralelos, rumbos, astros y estrellas, con tales puntos, caracteres y observaciones, que ninguno puede ver las cosas que en él se muestran que tenga alguna raza de confeso, o no sea habido y procreado de sus padres de legítimo matrimonio» [Cervantes 1615: 171-172]), reproducido literalmente por Montiel con una excepción: «que tenga algún ribete de católico progresista, socialista o comunista» (330-331); la presentación de los poderes fácticos no como cuatro personajes de carne y hueso, sino como tres muñecos de guiñol que representan a la Justicia, el Ejército y la Iglesia («Entran en escena D. SEVERO, con su maza; DON PUM-CRAK, con su sable, y D. HUMO, con su incensario» [327][39]), y la conversión del Retablo invisible en un teatrito protagonizado por la Prensa. El redactor Sánchez, ayudante de Montiel, a una orden de éste «tira del cordón de la cortinilla del guiñol, que, abriéndose, deja al descubierto un periódico titulado EL CUARTO PODER», acatado ceremoniosamente por los otros tres representantes de ese mismo dominio político (333).

La crítica cervantina a la hipocresía de una opinión pública basada en el honor y la limpieza de sangre, ha pasado a ser, con unos pequeños retoques propios del palimpsesto, un ataque a la opinión publicada por una Prensa al servicio de la dictadura franquista. Olmo ha convertido en realidad escénica el proyecto de Chanfalla de representar su engaño ante el pueblo, pero el paso del tiempo ha transformado al autor de comedias en director de periódico. El presente de un autor silenciado por el poder político ha querido ser confrontado con el pasado de otro escritor cuya respuesta ha resultado de nuevo válida y validada, pero cuya significación histórica, al ser interrogada desde otra cronología, tiene necesariamente que haber sido modificada.

 

 

Recepción metamórfica de La Celestina

 

 

En su medio milenio de vida, «la vieja alcahueta Celestina» «podría denominarse la Sara española, ya que, como la anciana mujer de Abrahán, Celestina logra engendrar una prole a pesar de su avanzada edad», afirma Kish, que pretende «considerar los remedos celestinescos» en relación «con la noción de “acrecentamiento” como fuerza creadora» (1992: 249-250). Para ello Kish propone «imaginarnos en un tipo de taller multisecular de autores celestinescos ocupados en refundir la versión primaria de la obra»: estos, por lo «general, respetan los temas originales tal y como los hallan en sus fuentes», sin seguir siempre «un solo modelo», y «a veces» «aclaran algún que otro detalle oscurecido por accidentes de transmisión textual en la tradición española, o por la desaparición de alguna costumbre popular», en lo que «destacan los primeros traductores de la obra, naturalmente» (1992: 251), que revisa Kish hasta llegar a una adaptación teatral de 1974 debida a un autor comunista alemán.

Los traductores introducen también «cambios destinados a facilitar la “recepción” de la Tragicomedia» más allá de España; así, para sortear la ambigüedad religiosa de la obra, «uno de los resultados fue una acentuada moralización, por no decir cristianización», como en «la adaptación parcial» An Interlude. Showing the Beauty and Good Properties of Women [...] Otherwise Calisto and Melebea,

 

atribuida a menudo a John Rastell, quien la imprimió alrededor de 1530. Aparentemente un producto del círculo de Tomás Moro, y tal vez relacionado con la estancia de Juan Luis Vives en Inglaterra por aquel entonces, Calisto and Melebea termina antes de la seducción de la heroína, cuando ella escucha el relato de un sueño de su padre, quien le hace entender lo peligrosa que sería, moralmente, su rendición a Calisto (Kish 1992: 252).

 

Nada se diga de la «vuelta a lo protestante» de la Celestina, en el proceso que va de la versión alemana de 1520 a la de 1534, realizada por un mismo traductor (Kish 1986: 99-100):

 

Si Celestina modificaba la letra de la Biblia para adelantar sus propósitos deshonestos, Wirsung —un alcahuete al servicio de la nueva religión— introdujo cambios en el texto de la Tragicomedia para sugerir reformas en la vida de sus lectores. Siendo un reformador práctico, vio la posibilidad de transformar la trama celestinesca en un llamamiento a la reforma no sólo religiosa sino también social» (Kish 1986: 104).

 

«Bebiendo de lo antiguo, intuyendo el sentimiento colectivo multisecular, respondiendo a las circunstancias particulares de su propio medio ambiente», traductores y glosadores de La Celestina «han sabido someter una obra maestra pretérita a una constante reencarnación» (Kish 1992: 254)[40].

 

 

 

Lo picaresco-celestinesco desde el teatro social

 

 

Había indicado Cela: «Cada vida es una novela» (1951: 83). Y Rogelio, el protagonista de La taberna fantástica (1966) de Alfonso Sastre —el segundo caso de teatro social que consideraré— abre así a la confrontación literaria el breve relato de su vida: «Lo mío es una novela». Siendo la de un marginado social, la delimitación pragmático-literaria debe partir de que su escuela ha sido la calle: «si no sé juntar las letras (porque ni Dios me ha enseñado a ello ni he pisado una escuela en toda mi puta vida), en su lugar me conozco el rollo de la vida como nadie». Y es que sobre Rogelio pesa «esta maldición nuestra» «de que somos quinquilleros, lo cual que quiere decir quincalleros, o sea de los que vendían la quincalla por esos pueblos»[41].

Esta demorada explicación, que no cuadra en un ambiente tabernario (lo que trae al primer plano el problema de la verosimilitud de la autobiografía en la narrativa picaresca), es más bien la interposición de un autor que pretende advertir que su manera naturalista y esperpéntica de tratar los bajos fondos intenta despertar la conciencia social. Intención de un Sastre que, en cuanto escritor culto[42], conecta con la tradición literaria, con el cúmulo de lecturas que, para este tema, conduce al almacén formal de lo picaresco y lo celestinesco, dos líneas identificadas ya por los autores del Siglo de Oro.

Rogelio rememora el momento en que su padre fue acusado de un crimen: «le pegaron delante mía y de mi mama» y «el hombre acabó diciendo que había matado, no sé, a la estanquera y a su propio padre», por lo que fue encarcelado injustamente durante siete años (104). El Guadiana de la tradición picaresca ha aflorado en la historia contemporánea. Dicta Lazarillo de Tormes que «siendo yo niño de ocho años, achacaron a mi padre ciertas sangrías mal hechas en los costales de los que allí a moler venían, por lo cual fue preso, y confesó y no negó, y padesció persecución por la justicia» (Anónimo 1554: 14). Rogelio fue llevado con «una tía mía de Ávila que me dedicó, no se me caen los anillos por decírvoslo ahora, a méndigo, y que me las hizo pasar canutas de hambre y de miseria» (104)[43]. Es un cruce de la tradición picaresca (el niño mendigo del Lazarillo, que dirá que el ciego «me mataba a mí de hambre» [Anónimo 1554: 27]) con la celestinesca: «Además era bruja; ¡lo era y no es que yo lo diga!; porque también hacía yerbas y remedios, además de poner el cazo en la cuestión de romerías y así», aunque «a nosotros ni nos daba de comer»[44]: «Menos mal que murió de mala forma (que la ahorcaron), pero ése es otro cuento» (105).

Tan de mala forma como Celestina, asesinada por Sempronio: «Espera, doña hechicera, que yo te haré ir al infierno» (Rojas 1499: 260). Pármeno conocía a Celestina porque su madre «me dio a ella por serviente». Calisto la llama «mi tía», y su criado refiere que «tenía seis oficios, conviene saber: labrandera, perfumera, maestra de hacer afeites y de hacer virgos, alcahueta y un poquito hechizera», y que alcahueteaba durante «estaciones, procesiones de noche, misas del gallo, misas del alba, y otras secretas devociones». Celestina tenía otra especialidad: «Hazíase física de niños» (Rojas 1499: 52 y 54-55)[45]. La tía de Rogelio también: «lo peor, que yo recuerde, es lo que hacía con el niño de una soltera», al que «le ponía así como un ciempiés —que es un bicho― en un ojo y se lo tapaba con media cáscara de puez», y decía «que la criatura tenía los sacais malitos» (104-105).

Rogelio entró después «de lazarillo con mi padrastro el Ciego de las Ventas (con mi tío, que yo le llamo al hombre), el cual volvió a juntarse con mi madre mientras mi papa estuvo fuera» (105). Sastre une aquí los personajes del «negro de mi padrastro» y del «ciego, el cual, paresciéndole que yo sería para adestralle, me pidió a mi madre» (Anónimo 1554: 17 y 21). Loren, el Ciego de las Ventas, participa de los caracteres de ambos, en cuanto Cosmopólita, la madre de Rogelio, lo era también «de mi hijo Chuli aquí presente, y eso da algún derecho» (115). Así que Rogelio tiene un hermanastro, como Lázaro, cuya madre «y un hombre moreno de aquellos que las bestias curaban vinieron en conoscimiento», hasta que ella «vino a darme un negrito muy bonito» (Anónimo 1554: 16-17).

Y así podríamos seguir, viendo volver…

 

 

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[1] Las citas definidoras de transcodificación, intertextualidad e interdiscursividad proceden de Marchese y Forradellas (1986: 411-413 y 217-218). García Sánchez (1996: 10-11) recuerda que Kristeva acuñó en 1967, en los inicios de la postmodernidad, el concepto de intertextualidad, asentado sobre los rasgos de la reescritura y la autorreflexión, asociados a su vez a la metaficción, la traducción y la parodia; destaca la «ambiciosa enciclopedia de procedimientos intertextuales» que hay en Gennette, Palimpsestes (1982), y postula al borgesiano «Pierre Menard, autor del Quijote» (1939) como paradigma de la teoría postmoderna.

[2] Para el concepto de transtemporalidad, cfr. Santiáñez-Tió (1997: 272); para el de interhistoricidad, Guillén (1985).

[3] Sobre esto, cfr. infra, «Poesía y tradición: Edad de Plata, arte al cubo y Siglo de Oro».

[4] Las citas anteriores, en Unamuno (1902: 375).

[5] Los dos poemas que acabo de citar, en Machado (1907-1939: II, 664 y 472).

[6] Cfr. infra, «Miró y el corsé de los manuales: del novelista lírico al cervantino-picaresco y modernista-naturalista».

[7] Lope de Vega (1983: 1311-1312). De todas formas, he suprimido la coma tras abrasarme (v. 9) y la he añadido tras celestial (v. 10).

[8] Lope de Vega (1613: 84-89). Puede revisarse ahora —y automáticamente— ese contexto de la escena VII compulsando Lope de Vega (2001).

[9] Estado de la cuestión sobre el asunto —básicamente centrado en la oposición parodia anti-culterana / contenido neoplatónico del poema— hay en Salvador (1992: 22-26). Ejemplo de perspectivas excluyentes ofrece Sabor de Cortázar al disentir de Schevill, que en 1918 asentó el carácter «totalmente burlesco» del soneto, y preferir la interpretación de Montesinos, quien, describiendo el poema como «enrevesado y abstruso, pero ni culterano ni conceptista», «sostiene con toda razón la seriedad del soneto y de la escena en la que va incluido», «típica de la manera didáctica de Lope» (1987: 186).

[10] Mezclando dos contextos, el de La dama boba y el de La Circe, al que voy luego, Sabor de Cortázar cree «evidente» «la preocupación del poeta por aclarar el sentido de este poemita en el cual se expone la teoría amorosa de los tres fuegos (elemental, celestial y angélico), según una fuente precisa citada por el mismo Lope en la Epístola que lo comenta: el Heptaplus de Pico della Mirandola» (1987: 186). Pero «el poeta» de La dama boba es Duardo, no Lope.

[11] «A Juan de Piña» vv. 12, 24-26, 28, 37-40 y 63. Para el herrerianismo de Lope, cfr. Garrote Bernal (2009: 124b).

[12] Una síntesis del neoplatonismo de este soneto lopesco hay en O’Connor (2002).

[13] Sánchez Jiménez concluye: «Pese a sus intentos de agradar al nuevo régimen, Lope no consiguió el puesto de cronista real, ni ninguna otra posición al servicio de la Corona. Su escandalosa fama, confirmada por su vida privada, se contraponía abiertamente a la imagen de amante platónico que ofrecía en La Circe» (2006: 78).

[14] Santiáñez-Tió (1997: 267-268, 270-271 y 282-285).

[15] Al otro volumen publicado de este —por lo demás— muy útil proyecto para asentar una de las posibles cronologías literarias, el de J. M. González Herrán y E. Penas Varela, III: Siglos XVIII y XIX (1992), debería añadirse el II, dedicado a los Siglos de Oro.

[16] La voz supratemporal es un indicio de que Jauss piensa en términos de historia lineal; conceptos como lector omnisciente, transtemporalidad e interhistoricidad, que corren por estas páginas, pudieran servir para superar tal concepción simplificadora.

[17] Sokal y Bricmont, de quienes tomo la cita, recuerdan que el principio de indeterminación, así como la cosmovisión que lleva aparejada, «tiene su origen en la crisis de la ideología liberal en Europa central, antes y después de la Primera Guerra Mundial» (1998: 234-235).

[18] Cfr. supra, «El Guadiana de la tradición: “lo que leo imitando”». Estudios modélicos sobre tradición literaria hay en Devoto (1974) y Lida de Malkiel (1975).

[19] Sobre el segundo postulado, cfr. Garrote Bernal (2008b), artículo que quisiera indisociable del presente. Para esta teoría filológica de la temporalidad literaria reversible que propugno, deberán tenerse en cuenta —además de los mencionados supra, nn. 1 y 16— los conceptos que menciona Kish (1992: 250 y 254), y que fueron empleados por Menéndez Pidal, Lida de Malkiel y Catalán: ciclo tradicional, continuidad de inspiración, frutos tardíos, novedad del arcaísmo, elaboración colectiva y apertura de significados.

[20] Un comentario de ese texto hay en Mainer (1975: 187).

[21] Algunos de esos textos, en Garrote Bernal (1994: 97-107). Para las «Soledades» de Alberti y Lorca, cfr. Pérez Bazo (1998), y para los enajenados neoclasicismo y postgongorismo de Diego, Garrote Bernal (2007a y 2008a).

[22] Cfr. De Luis y Urrutia, en Hernández (1933-1941: 43-44 y 65).

[23] Estos datos garcilasistas, y otros como la biografía que Altolaguirre escribió de Garcilaso (1933), son tratados por Urrutia (1983: 115-143), quien ofrece una amplia muestra de la imagen de Garcilaso en el siglo XX.

[24] Cfr.: «una intensa y profunda impresión del tiempo sólo nos la dan muy contados poetas. En España, por ejemplo, la encontramos en don Jorge Manrique, en el Romancero, en Bécquer, rara vez en nuestros poetas del siglo de oro» (Machado 1907-1939: II, 698).

[25] Este enunciado sintetiza las tareas de los estudios literarios: todo él emblematiza el objeto de la teoría literaria (también, desde otra perspectiva, de la psicología y de la antropología); el adverbio sólo representa el interés de la crítica literaria y su búsqueda de singularidades; el verbo transformar remite al objeto de la historiografía (y de la sociología) literaria.

[26] Cfr. Laín Corona (2009a: 12-49), tesis doctoral sobre las proyecciones mironianas en la literatura posterior a 1930, y en que Laín (2009a: 195-262) atiende a Umbral, entre otros autores.

[27] Miró (1922: 69). A partir de ahora remito en el texto, entre paréntesis, a las páginas de la edición de Ruiz Silva, mencionada en la bibliografía final.

[28] Anónimo (1554: 4). La frase se repite también en el Quijote: «No hay libro tan malo —dijo el bachiller―, que no tenga algo bueno»; «no hay libro tan malo, que no tenga alguna cosa buena» (Cervantes 1605-1615: II, 65 y 486).

[29] Laín Corona (2009b) estudia la presencia en Miró de la picaresca, en un artículo que mueve mi nostalgia —otra forma de asociación de ideas—, por cuanto Laín va aplicando con aprovechamiento el esquema de mis explicaciones sobre narrativa picaresca en el curso que hace ya unos años dicté a su promoción.

[30] Con todo acierto ha descrito Rallo Gruss el funcionar de la novela mironiana Las cerezas del cementerio (1910), desde la superposición quijotesca entre «fábula o relato previo literaturizado, e historia o acontecer actual» o, dicho de otro modo, desde «la confrontación “romance/novela”» (1986: 255).

[31] Con respecto a la dificultad léxica mironiana, habría que comprobar la relación entre sus frecuentes arcaísmos (y su empleo del vocabulario místico [cfr., por ejemplo, 125 y n. 39]), y sus lecturas de los clásicos: por ejemplo, señala Ruiz Silva que arcaz está en el Lazarillo, obra de la que Miró extrajo una lista de palabras (122 y n. 36; 148 y n. 12).

[32] Cervantes, al rememorar en Quijote, II, 8, pasajes de I, 25-26 y 30-31, relativos al supuesto viaje de Sancho al Toboso, parafrasea el argumento de la égloga III, 53-113 (1605-1615: II, 94); Miró (180) cita el v. 57 de ese mismo poema.

[33] Landero (1989: 120). A partir de ahora remito en el texto, entre paréntesis, a las páginas de la edición mencionada en la bibliografía final.

[34] Para el leif motiv quijotesco de todo podría ser, cfr. Garrote Bernal (1995: xxxi-xxxvi).

[35] Asensio (ed. Cervantes 1615: 46-49 y 29-31), que anota aquí las analogías entre el tratamiento cervantino del asunto y los del Lucanor y Timoneda, Buen aviso, I, 49.

[36] Cito desde ahora, entre paréntesis, las páginas de la edición de Olmo dispuesta por Berenguer.

[37] Una pista intermedia fue borrada por el autor en el proceso de corrección de su obra: era una cita inicial (no «dos citas», que es lo que indica Berenguer en Olmo 1984: 319, n. 183), atribuida sin más a Cervantes, y que corresponde a un parlamento del Gobernador, que finge mientras ve la representación del retablo, pero sigue dudando de lo que (no) ve: «¿Qué diablos puede ser esto, que aun no me ha tocado una gota, donde todos se ahogan? Mas [Olmo escribió Más] ¿si viniera yo a ser bastardo entre tantos legítimos?» (Cervantes 1615: 178).

[38] Al final remite Olmo (335) a la fuente cervantina de los textos entrecomillados.

[39] Son además personajes de la segunda crónica de la obra, La niña y el pelele (Olmo 1984: 255-275).

[40] En este mismo pasaje, Kish termina cayendo en el esencialismo atemporal: perteneciendo «a la quintaesencia literaria española», Celestina es también, en virtud del proceso histórico de su transcodificación, «sustancia atemporal e instancia de apertura eterna».

[41] Sastre (1966: 103). Citaré desde ahora, y entre paréntesis, las páginas de esta edición.

[42] En T. B. O., por ejemplo, Sastre reconstruye el metro de clerecía para hacer poesía política («Por la cuaderna vía») y la epístola en tercetos encadenados («El poeta cuenta a su madre en tercetos encadenados cómo es su vida en la prisión…») para mostrar la jerga carcelaria (1978: 35 y 83-84).

[43] En relación con ello, Sastre escribirá en T.B.O. a su hijo, que pasaba hambre estudiando en Inglaterra: «Recuerda tu situación / —y aquí acabo mis cantares― / al estudiante Buscón / en Alcalá del Henares» (1978: 68).

[44] También el ciego que maltrataba a Lázaro de Tormes daba remedios para sanar: «cosed tal hierba, tomad tal raíz» (Anónimo 1554: 26).

[45] Pármeno alude a la hechicera Celestina refiriéndose a su «cámara llena de alambiques» y a que «remediaba por caridad muchas huérfanas y erradas que se encomendaban a ella. Y en otro apartado tenía para remediar amores y para se querer bien: tenía huesos de corazón de ciervo, lengua de víbora, cabezas de codornices, sesos de asno, tela de caballo, mantillo de niño, haba morisca, guija marina, soga de ahorcado, flor de yedra, espina de erizo, pie de tejo, granos de helecho, la piedra del nido del águila y otras mil cosas» (Rojas 1499: 56-57 y 61-62).